6
La anciana papisa

La arpera Morala, sacerdotisa de Milil, se inclinó sobre la mesa de la sala del tribunal y se quedó mirando el recipiente de plata que había llenado previamente con agua bendita. Cuando le pareció que la superficie se había aquietado por completo procedió a entonar una melodía sin palabras; la vasija y el líquido comenzaron a vibrar bajo el poder de su voz y el que la magia había invocado con el sortilegio.

Minutos más tarde el agua despedía un brillo proveniente de una fuente de poder mágico creada bajo la superficie; la papisa dejó entonces de cantar y se concentró en la gama de colores que caracoleaban en el líquido y que comenzaban a agruparse en siluetas definidas.

—Lo veo —susurró.

—¿Está vivo? —inquirió Breck Orcsbane ansiosamente, acercándose a ella.

Lord Mourngrym lo retuvo por un brazo. Morala le había advertido con tiempo que no debía distraerla para nada ni tocar la mesa donde se hallaba la vasija mientras estuviera atendiendo el conjuro de escrutinio. Breck era un luchador veterano pero completamente laico en cuestiones de magia y no comprendía lo peligroso que podía resultar pasar por alto la advertencia de la papisa.

Morala entornaba los ojos sobre las imágenes definidas de la superficie del agua; el cuerpo desgarbado y el cabello y la barba grises flotando al viento revelaban la inconfundible silueta de Elminster, pero ella nunca había visto unos alrededores como los que aparecían en la visión propiciada por el conjuro de escrutinio. Sobre el sabio se alzaban enormes helechos de color aguamarina, ramas de cola de caballo de tonos lavanda y setas de rayas verdes y amarillas; árboles colosales de tronco desnudo, con un reducido penacho de hojas rojas y verdes en la copa, se mecían tras él como hierbas en la brisa.

Elminster se encontraba en un extraño bosque, solo al parecer e ileso; movía los labios, pero el hechizo de Morala no permitía escuchar las palabras ni ningún otro sonido de aquel lugar. De pronto el sabio levantó la cabeza, alertado por algo que había en lo alto. Morala unió las manos sobre el recipiente y las retiró enseguida; la visión amplió el escenario que rodeaba a Elminster, lo redujo a una mancha gris y permitió a la sacerdotisa descubrir lo que le había llamado la atención en el aire.

Cinco criaturas aladas, tan exóticas como las plantas, volaban formando una uve sobre la cabeza del sabio. Eran del tamaño de los antiguos dragones y su cuerpo recordaba a ellos vagamente. Estaban recubiertos de escamas desgastadas que casi parecían plumas, y poseían colores vistosos como cualquier ave: la cabeza era rojo escarlata; la garganta, anaranjada con el largo y serpentino cuello en tono amarillo, mientras que en el cuerpo predominaban los verdes y azules. Los seres se lanzaron en picado hacia el sabio ante la aterrorizada mirada de la lejana observadora.

Elminster movió una mano y una luz cegadora borró por unos momentos la visión. Morala dio un respingo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Breck, sobresaltado.

—Elminster acaba de lanzar un meteoro múltiple —explicó la sacerdotisa—. Se enfrenta a unas criaturas que en mi vida había visto.

El ser que iba a la cabeza cayó de las alturas y rompió varios árboles antes de llegar al suelo. Sus compañeros se elevaron más en el aire, en tanto el sabio lanzaba el segundo ataque.

Desde su privilegiada atalaya mágica, Morala vio un gato de grandes proporciones que se acercaba cautelosamente por detrás de Elminster. Era una bestia dos veces mayor que un tigre con el pellejo moteado de manchas anaranjadas y marrones. Se detuvo a unos diez metros del sabio y tensó todos los músculos preparándose para el asalto.

—¡Elminster! ¡Detrás de ti! —gritó Morala sin pensarlo, aunque sabía que no podía oírla.

No obstante, algo alertó al sabio del peligro porque se giró con las manos extendidas ante sí y los pulgares unidos y disparó un abanico de llamas desde las yemas de los dedos.

