—Escuchad lo que negáis a los Reinos, lo que os negáis a vosotros mismos —murmuró el prisionero al tiempo que se llevaba a los labios el corno.
Su aliento fluía por los recovecos del instrumento con la intensidad constante de los vientos alisios mientras sus dedos ejecutaban una airosa danza sobre las llaves y agujeros. Una dulce melodía inundó la celda, traspasó las rejas de la puerta y caracoleó por los pasadizos de la torre de Ashaba hasta tomar por sorpresa la sala del juicio.
Las notas resonaron contra la piedra desnuda de los muros de la estancia y bailotearon por todo el salón. Allí, sentado ante un tribunal de tres arperos, se encontraba Elminster El Sabio, que se disponía a ofrecer su consejo con respecto al prisionero; hizo una pausa antes de pronunciar la primera frase, cerró los ojos para escuchar y enseguida captó la esencia del ensalmo que encerraba la música. «¡Ah, Innominado! ¡No cambiarás jamás! —pensó—. El arrepentido ruega por su libertad, el justo la exige. ¿Es que tú sólo sabes seducir?».
Morala de Milil, la más anciana de los tres jueces, frunció el entrecejo ante la interrupción musical y sus ojos casi desaparecieron entre las arrugas que le surcaban el rostro. Un mechón blanco como la nieve le rozó la cara; se lo apartó, molesta, y lo recogió en el prendedor de oro que llevaba en la base de la nuca. Ella también reconocía el hechizo envuelto en las notas y, cuando observó los ojos de Elminster, cruzó los débiles brazos sobre el pecho y sonrió fríamente.
Elminster le devolvió la sonrisa como si hubiera olvidado la hostilidad de la anciana papisa. Se preguntó con fastidio por qué los arperos lo habrían nombrado miembro del jurado, pues su sempiterno sentimiento de antipatía por Innominado obligaba a poner en duda la imparcialidad de su decisión.
Morala había formado parte del tribunal que había condenado a Innominado en el primer juicio, y Elminster sabía que precisamente por ese motivo había sido elegida de nuevo. Era necesario que alguien representara el pasado, alguien que conociera al bardo de antiguo y fuera capaz de identificar sus trucos, como el que intentaba poner en marcha en esos momentos.
—Morala, vos no moriríais por disfrutar un poco de la melodía —susurró el sabio entre dientes—. Una simple tonada no lograría corroer un pilar de piedra como vos.
La sacerdotisa le echó una mirada fulminante como si hubiera captado el comentario. Elminster, que no sabía con certeza hasta qué punto oía la anciana, extendió un montón de pergaminos sobre la mesa fingiendo que la preocupación por la defensa le impedía apreciar la música. Cuando tuvo la certeza de que ya no estaba pendiente de él, lanzó una ojeada a los otros dos jueces.
No le resultó nada sorprendente que Breck Orcsbane, el más joven de los tres, siguiera encantado la tonada. El guardabosque movía la cabeza al compás, lo que imprimía un vaivén de péndulo a su larga trenza de cabello dorado; Elminster casi esperaba que el atezado leñador se levantara y comenzara a bailar la giga. Morala ya había manifestado su disconformidad con el hecho de que una persona tan simple como Breck formara parte del jurado, pero el sabio se alegraba de que al menos uno de los miembros supiera disfrutar de la vida.
Kyre, la barda, era la única que mostraba una actitud totalmente neutral con respecto a la música. Aunque la hermosa mujer semielfa ladeaba la cabeza para escuchar, Elminster sospechaba que su análisis técnico de la melodía excluía la posibilidad de que la sintiera a nivel emocional. Le habría gustado conocer su opinión con respecto a la canción o, mejor aún, con respecto a todas las cosas. Kyre se mostraba tan distante y adusta cuando le dirigía la palabra que el sabio tenía la sensación de hablar con un muerto, experiencia a la que no era completamente ajeno. A modo de compensación por su naturaleza reservada, Kyre llevaba una espléndida orquídea roja prendida en el lustroso cabello negro. La flor debía de estar bajo los efectos de un encantamiento para conservarse tan lozana en ese clima, dedujo el sabio, pero ¿a quién deseaba atraer con ella?
—Heth —llamó Morala dirigiéndose al paje de la torre asignado a los arperos—, que el capitán de la guardia haga algo para que cese ese ruido —ordenó—, y cierra la puerta al salir.
—¡Oh! No es preciso —intervino Breck—. Esa música es bastante aceptable.
Heth titubeó en el umbral.
Morala dirigió la mirada a Kyre con los párpados semicerrados en busca de apoyo, pero Kyre encogió los hombros, indiferente a la irritación de la papisa.
—Ese sonido no me molesta —manifestó la semielfa llanamente.
