Olive oía la voz de Alias entonando una canción a medida que se aproximaba a la gruta. Aunque no lograba entender bien la letra, reconocía muy bien la melodía; estaba interpretando «Las lágrimas de Selune», uno de los temas de amor más cautivadores compuesto por Mentor. No obstante, percibía cierta discordancia; se paró un momento y prestó atención. Tardó poco en comprender lo que era: Alias cantaba en una tonalidad equivocada.
De pronto escuchó un grito y la balada quedó interrumpida en medio de una estrofa. Se imaginaba lo que había sucedido: seguro que Mentor la había obligado a callar. No comprendía por qué se había equivocado de tonalidad la gran barda Alias, ya que sabía perfectamente que el autor odiaba a cualquiera que cambiara sus obras, y no era propio de ella provocar las iras del bardo. Se acercó sigilosamente a la boca de la gruta y miró.
Alias estaba sentada con la cabeza colgando como una chiquilla abochornada; Mentor la miraba ceñudo sentado a su lado, y Akabar y Grypht observaban la escena desde enfrente, sumamente preocupados por la cantante.
—Lo siento —la oyó murmurar.
—No pierdas los estribos, Mentor —dijo Akabar—. Expresaba el sentimiento de los saurios y convirtió tu canción en un cántico espiritual.
—¿Por qué no dijiste que utilizabas mis obras para canalizar esas cosas saurias?
—No quería que te enfadaras —repuso Alias en voz baja.
—Si la dejas terminar, tal vez nos diga algo más —apuntó Akabar.
—Eso no era más que un galimatías —protestó Mentor.
En ese momento, Grypht debió de dirigirse al bardo en saurio porque Mentor lo miró un momento y luego contestó en la lengua común.
—Ya sabemos todo lo necesario sobre Moander. No nos hace falta más información. —Se giró hacia Alias y la increpó de nuevo—. ¿Cómo te atreves a deformar mis canciones?
—No puedo evitarlo —musitó—; simplemente me pasa.
—Nada pasa así como así. Si yo te importara tanto como los saurios, lo controlarías perfectamente pero, como eres incapaz de hacerlo, no cantes mis canciones nunca más.
La espadachina palideció, y Olive captó el aroma de violetas que llenó la cueva; Alias estaba asustada y comunicaba su estado de ánimo a la manera de los saurios.
Grypht y Mentor se miraron fijamente y el olor de pan recién hecho se superpuso al de violetas; era el olor de la cólera de Grypht. Mientras tanto, Akabar se acercó a Alias para aconsejarle que no prestara atención a Mentor y continuara cantando. Tras escuchar por unos instantes a Grypht, el bardo se hartó y, levantándose, se alejó de todos. Los rayos del sol le dieron en los ojos azules y le arrancaron rojas llamaradas de ira.
—Adelante, canta sus canciones si quieres —dijo fríamente—. No me importa lo que hagas.
Alias tragó con esfuerzo, se humedeció los labios y respiró a fondo. Resultaba evidente que quería cantar, pero, por la forma en que temblaba, la halfling dedujo que estaba demasiado asustada como para enfrentarse a la actitud de su padre.
—Ten cuidado, bardo —le advirtió Akabar—. Es posible que mejore tus creaciones, y entonces ¿qué dirías? Vamos, Alias, sigue cantando.
Las provocaciones de Akabar no ayudaban a la joven. Él no comprendía cuánto deseaba complacer a su padre; Olive sí que lo sabía, y muy bien.
La aventurera comenzó a balancearse de adelante hacia atrás con las rodillas apretadas al pecho mientras gemía suavemente y miraba sin ver con los ojos empañados. Grypht y Akabar se acercaron a ella e intentaron consolarla sin éxito. Mentor permanecía obcecado en su posición, de espaldas a su hija.
Olive entró por fin y se fue hacia el bardo.
