Cuando te ataquen con magia, corre, reza o arroja piedras; muchos magos no son más que un fraude, y puedes salir airoso aun cuando tu corazón tiemble. O bien puedes permanecer tranquilo y murmurar cualquier cosa mientras mueves fluidamente las manos. Algunos practicantes del arte son tan cobardes que pueden salir huyendo ante esto. Y, en cuanto a los otros, al menos, cuando los hombres hablen de tu muerte días más tarde, dirán: «Nunca supe que fuese un mago; lo mantuvo en secreto todos estos años. Debe de haber sido un tipo inteligente». Desde luego, algunos no estarán de acuerdo con esto.
Guldoum Tchar de Mirabar
Dichos de un mercader sabio y gordinflón
Año de las Nubes que se Deslizan
Shandril tenía en sus manos la esfera luminosa. Sin pensarlo, la estrelló con toda su fuerza en el rostro de Shadowsil rompiéndola en pedazos.
El agudo tintinear de cristales rotos se perdió en el desgarrado chillido de Symgharyl Maurel, y todo quedó a oscuras.
Shandril tiró a un lado los fragmentos que aún llevaba en la mano y lanzó un rotundo golpe con el pie contra el vientre de la purpúrea figura. Los chillidos cesaron, y Symgharyl Maruel se sentó de golpe.
Narm corrió hacia Shandril:
—¡Mi señora! ¿Estás bien, Shandril?
A estas palabras, la maga, cogiendo aire con dificultad, clavó una mirada feroz en Shandril a través de los hilos de sangre que corrían por su cara. Las manos de Symgharyl Maruel comenzaron a moverse.
—¡Oh, dioses! —se lamentó el joven lleno de miedo.
Shandril se quedó helada un instante. Pero, viendo que la maga había reanudado sus conjuros, agarró una piedra y la estampó de nuevo contra su cara. La piedra se estrelló con un ruido repulsivamente sordo y húmedo, y Shandril hizo una segunda arremetida.
—¡Déjanos en paz, maldita! —gritó Shandril a la bruja mientras la piedra se elevaba y caía otra vez más sobre ésta.
Shadowsil se debatía por bloquear el ataque de Shandril. Hasta que, ya sin fuerzas, cayó hacia atrás y quedó tendida sobre las rocas, ensangrentada e inmóvil.
—¿Shandril? —susurró Narm inquieto mientras salvaba las desiguales rocas para llegar hasta ella.
Shandril se quedó mirando estupefacta hacia abajo, mientras sus enrojecidos dedos dejaban caer la piedra, y rompió a llorar.
Narm la abrazó con vehemente ternura y observó a la maga. Ni su sortilegio ni su brujería habían surtido efecto. Quizá Shandril había impedido el conjuro con su feroz ataque, pero Narm lo dudaba. Ciertamente, nada había perturbado su propio sortilegio. Una titilante nube de luz en torno a Narm era todo cuanto le permitía ver a la bruja caída en la oscuridad. Symgharyl Maruel yacía allí inmóvil y silenciosa. ¿Era tan fácil matar a tan poderosa ejecutora del arte?
Shandril dominó sus sollozos y se agarró con fuerza a Narm. Mientras así estaban unidos, oyeron el inconfundible sonido de escarbar y de piedras que caían al otro lado del obstáculo rocoso. Sus corazones saltaron de esperanza.
Shandril miró hacia arriba a través de la niebla luminosa:
—¿Gritamos para que sepan que estamos aquí?
Narm frunció el entrecejo y sacudió la cabeza:
—Creo que no. Puede que no deseemos encontrarnos con los excavadores. Gritemos sólo si dejan de cavar.
—Está bien —dijo Shandril—, si tú estás conmigo.
Narm la abrazó con firmeza.
—¿Y si yo fuese un libertino, hermosa señora? —bromeó él con un gesto de burlona perversidad.
—Una dama no puede ser demasiado cuidadosa —le respondió ella citando la máxima.
Él sonrió de oreja a oreja:
—Por favor, hacédmelo saber, señora, cuando ese cuidado vuestro empiece.
