En aquellos momentos en que el Lord Legislador tenía el poder del Pozo y sentía que lo iba perdiendo, comprendió muchas cosas. Vio el poder de la feruquimia, y lo temió. Sabía que mucha gente de Terris lo rechazaría como Héroe, pues no cumplía bien sus profecías. Lo verían como un usurpador que mató al Héroe por ellos enviado. Cosa que era, sin duda.
Creo que, a lo largo de los años, Ruina lo retorció sutilmente y le hizo infligir cosas terribles a su propio pueblo. Pero sospecho que al principio su decisión contra ellos fue motivada más por la lógica que por la emoción. Estaba a punto de desvelar un gran poder en los nacidos de la bruma.
Supongo que podría haber mantenido la alomancia en secreto y utilizado a los feruquimistas como sus principales guerreros y asesinos. No obstante, creo que fue sabio en su decisión. Con sus prodigiosas memorias, habrían sido difíciles de controlar a lo largo de los siglos. De hecho, eran difíciles de controlar, aunque los neutralizara. La alomancia no sólo proporcionó una espectacular habilidad nueva sin ese contratiempo: también ofreció un poder místico que él podía emplear para sobornar a los reyes y ponerlos de su parte.
Elend contemplaba sus tropas desde lo alto de un pequeño macizo rocoso. Abajo, los koloss avanzaban, abriendo un camino en la ceniza para que los humanos lo utilizaran después de su ataque inicial.
Elend esperaba. Ham lo acompañaba, unos pocos metros más abajo.
Visto de blanco, pensó Elend. El color de la pureza. Intento representar lo que es bueno y justo. Para mis hombres.
—Los koloss no deberían tener problemas con esas fortificaciones —dijo Ham en voz baja—. Si pueden saltar hasta lo alto de los muros de la ciudad, podrán escalar esos acantilados de piedra.
Elend asintió. Probablemente los soldados humanos no tendrían que atacar. Sólo con sus koloss, Elend tenía la superioridad numérica, y era muy poco probable que los soldados de Yomen hubieran combatido antes a estas criaturas.
Los koloss sentían la lucha. Notaba cómo se iban excitando. Se debatían contra él, deseosos de atacar.
—Ham —dijo Elend, bajando la cabeza—, ¿hacemos bien?
Ham se encogió de hombros.
—Este movimiento tiene sentido, El —contestó, frotándose la barbilla—. Atacar es nuestra única posibilidad real de salvar a Vin. Y no podemos mantener el asedio… ya no.
Ham se detuvo, luego sacudió la cabeza, y su tono de voz adoptó aquella inseguridad que mostraba siempre que consideraba uno de sus problemas lógicos.
—Sin embargo, soltar a un grupo de koloss contra una ciudad parece inmoral. Me pregunto si podrás controlarlos cuando se vuelvan completamente salvajes. ¿Salvar a Vin merece la posibilidad de matar aunque sea a un solo niño inocente? No lo sé. Pero, claro, tal vez salvemos a más niños trayéndolos a nuestro imperio…
No tendría que haberme molestado en preguntarle a Ham, pensó Elend. Nunca ha podido dar una respuesta directa. Contempló el terreno, los koloss azules sobre una llanura negra. Con estaño, pudo ver a los hombres que se agazapaban en lo alto de los riscos de Ciudad Fadrex.
—¡No! —exclamó Ham.
Elend miró al violento.
—¡No! —repitió Ham—. No deberíamos atacar.
—¿Ham? —dijo Elend, sintiendo una diversión surrealista—. ¿Has llegado de verdad a una conclusión?
Ham asintió:
—Sí.
No ofreció ninguna explicación ni razonamiento.
Elend alzó la cabeza. ¿Qué haría Vin? Su primer instinto fue pensar que atacaría. Pero entonces recordó cuando la encontró años antes, después de atacar la torre de Cett. Estaba encogida en un rincón, llorando.
No, pensó. No, ella no haría esto. No para protegerme a mí. Ha aprendido lo contrario.