—Mentor, piensa en lo que dices por una vez en tu vida —le recomendó en voz baja—. Mira cómo la has dejado —insistió señalando hacia la mercenaria—. ¿Es que lo has olvidado? ¡Ni siquiera tiene dos años! Necesita tu cariño incluso cuando lo que hace no te parece bien. No pretendas abofetearla y obligarla a que cumpla siempre tu voluntad, igual que haces con todo el mundo.
—No la he tocado —replicó ofendido.
—No te hace falta rozarla siquiera; eres un maestro en el uso del lenguaje como arma —lo acusó—. Tanto si la hieres físicamente como si le lastimas el corazón, cometes el mismo error que con Flattery.
El bardo miró a su interlocutora confundido… y temeroso.
—¿De qué hablas? —susurró.
—Lo sabes perfectamente —repuso Olive con impaciencia—: de la forma en que lo tiranizabas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó con tono imperioso.
—Dejó un mensaje muy largo en el laboratorio.
—¿Y por qué no me lo dijiste? —inquirió—. ¿Es que pretendes irle a Elminster con el cuento?
Olive se limpió con rabia las lágrimas que comenzaban a formársele en los ojos, pero mantuvo la cabeza alta con gesto orgulloso.
—El mensaje era de hace dos siglos, Mentor, y supuse que ya no tendría vigencia; pensaba que habías cambiado.
Mentor retrocedió como si hubiera recibido un bofetón, y Olive se volvió hacia la espadachina.
—Vamos, Alias —le dijo, al tiempo que le daba golpecitos en la espalda—. Canta para que te escuchemos; no nos importa que cambies las canciones, Mentor lo comprende, ¿verdad, Mentor? —interrogó la halfling con fingida dulzura.
El bardo la fulminó con una mirada, pero la que le devolvió la pequeña fue tal que se quedó paralizado y sumiso.
—Sí —respondió casi sin voz.
Olive le indicó por señas que se sentara junto a la cantante, y él obedeció con aires desafiantes; pero, cuando la halfling le tomó la mano y se la puso en la de Alias y él notó el estremecimiento de la espadachina, su actitud negativa se trocó en preocupación. Ni un pajarillo atrapado temblaría tanto como la mujer que tenía al lado. Advirtió también la palidez extrema de su rostro; estaba tan blanca como el instante anterior a la primera inspiración de aire de su vida. Lo miraba con ojos ciegos.
—Yo no le he hecho esto —declaró, negándose a aceptar que sus palabras ejercieran semejante influencia sobre nadie.
—Sí, tú lo has provocado —siseó Olive—. Ahora, arréglalo.
—¿Cómo?
—¿Cómo te parece a ti? —musitó Olive desesperada—. ¡Discúlpate, idiota!
Mentor dio un respingo por el insulto, pero la mirada enajenada de los ojos de Alias suavizó su mal genio.
—Alias…, lo siento —musitó apretándole la mano suavemente—. No creía que… Lo dije sin pensar. Quiero que cantes. No me importa que sean cánticos saurios.
Alias ladeó la cabeza para mirar al bardo y pareció como si lo viese por primera vez. Su expresión era de desconcierto.
—De verdad, no te preocupes —la animó la halfling.
—¿Cantas conmigo, Olive? —le preguntó la espadachina, un tanto confusa.
Olive se sorprendió mucho; Alias le había enseñado algunas canciones pero nunca las habían interpretado juntas. La halfling siempre sentía envidia de las dotes de la cantante y prefería no mezclar las voces de las dos.
—Por favor —susurró Alias.
La pequeña se acordó de pronto de Jade, la copia de Alias nacida ladrona; la quería mucho pero Flattery la había asesinado. Se preguntó si podría sentir lo mismo por Alias en caso de no tenerle tanta envidia.
—Claro, cantemos las dos —le dijo y se sentó junto a ella—. ¿Qué cantamos?
Alias no estaba en condiciones de hacer sugerencias, de modo que Olive escogió una alegre composición que no era de Mentor. La espadachina pareció animarse un poco y, cuando terminaron, Olive propuso un tema del bardo: «El héroe de la guardia», una historia inofensiva, en principio, sobre un gato que salvaba a un regimiento de un ataque sorpresa de una horda de goblins. La espadachina se estremeció ligeramente pero asintió.
