La Jolla, California
Selma Wondrash estaba sentada a su escritorio en la oficina de la planta baja de la casa de los Fargo en Goldfish Point, en La Jolla. Empezaba a anochecer en California, y alzó la vista del libro que estaba leyendo para ver el inicio de la puesta de sol sobre la lisa extensión del océano. Le encantaba el momento en que el sol daba la impresión de aposentarse sobre el horizonte como la yema de un huevo frito. Las largas olas del Pacífico se estrellaban bajo la casa al pie de los acantilados, y Selma pensó en que llegaban hacia ella desde el otro extremo del mundo. Apenas tenía tiempo para leer libros por puro placer, pero los Fargo llevaban en Luisiana casi un mes, y lo que estaban haciendo no le exigía grandes esfuerzos de investigación.
Se pasó los dedos por el corto cabello, cerró los ojos un momento y pensó en el libro que estaba leyendo: The Greater Journey, el libro de David McCullough sobre los norteamericanos del siglo XIX que fueron a París. Eran como ella, gente enamorada del conocimiento. Para ellos y para Selma, aprender era vivir.
Había logrado encontrar el lugar idóneo para ella, reflexionó.
De niña, Selma había imaginado en ocasiones un retrato pintado de ella, un ser tímido y carente de interés: La chica de la primera fila con la mano levantada. Había sido una niña prodigio que ya leía a los dos años, y siguió leyendo, aprendiendo, estudiando y calculando, y se había convertido en una experta en todo tipo de investigaciones.
Vio su reflejo en la gran superficie reluciente de la ventana que daba al mar: era una mujer menuda, tal vez robusta, madura (de su edad no cabía duda), vestida con una camiseta desteñida y pantalones caqui. Bien, eran pantalones de jardinería japoneses, y elegantes.
Llevaba trabajando para Sam y Remi Fargo desde hacía bastante tiempo. La habían contratado justo después de que vendieran su empresa, pero antes de construir aquella casa.
—Necesitamos a alguien que pueda ayudarnos a investigar —había dicho Sam.
—¿Sobre qué? —preguntó Selma.
—Sobre preguntas —replicó Remi—. Sobre cualquier cosa y sobre todo. Historia, arqueología, idiomas, oceanografía, meteorología, informática, biología, medicina, física, juegos… Queremos a alguien que en cuanto oiga una pregunta imagine formas de contestarla.
—Yo me dedico a eso. He estudiado muchos de esos campos, y dado clase sobre algunos. Cuando trabajaba como bibliotecaria de referencia, escogí algunas fuentes y conozco a muchos expertos en otras. Acepto el trabajo.
—Ni siquiera sabe el sueldo todavía —dijo Sam.
—Usted tampoco —dijo ella—. Aceptaré un salario mínimo durante tres meses de prueba, y después ya propondrá usted la cantidad. Le aseguro que será mucho más alta de lo que imagina. Se sentirá mucho más admirado que ahora.
Haber tomado la decisión de trabajar para los Fargo la complacía. Era como si nunca hubiera buscado empleo y le pagaran simplemente por ser una buena Selma. Hasta colaboró con Sam y Remi en alzar los planos de la casa. Había investigado acerca de arquitectura y arquitectos, materiales y diseño sostenible, y como ya conocía bien a Sam y a Remi, era capaz de recordarles cosas que les gustaban y para las que necesitarían espacio donde acomodarlas. También les explicó lo que se precisaba para contar con un centro de investigación de primera fila.
El teléfono sonó y Selma sopesó la posibilidad de dejar que Pete o Wendy, sus ayudantes, lo descolgaran. Contempló la idea durante medio segundo, antes de caer, como siempre, víctima de su intensa curiosidad.
—Hola. Residencia Fargo. Selma Wondrash al habla.
—¡Selma! —dijo una voz—. Meine Liebe, wo sind Ihr Chef und seine schöne Frau?
—Herr Doktor Fischer. Sie sind tauchen im Golf von Mexiko.