—¡Ham! —gritó, sorprendiéndose a sí mismo—. Di a los hombres que se retiren y levanten el campamento. Regresamos a Luthadel.
Ham se volvió para mirarlo, sorprendido, como si no hubiera esperado que Elend llegara a su misma conclusión.
—¿Y Vin?
—No voy a atacar esta ciudad, Ham. No conquistaré a esta gente, aunque sea por su propio bien. Encontraremos otro modo de liberar a Vin.
Ham sonrió:
—Cett va a ponerse furioso.
Elend se encogió de hombros:
—Es parapléjico. ¿Qué va a hacernos? ¿Mordernos? Venga, bajemos de esta roca y vayamos a encargarnos de Luthadel.
—Se están retirando, mi señor —dijo el soldado.
Vin suspiró aliviada. Ruina permaneció en silencio, su expresión ilegible, las manos a la espalda. Marsh, con una mano como una garra sobre el hombro de Yomen, miraba por la ventana.
Ruina trajo a un inquisidor, pensó Vin. Debe de haberse cansado de mis esfuerzos por arrancarle la verdad a Yomen, y en cambio ha enviado a alguien a quien el obligador obedecerá.
—Esto es muy extraño —dijo Ruina por fin.
Vin tomó aliento, y luego decidió arriesgarse.
—¿Lo ves? —preguntó tranquilamente.
Ruina se volvió hacia él.
Ella sonrió:
—No lo comprendes, ¿verdad?
Esta vez, Marsh también se giró.
—¿Crees que no me di cuenta? —preguntó Vin—. ¿Crees que no sabía que ibas tras el atium todo el tiempo? ¿Que nos seguías de caverna en caverna, empujando mis emociones, obligándome a buscarlo para ti? ¡Eras tan obvio! Tus koloss siempre se acercaban a una ciudad sólo después de que hubiéramos descubierto que era la siguiente en la lista. Nos amenazabas, nos hacías actuar más rápido, pero nunca hacías que tus koloss llegaran lo bastante rápido. Siempre lo supimos.
—Imposible —susurró Ruina.
—No. Bastante posible. El atium es metal, Ruina. No puedes verlo. Tu visión se nubla cuando hay demasiado cerca, ¿no es así? El metal es tu poder; lo usas para crear inquisidores, pero para ti es como la luz: cegador. Nunca veías cuando descubrimos el atium. Sólo seguías con nuestro ardid.
Marsh soltó a Yomen, y luego cruzó la habitación y agarró a Vin por los brazos.
—¿DÓNDE ESTÁ? —exigió el inquisidor, levantándola, sacudiéndola.
Ella se echó a reír, distrayéndolo, mientras con cuidado echaba mano de su cinturón. Sin embargo, Marsh la sacudió demasiado, y sus dedos no lograron encontrar el objetivo.
—Me vas a decir dónde está el atium, niña —dijo Ruina tranquilamente—. ¿No he explicado esto? No se puede luchar contra mí. Tal vez te consideres lista, pero en realidad no lo comprendes. Ni siquiera sabes qué es ese atium.
Vin negó con la cabeza:
—¿Crees que te guiaría hasta él?
Marsh volvió a sacudirla, haciendo que sus dientes castañearan. Cuando se detuvo, la visión de Vin se nubló. A un lado, apenas pudo distinguir a Yomen, que los observaba con el ceño fruncido.
—Yomen —dijo—. Ahora tu pueblo está a salvo… ¿no ves aún que Elend es un buen hombre?
Marsh la arrojó a un lado. Golpeó con fuerza el suelo, rodó.
—¡Ay, niña! —exclamó Ruina, arrodillándose junto a ella—. ¿He de demostrar que no puedes conmigo?
—¡Yomen! —gritó Marsh, volviéndose—. Prepara a tus hombres. ¡Quiero que ordenes un ataque!
—¿Qué? —exclamó Yomen—. Mi señor, ¿un ataque?
—Sí —contestó Marsh—. Quiero que cojas a todos tus soldados y les hagas atacar la posición de Elend Venture.
