Frente a Grand Isle, Luisiana, 2012
Remi Fargo flotaba en el agua tibia del golfo de México, y apenas movía las aletas mientras trabajaba. Terminó de llenar la bolsa de malla con fragmentos de cerámica que estaban casi enterrados en la arena. Calculó que la vasija original mediría mil años antes unos veinticinco centímetros de anchura y diez de profundidad, y pensó que probablemente ya habría reunido todos sus fragmentos. No quería correr el riesgo de arañar el suave acabado de la vasija poniendo algo más en la bolsa de malla. Alzó la vista hacia el casco del barco, un fantasma oscuro posado, a dieciocho metros por encima de su cabeza, sobre la plateada superficie del agua. Soltó el aire, y las burbujas surgieron de la boquilla de su regulador, y después ascendieron, brillantes glóbulos que se elevaban hacia la luz.
Remi llamó la atención de Sam, su marido, señaló la bolsa de malla y alzó el pulgar. Él levantó lo que a Remi le pareció un asta de ciervo, como si la estuviera saludando, y asintió. Remi hizo un par de aleteos perezosos, y su cuerpo esbelto y bien torneado ascendió hacia un banco de brillantes boquerones que se arremolinaron a su alrededor como una tormenta de hielo. Se alejaron de ella, y Remi subió hasta el barco.
Hendió la superficie y al instante vio el otro barco en la lejanía. Se sumergió de nuevo, nadó hasta el otro costado de la embarcación de buceo y esperó a Sam. Vio que hacia ella ascendían sus burbujas, y después la cabeza y la máscara.
Se quitó el regulador de la boca y respiró aire un segundo.
—Ya están aquí otra vez.
Sam se hundió bajo la superficie y apareció en la popa, apretado contra el motor fueraborda para confundirse con la silueta del barco.
—Son ellos, en efecto: el mismo barco de buceo, casco negro y gris. —Volvió a mirar—. Las mismas cinco…, no, seis personas.
—Es el tercer día consecutivo.
—A lo mejor creen que hemos encontrado la Atlántida.
—Tú te lo tomas a broma, pero podría ser cierto. No lo de la Atlántida, pero no saben qué estamos haciendo aquí. Es la costa de Luisiana. Podríamos estar explorando un antiguo barco español cargado de tesoros que fue empujado hasta aquí por un huracán… o un barco de la guerra de Secesión hundido durante el bloqueo.
—O un Chevrolet de 2003 que alguien lanzó desde un puente río arriba. La profundidad es de dieciocho metros. Estarán bebiendo cerveza y aplicándose crema solar mutuamente.
Remi dejó que el oleaje la acercara hasta Sam y se apoyó en su hombro para poder ver el otro barco.
—Gracias por tu falta de curiosidad, señor Bromista. Nos están siguiendo y vigilan lo que hacemos. ¿Has visto? El reflejo del sol sobre una lente.
—Deben de ser paparazzi que me están tomando fotos.
—Tú sigue así, pero recuerda que si unos desconocidos piensan que hemos descubierto algo valioso, podría ser tan peligroso como descubrirlo de verdad. Los ladrones te atacan antes de que acabes de contar el dinero.
—De acuerdo. Han mantenido las distancias durante tres días. Si se acercan más, hablaremos con ellos. Entretanto, hemos de trazar el mapa de esa ciudad hundida. Las últimas semanas han sido interesantes, pero no me apetece dedicar lo que me queda de vida a recuperar restos arqueológicos.
Sam y Remi Fargo siempre afirmaban que su reputación de cazadores de tesoros procedía de haber llamado la atención de algunos reporteros imaginativos en un día parco en noticias. Compartían un gran interés por la historia y la perentoria necesidad de ir a verla con sus propios ojos. Aquella primavera se habían presentado voluntarios para bucear al servicio del estado de Luisiana. Un arqueólogo llamado Ray Holbert se hallaba en la costa explorando en busca de daños producidos por escapes de petróleo después de que una plataforma petrolífera ardiera, cuando había descubierto algunos fragmentos de cerámica que el oleaje del golfo había arrastrado hasta la playa. No cabía duda de que eran de origen nativo y muy antiguos. Había solicitado autorización a la compañía petrolífera para rescatar lo que parecía ser un pueblo hundido. Cuando Sam y Remi se habían enterado del proyecto, se habían ofrecido a sufragarlo y a colaborar.