Las dos voces femeninas se mezclaban armoniosamente aunque Olive tenía la sensación de llevar sola la canción. Alias se concentraba con todas sus fuerzas en controlar la melodía y la letra en vez de permitir que la música fluyera con naturalidad; no apartaba los ojos del suelo o de Olive y no los dirigía al auditorio. No cambió las palabras, las notas ni la tonalidad, pero las canciones sin un espíritu que las animara eran como fantasmas.
La mercenaria percibió que algo no iba bien y lanzó un gemido pueril.
—¡No…, no puedo! —y dejó de cantar en medio de la estrofa final.
—Alias, relájate —recomendó Olive—. No te preocupes por si cambias la canción. Mentor ha dicho que no le importa.
Alias miró al bardo y éste asintió con un gesto, pero percibió algo en él que la cohibió como si la hubiera abofeteado.
—Sí, lo ha dicho —repuso Alias—, pero ya no me querrá si cambio sus canciones.
Mentor se llevó los dedos a las sienes, aturdido por la forma en que Alias se empeñaba en complacerlo. Flattery, en cambio, había llegado a odiarlo enseguida.
—Alias, el amor es algo que la gente da libremente, no es un bien que se gane o se merezca —le dijo.
—Sí —contestó Alias—, eso fue lo que me enseñaste, pero no lo crees, ¿verdad?
—¡Pues claro que lo creo! —adujo Mentor—. ¡La mayoría de mis canciones encierran esa filosofía!
—Sí, lo tienes como un ideal pero no lo practicas.
Olive asintió, totalmente de acuerdo con Alias. Mentor retiraba su cariño cuando algo no lo complacía, y lo dispensaba a manos llenas sólo si Alias se comportaba según sus expectativas.
—Alias, no soy perfecto —alegó—. Me enfadé y dije unas cuantas estupideces, pero eso no significa que deje de quererte si cambias mis canciones.
—Lo dices pero no es cierto —insistió Alias.
—Sí que es cierto —repitió Mentor con un suspiro de frustración—. ¿Cómo te lo voy a demostrar si no cantas más?
—Prueba que lo crees —dijo ella, con los ojos iluminados de pronto—, arriésgate tú también.
—¿Cómo?
—Sabes que te quiero. Dame una prueba de que crees en mi cariño a pesar de lo que hagas… o hayas hecho —exigió Alias.
—¿A qué te refieres? —preguntó Mentor con recelo.
—Morala me dijo que no explicaste a los arperos ciertos detalles sobre el primer cantante que creaste…, cosas que Maryje conocía y que te avergonzaban —explicó Alias—. Cuéntamelas.
—No…, no puedo —repuso Mentor temblando.
—Es preciso que concluya el cántico espiritual —intervino Akabar—. Quizá dependa de ello la derrota o la victoria sobre Moander. ¿Es que tu orgullo personal en más importante, bardo?
Olive miró a Akabar con ira. El mago llevaba una vida tan virtuosa que no podía comprender la vergüenza que sentía el bardo; le acarició la mano en señal de solidaridad.
—Cuéntaselo, Mentor —le aconsejó la halfling—. No va a dejar de quererte ni un poco por conocer tus errores; yo no te aprecio menos.
Mentor la miró tristemente; se preguntaba si la pequeña actuaría como agente de la diosa Fortuna o del dios Justicia. Miró después a Alias sin saber si la confesión crearía nuevos lazos de unión entre ellos o si la alejaría de él. «Tira el dado y reza por una buena suerte que no mereces», se dijo a sí mismo.
—De acuerdo. Mentí cuando dije a los arperos que el primer intento de construir un cantante como tú había fracasado —comenzó con un tono distante e impasible—. Creé un hombre idéntico a mí, con mis recuerdos y pensamientos. Mi ayudante Kirkson lo bautizó con el nombre de Flattery para burlarse de mi egocentrismo, pero el cantante aceptó el nombre y no quiso que se lo cambiaran. —Bajó la vista al suelo un momento y después la clavó directamente en los ojos de Alias mientras proseguía con la confesión.