Yomen palideció:
—¿Abandonar nuestras fortificaciones? ¿Atacar a un ejército de koloss?
—Ésa es mi orden.
Yomen permaneció en silencio un momento.
—Yomen… —dijo Vin, arrastrándose de rodillas—. ¿No ves que te está manipulando?
Yomen no respondió. Parecía preocupado. ¿Qué le haría considerar siquiera una orden como ésa?
—¿Lo ves? —susurró Ruina—. ¿Ves mi poder? ¿Ves cómo manipulo incluso su fe?
—¡Dad la orden! —exclamó Yomen, volviéndose hacia sus capitanes—. Que los hombres ataquen. Decidles que el Lord Legislador los protegerá.
—Bueno —dijo Ham, que se hallaba junto a Elend en el campamento—. No me esperaba eso.
Elend asintió lentamente, contemplando cómo la marea de hombres salía por las puertas de Fadrex. Algunos tropezaban en la densa ceniza; otros avanzaban, su ataque reducido a un lento avance.
—Algunos han quedado atrás. —Elend señaló a lo alto de la muralla. Como no tenía estaño, Ham no podía ver a los hombres que la ocupaban, pero confiaba en las palabras de Elend. A su alrededor, los soldados humanos del emperador levantaban el campamento. Los koloss aún esperaban en silencio en sus posiciones, rodeando el campamento.
—¿En qué está pensando Yomen? —preguntó Ham—. ¿Lanza una fuerza inferior contra un ejército de koloss?
Como hicimos nosotros cuando atacamos el campamento koloss allá en Vetitan. Había algo en aquello que hacía que Elend se sintiera muy incómodo.
—Retirada —dijo Elend.
—¿Eh?
—¡He dicho que toques a retirada! —gritó Elend—. Abandona la posición. ¡Retira a los soldados!
Tras su orden silenciosa, los koloss empezaron a alejarse de la ciudad. Los soldados de Yomen seguían abriéndose paso entre la ceniza. Los koloss de Elend, sin embargo, despejarían el camino para sus hombres. Deberían poder mantener la ventaja.
—Es la retirada más extraña que he visto jamás —advirtió Ham, pero se dispuso a dar las órdenes.
Se acabó, pensó Elend molesto. Es hora de averiguar qué demonios está pasando en esa ciudad.
Yomen sollozaba. Eran lágrimas diminutas y silenciosas. Permanecía erguido, sin mirar hacia la ventana.
Teme haber enviado a sus hombres a la muerte, pensó Vin. Se acercó a él, cojeando levemente tras el golpe contra el suelo. Marsh miraba por la ventana. Ruina la observó con curiosidad.
—Yomen —dijo.
Yomen se volvió hacia ella.
—Es una prueba —dijo—. Los inquisidores son los sacerdotes más sagrados del Lord Legislador. Haré lo que se me ordena, y el Lord Legislador protegerá a mis hombres y a esta ciudad. Entonces verás.
Vin apretó los dientes. Luego dio media vuelta y se obligó a acercarse a Marsh. Miró por la ventana, y le sorprendió ver que el ejército de Elend se alejaba de los soldados de Yomen, que no corrían con mucha convicción. Obviamente, se contentaban con dejar que su enemigo superior huyera ante ellos. El sol por fin se ponía.
Marsh no parecía encontrar divertida la retirada de Elend. Eso bastó para hacer sonreír a Vin, cosa que hizo que el inquisidor volviera a agarrarla.
—¿Te crees que has ganado? —preguntó Marsh, inclinándose, sus clavos irregulares colgando ante la cara de Vin.
Ella echó mano de su cinturón. Sólo un poco más…
—Presumes de haber estado jugando conmigo, niña —dijo Ruina, acercándose a ella—. Pero soy yo el que ha estado jugando contigo. Los koloss que te sirven reciben su fuerza de mi poder. ¿Crees que permitiría que los controlaras, si no fuera en beneficio propio?
Vin sintió un escalofrío.
¡Oh, no…!