—Baja conmigo —dijo Remi—. He encontrado otra chimenea. Trae la cámara.
Sam se apoyó en la borda para coger la cámara submarina, y volvieron a sumergirse. Daba la impresión de que Remi se abstraía en su trabajo. Lo guio hasta la chimenea de piedra y dejó que la examinara mientras fotografiaba el yacimiento desde todos los ángulos, con el fin de documentar la posición de los fragmentos de cerámica que lo rodeaban. Sam reparó en los gráciles movimientos del cuerpo de su esposa (con el traje de neopreno parecía su propia sombra) y descubrió un delgado mechón de cabello castaño rojizo sobre la frente que había escapado de la capucha del traje. Sus brillantes ojos verdes lo observaban a través del cristal de la máscara, de manera que se obligó a apartar la vista de su esposa y a mirar el anillo de piedras carbonizadas que ella había descubierto oculto bajo la arena. Después llenaron sus bolsas de malla con cuidado para subir más restos de cerámica, catalogarlos y trazar el mapa del yacimiento donde los habían encontrado.
De repente, tanto Sam como Remi oyeron el zumbido de una hélice. Aumentó de intensidad, y cuando alzaron la vista vieron la parte inferior de un casco negro que navegaba hacia el barco de buceo anclado, levantando olas a ambos lados. Vieron el motor fueraborda, la hélice y la larga estela en espiral de burbujas agitadas detrás.
Observaron que el casco del barco de buceo se mecía, y que la cadena del ancla se tensaba al tiempo que tiraba de esta, hundida en la arena. Después la cadena se aflojó cuando la otra embarcación aminoró la velocidad y se detuvo a un metro escaso de la de ellos. Al cabo de uno o dos minutos, el casco negro aceleró de nuevo y se alejó a toda velocidad, brincando cuando coronaba cada ola.
Sam señaló hacia arriba, y los dos ascendieron hasta la superficie. Remi subió por la escalerilla y Sam la siguió.
—¿Y bien? —dijo Remi mientras ambos se quitaban el equipo—. Eso ha estado un poco más cerca, ¿verdad? Me alegro de que no ascendiéramos cuando han llegado a toda velocidad.
Remi vio que la mandíbula de Sam se movía.
—Creo que se han acercado a toda velocidad para averiguar qué estamos sacando del fondo.
—Espero que hayan echado un buen vistazo. No quiero que una hélice me haga papilla por culpa de unos fragmentos de cerámica y un puñado de conchas milenarias.
—Vamos a ver quiénes son —dijo Sam.
Puso en marcha el motor y se acercó a la proa. Remi se encargó del timón y avanzó lentamente en la dirección del ancla, con el fin de empujar hacia delante sus dos ganchos para liberarlos de la arena. Sam izó el ancla y la guardó bajo la cubierta de proa. Remi hizo dar media vuelta al barco para que Sam pudiera recoger el pequeño salvavidas que sujetaba la bandera de buceo, roja con una franja blanca en diagonal, y subir su ancla ligera, para luego guardar ambas en la popa.
Aceleró en dirección al puerto de Grand Isle.
Sam se puso al lado de Remi y apoyó los codos sobre el tejado de la cabina al tiempo que sostenía los prismáticos y oteaba el horizonte. Mientras bordeaban a toda velocidad la costa, el cabello castaño rojizo de Remi se agitaba al viento detrás de ella.
—No veo el barco —dijo Sam—. Habrán entrado en el puerto. Podríamos ir nosotros también.
Remi se dirigió hacia el puerto rápidamente, pero aminoró la velocidad en cuanto llegaron a la bocana. Cuando rodearon el rompeolas, un barco de la Guardia Costera pasó a lo lejos ante su proa.
—Justo a tiempo —comentó Sam—. Tendrías que haberles hecho ojitos para impedir que te pusieran una multa por exceso de velocidad.
—No me ponen multas por exceso de velocidad porque no infrinjo las leyes —replicó ella, al tiempo que le hacía ojitos—. Puedes coger el timón.
Se apartó a un lado y Sam la obedeció, y redujo la velocidad todavía más, como si fueran a pie. Remi se agachó y se pasó los dedos entre el pelo para alisarlo, se incorporó y miró a Sam.