El gato se retorció en pleno salto para evitar el furioso contraataque pero no lo consiguió, y el fuego prendió en un lado del lomo. Cayó al suelo y comenzó a rodar para mitigar el ardor de la piel. Sin darle la oportunidad de volverse a poner de pie, Elminster apuntó un dedo hacia él y la fiera quedó reducida a polvo.

Después se volvió otra vez hacia los dragones con plumas que se cernían sobre él en círculo; los cuatro soltaron de las fauces unos grandes conglomerados de polvo brillante, pero, cuando el polvo se posó, Elminster continuaba allí sin haber sufrido, al parecer, el menor daño. Después creó un muro de fuego en la línea de vuelo de los dragones y dos de ellos, incapaces de remontar a tiempo, se vieron rodeados de llamas y cayeron al suelo fulminados como dos meteoros más.

Morala tenía una sensación de irrealidad al contemplar aquella batalla sin escuchar un solo sonido, pero no podía apartar los ojos del agua. Le deseó las bendiciones de Milil aunque sospechaba que su dios debía de tener poco poder sobre lo que sucedía en ese mundo extraño donde el sabio se encontraba.

Cuando el último par de dragones de plumas se lanzaba en picado sobre el sabio con los espolones extendidos, dispuestos a descuartizarlo, Elminster disparó una bola con dos lenguas de fuego. Antes de que las chamuscadas criaturas lo aplastaran en su caída, desapareció por una puerta dimensional y reapareció quince metros más allá, fuera del alcance de las agónicas bestias. La papisa respiró aliviada tras comprobar los inagotables recursos de defensa del sabio. Elminster se volvió en dirección a ella, como si la mirase directamente, le dedicó un guiño malicioso e hizo una reverencia teatral. Luego se giró de nuevo y se internó en el extraño bosque.

Los colores comenzaron a revolverse en dibujos caóticos y acabaron por disiparse mientras el agua formaba burbujas y al fin se evaporaba en una densa nube gaseosa. Morala se apartó de la mesa con una sacudida, agotada por el esfuerzo realizado.

Lord Mourngrym se adelantó y ayudó a la frágil anciana a sentarse en una silla. Morala se apoyó en el respaldo con los ojos cerrados.

—Elminster está sano y salvo —dijo con debilidad—. En el momento en que terminó el conjuro, acababa de vencer a varios monstruos que jamás he visto en los Reinos. Creo que no está en peligro inmediato, y tenía los instintos aguzados porque notó que lo estaba mirando. No creo que sea prisionero de nadie.

—En ese caso, ¿por qué no regresa? —preguntó Breck.

—Lo ignoro —repuso la sacerdotisa—. Está de viaje por un mundo desconocido y no he podido captar sus propósitos; tal vez haya acudido a la llamada de otro mago para realizar una tarea y no pueda volver hasta haberla llevado a cabo. Es posible que no comprenda que lo necesitamos aquí.

Alias estaba de pie en la entrada de la sala del tribunal de arperos. Volvía de su entrevista con Lhaeo, el escriba de Elminster, y había escuchado el resumen de la sacerdotisa de la sesión de escrutinio.

—¿Y qué se sabe de Innominado? —preguntó desde el umbral.

Morala estiró el cuello y dirigió una mirada bizca para intentar distinguir quién hablaba; después le hizo seña de que se acercara.

Alias avanzó a grandes zancadas hasta situarse a corta distancia de la pequeña anciana.

—Eminencia —dijo Mourngrym—, se trata de…

—… Alias de Westgate, la cantora de Innominado —completó la sacerdotisa—. Lo sé por su gran parecido con Cassana. Yo soy Morala de Milil, chiquilla.

—Lo sé por tus ropajes —repuso Alias. El traje carmesí de la sacerdotisa, recamado de complicados dragones en hilo de oro, era el ropaje ceremonial de los servidores del dios de los bardos.

