Una mujer, o un hombre, puede llegar a poseer muchos tesoros en la vida. Oro, piedras preciosas, un buen nombre, amantes, buenos amigos, influencia, alto rango…, todos los cuales son de valor. Todos ellos son codiciados. Pero, de todos ellos, te digo yo, los más valiosos son los buenos y leales amigos. Si tienes a éstos, apenas notarás la falta de todas las demás cosas.
La aventurera Sharanralee
Baladas y Sabiduría Antigua
de Una Carretera Polvorienta
Año de la Doncella Errante
—¡Tesoros! ¡Sí, tesoros para todos, para dar y vender! —resonó con alegría la voz de Rathan en el recién iluminado cráter donde muchos de los caballeros se agachaban para recoger tesoros—. ¡Más de cuanto puedas ser capaz de llevar, Torm «Dedos Avariciosos»!
—¡Ajá! —llegó la respuesta de Torm desde debajo de un montón de escombros—. ¿Cambiará con esto tu tono, fiel seguidor de Tymora? —El ladrón se levantó con su atuendo gris polvoriento llevando en sus manos un refulgente disco de oro argentífero pulido de seis palmos de diámetro.
—¡Por el amor de la Señora! —exclamó Rathan gratamente boquiabierto—. ¿P… puedo ver eso, buen Torm?
—Ahora soy «buen Torm», ¿no? —recalcó con burla el ladrón—. ¿Buen Torm Dedos Avariciosos, tal vez?
—Deja de aullar, Buen Torm Dedos Avariciosos —dijo Merith desde atrás—, o algún buen granjero de los valles te tomará por una mujer gruñona y se casará contigo.
—Cierta mujer gruñona de los valles se casó contigo —replicó Torm—, y mira lo que… —sus palabras quedaron ahogadas en el estrépito ocasionado por una olla de monedas de oro volcada sobre su cabeza.
Narm contemplaba asombrado, mientras el aire se llenaba súbitamente de pequeños objetos valiosos, cómo éstos volaban con entusiasmo de un caballero a otro.
—¡Son como niños! —exclamó por fin azorado.
—Señor Evocador —le dijo Jhessail con una dulce sonrisa—, son niños.
—Pero… ¡son los famosos caballeros de Myth Drannor! —protestó Narm con suavidad devolviéndole la sonrisa.
—Estamos todos en las manos de unos niños —respondió ella—. ¿Quiénes si no iban a cabalgar hacia el peligro con entusiasmo y blandir sus espadas contra espantosos enemigos, lejos de casa y de más cuerdos objetivos?
—Y, sin embargo, vos sois un caballero —señaló Narm.
La maga extendió sus manos vacías.
—¿Acaso he dicho que yo no sea un niño? —respondió ella afectuosamente—. Ah, dioses —y se levantó con un revuelo de faldas, cogió un juego de uñas postizas de metal trabajado con pequeños carbunclos y lo arrojó con fuerza y puntería a la espalda de Torm. Sonrió maliciosamente a Narm, se sentó como si nada hubiera pasado y se volvió para vigilar a Shandril. Detrás de ellos, Elminster rió entre dientes mientras Torm soltaba un rugido de dolor y se volvía en busca de su inesperado enemigo.
En medio de todo este tumulto, la compañera de Narm yacía inmóvil, con los ojos todavía cerrados y la respiración ligera. Su aspecto era joven y sereno, y estaba muy hermosa, y de nuevo Narm sintió dolor en el corazón.
—¿Se recuperará? —preguntó algo desolado.
Jhessail le dio unas palmaditas en el hombro.
—Está en manos de los dioses —dijo con sencillez—. Nosotros haremos cuanto podamos.
Elminster asintió con la cabeza y se sacó la pipa de los labios. De su tazón seguían saliendo espirales de humo verdoso y pequeñas chispas.
—Ha retenido y manejado más poder de cuanto jamás he visto salir de una balhiir —dijo el anciano mago—. Más, creo yo, del que esa criatura poseía de hecho.
Jhessail y Narm se volvieron y lo miraron con sorpresa.
—¿Cómo es eso? —preguntó Jhessail.
Pero Elminster desechó su pregunta con un gesto.
—Demasiado pronto —les dijo—. Demasiado pronto para otra cosa que no sea charla ociosa… y la charla ociosa no ayudará a nadie y podría además preocupar a nuestro joven amigo.
Narm clavó los ojos en él y le dijo:
—Con todo respeto, lord Elminster, yo ya no puedo estar más preocupado. ¿Qué puedo temer?
