El mayor problema con la mayoría de los magos es que piensan que pueden cambiar el mundo. El mayor error que cometen los dioses es dejar a muchos de ellos salirse con la suya.
Nelve Harssad de Tsurlagol
Mis Viajes por el Mar de las Estrellas Caídas
Año de la Espada y las Estrellas
—Me pregunto —dijo pausadamente Torm mientras las monedas de oro y plata tintineaban a través de sus dedos— cuánto tiempo habrá estado este dragón de hueso amasando toda esta fortuna —y echó una mirada por encima de aquel resplandeciente mar de metal precioso.
—Pregunta a Elminster —dijo Rathan—. Es probable que él recuerde el día en que llegó Rauglothgor, qué —o a quiénes— comía y todo lo que quieras saber.
El clérigo estaba examinando metódicamente puñados de monedas, seleccionando sólo las piezas de platino y añadiéndolas a una ya bien abultada bolsa. Cerca de ellos, Merith removía con cuidado las monedas con su pie, en busca de algún tesoro más inusitado que anduviera perdido entre el dinero.
—¿Para esto hemos de pasar por tanta sangre y tantas batallas? —dijo Jhessail acercándose hasta él con sus manos repletas de gemas chispeantes.
—Sí. Deprimente, ¿no? —respondió Lanseril desde donde se arrodillaba junto a Shandril en compañía de Narm. La que un día fuera ladrona de la Compañía de la Lanza Luminosa yacía blanca e inmóvil, tal como si estuviese muerta. Elminster chupó su pipa pensativamente mientras la miraba, de pie al otro lado de ella, pero no dijo nada.
Lanseril dio un pequeño empujón a Narm:
—Ya basta de darle vueltas a la cabeza, mago. Levántate y coge algunas gemas y monedas de platino, o algo así, mientras aún están ahí para cogerlas. —Y, ante la oscura mirada de Narm, añadió con un tono más suave—: Vamos, nosotros la vigilaremos, no tengas miedo. Necesitarás el oro, ¿sabes?, si planeas aprender el suficiente arte para que los dos podáis libraros de tantos enemigos como os habéis hecho en estos días pasados.
Narm lo miró con una expresión de duda y los ojos de ambos se encontraron por unos instantes. El joven asintió con un lento movimiento de cabeza:
—Puede que tengas razón. Pero… Shandril… —y miró con desconsuelo a su compañera.
El druida le puso una mano cálida en el brazo.
—Sé que es duro. Sin embargo, lo mejor que puedes hacer por ella, y por ti mismo, es levantarte y proseguir tus tareas. Los designios de los dioses y de los hombres se realizan incluso mientras uno duerme, como dice el proverbio. Nada puedes hacer por Shandril ahí sentado. Ve, muchacho, y juega entre las monedas. No creas que vas a volver a ver tantas como aquí antes de que mueras. —Lanseril lo empujó una vez más—. Yo calentaré tu sitio, aquí junto a su hombro. Prometo llamarte si se despierta y quiere besar a alguien, o algo parecido —y sonrió ante la expresión de Narm—. Vamos.
Narm enderezó penosamente sus entumecidas piernas y miró una última vez a Shandril. Después intercambió rápidas miradas con Lanseril y Elminster, asintió en silencio con la cabeza y se apresuró a seguir el consejo.
Lanseril suspiró:
—Estos mozalbetes…, su amor es tan ardiente… —y miró bruscamente hacia arriba en cuanto se dio cuenta de que Elminster lo estaba mirando con una amplia sonrisa.
—Sí, desde luego, viejo —respondió con aire grave el mago apoyándose en su cayado.
Los dos amigos se miraron el uno al otro durante un momento de silencio y enseguida comenzaron a hablar al unísono, el druida que aún no había visto treinta inviernos y el mago que había visto pasar unos quinientos.
—Bien, cuando llegues a tener mi edad… —empezaron a coro citando el viejo dicho, y estallaron en carcajadas.
En torno a ellos, los caballeros iban de aquí para allá con pequeños hatos tintineantes, recogiendo el tesoro de Rauglothgor con gran premura, mientras Narm examinaba con curiosidad un rubí que tenía en la palma de la mano. Un puñado de monedas de oro estaba comenzando a deslizarse entre los dedos de su otra mano.
—No hay mucha magia…, condenada sea esa balhiir —dijo Torm malhumorado a Jhessail, y una docena de anillos de latón cayeron de su mano mientras él los ponía al alcance de un conjuro ejecutado por ella para detectar magia. No brillaban con ese resplandor que presagia lo mágico.
Jhessail extendió sus manos.
—Así son las balhiirs —se limitó a decir. Después sonrió con un centelleo en sus ojos—. Pobre Torm —dijo con un tono burlón de pena y conmiseración—, tendrás que conformarte con el oro, las gemas y el platino… ¡y tan poco, además! —y señaló con un gesto las riquezas esparcidas que yacían por todas partes en torno a los caballeros.
Torm sonrió.
—Exigua compensación, buena señora —dijo con un tono cortés—, por todas las fatigas y peligros presentes estos días casi en todo momento. ¿De qué le sirven las monedas a un hombre muerto?
—Ése es precisamente el pensamiento que impide a la mayoría de los seres cuerdos dedicarse a la rapiña —respondió con suavidad Jhessail. Torm soltó una risotada y se inclinó ante ella en reconocimiento de su acertado comentario.
Lanseril miraba, más allá de ellos, hacia el quebrado risco rocoso que marcaba el borde de la devastación que el fuego mágico de Shandril había ocasionado. Florin estaba allí de pie, vigilante, llevando un escudo especial que Elminster había traído con las pócimas curativas, y la espada desenvainada. Permanecía silencioso y alerta, recorriendo con la mirada las frías y grises cimas que se elevaban por encima de la tierra cubierta de árboles que se extendía por debajo.
