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Panonia, 453

El campamento bárbaro era enorme, una gran ciudad que se desplazaba de un lugar a otro al capricho de su líder incuestionable, el Gran Rey. Pero a la tenue luz previa al amanecer, reinaba el caos. Cientos de miles de guerreros, con sus chillonas mujeres y sus ingobernables vástagos, se arremolinaban por doquier. Cientos de miles de caballos, cabezas de ganado, ovejas y cabras relinchaban y balaban en la algarabía general, y convertían el alba en una molesta confusión de sonidos. El hedor del ganado competía con el humo de diez mil hogueras que avivaban para encenderlas cuanto antes.

El criado de Prisco lo había sacado de la cama, convencido de que estaban a punto de perder la vida al oír el repentino alboroto de la horda bárbara. Prisco corría sobre el terreno irregular, mientras intentaba no torcerse el tobillo en una rodada de carreta y procuraba no meter el pie en un hoyo. Seguía a Ellak, tratando en vano de no quedarse atrás con sus livianas sandalias hechas para caminar sobre las lisas aceras de Constantinopla. Ellak era un luchador, un hombre descendiente de famosos guerreros, que había llegado a la edad adulta gracias a que tenía unos miembros fuertes y veloces.

Cuando Prisco divisó la enorme tienda de piel de animal del Gran Rey, con su poste central tan alto como una villa y el suelo lo bastante amplio para albergar a centenares de personas, oyó lamentos y chillidos, y sospechó lo que habría ocurrido por la noche. Aminoró la velocidad lo suficiente para erguir la espalda y conservar su dignidad de romano. Era un diplomático y, por omisión, el hombre que debía escribir la historia de aquel día trascendental. Ellak, el hijo del Gran Rey, había ido en su busca porque Prisco era el hombre más culto en muchas leguas, y tal vez conocería alguna forma de salvar la vida del líder. Pero los lamentos podían indicar que llegaban demasiado tarde.

Prisco disimuló el miedo. Los bárbaros habían dado rienda suelta a sus emociones, corrían de un lado a otro, se azotaban mutuamente, presas de la furia. Eran capaces de oler el miedo como perros. Eran asesinos avezados y entrenados desde la cuna, que habían conquistado cuantas tierras encontraban a su paso, desde los lugares más remotos de Asia hasta Europa, a base de pura ferocidad. Cuando oían gritos, salían como una exhalación de la tienda, y no aparecían sin espadas y cuchillos como tampoco harían sin manos y pies. Ese día, si alguno de ellos intuía que tenía miedo, él, un extranjero, lo despedazarían sin previo aviso.

Ellak lo condujo hasta la inmensa tienda del Gran Rey. Prisco les sacaba casi una cabeza a la mayoría de aquellos bárbaros procedentes del lejano Oriente, bajos y robustos, de anchas espaldas, brazos y piernas gruesos, y rostros como piel curtida. Podía ver por encima de algunos de los hombres que estaban bloqueando el acceso a la cámara interior. Allí debía de estar el rey. Los guerreros que se hallaban más cerca de la cámara empezaron a desenfundar sus dagas cortas y a practicarse profundos cortes en los pómulos, para que la sangre resbalara sobre sus mejillas como ríos de lágrimas.

Prisco se hizo a un lado y se deslizó entre los guardias medio enloquecidos. Entonces pudo ver a la joven esposa del Gran Rey, Ildico, acurrucada sobre la pila de ricas alfombras en la esquina más alejada de su marido. Estaba llorando, pero nadie la consolaba. Nadie, excepto Prisco, parecía reparar en ella.

Cuando un guardia se volvió hacia sus amigos para que vieran cómo se cortaba la cara con una espada corta, Prisco se coló detrás de él y entró en la cámara. Contempló el cuerpo del Gran Rey y comprendió por qué a la joven esposa se la veía tan consternada. El gran bárbaro, el Flagellum Dei, estaba tendido de espaldas en la cama de suave seda, con la boca abierta como un borracho que roncara. La sangre manaba de ella y de su nariz, y formaba un charco bajo su cabeza.