Shandril arrugó la nariz y se ruborizó avergonzada. Entonces, su atención se fijó en la titilante nube que rodeaba a Narm.
—¿Qué es eso?
—No lo sé —el joven intentó sacudirse la bruma luminosa de encima de él, pero ésta seguía pegada a él—. Extraño… —dijo, pero entonces volvió a oírse el ruido en las rocas. En silencio, miraron con cautela hacia las rocas que comenzaban a moverse. Hubo entonces un retumbante repiqueteo de piedras derrumbadas y una voz masculina soltó un grito.
Un instante después, apareció un destello de luz amarilla vacilando entre dos rocas. La luz fue creciendo a medida que apartaban más piedras.
—¡Deberíamos escondernos! —susurró Shandril tirando de Narm al tiempo que se agachaba entre las piedras.
La luz de una antorcha los delató antes de que pudieran moverse.
—¿Narm? —vino una voz desde la oscuridad—. ¿Señora?
—¿Florin? —respondió Narm con ansiedad, levantando a Shandril y llevándola a su lado.
—¡Bien hallados! —llegó la alegre respuesta mientras el hombre escalaba las rocas hacia ellos.
Shandril lo reconoció enseguida como el majestuoso caballero que había aparecido caminando con Elminster en medio de la niebla, entre la compañía y los misteriosos guerreros que custodiaban las mulas.
—Oí gritos —dijo—. ¿Qué tal estáis?
—Estamos bien —respondió Narm—, pero la que gritó, la maga, no lo está. Ya no volverá a ejercer sus artes.
—¿Ajá? Así es —dijo Florin impasible—. El que busca peligro, peligro encuentra. Bien hecho. Nuestra enemiga yace enterrada aquí, pero puede que todavía viva —se detuvo un momento para mirar de soslayo a Narm—. ¡Espera! ¿Qué es eso? —preguntó—. ¡Una balhiir! —exclamó retrocediendo con alarma. Pero era demasiado tarde.
La nube que rodeaba a Narm se elevó en un efervescente remolino de chispas, lo mismo que una pluma cuando el viento la empuja hasta las largas llamas de un fuego de campamento, y sacudió de pasada la espada del explorador.
—¡Una balhiir! —volvió a exclamar boquiabierto Florin mientras retiraba su espada con un rápido giro. Pero la extraña niebla se arremolinaba silenciosa en torno a ella. El arma se hizo más pesada en sus manos, y su mágica luz azul parpadeó una vez y luego se apagó. La inquietante niebla luminosa permaneció y pareció cobrar intensidad.
—¿De dónde ha venido esta balhiir? —preguntó el explorador.
—¿Eso es lo que es? Yo golpeé a la bruja con una bola de cristal —dijo Shandril—. La bola se rompió y esto salió de ella.
El explorador miró con consternación a su espada y después sonrió:
—Por cierto, yo soy Florin Mano de Halcón, del Valle de las Sombras, un caballero de Myth Drannor. ¿Puedo saber quién sois vos?
Sonriendo, ella respondió:
—Shandril Shessair, del Valle Profundo, y, hasta hace poco, de la Compañía de la Lanza Luminosa, aunque me temo que ésta ya no existe.
—Su servidor, señora —dijo Florin inclinándose—. Habéis liberado una mala cosa. Esta criatura se alimenta de magia. Sólo quien libera a una balhiir puede destruirla. ¿Me ayudaréis en esta tarea, señora?
—¿Es peligrosa? —preguntó Narm con creciente incomodidad.
—Vuestras vidas, amigos, estaban ambas sedientas de peligros —respondió cordialmente Florin—, tanto matéis a esta criatura como si no. Esforzarse por algo que valga la pena y después irse uno a la tumba es mejor que esperar con cobardía la hora de la muerte, ¿no creéis?
—Bien hablado —respondió Shandril mirándolo a los ojos—. Yo os ayudaré —dijo con firmeza tranquilizando a Narm—. Pero, contadme algo más de esa cosa.