También Elminster permanecía atento y silencioso, pero sus ojos estaban posados en Shandril. Justo cuando Lanseril bajó la mirada hacia ella, ésta se movió ligeramente y frunció el entrecejo murmurando algo con voz tan baja que no pudieron oírlo. Lanseril se inclinó hacia adelante para tender un brazo hacia ella, pero el largo y nudoso cayado de Elminster se interpuso ante él preventivamente. El druida alzó los ojos hasta el rostro del anciano y le preguntó:
—¿Se lo decimos a Narm?
Elminster sonrió:
—No es necesario.
Un creciente estrépito de pisadas metálicas anunciaba el avance de Narm hacia ellos a través de las monedas.
—¡Shandril! —gritó éste, y luego miró con ansiedad a los otros que guardaban silencio—. ¿Está…?
—Se mueve, eso es todo —dijo el mago—. Si vas a zarandearla, hazlo con suavidad y sólo una o dos veces.
Narm le lanzó una mirada asustada y, después, se arrodilló junto a la quieta figura de su amada desperdigando monedas en todas las direcciones.
—¡Shandril! —exclamó suplicante en su oído colocando una tímida mano en su hombro—. ¡Shandril! ¿Me oyes? —y la zarandeó con suavidad. Bajo su mano, la muchacha gimió y movió una mano—. ¡Shandril! —repitió él con súbita urgencia, y volvió a zarandearla—. Sh… —se detuvo cuando el cayado de Elminster le dio un firme golpecito en el hombro.
—¿Y cómo va a recuperar sus sentidos si la despiertas a base de zarandeos y demás violencias? —le preguntó con dulzura el mago—. Déjala en paz un rato, y observa cómo reacciona por sí sola.
Lanseril hizo un gesto de asentimiento, pero era en el rostro de Elminster donde Narm, con un nudo en la garganta y los ojos mojados, tenía clavada la mirada cuando Florin lanzó un grito. Elminster giró la cabeza bruscamente, con sus ojos brillando como lámparas mientras miraba al lugar donde la espada del explorador apuntaba.
—¡Atención, todos! —llegó la voz de Florin, y todos los caballeros desenvainaron las espadas y miraron.
A lo lejos, en el cielo, en dirección norte, se acercaba una oscura figura alada, inmensa y serpentina.
—¡Un dragón! —dijeron Florin y Elminster a la par, y los caballeros comenzaron a tomar posiciones.
—Por la risa de los dioses —murmuró Torm mientras pasaba a toda prisa por delante de ellos en medio de un gran tintineo y abultado por todas partes con el botín—. ¿Es que esto no va a terminar nunca?
Los aventureros se dispersaron, buscando el abrigo de las rocas más grandes. Merith y Florin corrieron a donde estaban Narm y Lanseril sentados al lado de Shandril. Elminster estaba de pie junto a ellos, con aspecto despreocupado pero mirando al cielo. Entonces, se colocó el cayado en el ángulo del brazo y comenzó a elaborar un conjuro.
Narm dirigió su mirada hacia él en busca de guía, pero fue Florin quien le habló.
—Debemos llevar a Shandril a otro lado —dijo, y señaló con la cabeza hacia un espolón de roca que había algo más a la derecha—. Allí; creo que ése es el lugar más protegido. Quédate allí con ella, a menos que tengas conjuros que nosotros no conozcamos escondidos en las mangas o en las botas. —Su tono, pese a toda su jocosidad, era de mandato y Narm no protestó mientras levantaban con sumo cuidado a Shandril entre los dos y la llevaban hasta el refugio.
Jhessail y Elminster se hallaban ya lanzando conjuros, y Rathan sorbía apresuradamente de un pellejo que sostenía Torm. El clérigo llevaba su maza preparada en la mano.
—Éste no es un buen momento para enfrentarnos a un dragón —dijo Narm con desolada frustración mientras depositaban a Shandril al abrigo de las rocas.
—Muchacho —dijo Florin con un humor poco frecuente—, nunca es un buen momento para luchar con un dragón.
Los caballeros se alejaron deprisa del joven aprendiz. Lanseril le dio un apretón de mano en el hombro y ambos corrieron a través de aquel cráter lleno de escombros desenfundando sus relucientes espadas sobre la marcha. Un eructo contenido resonó detrás de ellos. Torm se volvió un instante para sonreír y saludar con la mano mientras el dragón se cernía sobre ellos con un feroz rugido.
Orlgaun descendió desde las heladas alturas en un largo planeo, con sus grandes alas negras rígidamente extendidas. Sobre su espalda, lord Manshoon movía sinuosamente sus manos y pronunciaba siniestras palabras mágicas. Ocho bolas de fuego brotaron de las puntas de sus dedos, pasando de largo el negro cuello de Orlgaun como flechas recién disparadas y arrastrando una estela de llamas. Con gran fragor descendieron hacia ellos. Orlgaun arqueó sus gigantescas alas como si fuesen velas para amortiguar su caída.
Hubo un tremendo fulgor y un estruendo de temblor de tierra cuando las bolas encendidas explotaron y unas lenguas de fuego se elevaron hacia el cielo. En medio de aquel infierno, Manshoon vio unas tambaleantes figuras, aunque en guardia contra él. Entonces, sacó una varita de su cinturón en el mismo momento en que Orlgaun lanzaba su cuello hacia abajo y escupía un ácido verde-azulado. El líquido crepitó al entrar en contacto con las menguantes llamas y las rocas todavía calientes. Orlgaun siseó triunfante cuando uno de sus enemigos cayó. El dragón dio un giro y efectuó un empinado ascenso al mismo tiempo que el frío costado gris de uno de los picos de las Montañas del Trueno se precipitaba a su encuentro.