—Alias, te presento a Breck Orcsbane —prosiguió Mourngrym refiriéndose al bronceado joven ataviado con armadura de cuero.

El leñador tenía el rostro rasurado y llevaba el cabello rubio recogido en una trenza que le llegaba hasta el talle. Alias lo reconoció; lo había visto en La Calavera de los Tiempos la noche anterior escuchando sus canciones. La espadachina hizo un breve gesto con la cabeza y se dirigió otra vez a Morala.

—¿Has visto a Innominado? —insistió. La esperanza le brillaba en los ojos pero tenía el corazón desbocado de temor. Morala hizo un gesto negativo.

—No —contestó—, no estaba con Elminster. Tendré que repetir la operación para él solo.

—Entonces, ¿a qué esperas? —inquirió Alias con impaciencia.

Lord Mourngrym tocó a la guerrera en un hombro.

—El sortilegio del escrutinio es sumamente agotador, Alias —le explicó con suavidad—. Morala necesita descansar un rato.

Alias apretó los puños. Tener que ponerse en manos de una encantadora para localizar a Innominado era una frustración, pero verse obligada a esperar era como para volverse loca.

Mourngrym percibió la tensión de la joven. Como guerrero que era comprendía sus sentimientos; la muchacha tenía necesidad de acción, de lanzarse a la búsqueda de Innominado, de aplastar todo aquello que lo amenazara, de rescatarlo cuanto antes, pero era consciente de que no podía echarse a correr sin la menor idea de hacia dónde dirigirse, aunque dicha conciencia no le facilitaba la espera en absoluto.

—¿Qué dijo el escriba? —le preguntó para distraerla un poco.

Alias despidió en un bufido un poco de la ira contenida y después respondió:

—Lhaeo dice que la desaparición de Elminster no fue malintencionada, de modo que el sabio no ha muerto, ni ha sufrido heridas, ni está enajenado ni ansioso por salir de donde esté, aunque eso ya lo sabíais vosotros por el escrutinio. Como Elminster no había previsto ese viaje, no dejó al escriba ningún tipo de instrucciones para ponerse en contacto con él. Me dijo algunas cosas más —añadió mirando a Morala y a Breck, insegura de cómo se tomarían el resto de la información.

—¿Qué cosas? —inquirió Mourngrym.

—Allá va. Por lo que dijo Kyre, que Elminster había desaparecido y Grypht había aparecido en su lugar, Lhaeo sospecha que Grypht utilizó una variante del conjuro de teletransporte llamada transferencia. Un mago intercambia su lugar con otro mago que se encuentre en situación de seguridad, lo cual garantiza al primero un aterrizaje sin peligro y le evita aparecer de pronto a gran distancia del suelo o en el interior de un muro de piedra. Es un hechizo poco común; según Lhaeo se pueden contar con los dedos de una mano los magos capaces de hacerlo aquí en los Reinos, y en los planos inferiores nadie tiene poder para utilizarlo. Confirmó también que ninguna criatura de los Nueve Infiernos o del Abismo podría llegar aquí de ninguna manera y burlar a los guardianes de Elminster para entrar en la torre. Apostaría la espada de su padre a que Grypht es un mago y no un monstruo.

—Si Kyre dice que Grypht viene de los Nueve Infiernos, es que viene de allí —opinó Breck—. Kyre jamás se equivoca en cosas de ese tipo; es absolutamente precisa.

—¿Hasta qué punto la conoces? —preguntó Alias con curiosidad.

—Ella me trajo a los arperos —explicó Breck—. Trabajábamos juntos en el pasado.

—Ya —apostilló Alias.

Si Kyre había tomado a Breck bajo su tutela ante los arperos, seguro que jamás lo convencería de que hasta ella podía cometer errores. Miró a Mourngrym en busca de apoyo para la opinión de Lhaeo. Su Señoría albergaba dudas.

—Grypht rompió el hechizo que Elminster había lanzado sobre la puerta de la celda de Innominado —le recordó a la espadachina.