—Aún los andas buscando, ¿verdad?
—Solo siento curiosidad. Me pregunto cuánto tiempo tendremos que soportar a esos cazadores de tesoros aficionados, saqueadores y ladrones de tumbas que nos siguen a todas partes.
—Creo que concediste demasiadas entrevistas. Debió de ser aquella con la presentadora de Boston de larga melena negra. —Le sonrió—. Entiendo por qué estabas pendiente de cada una de sus palabras. Tenía una dicción tan culta que sus preguntas sonaban inteligentes.
Sam devolvió la sonrisa a Remi, pero no mordió el anzuelo.
Ambos continuaron observando los embarcaderos ante los que pasaban en busca del barco negro y gris, pero no lo localizaron. Cuando llegaron al embarcadero del barco de buceo alquilado, atracaron, lo amarraron a las grandes cornamusas y colgaron las defensas a los costados. Mientras se quitaban los trajes de neopreno y dejaban las botellas de aire comprimido sobre el muelle para llevarlas a la tienda de buceo de Dave Carmody y cargarlas, todavía continuaban buscando el barco negro y gris.
—¡Hola, queridos Fargo!
Ray Holbert los saludó con la mano mientras bajaba al muelle, que se meció un poco sobre sus pontones. Era alto y de rostro rubicundo, y todos sus movimientos poseían un vigor especial. Sus pasos eran largos y sus gestos ampulosos.
—Hola, Ray —dijo Remi.
—¿Habéis encontrado algo?
Sam levantó la tapa de un armario cercano a la popa en cuyo interior había varias bolsas de malla llenas.
—Unos cuantos fragmentos de vasija más que encontramos cerca de una chimenea de piedra, algunas herramientas de sílex, un asta de ciervo con algunas esquirlas desprendidas, probablemente para hacer puntas de proyectiles. Hemos trazado el mapa de casi todo el lugar.
Remi levantó la cámara.
—Todo está aquí. Puedes descargarlo en tu ordenador y alinearlo con la gráfica del yacimiento.
—Estupendo. Nos estamos poniendo al día un poco. Creo que conseguiremos identificar, trazar el mapa y echar un vistazo a los tres pueblos hundidos de esta parte de la costa antes de que se agote el dinero que nos dieron.
—Echaremos una manita cuando eso suceda —dijo Sam—. Podemos prolongar el trabajo un poco más.
—Ya veremos.
—Síguenos en tu camioneta hasta nuestra casa —dijo Remi—. Te entregaremos los últimos hallazgos. Las gráficas y las fotografías están preparadas, los objetos y los huesos etiquetados e identificados en la cuadrícula. Me sentiré mejor si te lo llevas todo.
—De acuerdo —dijo Holbert—. Estamos aprendiendo mucho sobre ese pueblo. Antes no sabíamos casi nada. Esos asentamientos se encontraban justo en la playa. La prueba del carbono 14 demuestra que debieron de quedar sumergidos a causa de la subida del nivel del mar alrededor del año 700. Todos parecen ser del mismo tamaño que el tuyo y estar constituidos por cinco o seis familias que habitaban pequeñas viviendas con chimeneas de piedra. Se alimentaban de pescado, pero también cazaban ciervos tierra adentro. Este primer grupo de yacimientos ha resultado espléndido.
—Nos estás diciendo que es hora de ir a por otro grupo, ¿no? —dijo Remi.
—Pasado mañana quiero desplazar a todo el mundo unos cuantos kilómetros al oeste. Hay una docena de posibles yacimientos, y cada equipo de buceo se ha ocupado únicamente de uno de ellos. Quiero que cada equipo lleve a cabo pasado mañana una exploración inicial de un nuevo punto a lo largo de la costa de Caminada Headland. De esa forma, nos haremos una idea mejor de cómo debemos proceder antes de empezar a perder a nuestros voluntarios de verano. Es probable que desechemos la mayoría de los yacimientos una vez echemos un vistazo bajo el agua.
