¿Que os hable de la balhiir? ¡Ah!, curiosa criatura sin duda. He oído que la primera vez… ¿La versión corta, decís? Bien, la versión corta es ésta: una curiosa criatura, sin duda. Gracias, buen señor; que tengáis un bello día.
El sabio Rasthiavar de Iraiebor
Manual de Consejos para el Viajero
Año de las Numerosas Nieblas
—Esperaba ver a los esbirros aquí hace ya un buen rato —dijo Torm brincando con ligereza sobre una roca alta y plana—. O, por lo menos, ver algo del dracolich. ¿Por qué tardarán tanto?
—Nos temen —dijo Rathan con una amplia sonrisa de satisfacción. Florin permanecía alerta junto a la entrada, obviamente a la espera de un ataque.
—¡Tengo tanto miedo que casi no me tengo de pie —dijo Shandril—, y vosotros hablando con toda tranquilidad de estrategias e intercambiando chanzas! ¿Cómo lo hacéis?
—Nosotros siempre hablamos antes de una batalla, señora —contestó Rathan—. Uno está excitado y entre amigos, y puede que no viva para ver el siguiente amanecer —el obeso clérigo se encogió de hombros—. Además… ¿hay mejor forma de soportar la espera? La mayor parte de lo que los bardos llaman «gallardas aventuras», al menos para nosotros, consiste en un poco de rápidas carreras y luchas y montones y montones de espera. Nos aburriríamos mortalmente desperdiciando todo ese tiempo en silencio.
—¡Hmmmm! —musitó Elminster—. Toda esta cháchara es la señal de unas mentes demasiado flojas para rumiar en soledad.
Torm soltó una carcajada. Jhessail se levantó de entre las rocas con la chispeante balhiir merodeando encima de ella. Se acercó hasta Shandril y le cogió la mano.
—Elminster —dijo la practicante de magia volviéndose hacia el anciano brujo—, sin duda tendremos tiempo para charlar más tarde. Después de la batalla, con toda probabilidad. Háblanos de la balhiir, ahora. Esa cosa que flota en el aire por encima de nosotros no se ha aproximado a ti desde que destruyó tu globo de luz, por lo que adivino que no llevas contigo magia alguna. De lo contrario, te robaría tus conjuros, como lo ha hecho conmigo, a menos que hagamos algo con ella. ¿Qué dices tú?
—Sí, sí —dijo Elminster con severidad—. No estoy tan aturdido como para olvidarme de ella, o… —señaló con la cabeza de su cayado a la inquieta nube que se movía sobre las dos mujeres— de «eso». —Se quitó su raído sombrero y lo colgó del cayado, que descansaba ahora sobre el ángulo de uno de sus brazos. Entonces se recostó sobre una enorme roca y se aclaró la garganta con un ruidoso carraspeo.
—La balhiir —comenzó el anciano sabio con medida entonación— es una criatura de lo más curiosa. Rara en los reinos y desconocida en muchos de los lu…
—¡Elminster! —protestó Jhessail—. La versión abreviada, por favor.
El sabio la miró en pétreo silencio durante unos instantes y luego exclamó:
—¡Buena señora! Ésta es la versión abreviada. No te haría ningún daño cultivar tu paciencia…, una costumbre que he encontrado de lo más útil estos últimos quinientos inviernos. —Y, con manifiesta intención, giró la cabeza para dirigirse exclusivamente a Shandril—. Escucha con todo cuidado, Shandril Shessair. —La muchacha se irguió con tensión ante el tono grave del mago—. En este lugar, carecemos de todo medio para expulsar o destruir a esta balhiir, excepto uno, y sólo tú puedes ejecutarlo. Es un asunto peligroso para todos nosotros, pero sobre todo para ti. Sin embargo, no hay otra solución. ¿Estás dispuesta a intentarlo?
Shandril repasó con la mirada a aquellos aventureros que se habían convertido en sus amigos. Después levantó los ojos hacia la incierta forma luminosa, comedora de magia, que flotaba por encima de ella. Y, soltando el aire en un largo y estremecido suspiro, dijo:
—Sí, decidme.
Afrontó de plano la mirada del anciano mago, reteniéndola en la suya. Con gran suavidad, se desenganchó del envolvente brazo de Narm y dio unos pasos hacia adelante.
El anciano mago inclinó su cabeza solemnemente ante ella, lo que provocó miradas de sorpresa por parte de los caballeros presentes. Entonces, él preguntó:
—Narm, tú conservas un sortilegio, ¿no es así? —Sus centelleantes ojos azules, graves y gentiles, no se habían despegado de los de Shandril.
—Sí —respondió el aprendiz de mago.
—Entonces, ejecútalo mientras tocas a tu dama —dijo el anciano—, y quedaremos libres. Esto atraerá a la balhiir hacia vosotros dos. Shandril, extiende ambas manos hacia el centro de la luz. Procura no inhalar nada de ella y mantén tu rostro, sobre todo tus ojos, apartados de ella. Cuando Shandril toque a la balhiir, tú, Narm, debes alejarte de ella tan rápido como puedas. Todos nosotros debemos mantenernos apartados de Shandril a partir de ese momento. Su tacto probablemente será fatal.
El gran sabio se adelantó para agarrar con firmeza los resueltos pero temblorosos brazos de Shandril. La balhiir se arremolinaba por encima de ellos.
—Pequeña —dijo entonces Elminster con un suave tono paternal—, tu tarea es la más dura. Al tocar la balhiir sentirás una comezón y un ardor intensos. Si quieres vivir, debes mantener tus manos extendidas dentro de ella y no retirarte. Descubrirás que puedes soportar el dolor…, uno de mis gatos lo hizo una vez. Utiliza la fuerza de tu propia voluntad para atraer el fuego dentro de ti, y éste fluirá por tus brazos y entrará en tu cuerpo. Aguanta; si lo consigues, retendrás la energía de la balhiir.