Sus grandes alas batieron una vez, dos veces, y entonces hubo un súbito temblor debajo de Manshoon. El ingente cuerpo vaciló y se contorsionó. Manshoon se agarró a la afilada aleta de hueso del cuello del dragón para mantener su asiento y vociferó algo mientras hacía una ansiosa filigrana con su varita durante unos instantes. Orlgaun se convulsionó de nuevo y se desvió hacia un lado en el aire a una velocidad pasmosa, revelando a su enemigo.
Tras ellos volaba un humano en armadura completa con el escudo elevado delante de él y una espada larga y desnuda que embestía de nuevo contra Orlgaun. Manshoon dio un alarido y arremetió con su varita contra el temerario volador. Los mágicos misiles cayeron como una lluvia repentina sobre él, que se retorció y cayó mientras ellos se alejaban.
Manshoon susurró una maldición al viento cuando sintió que los aleteos de Orlgaun se hacían más lentos y dejó de oír los rugidos de batalla del gran dragón. Su montura estaba ya herida y aquella gente parecía más fuerte de lo que había imaginado. Se dispuso entonces a lanzar un rayo cuando el dragón describía un círculo sobre el lugar y, de pronto, vio al barbudo anciano, ahora solo, de pie sobre las rocas. Más allá de él, había una doncella vestida con una túnica. Manshoon hizo caso omiso de ésta y concentró su mirada sobre el anciano mientras lanzaba su rayo.
El luminoso misil abrasó el aire en su atronador descenso blanco y serpenteante. A corta distancia del anciano, giró hacia un lado y se alejó sin tocarlo, como si hubiese topado con algo invisible. El anciano dirigió serenamente la mirada hacia arriba mientras lanzaba su propio conjuro, y entonces Manshoon lo reconoció con un sobresalto: Elminster del Valle de las Sombras. El viejo mago no se hallaba fuera, en alguna otra esfera, como él se imaginaba, manoseando y rebuscando distraído entre pergaminos y libros de magia resecos y polvorientos por la edad, sino aquí y alerta, y carente de todo temor al parecer. De Symgharyl Maruel no había rastro alguno. Manshoon dio un alarido, un poco inseguro esta vez, y cogió otra varita. Orlgaun no voló tan bajo como la última vez; sus grandes alas estaban ya tomando altura.
Entonces, una gran mano surgió en medio del aire delante de Manshoon y, antes de que éste pudiese siquiera lanzar un quejido, el vuelo de Orlgaun lo lanzó contra ella con pasmosa velocidad. Su encuentro produjo un ruido atronador.
Una varita rota y una daga cayeron rodando por el aire mientras el dragón lanzaba gritos estridentes y pasaba como un trueno por encima de los intrusos. Bajo el viento levantado a su paso, Merith se volvió y, casi entre risas, gritó «¡Ahora!» mientras disipaba la barrera protectora que rodeaba al mago. Jhessail asintió con la cabeza, levantó una de sus varitas y susurró su palabra de mandato con suavidad hacia ella mientras sus ojos miraban al mago montado. Los misiles mágicos silbaron, caracoleando y girando en el aire para seguir al derrumbado mago que se agarraba con fuerza a la espalda del gran dragón negro. El enorme e incorpóreo puño colgaba en el aire junto a su hombro y se movía con él. Elminster lo siguió con los ojos, con el entrecejo fruncido por la concentración, aunque con una leve sonrisa dibujada en la comisura de sus labios.
Orlgaun dio otra barrida en círculo y Manshoon se irguió en su montura rugiendo de dolor y rabia mientras escupía la palabra necesaria y su varita desprendía relámpagos. El puño volvió a asestarle otro golpe que lo lanzó hacia atrás contra las ásperas escamas de Orlgaun. Manshoon vislumbró brevemente al enemigo con armadura que volaba en ascenso hacia él, una vez más, blandiendo su espada…
Orlgaun lo salvó, lanzando un golpe de ala contra la rápida criatura que antes lo había herido. La punta de la espada de Florin se coló sin dañar por entre las escamas del dragón. Éste le respondió con una sacudida y, batiendo las alas, se alejó con rapidez.
Allá abajo, Jhessail pronunciaba las últimas palabras de un conjuro de vuelo a la vez que tocaba la frente de su esposo. Merith la besó y se elevó como un cohete por los aires, con su espada trazando una línea brillante, para unirse a la lucha.
Arrodillado junto a las quejumbrosas figuras de Torm y Rathan, Lanseril utilizaba tranquilamente su propio arte para invocar multitudes de insectos y atacar al mago enemigo. Diez pasos más allá, Narm lo miraba preocupado mientras la batalla hervía en las alturas. El gran dragón le lanzó un zarpazo a Florin, mientras surcaba el cielo con sus poderosos aleteos. Merith Arco Poderoso voló tras él tan rápido como podía, mientras el prodigioso puño asestaba otro golpe y su asediado enemigo lanzaba nuevos relámpagos.
Lanseril terminó su sortilegio, apuntó con cuidado hacia Manshoon y enseguida volvió su atención a la cura de sus compañeros. Jhessail elevaba su varita una vez más cuando el impacto de un rayo la hizo tambalear. El suelo entero tembló cuando algo que el mago había lanzado estalló delante de Elminster, y Narm se arrojó con desesperación sobre Shandril para cubrirla con su propio cuerpo mientras las piedras volaban. Una piedra lo golpeó en el hombro y otra en la espalda con una fuerza entumecedora y, antes de que tuviera tiempo de doblarse por el dolor, algo más lo golpeó en la sien. Sus ojos vieron rojo y luego se sumieron progresivamente en la oscuridad…
A medio mundo de distancia de allí, Khelben Arunsun y Malchor Harpell, grandes magos ambos, se miraron el uno al otro por encima del vetusto pergamino que había entre ellos mientras sentían la irritante magia resonar en su sangre. De común acuerdo, se volvieron hacia la bola de cristal que se erigía junto a ellos. La sala en que se encontraban, a gran altura de la Torre del Báculo Oscuro, en la ciudad de Aguas Profundas, se sumió en el silencio mientras los dos magos escrutaban atentamente dentro del cristal; y los grandes señores que allí se reunían esperaban ansiosos poder saber lo que había ocurrido.