—Pero eso no es lo mismo que un guardián contra criaturas del mal —arguyó Alias.

—Cierto —convino Morala—, existen importantes diferencias. Un guardián es cosa ordinaria, pero el encantamiento de salida requería una serie de excepciones para que los guardias y el sabio pudieran entrar y salir libremente. Supongo que también había previsto casos de emergencia en los que fuera necesario que Innominado abandonara la celda, como un incendio o cualquier otra cosa que pusiera en peligro la vida del prisionero. Si el conjuro de Elminster resultaba ambiguo en algún aspecto, tal vez se rompió a causa de la tensión creada al tratar de dilucidar si se cumplían las condiciones de salida.

—Perdonad, Señoría —interrumpió una voz desde el pasillo.

Mourngrym se volvió hacia el soldado guardián que aguardaba a la puerta de la sala.

—¿Sí, Shend? ¿Qué sucede? —preguntó Su Señoría.

—El capitán Thurbal terminó la inspección del sistema de seguridad de la torre. Me ha dicho que os diga que todo está en orden, excepto un par de detalles. Primero, que no puede entrar en la celda del prisionero porque la puerta está cerrada.

—Akabar bel Akash se encontraba indispuesto y se quedó allí a descansar —explicó Mourngrym—. La arpera Kyre lo está atendiendo y no deben ser molestados. Después iré yo a verlos. ¿Qué era lo segundo, Shend?

—Esta mañana temprano, haciendo la guardia, dejé pasar a una persona sin anunciarla porque me dijo que no era necesario. Ahora no la encuentro por ninguna parte y nadie la ha visto salir de la torre. El capitán Thurbal dice que es irregular y por eso me ordenó que os lo dijera personalmente.

—¿Quién era, Shend? —inquirió Su Señoría.

—La arpera halfling.

—¿Qué arpera halfling? —se interesó Morala.

Shend miró hacia el techo como si el nombre de la halfling estuviera escrito allí. Alias sintió que el corazón le daba un vuelco. «¡No es posible!», pensó.

—Tú sabes quién es, dama Alias —dijo Shend—. La barda que os ayudó a Dragonbait y a ti a matar al kalmari hace dos años. Tenía nombre de árbol; melocotonero o arce o…

—Olive —dijo Alias al tiempo que se frotaba las sienes.

—¡Eso es! Olive Chusquete.

—Ruskettle —corrigió Alias.

—¿Quién? —se extrañó Breck.

—No existen bardas halfling —señaló Morala.

—Es una canalla —aclaró Alias—, una ladrona…, una poetastra…, una aventurera.

—Olive Ruskettle… —murmuró Breck—. No me acuerdo de ninguna arpera que se llame así. ¿Quién la apadrinaba? —inquirió.

—Innominado —respondió Alias en un murmullo.

—¡Innominado! —exclamó Morala—. ¿Eso significa que le entregó su alfiler de arpero?

Alias asintió.

—¡Qué temeridad! ¡Qué arrogancia! ¡Qué…! ¡Ese hombre es imposible! —declaró la sacerdotisa.

—Olive lo liberó cuando estaba en las mazmorras de Cassana en Westgate y después lo ayudó a rescatarnos a Dragonbait y a mí —explicó Alias.

—Aunque fuera la princesa de Cormyr no aceptaríamos el padrinazgo de Innominado —recalcó Morala—. El bardo ya estaba exiliado, había caído en desgracia; no tiene ningún derecho a…

—Perdonad, Excelencia —interrumpió Breck—, pero es posible que cambiemos de opinión, en cuyo caso esa Ruskettle podría servirnos de ayuda; es decir, siempre que no tenga nada que ver con esa criatura, ese Grypht. ¿Sería posible que se hubiera aliado con él con la esperanza de rescatar a Innominado? —preguntó a Alias.