»No fui con él tan buen padre como Dragonbait lo fue contigo desde el momento de tu creación. En el instante en que Flattery cobró vida, le ordené que cantara de la misma forma que ordenaba a la Piedra de Orientación cualquier cosa. Flattery probó con una melodía pero su voz era débil e inmadura; acababa de nacer pero yo no lo comprendía. Tras el gran éxito de la Piedra de Orientación, esperaba que él colmara mis aspiraciones inmediatamente. Me sentí muy frustrado cuando, al cabo de sólo tres días de prácticas, Flattery no lograba la calidad musical que yo había tardado en perfeccionar más de cien años. En un acceso de rabia, le pegué.
»Después de esto, ya no intentó cantar nunca más, e incluso se negaba a hablar. Yo me disculpé, le rogué, le grité, le… pegué otra vez. Todos los días repetía el mismo ciclo de contrición y violencia pero él no decía nada. Kirkson quiso convencerme de que no estaba haciéndolo correctamente, pero nunca lo escuché. La otra pupila, Maryje, era demasiado leal como para formular ningún tipo de protesta, pero yo sabía que estaba aterrorizada por mi forma de proceder. Pese a todo, a mí no me importaba y me negué a abandonar. En el décimo tercer día de su vida, Flattery escapó de la jaula y me robó el anillo desintegrador que tenía en el cajón del pupitre. Lo disparó sobre mí pero Kirkson se precipitó para cubrirme y me salvó la vida con el sacrificio de la suya. Flattery hirió a Maryje en la garganta y huyó del laboratorio.
»Teletransporté a mi ayudante al Valle de las Sombras enseguida para que la curaran y regresé al laboratorio a toda prisa para destruir toda prueba de la existencia de Flattery. Sabía que me había portado muy mal con él pero estaba demasiado avergonzado como para admitir mis faltas. Urdí la versión de la explosión del hielo paraelemental y le pedí a Maryje que me respaldara. Ella no podía mentir pero a la vez era incapaz de traicionarme, de modo que perdió el habla por completo. Sus heridas sanaron pero no volvió a pronunciar palabra ni a cantar nunca más.
»Imagínate mi sorpresa cuando los arperos me condenaron por arriesgar la vida de mis pupilos temerariamente. Me exiliaron de por vida y barrieron mis canciones de los Reinos para siempre. Muchas veces me he preguntado qué habrían hecho si hubieran sabido la verdadera magnitud de mis crímenes.
—¿Qué sucedió con Flattery? —preguntó Alias.
—Está muerto. Olive puede explicarte más cosas de él que yo —contestó Mentor. Acarició la cabeza de Alias suavemente—. Entonces dime, hija mía, ¿me quieres todavía, ahora que sabes cuántas maldades he cometido?
—Debes un desagravio a Flattery, a Kirkson y a Maryje, pero, como están muertos, jamás podrás hacer las paces con ellos. Por lo tanto, tienes que ponerte en paz contigo mismo. En cuanto a mí, te querré siempre. —Lo abrazó y le besó la mejilla.
—Y yo a ti —repuso él—. Bien, ¿vas a cantar ahora? —preguntó con dulzura.
Alias asintió.
—Inténtalo otra vez con «Las lágrimas de Selune» —propuso Akabar—. Antes te recordó algo que te hizo iniciar el cántico espiritual.
—¿Sabes? —dijo la halfling—. Una anciana sacerdotisa de Selune me contó una cosa muy curiosa a propósito de la canción. Selune es la diosa de la luna —aclaró para conocimiento de Grypht—. La cuestión es que la sacerdotisa me explicó que los shrads, los servidores más poderosos de la diosa —acotó de nuevo para Grypht—, cantan esa canción a dos voces.
—Es un aria para una sola voz —sentenció Mentor automáticamente.
—Ya lo sé —replicó Olive—, pero una modesta halfling como yo…
Akabar ahogó una risa de mofa por la descripción que Olive hacía de sí misma.