Prisco se acercó a la esquina y levantó a Ildico. Le apartó de la oreja el largo cabello rubio y le susurró:

—Tranquila. Ha muerto, y aquí ya no tienes nada que hacer. Ven.

Eran palabras destinadas a calmarla, una voz humana que simplemente la consolara. Ildico era la séptima esposa del Gran Rey, y a pesar de su belleza era apenas una niña a la que habían llevado desde una tribu germana para contraer matrimonio con el conquistador. Entendía el latín de Prisco tan bien como su gótico, pero el hombre no estaba seguro de qué idiomas hablaban los guardias, de modo que no dijo gran cosa. La ayudó a salir a la luz del sol naciente y el aire puro. Tenía el aspecto pálido y débil de un fantasma. Confiaba en alejarla de la multitud antes de que algún guerrero sospechara que la culpable de la muerte del rey era ella. Los ignorantes eran con frecuencia suspicaces, e incluso si una persona moría víctima de un rayo, cabía sospechar que alguien lo hubiera conjurado.

Prisco vio a varias mujeres del séquito de Ildico, el grupo de criadas y parientes que la habían acompañado a la boda. Se mantenían a una distancia prudencial y observaban angustiadas lo que estaba sucediendo. La entregó a ellas y se alejó a toda prisa de la muchedumbre, cada vez más numerosa.

Prisco estaba mirando todavía en aquella dirección, para asegurarse de que no la detenían, cuando unas manos lo aferraron con rudeza de los brazos. Torció el cuello para descubrir a sus captores. Apenas reconoció a ninguno de ellos, aunque los había visto cada vez que había ido a reunirse con el Gran Rey. Ambos exhibían heridas recientes en los pómulos, y la parte inferior de sus caras estaba cubierta de sangre. Su comportamiento había cambiado desde que Prisco había estado sentado con ellos la noche anterior, riendo y bebiendo para celebrar la boda de su señor. Los dos hombres lo arrastraron hacia la tienda del rey, y la multitud de guerreros se apartó para dejarlos entrar en la cámara interior.

Al entrar en ella vio que no habían movido el cuerpo. Parados a su lado se hallaban Ardarico, rey de los gépidos, y Onegesio, el amigo más fiel de Atila. Ardarico se arrodilló y levantó la jarra de vino de la que el Gran Rey había bebido antes de morir.

—Este es el vino que Ildico le sirvió anoche —dijo.

Onegesio levantó el vaso que había al lado del rey.

—Durante semanas —dijo Prisco— padeció una enfermedad que le provocaba hemorragias nasales. Tal vez empeoró mientras dormía y se ahogó en su propia sangre. Eso parece, ¿verdad?

Ardarico resopló, desdeñoso.

—Nadie muere de una hemorragia nasal. Ha pasado toda su vida en el campo de batalla. Lo hirieron muchas veces, y jamás se desangró hasta morir. Fue veneno.

—¿Eso crees? —preguntó Prisco, con los ojos abiertos como platos a causa de la sorpresa.

—Sí —replicó Ardarico—. Y he estado pensando en ti. El emperador Teodosio te envió a nosotros hace cuatro años con el embajador Maximino. Tu intérprete, Vigilas, fue sorprendido en una conspiración para asesinar a Atila. En lugar de mataros a todos, Atila te envió de vuelta al emperador de Constantinopla. Tal vez fue una equivocación. Y tal vez Vigilas no fue el único que vino para asesinar al rey.

Onegesio sirvió vino en el vaso de Atila y se lo tendió a Prisco.

—Demuestra que no lo envenenaste. Bebe.

—No sé si está envenenado o no —repuso Prisco—. Si lo está, eso no demostrará que fue obra mía. Desde luego, no estaba aquí con el Gran Rey y su esposa durante su noche de bodas. El hecho de que beba solo hará que yo pueda morir también.

—Tu miedo te condena.

La mano libre de Onegesio se movió hacia el puño de su espada.

Prisco cogió el vaso.

—Si muero, recuerda que soy un hombre inocente.