Elminster estalló en risitas:
—Yo temo más, muchacho, que me llames «lord Elminster». Ahora, preocúpate de dominar tu temperamento y tu pena. Existen buenas razones para no hablar de esto ahora. Si te sirve de consuelo, yo estoy tan asombrado como espantado por lo que tu Shandril ha hecho.
—¿De veras? —preguntó Narm apremiándolo a seguir aunque tratando de hablar con calma.
—Sí. La forma más común de destruir una balhiir requiere como mínimo tres magos y, en muchos casos, cinco o más. Éstos han de retener la balhiir entre sí a fuerza de magia, oponiéndole su telequinesia para contrarrestar sus salvajes movimientos y sacudidas. Entonces la separan en pedazos y cada uno absorbe lo que puede de ella. Es un proceso bastante espectacular, y… —añadió secamente— mata a muchos magos.
—¿Y a pesar de ello enviasteis a Shandril a enfrentarse sola contra esa cosa? —protestó Narm sintiendo que su frustración se convertía de improviso en rabia. La dulce y triste mirada de Elminster impidió a su lengua proseguir con más amargos comentarios.
—Yo no disponía de cinco magos —dijo con sencillez el anciano—. Nos enfrentábamos con un dracolich y no podíamos abandonar el asunto aunque lo deseáramos, si no queríamos acabar pereciendo todos. Si tú hubieses intentado hacer las veces de uno de esos magos, Narm, ahora estarías muerto. Conserva la calma, te ruego, por el bien de tu compañera. Las grandes palabras no le serán de mucha ayuda ahora.
—¿Estáis siempre en lo cierto? —preguntó Narm, no con tono de enojo sino de cansancio—. ¿Los buenos y verdaderos caminos siempre aparecen tan claros ante vos?
Jhessail le hizo un gesto de advertencia, pero Elminster sonreía de nuevo.
—¡Ah, que me maten si tu lengua no es tan mordaz y tan ligera como la de Torm! —El mago dio una bocanada a su pipa y, dentro de la bruma de humo que produjo, se volvió de nuevo hacia Narm y lo miró con gravedad—. En los relatos de taberna, el héroe es siempre alto y radiante y sus enemigos oscuros y viles —dijo Elminster con una sonrisa—. Todo sería más simple si la vida fuese así, conociendo cada uno si es bueno o malo y lo que cada uno debe hacer y puede esperar alcanzar antes de que termine su papel en la Gran Obra. Pero, piensa en lo aburrido que eso sería para los dioses: cada uno una fuerza conocida, acontecimientos y hechos preordenados o, cuando menos, fácilmente predecibles; por eso las cosas no son así.
»Estamos aquí para divertir y entretener a los dioses, que caminan entre nosotros. Ellos observan y disfrutan y, algunas veces, incluso introducen una mano o algunas palabras silenciosas en nuestra vida cotidiana sólo para ver el resultado. Esto suele traducirse en milagros, desastres, luchas religiosas y muchas otras cosas sin las que podríamos muy bien pasar.
Narm se quedó mirándolo por unos instantes y después dijo con voz serena:
—Veo que obráis con juicio y cuidado, pues. Yo había temido que fueseis por ahí alardeando y aplastando tranquilamente con vuestro arte a todo aquél que se cruzaba en vuestro camino.
—Eso es precisamente lo que hace —irrumpió la voz de Torm, que se acercaba con los brazos llenos de oro—. ¡Brujos! Dondequiera que veas batallas, en este mundo, hay algún loco intrigante de turno farfullando y moviendo las manos. Honrados espadachines encuentran su fin… ¡víctimas de un hombre que jamás tendría el valor de enfrentarse un solo instante a ellos, si éstos pudiesen alcanzarlo! ¡Ya me gustaría que hubiera menos arte por ahí! ¡Así gobernarían el bravo y el fuerte, y no viejos furtivos de barba blanca y jóvenes locos temerarios que juegan con las fuerzas que nos dan a todos luz y vida!
—Sí —dijo Elminster con una sonrisa—. Pero ¿gobernar qué? Un campo de batalla cubierto hasta los hombros de muertos en descomposición, mientras los supervivientes mueren de hambre y enfermedad. ¿Quién quedaría entonces para ayudar a los enfermos, o para cosechar o sembrar los campos? ¡Valiente rey, el que gobierna un cementerio! —y, poniéndose la pipa en la boca, añadió—: Además, no sirve de nada quejarse de lo que es y no podemos cambiar. Tenemos el arte. Hagamos de él el mejor uso que podamos.
—Oh, eso es lo que pienso hacer —respondió Torm con una sonrisa misteriosa.