—… como yo —prosiguió—, no tuvo la osadía de corregir a una sacerdotisa tan venerable. Tal vez, maestro Wyvernspur, la próxima vez que te encuentres con Selune debas recomendarle que ejerza un control más estricto sobre sus servidores. Hasta ese momento, ¿por qué no cantas el tema con Alias, sólo esta vez y sin que sirva de precedente?
—Sólo esta vez —consintió Mentor con una risita. Tomó la mano de Alias y comenzaron a cantar.
Ejecutaron las dos primeras estrofas sin un titubeo, pero, al atacar la tercera, la voz de Alias comenzó a desvanecerse, aunque ella seguía moviendo los labios. Mentor dejó de cantar y se quedó observándola sin pestañear. La barda se mecía de adelante atrás y miraba hacia el fondo de la gruta sin ver nada; Olive y Akabar reconocieron los síntomas del trance previo al cántico espiritual. Alias comenzó a cantar, y Mentor y Gripht escucharon atentamente mientras la cueva se llenaba de aromas de violetas y rosas; Olive captó el terror y la desesperación del cántico saurio de Alias.
Después, la espadachina comenzó a gritar en la lengua común de los Reinos: «¡Líbrame! ¡Líbrame! ¡Líbrame!». Luego se quedó sin respiración, se tambaleó y despertó.
—¡Dragonbait! —exclamó—. ¡Han capturado a Dragonbait!
Mentor se volvió hacia Olive.
—¿Dónde está Dragonbait? —inquirió.
—Dijo que quería dar una batida por el valle —contestó mientras se maldecía a sí misma por haberlo dejado solo.
Grypht tocó a Alias en un hombro, y la halfling se imaginó que le decía algo porque la espadachina se calmó un poco.
—El cántico espiritual era de Dragonbait casi por completo —dijo Alias—. Fue con Coral hasta el campamento de los saurios.
—¿Quién es Coral? —quiso saber Akabar.
—Coral era la amante de Dragonbait, ¿no es cierto? —preguntó Alias a Grypht, aunque estaba segura de ello a causa del vínculo espiritual que acababa de experimentar.
—Lo fue en algún tiempo —repuso Grypht—. Era sacerdotisa de la diosa Fortuna antes de que Moander la poseyera. Ahora es la Voz de Moander, la servidora más poderosa del dios en los Reinos.
—La última parte del cántico venía de ella, no de Dragonbait —explicó Alias—. Moander oprime sus pensamientos con tanta fuerza que apenas la entendía, pero sé que no desea seguir viviendo. Ruega a su diosa que la libre de la vida antes de… —Alias se quedó sin aire otra vez—… antes de que Moander la obligue a matar a Dragonbait. Tiene planeado sacrificarlo para esclavizar mi voluntad. ¡Tenemos que salvar a mi hermano antes de que sea demasiado tarde! —gritó poniéndose en pie.
—No puede sacrificar al paladín si la resurrección no se cumple —le recordó Mentor, poniéndose de pie y sujetando a Alias por los brazos para que no saliera corriendo insensatamente—, y sin ti no pueden llevar a cabo el sacrificio. ¡Quédate aquí! Cuando Breck regrese del Valle de las Sombras iremos a rescatar a Dragonbait.
—¡No hay tiempo! ¡No podemos esperar a que vuelva Breck! —insistió Alias—. ¡Tienen la semilla y van a resucitarlo esta noche! ¡Tenemos que impedírselo ahora mismo!
Akabar palideció y Grypht murmuró una blasfemia entre dientes.
—¿Cómo han encontrado la semilla? —inquirió Olive—. Esta mañana todavía estaban esperando a que se la llevara Mentor.
—No lo sé —respondió Alias—, pero Coral anunció a Dragonbait que iban a resucitar a Moander esta noche. Si nos damos prisa, llegaremos a salvar a Dragonbait antes de ese momento. Coral lo ha encerrado en una cabaña protegida por un jeroglífico guardián.