—Tu alemán mejora a cada día que pasa. He llevado a cabo un descubrimiento fascinante, y quiero comentarlo con Remi y Sam. ¿Hay alguna forma de localizarlos ahora mismo?
—Sí, si me das un número al que puedan llamarte. Les diré que lo hagan lo antes posible, en cuanto salgan a la superficie.
—Estoy en Berlín. El número de aquí es el…
Mientras lo anotaba, Selma ya estaba pensando en abandonar el libro de McCullough. Albrecht Fischer era profesor de arqueología clásica en Heidelberg. No le perjudicaría dedicar parte de la noche a revisar algunas de sus publicaciones académicas recientes, solo para estar preparada, se dijo Selma.
—Gracias, Albrecht. Me pondré en contacto con Sam y Remi lo antes posible.
Más avanzada la noche, después de su cena romántica a base de étouffée de gambas, cangrejo blando y torta de pan en el Grand Jatte, y un paseo por la orilla del golfo bajo la luz de la luna hasta la casa, los Fargo acababan de acostarse cuando sonó el móvil de Sam.
Mientras ponía los pies en el suelo para coger su teléfono, que estaba encima del tocador, Remi levantó la cabeza y se apoyó en un codo.
—El mío tiene un botón de desconexión.
—Lo siento —dijo Sam—. Olvidé que estaba encendido. —Pasó el pulgar sobre la pantalla—. ¿Hola?
—¿Sam?
—Selma.
Miró a Remi. Ella se dio la vuelta y se subió la sábana hasta la barbilla.
—Espero no llamar demasiado tarde.
—Claro que no. —Sonrió a Remi—. ¿Qué pasa?
—Ha llamado Albrecht Fischer. Ha hecho un descubrimiento que quiere comentar contigo y con Remi.
—¿Está en su despacho de la Universidad de Heidelberg?
—No, está en Berlín. Me ha dado su número.
—Sí.
Ella le leyó el número, y Sam utilizó el bolígrafo que había dejado sobre el tocador para anotarlo en una hoja de papel de su cartera.
—Gracias, Selma. ¿Cómo van las cosas en casa?
—Todo discurre plácidamente en la mansión, tanto si el señor y la señora residen en ella como si no.
—No llamarías a un hombre en plena noche solo para burlarte de él, ¿eh?
—Jamás. Que durmáis bien.
Selma colgó.
Sam fue a la cocina y se dispuso a ajustar la puerta, pero Remi, que ya había saltado de la cama, apoyó la mano en ella para impedir que se cerrara.
—Ya estoy despierta. Será mejor que los dos estemos cansados mañana.
—¿Qué hora es en Berlín?
—Siete horas más que en Luisiana.
—Así pues, son las ocho.
Sam tecleó el número y esperó a que se estableciera la comunicación, y después conectó el altavoz del teléfono. Ambos oyeron la señal de llamada.
—Allo, Sam. Wie geht es Ihnen?
—Bien, Albrecht. Selma me ha dicho que querías comunicarnos algo, de modo que los dos estamos a la escucha.
—En efecto. Es un descubrimiento que hice hace tan solo una semana. Traje conmigo algunas cosas para analizarlas, y ya tengo los resultados.
—¿De qué se trata?
—Amigos míos, creo que he descubierto algo increíble, y ha de mantenerse en secreto absoluto de momento. Es tan grande que no puedo excavarlo solo. Ni siquiera puedo llevar a cabo una inspección preliminar sin ayuda. El verano empezará dentro de un mes, e insisto, es imprescindible mantener el más absoluto secreto.
—Lo entendemos, pero ¿ni siquiera puedes decirnos de qué se trata? —preguntó Remi.
—Es posible que… Creo que he encontrado un antiguo campo de batalla. Parece intacto, impoluto.
Sam escribió en su hoja de papel: «¿Qué opinas?». Remi cogió el bolígrafo y escribió a su vez: «Sí».
—Iremos a verte —dijo Sam.
—Gracias, Sam. Ahora estoy en Berlín, comprando unas cosas y pidiendo otras prestadas. Envíame la información de vuestro vuelo para que pueda ir a buscaros al aeropuerto.
