Olive se arrodilló junto al cuerpo inconsciente del bardo sobre el suelo resquebrajado del ruinoso refugio, sacó una botellita de líquido curativo del morral y la destapó; aunque no contrarrestara los efectos del veneno, cortaría al menos las hemorragias de las heridas causadas por los dardos de las ballestas, e incluso podría devolverle la conciencia. Se lo puso bajo la nariz y el bardo se movió ligeramente; después derramó unas gotas entre sus labios y le dijo que bebiera. Mentor obedeció automáticamente y a los pocos segundos abrió los ojos.
—Se me ha caído el puñal —dijo.
Olive soltó una carcajada. Su compañero estaba agonizando y todavía se preocupaba porque había perdido el puñal.
—Te regalaré uno por tu cumpleaños —contestó la halfling.
—Me lo había entregado mi padre —alegó el bardo con un gesto negativo.
—En fin —suspiró Olive con resignación—, si pensabas volver a buscarlo, olvídalo; te acabo de dar una pócima para frenar la acción del veneno, pero tenemos que ir a buscar a un sanador antes de que se pase el efecto. Si consigues llegar a la carretera, seguro que algún viajero nos ayudará. ¿Te parece que puedes caminar?
Con la ayuda de Olive, Mentor se puso de lado e intentó sentarse. Le resultaba imposible utilizar la mano herida, que había alcanzado ya el tamaño de un melón y estaba listada con manchas rojas y blancas que llegaban hasta la muñeca y se perdían bajo la manga de la camisa. Tiritaba ligeramente a pesar de que la tarde era cálida.
—En el laboratorio hay toda clase de jarabes contra el veneno —replicó—. Sería más fácil llegar allí.
—¿Estás loco? —aulló Olive—. ¡Ese agujero hierve de orcos con ballestas! ¡Has estado a punto de morir ahí abajo!
—Sólo vimos cuatro. El que recibió tu antorcha en los ojos seguro que se ha quedado ciego y yo maté a los dos que te cogieron; si no me hubiera dejado arrastrar por el pánico, seguro que me habría dado cuenta de que sólo quedaba uno; a uno sí que podía entretenerlo mientras tú abrías la cerradura. El superviviente se aburrirá enseguida y volverá a su guarida y, mientras tanto, yo descansaré y después lo intentaremos de nuevo. Esta vez no pienso alardear de mis habilidades; te encargas tú de abrir las puertas. Una experta como tú seguro que abre la primera sin hacer saltar la alarma silenciosa y la segunda sin pincharse en la aguja envenenada.
Olive quería agarrar al bardo por las solapas y propinarle una buena sacudida, pero sabía que en semejantes condiciones no lo soportaría.
—En primer lugar —repuso— los orcos se reproducen como conejos y donde ves cuatro hay cuarenta. Además, no te olvides de que en alguna parte tienen un colega que desintegra techos. Es posible que monten guardia en el pasadizo por si acaso fuéramos tan imbéciles como para volver. En segundo lugar, soy muy hábil con las cerraduras pero nadie es perfecto; nada nos asegura que voy a ser capaz de pasar la primera sin disparar la alarma ni que sea tan rápida como para abrir la segunda a tiempo en caso de que la alarma salte.
—Los orcos prefieren refugiarse en el cubil en vez de permanecer de pie haciendo guardia en un túnel frío —arguyó Mentor—. Ahora confían en la alarma porque ha funcionado, de modo que pensarán que funcionará siempre y no pondrán vigilancia. En cuanto a tu destreza con las cerraduras, pecas de modesta, Olive, niña. Sé que puedes hacerlo —aseguró, dedicándole la más encantadora de las sonrisas.
Olive se debatía por no ceder al deseo de complacerlo.
—Mentor, no quiero que nos quedemos aquí —insistió—. Quiero llegar al camino antes de que anochezca.
—De acuerdo, vete —repuso con rudeza.
Olive estaba aturdida, incapaz de creer que la despidiera así.
—Mentor, no pienso dejarte, pero no puedes quedarte aquí; tienes que intentar llegar al camino conmigo.
El gesto severo del bardo se ablandó y una expresión de tristeza le inundó el rostro. Alargó la mano sana y apartó un mechón perdido que la halfling tenía sobre los ojos.
—Olive —dijo dulcemente—, no quiero morir en la cuneta esperando ayuda. Éste es mi hogar y prefiero estar aquí cuando el efecto del jarabe pase.
—No vas a morir tirado en la cuneta —replicó Olive muy enfadada—. En esta época del año la ruta está llena de caravanas que transportan grano, de grupos de aventureros y de soldados. Casi todos llevan sanadores, o al menos pociones.