—Elminster, ¿a ti no te molesta el ruido? —preguntó Morala con la esperanza de que al menos el sabio tuviera la decencia de reconocer lo inapropiado de la música en el juicio. Habían decidido previamente que Innominado no compareciera ante el tribunal; Morala temía que engatusara a los arperos jóvenes con su ingenio, y Elminster no quería que los asqueara con su ego. Lo que peor le parecía a la sacerdotisa era tener que escuchar aquellos sones porque, precisamente, Innominado los había utilizado con anterioridad para justificar sus crímenes, y los arperos aún no habían revocado la decisión original de desterrar de los Reinos toda música del prisionero.
—Lo lamento, Morala —respondió Elminster—; mi oído no es tan agudo como antaño. ¿Habéis preguntado si he escuchado chiquillos?
Morala dejó escapar un bufido e hizo una seña al paje para que volviera a su puesto.
—Prosigue con tu argumento, por favor, sabio Elminster —urgió la papisa.
Tras ganarle a Morala la primera mano en un asunto de menor importancia, titubeó un instante antes de abordar el tema principal. «¿Me atrevo realmente a hablar en favor de Innominado? —se preguntó—. Las rigurosas pruebas no parecen haberlo humillado en absoluto. ¿Habrá aumentado su sabiduría gracias a los sufrimientos?». El sabio suspiró en silencio y sacudió la cabeza para despejar las dudas. Se había comprometido a hablar en favor del prisionero, de modo que cumpliría su palabra; sólo esperaba que la decisión conjunta del tribunal mostrara, cuando menos, la misma sagacidad que su propio e incierto consejo. Se puso en pie y se aclaró la garganta.
—Los arperos —comenzó—, a requerimiento mío, han aceptado reconsiderar el caso del Bardo Innominado. Os han escogido entre todos los suyos como representantes al servicio de este tribunal. En atención a Kyre y Breck Orcsbane, que aún no habían nacido cuando se juzgó a Innominado por primera vez, me dispongo a resumir las circunstancias y la sentencia de entonces, con el consentimiento de Su Eminencia —añadió al tiempo que se inclinaba ceremoniosamente en dirección a Morala—. Tened a bien añadir o corregir lo que os parezca menester en cualquier momento de mi intervención. Vos conocíais a Innominado tan bien como yo.
Morala asintió con un gesto amable, pero Elminster sabía que no iba a interrumpirlo. El resumen sería rigurosamente verídico y la anciana poseía la astucia suficiente como para saber que parecería una vieja liosa si comenzaba a corregirlo.
—El bardo sin nombre —comenzó el relato— nació hace trescientos cincuenta años en una aldea de las naciones del norte, hijo segundo de una familia de la pequeña aristocracia local. A edad temprana completó sus estudios en una famosa escuela superior de bardos y se licenció con los más altos honores. Escogió la vida de aventurero errante y sus canciones se hicieron populares por todos los rincones de los Reinos adonde lo llevaron sus vagabundeos. Disfrutó de su buen nombre y lo utilizó hábilmente para granjearse la colaboración de otros jóvenes aventureros que lo ayudaban en todo aquello que le pareciera una causa digna de atención; así, él y sus compañeros fueron los padres fundadores de los arperos.
»Con las bendiciones de sus dioses y la ayuda que la magia proporciona, ha logrado sobrepasar ampliamente los años de vida que la naturaleza concede al género humano; sin embargo, llegó un tiempo en que su esencia mortal comenzó a hacer presa en su mente. El bardo se obsesionó por preservar su música para la posteridad y nunca se mostraba satisfecho con la ejecución de sus trabajos por otros artistas, por lo que no quiso conformarse a la tradición y ceder las canciones oralmente o dejarlas registradas por escrito. Empezó a experimentar con formas mágicas la grabación de sus obras y llegó a crear algo maravilloso: la Piedra de Orientación.
Elminster hizo una pausa y miró a Morala para comprobar si se opondría a la referencia al objeto mágico; no obstante, la sacerdotisa optó por pasar por alto la mala jugada del sabio y, con un gesto de impaciencia, le indicó que prosiguiera.
—En principio, se trataba de un artefacto de escasa importancia que cualquiera podía utilizar como brújula de localización; básicamente, su poseedor no tenía más que pensar en una persona y la piedra enviaba un rayo de luz indicando una dirección —explicó el sabio—. Además, tenía la virtud de defenderse por sí misma contra el robo, en cierta medida, por medio de un efecto luminoso cegador. En algunas ocasiones, incluso, conducía a su dueño sin recibir instrucciones, como si pensara autónomamente, de forma que se decía que el artilugio ayudaba a los perdidos a encontrar el camino.