»Deberás entonces matar su voluntad o perecer en las llamas. Cuando la hayas destruido, te darás cuenta. Domínala tan rápidamente como puedas, pues el fuego arderá con más fuerza dentro de ti cuanto más la retengas. Puedes expulsarla por la boca, los dedos e incluso los ojos. Sin embargo, pon mucho cuidado al dirigir las ráfagas. Podrías matarnos a todos con facilidad.
Shandril asintió sin apartar sus oscuros ojos del anciano mago.
—Debes salir, a través de la entrada, si el dracolich o sus esbirros no nos han atacado para entonces. Búscalos y aplástalos hasta que hayas agotado toda la energía de la balhiir. Deja que salga toda ella, o podría matarte.
Sus ojos se mantuvieron unidos un rato más y, entonces, él se inclinó lentamente para besarle la frente. Su barba cosquilleó sus mejillas y sus viejos labios eran cálidos. Shandril sintió un hormigueo en la frente y se sintió más fuerte de pronto. Luego levantó de nuevo la mirada y le sonrió.
—Nosotros estaremos cerca —dijo él—. Narm te seguirá y los demás os cubriremos a ambos. ¿Estás preparada?
Shandril asintió con la cabeza.
—Sí. Hazlo ahora —dijo con los labios repentinamente secos y la esperanza de que el esfuerzo por mantener su voz serena no se reflejara en su rostro. Levantó sus brazos por encima de su cabeza mientras Elminster se inclinaba de nuevo y retrocedía. Narm avanzó hacia ella con reticencia. La balhiir titilaba y se arremolinaba por encima, más cerca ahora de ella, como si estuviese esperando que la destruyera.
—Perdóname —dijo Narm situándose a su lado—, pero el sortilegio que voy a aplicarte te hará… eructar.
Esto sorprendió a la joven como algo tan incongruente y divertido que arrancó de ella una incontrolada risa que se elevó y resonó en la silenciosa caverna. Todavía reía cuando él efectuó su sortilegio y la balhiir descendió sobre ella. Shandril no vio nada, ni oyó nada, ni se enteró de nada cuando la balhiir la envolvió, excepto de las chispas, curiosamente serpenteantes, y de la delgada columna de niebla que desprendía un sutilísimo olor a cuero mojado.
El dolor comenzó. Elminster había dicho la verdad y Shandril se preguntó, sólo por un instante, si alguna vez habría hecho él mismo tal cosa. Seguro que sí, se dijo. Podía sentir, de alguna manera, las chispas, el fuego, la energía fluyendo, agitándose dentro de ella. Inclinó su cabeza hacia atrás para coger aire por la boca y advirtió que tenía los ojos clavados en la oscura roca del techo mientras oía su propia voz sollozando, gimiendo, gritando… Duele. ¡Por los dioses, duele!
La comezón interna aumentaba al tiempo que crecía el ardiente dolor, hasta que su cuerpo entero tembló y se retorció. Tenía que luchar para mantener sus manos estiradas. Deseaba desesperadamente plegarlas y cubrirse con ellas el dolorido cuerpo mientras el fuego descendía por sus brazos y se extendía por su pecho.
Shandril lloró con desconsuelo. Un fuego azul-púrpura lamía sus rígidos brazos extendidos. Narm se precipitó hacia adelante gritándole que se detuviera mientras una parte de su mente advertía que las llamas no tocaban ni el pelo ni las ropas de la muchacha.
—¡No! —clamó estirando sus brazos hacia ella con desesperación.
Cuando el joven aprendiz, en su arrebatado impulso, pasó por delante de Elminster, éste extendió su largo y delgado brazo y lo agarró por el hombro.
—¡No! —dijo a su vez el gran mago—. ¡Mantente apartado, si la quieres!
Narm apenas oyó las palabras, pero la mano del anciano lo sujetaba con una firmeza de hierro y él no pudo liberarse de su asimiento. Los sollozos de Shandril se intensificaron hasta convertirse en un áspero y agudo chillido.
—¡Dioses, tened piedad! —gritó la joven, y salieron llamas de su boca.
Elminster hizo una imperiosa señal con su mano a los caballeros, que contemplaban estupefactos la escena, para que se agacharan y se pusieran a cubierto.
El fuego descendía con rabiosa intensidad por los brazos de Shandril y levantaba llamaradas de sus hombros. Ella no podía ver; llamas azules y púrpuras se elevaban de sus mejillas y boca. Podía sentir la energía circulando incansablemente por sus brazos y su pecho, arremolinándose, incendiándose, metiéndose en ella… metiéndolo todo en ella. Sentía asimismo una cólera ardiente que crecía en su interior, deslizándose detrás de su garganta y obligándola a rugir y bramar.
Unas llamas rodaron por delante de su nariz. Sobresaltada, acalló sus gritos y lanzó una ardiente mirada a Jhessail; vio reflejarse las llamas en el bello y ansioso rostro de la maga y le hizo un gesto de disculpa al tiempo que volvía a apartar su mirada. Sus venas estaban hirviendo; su cuerpo temblaba con violencia.