—¿Has terminado, Torm? —preguntó Jhessail con dulzura—. ¿O tienes algo más en la lengua que necesites escupir?
—Sí —contestó el ladrón, sin poder reprimirse—. Escucha, viejo…
—¡Basta de charla! —cortó Florin con un chasquido de dedos—. ¡Mirad allá! ¡Viene un dragón!
—¡Nosss han visto, pequeña! —tronó la poderosa voz volviéndose hacia ella—. ¿Por qué tan sssorprendida?
Desde la espalda del dracolich, Symgharyl Maruel contemplaba pasmada la abierta cima de la montaña.
—¡El torreón! —gritó telepáticamente a Aghazstamn—. ¡Ha desaparecido! ¡La cima entera ha estallado en pedazos y desaparecido! ¡Tenemos que volver! ¡No podemos enfrentarnos a un poder capaz de hacer esto! —Sacudió la cabeza con incredulidad, pero el inmenso cráter seguía allí abajo mientras el dracolich volaba en círculos sobre él.
—¿Huir? ¡Nada de eso! —rugió el monstruo arqueando su gran cuello hacia ella con una sacudida que casi hace caer a Shadowsil. Ésta se agarró con fuerza a la ósea aleta y exclamó en voz alta:
—¡Pero, la cima entera de la montaña ha desaparecido! ¡No podemos imponernos a…!
—¡Echa mano de tusss varitasss, pequeña cobarde! ¡Por fin estoy volando libre para luchar y matar despuésss de todosss estosss añosss! ¿Y tú quieresss que vuelva y abandone el oro y toda esta oportunidad? ¡Piénsalo bien, bruja de tresss al cuarto! —bramó Aghazstamn, y giró en ascenso con intención de zambullirse.
Con el viento silbando en sus oídos, Maruel sacó una varita mágica y la sostuvo con firmeza contra su pecho. Mirando hacia abajo, pudo ver a un hombre con armadura, un elfo y otros más. No se veía rastro alguno de Rauglothgor. Tal vez el viejo horror se había destruido a sí mismo ocasionando con ello toda aquella devastación. Aquel puñado de «metomentodos» parecía incapaz de semejante destrucción.
«Bien, ¿y qué importa? —se dijo—. Mata primero y pregúntate después». Aghazstamn había terminado ya de girar y se lanzaba hacia abajo en picado, más veloz que nunca; el viento ensordecía los oídos de la maga. Se agachó todo lo que pudo y miró a través de las rendijas de su mano para no quedar cegada. Apuntó con cuidado al grupo de guerreros que se dispersaba rápidamente, y dijo con claridad: ¡Maerzae!, y de su varita brotó una diminuta bola de fuego que, rodando por el aire con una estela de chispas, estalló con gran estruendo dentro del cráter formando una columna de llamas rojoanaranjadas.
Un hombre en llamas voló por los aires y cayó entre las rocas. Otros habían salido despedidos también, pero no pudo ver sus destinos. De nuevo se dispuso a apuntar hacia los ocupantes del cráter. Estas batallas no eran nunca como las presentaban los cuentos: magos que intercambiaban conjuros ceremoniosamente, primero uno y luego el otro. Aquél que golpeaba primero y con más fuerza se imponía por lo general.
El viento silbaba en torno a ella mientras Aghazstamn rugía triunfal cayendo en picado con sus alas levantadas y plegadas hacia atrás sobre su enorme masa escamosa. De su tripa salió un rayo blanco-azulado que estalló con estrépito contra el suelo. Una diminuta figura, brevemente contorneada por el fuego blanco-azulado, dio una sacudida y se tambaleó. Shadowsil lanzó su segunda bola de fuego hacia dos figuras con hábitos que había todavía en pie a la derecha.
La bola, sin embargo, se abrió en llamas antes de llegar a ellos y se expandió hacia afuera al chocar contra alguna especie de muro invisible. Symgharyl Maruel susurró airada mientras el dracolich descendía veloz. ¡Y tan veloz, por Mystra! Pero ellos no podían lanzar sus rayos hacia ella sin sacrificar su muro protector…
Con un rugido y una batida de sus poderosas alas, Aghazstamn se enderezó justo encima de los escombros donde sus víctimas se debatían y gritaban. Lanzó entonces sus crueles garras hacia dos de ellos que se erguían con sus espadas levantadas contra él como dos diminutas agujas.
Symgharyl Maruel sintió una sacudida cuando, tras dar una pasada, el dracolich batió rápidamente sus alas para alejarse de las rocas donde los afilados aceros rasgaban y embestían contra él. La maga miró hacia atrás por encima del hombro justo a tiempo para cruzar su mirada con la del druida que antes había yacido herido en la cueva. Sus manos y labios estaban en movimiento, invocando un conjuro contra ella.