—Alcanzar la carretera nos costaría medio día, Olive. No lo conseguiría jamás porque estoy muy débil. Más vale que te vayas ahora mismo; puede haber orcos acechando por los alrededores.
Olive se clavó las uñas en las palmas para no gritar ni llorar.
—¡Oh, dulce Selune! —imploró—. ¡Inténtalo al menos, Mentor!
—Pareces mi madre —contestó el bardo con una risita—. Siempre decía esas palabras: «Dulce Selune…».
Olive se sintió cohibida de pronto. Había adquirido la costumbre de invocar a la diosa durante la temporada que había pasado con Giogi y Cat Wyvernspur. No podría volver a mirarlos jamás a la cara para decirles que había dejado morir a su antecesor en medio de la nada; y tampoco podría mirarse a sí misma jamás. Dejó escapar un profundo suspiro. ¿Cómo se las arreglaría para meterse siempre en semejantes apuros?
—En fin, supongo que no queda otro remedio que bajar a ese laboratorio —anunció con un tono de falsa alegría.
—Bien, vamos —secundó el bardo al tiempo que intentaba incorporarse.
—¡Oh no! ¡Tú no! —exclamó Olive, reteniéndolo en el suelo con ambas manos—. Voy yo sola. Tú sólo me servirías de estorbo. Dame la llave y dime dónde están las pociones que necesitamos.
—No hay llave. La puerta funciona con música.
—¡Como la Piedra de Orientación! ¿Qué nota obedece?
—Es un poco más complicado; se trata de una frase de una canción. —Mentor entonó una melodía ligera que Olive no había escuchado jamás—. «Si la Dama Fortuna yace con el severo dios Justicia, para el hombre la altísima estrella auspicia».
—¡Caramba, qué bonito! Nunca habías cantado ese tema.
—No lo he terminado.
—¿Cuándo lo empezaste?
—Antes de completar la construcción de Flattery. Ahora cántalo tú.
Olive cantó los dos versos.
—Baja una octava —ordenó Mentor.
—Mentor, soy muy pequeña. La voz no me llega tan abajo.
—Claro que sí. Vamos.
—Pero bueno, ¿de quién es la voz? —protestó Olive.
—Yo la eduqué. Es mía —replicó el bardo.
—Tienes que aprender a controlar esa vena posesiva —rió Olive.
—Olive, tu voz es buena, no puedes permitirte el lujo de echarla a perder repitiendo una y otra vez «no puedo, no puedo». Vamos, hazlo por mí, te lo ruego.
Olive se sonrojó hasta las orejas y forzó la voz hacia los tonos graves para atacar la primera nota.
—Bien —dijo Mentor—; ahora, la letra.
—«Si la Dama Fortuna yace con el severo dios Justicia…».
—Cambio de nota en «severo» —corrigió el bardo—, de sol a fa sostenido. —Olive repitió el verso completo—. Bien, ahora los dos juntos.
—«Si la Dama Fortuna yace con el severo dios Justicia, para el hombre la altísima estrella auspicia» —cantó la halfling.
—Otra vez.
Olive repitió la frase más de diez veces antes de que el bardo le diera el visto bueno. Finalmente, sonrió y enrolló un rizo de cabello de Olive en un dedo.
—Todavía podría convertirte en una barda —le dijo jugueteando con el mechón.
—Transigiría con tal de no terminar cadáver —bromeó Olive.
—No transijas nunca, Olive, pequeña; vales demasiado para transigir —recalcó el bardo, soltando el rizo de pelo.
El cumplido pasó inadvertido para la halfling, preocupada por el forzado tono animoso del bardo, quien producía un silbido al respirar y tenía que utilizar la mano sana para mover la herida. Sacó del morral una de las túnicas de algodón más livianas, la arrebujó y vertió en ella el whisky que quedaba; después envolvió la mano inflamada del bardo en el vendaje improvisado y le pasó la cantimplora de agua.
—Cuando el vendaje se caliente, riégalo con un poco de agua —le explicó—. Intenta beber un poco tú también; seguramente te aliviará.
Mentor asintió; hizo un gran esfuerzo para respirar hondo y dijo:
—Las pociones están en el armario de caoba, colocadas por orden alfabético. Busca una con una etiqueta que dice «neutralizador de veneno». Trae también el libro de encantamientos del pupitre de mármol y el morral de gemas que hay en el cajón secreto situado bajo el banco de la mesa de trabajo. —El bardo tomó aire otra vez entre silbidos y prosiguió—: La puerta quedará sellada en cuanto la cierres. La música sólo se necesita para acceder desde el túnel. Desde dentro se abre pasando un dedo sobre la clave de sol grabada en el marco de la puerta. —Olive asintió—. Llévate esto —agregó, dando vueltas a un sencillo aro de oro que llevaba en la mano enferma—. Es un anillo de protección.