Algo corría y se retorcía como una serpiente dentro de ella, produciéndole miedo. ¡No podía controlarlo! ¡Podría causar la muerte de aquellos nuevos amigos, de Jhessail, de Florin, del gran Elminster, de Narm…! ¡No! Las llamas se alejaron y ella pudo ver el rostro de Narm; el fuego reflejado danzaba sobre él mientras sus ojos, oscurecidos por el dolor, se encontraban con los de ella. Pero entonces desaparecieron, cuando Elminster se colocó delante de su amado y la miró severamente apremiándola en su tarea. Cómo se parecían aquellos ojos a los de Gorstag. Pensó en Gorstag, amable y jovial, rudamente sabio y conocedor. Entonces, cerró los ojos y apretó con fuerza los dientes para luchar contra aquella horrible sensación de algo que se enroscaba dentro de ella. El calor y el dolor adquirieron de pronto mucha más intensidad, oprimiendo su corazón como un puño de fuego.
Lo había pasado, por fin. Unas agudas punzadas perforaron sus rodillas y cayó desplomada sobre la roca mientras un calor blanco se condensaba dentro de ella. Estaba ardiendo todavía, pero ahora podía dominarlo.
Exultante, Shandril se levantó y vio a Florin y a Merith, con sus espadas destellando, enfrentándose a muchos hombres en la angosta boca de aquella cavidad. El corazón le latía en los oídos como un trueno ensordecedor y entonces oyó que Elminster gritaba. El elfo y el explorador se echaron a un lado. Florin levantó su brillante acero en un solemne saludo mientras ella se lanzaba como una furia por delante de ellos.
Shandril sabía que estaba gritando. Unos rayos blancos brotaron de sus manos, su boca y sus ojos y crepitaron delante de ella. Dondequiera que miraba, los hombres ardían y morían. Oía sus gritos, y ella los ahogó con un largo y sobrecogedor chillido de triunfo que se hacía más y más alto a medida que más y más hombres eran barridos por las llamas. Entonces, la boca de la cueva se quedó vacía y ennegrecida. Los hombres yacían inmóviles, con las espadas aún humeantes en sus crispadas manos.
«¡Oh, dioses! ¿Qué he hecho? Seis, siete…, doce… ¿cuántos? ¿Cuántos más?», pensó Shandril retrocediendo con horror. Mientras permanecía allí mirando aquella espantosa escena, con sus manos extendidas y todavía humeantes, un largo cuello de esqueleto apareció de golpe en la abertura de la cueva y dos ojos paralizadores se clavaron en ella. Rauglothgor el Inmortal abrió sus óseas mandíbulas y el mundo estalló en llamas.
Shandril gimió; un dolor se superponía al otro dentro de ella. Las lágrimas desdibujaron aquel muro de llamas; enseguida, volvió a ver y la calavérica cara de Rauglothgor estaba todavía delante de ella. Los malignos ojos del dracolich se encontraron con los suyos, y ella tuvo miedo.
Aquellos ojos la miraban con toda la arrogancia y la fuerza de los fríos siglos y la estirpe draconiana, y ella sintió de pronto una gran cólera. Aquella criatura esquelética se reía de ella, segura ante la idea de que se trataba de una muchacha, inexperta y desconocedora de las artes de la batalla y la magia.
La ira creció dentro de ella. Una piedra —¡una simple piedra!— había derribado a Symgharyl Maruel con todo su orgullo y su cruel dominio de la magia. Oh, sí, se enfrentaba con un dracolich, ¡pero ahora tenía medios para responderle! «¡Arde, pues, oh poderoso Rauglothgor, arde y conoce cómo se siente uno presa de las llamas, tú que nos quemas a nosotros como moscas que, por decenas, caen chamuscadas por la antorcha…! ¡Arde!».
Shandril lanzó sus brazos hacia adelante como si pudiera atravesar al inmortal dragón con las puntas de sus dedos; y, de éstas, volvieron a salir estrepitosos rayos. Rauglothgor ardió. Una luz plomiza palpitó dentro de sus huesos. El monstruo se irguió sobre sus patas traseras rugiendo de dolor y de miedo. En torno a él cayó una lluvia de piedras que sus cuernos habían escarbado del techo de la caverna, y sus grandes garras se crisparon. Elevó sus óseas alas y se retorció, hasta que, por fin, el gran dragón inmortal se desplomó con sus huesos bañados en llamas blancas, azules y purpúreas.
Éste fue el fin de Rauglothgor, el Dragón Nocturno de las Montañas del Trueno. Sus huesos se ennegrecieron, se separaron y se deshicieron en pedazos que, por último, se desmoronaron cuando las llamas se apagaron.
Shandril tropezó en la oscuridad, mientras el fuego bramaba todavía en su interior. Delante de ella, la caverna se extendía inmensa y oscura y, por debajo, nuevas antorchas titilaban, danzando y reflejándose trémulamente en desenvainadas espadas. Más esbirros del culto, recién llegados, trepaban hacia ella con las armas en ristre… Era una fácil presa, tropezando ciegamente y huyendo sin duda del gran Rauglothgor que la estaría acosando desde atrás.
Fácil presa, sin duda. Shandril abrió la boca y gritó al verlos acercarse. Y las llamas brotaron en chorro. Levantó sus manos y los fulminó con su fuego mágico, lanzando una y otra ráfaga hasta que no quedó ni uno solo en pie. Shandril siguió dando tumbos hacia adelante, exultante con el fuego que ardía todavía dentro de sí, aunque ya disminuido… Podía ver y oír a los caballeros que corrían tras ella.
—¡Shandril! —la angustiada voz de Narm atravesó el fragor de su fuego.
Ella sacudió la cabeza y le indicó con un gesto que retrocediese. El fuego de sus manos chocó inocuamente contra la siempre pronta barrera de fuerza de Elminster, y Narm se quedó mirando en silencio mientras Shandril seguía corriendo. Todavía los fuegos hervían en su interior y temía enterrarse a sí misma y a todos los demás si lanzaba sus rayos contra las rocas que la rodeaban. Así que echó a correr por la caverna y empezó a ascender la rampa en busca del exterior… y de cuantos esbirros se cruzaran en su camino.
