4

Berlín

—¿Dónde están? —preguntó Sam.

—Espera unos segundos. Después mira hacia atrás en la dirección de las siete. Hay una joven rubia, acompañada de un hombre alto con la cabeza rapada.

Remi se tocó el cabello castaño rojizo mientras caminaban.

—Una joven rubia en Berlín, ¿eh? Sorprendente. —Por su lenguaje corporal se deducía que no se había quedado satisfecha tras atusarse la melena. Sacó un pequeño estuche del bolso, simuló mirarse en él y devolvió un mechón a su sitio con la mano—. Es una de las mujeres del equipo de Luisiana. Y el hombre… Sí, él también. Sus fotos estaban en la carpeta que robamos de su barco. ¿Cómo es posible que hayan podido llegar a Berlín con tanta rapidez? Hace tan solo unas horas que hemos aterrizado, y únicamente nosotros sabíamos adónde íbamos.

Sam se encogió de hombros.

—Supongo que tendrán a su disposición un avión de la empresa.

—Tal vez deberíamos pedir un empleo en Consolidated Enterprises. Me pregunto qué otras ventajas ofrecerán.

—Han aparecido en un momento muy inoportuno.

—¿Qué crees que deberíamos hacer?

—Supongo que podríamos preguntar a un abogado alemán si es ilegal que nos sigan a todas partes.

—Hagámoslo —dijo Remi—. Albrecht se ha tomado muchas molestias para mantener en secreto su descubrimiento. Me sabría muy mal que esos idiotas que nos hemos traído levantaran la liebre. Tal vez podríamos conseguir que los deportaran.

—Prefiero tenerlos en Alemania que en Hungría.

—Bien dicho. Hablaremos con Albrecht durante la cena.

—Me gustaría hacer algo antes.

—¿Qué?

—Solo veo a dos. Separémonos.

—Después de tanto bucear y volar, me iría bien una hora de cuidados en la peluquería del hotel.

Sam y Remi recorrieron juntos el paseo. Después, cuando llegaron a la entrada del hotel Adlon Kempinski, Remi dio un beso en la mejilla a Sam y entró en el vestíbulo. Sam caminó solo unos pasos y después miró atrás para comprobar que la rubia seguía a Remi. También vio que el hombre alto de la cabeza afeitada se detenía de súbito y fingía mirar a alguien en dirección contraria. Sam continuó andando.

Dejó atrás la Puerta de Brandenburgo y entró en el Tiergarten, el gran parque urbano. Siguió el sendero bajo los árboles hasta el Hauptbahnhof, el gran edificio metálico brillante que era la estación de tren de dos niveles más grande de Europa. Entró con el hombre alto de la cabeza afeitada a cierta distancia, se mezcló con la multitud de viajeros y compró un billete para un tren S-Bahn que atravesaba la ciudad. Corrió hacia el andén correspondiente y llegó justo cuando las puertas se abrían, entró, se volvió para ver si su perseguidor entraba en otro vagón, esperó a que las puertas estuvieran a punto de cerrarse y descendió. Se fue a toda prisa del andén y bajó una escalera mecánica hasta los trenes de larga distancia que circulaban de este a oeste. Se detuvo bajo la parte inferior de la escalera mecánica unos minutos, mientras vigilaba la aparición del hombre alto de la cabeza afeitada.

Cuando estuvo seguro de que el hombre no lo había seguido, Sam subió por la escalera mecánica hasta el nivel de la calle, salió de la Hauptbahnhof, localizó un banco cómodo a la sombra y clavó la vista en la salida de la estación.

Su perseguidor tardó unos veinte minutos en salir, con aspecto malhumorado. Había dejado de buscar a Sam y tenía la vista fija en el suelo, a unos pasos de distancia, con las manos en los bolsillos del fino impermeable. Después de concederle una buena ventaja, Sam se levantó y lo siguió.

El hombre caminó hacia el norte por Alt-Moabit hasta llegar al hotel Tiergarten, donde entró. Sam eligió un pequeño bar situado al otro lado de la calle, se sentó a una mesa detrás de los ventanales y vigiló el hotel. Era un edificio de cuatro plantas que no tendría más de sesenta habitaciones. Una camarera se acercó a Sam, él sonrió y señaló la jarra de cerveza del hombre de la mesa de al lado, y ella le llevó una.