La espadachina lo pensó un momento. Después de librarse por los pelos de Phalse, el falso halfling, que al final había resultado ser una maligna criatura de la región Tartárea, era de suponer que la barda habría aprendido la lección y no buscaría más alianzas con desconocidos. No obstante, Olive era imprevisible, capaz de cometer cualquier locura si le parecía que así ayudaba a Innominado. El año anterior, en Westgate, había demostrado un gran apego por el bardo.

Por otra parte, los afectos de la halfling podían actuar también de otro modo. Alias se había percatado de que, mientras Innominado concentraba toda su atención en ella, la pequeña se comportaba con un sentido cívico y del honor completamente inusuales.

—No se le ocurriría preparar un plan con el que Innominado no estuviera de acuerdo —respondió por fin.

—¿Dónde crees que habrá ido? —preguntó Mourngrym.

—Intentaría ver a Innominado.

—En ese caso, seguramente estaría atrapada en la celda —dedujo Mourngrym—. Tal vez aún se encuentre allí, escondida tras las cortinas o algo parecido.

—A menos que Grypht se la llevara a la vez que a Innominado —sugirió Breck.

—Kyre no dijo haber visto a ninguna halfling —señaló Mourngrym.

—Una halfling podría esconderse fácilmente tras una bestia de semejante tamaño —replicó el leñador—. A lo mejor Kyre no la vio en la precipitación del momento.

—O tal vez la tomó por un diablillo —apostilló Alias con cierto sarcasmo.

Breck la miró con el entrecejo fruncido.

—Grypht era un morador de los Nueve Infiernos —tronó el guardabosque—. Tenía cuernos y escamas, garras y cola.

—Creo —intervino Morala con calma— que determinar la naturaleza de Grypht no es tan importante como tratar de averiguar adonde se ha llevado a Innominado.

—Si Su Excelencia me disculpa —dijo Mourngrym—, voy a registrar otra vez la celda. Alias, ¿quieres venir conmigo para ver cómo se encuentra Akabar?

Alias miró a Morala con ansiedad.

La sacerdotisa, como si le hubiera leído los pensamientos, dijo:

—Opino que Alias debería quedarse aquí haciéndome compañía hasta que recobre la energía necesaria para realizar el escrutinio de Innominado. Breck, ¿por qué no acompañas tú a lord Mourngrym? Tal vez la halfling haya dejado huellas que tú reconozcas y sepas seguir.

Breck comprendió que Morala lo estaba despidiendo, pero se encogió de hombros con indiferencia. Buscar a una halfling sería mucho más entretenido que observar los tejemanejes de una sacerdotisa vieja mientras canturreaba sobre una palangana de agua.

El leñador y Shend, el guardia, salieron de la sala tras lord Mourngrym. Cuando las dos mujeres quedaron a solas, Morala hizo un gesto a la espadachina para que se sentara junto a ella.

Mientras Alias acercaba una silla desde detrás de la mesa, la papisa continuó sentada con los ojos cerrados, tarareando con aire ausente una escala en la menor al tiempo que frotaba los dedos sobre los dorados bordados del traje. De pronto, se sobresaltó visiblemente y abrió los ojos de par en par, como si acabara de despertar de una cabezada. Alias se preguntó si la anciana sacerdotisa no estaría un tanto desgastada, como los adornos de su vestido de ceremonia.

—¿Cuánto falta para que te recuperes lo suficiente? —le preguntó.

—No mucho —repuso Morala, sonriendo por la impaciencia de la guerrera—. Mientras tanto, tal vez quieras contarme lo que sepas de estas desapariciones.

—Crees que lo he planeado yo —respondió Alias muy tiesa— para rescatar a Innominado, ¿verdad? —le dijo, incapaz de contener la furia que se le desbordaba por la voz.

—No…, en realidad no. Según me han informado, eres una mujer buena. Pese a ello, es necesario investigar todas las posibilidades antes de descartar ninguna —contestó con serenidad—. Así es que dime, chiquilla: ¿tienes algo que ver con la desaparición de Elminster o con la de Innominado?