Se lo llevó a los labios y lo vació.

Los demás esperaron y observaron con atención a Prisco. Ellak se acercó más.

—¿Y bien, Prisco?

—No siento nada. Sabe a vino.

—¿Amargo? ¿Agrio?

—Como todos los demás vinos: dulce como la fruta, pero con algunas gotas de vinagre.

Ardarico olió el vaso y mojó el dedo en él para luego depositar una gota de vino sobre la lengua. Asintió en dirección a Onegesio, dejó caer el vaso sobre la alfombra, junto al cuerpo del Gran Rey, y salió.

—¡No había veneno! —gritó a los guerreros—. Murió de una enfermedad.

Prisco siguió a Ardarico fuera de la cámara y se abrió paso entre la multitud de guerreros. Con sus rostros angustiados y cubiertos de sangre, componían una visión aterradora. Eran hombres que no habían hecho a lo largo de su vida otra cosa que matar. Combatían, comían y, a veces, incluso dormían a caballo. En tres generaciones, habían conquistado tribus desde las praderas más allá del Volga hasta la Galia. Aquella mañana, su líder más grande les había sido arrebatado. ¿Quién podía decir lo que su dolor y su ira los impulsaría a infligir a un desconocido de un país extranjero?

Prisco caminó a buen paso con la cabeza gacha, sin permitir que sus ojos se posaran sobre ninguno de los guerreros que afluían a la tienda de su Gran Rey. Fue a sus aposentos y preparó un altar con una hilera de velas encendidas con el fin de rezar por el alma de Atila. Después de todo, había escuchado a Prisco y a los demás romanos cuando le hablaron del cristianismo. Y en una ocasión se había reunido con el papa León en Mantua y llegado a un acuerdo. Tal vez algo había hecho germinar una semilla de fe en su mente. En cualquier caso, era mejor llorarlo de la manera más visible posible. Prisco también vomitó, bebió enormes cantidades de agua y volvió a vomitar, y después descubrió que sus nervios se habían calmado.

Ya más avanzado el día salió de su pequeña tienda y se encaminó al centro del campamento. Vio que habían retirado la tienda del Gran Rey. No muy lejos, habían despejado un gran espacio abierto. Lo que habían levantado en aquel punto era una inmensa visión blanca. Caminó hacia ella y la tocó, maravillado.

Habían erigido una inmensa tienda de seda blanca que se movía y ondeaba por obra de la brisa mientras Prisco caminaba hacia el claro. Miró en el interior. En el centro había un féretro que exhibía el cadáver del Gran Rey en su capilla ardiente, con brillantes y costosos ropajes de color púrpura y rojo dignos de un rey guerrero, y con armas de la mejor calidad incrustadas de oro y gemas.

Alrededor del féretro cabalgaban los jinetes salvajes, los mejores guerreros del Gran Rey, muchos de ellos reyes de sus propias tribus y naciones. Describían sin cesar círculos mientras cantaban sus éxitos y victorias, con los rostros tan llenos de cortes que la sangre resbalaba sobre sus mejillas como lágrimas. Cantaban que era el cacique más grande, un hombre merecedor no solo de las pálidas lágrimas de las mujeres sino también de las lágrimas rojas de los guerreros. Mientras describían sus círculos, Prisco observó que la sangre empapaba sus barbas y goteaba de sus mentones sobre sus vestiduras y la crin de los caballos.

Prisco se arrodilló ante el rey y tocó la tierra con la frente, para que los guerreros vieran que demostraba respeto a su manera, y después regresó a su refugio. Se quedó en él durante los tres días siguientes, escribiendo sobre la vida de Atila como Gran Rey y su muerte la noche de bodas. Algunas personas fueron a ver a Prisco y le relataron las prodigiosas demostraciones de luto que habían presenciado, y algunas hablaron de la rivalidad entre Ellak, el hijo mayor, y Dengizich, el segundo mayor, y el resentimiento de Emakh, el tercer hijo, a quien los otros dos no parecían tener en cuenta. Otras comentaron el disgusto de Ardarico al ver que los tres hijos de Atila eran incapaces de permanecer unidos ni siquiera antes de enterrar a su padre.

