La escolta de orcos conducía a Mentor y a Olive como si fueran ovejas a través de lo que a la halfling se le antojaron kilómetros y kilómetros de túneles naturales. La pequeña tenía que marchar al trote para seguir al lado de Mentor y a la cabeza del grupo, y tropezaba frecuentemente en el suelo duro e irregular. Sentía dolorosas pulsaciones en el hombro herido que se extendían por todo el brazo hasta la espalda.
Por fin llegaron a unos pasadizos, una especie de perforaciones circulares hechas en la roca, lisas y pulidas como el mármol. Aunque era un terreno más llevadero, a Olive le resultaba más inquietante porque reflejaba el trabajo desintegrador de uno de los ojos del argos.
El pensar en el argos, cosa que no podía evitar, y el ritmo de las botas de los acompañantes que se apresuraban tras los prisioneros, llevaron a la mente de la halfling la balada de los aventureros:
Un ojo que levanta en el aire y un ojo que duerme,
un ojo que hechiza a la bestia y otro al hombre.
Un ojo que hiere y un ojo que frena,
uno que produce miedo y otro que convierte en piedra.
Un ojo convierte en polvo y un ojo produce la muerte,
pero el último ojo mata a los magos porque es el más fuerte.
Olive sabía que el último ojo del argos desbarataba los efectos mágicos. Sin él, Xaran quedaría equiparado a cualquier mago poderoso pero, con él, ni los hechiceros tenían la menor oportunidad contra la criatura, y si un mago no podía obrar prodigios resultaba tan útil como un bardo con laringitis. Por fortuna, Mentor tenía la voz en perfectas condiciones y precisamente confiaban en su pico de oro, no en su pericia con el arte de la magia, para tratar con el monstruo. Y más le valdría utilizarlo a pleno rendimiento, pensaba Olive, porque los argos no eran idiotas.
Mentor se giró hacia la halfling y se paró de pronto. Ella tuvo que frenar en seco y despertó del ensueño como alucinada.
—Guarda la luz un rato —le susurró.
Olive obedeció. Delante se veía un tenue resplandor; la pequeña atisbo por un costado de Mentor y comprobó que habían llegado a la entrada principal de la guarida comunitaria de los orcos.
La caverna comunitaria de las congregaciones orcas era siempre la más espaciosa y central del sistema de madrigueras, y, cuando un ser de otra especie, como un argos, asumía la jefatura de un grupo, solía convertir la cueva comunal en su cuartel general. A pesar de la abundancia de espacio y la situación privilegiada, no dejaba de ser una sala de tribu orca y, como estas criaturas carecían de todo sentido del estilo o de la vida agradable, el agujero resultaba una morada cochambrosa.
Dentro ardían varias fogatas de carbón vegetal. El techo sólo tenía una altura de poco más de dos metros en la parte más elevada y después descendía en los extremos, por lo que la tenue luz roja no penetraba apenas las tinieblas y el cubículo parecía mucho más pequeño. Había goteras en el techo y en las paredes que a veces caían sobre las brasas con un ruido siseante y producían nubes de vapor y gases nocivos. El olor de sebo rancio que desprendían los esqueletos medio podridos de los animales sobre las hogueras se sobreponía al de los habitantes con un resultado aún más revulsivo. En resumen, a Olive le pareció un hogar acogedor para una criatura de los infiernos.
Un montón de seres se congregaron en la sala comunitaria para echar una ojeada a los intrusos que exigían audiencia con el amo. Únicamente los machos de mayor tamaño y corpulencia iban convenientemente armados y se protegían con algo parecido a una armadura. Casi todos los demás llevaban, al menos, un hacha; las mujeres manejaban puñales y los pequeños jugaban con palos afilados. Por cada rostro que Olive conseguía identificar en aquella semioscuridad, descubría dos pares más de brillantes ojos rojos en las tinieblas de los pasadizos adyacentes.
—Parece un grupito duro de pelar —comentó, incapaz de imaginarse a alguien que pudiera derrotarlos, ni siquiera el ingenioso Mentor.
—Los he visto peores —replicó el bardo fríamente, pero tocó la trompa que llevaba al cinto como para confortarse con su presencia.
«Seguro que sí», se dijo Olive.