En la fortaleza de la Candela, cerca del mar, el Custodio de los Tomos levantó su mirada de unas páginas de oro impreso y bruñido, en las que titilaba el suave fulgor de las inscripciones de poder que contenían. El Primer Lector también lo había visto y había interrumpido su traducción quedándose en silencio. Los dos hombres se miraron en aquella oscura y polvorienta habitación, que era la más íntima y sagrada de las Habitaciones Internas, y luego dirigieron su mirada, sin ver, hacia la oscuridad. El globo luminoso que les proporcionaba luz para leer, y que colgaba junto al hombro del custodio, se atenuó, luego cobró intensidad y volvió a oscurecerse.
—Una gran magia, en alguna parte, en lucha con otra gran magia —dijo en voz baja el Primer Lector, y el custodio asintió con la cabeza.
—Sí —dijo con severidad—, ¿y qué cambios nos traerá esta vez?
La pregunta quedó sin respuesta hasta que por fin, después de un largo rato, reanudaron la lectura.
Orlgaun dio otra vuelta en el aire y, sentado en su ancha espalda escamosa, Manshoon tembló por los efectos retardados del poderoso conjuro que había realizado. La mano que casi lo había matado había desaparecido, como lo habían hecho las otras magias menores que lo habían asaltado…, pero, allá abajo en las rocas, el viejo mago y la joven dama permanecían tranquilamente en pie. Sus manos se movían de nuevo en mágicas elaboraciones, y el elfo y el explorador volaban todavía tras él, uno a cada lado, a cierta distancia por debajo del cuerpo de Orlgaun, donde éste no podía alcanzarlos.
Manshoon dio un alarido de frustración y arrancó otra bola del collar que llevaba mientras el dragón descendía de nuevo hacia sus enemigos. Orlgaun se movía cada vez con mayor pesadez y torpeza. Tanto los conjuros como el acero habían tocado seriamente al dragón. Hacía mucho tiempo que el monstruo negro no sentía nada peor que el aguijonazo de una flecha. No había encontrado tanta resistencia en muchísimo tiempo, pensó Manshoon con preocupación mientras lanzaba la bola que sostenía. Entonces vio los mágicos misiles elevándose hacia él en un luminoso grupo de luces danzarinas. Se hallaba impotente ante ellos.
Detrás de sí oyó la canción de triunfo de Merith cuando el elfo clavó su espada entre dos de las blindadas escamas de Orlgaun. Manshoon se volvió, levantando su varita, pero allí estaba Florin con su espada. La hoja ardió como fuego líquido a través de los dedos del mago, y Manshoon vio cómo su varita giraba por los aires, lejos de él, entre gotas de su propia sangre antes de que los misiles lo alcanzaran.
La bola del jinete aéreo explotó con una fuerza anonadante y derramó sobre cuantos había en tierra una lluvia de polvo y pequeñas piedras. Fragmentos más grandes se desprendieron de las rocas tras las que se ocultaban. Sólo Elminster y una Jhessail penosamente herida estaban todavía a la vista. Los demás caballeros yacían todavía bajo el polvo o se acurrucaban a cubierto. La sacudida de la tierra casi hizo caer de rodillas a la debilitada Jhessail.
Bajo el opresivo peso de Narm, la violenta conmoción devolvió a Shandril a una confusa conciencia del tumulto reinante. ¿Dónde estaba ahora? Aún sin fuerzas, se movió hacia la luz, casi sin darse cuenta de que empujaba un cuerpo a un lado, e ignorando por completo que se trataba de Narm. Lo primero que vio fue polvo arremolinado por todas partes. En aquel hoyo cubierto de rocas caídas y monedas, Elminster se erguía tranquilamente ante ella mirando hacia arriba.
Shandril miró en la misma dirección y vio una forma oscura que se aproximaba a gran velocidad. Era Merith, espada en mano, que venía volando, y con mucha prisa. «Busca a Jhessail», pensó Shandril, aún atontada, cuando vio la expresión sombría y ansiosa de su rostro y adónde se dirigía. Jhessail acababa de dejarse caer sobre una roca con el dolor reflejado en su cara.
Pero, más allá del apresurado elfo, en medio del aire, Florin estaba volando también con la ayuda de su escudo y, colgado de él, asestaba uno y otro golpe a alguien que montaba sobre un gigantesco dragón negro. Quienquiera que fuese, no dejaba de retorcerse hacia uno y otro lado bajo los golpes de Florin hasta que, de repente, se enderezó con un rugido de triunfo y hubo un resplandor. Florin salió despedido dando vueltas a través del aire como un muñeco de trapo. El dragón giró pesadamente bajo el apremio de su jinete y, con un gran clamor, se lanzó en picado hacia Elminster.
El anciano mago estaba solo. «No, solo no», pensó Shandril sintiendo un hervor de fuego dentro de sí cuando ya no debería quedar nada de ello. Sus ojos centellearon. «No, mientras yo viva», se dijo. Con esfuerzo, se puso de rodillas, apretó los dientes y apuntó con sus brazos al hombre que montaba el dragón. Se sentía mareada y tan débil como un gatito recién nacido, y su cabeza estaba llena de un punzante hormigueo, pero podía sentir el fuego fluir dentro de sí. «Que sea como antes —pensó—. Quienquiera que seas, malvado, ¡arde! ¡Arde!».
—¿Cómo te atreves a hacer daño a mis amigos?