»El Bardo Innominado hizo experimentos para alterar la naturaleza del ingenio, cosa que sólo el más hábil o el más loco de los magos habría osado intentar. Insertó en el corazón del cristal un fragmento encantado de hielo paraelemental. No sólo sobrevivió a empresa tan arriesgada sino que además obtuvo una gran recompensa. En sus manos, o en las de cualquiera de los suyos, la piedra actuaba como una vara mágica recargable capaz de contener todos los conocimientos que Innominado había adquirido, y además recopilaba cualquier otro tipo de información, como las páginas en blanco de un diario. Innominado aseguraba que también reproducía sus canciones y las “cantaba” con su propia voz, exactamente igual que las interpretaba él. La dotó asimismo de otras propiedades, de modo que lograba proyectar una imagen de sí mismo como si se encontrara en persona entonando sus baladas.
—Un tanto pretencioso por su parte, ¿no es cierto? —comentó Breck con una elocuente sonrisa.
Morala bufó a modo de acuerdo.
—Algo más que un tanto, estimado guardabosque —replicó Elminster sonriéndole. Al sabio le complacía que el joven no se cohibiera al expresar su opinión, y aún le complacía más que los fracasos ajenos le resultaran divertidos en vez de enojosos—. A pesar de sus grandes logros —prosiguió—, Innominado aún no se sentía satisfecho porque era necesario ordenar a la piedra cuándo cantar, qué cantar o en qué momento crear la ilusión de sí mismo; carecía de fuerza vital para interpretar por sí sola, de juicio para seleccionar lo más adecuado a cada situación y de habilidad para provocar la reacción del auditorio y manejar sus emociones; de modo que el bardo consideró que había fracasado con la piedra y la abandonó. Más tarde, intentó crear un poderoso doble de sí mismo y conferirle su personalidad, además de todos los conocimientos que había transmitido a la Piedra de Orientación. Para evitar posibles rechazos, lo hizo completamente indistinguible de los seres humanos y, por último, trató de dotarlo de inmortalidad.
Breck emitió un prolongado silbido grave de asombro, y Morala se estremeció a pesar de que ya conocía la historia; la expresión de Kyre permaneció imperturbable, interesada pero sin emoción. La melodía que ascendía desde la celda del prisionero creció hasta convertirse en una atrevida fanfarria.
—Dada la valiosa experiencia que Innominado había extraído de las alteraciones de la Piedra de Orientación —retomó Elminster—, buscó otro fragmento de hielo paraelemental para el corazón del simulacro. —Hizo una pausa; no le suponía esfuerzo hablar del genio y la osadía de Innominado, ni tampoco de su obsesión y vanidad, pero el corazón del sabio sufría al recordar el crimen del bardo. No obstante, era preferible explicarlo que permitir que Morala expresara su versión—. Sin embargo, a pesar de su brillantez y habilidad naturales para la magia —continuó—, Innominado era un bardo, no un mago experimentado y conocedor de la ciencia. Reconocía sus limitaciones e intentó hacerse con la colaboración de varios hechiceros sin conseguirlo. Eran pocos aquéllos a los que aún no había ofendido con su arrogancia, y esos pocos, que tenía por amigos, opinaban que el proyecto era vano, una pérdida de tiempo y energías; algunos incluso pensaban que no funcionaría siquiera. A otros les parecía una creación abominable y, de entre éstos, hubo quien dijo que el invento podría ser copiado por seres malignos con fines perniciosos. Intentaron convencerlo de que se conformara con el hallazgo de la piedra y la recreación de su obra musical. Fueran cuales fuesen los razonamientos, todos coincidieron en calificar el proyecto de muy peligroso, incluso fatal para él o para cualquier otro.
—Pero lo llevó adelante a pesar de todo, ¿no es así? —interrumpió Breck, ansioso como un niño por saber el final del cuento de Elminster.
—Sí —confirmó el sabio—, en efecto; con la ayuda de sus aprendices construyó el cuerpo en su propia casa. Cuando procedió a formular el hechizo que había de conferirle vida, algo salió mal. El hielo paraelemental explotó, el simulacro resultó destruido, uno de los aprendices murió al instante y otro, una muchacha, perdió la voz y nunca logró recuperarla a pesar de los esfuerzos.
—Se quitó la vida ella misma poco después —intervino Morala con resentimiento en la voz.
—Así fue —admitió Elminster, y enseguida se apresuró a añadir—: pero eso sucedió posteriormente, después del tiempo al que me estoy refiriendo. Cuando Innominado requirió ayuda para la aprendiza, declaró libremente la causa de las heridas. Los arperos se horrorizaron por la forma tan atrevida de poner en peligro la vida de sus propios pupilos en una tarea tan arriesgada que sólo buscaba satisfacer su obsesión exclusiva por la música. Fue convocado a juicio y declarado culpable de la muerte de un ayudante y de las heridas del otro, la muchacha; después, buscaron un castigo apropiado al crimen cometido.