Antes de que ella pudiese hacer nada, Aghazstamn estaba girando y elevándose en el aire. Shadowsil metió la varita en su funda, mientras ascendían, y se volvió para mirar atrás sacudiéndose el pelo de delante de los ojos.
—Haz un vuelo firme, te ruego, oh Gran Dracolich —transmitió ella mentalmente a través de su anillo—. Quisiera lanzar un conjuro y necesito de ti unos momentos de vuelo estable.
Un bufido atronador fue la respuesta, pero Aghazstamn extendió sus inmensas alas en un vuelo llano y el rugido del viento amainó.
Symgharyl Maruel se irguió todo lo que pudo y se volvió de cara a los caballeros. Allí estaban todavía el hombre de la armadura y el elfo con sendas espadas. Había unos cuerpos tendidos entre las rocas, pero los dos magos con hábito se erguían todavía más allá. Bien, tal vez escaparan, pero todos sus camaradas perecerían. Con precisión, Symgharyl Maruel lanzó un enjambre de meteoritos sobre todos ellos.
—Hecho —dijo al dracolich satisfecha mientras se sentaba y contemplaba el vertiginoso vuelo rotatorio de ocho bolas de fuego.
Aghazstamn emitió un susurro de aprobación y comenzó a batir sus alas de nuevo. Un repentino calor, sin embargo, y un tremendo estallido de trueno hizo que Symgharyl Maruel llevara otra vez su mano hacia su varita.
Involuntariamente, se volvió a mirar justo cuando todo el aire se levantaba en llamas. De alguna manera, los de abajo habían revertido su gran conjuro contra ella. Un solo fallo y…
—Ve a ver a Rathan —dijo Elminster—. Y a Torm, también. ¡Toma! ¡Aprisa! —Sacó de sus hábitos dos redomas de metal y las puso en manos de Jhessail.
—Pero, maestro… —protestó ella—. ¡El dragón! ¿Qué…?
—Todavía puedo pronunciar conjuros —le dijo el anciano mago con cierta severidad—. Anda, ve —y sus ojos permanecieron clavados en la ennegrecida silueta del monstruo que caía del cielo en medio de un reguero de llamas. Curioso, que con un solo conjuro se pudiera matar así, con tanta rapidez. Los dragones por lo general morían lenta y ruidosamente…, salvo que aquello no fuese ningún dragón, pero…
—¡Otro dracolich! —exclamó en voz alta el viejo mago.
Narm se volvió hacia él con ojos inquietos.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó el joven aprendiz.
Elminster le lanzó una aguda mirada.
—Ve y ayuda a Jhessail —le ordenó—. No hay nada que puedas hacer aquí —y sus ojos siguieron fijos en el dracolich a quien sus grandes alas hacían girar una y otra vez en el aire mientras caía. Sobre su espalda, pudo ver a Shadowsil debatiéndose débilmente para no caer. Él fue a levantar sus manos para arrancarla de allí por telequinesia, pero ella llevaba una varita preparada en su mano. Aun mientras lo estaba considerando, él sabía que era demasiado tarde para salvarla. El anciano contempló con rostro inexpresivo cómo Aghazstamn se estrellaba contra la tierra.
El cuerpo del dracolich cayó de cabeza y se hizo astillas en el suelo con un estruendo aterrador. Rodó sobre su lomo y se desplomó contra la roca tras lanzar despedida la delgada figura de Shadowsil; y allí quedaron sus restos, como un montón de huesos humeantes.
—¡Cogedla! —gritó Lanseril a sus espaldas.
Antes de que Elminster pudiera hablar, Florin y Merith habían saltado hacia la maga con sus espadas desenvainadas. La armadura del elfo aparecía desencajada y rasgada en un hombro, donde la garra del dragón lo había alcanzado. De no haber arremetido desesperadamente Merith con su espada contra aquella zarpa que se cerraba, también el cuerpo protegido bajo la armadura habría sido desgarrado.
Elminster sabía que no podían oírlo. Susurró deprisa unas palabras, ejerció su voluntad y desapareció.
Florin distinguió a Shadowsil que, apoyada en un codo, pugnaba por darse la vuelta en el suelo. La varita se hallaba todavía en su mano y ella gruñía bajo el largo pelo que le cubría la cara. Levantó su espada mientras corría con desesperada premura. No era en absoluto partidario de matar mujeres, pero aquel enemigo podía significar la muerte de todos ellos si no actuaba con la suficiente rapidez. Merith corría tras él, resbalando y tambaleándose entre las piedras y tesoros esparcidos.