Pronto los encontró, cargados de tesoros; aunque enseguida los soltaron para blandir sus espadas cuando ella fulminó al primero de ellos. Algunos levantaron sus brazos para lanzar conjuros, pero los mágicos proyectiles de fuego salían formando espirales hacia sí mismos y los derribaban antes de que pudieran liberarlos. Demasiado tarde para ellos, tanto para correr como para luchar. Delante de su fuego mágico, sólo tenían tiempo de morir. «Y esto —pensó Shandril mientras los dejaba atrás en su ascenso— lo hacen muy bien». Más esbirros vinieron a su encuentro en la caverna superior, y más esbirros murieron.
Shandril trepó a través de los túneles hacia el torreón, y hacia la luz del día. Cuando ya ascendía los desmenuzados escalones, con las llamas azules lamiendo la vieja piedra donde pisaba, Shandril vio las laderas de la montaña por debajo de ella. Sobre ellas no se veía ningún esbirro y el cielo estaba claro y despejado.
Con las llamas resplandeciendo en torno a su revuelta cabellera, se volvió y gritó:
—¡Retroceded!
Los caballeros se echaron hacia atrás. Elminster, con su barrera todavía levantada, contuvo a Narm. Shandril se volvió de nuevo hacia el cielo y las piedras que la rodeaban y extendió sus manos.
Dejó caer su cabeza hacia atrás y gritó su dolor y su exultación. Sus largos y ensordecedores chillidos salieron fundidos con regueros de fuego. Las piedras se quebraron y cayeron a su alrededor. Fragmentos desconchados saltaron contra ella y le produjeron cortaduras, pero ella estalló en una risa salvaje. La luz del día crecía a medida que los muros caían y las piedras se desmoronaban. Shandril retrocedió y descendió los escalones del despedazado torreón mientras éste se venía abajo.
—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó a los caballeros que seguían de cerca tras ella, y volvió a lanzar su fuego mágico. Pilares de muro roto se erguían como enormes dientes contra el cielo antes de terminar cayendo ellos también. El torreón había desaparecido; no quedaba una piedra en pie, y los fuegos seguían rugiendo todavía.
«¡Oh, Tymora, libérame! ¿Es que esto no tiene fin? Y, sin embargo, ¡mirad, dioses! ¡Todo este poder! ¡Nada se le resiste…, ni el dracolich, ni sus seguidores, ni las mismas piedras… ni siquiera esta montaña!».
Shandril rió. Sus ardientes dedos rozaron el peto de su túnica y lo rasgaron de medio a medio. De su pecho desnudo comenzó a emanar también fuego mágico mientras descendía de espaldas por el túnel. La roca se agrietaba y estallaba en fragmentos.
El fuego había amainado ahora. Shandril podía sentir cómo su cuerpo se agitaba mientras la energía brotaba de él y se derramaba por su pecho y su boca. De nuevo se encontró de rodillas, entre el esparcido oro del tesoro de Rauglothgor. El techo de la gran caverna se estaba despedazando y cayendo por encima de ella mientras escupía una corta y atronadora ráfaga de fuego mágico.
De pronto, Shandril se sintió muy cansada y se balanceó sobre sus rodillas. Su mirada cayó sobre sus manos. El anillo y el brazalete de oro y zafiros todavía brillaban y chisporroteaban. Hizo un esfuerzo por levantar sus manos hasta sus ojos mientras, tiritando, caía sobre la fría piedra.
El fuego se había extinguido, y ella tenía tanto frío…, estaba entumecida de frío.
—¡Shandril! —gritó Narm soltándose por fin de los brazos de Elminster. Pero, con un ruido sordo, fue a estrellarse de plano contra el muro de fuerza del viejo mago. Golpeó la barrera con exasperada frustración y gritó a Elminster—: ¡Dejadme llegar hasta ella! ¿Está muerta?
El sabio sacudió negativamente la cabeza con una mirada de comprensión:
—No. Pero puede ser que no sobreviva. No tengo idea de cuánto arte ha llegado a absorber la balhiir. Cuidado ahora.
La barrera desapareció. Narm tropezó hacia adelante, y se cayó dos veces más antes de llegar a Shandril.
—¡Dioses! —exclamó Florin, que seguía tras él. Más allá del lugar donde yacía Shandril, la montaña se había abierto formando un inmenso cráter. Se hallaban a plena luz del día.
—«Rara en los reinos», dijiste —le dijo Torm a Elminster al pasar junto a él—. ¡Y una buena cosa, también!
Los otros caballeros de Myth Drannor se habían unido ya a Narm y estaban arrodillados junto al cuerpo de Shandril. Cuando Elminster se acercó hasta ellos, el joven aprendiz levantó una cara bañada en lágrimas y preguntó al mago:
—¿Puedo…, le haré algún daño si la toco? —Tragó saliva y se mordió el labio. Shandril yacía ante él boca abajo e inmóvil, con su largo cabello extendido sobre su espalda como una última lengua de fuego.
Elminster sacudió la cabeza:
—No, no, ningún daño. Y, sin embargo… Rathan, ¿puedes curar todavía?
El clérigo asintió.
—Sólo me queda un pequeño favor de la Señora, me temo —retumbó su voz—. Utilicé la mayor parte con Lanseril, allá atrás.
Elminster cabeceó afirmativamente:
—Usa lo que puedas, entonces. Narm —el rostro del joven, recorrido por regueros de lágrimas, se elevó con aire casi desafiante—, una vez que Rathan haya curado a tu dama, llévala de nuevo a la cueva donde me esperabais. La rapidez importa más que la ternura, ahora. Yo iré al Valle de las Sombras de inmediato en busca de unos pergaminos para sanar que dejó escondidos Doust Sulwood cuando era el lord, y después nos encontraremos en la cueva.