—Remi y yo cogeremos un avión por la mañana, pero es probable que el vuelo dure todo el día. Hasta pronto.
Sam colgó y miró a su esposa.
—Tendríamos que haber preguntado qué clase de campo de batalla —dijo ella.
—Solo ha dicho que era antiguo. Por tanto, creo que no hemos de preocuparnos por explosivos sin detonar.
—Si está en Europa, tal vez sí.
—Cuando Albrecht ha dicho que se encuentra en Berlín, creo que se refería al lugar en el que está llevando a cabo los análisis, no al yacimiento.
—Será mejor que hagamos las maletas.
Por la mañana, durante el trayecto de ochenta kilómetros hasta Nueva Orleans, Sam llamó a Ray Holbert.
—Lo siento, pero anoche llamó un amigo y necesita un poco de ayuda de emergencia para un proyecto, así que hemos de irnos. Te pido disculpas por marcharnos con tantas prisas.
—Tranquilo. Nos habéis proporcionado un estupendo mes de trabajo, y os echaremos de menos. No tenemos muchos voluntarios que paguen sus gastos y encima parte de los nuestros. Pero nos mantendremos en contacto y os informaremos de lo que vayamos descubriendo.
—Gracias, Ray.
—Ah, Sam: si alguien quisiera ir a buscar a esa gente que alquiló el barco negro y gris, ¿por dónde sugerirías que empezara?
—No puedo indicarlo con certeza. En algún lugar de los pantanos de Lake Vermilion y Mud Lake, diría yo.
En el aeropuerto les comunicaron el itinerario que Selma había preparado. Sam y Remi volaron con Royal Dutch Airlines desde el aeropuerto Louis Armstrong de Nueva Orleans hasta Atlanta, y después a Amsterdam. Durmieron durante el vuelo transatlántico y despertaron cuando tomaban tierra en la capital holandesa. El vuelo final a Berlín fue mucho más breve, y cuando llegaron al aeropuerto Tegel a las 11.20 de la mañana siguiente, los esperaba Albrecht Fischer.
Fischer era alto y delgado, de pelo rubio que poco a poco devenía canoso y piel clara tostada por el sol tantas veces que se había quedado así, y que resaltaba sus ojos azules. Llevaba una chaqueta gris de estilo deportivo que parecía desgastada, con un pañuelo azul oscuro alrededor del cuello. Estrechó la mano de Sam y besó a Remi en ambas mejillas.
No fue hasta que se encaminaron hacia la salida de la terminal cuando Albrecht Fischer habló de su hallazgo.
—Lamento haberos contado tan poco por teléfono. Creo que lo comprenderéis cuando veáis lo que he traído a Alemania.
—¿No lo encontraste aquí?
—No. En el yacimiento tenía la sensación de que me estaban vigilando. Necesitaba hacer trabajo de laboratorio y análisis, pero no me atreví a hacerlo allí. De modo que volví a Berlín. Tengo colegas en la Universidad de Humboldt y en la Universidad Libre que me dejan utilizar sus laboratorios. He estado durmiendo en el despacho de un colega que está de permiso y he utilizado la ducha de su laboratorio de química.
—¿Por qué no has regresado a tu laboratorio de Heidelberg?
—Es una treta para despistar a quienquiera que esté interesado en lo que estoy haciendo. Experimentaba una sensación extraña cuando estaba trabajando, y he descubierto que, cuando presientes que alguien te está espiando, suele ser cierto.
Fischer los condujo hasta la calle, donde paró a un taxi que los llevó al hotel Adlon Kempinski. Mientras Sam se registraba, Remi tomó nota de la belleza del hotel (las alfombras ornamentadas, los muebles de excelente factura, los techos abovedados), pero también observó que los ojos de Albrecht Fischer se movían sin cesar y examinaban el torrente de personas que, de manera ininterrumpida, atravesaban el vestíbulo de un extremo a otro. Estaba nervioso e impaciente, y, al mismo tiempo, había algo más. Daba la impresión de que tenía miedo. Sam envió al botones a su habitación con el equipaje, y después se reunió con Remi y Fischer.