De pronto, Elminster apareció ante ellos impidiéndoles el paso.
—¡Deteneos! —ordenó—. Ya ha habido bastante carnicería.
Blandiendo salvajemente sus espadas, los dos guerreros frenaron con un patinazo a escasos centímetros delante del mago. Lanzaron una rápida mirada atrás para asegurarse de que no se trataba de alguna ilusión obra de su enemiga.
—Deponed vuestro acero —dijo con tono cansino, y se arrodilló junto a Symgharyl Maruel—. El momento de la sangre ha pasado —y, mientras hablaba, la maga se derrumbó de cara con un gruñido lastimero y su varita rebotó sobre las piedras.
Con cuidado, él cogió el fracturado cuerpo de Shadowsil por debajo de los hombros y le dio vueltas hasta hacerlo descansar boca arriba sobre su regazo. Florin y Merith observaban estupefactos; la espada del elfo se movía todavía inquieta en su mano.
Florin se quitó sus guanteletes mientras se sentaba, de cara a Elminster, al otro lado del cuerpo de la enemiga que había intentado matarlos a todos hacía tan sólo unos momentos.
—Elminster —preguntó con gravedad—, ¿qué es lo que sucede?
Symgharyl Maruel abrió sus ojos al oír la voz de Florin y le lanzó una apagada mirada, como quien ha recorrido un camino muy largo. Tosió con debilidad escupiendo sangre por la boca y sus ojos descubrieron a Elminster.
—Maestro —murmuró con la sangre gorgoteando horriblemente en su garganta—. Estoy… herida —la última palabra era casi un sollozo.
—Mi pequeña flor —susurró Elminster con dulzura mientras ella jadeaba—, aquí estoy. —Al oír sus palabras, ella volvió a toser sangre y comenzó a llorar desfallecidamente. Las lágrimas corrían por sus mejillas cuando los caballeros se congregaron alrededor en asombrado silencio—. Si te quedas quieta —agregó el anciano—, veré si puedo encontrar en mi torre suficiente arte para curarte —y, agarrando su mano con suavidad, hizo ademán de retirar las piernas en que descansaba la cabeza de la maga.
Una débil mano tiró de su manga, y la maga a quien todos los caballeros habían odiado y temido dominó sus lágrimas.
—No —le dijo con firmeza y los ojos brillantes—. Prométeme que no me harás volver… Estoy demasiado resuelta para cambiar ahora. No puedo comprender ese «bien» por el que lucháis. —Echó hacia atrás la cabeza con cansancio y sus ojos centellearon—. Prométemelo —susurró con sus manos temblando en la del anciano.
—Sí, Symgharyl Maruel, te lo prometo —dijo Elminster con solemnidad mientras le acariciaba el hombro con la otra mano. Symgharyl Maruel sonrió.
—Bien —dijo arrastrando su voz—. Cuidado con mi cinturón…, tiene la hebilla envenenada. Sólo una cosa más —añadió con su voz convertida en un apagado siseo. Elminster se inclinó y acercó el oído a sus ensangrentados labios. Las vacilantes manos de Shadowsil se agarraron con fuerza a las ropas del mago hasta que se volvieron tan blancas como su cara.
La maga se incorporó, con el cuerpo temblando por el esfuerzo. Sus oscuros ojos miraron una vez más a todos ellos con un brillo desafiante y, entonces, su cabeza alcanzó el hombro de Elminster. Se aferró a él, temblando como una hoja en un vendaval y, luego, se inclinó hacia delante para besar su mejilla, con dulzura y vehemencia a la vez:
—Te amo. Me habría gustado tenerte —y, dicho esto, Shadowsil volvió a apoyar la cabeza contra el pecho de él, sonrió y murió.
Se hizo un largo silencio mientras el anciano mago permanecía sentado inmóvil acunando el cuerpo exánime en sus brazos. Las manos de ella se habían soltado, pero él las sostenía ahora. Nadie se movió ni habló. Todos permanecían a la espera. De Elminster no salía ningún sonido.
Al cabo de un rato, el anciano levantó la mirada, depositó con cuidado su carga en el suelo y, lentamente, se puso en pie. El rostro de Symgharyl Maruel, de un color blanco óseo, sonreía todavía, pero estaba mojado por las lágrimas del anciano. Elminster dio unos pasos atrás e indicó con un gesto a los caballeros y a Narm que se alejasen de él. Entonces, comenzó a cantar. La voz del mago sonó al principio áspera y hueca por la falta de uso, pero poco a poco fue cobrando fuerza a medida que cantaba su despedida hasta que, en los últimos versos, brotaba ya clara y profunda.