»Tanto su nombre como su música fueron prohibidos en los Reinos y, para impedir que desbaratara el cumplimiento de la sentencia o volviera a intentar el temerario experimento, borraron su nombre de su misma memoria y lo desterraron de los Reinos confinándolo en una región fronteriza del Plano Positivo de la Vida, donde, merced a la naturaleza de la propia región, disfrutaría de salud e inmortalidad relativa. Pese a ello se lo condenó al aislamiento total. —Elminster hizo otra pausa.
El canto de Innominado cambió a una melancólica tonalidad menor al tiempo que Morala, Orcsbane y Kyre sopesaban el crimen y el castigo de su congénere arpero; parecía que el bardo supiera el punto de la historia en que se encontraba Elminster. Morala lo miró con suspicacia pero él no daba señales de percibir la música en absoluto.
Y así era: el sabio estaba pendiente del revoloteo de una sombra situada a espaldas del tribunal. No hizo gesto ni seña alguna que pudiera atraer la atención sobre la pequeña figura que identificó oculta entre las sombras del muro de la sala. Se trataba de la halfling Olive Ruskettle. No le parecía alarmante aquella intromisión no autorizada; al fin y al cabo, ella ya sabía la historia de Innominado. No obstante, tomó nota mentalmente para reprender a lord Mourngrym por la ineficacia de la guardia de la torre. En aquella estancia, era prácticamente imposible percibir la presencia de la halfling debido a su marcada tendencia a esconderse en la penumbra, pero no debería haber conseguido traspasar la entrada principal a plena luz del día sin que nadie le diera el alto.
La halfling se escabulló de la sala del juicio hacia el pasadizo que descendía a la celda del prisionero sin percatarse de que había sido localizada por la aguda vista del sabio.
«Si crees que vas a visitar a tu amigo Innominado, ladronzuela escurridiza, prepárate para una sorpresa», pensó Elminster al tiempo que reprimía un gesto. Volvió a concentrarse otra vez en los jueces.
—Han pasado doscientos años desde el exilio del bardo sin nombre…
—Disculpad, Elminster —interrumpió Kyre—, pero ¿vamos a continuar refiriéndonos al acusado de esa manera durante toda la vista? Estoy segura de que podemos hacernos depositarios de su nombre, lo cual simplificaría las cosas, ¿no os parece?
—¡No! —objetó Morala—. Es Innominado por decisión nuestra e Innominado seguirá siendo.
Elminster suspiró ante la vehemencia de la anciana sacerdotisa.
—El propósito de este tribunal no sólo consiste en dilucidar si debemos liberarlo o no; también hemos de determinar si puede regresar a los Reinos. Morala y yo hemos hecho juramento de no revelar su nombre a menos que los arperos decidan lo contrario, de modo que continuaremos refiriéndonos a él como Innominado, al menos hasta el final de este juicio.
—Comprendo —repuso Kyre con un leve gesto de asentimiento—. Disculpad la interrupción.
Elminster asintió a su vez y retomó la segunda parte del relato.
—Así pues, Innominado permaneció dos siglos en el exilio; más adelante, ciertas fuerzas del mal acudieron a su encuentro de forma deliberada y lo libraron del exilio.
La melodía que llegaba desde la prisión del reo cesó de pronto. Morala, muy satisfecha, curvó los labios con la mayor discreción mientras Elminster se mesaba la barba pensativamente y se preguntaba qué estaría tramando el bardo en esos momentos.
Innominado bajó el corno y se quedó mirando la puerta de la celda; oía algo en la cerradura, y sabía que Elminster había dado órdenes específicas a los vigilantes para que trataran al prisionero con toda cortesía, lo cual incluía que llamaran a la puerta antes de entrar. Compuso un mal gesto mientras pensaba en la dura reprimenda que iba a ganarse el que hubiera cometido la necedad de interrumpirlo mientras interpretaba su composición.
La puerta se abrió poco a poco y la halfling apareció en el umbral; sus ojos almendrados brillaban y le hizo un guiño de complicidad al tiempo que escondía un hilo de cobre entre la cabellera pelirroja.
—No está mal la cancioncilla —comentó en son de broma—. ¿No tiene letra?
—Naturalmente —respondió el prisionero con el gesto más relajado—. ¿Quieres que te la escriba, maestra Ruskettle? —inquirió.
—Sería estupendo —repuso la diminuta mujer al tiempo que entraba en la celda y ajustaba la puerta tras de sí. Sus pies peludos pisaron silenciosamente la mullida alfombra de lana de Calimshan. Descargó el morral y se quitó la capa empapada, y antes de sentarse en el escabel tapizado comprobó si tenía secos la túnica y los pantalones.
El Bardo Innominado dejó el corno sobre la mesa.
—Adelante, maestra Ruskettle, toma asiento y ponte cómoda, como si estuvieras en tu propia casa —indicó, a pesar de que sabía que los halfling no apreciaban el sarcasmo, y Olive Ruskettle menos aún.