Al cabo de diez minutos llegaban a la casita que Sam y Remi habían alquilado a pocos metros de la playa, en el lado sur de Grand Isle. Era una vivienda de una sola planta construida sobre pilotes, con revestimiento de tablillas pintadas de blanco y un gran porche delantero donde podían sentarse al acabar el día y disfrutar de la brisa que llegaba del golfo de Nuevo México. A Sam y a Remi les gustaba pasar desapercibidos cuando viajaban, y la casa no impulsaría a nadie a pensar que la pareja residente era multimillonaria. Tenía un porche cubierto con un tejado bajo, así como un par de ventanales con una panorámica del mar casi carente de obstáculos, dos dormitorios y un pequeño cuarto de baño. Los Fargo habían transformado un dormitorio en una zona de almacén y trabajo para los objetos que habían recuperado de la aldea paleoindia hundida.
Ray Holbert entró con ellos, y Sam le enseñó los artefactos mientras Remi se duchaba primero. Sam le entregó la cuadrícula con los objetos, dibujados con meticulosidad, encontrados en diversos sitios. También había tarjetas de memoria llenas de fotografías que Remi había tomado para asegurarse de que existiera documentación de cada pieza en relación con las demás. Todos estaban guardados en cajas de plástico.
Holbert miró la cuadrícula del pueblo y los objetos.
—Con este número de astas y huesos de ciervos, da la impresión de que la subida de las aguas cambió mucho el paisaje. Debían de existir cordilleras boscosas en aquel entonces. Ahora hay sobre todo pantanos y marismas al nivel del mar.
—Casi me da pena marchar a otro sitio —dijo Remi. Se había duchado y puesto el atuendo nocturno de Grand Isle: pantalones cortos, un polo holgado de manga corta y chancletas—. Aunque no echaré de menos a nuestras sombras.
—¿A qué te refieres? —preguntó Holbert.
—Debió de ser culpa nuestra —dijo Sam—. Hay otro barco de buceo que nos está siguiendo. Vigilan adónde vamos y después nos observan con prismáticos. Hoy se acercaron a un metro de nuestra embarcación, como si quisieran descubrir qué habíamos encontrado.
—Eso es muy raro —dijo Holbert—. Es la primera vez que oigo hablar de ellos.
—Bien, como ya he dicho, es probable que fuera culpa nuestra. Es el precio de que tu nombre salga en los papeles —dijo Sam, mirando a su esposa—. O mejor dicho, la foto de Remi. Bien, te ayudaré a cargar esto en tu camioneta antes de ducharme.
Al cabo de veinte minutos habían cargado la camioneta blanca de Holbert, y no tardaron en estar sentados en el restaurante, donde dieron buena cuenta de ostras, gambas a la parrilla con salsa remoulade, pargo rojo recién pescado y una botella de Chardonnay helado de las bodegas Kistler de California.
—¿Qué opináis? —preguntó Sam después de cenar—. ¿Pedimos otra botella de vino?
—No, gracias —dijo Ray.
—A mí tampoco me apetece —dijo Remi—. Si solo vamos a quedarnos un día más en este pueblo, quiero levantarme temprano. A partir de pasado mañana, podríamos pasar los días siguientes nadando sin llegar a descubrir nada.
—Exacto, podríamos —dijo Sam.
Dieron las buenas noches a Ray, volvieron a pie a la casa, cerraron la puerta con llave y apagaron las luces. Dejaron el ventilador del techo girando perezosamente sobre su cama y se acostaron con el rumor de las olas que rompían en la playa.
Sam despertó cuando el primer rayo de sol se coló a través de una abertura en la cortina. Pensó en salir de puntillas del dormitorio para no despertar a Remi, pero descubrió que ya estaba sentada en el porche con una taza de café, vestida y esperándolo, mientras contemplaba el golfo de México.
Sam y Remi se detuvieron en una cafetería para comprar cruasanes y café, y tras llegar al puerto deportivo, siguieron el muelle hasta el embarcadero donde habían amarrado el barco de buceo alquilado.
—¿Ves eso? —susurró ella.
Sam asintió. Entornó los ojos, se quitó los zapatos con sigilo y subió a la cubierta de proa de la embarcación. La cabina estaba cerrada, pero habían roto de un fuerte golpe la hembrilla del candado. Abrió la puerta corredera y echó un vistazo al interior de la cabina.
—Nos han fastidiado todo el equipo.
—¿Lo han manipulado?