—Alias, sólo somos cinco contra más de cien servidores saurios —protestó Mentor—. Muchos de ellos saben realizar hechizos. Ni con toda la sabiduría de Grypht y Akabar y la magia de la Piedra de Orientación tendríamos la menor posibilidad.
—Algo podríamos hacer si liberaras el fragmento de hielo paraelemental como te pidió Akabar —replicó Alias. Levantó la voz, presa del nerviosismo—. Sumiría a la mayoría de los saurios en la inconsciencia, y Grypht y Akabar se encargarían de los que quedaran libres. Entonces no tendríamos más que entrar en la cabaña y rescatar a Dragonbait. También podríamos buscar la semilla y destruirla. Moander tardaría siglos en reunir energías otra vez para volver a los Reinos.
—Alias, lo siento mucho por Dragonbait —respondió Mentor suavemente—, pero yo no tengo la culpa de que lo hayan capturado, y tú procura mantenerte lejos del dios para que no te esclavice de nuevo.
—¿De qué estás hablando? —lo interrogó, atónita.
—No estoy dispuesto a renunciar a la Piedra de Orientación —repuso con calma—. Quizá rescatemos a Dragonbait con los refuerzos que traiga Breck.
—Si esperamos mucho y les dejamos tiempo para que lo resuciten —arguyó Alias—, Moander absorberá a Dragonbait, lo asimilará a su cuerpo y jamás lograremos llegar a él. Es necesario usar esa piedra, Mentor.
—No —repitió con determinación.
—¡Mentor, estamos hablando de Dragonbait! —gritó Alias—. ¿Cómo eres capaz de volverle la espalda después de todo lo que ha hecho por ti?
—Alias, intenta comprenderme. No hay nada parecido a esta piedra en todos los Reinos. La fabriqué yo; si la destruimos no podré hacer otra.
—¡Dámela! —exigió Alias, acercándose a Mentor amenazadoramente.
El bardo la esquivó en el último segundo, y la mercenaria cayó de bruces sobre los helechos del suelo.
Akabar se adelantó con la intención de sujetar a Mentor, pero éste ya empuñaba la daga; lo amenazó con ella, y el mago tuvo que retirarse rápidamente.
—¡Maldigo tu piedra! —exclamó el turmita con rabia—. ¡Que jamás te reporte felicidad alguna y que sea la causa de tu muerte!
Olive se estremeció, consciente de que las maldiciones daban muy mala suerte.
—¡Olive, ven aquí! —ordenó el bardo al tiempo que levantaba el cuarzo mágico.
—No, Mentor, no voy contigo —declaró la halfling.
El bardo se quedó perplejo y dolorido.
—Bien. Haz lo que quieras.
Entonó un mi bemol y se desvaneció en el resplandor amarillo.
Alias contemplaba el sol, que se hundía en el desierto allende el valle, desde la entrada de la gruta. A pesar de que no se apreciaba movimiento en el cuerpo de Moander, no dejaba de imaginarse la forma en que tragaría a Dragonbait y lo alojaría en una prisión en sus entrañas. Recordaba la jaula donde la había encerrado a ella el año anterior, cuando la torturaba con mentiras e intentaba someterla a su servicio con promesas de libertad. Aún estaba furiosa con el bardo por su egoísmo y no se arrepentía del amago de arrebatarle la piedra, pero deseaba que regresara porque sabía que podía serles útil, con la gema mágica o sin ella.
Olive estaba sentada a su lado, tirando piedras a los árboles. Lamentaba haberse quedado. Había sido un gesto heroico pero, si se hubiera marchado con él, habría tenido la oportunidad de inculcarle un poco de sentido común. Seguro que ahora estaría dignamente ofendido y a punto de meterse en otro lío. Ya lo echaba de menos y temía no volver a verlo nunca más.
Akabar y Grypht, sentados al fondo de la gruta, ensayaban las palabras saurias para efectuar el sortilegio de congelación con la varita del gran saurio.