Elend notó una terrible sensación de desgarro. Fue como si parte de sus entrañas hubieran sido arrancadas de pronto. Gimió, soltando su empujón de acero. Cayó a través del cielo lleno de ceniza, y aterrizó de mala manera en un saliente rocoso ante Ciudad Fadrex.
Jadeó, respirando entrecortadamente, temblando.
¿Qué demonios ha sido eso?, pensó, incorporándose, llevándose las manos a la cabeza.
Y entonces se dio cuenta. Ya no sentía a los koloss. En la distancia, las enormes criaturas azules dejaron de correr. Para horror de Elend, se dieron la vuelta.
Y empezaron a atacar a sus hombres.
Marsh la agarró.
—¡La hemalurgia es su poder, Vin! —exclamó—. ¡El Lord Legislador lo utilizó sin saberlo! ¡El muy idiota! ¡Cada vez que construía un inquisidor o un koloss, creaba otro sirviente para su enemigo! ¡Ruina esperó con paciencia, sabiendo que cuando finalmente se liberara, tendría un ejército entero esperándolo!
Yomen miraba por otra ventana, jadeando en silencio.
—¡Enviaste a mis hombres! —dijo el obligador—. ¡Los koloss se han vuelto para atacar a su propio ejército!
—Después irán a por tus hombres, Yomen —repuso Vin, aturdida—. Y destruirán tu ciudad.
—Es el fin —susurró Ruina—. Todo tiene que encajar en su sitio. ¿Dónde está el atium? Ésa es la última pieza.
Marsh la sacudió. Vin por fin consiguió alcanzar el cinturón, y metió dentro los dedos. Dedos entrenados por su hermano, y por toda una vida en la calle.
Los dedos de una ladrona.
—No puedes engañarme, Vin —se regodeó Ruina—. Soy Dios.
Marsh alzó una mano, soltando su brazo, y alzó un puño como para golpearla. Se movía de forma poderosa, obviamente quemando peltre en su interior. Era alomántico, como todos los inquisidores. Lo cual significaba que guardaba metales en su persona. Vin alzó la mano y apuró el frasquito de metales que le había robado del cinturón.
Marsh vaciló, y Ruina guardó silencio.
Vin sonrió.
El peltre se avivó en su estómago, devolviéndola a la vida. Marsh se dispuso a completar su golpe, pero ella se apartó, y entonces le hizo perder el equilibrio tirando de su otro brazo, con el que aún la sujetaba. Marsh resistió, a duras penas, pero cuando se volvió para enfrentarse a Vin, le encontró sosteniendo su pendiente en una mano.
Y le dio un empujón de duralumín directamente contra la frente. Era un trozo de metal diminuto, pero le arrancó una gota de sangre al golpearlo, le atravesó la cabeza y salió por el otro lado.
Marsh se desplomó, y Vin cayó de espaldas por su propio empujón. Chocó contra la pared, haciendo que los soldados se dispersaran y gritaran, alzando sus armas. Yomen se volvió hacia ella, sorprendido.
—¡Yomen! ¡Trae a tus hombres de regreso! ¡Fortifica la ciudad!
Ruina había desaparecido en el caos de su escapada. Tal vez estaba fuera supervisando el control de los koloss.
Yomen parecía indeciso:
—Yo… No. No perderé la fe. Debo ser fuerte.
Vin apretó los dientes y se puso en pie. Casi tan frustrante como Elend en ocasiones, pensó, mientras se acercaba al cuerpo de Marsh. Rebuscó en su cinturón, y sacó el segundo y último frasquito que tenía allí guardado. Lo apuró, restaurando los metales que había perdido con el duralumín.
Saltó al alféizar de la ventana. La niebla revoloteó a su alrededor: el sol seguía brillando en el exterior pero las brumas llegaban cada vez más pronto. Vio las fuerzas de Elend asediadas por los koloss a un lado; los soldados de Yomen sin atacar, pero bloqueando la retirada, al otro. Se dispuso a saltar y unirse a la lucha, y entonces advirtió algo.