En el centro de la caverna se elevaba un túmulo cuya parte superior estaba mullida por unos cuantos cojines mohosos y con manchas de agua, recuerdos de algún asalto a una caravana ya olvidado. Xaran estaba aposentado en el centro como un raja mercader.
El jefe de los orcos se detuvo nada más traspasar la entrada; Mentor lo adelantó, seguido por Olive, mientras la criatura y los centinelas se peleaban con los congéneres que pretendían abrirse camino hasta el bardo y su diminuta compañera.
El bardo llegó al pie del montón de almohadones y soltó la mano de Olive; inclinó el tronco profundamente, con la mano derecha sobre el corazón y la izquierda separada del cuerpo como si hiciera una galantería con un sombrero invisible.
—Saludos, Xaran. He venido para concluir nuestra discusión —dijo el bardo—. Por favor, no te molestes en levantarte.
El argos hizo caso omiso de la sugerencia y, alzándose de los cojines, se quedó flotando al nivel de los ojos del bardo. El monstruo se bamboleaba en el aire y sus movimientos resultaban bruscos. Olive reflexionó que no se parecía a ninguno de los argos que había visto anteriormente; daba la impresión de ser un anciano inválido y enfermo intentando levantarse del lecho.
Ahora que tenía ocasión de estudiarlo más de cerca, observó que tanto el gran ojo central como los menores estaban cubiertos de una película lechosa; los tentáculos que soportaban los ojos menores caían como tallos sedientos y estaban rodeados de una especie de guirnalda de musgo plateado que le recordaba a las canas y reforzaba la imagen de anciano decrépito.
—Demuestras sabiduría por haber vuelto con nosotros —comentó Xaran. La voz aguda del monstruo hirió los oídos de la halfling y le provocó un estremecimiento en la columna vertebral—. Espero que hayas encontrado todo en su lugar en ese laboratorio tuyo —añadió.
—Naturalmente —repuso Mentor con una amplia sonrisa, deseoso de que Xaran creyera que estaba allí por voluntad propia, y no por carecer de alternativas—. Aunque ahí dentro no hay nada que pueda interesar a nadie más que a mí; unos cuantos instrumentos viejos y poco más.
—Naturalmente —repitió Xaran. Sus fauces dentadas se curvaron hacia arriba en una sonrisa repulsiva.
—Vayamos directos al trato, ¿de acuerdo? —dijo el bardo—. Me estabas ofreciendo la inmortalidad, un bien poco común y ciertamente valioso, sea cual sea el estado del mercado. Supongo que no lleva implícita la condición de residir en este lugar. —Pasó la vista despectivamente por la caverna comunitaria de los orcos.
—No; si llegamos a un acuerdo satisfactorio para mí, podrás marcharte en libertad. Aunque, tal como tú mismo señalaste, la inmortalidad se cotiza mucho en el mercado.
—Supongamos que, por el momento, prescindo de la oferta de inmortalidad y pido sólo licencia para salir libremente con mi compañera —propuso Mentor.
—Mi trato incluye las dos premisas, o todo o nada. Si deseas salir de aquí bajo mi protección tienes que aceptar también la oferta de inmortalidad y pagar el precio que yo estipule. Por supuesto, si prefieres rechazar el negocio, puedes intentarlo con mis asociados.
Mentor miró de reojo al jefe de los orcos y a su hermano. Ambos lo miraban a él con odio declarado; aunque el laboratorio hubiera estado lleno a rebosar de oro para comprar la vida de Olive y la suya, esas criaturas no habrían estado dispuestas a dejarlos marchar. Habían matado a dos o tres miembros de la tribu, y Mentor había puesto en jaque la autoridad del jefe.
—Comprendo —repuso Mentor volviendo la atención a Xaran—. Y ¿cuál es la cotización de la inmortalidad últimamente?
—Me complace hacerte saber que no ha subido en la última hora. Además, y porque creo que un hombre de tu talento merece ser inmortal, he pensado ofrecerte un trato especial.
—¿Como qué? —preguntó Mentor con cautela.
—Estoy dispuesto a olvidar el interés que mis leales seguidores orcos tienen en tu laboratorio. Tal como te dije antes, me interesan tus servicios. Quiero que me reveles todos los conocimientos secretos que has adquirido acerca de los simulacros o réplicas, y quiero que me traigas a Akabar aquí.
—¿Sabe Akabar que deseas verlo?
—Por supuesto; Akabar, y yo somos viejos amigos.