Vagamente advirtió que esto lo había dicho en voz alta, mientras el último resto de fuego mágico salía rugiendo de ella bajo la forma de un rayo atronador que terminó de vaciarla por completo. Enseguida sus rodillas cedieron, y ella no pudo ver siquiera si había dado en el blanco antes de caer de bruces sobre la roca.
Manshoon miró atónito el rayo un instante antes de que lo traspasara. Y entonces, todo lo que pudo hacer ante su cegadora inminencia fue gritar.
Al oír a su amo chillar, Orlgaun se llenó de desconcierto. Luego dio la vuelta, indeciso. No se atrevía a atacar a quien había matado a Manshoon… Y, si Manshoon estaba muerto, no había razón alguna para quedarse allí. Él tenía sus propias heridas, además; un dolor profundo que le punzaba en los pulmones a cada aleteo…
Pero Manshoon vivía todavía, aferrándose como podía a sus sentidos y a su montura, casi incapaz de mantenerse erguido. No podría sobrevivir a otra ráfaga como ésa… y ni siquiera había provenido de Elminster. El anciano mago permanecía todavía de pie, en tranquila espera, y Manshoon sabía que no podía continuar la batalla si quería conservar la vida.
Más allá de Elminster, yacía la joven doncella que había salido arrastrándose de sólo los dioses sabían dónde para aplastarlo con lo que debía de haber sido energía cruda: ¡fuego mágico! Manshoon tembló, miró a su alrededor para cerciorarse de que ninguno de los que antes volaban tras él se hallaba cerca y apremió a Orlgaun a alejarse hacia el norte. Ladeó el cuerpo del dragón para escudarse contra la penetrante mirada de Elminster y contra cualquier proyectil mágico que el viejo mago pudiera dejar escapar ahora. «Un ataque al que ya no sobreviviría», pensó Manshoon con desesperación.
Detrás de él, el aire retumbó y hubo un resplandor mientras un último rayo los alcanzaba. Orlgaun se retorció convulsivamente y cayó en medio de un gran temblor de alas. Durante unos momentos terriblemente largos, cayeron y cayeron hasta que el dragón se recuperó y comenzó a volar de nuevo con torpeza. Había escapado con vida, aunque no era ése precisamente el logro que había esperado.
—¡Shandril! —fue todo lo que dijo Narm. Era cuanto necesitaba decir. Se abrazaron frenéticamente y lloraron durante un buen rato. En torno a ellos, los caballeros de Myth Drannor utilizaban el arte para curarse unos a otros, llenaban aún más bolsas de tesoro, limpiaban sus armas y reían. En medio de ellos, como una estatua, se erguía Elminster que había lanzado otro conjuro y miraba hacia el norte con el entrecejo fruncido en concentración. Por fin, cuando todos se hallaron de nuevo tan enteros como pudieron, y bien cargados de monedas y joyas, Jhessail se acercó a la pareja, que continuaba abrazada, y tocó con suavidad el hombro de Narm.
—¿Estás bien? —preguntó en voz baja mientras los otros caballeros se congregaban a su alrededor; Torm y Rathan exhibían sendas sonrisas de oreja a oreja.
—Sí —afirmó Narm entre el pelo de Shandril—. Muy bien. —Y entonces se apartó un poco de Shandril y se dirigió a ésta con ansiedad—: ¿Cómo estás tú, mi señora?
Shandril le sonrió y dijo:
—Estoy viva y te quiero. Me siento estupendamente bien.
Narm le devolvió la sonrisa y, entonces, le preguntó en voz muy baja:
—¿Puedo tomarte por esposa, Shandril Sessair?
Jhessail se volvió para buscar a Merith con la mirada y se encontró con que éste tenía ya sus ojos puestos en ella. Compartieron una sonrisa.
Los caballeros esperaban. El rostro de Shandril estaba escondido tras su pelo; su cabeza estaba agachada. Florin apartó la mirada con súbita consternación, mientras todos guardaban silencio. De pronto, los hombros de Shandril temblaron, y los demás se dieron cuenta de que estaba llorando. Sus esbeltas manos se estiraron hacia delante y encontraron los hombros de Narm; agarrándose con fuerza a ellos, se apretó contra él, quien la envolvió en sus brazos, y dijo con una voz entrecortada:
—Oh, sí. Sí. Por todos los dioses, sí.
Un gran clamor de alegría y felicitación salió de las bocas de los presentes, seguido de una lluvia de manos sobre los hombros de la joven pareja. Jhessail y Merith se abrazaron, Rathan empinó un pellejo de vino y Torm, en una explosión de risas, arrojó una daga hacia lo alto y la cogió en medio de su titilante caída. Entonces, el ladrón corrió hasta donde estaba Elminster, quien permanecía inmóvil de espaldas a todos ellos. Torm lo cogió de una manga, tiró de ella haciendo girar al sorprendido mago y lo zarandeó con júbilo.
Elminster habló con voz sosegada, aunque sus ojos brillaron.
—Me has arruinado el conjuro; lo he perdido. Será mejor que tengas una buena razón para hacer esto, Torm, hijo de Dathguld.
Torm se tragó su risa, lleno de asombro:
—¿Sabes quién era mi padre?
Elminster sacudió la mano con un gesto resignado.
—Desde luego, desde luego —dijo malhumorado—. ¡Ahora quiero saber tu razón para todo este alboroto y zarandeo y todo ese baile arriba y abajo…! ¡Y me estás pisando los pies!
—Oh —y, por una vez en su vida, a Torm no se le ocurrió otra cosa que decir, hasta que sus pies dejaron libres los del anciano mago y sus manos soltaron los ropajes de éste. Entonces, su alegría y su propósito volvieron a él a toda prisa, y dijo con tono grandioso—: ¡Narm y Shandril se van a casar! ¿Qué dices a eso? ¡A casarse, digo!
El mago pareció desconcertado por un momento, y después enfadado.