—Eso no lo explica todo. «Fastidiado» es la expresión técnica. —Sam sacó el móvil y tecleó un número—. Hola, Dave. Soy Sam Fargo. Por lo visto, tenemos un problema esta mañana. Estamos en el puerto deportivo, y han entrado por la fuerza en el barco de buceo que te alquilamos. Da la impresión de que han roto nuestros reguladores y rajado nuestras máscaras y aletas. No puedo decirte qué han hecho con las botellas de aire comprimido, pero me cuidaría muy mucho de ponérmelas para bucear. Aún no he examinado el motor ni el depósito de gasolina. Si te fuera posible reaprovisionarnos cuanto antes, todavía podríamos salir. Entretanto, llamaré a la policía.
—Espera, Sam —dijo Dave Carmody—. Estaré ahí dentro de una media hora con todo lo que necesitáis. Y será mejor que sea yo quien llame a la policía. Grand Isle es un lugar pequeño, y me conocen. Saben que me han de aguantar otros veinte años.
—Gracias, Dave. Aquí estaremos.
Sam guardó el teléfono y fue a sentarse en la cubierta de proa. Durante algún tiempo no se movió y se limitó a contemplar el agua.
Remi lo observó fijamente.
—¿Sam?
—¿Qué?
—Prométeme que no estás planeando nada desproporcionado.
—No es desproporcionado.
—¿Tendré que pagarte la fianza?
—No necesariamente.
—Hummm —dijo ella mientras lo estudiaba. Sacó el teléfono y tecleó otro número—. ¿Delia? Soy Remi Fargo. ¿Cómo estás? Bien, me alegro mucho. ¿Está Henry en el tribunal o algo por el estilo? ¿Crees que podría hablar con él? Maravilloso. Gracias.
Mientras esperaba, Remi caminó hacia la popa del barco.
—¿Henry? Solo quería pedirte un pequeño favor. —Dio la espalda a su marido y bajó la voz mientras decía algo que no quería que él oyera. Dio media vuelta y caminó hacia Sam—. Gracias, Henry. Si le das un toque de atención, te lo agradeceré. Adiós.
—¿Qué Henry era? —preguntó Sam.
—Henry Clay Barlow, nuestro abogado.
—Ese Henry.
—Me aclaró que no necesitaremos fianza. Va a llamar a un amigo de Nueva Orleans, que estará preparado para venir corriendo con un maletín lleno de dinero y una solicitud de habeas corpus si es preciso. Henry dice que es escurridizo como una anguila.
—Henry debe de considerar eso una gran alabanza. ¿Cuánto nos costará?
—Dependerá de lo que hagamos.
—Muy hábil. —Sam oyó un ruido y miró hacia el muelle—. Ahí viene Dave.
La camioneta de Dave se detuvo al final del embarcadero. Se acercó por el muelle flotante con un policía uniformado a su lado, cargado con una caja de herramientas. El policía era corpulento y rubio, de espalda ancha y barrigudo, y la camisa del uniforme parecía a punto de reventar.
—Hola, Sam —dijo Dave, y después inclinó la cabeza—. Remi.
Sam se levantó.
—Has sido rápido, Dave.
—Este es el sargento Ron le Favre. Supuso que debería echar un vistazo a la embarcación antes de sustituir tu equipo. —Dave recorrió el barco con la mirada, se olvidó de todo lo demás—. Fíjate en la puerta de la cabina. —La señaló—. Es de madera noble importada, barnizada y pulida hasta el punto de que podrías afeitarte mirándote en ella.
El sargento Le Favre subió al barco.
—Encantado de conocerlos a los dos. —Sacó una cámara de su maletín y empezó a tomar fotografías de los daños—. Señor Fargo, ¿qué cree que pasó? ¿Han robado algo?
—No que yo haya visto. Solo estropearon el equipo.
—¿Hay alguien por aquí enfadado con ustedes?
—No que yo sepa. Todo el mundo se ha mostrado cordial hasta ahora.
—¿Alguna teoría?
Sam se encogió de hombros.
Remi lo fulminó con la mirada, perpleja y frustrada.
—De acuerdo. Redactaré un informe —dijo el sargento Le Favre—. De esa forma, Dave podrá entregarlo a su compañía de seguros. En primer lugar, investigaré si alguna persona durmió anoche en su barco. Tal vez alguien vio alguna cosa.
—Muchísimas gracias, sargento —dijo Sam.