—¿Subimos?
Remi negó con la cabeza.
—Creo que será mejor ir a ver eso en lo que está trabajando el buen profesor.
Albrecht sonrió.
—Sí, por favor. Sé que debéis de estar cansados del viaje, pero tanto guardar silencio sobre este asunto me está volviendo loco. Y el laboratorio no está lejos.
Sam y Remi intercambiaron una mirada.
—Por supuesto. Vamos —dijo Sam.
Salieron a la calle, el portero hizo una señal a un taxi y les abrió la puerta del mismo cuando llegó. Albrecht esperó a que la puerta se cerrara y dijo: «A la Universidad de Humboldt, por favor». El taxi efectuó un trayecto de pocas manzanas y paró ante la estatua de Federico el Grande, delante del edificio principal de la universidad, en Unter den Linden.
Entraron a toda prisa en él. Parecía estar destinado sobre todo a laboratorios científicos, pues había puertas con ventanas de cristal ahumado con números en ellas. Las que estaban abiertas mostraban a gente joven en el interior, vestida con batas de laboratorio y deambulando entre cajas negras con pantallas, vitrinas que albergaban instrumental de química, y encimeras con centrifugadoras y espectrómetros. Mientras caminaban, Sam iba echando un vistazo a cada laboratorio. Remi tomó a su esposo del brazo.
—Sé que estás reviviendo los grandes momentos de tus años universitarios.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Albrecht—. Pensaba que los estudiantes estadounidenses únicamente se dedicaban a beber cerveza y a acudir a fiestas.
—Sam fue a Caltech. Trabajaban en laboratorios, y después bebían cerveza y acudían a fiestas.
—Solo estaba pensando en algunas personas que estudiaron en esta universidad. Había un estudiante prometedor, un chaval llamado Albert Einstein.
—Y antes de él —añadió Remi—, Hegel, Schopenhauer, los hermanos Grimm…
—Hoy vamos a centrarnos tan sólo en las especialidades de Remi —dijo Albrecht—. Un poco de historia, un poco de antropología física.
Se detuvo en un laboratorio a oscuras, sacó una llave y abrió la puerta. Entraron, y encendió las luces fluorescentes.
—Hemos llegado.
La habitación tenía encimeras negras a lo largo de las paredes laterales, una pizarra en la parte delantera y media docena de grandes mesas de acero inoxidable. Sobre una de ellas descansaba un ataúd de madera pulida.
—¿Quién ha muerto? —preguntó Remi.
—Lo llamaré Friedrich. —Albrecht caminó hacia el ataúd—. En concreto, he certificado que es mi tío abuelo Friedrich von Schlechter. Cuando lo encontré no quería suscitar curiosidad, de modo que compré un ataúd y contraté al director de una funeraria de la ciudad más cercana para meterlo en él, conseguir los documentos de repatriación precisos y enviarlo a Berlín para ser enterrado.
Abrió la tapa. Dentro había un esqueleto que el tiempo había tornado oscuro, con algunos restos de material que parecían cuero podrido y un fragmento de metal oxidado similar a la hoja de una espada.
Sam y Remi examinaron el interior.
—Da la impresión de que se le ha soltado la cabeza durante el viaje —comentó Sam.
Remi miró con más detenimiento.
—No sucedió en tránsito. ¿Ves esta marca en la vértebra, aquí? —Señaló la parte posterior de la última vértebra, donde faltaba un fragmento—. Eso es obra de un hacha o una espada.
—Muy bien —dijo Fischer—. Si le dedicas un poco de tiempo, empezarás a averiguar más cosas sobre quién es. A juzgar por el desgaste en los molares y el buen estado de los huesos, yo calculo que tenía al menos treinta años, pero sin llegar todavía a los cuarenta. Si observas el radio y el cúbito izquierdos, verás más marcas. Esas son heridas que se curaron mucho antes de su muerte. La decapitación fue la herida definitiva, por supuesto. Pero esas marcas revelan mucho más sobre él. Era un guerrero. Es probable que empuñara un arma con las dos manos cuando un contrincante lo alcanzó en el antebrazo con una espada. O si utilizaba escudo, el golpe le llegó por detrás. Sobrevivió y la herida cicatrizó.