Vio que la joven del cabello rubio regresaba al hotel unos diez minutos después. Continuó su vigilancia. Observó que la mujer aparecía en una ventana del cuarto piso, la abría y descorría las cortinas. Cuando Sam terminó la cerveza, la puerta principal del hotel se abrió de nuevo y, de uno en uno, los otros cuatro miembros del equipo de Luisiana fueron saliendo. Había tres hombres y una mujer de cabello oscuro corto. Formaron dos parejas y se pusieron a caminar.

Mientras Sam los seguía a través del Tiergarten, decidió que parecían un grupo de jóvenes contables que acababan de salir del trabajo e iban a tomar una copa juntos. No le sorprendió ver que habían tomado la dirección del hotel Adlon. Cuando llegaron, dos de los hombres se separaron y entraron en un restaurante cercano. Los otros dos, como si fueran una pareja, se metieron en el vestíbulo del hotel.

Se detuvieron en mitad del vestíbulo, algo vacilantes. Dieron media vuelta mientras sus ojos exploraban el techo curvo con las vigas que se entrecruzaban. Sam se deslizó por detrás de ellos, entró en el ascensor sin mirar atrás y subió a la planta de encima de la que los Fargo ocupaban, para luego bajar por la escalera hasta su habitación.

Llamó con los nudillos y Remi abrió la puerta, ataviada con un vestido verde esmeralda de Donna Karan que él había admirado cuando lo vio colgado de una percha. En Remi era hipnótico, conseguía que su piel resplandeciera y sus ojos parecieran de un verde más brillante de lo habitual.

—Caramba —exclamó—. He tenido hace poco un sueño en el que estaba casado con una mujer exacta a ti. Espero no despertarme.

—Las lisonjas te abrirán todas las puertas. Y tal vez recuerdes que he dedicado casi dos horas a ponerme guapa. Bien, ¿cuál es el resultado de tus pesquisas, en plan espía de la Guerra Fría?

—Terminé la misión, pero las noticias no son buenas. Toda la partida está aquí, los seis. Dos están vigilando el vestíbulo ahora mismo y otros dos han ido a cenar enfrente. Es probable que se ocupen del último turno. Creo que no volveremos a ver a la rubiales y al calvorota hasta mañana por la mañana.

—Vale. Dedicaré un rato a preocuparme mientras tú te duchas y te vistes. Tu traje y la camisa blanca están colgados en el armario. Albrecht llegará dentro de media hora.

—Perfecto. Mientras tú te preocupas, tal vez deberías llamar a Henry otra vez para ver si conoce a algún buen abogado en Alemania o en Hungría.

—Ya lo he hecho, y no conoce a ninguno. Preguntará al respecto a algún amigo suyo y, mientras cenamos, me enviará un correo electrónico. Eso me recuerda algo. Me muero de hambre, ¿sabes? Estoy soñando con pato ahumado, champán y tarta de mazapán desde que he oído a alguien hablar de ello en la peluquería.

—Basta. Me está entrando todavía más hambre.

Sam se duchó y se vistió. Pasaban de las ocho. Como Albrecht llevaba un retraso de quince minutos, Sam llamó a su móvil, pero estaba desconectado y se activó el buzón de voz. Llamó a recepción para preguntar si su amigo había llegado. Después se puso en contacto con el restaurante para descubrir si su amigo los estaba aguardando allí.

—Esperemos que se haya distraído con su amigo Friedrich y olvidado de la hora. Si sus colegas aquí se encargan de las pruebas del carbono 14, puede que se haya puesto a efectuar otros análisis y que se haya despistado —dijo Sam preocupado.

—Probemos en casa.

Remi sacó el teléfono y marcó.

—Hola, Remi.

—Hola, Selma. Parece que hemos perdido la pista de Albrecht.

—¿Qué quiere decir «perder la pista»?

—Tenía que reunirse con nosotros en el hotel hace media hora, pero no ha aparecido, no ha llamado y no contesta al móvil. Pensaba que tal vez te había dejado un mensaje, pero ya veo que no. ¿Tenemos otros números donde localizarlo? Se alojaba en el despacho de un profesor en la Universidad de Humboldt.

—Solo tenemos el número de su casa y el del despacho de Heidelberg.