—No podrás sacártelo —opinó Olive, retrocediendo sin pensarlo—. Más vale que lo olvides.
—No —replicó Mentor. Entonó un si bemol y el aro se agrandó hasta que pudo sacarlo del deformado dedo. Se lo puso a Olive en el menudo meñique y el anillo se encogió mágicamente hasta quedar ajustado a la perfección.
—Volveré enseguida —prometió la halfling, poniéndose de pie y cargándose el zurrón al hombro.
Mentor asintió con la cabeza, demasiado agotado para decir una palabra más.
Olive giró el pomo, abrió la puerta hacia los tenebrosos túneles y bajó la escalera a gatas. Cuando llegó a la primera caverna, sacó un trozo de pedernal y una antorcha nueva, aunque discutió un poco consigo misma antes de encenderla. Con una tea en la mano no podría esconderse entre las sombras, pero en cambio no tropezaría ciegamente con los orcos. Si al menos pudiera ver en la oscuridad igual que ellos…
—¿Por qué sólo heredé la voz de mi abuela Rose? ¿Por qué no me pasó también la visión nocturna? —musitó.
Tras unos cuantos golpes de pedernal, encendió la antorcha y comenzó a arrastrarse por el primer pasadizo. Avanzar a rastras con una antorcha no era nada fácil, y el hecho de saber que se dirigía hacia los orcos no la animaba a apresurarse.
Intentó concentrarse en lo heroica que parecería la gesta cuando la contase después, pero no dejaba de pensar en que toda esa fea situación se podría haber evitado. Y todo por culpa de Mentor.
—Si te hubieras escapado de la torre cuando te lo dije, Kyre no te habría robado la Piedra de Orientación —musitaba—. Si al menos hubieras aceptado la hospitalidad de Giogi, habríamos ido a Immersea en vez de ponernos a cavar y a arrastrarnos bajo tierra como topos durante cuatro horas. Si no hubieras sido tan fanfarrón con las cerraduras, los orcos no nos habrían descubierto y seguramente ya estaríamos en el laboratorio y yo no me habría manchado con sangre de orco ni tú te estarías muriendo por el veneno de una aguja.
Llegó al otro lado del túnel y se deslizó hasta el suelo. Suspiró, desahogada ya de todo lo que quería decir; en realidad no importaba que Mentor no estuviera delante porque de todas formas no le habría prestado atención. Recorrió sin hacer ruido los pasadizos de piedra y, tras salvar los túneles de la segunda caverna, avanzó hacia la tercera con mayor cautela. Pensó en apagar la antorcha, pero decidió que era mejor ver lo que la asustaba que asustarse de lo que no veía. Trepó el montón de cascotes y desechos y se introdujo en el pequeño agujero. En la mitad del camino, donde Mentor se había desmayado, encontró el puñal; lo guardó en el zurrón pensando en cómo lo envolvería para ofrecérselo de regalo de cumpleaños.
«Primero tienes que salir viva de aquí con un remedio para Mentor —se regañó— porque, si no, no podrá abrir el paquete en su próximo aniversario».
Llegó por fin al otro lado del pequeño túnel, e hizo un alto para escudriñar en la oscuridad que se extendía más allá de la verja de hierro en busca del revelador destello rojo de los ojos de los orcos. Cuando el dolor del esfuerzo por no parpadear comenzó a martillearle las sienes, emprendió el camino otra vez. Descendió al suelo lo más discretamente posible y se acercó a la verja.
Antes de tocar la cerradura, la examinó unos minutos con atención y descubrió un cable tendido entre los hierros y una hornacina que había en la pared adyacente. Imaginó que el cable debía de llegar al cubil de las bestias, donde accionaría la alarma silenciosa. Desde luego, la alarma estaba bien disimulada; si no hubiera estado tan segura de que tenía que haber algo, quizá no habría buscado con tanto ahínco y no lo habría visto. Repasó todo a conciencia en busca de un segundo cable pero no encontró nada. Por lo visto los orcos no estaban tan paranoicos como ella. Por suerte, el cable pasaba cerca del suelo de forma que lo desconectaría con toda comodidad. Encajó la antorcha en la verja, dejó el zurrón en el suelo y sacó todas las herramientas necesarias. Con un poco de masilla fijó el cable a la última barra de la verja y con un par de tijeras lo cortó en el punto donde se conectaba a la cerradura.