—En realidad —le dijo con tono sereno el explorador—, poco más sé de ella. La antigua sabiduría dice que aquél que libera a una balhiir es el único que puede destruirla. Elminster del Valle de las Sombras sabe cómo tratar con semejantes criaturas, pero, como todos aquéllos que usan el arte, él no se atreve a acercarse a algo que absorbe la magia. Los más poderosos sortilegios parecen servir de poco contra esta criatura, pues también anula los conjuros.
—Bien —preguntó Shandril—, ¿por qué, pues, destruir a una criatura tal? ¿Acaso no anula también las artes peligrosas?
—Buena pregunta —respondió Florin—. Otros no os responderían lo mismo, pero yo digo que necesitamos la magia. Aunque haya que pagar un precio por ello, el empleo sagaz de las artes mágicas puede ayudar a muchísima gente. La amenaza de la magia justiciera, temida por todos, impide a muchas espadas tiranas tomar lo que desean por la fuerza bruta.
Shandril se encontró con su juiciosa mirada gris y se sintió tranquilizada. Podía confiar en este hombre alto y curtido. Narm tembló a su lado.
—Esa balhiir ha estado rondándome durante algún rato. Se ha bebido todos mis sortilegios y mis conjuros mágicos. ¿Sabéis si seré capaz de ejercer el arte otra vez?
—Desde luego, siempre y cuando la balhiir no esté presente. Ésta se moverá para absorber la magia desatada, si puede. —Apenas dijo Florin esto cuando la titilante nube se agitó en torno a su espada y, elevándose en una espiral, lo abandonó. Formando un serpenteante reguero de luces, la balhiir se fue por donde el explorador había venido. Florin salió tras ella—. Seguidme, si queréis. Si no, os dejaré la antorcha.
Los dos corrieron tras él. Shandril se volvió para echar una última mirada a Shadowsil, que yacía entre las rocas, pero todo cuanto pudo ver fue un pie que sobresalía de las piedras. Cuando ya atravesaban el agujero salvador que había excavado Florin, aquel pie pareció moverse con la danzarina luz de la antorcha. Shandril no pudo evitar un estremecimiento.
La caverna donde había morado el dracolich estaba muy cambiada. El techo se había desprendido y caído. El resplandor del tesoro había desaparecido, cubierto por el polvo y los escombros. A su derecha, se oyó el enorme estruendo de un movimiento de piedras y el eterno dracolich emergió lentamente de debajo de una masa de roca caída tan grande como un castillo. En el otro extremo de la inmensa cavidad, una mujer levantaba sus manos en mágicas ejecuciones.
Luminosas emanaciones salían de éstas mientras Narm y Shandril trepaban por las rocas. Desde allí vieron proyectiles mágicos que atravesaban la caverna y alcanzaban al dracolich. La titilante nube de luz voló hambrienta hacia abajo.
Rauglothgor volvió a rugir de dolor y de furia. Sus retumbantes bramidos resonaron por toda la caverna. El maltrecho dracolich se levantó y gritó con su silbante voz:
—¡Muerte a todos vosotros! ¡Bebed esto!
Hubo un inicio de mágica luminosidad, pero eso fue todo. La balhiir había alcanzado a Rauglothgor. El dracolich soltó un rugido de sorpresa y de rabia. Sus grandes uñas rastrillaron enormes trozos de roca de igual manera que un gato escarba en arena blanca.
—¿Qué es esto? —vociferó. Su hueco cuello se arqueó, sus mandíbulas se separaron y de su boca salió una hilera de llamaradas formando un gran arco.
Las llamas rodaron por el aire con aterradora velocidad y silbaron por encima de la dama, en la pendiente de entrada. El aire se llenó con el olor a quemado. Cuando las llamas se apagaron, la dama todavía estaba allí, al parecer intacta, manipulando un sortilegio. En torno a ella danzaba la chispeante nube. La balhiir había atravesado la caverna montada en el fuego.
—¡Jhessail! —le gritó Florin—. ¡Una balhiir…, el arte no tiene efecto alguno!
—Ya lo veo —respondió Jhessail con voz calma ignorando los bramidos de Rauglothgor que llenaban la caverna—. Bien hecho, Narm. ¿Cómo está tu compañera? Parece que nuestros esfuerzos merecen la pena.
Shandril dejó escapar una sonrisa:
—Bien hallada seáis, lady Jhessail.