Estuvo ayudando a Dave a transportar el equipo dañado a su camioneta y a llevar el nuevo equipo al barco. A continuación puso en marcha el motor, y Dave y él lo escucharon; luego abrieron la escotilla y echaron un vistazo a las correas y los manguitos.
—Dave —dijo Sam antes de que su amigo se marchara—, probablemente se trata de alguien interesado en averiguar el motivo de nuestras exploraciones submarinas. Hemos tenido cierta notoriedad en los últimos tiempos, y ese debe de ser el precio que pagamos por ello. Carga los gastos a nuestra factura. No quiero que te lo pague el seguro porque entonces te subirán la tarifa.
Dave sacudió la cabeza.
—Gracias, Sam. Muy considerado por tu parte.
—Así que no tienes ninguna teoría, ¿eh? —dijo Remi a su esposo en cuanto estuvieron a solas—. ¿En serio? ¿Qué me dices de la gente del barco negro y gris que nos ha estado acosando desde hace días?
—Yo no he dicho que no la tenga, solo me he encogido de hombros.
—Si ocurre algo más, ¿no querrás que el sargento se entere de su existencia?
—Bien, si algo sucediera que molestara a esa gente, consideraría poco conveniente que la policía supiera que sospechaba de ellos.
—Entiendo. Hoy puede ser un gran día.
Sam recorrió el barco, hizo inventario del equipo y después soltó amarras. Remi puso en marcha el motor y salió poco a poco del puerto deportivo en dirección al golfo. El mundo que se extendía ante ellos consistía en el cielo y el mar de un azul intenso que se encontraban en el horizonte y parecían prolongarse indefinidamente.
Sam se puso al lado de su esposa cuando rodeó el rompeolas y aceleró.
—Confío en terminar hoy con ese yacimiento, para que antes de ir al siguiente estemos convencidos de que ya hemos encontrado todo lo que había que encontrar.
—Estupendo. Parece un propósito tranquilo.
Navegaron hacia el oeste siguiendo la costa llana y verde de Luisiana en dirección al lugar donde habían estado buceando.
—Tal vez te apetezca mirar al frente —dijo Remi cuando estuvieron más cerca.
Sam miró a lo lejos por encima del tejado de la cabina y vio el barco negro y gris anclado delante. Tenía izada la bandera roja y blanca, y había gente en el agua.
—Interesante coincidencia —dijo Sam—. Sabotean nuestro equipo de buceo y al poco los descubrimos buceando justamente en nuestro emplazamiento. —Sam sacó los prismáticos y miró en dirección al barco negro y gris durante unos segundos—. Parece que están emergiendo. Ahora están subiendo las boyas de buceo y arriando la bandera.
—Pues muy bien. Resulta que los Fargo, los famosos cazadores de tesoros, han estado buceando en pos de restos deteriorados de cerámica y de astas de ciervo. Ya lo han averiguado. —Aminoró la velocidad—. Aguardemos a que se larguen de aquí. No voy a sumergirme a dieciocho metros y dejarlos aquí con nuestro barco.
—Tal vez no se van por eso. Si nosotros podemos verlos, ellos también a nosotros. Partamos de esa teoría. —Entró en la cabina y regresó con una carta de navegación. La sostuvo en alto para que Remi pudiera verla—. Dirígete hacia Vermilion Lake. Cuando llegues, me gustaría que navegaras a favor del viento hacia los pantanos.
—Eso es un poco impreciso.
—No quiero coartar tu creatividad. Veamos si eres capaz de perderlos.
Remi empezó a avanzar hacia delante, adoptó el rumbo magnético apropiado y aceleró poco a poco, hasta que el motor Chevrolet 427 atronó. Adelantó desde lejos al barco negro y gris y continuó a la misma velocidad. Al cabo de unos minutos Sam le dio una palmada en el hombro, y ella se volvió para mirar. Cuando vio que el barco negro y gris se dirigía hacia ellos a toda velocidad, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—No son muy sutiles, ¿verdad? Supongo que vamos a disputar una carrera.
Empujó hacia delante el acelerador, y después le dio un golpe con el canto de la mano para extraerle toda la velocidad posible. Mientras corría a lo largo de Caminada Headland, parecía muy complacida.
De vez en cuando, una ola alcanzaba la embarcación y esta brincaba. Remi flexionaba las rodillas para acompañar el salto como una esquiadora, se aferraba al timón, y después se agachaba para esquivar el agua que les arrojaba el viento. Sam se mantenía cerca de ella.