En unos segundos el cerrojo quedó abierto; engrasó un poco los goznes de la puerta y la empujó unos centímetros.
—Hasta aquí, todo perfecto —susurró. Recogió la antorcha y el zurrón y se deslizó por la abertura. Dejó la hoja encajada en su sitio pero no cerrada del todo y se fue de puntillas hacia la galería.
Llegó al hueco en la pared de donde partía el túnel por el que habían entrado los orcos, atravesó el espacio abierto como una flecha y se aplastó contra la pared del otro extremo; allí esperó unos minutos.
Aguzó el oído pero no escuchó voces ni pisadas, Mientras se arrastraba hacia la segunda verja pensó que Mentor debía de tener razón en cuanto a que los orcos confiaban plenamente en la alarma.
La segunda cerradura era una auténtica obra maestra y de un modelo relativamente reciente. No se ajustaba a lo que cabía esperar en una guarida de orcos. Seguro que la había instalado ese amigo suyo que desintegraba techos. Tras dejar el zurrón en el suelo una vez más y cortar el mecanismo de alarma, examinó a fondo el resto del ingenioso artilugio.
La trampa de la aguja era de una maldad redomada; se rellenaba y volvía a la posición de disparo automáticamente. Sacó una piqueta de largo especial y, sujetándola por un extremo con la mano bien separada de la trayectoria de la aguja, la movió en el ojo de la cerradura y observó cómo saltaba el dispositivo. El punzón era muy largo y afilado; repitió la operación varias veces pero la reserva de veneno no daba señales de agotarse, y, a juzgar por el efecto que había hecho en el bardo, sospechaba que recibir siquiera una gota de ese tósigo tan ponzoñoso implicaba demasiado riesgo.
Miró hacia atrás por encima del hombro una vez más por si se había acercado algún orco y comenzó a trabajar en el cierre. El pasador era tan fuerte que rompió dos pedazos de alambre; se preguntó si lo habrían cerrado con una soldadura. Después buscó entre la colección de llaves que tenía, encontró una que le pareció apropiada y la encajó en el ojo junto con otro hilo de alambre. Intentó alejar el recuerdo de la mano envenenada de Mentor para no distraerse con nada.
Perdió la noción del tiempo mientras forcejeaba, pero, cuando por fin el cerrojo se descorrió, la tea había quedado reducida a poco más que un ascua. Abrió la verja y la luz se le cayó al suelo, donde la llama terminó por apagarse del todo; sólo quedaron unas pocas brasas a sus pies.
Recogió el zurrón y abrió unos centímetros más sin preocuparse de engrasar los goznes, que sin embargo no chirriaron, señal inequívoca de que la puerta se usaba con frecuencia. Trató de desechar esa idea de la mente porque, si la única forma de entrar en el laboratorio de Mentor era mediante la melodía inacabada, ningún orco del mundo podría encontrarse allí. Los había oído cantar en algunas ocasiones y desde luego no la habían impresionado en absoluto.
Pasó la mano por la pulida puerta de acero y no encontró pomo ni cerradura.
—Escucha esto, puerta —susurró.
Cantó las palabras y la melodía que el bardo le había enseñado con la mayor suavidad posible, y la puerta hizo un ruido metálico. La empujó entonces ligeramente, y la hoja se abrió del todo. El pasadizo se inundó de luz proveniente del laboratorio. Olive avanzó unos pasos y la puerta se cerró con un chasquido. Ahora que se hallaba encerrada en el lado seguro, suspiró y dejó caer la espalda contra la hoja cerrada.
—Hola, padre —saludó una voz desde el interior.
Olive se irguió al instante. Tenía ante los ojos una figura vestida de negro, exactamente igual que Mentor pero más joven, en la flor de la vida. Al pronunciar la palabra «padre», su voz destilaba sarcasmo.
—¡Flattery! —exclamó Olive—. Pero si… ¡estabas muerto! ¡Giogi acabó contigo!
Al parecer, Flattery no se daba cuenta de que Olive no era Mentor; por lo tanto, dedujo la halfling, lo que tenía delante era sólo una proyección mágica del perverso hechicero, una especie de mensaje que había dejado para su padre suponiendo que sólo el creador del laboratorio sería capaz de abrir la puerta.
—Después de todas las semanas que malgastaste en enseñarme tus canciones —dijo la imagen de Flattery—, espero que te alegres de saber que por fin he dado mi brazo a torcer y he cantado la clave que abre esa puerta. Claro está que no lo he hecho para complacerte. La primera vez que me golpeaste, sólo tres días después de mi nacimiento, comprendí que no hallaría nunca la forma de satisfacerte. Aunque mi voz primeriza no hubiera sido débil e inmadura, e incluso aunque hubiera sido idéntica a la tuya, habrías encontrado otros motivos para criticarme. Saber eso me facilitó la tarea de soportar tus violentas amenazas y tus revulsivas disculpas.