Rathan estaba ya canturreando con suavidad, arrodillado junto a la muchacha caída. Narm asintió:
—Sí —y, enseguida, barbotó—: ¡Vos sabíais que la mataría! ¡Vos lo sabíais!
Elminster lo negó:
—No, Narm. Temía que pudiera ser así, pero no había otro camino —y, mientras se alejaba, agregó—: No me entretengas ahora, o Shandril podría morir de verdad.
Rathan tocó a Narm en el hombro:
—Yo ya he terminado, muchacho. Llevémosla de aquí… Si Elminster recomienda rapidez, puedes estar seguro de que rapidez es lo que hace falta.
Narm hizo un gesto de asentimiento, arrancó sus ojos de la espalda del anciano mago y suspiró:
—Sí. Yo confío en él. Lo siento. —Y, bajando la cabeza, rompió a llorar.
—Vamos —dijo otra voz—, deja de lloriquear y levanta a tu dama por los hombros. Yo la cogeré de los pies, Jhessail, sostén su cabeza mientras la trasladamos. —Narm se quedó mirando a Torm quien, con los ojos fijos en Shandril, insistió—: Vamos. El mago ha dicho rapidez.
—Sí. —Narm estiró una mano e intentó cubrir la abertura de la parte delantera de la túnica de Shandril.
—Déjalo —dijo Torm con firmeza—. Te prometo que no miraré… mucho.
Narm le gritó un torrente de palabras groseras que provocaron en Torm una amplia sonrisa que por último se convirtió en una sonora carcajada. Hirviendo de furia, Narm se detuvo cuando se dio cuenta de que no tenía idea de lo que estaba diciendo.
Treparon sobre las derribadas rocas, Rathan a un lado de Narm y Jhessail pegada a su otro lado sosteniendo la cabeza de Shandril. Los ojos de la muchacha estaban cerrados y sus labios separados. Estaba tan hermosa… Narm empezó a llorar otra vez. A través de las lágrimas, vio a Merith, el elfo, guiando a Torm a través de la difícil entrada de la cueva en cuyo fondo él y Shandril habían quedado atrapados. El olor a carne quemada era muy fuerte a su alrededor. Narm miró a Shandril sin poder creerlo. Pero lo había visto, sí. ¿Cuánta fuerza había requerido? ¿Cuánta magia había retenido ella? Y ahora, en el nombre de todos los dioses, ¿podría sobrevivir a aquello?
—Los pergaminos… ¿ha vuelto ya Elminster? —preguntó frenéticamente mientras avanzaban a tropezones hacia el interior de aquella cueva de techo bajo, ahora familiar para él.
Lanseril, de nuevo bajo su propia forma, estaba recostado contra una pared entre dos antorchas encendidas.
—Sentí que la montaña temblaba —dijo—. ¿Fue Shandril? —Torm asintió y él no dijo nada; sólo sacudió la cabeza. Entonces, tuvo una idea repentina—. Traedla por aquí. No, no, atravesada en medio no… Elminster podría aterrizar justo ahí… Por este lado.
—Bien pensado, pero no es necesario —llegó una voz familiar desde el fondo de la cueva—. Rathan…, pergaminos suficientes para Lanseril y Shandril. —Elminster entregó los rollos de pergamino al clérigo mientras avanzaba hasta la muchacha. Luego puso a un lado su cayado y se agachó junto a ella—. Sólo espero que la fuerza que ha albergado en su interior no la haya dañado demasiado.
—¿Dañado? —preguntó Narm.
—El fuego mágico arde por dentro —dijo Elminster con voz calma—. Puede llegar a consumir los pulmones, el corazón e incluso el cerebro, si es retenido demasiado tiempo —y sacudió la cabeza—. Ella parecía dominarlo todavía al final, pero ha retenido más de lo que jamás he visto soportar a nadie sin estallar en llamas y ser completamente consumido en el sitio.
—Qué alegría, ¿no? —intervino Torm en broma.
Narm lo miró horrorizado y, enseguida, estalló en lágrimas y se puso a temblar. Jhessail lo cogió por los hombros y miró con aire severo al ladrón.
—Torm —dijo con voz cortante—, a veces eres un verdadero bastardo.
Torm señaló a Narm con una mano.
—Él lo estaba necesitando —dijo con tono más serio.
Jhessail continuó mirándolo por un momento y luego dijo:
—Tienes razón, Torm; lo siento. Te malinterpreté. —Rodeó a Narm con sus brazos y éste aligeró su congoja sobre su pecho.
—Tú y el resto del mundo me malinterpretáis —dijo Torm con resignada tristeza—, la mayor parte del tiempo.
—Y sin razón alguna —añadió con tono inocente Merith—. Ahora, cierra tus ingeniosos labios y ayúdame a extender mi capa sobre ella.
Rathan indicó con un gesto que ya había terminado y se levantó con aire cansado para ocuparse seguidamente de Lanseril.
—Un duro día de curaciones, ¿eh? —dijo con tono irónico el druida medio-elfo mientras el clérigo se arrodillaba a su lado. Rathan gruñó.
—Duro para las rodillas, en cualquier caso —convino al tiempo que desenrollaba el siguiente pergamino—. Ahora, túmbate, condenado. Ya es bastante trabajo convencer a la Señora de que curar a un irreverente siervo de Silvanus como tú es una acción devota, sin que tenga que aguantar además tus retorcidas observaciones.
—Llevas razón —asintió Lanseril recostándose—. ¿Cómo responde la joven dama?
Rathan se encogió de hombros:
—Su cuerpo es fuerte. Ahora duerme. Pero ¿su mente? Ya veremos.