—Es curioso —comentó Mentor—. Recuerdo una conversación que mantuvimos justo cuando él acababa de presenciar la muerte de la cabeza de argos de Phalse el Maligno y me comentó, precisamente, que era la primera vez que lo veía en su vida.
Todos los tentáculos de los ojos de Xaran se irguieron de pronto y el ojo central parpadeó furioso.
—¡Phalse! —exclamó, y escupió en el suelo con asco. Mentor le había tocado un punto doloroso al hablar del Maligno—. La sierva que creaste, la que llamaste Alias, hizo muy bien en librar al mundo de semejante diablo. —Después, más tranquilo, añadió—: Seguro que se refería a que no había visto nunca una cabeza de argos tan ridícula como la de Phalse. Sus tentáculos terminaban en bocas, ¿sabías?, en vez de en ojos… Una criatura de aspecto revulsivo, realmente.
Olive, que no dejaba de vigilar a los orcos que la vigilaban a ella, albergaba ciertos temores con respecto a una cosa que había dicho Xaran. El hecho de que odiara tanto a Phalse no resultaba extraño puesto que el Maligno era un ser despreciable, y que conociera tanto a Phalse como a Akabar podía deberse a una simple coincidencia. Pero ¿cómo es que conocía a Alias? Aunque hubiera escuchado alguna historia de las que ella contaba sobre las andanzas de la espadachina, no tenía forma de saber que la había creado Mentor. Por pura lealtad, jamás había revelado el secreto de sus orígenes. ¿Cómo lo sabía Xaran? ¿De dónde había sacado un conocimiento tan profundo de Mentor, de la localización del laboratorio y de la aspiración que lo consumía, la de ser inmortal?
—Entonces, ¿qué garantías me ofreces de que me vas a hacer inmortal después de que cumpla con mi parte? —inquirió Mentor.
«Espera un momento —pensó Olive—. Mentor ha cometido muchas faltas en su vida pero jamás la de considerar sierva a Alias. Siempre se refiere a ella por su nombre, simplemente; el único ser que la llamaba “la sierva” era…».
—Te concederé la inmortalidad antes de enviarte en busca de Akabar bel Akash.
«¡Moander!», recordó de pronto.
—Mentor —susurró con premura.
El bardo le puso una mano en la cabeza enérgicamente para que se mantuviera en silencio.
—Entonces, ¿qué garantías tienes de que volveré con él?
—Existen muchas formas de garantizar tu buena fe —repuso Xaran críticamente.
—¡Mentor! —repitió Olive más alto y tirándole al mismo tiempo de la manga.
—No te preocupes —le dijo en voz baja a toda prisa, y después se dirigió a Xaran otra vez—. No voy a marcharme sin mi compañera. Me rinde servicios valiosos y no confío en el cuidado de tus… tropas.
—Créeme, no pensaba hacer algo tan… cruel. Toma esto. —Desenrolló la lengua desde la boca; en la punta había un erizo verde y cubierto de púas del tamaño y la forma de una castaña de indias.
Mentor la recogió y observó que estaba recubierto de una sustancia pegajosa y que las puntas de las púas terminaban en pequeños ganchos.
—¿Qué es? —preguntó.
—Tu inmortalidad.
Olive pellizcó a Mentor en el muslo y el bardo la miró fijamente.
—Disculpa un momento, Xaran, tengo que consultar con mi compañera.
—¿Es que desea hacer un trato similar? —inquirió Xaran mientras varios de sus ojos se centraban en ella.
—No, gracias —replicó Olive—. La vida sería un auténtico aburrimiento sin la amenaza constante de la muerte sobre la cabeza —contestó con mordacidad—. Sólo quería recordarle a Mentor un detalle.
El bardo se inclinó sobre ella.
—Lo tengo todo controlado —murmuró—, por favor confía en mí.
—Ha llamado a Alias «la sierva» —siseó Olive.
—¿Y qué?
—Así la llamaba Moander, ¿recuerdas? —contestó en voz baja.
—Olive, te estás volviendo paranoica.
—Moander controlaba a Akabar por medio de sarmientos —prosiguió la halfling, esforzándose siempre por mantener bajo el tono de voz—. Los sarmientos lo hacían caminar, hablar y realizar encantamientos contra su voluntad. ¿Qué argos que se precie lleva la cabeza cubierta de musgo? —preguntó retadoramente.