—¿Eso es todo? —preguntó—. Oh, sí…, cualquier idiota podía adivinar eso. ¿Y has echado por tierra mi conjuro y dejado que Manshoon se me escapara de la mano por eso? ¡Grrrr! —Dio una patada contra el suelo y se volvió con brusquedad en medio de un remolino de ropas polvorientas, mientras Torm se quedaba mirándolo embobado. El ladrón recobró su acostumbrada sonrisa cuando vio que Elminster se encaminaba derecho hacia la jubilosa y encarantoñada pareja.
—¡Tontaina! —dijo Rathan afectuosamente empujando su pellejo de vino contra las manos de Torm—. Vamos, siéntate y echa un trago.
—¡Odio esa bazofia! —dijo Torm con un escalofrío—. ¿No podemos gastarnos algunas bromas, mejor?
—Siempre me he preguntado, amigo Torm —intervino la voz seria de Florin desde atrás—, qué harías cuando estuvieses contento de verdad… y ahora ya lo sé. La verdad es que cada día que pasa descubro nuevos portentos. Pero… el mensaje que traigo es para tu mojado compañero. Rathan: Narm y Shandril querrían hablar contigo y conmigo tan pronto como los dioses lo permitan.
Rathan lo miró, momentáneamente sorprendido, y después asintió con un gesto:
—Sí, desde luego —y, colocando de un golpe el pellejo en manos de Torm, dijo—: Vigílame esto un rato, ¿eh, Torm? Gracias… ¡Y cuidado con gastarme ninguna broma! ¿Me oyes? —añadió con severidad.
Torm se encogió de hombros y extendió las palmas de las manos en falsa señal de inocencia:
—¿Dices eso por mi cara honesta y sincera? ¿Por mis amables y piadosas maneras? ¿Por mi gentil disposición?
—No —dijo Elminster secamente desde atrás, provocando un respingo en Torm—. Por la largura de tu lengua —y, cogiéndolo del brazo según pasaba, el viejo mago se lo llevó consigo—. Ven —le ordenó—, se requiere tu presencia.
Narm, con su brazo rodeando a Shandril y una especie de luz en su rostro, miraba a Rathan. A pesar de su ansiedad, habló en una voz baja y titubeante:
—Yo… no tengo ningún regalo que darte, buen guía de Tymora —dijo—. Pero… ¿podrías… casarnos, y cuanto antes?
Rathan le dedicó una sonrisa.
—Desde luego que sí. Pero, claro que tienes un regalo —dijo señalando al desorden de piedras rotas que los rodeaba, donde todavía brillaban unas desperdigadas monedas entre el polvo—. Una de ésas, quizá —dijo con brusquedad—. Procura que sea de oro, ¿eh? —Narm le dio las gracias y, agarrando su mano con la palma hacia arriba, le puso una moneda de oro encima. Rathan la sostuvo en alto y dijo—: Tymora os mira desde arriba y encuentra bueno vuestro presente. Que el rostro luminoso de la buena fortuna brille sobre esta unión. Bajo el signo de su favor, yo os declaro prometidos, y estaréis casados antes de que expiren nueve días y nueve noches. Todos los presentes, gritad «Así sea».
Y, mientras resonaba el coro de «así-seas», el sol brilló encima de ellos con una intensidad repentina y la moneda despidió un destello de luz dorada en los dedos de Rathan. Hubo un resplandor instantáneo y desapareció. Narm, quien hasta el momento había dudado secretamente de la sinceridad del robusto clérigo, abrió la boca estupefacto. Rathan extendió sus manos vacías en bendición, dio un paso adelante para tomar una mano de cada uno de los contrayentes y juntó éstas dentro de las suyas. Luego retrocedió un paso y saludó con una inclinación de cabeza, y de nuevo volvió a ser el sonriente Rathan que guiñaba el ojo y buscaba con la mirada su pellejo de vino.
—Te damos las gracias, Rathan —dijo Shandril con una ronca solemnidad en la voz.
Él se inclinó otra vez y dijo:
—Es la voluntad de Tymora, pero el placer es mío —y pronunció estas palabras ceremoniosas con la alegría y la aprobación de un amigo.
Entonces habló Narm:
—Mi Florin —dijo al alto explorador, que llevaba su armadura chamuscada y arañada por las garras del dragón—, ¿podríamos ir al Valle de las Sombras por un tiempo, con todos vosotros? No tenemos hogar, y mi señora…, no, los dos estamos cansados de correr y luchar y no conocer nunca ni descanso ni hogar. Sé que es mucho pedir, pero…
—Basta de tonterías —interrumpió Torm—. Por supuesto que vendréis al valle… ¿Adónde ibais a ir si no?
Florin lo miró severamente, y luego sonrió.
—La verdad, Torm —dijo—, yo no habría sabido ponerlo en mejores palabras… Sois bienvenidos por tanto tiempo como deseéis. Yo diría que estudiarás mejor el arte en la paz y tranquilidad del Valle de las Sombras, por relativa que pueda llegar a ser, que vagando por ahí, mientras un mago tras otro lo emplea contra ti.
—¿Estudiar? —preguntó Narm con timidez mirando fijamente a Elminster, quien daba bocanadas en su pipa con rostro inexpresivo.
—Sí, con Illistyl y conmigo —dijo Jhessail—. Él —señaló con la cabeza a Elminster— estudiará a tu prometida. Hacía mucho tiempo que nadie dominaba un fuego mágico con tanta capacidad… y que sobrevivía a su uso.
Las rojas y anaranjadas llamas danzaban en dos braseros que se erguían en un salón de piedra abovedado, y entre ellos había un altar de piedra negra brillantemente pulida y con la forma de un gigantesco trono de doce metros de altura. A los pies del Asiento de Bane, había otro trono mucho más pequeño y, sobre él, se sentaba un hombre de ojos fríos, pelo marrón claro y rasgos macilentos. Su hábito de alta capucha era sencillo y de un negro intenso, y en sus manos lucía numerosos anillos. Ningún ser viviente conocía su verdadero nombre, excepto él mismo; y pocos conocían su nombre común. Era el Alto Imperceptor de Bane, y estaba muy enojado.