—Eso no nos llevará a ningún sitio.

—¿Puedo hacer algo más?

—Pues sí. A ver qué consigues averiguar sobre una empresa llamada Consolidated Enterprises.

—¿Estadounidense?

—He leído que tiene la sede en Nueva York, pero acabamos de ver a seis de sus miembros aquí.

—Pondré manos a la obra.

—Gracias, Selma. Da la impresión de que nos siguen. Y si ya han localizado a Albrecht, tal vez tengamos un problema. Está tan paranoico que quizá haya decidido ir a Francia a pie para quitárselos de encima.

—Te informaré de quiénes y qué son.

—Buenas noches, Selma. —Remi guardó el teléfono en el bolso y se volvió hacia Sam—. Nada. ¿Alguna otra idea?

—Bien, puedes quedarte aquí manteniendo incólume tu belleza, o pensar en algo práctico y acompañarme a ver si lo encontramos.

Ella se encogió de hombros.

—Creo que ya me he exhibido ante el único tío al que quería impresionar. Echa un último vistazo antes de que me ponga unos tejanos y unas sandalias.

—Lo siento.

Remi se quitó de una patada los zapatos de tacón alto y abrió la pequeña nevera, eligió una barra de chocolate y le dio un mordisco.

—Toma. Cena algo mientras me cambio.

Entregó la barra a Sam y se volvió para que le bajara la cremallera del vestido.

Unos minutos después, los Fargo caminaban a buen paso por Unter den Linden en dirección a la Universidad de Humboldt. Las calles estaban llenas de gente, ciudadanos y turistas, que disfrutaban del hermoso paseo bajo la doble hilera de tilos en aquella noche de principios de verano. La cuarta vez que Sam miró hacia atrás dijo:

—No veo que nos sigan.

—Sin duda saben que teníamos una reserva en un restaurante con estrellas Michelin, y han supuesto que estaríamos ocupados durante las tres horas siguientes.

—¿Estás preocupada?

—Cada vez más. Albrecht Fischer no es un profesor distraído. Está acostumbrado a dirigir un departamento académico, a dar clases, a escribir y a diseñar modelos mentales de edificios tremendamente complejos con muy poca información. No pide a los amigos que recorran medio mundo para después olvidarse de que están aquí.

—No adelantemos acontecimientos. Casi hemos llegado.

Llegaron al edificio del laboratorio al que Albrecht los había llevado unas horas antes. La puerta exterior seguía sin estar cerrada con llave. Vieron luces en algunos laboratorios de los pisos superiores, pero cuando llegaron al de Albrecht estaba a oscuras.

—¿Es posible que nos hayamos cruzado con él? —preguntó Remi.

—No creo, aunque me he dedicado todo el rato a comprobar que nadie nos estaba vigilando. Pero tal vez haya ido a cambiarse para la cena, así que no sabemos de qué dirección vendría.

Sam extendió la mano hacia el pomo del laboratorio de Albrecht y descubrió que giraba. Abrió la puerta y encendió las luces. El ataúd con los restos de Friedrich había desaparecido. Las mesas de laboratorio que habían estado alineadas en dos pulcras hileras parecían haber sido empujadas a un lado, dispuestas en ángulos extraños, y dos habían sido derribadas. Daba la impresión de que habían arrojado dos sillas al otro extremo de la habitación. Cuando Remi y Sam se adentraron más en el laboratorio, descubrieron varias manchas de sangre grandes en un reguero que conducía hacia la puerta. El pañuelo que llevaba Albrecht estaba en el suelo. Sam lo recogió y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Remi sacó el móvil, marcó a toda prisa y se pegó el teléfono al oído.

—¿Policía? —preguntó Sam.

—Ajá. En Alemania es el 110. —Oyó algo en alemán—. Hola. ¿Puedo hablar con usted en inglés? Bien. Creo que han secuestrado a un amigo nuestro. Raptado. Mi marido y yo nos habíamos citado con él en nuestro hotel a las ocho. No ha venido, y estamos en su laboratorio de la Universidad de Humboldt. Hay sangre en el suelo, han derribado los muebles y echamos cosas en falta. —Escuchó—. Me llamo Remi Fargo. Gracias. Les esperaremos en la puerta principal de este edificio.