Mentor frunció el entrecejo un momento, pero cuando levantó la vista hacia Xaran otra vez, no pudo desechar los temores de Olive.
Tiró el erizo bajo los cojines del argos y se limpió en la túnica la sustancia pegajosa que le quedaba adherida a los dedos.
—Haré lo que deseas a cambio de nuestras vidas, pero no puedo aceptar semejante regalo del Oscurantista —declaró.
Los once ojos de Xaran se abrieron de asombro.
—¡Caramba! ¡Qué perspicaz eres! Sin embargo, ahora que sabes el origen de la largueza que te ha sido ofrecida, debes comprender que no tienes elección. No puedes rechazar el presente del Oscurantista; sería sumamente peligroso para tu bienestar. En el nombre de Moander, insisto en que aceptes la inmortalidad que te pone al alcance de la mano.
El argos dio unas órdenes en lengua orca, y Olive oyó el ruido de las hojas de acero al ser desenvainadas del cuero y el de los dardos al ser colocados en las ballestas.
—En ese caso, permite que me lleve el gato al agua —gruñó el bardo y, con un movimiento fluido, sacó el puñal de su padre del cinturón y lo lanzó certeramente hacia el monstruo.
Olive contempló aterrorizada la veintena de orcos que levantaban las ballestas y apuntaban a la espalda de Mentor. Sacó la piedra luminosa con un grito y la sostuvo en alto detrás del bardo. La aparición repentina de la luz mágica hizo gritar de dolor a los orcos y varios de ellos se precipitaron fuera de la caverna.
Un rayo de luz verde salió al encuentro de la daga de Mentor desde uno de los ojos de la bestia, pero la hoja lo atravesó sin sufrir daños y fue a clavarse directamente en el ojo central de Xaran; un líquido blancuzco comenzó a supurar por la hendidura.
Mentor ya se había dado la vuelta y sacaba la trompa mágica del cinto. Lanzó un grito: «¡Atruena!», y, llevándose el instrumento a los labios, sopló con fuerza. Con el efecto invocado por las palabras de Mentor, el instrumento emitió un torrente tremendo de sonido que tumbó a la mayoría de los orcos que quedaban y sacudió el techo de la caverna. La piedra se había debilitado ya por la erosión constante del agua y comenzó a resquebrajarse por todas partes como la pared de una fortaleza alcanzada por la carga de una catapulta. Grandes rocas y un alud de cascotes empezaron a caer desde el techo sobre las criaturas rezagadas. El polvo y la porquería acumulados en lo alto de la cueva y el hollín y las chispas de las fogatas flotaban en el aire.
Olive miró a Xaran otra vez pensando que en cualquier momento los dejaría clavados con el ojo de la muerte, pero se había hundido en los cojines y había desaparecido bajo tierra como una bestezuela herida. Buscó a Mentor; el viejo bardo contemplaba con arrogancia el caos que había provocado y se colgaba la trompa otra vez al cinto.
La parte pandeada del techo cayó justo ante ellos, y Olive comprobó alarmada que el trozo que quedaba sobre sus cabezas comenzaba a combarse. La oscuridad era cada vez mayor y la piedra luminosa no penetraba ya la cortina de polvo y rocas.
—¿Por dónde salimos? —chilló.
Mentor se giró en redondo y señaló hacia un pasadizo que llevaba al otro lado de la caverna.
—¡Por ahí! —gritó, tomando a la halfling por la cintura.
Salió con ella unos instantes antes de que el trozo de techo que había sobre los almohadones de Xaran se viniera abajo. Mientras corrían por el túnel, oyeron la voz del argos.
—¡Congelación!
—¡No te pares! —ordenó Mentor, empujando a Olive hacia las entrañas del oscuro túnel. El bardo se dio la vuelta para enfrentarse a la densa sombra esférica que flotaba en la galería detrás de ellos. El puñal aún sobresalía en el ojo central de la bestia.
—No puedes rechazar el regalo del Oscurantista —dijo el monstruo, lanzando el erizo pegajoso al bardo, y una carcajada de maníaco retumbó por las paredes.
Mentor cayó hacia atrás mientras se limpiaba la túnica frenéticamente. Cogió el erizo con una mano pero no logró quitar la cosa de la ropa. La castaña se abrió de pronto con el crujido de una explosión leve. Una nube de polvo rancio le saltó a la cara y lo hizo toser; estornudó y escupió, procurando no inhalar ni una mota de aquella sustancia.