—Gracias, Innominado. Vives en un lugar muy agradable —opinó mientras admiraba el elegante mobiliario, las cortinas de terciopelo, la cómoda con tiradores de bronce, la colcha de seda, el candelabro de oro, la botella de vino de fino cristal y todos los demás artículos de lujo con que le habían adecentado la celda—. Tienes buen aspecto —añadió al reparar en la delicada camisa de seda, la túnica con reborde de piel, los pantalones de lana y las botas de cuero que llevaba.
Innominado respondió con un guiño y se sentó en la cama con las piernas cruzadas. Era incapaz de mantener un enfado con Olive durante mucho tiempo. Después de todo, lo había rescatado de las mazmorras de la cruel Cassana y lo había ayudado a liberar a su trovadora Alias. Pero la verdad era que no estimaba a la ladronzuela por mera gratitud; su descarada forma de ser le divertía y le recordaba a sí mismo.
—¿Qué has estado haciendo? —le preguntó—. Hacía más de un año que no te veía.
—Sí, y lo siento, pero he pasado un verano caótico, como ya debes de saber. Estuve en Immersea con unos amigos que me convencieron de dejar las rutas y los caminos hasta que todo se calmara. Si hubiera sabido que mientras tanto tú te pudrías en la prisión, habría acudido antes —declaró. Tomó una ciruela grande y jugosa de un atestado frutero de plata y la devoró en unos pocos mordiscos delicados y rápidos.
—Este encierro no es más que una formalidad. Saldré tan pronto como termine el juicio —le explicó—; ni siquiera cerraban la puerta hasta que llegó la bruja de Morala armando jaleo.
—¿Te refieres a la suma sacerdotisa de Milu? ¿La que te tiene entre ceja y ceja?
—¿La conoces?
—La he visto por ahí.
—¿Has visto a Alias?
—En realidad, he venido a verte a ti directamente nada más llegar. —La halfling no tenía mayor interés por Alias, pero comprendía que el bardo consideraba a la espadachina cantante como a su propia hija y, en un esfuerzo de amabilidad, le preguntó—: ¿Cómo se encuentra la encantadora Alias?
—No sé —bufó él—. Llegó al Valle de las Sombras con Dragonbait un día después que Morala, pero Morala no me permite visitas. ¿Cómo te las arreglaste para burlar a los centinelas de la torre?
—Ya sabes —comenzó Olive al tiempo que sacaba un alfiler de plata del bolsillo de la capa—, parece increíble el respeto que la guardia local siente por este estúpido símbolo del arpa y la luna, aunque lo lleve en el pecho una persona pequeña sin armas a la vista.
Innominado respondió a la ironía con un gesto. Él mismo había dado el antiguo alfiler arpero a la ladronzuela; según la tradición, el bardo tenía que responder por ella hasta lograr que el resto de la comunidad la aceptara, pero Innominado ya no gozaba de prestigio entre los suyos. Ahora, la halfling había utilizado la insignia para romper la regla impuesta por Morala, maestra arpera. Se dijo que los halfling y las mujeres eran los seres capaces de crear mayor confusión, y Olive pertenecía a ambas clases.
—¿Eres consciente —le preguntó en voz alta— de que vas a tener problemas para que te acepten hasta que yo recupere mi credibilidad?
—¿Eres consciente —replicó ella— de que soy yo quien se opone a aceptar a los arperos si no abandonan sus altos sitiales y olvidan ese cuento del destierro? Y, mientras tanto, no puedes quedarte en este agujero; tengo un caballo y provisiones escondidos en las afueras del pueblo y están a tu disposición.
—¡Caramba! ¡Es todo un detalle por tu parte, maestra Ruskettle!
—¡Pues vámonos! —exclamó Olive al tiempo que bajaba del escabel de un salto y se quedaba de pie junto a la cama golpeando el suelo con la puntera en un simulacro burlón de impaciencia.
Innominado se inclinó hacia ella, alargó una mano y le acarició el cabello. Por lo general, Olive no podía soportar que los humanos le acariciaran la cabeza, pero el gesto del bardo no era una caricia en realidad, y además él le gustaba mucho más que el resto de los seres humanos que conocía, de modo que le permitía muchas cosas. Lo miró, confundida y extrañada de que la hubiera tocado.
—¡Ah, Olive! —le dijo con una sonrisa triste.
—¿Qué sucede? —preguntó sin percatarse de que la había llamado por su nombre, cosa que nunca había sucedido hasta ese momento.
—¿Me creías incapaz de preparar mi propia fuga, Olive?
—Todavía estás aquí, ¿no? —puntualizó ella un tanto irritada.
—Sí, pero no por falta de habilidad en los dedos —respondió al tiempo que le enseñaba el trozo de cobre que le había quitado del cabello. Con gran maestría, pasó el brillante hilo de metal de un dedo a otro y lo hizo desaparecer tan rápidamente que Olive no estaba segura de si lo había tirado o lo había escondido en la manga.