Sale el sol, el sol se pone,
los inviernos pasan veloces y las hojas se tornan marrones
contemplando cada día, y por fin ha encontrado
otro sueño que dejar bajo la arena enterrado.
Otro nombre en el viento perdido
que soplando hacia el norte gime en nuestros oídos.
Y todo cuanto ella ha sido se ha de desmoronar;
de todo ese gran espíritu, ¿nada puede quedar?
Madre Mystra, lo que es tuyo toma,
ingenio y poder, ahora polvo y putrefacción.
Buena o mala, ¿ahora qué importa?
Su canción ha terminado, su última salutación.
Madre del arte, yo te suplico ahora
que acojas su verdadero nombre con misericordia
y, mientras su cuerpo se pierde en las llamas,
saludes de nuevo a tu hija Lansharra.
Las manos de Elminster se movieron mientras éste pronunciaba algunas tenues palabras más, y de sus manos brotó un fuego que envolvió el cuerpo sin vida de Shadowsil. Las llamas se elevaron a gran altura en columnas de muchos colores. Narm observaba al anciano mago, que permanecía allí erguido con la mirada perdida entre las llamas. Después de vacilar unos instantes, el evocador se le aproximó por la espalda y le habló.
—Os ha llamado «Maestro».
Las llamas rugían y crepitaban ante ellos.
—Sí —dijo Elminster. Sonrió levemente y, de nuevo, aparecieron lágrimas en sus ojos. Después se volvió a mirar hacia las aguas del Sember, allá abajo en la lejanía, pero no las veía. Veía cosas de tiempos pasados y lugares lejanos.
—¿La conocíais? —preguntó Narm en voz baja.
—En otro tiempo la adiestré y cabalgué con ella —los labios del mago se movían con esfuerzo, casi con reticencia. Entonces, su barba blanca se elevó con aire desafiante—. Yo era mucho más joven entonces.
Narm sintió una corriente de compasivo entendimiento dentro de sí y se volvió a mirar a Shandril, que yacía inmóvil sobre su capa. Casi se le rompió el corazón.
—¿Se ve morir a amigos con frecuencia cuando se es un mago de poder?
—Sí —respondió Elminster casi en un susurro. Luego pareció despertarse y miró a Narm con un gesto hosco, ya más familiar—. Es por eso por lo que hasta los enemigos de uno han de ser honrados. Si está dentro de lo posible, ninguna criatura debe morir sola.
Narm se quedó mirándolo unos instantes fijamente, con los labios blancos, y después asintió muy despacio con la cabeza. Entonces, se precipitó hacia adelante y estrechó al anciano brujo en un caluroso abrazo mientras sus ojos se empañaban de lágrimas. Un Elminster sobresaltado sostuvo con cierto embarazo al joven y, dándole unas palmaditas en la cabeza, dijo con bronca voz:
—Vamos, vamos, muchacho. Shandril vive. No están tan mal las cosas.
Los sollozos del joven se fueron apagando y su abrazo se aflojó. Su ahogada voz volvió a sonar vacilante.
—Lansharra… ¿la queríais mucho?
—Sí —dijo el sabio con sencillez—. Era como una hija para mí. Si yo hubiese sido unas cuantas vidas más joven y ella menos inclinada a la crueldad… —Su voz se acalló por unos instantes y, de repente, él se volvió y miró hacia la pira que se extinguía. Su voz retumbó fuerte e imperiosa—. ¡Mirad todos!
Levantó las manos y gesticuló. Parecía como si, por encima del menguante humo que se elevaba, estuviera naciendo lentamente una forma… En efecto, la forma de una mujer joven y delgada con un largo pelo brillante y una piel casi tan blanca como la cal se alzó ante sus ojos. Era muy hermosa y llevaba una simple túnica blanca y dorada ceñida con un fajín azul. La figura miró hacia ellos con una mezcla de alegría y perplejidad.
Los curtidos caballeros observaban en silencio, mientras las llamas proyectaban titilantes reflejos rojizos en sus armaduras y espadas.
En el más completo silencio, la imagen de una joven Symgharyl Maruel ejecutó ante todos ellos un sortilegio azulado. Cuando la luz comenzó a chisporrotear en sus dedos, ella comenzó a reír de puro disfrute y la sostuvo en una mano para mostrarla. Entonces, con una sacudida de cabeza, se echó el pelo hacia atrás para verla mejor, movió la mano hacia ellos en señal de despedida y desapareció. Elminster se quedó mirando, sin expresión alguna en su rostro, cómo se extinguía la última llama.