Olive apretó los puños hasta clavarse las uñas en la carne en un intento de zafarse de la verdad implícita en la evaluación que Flattery ofrecía de Mentor.
—Hace ya tres años que me escapé de este lugar, de este agujero infernal que me otorgaste por habitación de juegos —prosiguió el reflejo de Flattery al tiempo que hacía un amplio ademán señalando toda la estancia—. Los arperos han acabado con tu reputación con tanta rapidez que hasta a mí me impresiona su poderío. Hace casi un año y medio que no oigo ni una de tus estúpidas cancioncillas; tu nombre ha caído en el olvido definitivamente.
»A pesar de todo, jamás olvidaré la expresión de sorpresa y horror reflejada en tu cara el día en que bajaste aquí y me encontraste libre. Tu pupilo Kirkson se apiadó de mí, un sentimiento que ni tú ni tu servil aprendiza Maryje conocisteis jamás. Kirkson solía venir a verme por las noches para consolarme lo mejor que sabía. Él fue quien me dio a leer algunos de tus libros y, por equivocación, una noche me dejó el de conjuros. Cuando me di cuenta de lo que era, puse en práctica la magia para salir de la jaula y te robé el anillo desintegrador del pupitre. Después me quedé esperando. Ya no me importaba si al día siguiente vendrías a castigarme o a pedirme disculpas. Fuera como fuese pensaba matarte, y también a Maryje. Sólo se salvaría Kirkson. Fue una verdadera lástima que se interpusiera entre el anillo y tú, y el rayo desintegrador lo alcanzara de pleno; total, sólo para salvar vuestras miserables vidas.
»Sin embargo, a partir de entonces me vengué en Maryje. Se volvió loca cuando te exiliaron, y anteayer por la noche se suicidó. Yo la conduje a ese fin y no me resultó difícil; por medio de la telepatía, le enviaba constantemente pesadillas sobre mis penas y sufrimientos junto con sentimientos de inutilidad con respecto a toda su labor.
A Olive se le revolvió el estómago; temblaba de dolor y rabia. Desde el primer momento había rechazado la idea de entrar en el laboratorio de Mentor, y con razón.
—Ahora sólo quedas tú, padre. —La imagen escupió la palabra «padre» como si fuera un insulto—. He regresado aquí, al lugar que me vio nacer, a reclamar mi herencia. No te he dejado nada, así que igual te daría estar muerto.
Doce rayos verdes emergieron de pronto del centro de la proyección como radios de una rueda y describieron círculos hasta componer un solo plano trémulo de luz verde a un metro del suelo. Inmediatamente, los rayos desaparecieron llevándose la imagen de Flattery.
Olive se tocó la coronilla; un abundante mechón se le quedó en la mano, rasurado de tafo por la extraña luz verde. Una línea de negras señales chamuscadas recorría las paredes y muebles del laboratorio.
La halfling vagó como una autómata por la estancia, abundantemente iluminada gracias a las piedras mágicas colocadas en los muros y en el techo. Todo estaba en orden, sin una mota de polvo. Se dirigió al pupitre de mármol, pero no encontró el libro de encantamientos. No había libros por ninguna parte; las estanterías que llenaban las paredes estaban vacías, así como el interior del armario de caoba. No sólo no había redomas de ningún tipo sino que tampoco quedaba ni rastro de pócimas.
Se sentó en el banco de la mesa de trabajo sin molestarse siquiera en buscar un cajón secreto que pudiera contener un saquito con gemas; ya no tenía importancia, nada importaba ya. Subió las rodillas hasta la barbilla, se abrazó las piernas, hundió la cabeza y comenzó a llorar sin control.
Mentor se despertó de la pesadilla gritando aterrorizado. Tardó varios segundos en recordar que se hallaba entre las ruinas de su casa solariega. Aún le costaba respirar, estaba empapado en un sudor febril y tintaba en el ambiente fresco. El sol comenzaba a ponerse y la luna asomaba en el horizonte.
Había soñado con Flattery, cosa que creía tener superada desde tiempo atrás. Había repetido tantas veces la mentira de su destrucción que casi había llegado a creerla. «Dejemos que Olive, que también es una ladrona mentirosa, descubra por sí misma la existencia de Flattery», pensaba.