Prisco fue a la tienda blanca al día siguiente y vio que estaban preparando al Gran Rey para el entierro bajo la intensa luz de cien lámparas encendidas. Los criados lo dispusieron en una serie de tres ataúdes. El más grande y exterior estaba hecho de hierro. El ataúd depositado dentro estaba hecho de plata maciza. El tercero era de oro puro. Los ataúdes contenían las armas incrustadas de joyas de los numerosos reyes a los que Atila había derrotado. Había conquistado a cien tribus asiáticas, derrotado a los alanos, los ostrogodos, los armenios, los burgundios, había arrasado los Balcanes, Tracia, Escitia y la Galia. Había saqueado Mantua, Milán, Verona y conquistado casi todo el norte de Italia. Había derrotado a las legiones de las capitales occidentales y orientales de Roma y Constantinopla.

Además, los tres ataúdes contenían cantidades ingentes de joyas centelleantes y oro brillante, en los que se reflejaban las llamas de las lámparas, y los ataúdes en sí valían una gran fortuna. Prisco no pudo dejar de pensar en que el interior debía de costar probablemente el tributo anual del Imperio romano de Oriente a Atila, consistente en doscientas mil libras de oro. Pero tampoco pudo hacer caso omiso de los destellos de color que surgían del interior: el verde frío de las esmeraldas, el rojo sangre de los rubíes, el azul profundo de los zafiros. Había granates intensos, lapislázulis índigo, piezas de ámbar amarillo y jades de color verde guisante, a cuál más llamativo.

Al caer la noche, se congregó un grupo de mil jinetes elegido entre la tropa personal de guardaespaldas de Atila. Bajaron la tapa sobre los ataúdes, lo izaron sobre un enorme carromato de ocho ruedas capaz de aguantar el imponente peso y se pusieron en marcha, sin portar antorchas que iluminaran el camino en la oscuridad.

Semanas después, Prisco estaba preparando una reata de mulas para el largo viaje de vuelta, con el fin de informar al emperador Marciano. Tardaría un mes en llegar desde aquellas tierras salvajes hasta los palacios de Constantinopla, y a esas alturas habría accedido a regresar a cuatro patas. Entonces, por la tarde, otro alboroto recorrió el campamento, cuando la gente apuntó con los dedos hacia la lejanía y se puso a chillar en muchos idiomas. Prisco fue a investigar.

Los jinetes de élite del destacamento del entierro estaban regresando al gran campamento de los hunos. Llegaban al galope, y el polvo era visible en la llanura desde mucho antes de que aparecieran.

Ardarico, Onegesio y los tres hijos de Atila (Ellak, Dengizich y Emakh), así como una gran multitud de guerreros, se congregaron en los límites del campamento para recibirlos. Cuando el millar de jinetes llegó, desmontaron e inclinaron la cabeza en homenaje a los jefes reunidos. Como un honor especial, estos también inclinaron la cabeza. Ellak, el primogénito de Atila, se acercó al líder de la partida encargada del entierro, un hombre llamado Mozhu, y apoyó la mano sobre su hombro.

—Cuéntanos —le dijo.

—Condujimos al Gran Rey hasta un lugar situado en el meandro de un río muy alejado, que pocos viajeros conocen. Construimos una cripta de dos hombres de profundidad, con una entrada en pendiente, y transportamos los ataúdes hasta el fondo. A continuación, cubrimos la cripta y el pasaje en pendiente. Obligamos a nuestros mil caballos a recorrer la zona muchas veces, hasta que fue imposible determinar el punto preciso donde estaba sepultada la cripta. Luego, desviamos el curso del río para que cubra por siempre jamás la tumba del Gran Rey.

Ellak abrazó a Mozhu. Después se irguió sobre una carreta tirada por bueyes y pronunció un discurso para dar las gracias a los mil hombres que habían acompañado a su padre en la batalla y protegido su cuerpo en la muerte.