Remi y Sam apagaron las luces, dejaron el laboratorio y recorrieron el pasillo hasta la entrada. El aullido discontinuo de las sirenas europeas aumentó de intensidad. Cuando abrieron la puerta, vieron salir un coche de policía de la Friedrichstrasse y dirigirse hacia ellos. El vehículo se detuvo delante del edificio y dos policías bajaron.

—Hola, agentes —dijo Sam—. ¿Hablan inglés?

—Yo hablo un poco de inglés —dijo uno de los policías—. ¿Es usted herr Fargo?

—Sí, y esta es mi esposa, Remi. Hagan el favor de venir a ver lo que hemos descubierto.

Remi y Sam guiaron a los dos policías hasta el laboratorio y encendieron las luces. En cuanto vieron el estado de la habitación, los policías parecieron tranquilizarse. Pisaban de nuevo terreno firme: se había producido un delito y ellos se iban a encargar del asunto. Mientras estudiaban las diversas señales físicas de violencia, hacían preguntas y tomaban notas: «¿Cómo se llama su amigo? ¿Da clases en la Humboldt? Si da clases en Heidelberg, ¿por qué tiene un laboratorio aquí? ¿Cuál es la naturaleza de su trabajo? ¿Tiene algún rival capaz de hacer algo así?».

Sam suspiró.

—El profesor Fischer pensaba que lo habían vigilado cuando estuvo en Hungría. Cuatro hombres lo seguían en un coche. No tenía ni idea de quiénes eran.

—¿Alguien más?

—Hoy hemos llegado de una exploración submarina arqueológica en el golfo de México, frente al estado de Luisiana, en Estados Unidos. Había seis personas allí que trabajaban para una empresa llamada Consolidated Enterprises. Siguieron nuestro barco hasta diversos yacimientos submarinos y después sabotearon nuestro equipo. Esta tarde, cuando nos fuimos de aquí en dirección a nuestro hotel, vimos a dos de esas personas en Berlín. Nos estaban siguiendo.

—¿Cómo los encontraremos?

—Se alojan en el hotel Tiergarten —dijo Sam—. Cuarta planta.

Los dos policías hablaron entre ellos durante unos segundos, y después el que hablaba inglés se comunicó un momento por radio.

—Nos gustaría que nos acompañaran —dijo a continuación.

—¿Adónde vamos?

—Al hotel Tiergarten.

Cuando llegaron, ya había seis coches de policía aparcados delante del edificio, y un oficial de alto rango estaba esperándolos. Los dos agentes que acompañaban a Remi y a Sam lo llamaron hauptmann. Se volvió hacia ellos.

—¿Los señores Fargo? Soy el capitán Klein. Tengo a mis hombres arriba hablando con esos estadounidenses que tal vez hayan raptado a su amigo.

—Me incomoda la idea de que esas personas puedan ser los secuestradores —dijo Sam—. Carecen de ética, pero no me parecen violentos.

El capitán Klein se encogió de hombros.

—Usted dijo que sabotearon su equipo de buceo, y tal vez los pusieron en peligro. Los han seguido de un continente a otro. Algunos criminales prosperan porque no lo aparentan. Pronto lo sabremos.

La radio de Klein emitió un chasquido a causa de la estática.

Ja? —dijo. Una voz masculina relató algo al otro lado, y Klein respondió con brevedad—. Su amigo no está en ninguna de sus habitaciones —explicó a Sam y a Remi—. Tenemos más hombres registrando otras zonas: el sótano, las despensas, los armarios de la ropa blanca, las oficinas, etcétera.

—¿Y las muestras? —preguntó Remi—. Carecerían de razones legítimas para estar en posesión de objetos antiguos o restos. Llevan en Europa solo unas horas.

—¿Podría identificar dichos objetos si los viera?

—Algunos. El profesor Fischer nos enseñó el esqueleto de un guerrero antiguo. Había una espada o parte de un cuchillo oxidado, y restos de una vaina de la misma o de una tira de cuero. Y tenía un mapa con una cuadrícula donde había marcado el lugar donde los encontró.

—¿Y dónde los encontró?