Narm, desde los brazos de Jhessail, miró a la muchacha, que respiraba tenuemente.
—¿Por qué no despierta? —gimió—. Está curada, ha dicho el sacerdote, ¿por qué sigue dormida?
—Su mente se está curando —respondió Elminster, de pie a su lado—. No hay que molestarla. Tranquilízate, Narm… ¡Valiente mago vas a ser tú, con todo ese lloriqueo y esos gritos! Vamos, hombre, come un poco y descansa.
—No tengo hambre —dijo Narm con desaliento mientras Jhessail se levantaba y tiraba de él hacia arriba con unos brazos delgados pero sorprendentemente fuertes.
—Oh, sí —dijo Elminster con evidente incredulidad pasándole una salchicha y sacando un cuchillo para cortar un pedazo de pan duro.
Narm se quedó mirando la salchicha y pensó en Shandril y él y las salchichas, y estalló en risas. De nuevo sus ojos se bañaron en lágrimas mientras él se columpiaba hacia adelante y hacia atrás.
—Un tipo estable, ¿no? —inquirió Elminster al mundo en general—. Come —ordenó enviando el brazo de Narm hacia la boca con un capirotazo de sus dedos y la rápida e inadvertida formulación de un conjuro menor.
De repente, Narm se encontró sollozando sobre una salchicha que al instante se lanzó a comer con un hambre voraz. Elminster, sacudiendo la cabeza, hizo uso de otro pequeño sortilegio para hacer que una vasija que estaba junto a Torm volase hasta su propia mano servicial. Torm descubrió su rapiña, pero estiró su brazo hacia ella demasiado tarde.
Merith, que había estado examinando con cuidado la cueva en compañía de Florin, se acercó hasta Narm con su acostumbrado silencio y le dio un toquecito en el codo. Narm emergió de su salchicha:
—¿Sí? Oh, perdón.
—Nada que perdonar, muchacho —dijo Merith—. Si pudieras señalarnos el lugar donde yace esa maga que Shandril derribó con la balhiir primero y luego con una piedra… —La mirada del elfo era seria y cautelosa.
Narm lo miró parpadeando.
—Allí, entre las rocas —dijo señalando con la mano, pero ésta se movió con incertidumbre buscando los pies de Symgharyl Maruel, que no distinguía.
—Sí —asintió Merith muy serio—. Eso es lo que pensábamos.
—¿No está? —preguntó Narm atónito.
—No está en ninguna parte de esta cueva —dijo con calma Florin—. Ni tampoco entre los cuerpos que hay a la entrada.
—Entonces… ¿dónde está? —preguntó Narm con su mente todavía ocupada en Shandril, el fuego mágico y salchichas.
—Me temo —le dijo el líder de los combatientes— que no tardaremos mucho en saberlo.
La mandíbula le dolía de un modo terrible. Aquella pequeña maldita se la había roto, así como a su brazo, y era probable que también su mejilla. La mejilla estaba tan hinchada que el ojo izquierdo lo tenía casi cerrado. Symgharyl Maruel podía todavía susurrar conjuros e invocar palabras, sin embargo, y pronto haría pagar a aquella fregona lo que le había hecho. Lo pagaría y caro; le fundiría las piernas con el fuego de su varita mágica favorita, y después los brazos, y la emprendería con ella con un cuchillo. ¡Ah, gritaría y suplicaría… hasta que le cortase la lengua! Symgharyl Maruel soltó una ahogada carcajada y la cara se le desencajó en una mueca por el dolor que esto le produjo en la mandíbula. ¡Los dioses escupan sobre esa pequeña ramera!
Symgharyl Maruel se puso en pie con esfuerzo y cruzó la cueva donde tenía su refugio con paso vacilante. Demasiado vacilante. ¡Dioses, qué dolor! Se recostó abatida contra los estantes que contenían sus libros de magia. Era inútil. No podía estudiar el arte con este dolor. ¿Dónde estaban esas tres veces malditas pócimas?
¡El baúl! Naturalmente. Avanzó agarrándose a los estantes con una prisa frenética, se dejó caer de rodillas junto al baúl y, tras un nervioso manoseo, lo abrió con su brazo bueno. Cuidado, ahora; las adecuadas… Buscó entre las numerosas redomas una con cierta inscripción. No tendría ninguna gracia equivocarse ahora. Nunca creyó que llegaría a necesitar estas pócimas, guardadas allí con todo cuidado desde hacía tanto tiempo… «Si uno juega con fuego —pensó con aflicción—, debe esperar salir quemado. Pero ¡una nadería de muchacha! ¡Y con una piedra!». Soltó un rabioso rugido por su ensangrentada boca, que acabó en otra mueca de dolor. ¡Maldita sea! ¿Nunca se libraría de él? Nunca, en efecto, si no tomaba las pócimas. «Agudiza bien tu ingenio, Symgharyl Maruel —se dijo—. ¿Quién sabe si alguno de ellos no conseguirá seguirme hasta aquí?». Era una cueva sellada contra conjuros, sí, pero no para un rastreador de conjuros.
¡Ahí está! Ésa es. Y ésa. Sacó con cuidado las preciadas redomas y, apretándolas con firmeza contra su pecho, se arrastró por el suelo hasta un montón de cojines donde solía acostarse y estudiar. ¡Al fin!
El líquido tenía un sabor acuoso y helado en su lengua, con un resabio a hierro y un olor vago y extraño. Symgharyl Maruel se tendió boca arriba y sintió el relajante efecto balsámico de la pócima extendiéndose desde su garganta en una lenta, hormigueante y deliciosa oleada a través de su pecho, hombros y brazos. El acribillante y rabioso dolor de su brazo disminuyó hasta convertirse en una apagada palpitación. ¡Ah, qué bien! Ahora, la segunda. Su mentor de mucho tiempo atrás era un tonto sentimental, pero conocía unos cuantos trucos. Era él quien había insistido en que guardara estas pócimas… que no había utilizado hasta ahora.