—Ya puedes aminorar un poco la velocidad —dijo—. Si los perdemos de vista tan pronto, quizá se rindan. Los queremos comprometidos al máximo.
—Sí, sí.
Remi continuó a la misma velocidad, con los perseguidores apenas visibles en la lejanía, hasta que Sam dijo:
—Vale ya. Ahora, vamos a Vermilion Lake.
Remi viró a la derecha, surcó las aguas y se dirigió hacia los pantanos. Cuando se internó en el primer canal estrecho y serpenteante, fue desacelerando poco a poco.
—Oye, haz algo de provecho —dijo—. Ve a proa y vigila que no golpee nada vivo o que haga agujeros en los barcos.
—Será un placer —dijo Sam.
Subió a la cubierta de proa y señaló en la dirección más despejada. Escudriñó el agua en busca de tocones y zonas poco profundas, para ayudarla a sortearlos. El agua era oscura, casi opaca, y el canal se hallaba sembrado de cañas y árboles cargados de musgo negro y enredaderas. A medida que se iban adentrando, la vegetación era más espesa, y los árboles estaban tan juntos que formaban arcos sobre el agua.
—Para el motor —dijo Sam.
Dejó el motor en punto muerto y el barco avanzó unos cuantos metros sin emitir apenas sonidos, y después se detuvo y fue a la deriva hasta un bosquecillo sombreado. Oyeron detrás de ellos en la lejanía el rugido del motor del barco negro y gris. Sam y Remi afirmaron con la cabeza, y acto seguido Remi aceleró de nuevo. Continuaron así durante unos veinte minutos, hasta que Sam le hizo una señal. Ella disminuyó la velocidad al mínimo, mientras su marido iba a popa y estudiaba la carta de navegación.
—Prepárate para echar el ancla.
—¿Estás seguro?
—¿No te gusta este lugar?
—Es un pantano infestado de mosquitos, donde hace un calor sofocante y los caimanes, además de los raros y celebrados cocodrilos americanos, apenas pueden repeler a las serpientes mocasines de agua. Y acabo de ver a una garceta caer de su árbol debido a un golpe de calor.
—Perfecto. Vamos a ponernos los trajes de neopreno; nos protegerán de los mosquitos. Cálzate las botas porque vamos a caminar. Y también deberíamos coger las aletas, por si hemos de salir a toda prisa.
Sam estudió la carta de navegación y después marcó con una gran X roja un punto situado a un kilómetro de donde se hallaban.
—¿No es un poco chapucero?
—Se habrán esforzado tanto en verlo que tendrán que creerlo.
Cuando estuvieron preparados, Sam utilizó la punta roma del bichero para acercarse a la orilla, y a continuación el extremo del gancho para inmovilizar el barco mientras bajaban y se internaban unos pasos en el lodo. Sam empujó la embarcación para que la corriente la llevara hacia el centro del canal.
—Y ahora ¿qué? —preguntó Remi.
—Ahora vamos a dar un gran paseo.
—Maravilloso. Tú primero.
Remi caminó detrás de Sam a través de las cañas y el lodo.
De vez en cuando, él se volvía para mirarla. Su esposa caminaba con paso firme, y tenía una sonrisa fija en la cara. Al cabo de unos veinte minutos, Sam se detuvo.
—Te lo has imaginado, ¿no?
—Quizá.
—¿Por qué solo «quizá»?
—¿Estás dando por sentado que pusieron un GPS en nuestro barco?
Él sonrió.
—Lo descubrí. Me estaba preguntando por qué no habían saboteado el motor, y entonces comprendí que era para que no dedicáramos mucho tiempo a mirar en el compartimiento del motor.
—En ese caso, sí. Lo había imaginado. Vamos a terminar la excursión y a ver si están siguiendo nuestra ruta del tesoro.
—A veces me asombras.
—¿De veras? ¿Todavía?
Guio a Remi hacia el interior del pantano, y después describieron un amplio giro a la derecha hasta completar un gran círculo. Cuando regresaron al barco, ella siguió cien metros más hasta el siguiente recodo y señaló. El barco negro y gris estaba anclado allí para ocultarse de su vista.