Un pequeño grupo de koloss. Un millar, lo bastante pequeño para haber sido ignorado por las fuerzas de Elend y las de Yomen. Incluso Ruina parecía no haberles prestado atención, pues simplemente estaban allí de pie, parcialmente enterrados en la ceniza, como una colección de piedras silenciosas.
Los koloss de Vin. Los que Elend le había dado, con Humano a la cabeza. Con una sonrisa taimada, les ordenó avanzar.
Y atacar a los hombres de Yomen.
—Te lo estoy diciendo, Yomen. —Vin saltó del alféizar y regresó a la habitación—. A esos koloss no les importa de qué bando están los humanos: matarán a quien sea. Los inquisidores se han vuelto locos ahora que el Lord Legislador está muerto. ¿No prestaste atención a lo que éste dijo?
Yomen parecía pensativo.
—Incluso admitió que el Lord Legislador estaba muerto, Yomen —dijo Vin, exasperada—. Tu fe es encomiable. ¡Pero a veces hay que saber cuándo hay que dejarlo y pasar a otra cosa!
Uno de los capitanes gritó algo, y Yomen se volvió hacia la ventana. Maldijo.
Inmediatamente, Vin sintió algo. Algo que tiraba de sus koloss. Gritó cuando los arrancaron de su control, pero el daño ya estaba hecho. Yomen parecía preocupado. Había visto a los koloss atacar a sus soldados. Miró a Vin a los ojos, silencioso durante un instante.
—¡Retiraos a la ciudad! —gritó por fin, volviéndose hacia sus mensajeros—. ¡Y ordenad a los hombres que permitan que los soldados de Venture se refugien dentro también!
Vin suspiró aliviada. Y entonces algo la agarró de la pierna. Vio con sorpresa cómo Marsh se ponía de rodillas. Le había atravesado el cerebro, pero los sorprendentes poderes curativos del inquisidor parecían capaces de soportar incluso eso.
—¡Idiota! —dijo Marsh, poniéndose en pie—. Aunque Yomen se vuelva contra mí, puedo matarlo, y sus soldados me seguirán. Les ha dado fe en el Lord Legislador, y yo detento esa fe por derecho de herencia.
Vin inspiró profundamente, y golpeó a Marsh aplacándolo con duralumín. Si funcionaba con los koloss y los kandra, ¿por qué no con los inquisidores?
Empujó, empujó con todo lo que tenía. En un estallido de poder, estuvo a punto de controlar el cuerpo de Marsh, pero no lo consiguió del todo. La muralla de su mente era demasiado fuerte, y ella sólo tenía un frasco para usar. La pared la repelió. Gritó de frustración.
Marsh extendió una mano, gruñendo, y la agarró por el cuello. Vin jadeó, abriendo mucho los ojos mientras Marsh empezaba a crecer de tamaño. Se hacía más fuerte, como…
Un feruquimista, advirtió. Tengo graves problemas.
La gente de la sala gritaba, pero ella no podía oírlos. La mano de Marsh, ahora grande y carnosa, le agarró la garganta, estrangulándola. Sólo el peltre avivado la mantenía con vida. Recordó aquel día, muchos años atrás, en que estuvo en manos de otro inquisidor. En la sala del trono del Lord Legislador.
Aquel día, el propio Marsh le había salvado la vida. Parecía una retorcida ironía que tuviera que debatirse ahora contra su estrangulamiento.
No. Todavía no.
Las brumas empezaron a girar a su alrededor. Marsh se sobresaltó, pero continuó apretando. Vin recurrió a las brumas.
Sucedió de nuevo. No supo cómo, ni por qué, pero sucedió. Inspiró las brumas en su cuerpo, como había hecho aquel remoto día en que había matado al Lord Legislador. De algún modo, las atrajo hacia sí y las usó para insuflar su cuerpo con una increíble vaharada de poder alomántico.
Y, con ese poder, empujó las emociones de Marsh.