—No, nada —replicó Alias, enfurecida—. Si hubiera querido liberar a Innominado, no habría mezclado a Elminster, te lo aseguro, y tampoco habría necesitado la ayuda de ningún lagarto o lo que sea ese Grypht. De todas formas, tampoco te lo habría confesado a ti.

—Sí…, de eso estoy segura —declaró Morala con una risilla— porque te he lanzado un hechizo que detecta las mentiras.

Alias entrecerró los párpados, plena de ira. No estaba acostumbrada a que nadie dudara de su palabra, y menos aún de que la analizaran por medios mágicos. Lo que más la enfurecía era haberse dejado atrapar por el hechizo de Morala; es decir, que la vieja no había caído en el sopor después de todo, sino que se había concentrado en su sortilegio.

—Tendría que haberme dado cuenta; Milil es el señor de todas las canciones y la música también es un lenguaje. Ese canturreo de antes era en realidad una letanía mágica, ¿verdad? —le preguntó.

—Innominado te ha enseñado bien —le dijo. Se quedó unos momentos estudiando el rostro de Alias—. Sí, te pareces a Cassana, pero no hay en ti nada de ella.

—¿Conocías a Cassana personalmente o sólo me estás comparando con el personaje de la ópera que relata sus amores con el lich Zúe Prakis?

—La conocía. Yo escribí esa ópera.

—¿Tú la escribiste? No… —comenzó Alias con los ojos abiertos de asombro—, no lo sabía. Nunca la he escuchado cantada, pero Elminster me contó la historia. ¿Cómo se te ocurrió escribir una ópera sobre Cassana?

—En aquellos momentos, el poder maléfico de Cassana era un grave peligro para nosotros —explicó—, pero tenía amigos muy poderosos y los arperos carecían de la influencia necesaria para expulsarla del norte. La ópera divulgó a los cuatro vientos los detalles de su vida, y ella no soportó verse ridiculizada. Las habladurías que provocó el estreno la avergonzaron hasta tal punto que decidió abandonar la región —concluyó con un gesto malicioso que iluminó su arrugado rostro.

Alias respondió con una mueca parecida. Se sorprendió al darse cuenta de que simpatizaba con esa vieja taimada a pesar de ser sacerdotisa y miembro del jurado de Innominado.

—Quiero mostrarte otra cosa —añadió la papisa al tiempo que sujetaba en la mano un terrón de barro rojo aparentemente común—. Lo recogí del suelo. Lo tenía Grypht cuando apareció. Es arcilla de una gran calidad y color singular.

—A lo mejor ese duque de los Nueve Infiernos es ceramista —bromeó Alias.

—Esto brillaba cuando Grypht apareció… —continuó Morala, sonriendo por la chanza de Alias—, como si fuera un componente del sortilegio.

—Pero las criaturas de los planos inferiores tienen un don natural para realizar magia sin elementos, ¿no es cierto?

—Eso es lo que me han dicho a mí toda la vida. Por desgracia, o tal vez por suerte, Kyre se lo hizo soltar de las manos y el hechizo se rompió antes de hacer efecto, de modo que no sabemos las verdaderas intenciones de la bestia. En los encantamientos sacerdotales, la arcilla es el elemento que afecta a la piedra, aunque estoy segura de que además posee otras cualidades en las fórmulas de los magos. Elminster podría habernos aclarado el secreto. ¿Crees que tu amigo Akabar bel Akash sabría interpretarlo?

—Akabar es bastante inteligente. Cuando se reponga le preguntaremos. O sea que te parece que Kyre se equivocó.

—En élfico, Kyre significa «impecable» —explicó Morala sacudiendo la cabeza—. Su prestigio se basa en que nunca comete errores. Me inclino a creer que pretendía imbuirnos la idea de que Grypht era un ser del mal —concluyó con una sonrisa astuta.

—Es decir que… ¿mintió? —dedujo Alias, sorprendida—. ¿Por qué habría de mentir?

—Es posible que haya dado prioridad a algún plan personal sobre su deber como arpera —apuntó Morala—. Al fin y al cabo, Kyre es barda.