—Dadme una buena razón —dijo fríamente a aquéllos que se arrodillaban ante él— por la que yo deba perdonaros la vida. Me habéis fallado. Manshoon había de recibir nuestro mensaje durante esa reunión con los nobles. No podemos actuar contra el traidor Fzoul si Manshoon está en la ciudad, o conoceremos una derrota segura. Recibisteis el mensaje, pero no lo entregasteis. ¿Tenéis algo que alegar?
—Mi… mi señor —dijo titubeante uno de los que se arrodillaban—, el mensaje estaba a punto de ser transmitido a Manshoon, de una manera que resultara creíble… y para eso necesitábamos que todos los presentes en la asamblea estuviesen al corriente, o él se habría olido nuestra estratagema. La reunión apenas había comenzado, y el estúpido de Kalthas estaba diciendo con toda presunción que las guarniciones en las tierras del norte eran innecesarias y contraproducentes, cuando Manshoon se puso en pie de repente y volcó la mesa con todo cuanto había en ella. Entonces… comenzó a llorar, Temido Señor. Susurró una palabra, «Maruel» o algo semejante, y después invocó a una bola de cristal. Ni siquiera nos miraba. Miró dentro del globo cuando éste fue hasta él…
—¡La palabra invocatoria! —interrumpió bruscamente el Alto Imperceptor—. ¿Cuál era?
—Ah…, un momento, Temido Señor; comenzaba por «Zell…», ¡ah, sí! Era Zellathorass —dijo triunfante el hombre postrado. El Alto Imperceptor asintió con la cabeza.
—Levántate y continúa —fue todo lo que dijo. Con una reverencia, el hombre se levantó.
—La… la palabra con que despachó al globo, después, Temido Señor, fue «Alvathair», recuerdo. Parecía furioso luego de esto, y nos hizo marchar. Dijo «Señores, esta reunión ha terminado. Por vuestra seguridad, salid de inmediato». Y llamó a las gárgolas que, desde arriba, se vinieron sobre nosotros, y… y huimos.
—¿Visteis adónde fue Manshoon? —preguntó impaciente el Alto Imperceptor.
—N… no, Temido Señor. No se lo vio en la ciudad durante el resto del día —el portavoz extendió sus manos con gesto inocente—. Salimos aquella misma noche y vinimos directos a ti, por miedo a transmitir nuestro mensaje equivocadamente, una vez perdida la oportunidad que nos recomendaste aprovechar.
El Alto Imperceptor hizo un leve gesto de asentimiento:
—Bien hablado, y bien recordado. Levantaos todos —y, cuando se acalló el roce de pies y ropas sobre el suelo, él recorrió con su mirada la fila de hombres que tenía delante y añadió—: ¿Tiene alguno de vosotros algo más que contar?
Un tal Theln habló:
—Sí, Temido Señor. —Éste lo invitó a continuar con un gesto—. Yo me encontré con un mercader leal al Señor Negro —y se inclinó hacia el gran trono—, quien me habló de una muchacha que ahora se halla de camino al Valle de las Sombras en compañía de aquéllos que se hacen llamar los caballeros de Myth Drannor. Esta joven, de alguna manera, es capaz de producir fuego mágico. El hombre me dijo que este fuego puede atravesar las barreras mágicas tal como si fueran de aire, y que es muy poderoso.
El Alto Imperceptor se inclinaba ahora hacia adelante interesado. A un sutil movimiento de su mano, un sacerdote superior oculto tras negros tapices había ejecutado un sortilegio para detectar cualquier mentira que Theln pudiera contar.
—La llevan ante Elminster, no hay duda —dijo el Señor de Bane—. Ese fuego es muy poderoso, en verdad. Si poseyéramos ese poder, podríamos someter a todos aquéllos que se oponen a nuestro Gran Señor —todos, excepto el Alto Imperceptor se inclinaron de nuevo—, y a aquellos traidores que un día fueron nuestros hermanos también. Debemos intentar hacernos con ese fuego mágico, si lo que te han contado es cierto. Ese fiel… ¿quién es y de cuándo son sus noticias?
—Un tal Raunel, un comerciante de salchichas de la cuenca del Vilhon, que encontré en la carretera cuando me dirigía hacia aquí. Me dijo que había hablado con un guardabosques que había visto a la muchacha y a todos los demás con sus propios ojos, cerca de las Montañas del Trueno, ayer a últimas horas de la mañana. Él se encontró con este guardabosques, un tal Hylgaun, en la noche de ayer junto a un fuego que compartieron al lado de la carretera.
El Alto Imperceptor volvió a asentir con la cabeza y casi sonrió:
—Has hecho bien, Theln, y serás recompensado. Ve y llama al sacerdote Laelar para que nos asesore. Todos los demás, dejadnos.
Cuando el último hubo desaparecido, el sacerdote salió de detrás de los tapices y simplemente dijo:
—Ninguna mentira, Temido Señor —y se retiró.
Bien. Eso dejaba sólo dos posibles embusteros en el asunto: ese Raunel y el tal Hylgaun. La historia parecía cierta.
Cuando se hubo quedado solo, aquel hombre pálido y de mirada fría echó una ojeada por la vacía estancia. «Maruel… Maruel… Yo conozco ese nombre». Entonces, cogió la gran maza negra de Bane y alzó su amenazante figura mientras meditaba. ¿Por qué no podía recordar nunca tales cosas? ¿Por qué? Un detalle olvidado, una precaución equivocada…, bien podrían ocasionarle la muerte un día. El Alto Imperceptor suspiró. Aquél no había sido un buen día.