—Las espadas y los escudos me recuerdan algo —dijo Remi—. ¿Lo has sometido a la prueba del carbono 14?
—Sí. La practicamos en un fragmento del fémur y en una tira de cuero que hallamos con el cuerpo, tal vez un fragmento del calzado o de la vaina de un arma. La lectura dio como resultado que todavía quedaba un 82,813 por ciento de carbono 14. También tomé muestras de otro individuo que estaba cerca de este y las analicé allí. El resultado fue el mismo, lo cual nos da una fecha alrededor de 450 d. C.
—450 —repitió Sam—. ¿Y dónde está el yacimiento?
—A unos tres kilómetros al este de Szeged, en Hungría.
—Caramba —exclamó Remi—. ¿Y crees que nuestro Friedrich estaba acompañado de muchos más?
—Sí. Cuántos, aún no lo sé. Un campo de batalla es, en esencia, una fosa común de grandes dimensiones. El lugar adonde los cuerpos van a parar está más bajo que la zona circundante, ya hayan sido enterrados de la forma habitual o cubiertos por el tiempo. He detectado restos esparcidos hasta a cien metros de distancia. Mirad esto. —Fischer fue a otra mesa y desenrolló un gran mapa trazado a mano con una cuadrícula encima—. Es el río Tisza, y aquí está el lugar donde el Mures confluye. Esta cuadrícula muestra dónde encontré a Friedrich, y aquí es donde encontré a otro individuo a la misma profundidad.
—¿Quiénes podrían ser?
—Me siento tentado de suponer que son hunos. La zona de Szeged fue el baluarte de los hunos en esa época. Pero cuando iban a la guerra, desmontaban el campamento y partían todos hacia el territorio del enemigo para combatir. Lucharon contra los ostrogodos, los visigodos, los romanos (tanto de Roma como de Constantinopla), los ávaros, los galos, los alanos, los escitas, los tracios, los armenios y contra muchos otros pueblos, más pequeños, a los que asimilaron después de la conquista. En un momento dado, también se aliaron con cada uno de esos grupos contra uno o más de los otros. Descubrir quién combatió en aquella batalla nos costará tiempo y exámenes.
—Por supuesto —dijo Sam—. No resulta fácil averiguar algo sobre una batalla con solo mirar dos esqueletos.
—Exacto —corroboró Albrecht—. Estoy ansioso por volver a empezar una excavación. Pero hay problemas.
—¿Qué clase de problemas? —preguntó Remi.
—Es un yacimiento muy grande, un ancho campo abierto que en otro tiempo fue un prado, parte de una granja colectivizada bajo el gobierno comunista, pero ha estado sin explotar durante más de diez años. Se encuentra cerca de una carretera. Szeged es una ciudad moderna y floreciente, a escasos kilómetros de distancia. Si corriera la voz, no habría forma de impedir que gente de la ciudad fuera a excavar en busca de recuerdos. Y las numerosas historias acerca de tesoros encontrados en yacimientos del período clásico bastarían para atraer a miles de personas. En un día, todo podría perderse.
—Pero, hasta el momento, todo sigue siendo un secreto —dijo Sam—. ¿Verdad?
—Solo espero que sean jugarretas de mi imaginación, pero en diversas ocasiones he tenido la impresión de que me espiaban mientras exploraba los alrededores de Szeged.
—Suele pasar —dijo Remi.
—¿Qué quieres decir?
—Mientras estábamos en Luisiana —explicó Sam—, nos seguían a dondequiera que fuéramos a bucear. Resultó ser un equipo de exploración de una empresa llamada Consolidated Enterprises.
—No parece algo relacionado con la arqueología, sino más bien una empresa comercial.
—Yo diría que eso es muy preciso. Por lo visto, su plan comercial consiste en esperar a que alguien encuentre un yacimiento prometedor, para entonces expulsarlo y explorarlo ellos.
—Sam los obligó a seguirnos a pie hasta un pantano y después tomó prestado su barco.