—De acuerdo, resulta impresionante. ¿Me devuelves la ganzúa?
—La tienes en el pelo, Olive, en el mismo sitio donde la tenías.
Olive se pasó la mano por el cabello y encontró el hilo metálico tras la oreja, justo donde lo había dejado.
—Es un truco, claro —aseguró.
Innominado no respondió, pero sus ojos destellaban con picardía.
—No soporto que hagas esas cosas —le dijo molesta.
—Te encanta —replicó el bardo—, lo que no soportas es no saber hacerlas tú todavía.
—De acuerdo; así pues, no necesitabas de mi ayuda para escapar. ¿Por qué estás aquí, entonces? —inquirió.
—Porque no deseo convertirme en un fugitivo acosado sin necesidad. Los arperos recuperarán la razón y me devolverán la libertad.
—Eso mismo creías cuando te pusiste en sus manos hace doscientos años —arguyó Olive—. ¿Qué te hace pensar que este juicio terminará de una forma diferente?
—Elminster habla en favor mío ahora —contestó con seguridad.
—Le tienes mucha confianza a ese viejo bobo.
—Los arperos han aprendido a respetar sus consejos.
—Y supones que van a perdonarte y a acogerte de nuevo entre ellos, y a devolverte la dignidad de maestro arpero.
—Por supuesto —repuso el bardo, con calma.
—Y luego… ¿qué? —espetó Olive—. ¿Compromisos en las cortes reales? ¿Unos cuantos títulos de nobleza otorgados por tus talentos? ¿Magos rogando que los hagas partícipes de tus secretos? ¿Rebaños de aprendices dispuestos a servirte?
—¿Por qué tendría que ser diferente de entonces? —cuestionó Innominado con gesto burlón.
—¡Sueñas, compañero! —exclamó Olive completamente frustrada por la vanidad y la seguridad inamovible del bardo—. ¡Despabílate y aguza el olfato! Ni el gran Elminster hará cambiar de opinión a Morala; en cuanto a los otros dos, tal vez el guardabosque se apiade de ti, pero la trovadora semielfa es capaz de tanta compasión como un golem de hierro. Necesitas… —Olive calló de pronto, alarmada por la forma en que su voz levantaba ecos en la celda y molesta por haber perdido el autocontrol a causa de un estúpido humano—… necesitas un plan de emergencia —susurró—, sólo por si tú te equivocas y yo tengo razón.
—Si estuvieras equivocada y huyera ahora, perdería mucho —replicó Innominado con ardor.
—Perderás mucho si no lo haces; la vigilancia se redoblará si te condenan, lo sabes. Dado que ya te escapaste una vez de la ciudadela del Blanco Exilio, buscarán otro sitio peor donde confinarte, si es que existe algo peor.
Innominado se esforzaba por controlar el temblor de los labios. Durante dos siglos había morado en la ciudadela del Blanco Exilio, siempre al corriente de los acontecimientos de los Reinos pero sin poder intervenir en absoluto, lo cual había supuesto una tortura; sin embargo, sí que se imaginaba cosas peores. Por otra parte, la cuestión de la huida planteaba además otros problemas.
—Olvidas que estamos hablando de los arperos —objetó—. Me seguirían el rastro sin la menor dificultad.
—Tú también eres arpero —le recordó Olive—. Si no fueras tan orgulloso ni te quedaras dormido en los laureles, irías siempre un paso por delante de ellos. Sé de un sitio donde puedes esconderte, un lugar donde te acogerán bien y donde nadie podrá localizarte a través de la magia.
—Pretendes que utilice la protección de Alias —dijo Innominado, refiriéndose al hechizo de desorientación lanzado a la espadachina, a consecuencia del cual tanto ella como cualquiera que viajase en su compañía resultaban imposibles de detectar por medios mágicos—. Olvídalo —rechazó irritado—; no quiero mezclarla en esto.
—No hablaba de Alias —dijo Olive—. Concédeme al menos un poco de sentido común; ese escondite es demasiado evidente. Tampoco se trata de una zona mágica neutra, demasiado evidente también; por otra parte, en esos sitios hay mucho sinvergüenza suelto. He pensado en algo mejor. Con un poco de suerte, los arperos perderán el tiempo investigando a Alias y registrando las zonas mágicas neutras mientras nosotros les damos esquinazo; no son seres perfectos y cometen errores. ¿Por qué crees que tienen tanto poder sobre ti?
—Porque poseen mi nombre —siseó Innominado coléricamente.
Olive encogió los hombros y tomó otra ciruela.