El dragón negro volaba torpemente. A menudo sus alas vacilaban y se inclinaba hacia uno u otro lado a pesar de los mandatos y maldiciones de Manshoon. Orlgaun estaba herido de gravedad y tal vez nunca podría volver a llevarlo. Esta idea ardía en la mente de Manshoon como colofón a su derrota, y a punto estuvo de volver para matar con la magia que ya tenía preparada.
Pero era imposible. Orlgaun estaba volando con el último resto de sus fuerzas ahora, más bajo de lo que Manshoon hubiese preferido. El aparentemente interminable verde del gran Reino Elfo se extendía por debajo de ellos mientras el dragón volaba hacia el nordeste. Manshoon pensó en el combate recién librado y concluyó con amargura que era probable que no hubiera matado ni a uno solo de aquéllos que se habían levantado contra él. Elminster los había protegido esta vez, pero pocos podían sobrevivir a un ataque de él y Orlgaun, aunque sólo fuese de pasada. ¡Aquel maldito elfo y el explorador con su escudo volador! Todavía podía sentir las hojas de sus espadas… pero no viviría mucho tiempo… Recibirían su merecido, cuando tuviese a aquella muchacha en sus manos, aun cuando nada tuviesen que ver con la muerte de Symgharyl Maruel.
La idea de la muerte de Shadowsil lo hacía sentir triste y débil en su interior, y sólo su intensa cólera lo sacaba de aquella momentánea tristeza. Agarró una varita con ferocidad, ansiando destruir algo con ella. Entonces frunció el entrecejo.
La muchacha. Sí. Era fuego mágico. Todavía le dolía donde por unos momentos lo había tocado, a pesar de todas las pócimas mágicas que había tomado desde entonces, hasta agotar las reservas que llevaba guardadas en el cinturón. ¡Dioses, cómo escocía todavía! Había tenido suerte de que ella fuese profana e inexperta en la batalla, pues, de no ser así, ese día podría haber sido el fin de Manshoon. ¡Aquel poder debía ser suyo, y pronto, antes de que Elminster lo dominara! No era precisamente el viejo loco que se imaginaba, éste. No era agresivo, pero su arte era más fuerte de cuanto había creído. También él recibiría, sin duda, su parte de la matanza cuando se vengara…, algo preparado con cuidado cuando estuviese de vuelta en…
¡Dioses! ¡Estaban volando por entre los árboles!
Orlgaun había perdido más y más altura mientras él rumiaba sus pensamientos; sus alas se movían con mayor debilidad cada vez y, de pronto, sus zarpas y su barriga comenzaron a rozar ruidosamente las pequeñas ramas superiores de los más altos árboles del bosque. Manshoon dio un grito y se agarró con fuerza a la aleta que tenía ante sí con los ojos fijos delante. Pero el dragón no reaccionó, y él vio que los árboles se extendían hasta el horizonte más allá de cuanto sus ojos podían abarcar, con sólo algunos huecos delante de él. Manshoon maldijo con toda su alma cuando el dragón fue a estrellarse poco más adelante en medio de un tumulto de ramas que se quebraban y fustigaban de un modo salvaje a su jinete. Los golpes y quebraduras se hicieron más y más fuertes a medida que Orlgaun terminaba de hundirse de lleno entre los árboles y los aplastaba con su enorme masa corporal, haciéndolos saltar de raíz con el impacto.
Continuó rebotando contra los árboles, mientras Manshoon se agachaba cuanto podía y se defendía con sus brazos de los azotes de las ramas esperando con ansiedad el fin del irremediable desplome. Orlgaun ni siquiera gruñó; tal vez su espíritu había abandonado su maltrecho y lacerado cuerpo en el aire mientras todavía se cernía sobre los árboles. En efecto, aquél iba a ser su último vuelo. Manshoon vio cómo una de sus alas se tronchaba y colgaba fláccidamente hacia atrás al chocar con un gigantesco árbol que, a su vez, se partía en cuajo con un terrible crujido; por fin el dragón fue a estrellarse de cabeza contra una frondosa copa y el mundo entero pareció temblar y saltar en pedazos.
Manshoon se encontró, una vez que pudo volver a ver, colgando cabeza abajo en medio de una enmarañada ruina de ramas y hojas, con el lomo de Orlgaun encima de él. El dragón yacía panza arriba entre una gran cantidad de leña rota y astillada; había quedado empalado y se retorcía de un modo horroroso. El mago se arrastró y se deslizó como pudo por entre las ramas hasta que fue a dar de golpe con su cuerpo en el suelo; allí, entre todo el follaje caído, salió de debajo del inmenso cadáver en cuanto pudo hacer uso de sus pies. Había perdido la varita, aunque todavía llevaba consigo otros artículos de poder. Delante de él, en la dirección en que había estado volando Orlgaun, el bosque iba perdiendo densidad hasta formar una especie de claro. Todo lo demás, alrededor, era una verde oscuridad donde aún resonaban los últimos ecos de la tumultuosa caída de Orlgaun.
Manshoon dio un paso hacia adelante, y luego otro; entonces, se quedó mirando pasmado a una criatura con alas de murciélago, cuernos y colmillos que había aparecido de entre los árboles en frente de él. ¡Una malebranche! Más allá, apareció otra, y un par de rápidas miradas alrededor le dijeron que otras más se aproximaban. ¡Los demonios de Myth Drannor!
El Gran Señor de Zhentil maldijo su suerte a gritos y, a la vez que retrocedía, lanzó un conjuro que derribó al demonio más próximo. Se alejó del claro y huyó tan aprisa como le permitieron sus piernas. El bosque era allí demasiado espeso para volar. Según corría, Manshoon sacó una varita paralizadora de su cinturón y pensó en cómo sacar el mejor partido de los medios mágicos que le quedaban. No había sido un buen día.