Siempre había pensado que Tymora, la Dama Fortuna, favorecía a la bribona halfling, pero ahora parecía que se hubiera convertido en agente de Tyr Grymjaws, el imparcial dios Justicia. Si Olive explicara a Elminster que Flattery no había perecido, Elminster sabría que el cuento de la explosión del hielo paraelemental no era más que una tapadera para encubrir un secreto aún más sórdido. Asimismo, si Olive sabía algo de los malos tratos que había recibido Flattery y se lo contaba al sabio, su reputación se vendría abajo para siempre. Mentor se preguntaba si el hecho de que Tymora permitiera que Olive le fuera tan fiel se debería a que la diosa no había dejado de favorecerlo, o si Tyr lo estaba sometiendo a alguna prueba por medio de la presencia de la halfling.
En el sueño, Mentor había abierto la puerta del laboratorio exactamente igual que dos siglos antes y había encontrado a Flattery de pie señalándolo con un dedo en el que llevaba un anillo, listo para desintegrarlo. Sin embargo, era Olive y no Kirkson quien se interponía para salvarlo del mortífero rayo verde, pero la estatura de la halfling no lo protegía y él moría víctima del haz de luz.
Si Mentor no hubiera estado tan febril a causa del veneno, habría achacado la visión a los recuerdos que le había despertado el intento de visita al lugar de los hechos, y además se habría burlado de la idea de que los dioses se tomaran molestias por él. Pero ardía por la fiebre provocada por la ponzoña, y su imaginación dictaba otras interpretaciones para la pesadilla; le decía que era la forma en que los dioses le comunicaban que iba a morir finalmente.
—¿Por qué tengo que morir yo? —murmuraba dirigiéndose al cielo—. Elminster y Morala no han muerto.
Calculó que hacía ya más de una hora que Olive se había marchado, y se preguntó por qué tardaría tanto en regresar. No le cabía la menor duda de que la halfling habría superado la dificultad de las cerraduras y las trampas, y sonrió al recordar con cuánta facilidad había aprendido a la perfección la melodía para abrir la puerta. En el laboratorio no había nada que pudiera causarle contratiempos, de modo que dejó de atribuirle al sueño relaciones posibles con la realidad; al fin y al cabo, según le había dicho Olive, Flattery estaba muerto.
Por otra parte, podría haberse equivocado con respecto a los orcos; tal vez habían optado por dejar a alguien de guardia y estaban al acecho para atrapar a Olive en cuanto pasara por el túnel que llevaba a su madriguera. A medida que las sombras se alargaban aumentaba la impaciencia de Mentor. En el transcurso del día, la halfling le había salvado la vida dos veces, y todavía había tenido el valor de convencerla de que regresara sola al cubil de los orcos para salvarlo por tercera vez. ¡Qué desproporción! Él, un maestro de bardos, un arpero, un varón humano tan mayorcito confiando en una diminuta hembra halfling para que le sacara las castañas del fuego. ¡Una mujer! ¡Dulce Selune! Ni siquiera se había parado a pensar lo que los orcos serían capaces de hacerle si la atrapaban.
Mentor vio el sol y la luna en el preciso momento en que alcanzaban puntos equidistantes sobre el horizonte, suspendidos en el cielo como la balanza de Tyr. Poco después, el sol se hundía y la luna se elevaba. Dejó escapar un suspiro. Si Olive no regresaba pronto con el jarabe, moriría sin remedio. Comprendió, abrumado por la vergüenza, que no tenía sentido exponerla a la muerte también. Improvisó con la túnica un cabestrillo para la mano enferma y se puso en pie con gran esfuerzo. La cabeza le daba vueltas y la visión se le llenó de chispas de luz, pero siguió adelante. Mientras el sol se ocultaba definitivamente, comenzó a bajar la escalera que llevaba a los subterráneos, en busca de la halfling.
Después de llorar hasta la saciedad, Olive se quedó mirando la pared fuertemente iluminada del laboratorio, parpadeando como un búho a pleno sol. Una parte de sí misma le recordaba sin cesar que se diera prisa para regresar junto a Mentor; aunque no pudiera llevarlo hasta la carretera, estaría junto a él en el momento de la muerte. Pero otra parte de su mente no deseaba verlo morir, y ésa debía de ser la más fuerte porque no se movió hasta que oyó un golpetazo en la puerta.
Dio un respingo que estuvo a punto de tirarla del banco. Se acercó sigilosamente a la puerta de acero y pegó el oído. Del otro lado provenían unos gritos hoscos e ininteligibles; los orcos habían regresado y habían visto las cerraduras abiertas.