—¿Te parece que ella planeó la huida de Innominado? Entonces Grypht sería un mero velo de humo. ¡O sea que a Innominado no le ha pasado nada! —exclamó Alias, emocionada—. ¡No hace falta que hagas el escrutinio!

—Sí hace falta. Es posible que Kyre haya buscado una alianza insensata; quizá Grypht no proceda de los Nueve Infiernos, pero es posible que sea un mago perverso, en cuyo caso retendría a Innominado contra su voluntad y pondría su vida en peligro.

—Supón que Innominado está bien.

—Debe comparecer ante este tribunal —sentenció Morala.

—¿No te parece —cuestionó Alias con expresión decepcionada— que ya ha sufrido bastante?

—No lo has comprendido, chiquilla. Los arperos no enviamos a Innominado a la Ciudadela del Blanco Exilio para hacerlo sufrir, sino para proteger a seres inocentes de sus desconsideradas manipulaciones.

—Pero no tenéis por qué volver a confinarlo allá —insistió Alias—. Se arrepiente de haber causado la muerte de uno de sus ayudantes y de haber herido a otro, y no lo volverá a hacer nunca más. Por otra parte, ahora está satisfecho con la cantante que ha creado.

—¿De verdad? —musitó Morala. Se inclinó hacia adelante y acarició el cabello de Alias con mano marchita—. Sería de idiotas no sentirse satisfecho contigo, chiquilla. Dime: ¿quieres a Innominado?

—Sí —respondió orgullosamente con la barbilla levantada.

—¿Como una hija quiere a su padre?

Alias asintió con la cabeza.

Morala frunció los labios y sacudió la cabeza con pesadumbre. Alias distinguió el brillo de una lágrima en los ojos de la anciana.

—No merece tu cariño —murmuró la sacerdotisa.

—El cariño se da libremente —arguyó Alias—, no es algo que se pueda ganar o perder.

Morala dio un largo suspiro y juntó las manos sobre el regazo.

—Sí, ahí está el problema, en efecto. No se gana, ni se pierde con facilidad. —Guardó silencio unos instantes y después añadió con frialdad—: Maryje lo amaba, aunque no como padre; era una de las pupilas de Innominado…, la que resultó herida.

—Perdió la voz y después se suicidó —recordó Alias, según le había relatado Innominado—. ¿Ésa es la razón por la que no puedes perdonarlo…, porque Maryje era amiga tuya?

Morala tomó a Alias de las manos y se las apretó con fuerza.

—No puedo perdonarlo porque mintió, y esa mentira fue lo que causó las heridas de Maryje; esas heridas fueron las responsables de su vergüenza, y la vergüenza la condujo a la muerte. La verdad la habría salvado y no habría cometido suicidio.

—¿Qué mentira es ésa? —preguntó Alias—. ¿A qué te refieres?

—Pregúntaselo a él. Dile a Innominado que te explique la verdad, la que no estaba dispuesto a admitir ante los arperos, la que le concierne a él y le causa vergüenza de sí mismo. Si lo hace, alcanzará la libertad e incluso mi perdón.

Alias retiró las manos del contacto con las de la papisa e hizo retroceder la silla. El corazón se le salía del pecho y, a pesar de la túnica de lana, sintió frío.

—¿Qué pasaría si yo me negara a escuchar esa verdad? —inquirió.

—Creía que lo querías. ¿Permitirías que arrastrara la carga de sus culpas hasta la tumba?

—De acuerdo, le preguntaré —decidió desafiante—. Me lo dirá, y no por ello dejaré de quererlo ni un celemín de menos, me cuente lo que me cuente.

—No esperaba que fuera de otra manera.

—¿Por qué no me cuentas tú de qué se trata? —dijo Alias con una sensación de frustración creciente.

—Pretendo que esta prueba recuerde a Innominado lo que te ha enseñado sobre el amor pero que parece haber olvidado para sí mismo. —De pronto la sacerdotisa adoptó una actitud como si estuviera negociando un trato. Se golpeó los muslos con las manos y agregó—: Sin embargo, lo primero es localizarlo. Ya he descansado bastante. —Extendió una mano.