—¡Mentor! —exclamó Olive, lanzándose en su ayuda. Lo agarró por el cinturón y lo arrastró lejos del argos.
—Ahora te toca a ti —anunció Xaran triunfante al tiempo que flotaba hacia ella—. ¡Todos deben servir al Oscurantista!
Olive sacó la trompa del cinto de Mentor con la intención de lanzársela a la bestia, pero el instinto le hizo llevárselo a los labios. Gritó las palabras mágicas que había oído pronunciar a Mentor y sopló en la boquilla con todas sus fuerzas.
No salió sonido alguno, y Xaran preparó las fauces para escupir una segunda semilla a Olive. Desquiciada de terror, volvió a soplar y una nota débil sonó en la cara del argos. El ruido no fue nada comparado con la conmoción provocada por Mentor, pero, combinado con el poder del instrumento, fue más que suficiente para hacer retroceder a Xaran por el aire como una pompa de jabón en el viento.
—¡Lo conseguí! ¡Lo conseguí! —gritó alborozada. Con tanta alegría, no se dio cuenta de que el techo se venía abajo.
Mentor se puso de pie con gran esfuerzo, levantó a la halfling y salió a toda prisa del túnel un segundo antes de que el techo se derrumbara. Después la dejó en el suelo y guardó el instrumento en el cinturón.
—Podrías haber derrumbado el techo que tenías sobre la cabeza y haber muerto bajo los escombros —la regañó.
—Es preferible a convertirse en inmortal al estilo del Oscurantista —replicó ella—. Al menos he cegado el túnel entre Xaran y nosotros. ¿Te encuentras bien? ¿Qué pasó cuando esa cosa explotó?
—Nada —repuso Mentor con un encogimiento de hombros—. No sé si me habrá protegido la ropa o si sería un engaño, o tal vez había que tragarlo para que surtiera efecto.
—¿Seguro que te encuentras bien?
—Apuesto a que mejor que tú. ¿Cómo tienes el hombro?
—Fatal. Eh… Mentor —dijo con la mirada perdida en el pasadizo y la frente fruncida de preocupación.
—¿Sí, Olive?
—Este túnel es un callejón sin salida.
—No es posible —dijo el bardo.
Se dio la vuelta y caminó hasta que tocó el final con las manos y lo vio con sus propios ojos. Se quedó mirando la pared de roca que tenía delante. No había salida; estaban atrapados en una ratonera.
—Es imposible. Estoy seguro de haber oído el silbido del viento en este pasadizo; tiene que llevar al exterior —gruñó el bardo, irritado. Se quedó inmóvil un momento—. Escucha. ¿No lo oyes?
Olive aprestó el oído sin mover un músculo. Sí, había un sonido como de paso de aire en la ratonera, y una corriente fría también. Levantó la piedra luminosa y comprobó la altura del techo, unos seis metros. Aquella cueva debía de haber estado llena de agua en algún tiempo porque había una antigua boca de pozo que atravesaba el techo, pero la luz de la piedra resultaba insuficiente para calcular hasta dónde llegaba la pared del pozo.
—Sería una buena forma de escapar —dijo Olive—, si fuéramos pájaros.
Alias despertó a la luz del alba. No había dormido bien a causa de unas pesadillas sobre la época en que estaba bajo el poder de Moander, y la sensación de que Innominado estaba en peligro no la había abandonado durante todo el sueño, aunque no sabía exactamente qué parte de las visiones se refería a él. Cuanto antes encontrara a Grypht y lo obligara a decirle qué había hecho con el bardo, tanto mejor para su tranquilidad.
Se quitó la manta y el abrigo de Dragonbait y se internó en el bosque. Al regresar, se acercó donde estaban sus cosas y comenzó a recogerlo todo en las alforjas. Vio la cota de malla que el paladín había dejado sobre la silla de montar y se la puso con justa indignación; se vistió después con una túnica y unas calzas limpias y los pantalones y botas de montar. Luego se acercó al fuego y se sirvió té, previamente preparado, con toda seguridad, por el saurio.