—¡Vaya cosa! Yo también lo sé: Mentor Wyvernspur, del clan de los Wyvernspur de Immersea, en Cormyr —declaró con toda seguridad. Fingió un bostezo sarcástico antes de añadir—: Tu hermano mayor era Gerrin Wyvernspur, tu madre se llamaba Amalee Winter y tu padre era lord Gould y tu abuelo fue el gran Patón Wyvernspur. ¿Te suena de algo?
El bardo, apoyado en la pared, miraba a la halfling sin pestañear, abiertamente asombrado. En silencio, con los ojos cerrados como si recitara una oración de la infancia repetida muchas veces, pronunció los nombres que Olive acababa de darle.
—¿Sorprendido? —inquirió Olive, incapaz de reprimir una mueca de burla.
El bardo la miró y asintió, mudo de asombro aún.
—Y tengo otra cosa para ti, Mentor —añadió Olive al tiempo que sacaba un objeto del bolsillo de la capa; lo dejó en la cama ante el bardo—. ¿Lo reconoces?
Mentor bajó la vista hasta el presente de la halfling. Se trataba de una pieza de cuarzo poliédrica y con cierta forma ovoidal, algo mayor que un huevo de gallina. El bardo contuvo la respiración y después lanzó un alarido de alegría, saltó de la cama y, levantando a Olive por los aires, comenzó a dar vueltas con ella riéndose de puro contento.
—¡Has robado la Piedra de Orientación! ¡Qué halfling tan asombrosa! ¡Sería capaz de darte un beso!
—Bueno, creo que me lo merezco —repuso Olive al tiempo que giraba la cabeza y ofrecía la mejilla. Mentor apretó los labios contra la tez arrebolada de la halfling y después empezó a reírse y dar vueltas otra vez con ella entre los brazos.
—Se me va a salir la ciruela que acabo de comer si no me dejas en el suelo —advirtió Olive en tono amenazador.
Mentor la posó suavemente en la cama; Olive dio un bote en el colchón y se apoderó del cristal.
—¿Todavía conserva poderes mágicos? —preguntó al pasarle el objeto.
Mentor lo recogió con una mano, entonó brevemente un nítido sol sostenido y se quedó contemplando las entrañas de la piedra.
—¡Sí! —anunció—. ¡No puedo creerlo! Esto no te lo ha dado Elminster, ¿verdad? Lo robaste, ¿no es cierto?
—No, no —repuso Olive con una mueca—. Elminster se la entregó a Alias el año pasado. Quizá le parecía que tenía cierto derecho a poseerla por la relación que la une a ti. La perdimos fuera de Westgate, pero hallé al hombre que la encontró y lo convencí para que renunciara a ella.
—¿Y mi nombre? ¿Quién renunció a mi nombre?
—Esa historia es más larga de contar. ¿Por qué no la dejamos para después? ¡Vámonos!, ¿eh?
Mentor se sentó en el escabel.
—Ahora ya no hay prisa —aseguró—. Podemos desaparecer en cualquier momento. El cristal puede teletransportarnos.
—Pero quedará anulado si Elminster levanta una muralla antimagia sobre la celda —arguyó Olive.
—La Piedra de Orientación es un talismán cuyos poderes no pueden ser anulados ni siquiera por los de Elminster —declaró Mentor. Cogió una ciruela del frutero y la cató con un jugoso mordisco—. Quiero que Elminster tenga la oportunidad de defender mi caso ante los arperos tal como debería haberlo hecho en la primera ocasión. Si fracasa y no los convence para que me concedan el perdón, nos marcharemos.
—Tengo un mal presentimiento con respecto a este asunto, Mentor. Vayámonos ahora, por favor —rogó Olive.
—Tranquilízate, Olive, todo está bajo control. Toma, come otra ciruela. —Le acercó el frutero.
Olive cruzó los brazos decidida a no contribuir a la indiferencia de su amigo con respecto al peligro que corría.
Mentor movía el frutero tentadoramente bajo la nariz de Olive, y ésta, incapaz de resistirse al aroma, escogió otra ciruela.
—Mentor. ¡Qué nombre tan apropiado! —susurró el bardo al dejar el cuenco de fruta en la mesa. La halfling reprimió un estremecimiento inexplicable e hincó el diente en la ciruela.
Mientras Olive Ruskettle intentaba convencer al Bardo Innominado por todos los medios de que tal vez Elminster fracasara en su defensa, el sabio explicaba a los arperos cómo los seres malignos que lo habían liberado lo habían inducido a la construcción de otra versión del modelo para ponerlo a su servicio.
Morala sacudía la cabeza y se mordía la lengua, pero fue incapaz de contener la irritación mucho tiempo.
—Yo le advertí de ese peligro cuando quería construir el primero; el mal no engaña al bien con disfraces a menos que el bien mire hacia otra parte. La propia arrogancia de Innominado lo cegó con respecto a la verdadera naturaleza de esos seres.