Por fortuna, había otra puerta para salir del laboratorio, pero si se escabullía por allí tendría que buscar el camino de regreso por pasadizos desconocidos y cavar, Tymora sabría cuántos pasajes, entre numerosas cavernas; hasta era posible que el otro camino desembocara también en una encerrona como la del que ya conocía. Ese pensamiento la dejó paralizada.
Oyó otro grito más, una voz indiscutiblemente altiva que ordenaba la retirada a los orcos.
—¿Mentor? —susurró Olive, confusa por la presencia del bardo. ¿Por qué no se había quedado fuera? Desde el pasillo, el hombre gritaba:
—Aquí no tenéis nada que hacer. Esta casa es mía. Marchaos ahora mismo o ateneos a las consecuencias.
«¿Se ha vuelto loco? —pensó la halfling; la voz del arpero sonaba poco clara y temblorosa—. Estupendo, está delirando», se dijo con desasosiego.
Los orcos lanzaban berridos y chillidos, y se oyó otro ruido contra la puerta como si la hubieran golpeado con una lanza o ballesta. De pronto todo quedó en silencio y otra voz, aguda y seca, habló en la lengua común.
—Soltadlo —ordenó con la calma propia de los que siempre son obedecidos. Olive no distinguía si se trataba de una voz femenina o masculina.
Había otro ser ahí fuera; un ser que daba órdenes a los orcos y que desintegraba techos y otras cosas, dedujo la halfling.
—No intentes hacer locuras, pues puedo matarte en un instante. ¿Eres el Bardo Innominado? —interrogó la voz.
—Sí —refunfuñó Mentor. Olive se mordió los labios mientras pensaba en la forma de liberar a su amigo.
—Encantado de que hayas regresado —prosiguió la voz seca—. Lamenté perderte al primer intento. Los orcos me aseguraron que te habías marchado para siempre pero, al parecer, he venido a investigar este túnel en el momento crítico. Ahora que ya te has tomado la molestia de abrir las cerraduras de las verjas, podrías abrir también la puerta del laboratorio —exigió la voz.
—¿Por qué habría de obedecerte? —contestó Mentor con altivez, pero Olive oyó el silbido de sus pulmones a través de la puerta.
—Porque, si no, estos orcos te matarán —replicó la voz.
—Ya estoy agonizando. Me pinché con la aguja envenenada de esa cerradura.
—Enséñamelo. —Siguió un breve silencio, tras el cual la voz seca habló de nuevo—. Vaya, vaya, qué inconveniente para ti, el sin nombre. Con esa mano no podrás tañer instrumento alguno. ¡Corx, el antídoto!
—Todavía no se está muriendo —objetó un orco en la lengua común—. Primero que abra la puerta.
—Necesito esta mano para abrirla —mintió Mentor.
—¡Corx, obedece! —repitió la voz seca.
Los orcos farfullaron algo entre ellos, y unos momentos más tarde Olive oyó hablar a Mentor.
—Un año favorable para los antídotos. ¡Qué fragancia tan juvenil, ligera y afrutada! —Aún no había recobrado toda la fuerza.
—Me llamo Xaran —se presentó el ser de la voz seca— y acabo de salvarte la vida. Creo que ese detalle merece cierta consideración, ¿no te parece?
—Consideración, sí, claro —repuso Mentor—, pero no permiso para saquear mi laboratorio.
—Todavía puedo matarte sin pestañear —le recordó Xaran.
—En ese caso, jamás entrarías ahí. Te has tomado muchas molestias en preparar trampas para cazarme antes de que entrara. ¿Qué pretendes? Tal vez podamos llegar a un acuerdo.
—Bien; como es lógico, estos orcos, mis socios, quieren quedarse con todos los objetos de valor que hayas podido atesorar ahí dentro durante dos siglos —explicó Xaran.
—Me siento muy halagado —comentó Mentor.
—Lo dudo. Eres famoso por tu ego monstruoso, aunque es posible que tanto orgullo tenga justificación. Se me ocurren muchas formas de poner tus famosas habilidades a prueba.
—No conseguirás gran cosa si lo único que me ofreces a cambio es mi vida.
—Pero imagínate si te ofreciera la inmortalidad.
—Eso ya lo tengo —se jactó Mentor—, gracias a mi música.
—¿Y te satisface por completo? —inquirió Xaran—. Piensa en todas las aventuras que podrías experimentar todavía, en todos los cuentos que aún no han sido narrados, en todas las canciones sin terminar. Hasta las gentes que aún no han nacido podrían beneficiarse un día de tu sabiduría y tu tutela: cantantes y músicos, aventureros y arperos, magos y reyes. Todavía no has vivido tanto como Elminster el Sabio y, sin embargo, él tendrá que someterse a la muerte, pero tú podrías evitarla.