Bien; pues aunque él mismo viniese a la guarida de Rauglothgor y se irguiese contra ella, no podría salvar ni a la pequeña ladrona ni al inútil ignorante de aprendiz que había intentado protegerla. Había visto a otro en la caverna —un druida, por su atuendo— cuando había vuelto en sí y sentido aquel hedor a carne quemada a la entrada de la cueva, y los otros dos ya no estaban. Sin duda, Rauglothgor había asado a algunos de los imprudentes aventureros que lo habían desafiado. Tal vez la ramera ésa estuviese muerta también, pero no lo creía probable. Rauglothgor estaba interesado en ella. «Bien, peor para ella», pensó Symgharyl Maruel con crueldad. Quizás el dracolich se interesara por su cadáver.
El dolor casi había desaparecido. Podía volver a pensar, y trazar planes. Abandonó los cojines y se puso en pie, y entonces pudo apreciar sus rasgadas vestiduras. Calzones y botas, ¡eso era!, y una capa corta. Montaría un dragón, si todo iba bien, y llevaría varitas, anillos y también pócimas. Los aventureros siempre eran un problema, a menos que una llevase consigo las suficientes artes para dominar cada uno de sus ataques. Ellos no le darían una segunda oportunidad.
Symgharyl Maruel inició el complicado ritual de trasponer los mágicos y monstruosos guardianes de su escondrijo de bruja. Habría ríos de sangre, desde luego.
Lejos de allí, en una alta caverna dentro de una montaña, otro dracolich estaba sentado sobre una enorme cantidad de oro, y ante él se arrodillaban tres hombres con armadura. Su voz era como un poderoso siseo en el que se mezclaban el eco de martillos golpeando metal y el silbido del viento contra enormes alas de piel curtida. Miraba a los hombres que tenía ante él con unos ojos que flotaban en oscuras cuencas y desprendían un paralizante resplandor blanco. Era un gigantesco dragón azul, inmenso y terrible, cuyas escamas brillaban a la estriada luz de las antorchas que los hombres habían llevado consigo.
—Tesoro, sssí, buen tesoro —dijo—. Como sssiempre. Pero, sssólo puedo jugar con tesorosss. Amontonadlo aquí, amontonadlo allí… como hacéisss con todo. Me aburro cada vez másss. Me aburro más allá de todo remedio. ¡Nunca me entretenéisss! ¿Qué noticiasss hay del mundo exterior?
—¡Están despojando la guarida de un dracolich! —resonó una nueva voz—. ¡El culto necesita de tu gran fuerza, oh Aghazstamn!
El dragón irguió su cabeza de puntiaguda cresta con un gran siseo.
—¿Quién esss? —inquirió.
Las espadas centellearon cuando los esbirros se pusieron en pie y se volvieron para buscar al intruso. No tuvieron que buscar muy lejos. Sobre un carruaje de hierro con paneles de oro engastado y marfil, medio enterrada en un mar de monedas de oro, se erguía una mujer vestida de negro y púrpura. Se erguía bella, orgullosa y sola, como si hubiera salido sencillamente de la nada. Por supuesto, así había sido.
Con todo, los guerreros del Culto del Dragón avanzaron hacia ella sobre las movedizas monedas de oro con intención de matarla. Entonces ella alzó una mano y, ante ellos, resplandeció la imagen del dracolich Rauglothgor con sus enormes alas esqueléticas extendidas de una a otra pared de la caverna. Aghazstamn siseó involuntariamente y extendió sus propias alas con una poderosa batida que esparció por el aire objetos preciosos y monedas como si fuesen gotas de lluvia e hizo caer del sobresalto a un guerrero, que rodó por la inclinada ladera de un montón de monedas. La imagen habló con una voz profunda y tonante:
—Shadowsil, maga del Culto del Dragón, comparece ante ti para servirte. Busca ayuda para alguien que no está acostumbrado a pedirla; para mí, Rauglothgor, de las Montañas del Trueno. Estoy sitiado por ladrones, y ellos han liberado a una balhiir que destruye mis conjuros. ¿Quieres ayudarme? ¡La mitad de mi fortuna es tuya, Aghazstamn, si vienes velozmente! Deja que la dama monte sobre ti. Puedes confiar en ella —y entonces la imagen se desvaneció muy despacio.
Symgharyl Maruel permaneció en tranquilo silencio, con los brazos cruzados sobre su pecho. Su arte había dado forma a la imagen que su anillo de dragones había creado. Ignoraba cómo se tomaría Rauglothgor lo de perder la mitad de su tesoro, ni tampoco le importaba con tal de que aquella fregona muriese.
Los guerreros del culto se habían detenido, espantados, ante la terrible aparición y ahora miraban al dracolich en espera de órdenes; sus espadas brillaban a la luz de las antorchas. Las alas de Aghazstamn descendieron poco a poco, la tensión de su cuello se relajó y su zigzagueante mirada permaneció fija en la maga.
—Eso no era real —dijo por fin—, pero a ti te conozco, pequeña cruel. Viniste otra vez a mí, no hace mucho tiempo, ¿no esss así?
—Así es, gran Aghazstamn. Yo traje tu tesoro hace catorce inviernos. Una de mis primeras tareas en el culto.