—Tú has hecho eso, ¿verdad? —preguntó Torm pasmado—. Ésa… no era ella.
—Sí, lo he hecho, aunque no solo… y sí, era ella. Así era un verano, antes de que ninguno de vosotros, excepto Merith, hubiese nacido. Su espíritu seguía ahí. Yo di forma a una ilusión y ella la ocupó para despedirse de mí y de todos vosotros —y entonces el mago se volvió hacia Rathan—. ¿El agua bendita, buen hermano?
Rathan asintió y avanzó hasta él al tiempo que extraía reverentemente un frasco de su cinturón. Sus ropas desprendían aún olor a quemado por el impacto de la bola de fuego de Shadowsil, mientras él se movía con la cuidadosa rigidez de un recién curado. A un gesto del mago, las llamas de la pira se desvanecieron, y Rathan roció los carbonizados huesos desde la cabeza hasta los pies. Un humo gris se levantó y se disipó poco a poco.
Entonces, Elminster se quitó la capa y Florin y Lanseril se adelantaron para depositar los huesos encima de ella tan pronto como se hubieron enfriado. Jhessail unió su voz a la del mago en una oración a Mystra. Una vez finalizada ésta, Elminster hizo un hato con su capa y dijo:
—¿Todos bien, amigos míos? ¿Rathan? ¿Torm? Vosotros os llevasteis la peor parte, si mal no recuerdo.
—Estamos bien —respondió el clérigo, y Torm asintió con un lacónico «Sí».
—Bien, recoged vuestro tesoro y echemos un vistazo a Shandril. Yo opino que debemos irnos de aquí tan pronto como ella pueda ponerse en marcha… Ciertos monstruos que no están tan muertos como deberían parecen tener un inquietante hábito de aparecer por aquí de visita —y, con estas palabras, el viejo mago fue hasta donde yacía Shandril mientras chupaba pensativamente su pipa—. Me pregunto quién vendrá ahora a nuestro encuentro —dijo en voz alta mirando el hato que llevaba.
Fuera, el sol de primeras horas de la tarde brillaba sobre las torres y parapetos del castillo de Zhentil. Dentro de la Torre Alta, propiedad de Manshoon, señor de aquella ciudad, todo estaba oscuro salvo un círculo de velas encerradas en bolas de cristal que había en una esquina del salón de banquetes. Hacía veinte inviernos que no se celebraba allí ningún banquete.
Bajo la vacilante y coloreada luz había una pequeña mesa y, en torno a ella, se sentaban en consejo los altos señores del castillo. Lord Kalthas, general de los ejércitos del castillo de Zhentil, al norte del Mar de la Luna, habló a gusto, ronroneando desde debajo de su rojizo mostacho y con una jarra de vino ámbar cómodamente alojada en su mano.
—Defender los desiertos baldíos de Thar no es el problema —dijo con aire de suficiencia—, ahora que el vampiro Arkhigoul ya no está. La Ciudadela es fuerte, y no veo necesidad de debilitar nuestras fuerzas colocando pequeñas guarniciones dispersas en el este. Si algo atraviesa las montañas desde Vaasa, dejadlo que venga. Podemos mover nuestras fuerzas cuando el enemigo se acerque, después de un largo viaje, con un objetivo concreto, y aplastar cualquier invasión a nuestra voluntad. Los jinetes de Melvaunt pueden frenar cualquier asalto de importancia durante el tiempo suficiente para que concentremos allí las patrullas desde todo el Valle de la Daga y las tierras de Teshen. ¿Para qué defender un páramo de yermas rocas y nieve, a una semana de fría cabalgada de aquí? Cualquier loco… —El profundo tañido de una campana retumbó en alguna parte en medio de la oscuridad que los rodeaba.
Hubo un repentino crujido de madera cuando la oscura figura de Manshoon, primer lord del Castillo, que hasta entonces había permanecido sentado sumido en un lánguido aburrimiento a un lado de la mesa, se levantó con brusquedad. Mesa, papeles, tinta y plumas, jarras de cristal y jarros decorados de metal fueron a estrellarse contra el suelo. Más de un noble señor, con sillón y todo, fue a parar a las losas con ellos.
—¡Mi señor! —protestó boquiabierto lord Kalthas limpiando de vino su jubón ribeteado de piel. Las palabras cayeron en un tenso silencio y se desvanecieron mientras su emisor se daba cuenta de su imprudencia—. ¿Qué significa esto?