La muralla se resquebrajó en su interior, luego estalló. Por un momento, Vin experimentó una sensación de vértigo. Vio las cosas a través de los ojos de Marsh; de hecho, le pareció comprenderlo. Su amor por la destrucción, y su odio hacia sí mismo. Y a través de él vio un atisbo de algo. Un ser odioso y destructivo que se ocultaba bajo una máscara de civismo.
Ruina no era lo mismo que las brumas.
Marsh gritó, soltándola. Su extraño estallido de poder se disipó, pero no importaba, porque Marsh saltó por la ventana y se impulsó a través de las brumas. Vin se levantó, tosiendo.
Lo hice. Recurrí de nuevo a las brumas. Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué, después de tanto intentarlo, sucedió ahora?
No había tiempo para pensar en eso, no con los koloss al ataque. Se volvió hacia el aturdido Yomen.
—¡Continuad la retirada hacia la ciudad! —dijo—. Voy a ayudar.
Elend luchaba a la desesperada, abatiendo a un koloss tras otro. Era un trabajo difícil y peligroso, incluso para él. Estos koloss no podían ser controlados: no importaba cuánto empujara o tirara de sus emociones, no podía recuperar a ninguno bajo su poder.
Sólo podía luchar. Y sus hombres no estaban preparados para la batalla: los había forzado a abandonar el campamento demasiado rápido.
Un koloss atacó, y su espada pasó silbando peligrosamente cerca de la cabeza de Elend. Maldijo, lanzó una moneda, y se empujó hacia atrás por el aire, sobre sus combatientes y de vuelta al campamento. Habían conseguido retirarse a la posición de su fortificación original, lo que significaba que tenían una pequeña colina para defenderse y no tenían que luchar en la ceniza. Un grupo de lanzamonedas (sólo tenía diez) disparaba oleada tras oleada de monedas hacia el grueso de los koloss, y los arqueros lanzaban andanadas similares. La línea principal de soldados era apoyada por los atraedores desde atrás, que tiraban de las armas de los koloss para desequilibrarlos, dando a sus compañeros la oportunidad de intervenir. Los violentos corrían por el perímetro en grupos de dos o tres, localizando puntos débiles y actuando como reservas.
Aun así, tenían serios problemas. El ejército de Elend no podía resistir contra tantos koloss mucho más de lo que podría haberlo hecho el de Yomen. Elend aterrizó en mitad del campamento a medio levantar, respirando entrecortadamente, cubierto con sangre koloss. Los hombres gritaban sin dejar de luchar, manteniendo el perímetro del campamento con la ayuda de los alománticos de Elend. El grueso del ejército koloss estaba aún contenido en la sección norte del campamento, pero Elend no podía retirar a sus hombres hacia Fadrex sin exponerlos a los arqueros de Yomen.
Trató de recuperar el resuello mientras un sirviente le traía un vaso de agua. Cett estaba sentado cerca, dirigiendo las tácticas de la batalla. Elend arrojó al suelo el vaso vacío y se acercó al general, que tenía sobre una mesa un mapa de la zona, pero sin marcas. Los koloss estaban tan cerca, y la batalla apenas a unos metros de distancia, que no era realmente necesario llevar un mapa abstracto.
—Nunca me gustó tener a esos bichos en el ejército —dijo Cett mientras bebía también un vaso de agua. Un sirviente se acercó, guiando a un cirujano que sacó un vendaje para empezar a atender el brazo de Elend. Hasta ese momento, no se había dado cuenta de que estaba sangrando.
—¡Bueno, al menos moriremos en batalla, y no de hambre! —exclamó Cett.
Elend hizo una mueca y volvió a coger su espada. El cielo estaba casi oscuro. No tenían mucho tiempo antes…
Una figura aterrizó en la mesa ante Cett.
—¡Elend! —dijo Vin—. Retiraos hacia la ciudad. Yomen os dejará entrar.
Elend se sobresaltó.
—¡Vin! —sonrió—. ¿Por qué has tardado tanto?
—Me entretuvieron un inquisidor y un dios oscuro —contestó—. Ahora, daos prisa. Iré a ver si puedo distraer a algunos de esos koloss.