—¡Matadlos! —gritó antes de saltar al suelo.

Los mil hombres fueron rodeados por una inmensa nube de guerreros. Prisco experimentó la sensación de que los mil jinetes desaparecían como nadadores arrastrados bajo el agua durante una inundación: una cabeza se hundía por aquí, otras por allí. Se hundieron bajo el peso de todo el ejército. Vio que ningún miembro de la partida funeraria oponía resistencia o intentaba volver a montar a caballo para escapar. No logró decidir si se debía a que la ejecución los había cogido por sorpresa o porque ya sabían con toda seguridad que nadie enterado del lugar donde estaba enterrado Atila iba a sobrevivir.

Después los cadáveres del grupo fueron cubiertos con tierra allí donde habían caído. Sus líderes hablaron de su lealtad, honor y valentía. Prisco pensó que los hunos consideraban la masacre una parte natural e inevitable de la muerte de un gran líder. Se trataba tan solo de un suceso desafortunado.

Prisco abandonó el inmenso campamento al amanecer del día siguiente con su reata de ciento cincuenta mulas cargadas de provisiones y algunos artículos muy preciados escondidos entre ellas: la narración escrita de su misión entre los hunos, sus libros personales y algunos recuerdos de sus amigos bárbaros. También se llevó con él a la adolescente Ildico, novia y poco después viuda de Atila, a quien había prometido devolverla a sus padres en los territorios germanos en cuanto pudiera negociar la travesía.

Cuando se hallaban a un día de viaje del campamento bárbaro, se puso a andar junto a la mula de Ildico y habló con ella.

—¿Lo ves, niña? Te dije que todo saldría bien. Los bárbaros se convencieron de que la muerte de Atila no fue causada por ningún veneno, y dejaron de considerarnos a ti o a mí los culpables.

—Me dijeron que te obligaron a beber vino. ¿Por qué estás vivo?

—Hay que administrar el veneno durante mucho tiempo antes de que cause hemorragias e impida la coagulación de la sangre. Hace semanas que se lo iba administrando a Atila. Tenía que acumularse el suficiente en su cuerpo para que tu dosis final lo hiciera desangrarse hasta morir. Pero piensa en cosas más agradables. Pronto serás muy rica.

—Quédate con el oro que me entreguen. Lo hice por mi pueblo, que él asesinó. Llévame a casa, solo te pido eso.

—El emperador querrá enviarte a casa con una recompensa. Lo que tú y yo hemos hecho es probable que haya salvado al imperio de la destrucción.

—Me da igual el imperio.

El hombre continuó caminando, pensativo. Lo había hecho todo a la perfección: había recogido en persona el meliloto amarillo y dejado que envejeciera pacientemente para que criara moho, y después lo había utilizado para preparar un veneno que no podía ser detectado y que causaba la muerte de tal manera que parecía deberse a una enfermedad. Mientras andaba, redactaba fragmentos del relato de su etapa con los hunos. Lo describiría todo: su misión con Maximino, cuatro años antes, cuando las culpas de la conspiración de asesinato recayeron sobre el intérprete Vigilas, las acciones de los bárbaros y la personalidad de su líder supremo.

Omitiría, por supuesto, los detalles de la muerte del Gran Rey. Todo ardid que no se explica puede volver a utilizarse, se dijo. El Imperio romano de Occidente sería aplastado por sus enemigos antes de que pasara mucho tiempo. Sus legiones no podrían repeler oleada tras oleada de bárbaros, cada grupo más numeroso y salvaje que el anterior. Era una mera cuestión numérica. Los métodos más sutiles de Bizancio se burlaban de los números. El emperador había enviado a un solo hombre para terminar con la amenaza de los hunos, ¿verdad? El Imperio romano de Oriente sobreviviría otros mil años.

Ildico era una joven muy hermosa, pensó. La figura esbelta y elegante, la piel lechosa y el cabello dorado eran muy atrayentes. En cierto sentido, quedársela completaría su gran triunfo sobre el gran Atila. Pero no, pensó. Eso era exactamente lo que haría un emisario de Roma.