Las manos cruzadas de Symgharyl Maruel descansaban sobre los extremos de las varitas que llevaba enfundadas en ambas caderas. Sus ojos oscilaban sin descanso de los guerreros al dracolich y viceversa, pero su voz y sus maneras eran tranquilas y relajadas. Había recorrido un largo camino hasta llegar a ocupar su puesto en el culto y había ascendido alto y rápido; el miedo y la timidez eran lujos para los que rara vez tenía tiempo. Ahora, esperaba; era lo mejor que podía hacer.
—Así que… —el dracolich inclinó su gran cabeza hacia un lado y la miró, considerando su solicitud. Él había sido orgulloso y grande en vida, y muy curioso. Había pensado mucho en los aspectos intrincados del arte y en la muerte, y así había llegado a aceptar la oferta del culto de morir y convertirse en inmortal.
Aghazstamn había aceptado siendo joven y se había perdido muchos años de volar alto y dar muerte a criaturas inferiores, de combatir con otros dragones en el aire y aparearse en silencioso rugir, volando juntos en las heladas alturas del cielo. Lamentaba todo lo que se había perdido. Y ahora había una llamada a la guerra, a abandonar su segura guarida y su rico tesoro para enfrentarse a enemigos… Enemigos, ¡ah! Castigar a humanos, humanos como aquéllos que tenía ante sí moviendo sus diminutos colmillos de acero y organizando tanto alboroto. Remontar los altos vientos una vez más, ver las tierras extenderse a sus pies, sentir el frío mordisco del viento a su alrededor mientras criaturas inferiores huyen aterrorizadas allá abajo.
—Arrodíllate ante mí, Sssshadowsil, y jura que no te volverásss contra mí ni ayudarásss a Rauglothgor a alterar el trato pactado. Hazlo, y aceptaré.
Symgharyl Maruel se arrodilló entre las monedas, sobre la ornamentada parte superior de una carroza que una vez había llevado a jóvenes príncipes de Cormyr de caza por las tierras altas, antes de que algún dragón olvidado atrapara todo entre sus garras, caballos y sangre real, y remontara su alto vuelo. Tras ocultar su sonrisa en una servil reverencia, se vio recompensada por la poderosa voz que le dijo:
—Monta, puesss. ¡Guerrerosss del culto! ¡Guardad bien mi tesoro en mi ausencia, y procurad que no falte ni una sssola moneda a mi vuelta, ni ninguno de vosotrosss tampoco, o todosss responderéisss por ello! ¡Inclinaosss y jurad que obedeceréisss!
Los guerreros del culto, con miradas de temor a Symgharyl Maruel, así lo hicieron, y ésta desperdició un conjuro de vuelo en una bravata (o más bien, se dijo a sí misma, lo empezó un poco pronto; tenía intención de protegerse con él cuando volara sobre la espalda de Aghazstamn, en caso de caída en un combate aéreo o de traición por parte del gran dracolich). Voló por encima de ellos en medio de un mar de monedas amontonadas, barras de oro, piedras preciosas y armaduras labradas, hasta situarse ante la cabeza del dracolich. Hizo a éste una nueva reverencia bajando los ojos, pues siempre es arriesgado cruzarse con la mirada de un viejo y sabio dragón, aun cuando uno sea un gran mago. Y más peligroso es todavía sumergir la mirada en las espantosas órbitas flotantes y titilantes de un dracolich. Lentamente, voló hacia arriba describiendo un nítido arco para aterrizar con suavidad sobre una vértebra de su espina dorsal situada entre las alas.
—Gracias, gran dracolich —dijo Symgharyl Maruel mientras sacaba unos guanteletes de su cinturón, se colocaba las varitas en los muslos para una mayor rapidez de manejo y se parapetaba tras una aleta de la que se agarró una vez puestos los guanteletes.
—No, pequeña —fue la silbante respuesta—. Graciasss a ti.
Las grandes alas se juntaron verticales por encima de ella y, con una poderosa batida, el dracolich despegó con un gran salto hacia arriba y se perdió en la oscuridad. El pozo de salida de su guarida se retorcía y se doblaba sobre sí mismo para atrapar y disuadir a los intrusos voladores, pero Aghazstamn lo conocía muy bien. Las grandes alas batieron dos veces, en los precisos espacios donde podían abrirse en toda su extensión. De pronto se hizo la luz del día e irrumpieron en el espacio abierto con un veloz y estrepitoso planeo que se fue curvando hacia arriba hasta convertirse en un vuelo vertical. El gran dracolich soltó un rugido que los picos circundantes devolvieron en forma de eco y rodó hasta el Borde del Desierto para luego regresar a través de las Montañas de la Boca del Desierto, donde antiguamente había estado el reino de Anauria antes de que el Gran Mar de Arena barriese su grandeza y el lugar pasara a llamarse Anauroch.
—¿Dónde está esa guarida que buscamosss? ¿En las Montañasss del Trueno? —siseó la poderosa voz a Symgharyl Maruel. Ésta no intentó responderle a gritos contra un viento que silbaba con fuerza en sus oídos, sino que utilizó su anillo del culto para hablar a la mente de Aghazstamn:
—Sí, gran dracolich. En el lado oriental de la cordillera, sobre el lago Sember.
—¡Ah, sssí! ¡Agua de Elfo Menudo! La conozco.
Shadowsil hizo una mueca pero logró contener su risa. ¿Agua de Elfo Menudo? Sin duda. Y había por cierto un elfo entre los aventureros que habían atacado la caverna cuando ella estaba interrogando a la fregona ante Rauglothgor. Bien, ¿quién sabe lo que depara el futuro y que los dioses son capaces de ver?
Sobre la espalda del potente dracolich azul, volaba hacia la guarida de Rauglothgor para dar muerte a todos ellos. «¡Morid todos, y dejad que Shadowsil se eleve sobre vuestros huesos!».
No se dio cuenta de que había gritado esto en voz alta hasta que oyó las risas de Aghazstamn.