Entre los cuatro habían urdido un plan para entrar en el campamento, liberar al paladín y congelar a cuantos esclavos pudieran con la energía mágica de que disponían. Grypht disfrazaría los cuerpos y las emanaciones con un conjuro, y, para que la temperatura de sus propios cuerpos pasara inadvertida a los saurios capaces de percibirla, Akabar había propuesto acercarse al atardecer, para que el calor del día desprendido por la tierra lo disimulara. Podrían haber partido hacía diez minutos, pero Alias prefería esperar un poco más por si Mentor cambiaba de parecer.
Hacía ya una hora que el bardo estaba ausente, de modo que si no regresaba enseguida partirían sin él.
—No volverá, Olive —dijo Alias.
Olive suspiró y lanzó otra piedra a un árbol situado a unos seis metros e hizo diana en el centro.
—Desde luego, no regresará a tiempo —corroboró la halfling.
—Me parece increíble que se negara a ayudarnos. ¿Por qué no habrá querido renunciar a la piedra?
Olive se encogió de hombros; también ella intentaba dilucidar esa cuestión.
—Antes de que llegaras tú —le dijo—, la piedra era su logro máximo. Sin embargo, en tu caso no puede atribuirse todo el mérito, como con la gema. Esa piedra es un poco como su propia vida, y jamás podría hacer otra igual. Es cierto que goza de inmortalidad a través de sus canciones y de su hija, pero, al final, las canciones sufrirán cambios y tú no eres él. No volverá a tener otra ocasión de vivir.
—Grypht dice que tenemos que marcharnos dentro de unos minutos —interrumpió Akabar.
Alias asintió, y el turmita le puso una mano en el hombro.
—No te sientas mal con respecto a Mentor. No merece que sufras por él; es egoísta y arrogante y no ha regresado porque la cobardía le impide unirse a nosotros.
—Akabar —dijo Olive muy enfadada—, estamos a punto de partir hacia el campamento de un dios enemigo, y es posible que nos posea o que nos mate. ¿Acaso no sientes miedo tú?
Akabar miró a Olive con una leve sonrisa.
—Olvidas que ya me poseyó en una ocasión y no es una experiencia que desee repetir, pero tengo que hacer todo lo posible por enfrentarme a él. Ya lo vencí una vez y necesito creer que volveré a derrotarlo.
—La última vez que luchamos contra Moander contábamos con un dragón rojo en nuestro bando. Esta vez puedes morir —señaló la halfling.
—En ese caso, moriré por una gran causa.
—Mi madre siempre decía que los jóvenes despilfarran la vida porque creen que no van a perecer jamás. Tú no eres muy mayor y tal vez ignoras que has de morir, y por esa razón no tienes miedo.
—No he dicho que no lo tenga; todos los hombres sienten miedo alguna vez. Pero estoy preparado para dejar esta vida porque la he disfrutado con plenitud junto a tres bellas esposas y dejo cuatro hermosos hijos. Ahí radica el error de Mentor: sólo le importa su persona. Debería haber tenido familia.
—Tiene familia; tiene a Alias y me tiene a mí —arguyo Olive—. Hay personas que no se conforman fácilmente como tú. Exigen más de la vida que procrear hijos y morir por una causa justa.
—Para exigirle más a la vida es preciso entregarse a los demás —replicó Akabar—. Ningún monumento, imperio, canción o relato dejado a la posteridad procura tanta satisfacción al espíritu como proporcionar felicidad a otra persona. Mentor Wyvernspur no lo aprenderá nunca. Aunque viviera tres siglos y medio más, no se sentiría satisfecho ni dispuesto para el final. No obstante, la muerte llega, estemos preparados o no.
—Es hora de partir —anunció Grypht, que apareció a la espalda de Akabar.
Con el ocaso, el viento comenzó a silbar en la gruta.
Mentor, sentado entre las ruinas de su vieja mansión, contemplaba la puesta del sol tras la cordillera de la Boca de los Desiertos y la salida de la luna por el Bosque de los Elfos. A su lado, y por cortesía de la Piedra de Orientación, una imagen de sí mismo cantaba «Las lágrimas de Selune» tal como debía ser interpretada, exactamente igual que la había compuesto él hacía tres siglos.