Dragonbait le dijo algo por señas pero ella se dio media vuelta y se quedó junto a la hoguera de espaldas a él. Minutos más tarde, Breck se levantó y se acercó a la espadachina. Tenía la tez ensombrecida por falta de afeitado pero estaba completamente vestido y armado; miró a la mercenaria de una forma extraña y se sirvió una taza de té.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
—Bien. ¿Por qué no me avisaste para el segundo turno de guardia?
—Dragonbait te sustituyó voluntariamente —repuso, y añadió a toda prisa—: He pensado que podríamos levantar el campamento en cuanto salga el sol y comenzar a buscar en círculos a partir del punto en donde perdimos el rastro de Grypht. Zhara puede venir con nosotros, si quiere.
Alias asintió. Ahora ya no quería retrasar la búsqueda ni un minuto. En cuanto a Zhara y a Dragonbait, se resignaría a viajar a su lado hasta que supiera algo sobre el paradero de Innominado.
—Mientras tanto, voy a echar otro vistazo a esos treants —añadió el leñador. Terminó el té de un sorbo—. Volveré en cuanto salga el sol —prometió, y salió del campamento rápidamente.
Alias siguió bebiendo despacio y, al terminar, se ciñó la espada, se acercó a Zhara, que aún dormía, y la sacudió con la punta de la bota. La sacerdotisa despertó con un ligero sobresalto y se sentó inmediatamente.
—¿Qué ocurre?
—Quiero hablar contigo —dijo Alias.
Akabar despertó a Grypht, y la bestia le gruñó.
—Ha llegado el alba —anunció el turmita—. Tenemos que marcharnos antes de que esto se caiga.
Grypht no comprendió una sola palabra pero captó el tono con toda claridad: el hombre quería ponerse en camino cuanto antes. El saurio miró alrededor y recordó que se hallaban en el espacio extradimensional que había creado la tarde anterior y que era necesario abandonarlo antes de que desapareciera y los dejara caer al suelo. Ya tenía todo el cuerpo dolorido y magullado y prefería evitar más contusiones.
Akabar tendió la cuerda hacia el suelo y descendió; después Grypht tiró el báculo y bajó detrás con una especie de aullido. Akabar señaló hacia la tierra.
—Mira, nos han seguido —observó mientras señalaba dos pares de huellas de botas y un tercero de pies de tres dedos—. ¿Sabes una cosa? Ésas parecen de Dragonbait —añadió.
Grypht husmeó el aire. De pronto levantó la cabeza y sus ojos se iluminaron de sorpresa. Akabar percibió el aroma de limones que emanaba del saurio.
—¿Las seguimos? —preguntó. El mago saurio ya seguía el rastro de Champion en el aire.
Zhara y Alias se hallaban frente a frente, y Dragonbait las miraba nervioso desde la fogata. Puesto que Alias no prestaba atención a sus señales, Zhara era la única esperanza que le quedaba de poder reconciliarse con su compañera, y rogaba en silencio que la sacerdotisa la calmara un poco y le diera así ocasión de disculparse.
—Supongamos que estás en lo cierto, que Moander se prepara para regresar, aunque aún me niego a creerlo —propuso la mercenaria—. Quiero saber por qué tiene que ser Akabar el que termine con él. ¿Por qué los dioses no han escogido a otro mago más poderoso y experto, como Elminster, por ejemplo, o Khelben de Aguas Profundas o Vangerdahast, el lacayo del rey Azoun?
—No lo sé —repuso Zhara con calma—. Tal vez porque mi esposo ya se ha enfrentado a él en una ocasión.
—Pues yo creo que es porque lo tienes bajo tu poder. Si hubieras logrado hacerte con el corazón de otro mago más sabio, no sería Akabar el elegido. Si lo amaras sinceramente te preocuparías por mantenerlo lejos de las garras de Moander. ¿Es que ignoras lo que le hizo una vez, la forma en que lo utilizó?
—Lo sé —murmuró Zhara—, pero, si no destruye él a Moander, Moander lo destruirá a él.
—¿Qué quieres decir?
—Moander quiere vengarse de Akabar. Tymora me advirtió que los servidores del Oscurantista buscaban a mi esposo por todas partes y entre todos decidimos que debía huir hacia el norte y que lo acompañara yo para protegerlo de los sortilegios de localización; yo tengo el mismo escudo protector que tú.
—En ese caso, no corréis peligro, no hay necesidad de ir en busca de Moander.