—Tal vez, Eminencia —replicó Elminster—. Sin embargo, no dudó en actuar contra ellos desde el momento en que los reconoció, e hizo todo lo posible por evitar que lograran el control de la criatura. La liberó de modo que tanto ella como sus compañeros pudieran regresar a destruir a todos los miembros del consorcio: la hechicera Cassana, el lich Prakis, la cofradía de los Asesinos de los Cuchillos de Fuego, Phalse el Maligno e incluso Moander el Oscurantista.
—¿Ella? ¿Os referís al modelo? —preguntó Breck.
—Entonces, ¿consiguió animarlo? —inquirió Morala con un suspiro de derrota.
—En realidad, la dotó de algo más que animación. Está verdaderamente viva y en plena posesión de su propia alma y de su propio espíritu. Ni siquiera vos, Eminencia, advertiríais que es un ser que no ha pasado por el trance del nacimiento.
—Imposible —aseveró la gran sacerdotisa.
—Imposible para Innominado y para los seres malignos que lo respaldaban, pero no para un dios.
—Moander el Oscurantista no podría dotarla de alma —insistió Morala.
—No he hablado de Moander —replicó Elminster.
—Entonces, ¿a qué dios te refieres, Elminster? —preguntó Kyre.
—No estoy seguro. Phalse el Maligno raptó a un paladín de otros mundos para conseguir un alma para el simulacro, pero el paladín aún vive. Es como si su alma se hubiera desdoblado y un fragmento se hubiera separado; ambos crecieron en la creación de Innominado, tal vez por obra de un dios del paladín. También sospecho una posible intervención de Tymora, la diosa Fortuna… o tal vez se tratara de un esfuerzo conjunto de todos ellos, pero, sea como fuere, la mujer permanece viva.
—¿Por qué Innominado encarnó su creación en una mujer? —inquirió Breck.
—La hechicera Cassana, por viles razones personales, insistió en que fuera creada a su imagen —explicó el sabio—. Tal vez ha sido preferible así. Innominado imbuyó al simulacro de muchas características de su propia personalidad, pero, en su intento de convertirla en una mujer ideal según sus cánones, la dotó de una faceta tierna y noble que él mismo jamás había demostrado en su personalidad. Ya se ha hecho famosa por méritos propios como espadachina mercenaria inteligente y valiente. El paladín del que hablé antes, un noble saurio conocido en los Reinos con el nombre de Dragonbait, viaja con ella y está plenamente convencido de su bondad esencial.
—¿No os referiréis a Alias de Westgate? —intervino Breck.
—La misma, estimado guardabosque —repuso Elminster—. Así pues, ¿ya conoces a esa dama?
—Bueno, no exactamente —admitió Orcsbane—, pero la he visto en la taberna La Calavera de los Tiempos y he escuchado sus canciones. Tiene voz de pájaro e interpreta las canciones más conmovedoras que he oído en mi vida.
—¡Canta! —exclamó Morala muy enfadada—. ¡Canta sus canciones! ¿No es así, Elminster? ¡Y no has hecho nada al respecto!
—¿Qué podía hacer yo, Eminencia? Es una mujer libre que no ha cometido crimen alguno. Las gentes del Valle de las Sombras la consideran una heroína. Han quedado muy atrás los tiempos en que los arperos tenían poder para intimidar al pueblo y obligarlo a obedecer, y menos aún exigírselo a una heroína.
Elminster sabía que Morala forcejeaba consigo misma para conservar el control de su cólera. La sacerdotisa respiraba profundamente, con los ojos cerrados y el mentón apretado. El sabio no deseaba aumentar su ira pero tampoco estaba dispuesto a soportar sus reprimendas por un comportamiento civilizado.
—Sería conveniente conocer a esa mujer —apuntó Kyre con calma—. ¿Hablaría con nosotros si la convocáramos?
—Acudiría con sumo gusto —repuso Elminster—. Aprovecharía la menor ocasión de hablar en favor de Innominado.
—¡Sí, naturalmente! —gritó Morala—. Es su propia criatura.
—No, Morala —cortó Elminster al instante, esforzándose también por no demostrar su furia—. Ella se debe sólo a sí misma aunque siente cariño por Innominado, como cualquier mujer buena y generosa lo sentiría por el padre que la ha criado lo mejor que ha podido.
Morala bajó los ojos hasta las manos, temerosa de haber despertado la ira del sabio. Ella era muy vieja, pero Elminster la sobrepasaba en varios años, además de ser el aliado y consejero más poderoso de los arperos.
—Deberíamos escucharla —admitió en voz baja.
—Ve a buscar a Alias de Westgate —ordenó Kyre a un paje tras llamar su atención con un gesto— y dile que este tribunal reclama su comparecencia.
Heth escuchó la orden, hizo una reverencia a los jueces y abandonó la sala a toda prisa en busca de Alias, la trovadora del Bardo Innominado.