Al parecer, la primera parte de la maldición de Akabar había comenzado a cumplirse, pues llevaba horas escuchando la balada sin sentir el menor deleite.
Ordenó a la piedra que callara y se quedó contemplando la imagen de sí mismo sentada a su lado: un duplicado joven con una sonrisa encantadora, y más seguro de sí que el original, porque era la estampa de un hombre que creía haber descubierto el secreto para engañar a la muerte. Se había equivocado pensando que sus composiciones serían garantía suficiente de inmortalidad, pero ahora comprendía que no era así. Deseaba vivir eternamente.
—¡Maldición! —masculló—. ¡Duerme! —ordenó, y al instante la réplica desapareció.
Su mente comenzó a divagar; como no lograba resolver la cuestión de la muerte, comenzó a buscar formas de mejorar la Piedra de Orientación. «Sería importante grabar la voz de Alias en la memoria de la gema y también algunos dúos de ella con Olive, porque las dos voces se avienen muy bien —pensó—. Pero no sería lo mismo —se dijo, mirando el cristal de cuarzo—. Una grabación no es lo mismo que las personas de carne y hueso. Las imágenes reproducidas no tendrían capacidad para alabarme cuando hiciera un alarde de inteligencia ni para preocuparse por mí o tomarme el pelo como lo hacen ellas». Jamás lograría el amor de la Piedra de Orientación.
Comprendió que deseaba estar con Alias y Olive y, sin pensarlo dos veces, le cantó a la piedra para que lo devolviera a la Gruta Sonora. La luz amarilla veló las viejas ruinas del refugio y, cuando se disipó, se encontró en el interior de la Gruta Sonora.
No había nadie; sólo el viento silbaba por los resquicios como una voz ultraterrena. Deseaba que no se hubieran lanzado los cuatro solos al rescate de Dragonbait, consciente de que sería una especie de suicidio colectivo, pero comprendió que eso era exactamente lo que habían hecho.
Se mesó la barba mientras reflexionaba sobre la mejor manera de ayudarlos sin sacrificar la Piedra de Orientación, tal vez con alguna maniobra de diversión del enemigo.
Cuando se miró la mano con que se mesaba, vio que tenía los dedos manchados de verde, como si hubiera estrujado una hoja. Se tiró de la barba con ambas manos y un momento más tarde se contemplaba las uñas con repugnancia: se había arrancado de la cara puñados de musgo verde.
Entonces sintió algo pegajoso que se le movía por detrás de la oreja y se la rascó con un estremecimiento al imaginarse invadido por ramas y otros brotes amenazadores. Tocó algo frágil y blando, pero, al tirar de ello, un dolor agudo le atravesó la sien.
Levantó la Piedra de Orientación para mirarse. Una pequeña orquídea le adornaba la oreja; los zarcillos de la flor se enredaban en el pendiente y otros penetraban en el oído.
—¡No! —exclamó horrorizado.
Se quitó el aro del lóbulo y tiró de la orquídea con más fuerza sin hacer caso del dolor punzante de la cabeza. El tallo se quebró entre sus dedos, y, tirando la flor al suelo, la pisoteó y aplastó con el tacón de la bota.
Notó un cosquilleo en el canal auditivo y enseguida otro en la oreja, y volvió a mirarse en la piedra. Otra orquídea se abría camino desde el oído y aseguraba los zarcillos entre sus cabellos.
Se dispuso a arrancar la segunda inflorescencia entre jadeos irregulares pero, de pronto, un dolor le atenazó el estómago y se dobló por el centro con un aullido. Algo crecía en su interior a medida que le comía las entrañas.
El dolor de estómago cesó. Comprendió, horrorizado, la ironía de lo que le sucedía: las esporas negras que habían salido despedidas del erizo que Xaran le había lanzado habían logrado penetrar en su cuerpo. Muchas habrían quedado destruidas, y el proceso de desarrollo debía de haberse retrasado por las pociones curativas que previamente había ingerido. Habían tardado un día entero en florecer, es decir, que llevaba veinticuatro horas en posesión de Moander sin saberlo.