—No podemos estar toda la vida escondidos —replicó Zhara secamente, y un poco más tranquila añadió—: Sé que tienes buenas razones para huir de Moander, pero algún día habrás de hacer frente a tus temores.
—¿Ah, sí? ¡Pues fíjate lo que te digo! En cuanto encontremos a Grypht y me devuelva la Piedra de Orientación, me iré. Ya cometí una vez la estupidez de escuchar el canto de sirena de Moander y no pienso dejarme capturar de nuevo. Me iré en busca de Innominado y nos marcharemos juntos lejos de ese dios odioso.
—Akabar necesita tu ayuda. ¿Ya no te importa nada?
—¿Por qué habría de importarme? —gruñó Alias—. Es evidente que yo le importo un comino.
—No seas ridícula, te aprecia muchísimo —insistió Zhara.
—Si me apreciara algo, no se habría casado contigo, ¿no te parece? —le espetó.
—Te pidió que lo acompañaras a Turmish pero tú te negaste. ¿Qué querías que hiciera entonces, seguirte por todos los Reinos? Por favor, no lo abandones cuando más te necesita sólo por unos celos absurdos.
Alias dio un paso hacia Zhara y agitó un dedo iracundo ante su cara.
—Para tu información, esto no tiene absolutamente nada que ver con los celos. No eres más que una copia mía, una de las copias de segunda categoría que hizo Phalse. Akabar me dijo que yo era su amiga, que me consideraba un ser humano, y después resulta que se casa contigo, como si mi cuerpo fuera un producto que se puede comprar por un precio. —Se le quebró la voz de rabia y de dolor.
—Yo no soy un producto —replicó Zhara—; no me parezco a ti en nada. Soy una persona y…
—¿Sabías —la interrumpió Alias— que cuando os encontramos en la Ciudadela del Blanco Exilio y Akabar vio mi disgusto, se ofreció para destruiros a todas?
—Sí —asintió la sacerdotisa serenamente—, me lo explicó todo.
—¡Y a pesar de todo te casaste con él! ¿Estás loca? —gritó Alias—. ¡Estás completamente trastornada! —prosiguió con amargura—. Al fin y al cabo, eres hija de Phalse.
—De todas las hermanas tuyas que he conocido, tú eres la única que me ha tratado de esta forma; las otras se alegraron de saber que tenían familia.
—¡Hermanas! ¿Te refieres a los otros once monstruos que andan sueltos por ahí?
Zhara rechinó los dientes para no estallar. Aspiró profundamente y habló en tono mesurado y tranquilo.
—He conocido a tres. Una es sabia y habita en Candledkeep; otra es maga y vive en Immersea, y la tercera es guerrera como tú y nació en tierras orientales. He oído hablar de dos más: una ratera que fue asesinada la primavera pasada y una dama bastante poderosa de Aguas Profundas.
—¿Akabar se casó con alguna otra? Me sorprende que un mercader astuto como él no pensara en ello cuando os descubrimos en la Ciudadela del Blanco Exilio. Podría haberse quedado con vosotras al por mayor, por un precio más bajo, y venderos después una a una y sacar pingües beneficios.
—¡Bruja! —la insultó Zhara, pálida de rabia—. ¡Cómo te atreves! —gritó al tiempo que le cruzaba la cara con un contundente revés.
La mercenaria reculó varios pasos y después saltó hacia Zhara.
—Terminemos lo que empezamos ayer, ¿te parece? —rugió mientras ambas rodaban por el suelo. Zhara respondió con furia pero esta vez no tenía armas ni armadura que la protegieran. Se magulló los dedos de los pies de darle patadas y se hirió los nudillos al golpearle el cráneo. Alias le pegó en el estómago, y ella se encogió gimiendo como un cachorro—. ¿Ya tienes bastante? —se burló la espadachina, sentada sobre la sacerdotisa.
Zhara le clavó un hombro en el hígado, y Alias levantó el puño sobre su cabeza, pero entonces sintió que le inmovilizaban la muñeca desde arriba y la levantaban del suelo. Giró la cabeza para ver de quién se trataba.
Una bestia de unos tres metros de altura, cubierta de escamas y placas óseas, la mantenía en suspensión ante sus ojos y la estudiaba con interés. En la otra mano sujetaba un pedazo de arcilla modelado en forma de torre de cuatro pisos.
Alias buscó a Dragonbait con la vista. El paladín se encontraba en el límite del calvero observando el suelo, y Akabar estaba a su lado mirándola con expresión de incredulidad.