—En algún lugar de Hungría —dijo Sam—. Capitán, le agradecería que la descripción del hallazgo y el emplazamiento quedaran al margen de cualquier informe público. El profesor Fischer ha mantenido todo esto en secreto. Si corriera la voz, la excavación del yacimiento se vería amenazada. Yo le aseguro que se informará de todos los hallazgos al gobierno de aquel país y se obtendrán todos los permisos.

—Gracias a los dos por su sinceridad. Haré lo que pueda por mantener en secreto esta información. —Se oyó otro chasquido a través de la radio, y el capitán prestó atención—. Danke. Los tienen preparados arriba —dijo a Sam y a Remi.

Sam, Remi y el hauptmann Klein subieron en el estrecho ascensor hasta la cuarta planta y caminaron hacia una entrada abierta, donde los esperaba un agente de policía que se apartó para dejarlos pasar. Los seis estadounidenses a los que Sam y Remi habían visto por primera vez en el barco ante la costa de Luisiana estaban sentados en la sala, tres en el sofá y tres alrededor de una mesita auxiliar al lado de la ventana. Ahora que los tenía cerca y en una habitación bien iluminada, Sam vio que presentaban picaduras de mosquitos, graves quemaduras del sol y numerosos rasguños, consecuencia de abrirse paso a través del espeso follaje.

—¿Reconocen a estas personas? —preguntó Klein.

—En efecto —respondió Remi.

—Yo también —corroboró Sam.

—Sí —dijo el capitán Klein—. Tal como pronosticaron, llevan identificaciones de Consolidated Enterprises de Nueva York, y lamento decir que los seis se encuentran aquí. Confiaba en que uno o dos estuvieran con su amigo desaparecido.

La joven rubia de la mesa se levantó encolerizada.

—¿Qué hace esta gente aquí?

—Los señores Fargo han denunciado la desaparición de un profesor. ¿Los conocen?

—Sí —dijo la rubia—. Robaron nuestro barco y nos dejaron tirados en un pantano de Luisiana. Podríamos haber muerto.

—Y ahora han conseguido que los detengan en un país extranjero por un delito muy grave. Yo que ustedes me mantendría alejados de ellos.

—¡Detenidos sin motivo! —exclamó el hombre alto de la cabeza afeitada—. Exijo la presencia de nuestro abogado.

—Con motivo o sin él, todavía están detenidos —dijo Klein—. Solo estamos intentando eliminar un grupo de posibles sospechosos. Háganme caso, si los descartamos ahora tendrán buenas razones para darnos las gracias. El secuestro de un erudito alemán de fama mundial no es algo por lo que les gustaría ser juzgados en Berlín.

Klein se alejó de ellos y llamó por señas a los Fargo. Salieron al pasillo y cerraron la puerta.

—Mis hombres han registrado a fondo sus habitaciones —explicó—. No han encontrado huesos, objetos oxidados, notas ni mapas.

—Yo no creo que esta gente secuestrara a Albrecht Fischer —dijo Sam—. Vimos a dos siguiéndonos por Unter den Linden hasta nuestro hotel. Después vimos a los otros cuatro llegar a nuestro hotel y dividirse. No daban la impresión de actuar contra Albrecht, pero podrían haberlo raptado en cuanto nosotros abandonamos el laboratorio.

—Podrían ser un equipo de vigilancia de una conspiración mucho mayor —conjeturó Klein—. Todavía no han dado una buena explicación de por qué los siguieron y espiaron. No cabe duda de que son rivales en busca de un descubrimiento que robar, y Albrecht Fischer hizo un descubrimiento. Voy a llevarlos a comisaría, y dedicaré tiempo a desvelar qué están tramando.

—No nos opondremos, por supuesto —dijo Remi.

—También tenemos agentes vigilando las fronteras en busca del profesor. Si sus secuestradores lo raptaron hace más de dos horas, es posible que ya hayan salido. —Klein les dirigió una mirada suspicaz—. Pero ustedes ya lo habrán deducido. Se van de Berlín también, ¿verdad?

—Alguien secuestró a Albrecht Fischer y robó sus notas, objetos y fotografías —dijo Sam—. No sé si fueron amigos de esta gente o alguien que no tiene nada que ver con ellos. Pero sí sé adónde lo van a llevar.

—En ese caso, le deseo toda la suerte del mundo. Si se tratara de un amigo mío, yo también haría lo mismo. Buenas noches.