Pero Manshoon ni siquiera lo miraba. Con la cara pálida, miraba fijamente al aire mientras su voz temblaba.
—Symgharyl Maruel —susurró, soltando una lágrima en un parpadeo.
Lord Chess dio un grito sofocado; otros nobles más prudentes observaron boquiabiertos sin pronunciar palabra. Ninguno había visto jamás a Manshoon llorando o mostrando signo alguno de debilidad (o, como un noble lo expresó una vez, de «humanidad»).
Entonces, el momento pasó y un Manshoon fríamente furioso exclamó con un chasquido de dedos:
—¡Zellathorass!
A su orden, una bola de cristal se hizo visible en las escaleras, danzó lateralmente en el aire como un murciélago a la caza y avanzó a toda velocidad hasta quedar rotando en el aire ante él. Manshoon lo cogió y escrutó en sus profundidades, donde una luz se encendía y crecía.
Permaneció en silencio por unos instantes, y su bien parecido rostro se volvió tan frío y duro como el acero mientras veía algo que los demás nobles sólo podían imaginar. Luego soltó la bola, que comenzó a girar muy despacio, dijo en voz baja «Alvathair» y la observó desaparecer por donde había venido. Su boca estaba fuertemente apretada.
Entonces se volvió hacia todos ellos.
—Señores —dijo secamente—, esta reunión ha terminado. Por vuestra seguridad, salid de inmediato.
Torció un dedo y una banda de gárgolas con horribles sonrisas, que hasta entonces habían descansado inmóviles sobre contrafuertes de piedra por encima de sus cabezas, flexionaron sus alas de color gris pizarra. Los altos cargos del castillo de Zhentil se pusieron en pie al instante, cogieron sus capas, espadas y sombreros emplumados y se apresuraron hacia la salida con cómica precipitación. Un paciente golem cerró la puerta que ellos habían dejado abierta.
Manshoon entonces habló a las gárgolas en una áspera y graznante lengua, y ellas comenzaron a planear alrededor de la torre con sus correosas alas, vigilando en un silencio aterrador la llegada de posibles intrusos. Su señor permaneció de pie en medio del oscuro salón. Las velas se consumieron y apagaron. Apenas se habían convertido éstas en humo acre cuando él habló de nuevo y, a sus palabras, un golem de piedra tan alto como seis hombres caminó a pesadas zancadas hacia él desde una esquina del salón. Esperó allí en la oscuridad para recibir a cualquier visitante lo bastante desaprensivo para entrar en su ausencia sin ser anunciado. Manshoon miró a su alrededor y después echó a correr escaleras arriba en la oscuridad. Su desgarrado grito de rabia y desconsuelo por la pérdida resonó escaleras abajo detrás de él:
—¡Shadowsil!
Cuando salió al aire helado de la cima de la Torre Alta, pronunció cierta palabra. De pronto, hubo un temblor y parte de la torre se movió debajo de él. Un gran saliente de piedra se desplazó y se encorvó. Inmensas alas se abrieron sobre el patio de la torre y los minaretes de las murallas. Un gran cuello se arqueó desde éstas y unos ojos trémulos miraron a Manshoon con ansia y apremiante interés, y con miedo.
La enorme masa ascendió la pared de la torre cogiéndose con sus garras. Una piedra se desprendió en alguna parte y cayó con estruendo hasta perderse de vista. Entonces las alas batieron con un ritmo perezoso que resonó contra los tejados de la ciudad. Asustados rostros aparecieron en las ventanas de los pináculos de los templos y de las torres de los nobles, y volvieron a desaparecer a toda prisa. Manshoon sonreía sin alegría a la vista de aquello mientras miraba con rostro inexpresivo al enorme dragón negro que había liberado, que le devolvió la mirada con ojos fríos.
Pocos hombres, de hecho, pueden mantener su cordura y su voluntad frente a la terrible mirada de un dragón. El monstruo lo miraba como alguien de inmensa edad, conocimiento y humor. Manshoon simplemente sonrió y sostuvo su mirada. El miedo aumentó en los ojos del dragón. Entonces, Manshoon susurró en la lengua de los dragones negros:
—Arriba, Orlgaun. Te necesito.
El gran cuello se arqueó por encima del parapeto para que él pudiera montarlo. Con un gran salto y agitación de alas, el dragón negro se elevó por las alturas alejándose de la ciudad de fría piedra y espadas alertas. Manshoon iba a destruir con su fuego y su furia al que había matado a su amada. Muchos lo han hecho antes, y en otros mundos distintos de Faerun, y lo seguirán haciendo en días venideros.