Sam se sentó sobre el tronco caído de un viejo árbol, se puso las aletas y se ciñó la máscara sobre la cara.
Remi apoyó una mano en su brazo.
—Los caimanes de los que hablaba son reales, ¿sabes?
—No les digas que estoy aquí.
Sam se hundió en las turbias aguas y desapareció. Volvió a aparecer en la popa del barco negro y gris. Fue a la proa, izó el ancla y dejó que el barco se deslizara a la deriva corriente abajo.
Remi corrió por los bajíos hasta el lugar donde habían dejado la embarcación de buceo, cerca de la orilla entre los árboles muertos. Utilizó el bichero para empujarla, izó el ancla y miró a Sam, quien se acercaba poco a poco hacia ella en el barco negro y gris llevado por la corriente. Vio que estaba trabajando con una serie de cables que había cortado y destripado con el cuchillo de buceo.
Mientras Remi miraba, Sam unió los dos cables y el motor se puso en marcha. Corrigió la deriva del barco y se dirigió por el pantano hacia ella. Remi también puso en marcha el motor de su barco y navegó por delante de él a un cuarto de potencia, confiando en recordar dónde se encontraban los troncos hundidos y los bancos de arena. Al cabo de unos minutos llegó a Mud Lake, después a Vermilion Lake y luego entró en el golfo. Sam apareció detrás un poco más tarde con el barco negro y gris.
Cuando salieron a mar abierto desde Caminada Headland, juntaron las dos embarcaciones y las ataron. Remi subió a bordo del barco negro y gris.
—Qué pulcritud.
—Gracias —dijo Sam.
Empezaron a registrar el barco negro y gris, concentrándose en la cabina. Al cabo de unos minutos Remi alzó una carpeta azul con un centenar de páginas.
—Es una empresa. ¿Has oído hablar de Consolidated Enterprises?
—No. Qué nombre tan impreciso. No me suena a nada concreto.
—Imagino que no quieren dar pistas.
—De momento, son cazadores de tesoros.
Señaló un detector de metales marinos en la cubierta, listo para ser utilizado.
—¿Para qué usar ese trasto cuando puedes seguir a gente que encuentra tesoros, averiar su equipo y apoderarte del yacimiento?
Sam repasó la cabina con la mirada una vez más.
—Son seis.
—Dos mujeres. —Remi asintió y abrió de nuevo la carpeta—. Mira lo que hay aquí. Forman un «equipo de campo», y aparecen con fotos y nombres y todo.
—Cógelo.
—¿No crees que nos excedemos?
—¿Acaso no lo estamos haciendo ya al abandonar a seis personas en un pantano, a sesenta kilómetros de la civilización?
—Supongo que tienes razón. —Cerró la carpeta y salió a la cubierta—. ¿Qué deberíamos hacer con su barco?
—¿Dónde está la sede central de la empresa?
—En Nueva York.
—En ese caso, será mejor que dejemos la embarcación amarrada en el puerto deportivo. La habrán alquilado a alguien que no puede permitirse perderla.
Remi pasó las piernas por encima de la borda para subir al barco alquilado. Sam le dio la máscara y las aletas, y acto seguido se quitó el traje de neopreno y lo lanzó al barco. Remi soltó la amarra que unía ambas embarcaciones.
—¿Hacemos una carrera hasta Grand Isle? —dijo—. El ganador se ducha primero.
Sam volvió a poner en marcha el barco negro y gris y salió lanzado. A toda velocidad en dirección al puerto deportivo, la quilla de las dos embarcaciones coronaba las olas para luego caer en los senos, y llegaron casi una hora después muy igualados. Sam amarró el barco negro y gris al muelle, y desembarcó con una sudadera robada con la capucha alzada sobre una gorra de béisbol. Se dirigió al siguiente desembarcadero, donde Remi estaba intentando amarrar su barco. Ella alzó la vista.
—Se te ve muy ufano con tu elegante indumentaria robada.
Sam negó con la cabeza.
—Me limito a sonreír, y lo hago para demostrar que soy inocente y cordial.
Remi terminó con las amarras, se dirigió a la cabina y dio un tirón al nuevo candado.
—¿Inocente? Ser transparente no es lo mismo que ser inocente. Llévame a tomar una ducha larga y caliente, y luego a un buen restaurante, y después puede que hablemos de tu parte cordial.