Alias se levantó como movida por un resorte y ayudó a la mujer a ponerse en pie y a acercarse a la mesa. La espadachina observaba con curiosidad a la anciana mientras ésta limpiaba el recipiente de plata y lo llenaba de agua bendita otra vez.

Un gruñido retumbó en la sala. Alias levantó la mirada y vio a Dragonbait con Zhara, la esposa de Akabar, en el vano de la puerta. El paladín saurio señalaba hacia un punto en el suelo justo delante de sí. No estaba para bromas.

—Disculpa un momento —dijo Alias a Morala—, tengo que ir a ver qué quiere mi amigo.

Morala hizo un gesto de asentimiento sin levantar la cabeza de la vasija, y Alias se apresuró a acercarse al lagarto. Dragonbait le lanzó un pincho muerto e hizo señas de indignación.

—¿Qué significa eso?, ¿que te atacaron unos espinos? —preguntó la guerrera con fastidio—. ¿Qué estabas haciendo? ¿Dando un paseo por los antiguos pastizales de Korhun Lherar?

Dragonbait gesticuló otra vez.

—¿En la habitación de ella? ¡Pues claro que no los mandé yo! ¿Qué sé yo de espinos?

¿Dónde está Akabar?, preguntó por señas el saurio.

—Descansando. Se… Bueno, no se encontraba bien —explicó sucintamente para no revelar a Zhara detalles del ataque sufrido por su marido. Ya conocía de sobra las opiniones de la sacerdotisa.

Llévanos con él, exigió Dragonbait.

—Morala va a comenzar un escrutinio ahora mismo para localizar a Innominado —replicó Alias—. No sabemos dónde está y tal vez lo hayan secuestrado. ¿No puedes esperar? —añadió con impaciencia.

No. Ahora mismo, indicó Dragonbait.

Alias gruñó enfadada, pero por el olor a ajo que emanaba el saurio comprendió que nada lo haría cambiar de opinión.

—De acuerdo —rezongó. A modo de precaución por si Kyre no había progresado nada en cuanto a convencer a Akabar de la locura de su esposa sacerdotisa, Alias añadió—: Zhara, tal vez prefieras esperar aquí.

Dragonbait hizo un gesto de negación.

—Aquí estará bien —insistió Alias indicando por señas que la mujer debía quedarse en la sala del tribunal.

El saurio no hizo el menor caso y dio una patada en el suelo.

—Está bien —musitó Alias, irritada—. Como quieras. —La mercenaria se dirigió a Morala, pero ésta ya había comenzado la letanía y no se atrevió a interrumpirla—. Seguidme —dijo y salió de la sala con paso enérgico.

Morala percibió vagamente que Alias se ausentaba, pero estaba demasiado concentrada en el ensalmo como para pararse a mirar adonde había ido. Varios minutos más tarde, el agua de la palangana comenzó a despedir brillos y la sacerdotisa dejó de recitar.

Observaba el agua con los párpados entornados cuando comenzó a distinguir borrosamente la silueta del Bardo Innominado. Una antorcha oscilante le iluminaba la cara pero todo lo demás quedaba envuelto en tinieblas. La sacerdotisa suspiró. El bardo podía encontrarse en cualquier sitio: en una cueva en alguna parte del mundo donde estaba Elminster, o en unos túneles bajo Aguas Profundas o en un armario en la torre de Ashaba…, ¡en cualquier rincón!

Hizo unos pases de manos sobre la superficie del agua y vio una segunda antorcha transportada por una pequeña figura que caminaba al lado del bardo.

—Bien, bien. Debe de ser la pequeña arpera halfling —musitó la sacerdotisa. Al volver la atención sobre Innominado, un gesto de cólera le transformó el rostro—. ¿Qué sucede, Innominado? —dijo Morala en voz alta—. ¿Dónde estás y qué intentas hacer?