Albrecht soltó una risita.
—Bien, os habéis hecho famosos por descubrir oro y joyas. Yo solo soy un pobre profesor que estudia pueblos que vivieron hace mucho tiempo y cuya idea de un tesoro era una buena cosecha de cebada. Este campo de batalla es lo más increíble que he descubierto en mi vida. He estado estudiando los alrededores, en busca de señales de un poblado romano. En un momento dado, la zona formó parte de una provincia romana. La principal razón de que el campo despertara mi interés fue que no estaba cubierto de edificaciones.
—¿Tienes alguna idea de quién te estaba espiando en Szeged? —preguntó Sam.
—Un día, alguien entró por la fuerza en la habitación de mi hotel. Yo llevaba encima mi ordenador portátil y mis notas, y aunque registraron mi equipaje, no robaron nada. Pero durante varios días vi un coche negro grande, con cuatro enormes individuos del este de Europa vestidos con trajes oscuros. Los veía tres o cuatro veces al día vigilándome, y en ocasiones llevaban prismáticos o cámaras.
—Tiene pinta de que fueran policías —dijo Sam—. Tal vez sospechaban que estabas haciendo algo ilegal, como enviar a Friedrich fuera del país. Si sabían que eres arqueólogo, querrían averiguar qué objetos habías encontrado.
Albrecht contempló sus pies.
—Soy culpable de sacar a Friedrich de contrabando, pero si me hubiera quedado en Hungría a hacer el trabajo de laboratorio, la noticia de mi descubrimiento se habría conocido en menos de un día. Mantener en secreto un descubrimiento es el procedimiento habitual. Todo el mundo que lo ha dado a conocer de manera prematura ha regresado a un yacimiento saqueado, pisoteado, y en el que todo el material de valor científico e histórico había sido destruido. Y este yacimiento es más vulnerable que la mayoría. Los cadáveres que descubrí todavía conservaban las armas y armaduras con las que murieron. Hay fragmentos de tela, restos de cuero y piel. Todo eso se habría perdido.
—Respetaremos tu secreto, por supuesto —dijo Sam—. Y hemos venido para ayudarte en lo que podamos.
—Somos especialistas en secretos —añadió Remi—, pero ¿no sería una buena idea pedir a Selma que se pusiera a pensar al respecto? Es posible que su ayuda nos sea útil, y casi siempre intuye lo que nos gustaría averiguar.
—¿Nos das permiso? —preguntó Sam—. Significaría poner sobre aviso al resto de los miembros de nuestro equipo, pero eso sería todo.
—Por supuesto —dijo Fischer—. Cuantas más mentes brillantes trabajen a nuestro lado, mejor. De momento, voy a guardar a Friedrich.
—Después de que hayamos tenido la oportunidad de deshacer las maletas y recuperarnos un poco, esperamos que vengas a nuestro hotel a cenar con nosotros —dijo Remi.
—¿Seguro que no preferís estar solos?
—Nos encantaría tener la oportunidad de hablar un poco más sobre tu descubrimiento esta noche —insistió ella.
—Será un placer —dijo Albrecht—. ¿A qué hora?
—A las ocho.
—Bien. Me quedaré encerrado aquí, y luego iré a prepararme. Estaré en vuestro hotel un poco antes de las ocho.
Después de estrecharse las manos, Sam y Remi salieron del edificio, pasaron ante la enorme estatua ecuestre de Federico el Grande y a continuación giraron a la derecha por Unter den Linden. En el lejano extremo oeste vieron la Puerta de Brandenburgo y el hotel Adlon Kempinski casi al lado. Mientras caminaban por el paseo peatonal bajo los tilos, alejándose de la universidad, fueron cruzando calles famosas: Friedrichstrasse, Charlottenstrasse… Pasaron ante la embajada rusa y también frente a la embajada húngara, cercana a su hotel.
Era un hermoso atardecer, y Remi caminaba con la cabeza erguida mientras iba mirando los lugares emblemáticos.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Sam.
—Me estaba preguntando por qué nos están siguiendo.