Desde el otro lado de la puerta, Olive daba golpes con el pie, llena de impaciencia. «Ese Xaran conoce muy bien a Mentor —pensaba—. Pero ¿quién es? ¿Cómo ha llegado a saber las debilidades del bardo? Y lo que es más importante, ¡por los Nueve Infiernos!, ¿qué quiere?». Olive fraguó un plan de acción y comenzó a quitar piedras luminosas de la pared mientras seguía escuchando las voces que se filtraban del otro lado.
—¿Es que piensas proporcionarme una reserva ilimitada de elixires de la juventud? —preguntó el bardo—. ¿O tienes algún plan más enrevesado, como encerrarme en una lámpara mágica o convertirme en lichl?
—No. Se trata de un sortilegio nuevo que conferiría inmortalidad a tu cuerpo.
—Ya. ¿Y qué pides a cambio?
—Me interesan tus avances en el terreno de los simulacros o réplicas.
—Como a cualquier tirano despreciable de los Reinos —replicó Mentor.
—Pero yo soy el tirano despreciable de quien depende tu vida, por decirlo de alguna manera.
—Cierto, sí. ¿Eso es todo lo que quieres?
—No, hay otra cosa más: tienes que traerme a Akabar bel Akash. Según creo, conoces a ese caballero.
—¿Akabar? —repitió Mentor, sorprendido, haciéndose eco de los pensamientos de Olive—. ¿Para qué lo quieres?
—Posee una cosa que yo deseo para mí. Tienes que convencerlo de que venga a visitarte aquí.
—Hace más de un año que no lo veo. Regresó a Turmish.
—Ahora se encuentra cerca del Valle de las Sombras —lo corrigió Xaran.
—Ya.
—Bien, ¿qué respondes, tú, el sin nombre? —urgió Xaran.
Olive continuaba apostada tras la puerta con un puñado de guijarros luminosos mágicos en una mano y el puñal de Mentor en la otra. «Ésta puede ser la última ocasión de lanzar un ataque por sorpresa», se dijo.
Repasó con un dedo la clave de sol grabada en la puerta y ésta se abrió unos centímetros. Con un grito de muerte se precipitó fuera del laboratorio y lanzó el puñado de piedras mágicas al pasadizo. Los orcos aullaron de terror ante la luz cegadora y se cubrieron los ojos con los brazos. Mientras permanecían deslumbrados, arremetió, con la daga de Mentor en ristre, hacia la derecha, donde había localizado la voz desconocida, pero allí no había nadie. Se giró en redondo y empujó a Mentor hacia el interior del laboratorio.
Al volverse de nuevo para cerrar, notó un dolor agudo en el hombro y la sangre comenzó a regarle la túnica. Los ojos se le salieron de las órbitas cuando vio el ser que la había atacado. Allí, a un metro y medio del suelo, justo al lado de la puerta, flotaba Xaran, una repugnante bola de carne con unas fauces monstruosas cuajadas de colmillos, un enorme ojo central inyectado en sangre y una corona de diez tallos serpenteantes rematados en un ojo. ¡Xaran era un argos!
La halfling comprendió sobresaltada que, cuando intentó atacarlo con el puñal, sólo había arremetido contra el aire, por debajo del ser, el único lugar donde, irónicamente, no podía alcanzarla con una mirada mágica. Sin embargo, al retroceder hacia la supuesta seguridad del laboratorio, se había situado justamente en su línea de visión y la había herido mágicamente por medio de un rayo ocular.
Olive cerró con un portazo antes de que el monstruo la mirase con uno de sus ojos mortíferos.
—¿Qué has hecho? —protestó Mentor, que todavía parpadeaba cegado por la luminosidad de la estancia.
—¿Que qué he hecho? —repitió Olive, atónita—. ¡Te he salvado la vida! ¡Por si no te habías dado cuenta, estabas con un argos!
—¡Estábamos en plena negociación de un trato! —replicó Mentor muy enfadado.
—¿Estás chiflado o qué? —chilló Olive—. ¡Los argos son terriblemente malignos!
—¿Y qué? También son seres de honor… a su manera.
—¡Y muy vengativos! —arguyó Olive—. En cuanto le hubieras dicho que no pensabas traerle a Akabar, te habría matado.
—¿Y por qué supones que me iba a negar?
Olive lo miró horrorizada pero Mentor le devolvió una expresión helada sin más explicaciones. La halfling creía haber dejado todos los monstruos fuera del laboratorio, pero en ese momento ya no estaba tan segura.