—¿Ya has terminado de pegar a mi esposa? —inquirió muy enfadado.
—Ella empezó —protestó Alias—. Y tú debes de ser Grypht —le dijo a la criatura que la sujetaba—. Bájame al suelo.
El sureño se adentró en el claro y ayudó a Zhara a ponerse en pie.
—¿Cómo has podido hacer semejante estupidez? —regañó el turmita a su esposa—. ¿Has olvidado la promesa que hiciste después de descoyuntarle el brazo a Kasim? Juraste que no volverías a pelearte con ninguna mujer.
Zhara escupió en dirección a Alias.
—Kasim es un ángel al lado de esta bruja. No se diferencia en nada de su madre Cassana y no me importa hacerle daño.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó Akabar a Alias tras hacerle una seña a Grypht para que la dejara en el suelo.
Grypht bajó a la espadachina hasta que sus pies tocaron el suelo, pero no le soltó la muñeca. Un olor a hierba recién cortada emanó de su piel y la torrecilla roja comenzó a brillar hasta que estalló. La joven, sorprendida, trató de alejarse de la bestia pero no lo consiguió. Alias y Zhara se miraban fijamente sin decir palabra.
—¿Cómo has podido pegar a mi esposa, tu propia hermana? —inquirió Akabar.
—Me pareció un buen sucedáneo en tu ausencia, «turmo» —replicó Alias mirándolo fijamente.
—¿Cómo has dicho? —inquirió Akabar con frialdad, ofendido por la vulgaridad del término.
—Ya me has oído —gritó Alias—. Te casaste con este engendro del Maligno. ¿Por qué no aceptaste a Cassana cuando se te ofreció? ¿Preferías a Zhara porque era más joven o porque podrías poseerla sin que yo lo supiera?
Akabar se quedó sin sangre en las venas, atónito por las palabras de Alias.
—¿Quién es Cassana? —preguntó Grypht a Dragonbait en saurio.
—Una bruja muerta —respondió el paladín en la misma lengua—. Por favor, Grypht, intenta convencerlos de que reserven las energías para los problemas que tenemos que afrontar.
—Alias… —la llamó la bestia.
La guerrera se giró bruscamente y se quedó mirando al saurio con asombro absoluto.
—¡Sabes hablar! —exclamó.
—Desde los dos años —repuso el saurio jocosamente.
—Bueno, quiero decir que hablas la lengua común, no sólo el saurio —explicó Alias.
—Ya sé lo que quieres decir. He hecho un sortilegio de lenguas, pero no dura mucho, así es que necesito que prestes toda tu atención, chiquilla; Deja tus iras para otro momento porque ahora nos enfrentamos a un peligro muy serio. Debes comportarte como un adulto y olvidar de momento las diferencias con estas personas, porque son tus aliados.
—No necesito aliados —replicó ella—. Lo único que me interesa saber es lo que le has hecho a Innominado. ¿Dónde está? —preguntó con tono imperativo—. Y Olive también, ¿dónde está?
—El bardo y la halfling debieron de huir de Kyre después de que ésta me encerró en una jaula de almas, pero no sé adonde habrán ido. Por el momento, tenemos asuntos mucho más urgentes que atender.
—¿Kyre te aprisionó en una jaula de almas? —preguntó Alias con incredulidad—. ¿Por qué no nos lo dijo?
—Porque era servidora de Moander. Estaba preparando el regreso del Oscurantista a este mundo vuestro —explicó el saurio.
—¡Estáis todos locos! —declaró la espadachina—. Moander está muerto. ¡Muerto!
—Sólo destruisteis su encarnación en este plano, pero su poder y su espíritu habitan en el Abismo. Ahora sus esclavos están construyéndole otro cuerpo aquí, otra abominación para que la posea en cuanto esté terminada.
—Ya no hay seguidores de Moander en los Reinos. Nadie le levantará un cuerpo —aseguró Alias.
—Por ese motivo, precisamente —replicó Grypht—, ha subyugado a mi pueblo y lo ha traído a los Reinos…
Grypht gorgoteó de pronto, soltó a Alias y se llevó la garra a la garganta. Tenía una flecha atravesada en el cuello. Se tambaleó una vez y cayó de espaldas en el suelo del bosque con un fuerte golpe.