Jhessail se acercó hasta ella y la abrazó:
—Tienes buen ojo, Narm. Vayamos a otra parte, ahora, o no podremos disfrutar nunca de otra comida donde poder seguir conociéndonos.
Florin y el elfo, Merith, se quedaron haciendo frente al dracolich con sus espadas en ristre. La nube se alejó en remolino de Jhessail y voló hacia el arma del elfo.
—Tu espada —le avisó Florin.
—Si está seca, que lo esté —se oyó decir a Merith alegremente. Y ambos guerreros cargaron contra el monstruo de hueso.
Una y otra vez el elfo esquivó los zarpazos del dracolich mientras Florin giraba y brincaba también en la misma danza mortal.
Shandril y Narm miraron a su alrededor justo a tiempo para ver descender, como en grises ráfagas de movimiento, a un hombrecillo delgado que saltaba de roca en roca en dirección hacia ellos.
—¡Cuidado! —gritó Jhessail.
Hubo un súbito resplandor y un rugido, y el suelo saltó para encontrarse con todos ellos.
Alguien lo estaba sacudiendo por el hombro.
—¡Arriba, Narm! —dijo Jhessail con firmeza—. Ya no podemos estar por más tiempo en este lugar.
—Yo tengo a Shandril —se oyó la voz de Lanseril desde alguna parte—. Pesa más de lo que esperaba.
Narm luchó por moverse, por levantarse. Una mano cálida le agarraba un hombro.
—¿Y el dracolich? —dijo el joven.
—Rauglothgor vive —dijo Jhessail con tono resignado—. La balhiir perjudica a ambos lados en esta lucha. La guarida del dracolich tiene trampas y alberga criaturas sujetas a su voluntad. Se ha desplazado a las cavernas superiores para cortarnos el paso.
—¿Acaso no podéis con su arte? —preguntó Narm, y enseguida se retractó—. Oh, pido perdón, la…
—Nada que perdonar —respondió Jhessail guiándolos por entre rocas caídas—. Lo dudo, aquí en su guarida. Solo, conjuro contra conjuro, quizás. Mis conjuros son más numerosos y más fuertes, pero los suyos son inusitados y apropiados para la defensa.
Treparon por un lado de la caverna hacia donde los esperaba Merith. Su espada desenvainada ya no refulgía.
—Buen combate —dijo éste besando a Jhessail.
—¿Dónde está Torm? —preguntó Narm tras esperar cortésmente a que terminara de besarla.
Merith y Jhessail intercambiaron miradas y se echaron a reír.
—Creemos que utilizó algo de una pequeña bolsa de trucos que lleva para trasladarse fuera de aquí cuando vio a la balhiir, sin duda para conservar toda la magia que posee. Espero que también haya ido a contarle a Elminster lo que nos ha acaecido y recibamos alguna ayuda —explicó Jhessail.
—¿Y si no viene ninguna ayuda? —preguntó Narm.
—Entonces, nuestra inevitable victoria será un poco más difícil —dijo Lanseril—. Si no te importa decirlo, ¿qué arte invocas actualmente?
Narm sonrió:
—Yo no soy más que un evocador, señor. Sólo me queda un sortilegio de poca utilidad.
Las palabras apenas habían abandonado sus labios cuando hubo un gran estruendo de movimiento de rocas. De pronto, el mundo volvía a caerse sobre sus cabezas.
Le dolía todo el cuerpo. ¿Por qué ninguno de los relatos de aventuras había mencionado nunca aquel dolor y fatiga constantes? Shandril rodó lentamente sobre un costado para colocarse boca arriba; sentía muchos dolores y punzadas. Debían de haberle caído piedras encima, pero no parecía tener nada roto, gracias a los dioses. Estaba oscuro y sentía como si estuviese en algún lugar subterráneo. Por el frío resplandor de los beljurilos en torno a ella pudo comprobar que se hallaba todavía en la gruta del dracolich. ¿Dónde estaba Narm? Entonces una gema lanzó un destello cerca de ella y vio una mano a pocos centímetros de la suya. ¡Narm!
Un llanto desconsolado la cegó. La mano estaba fría, exánime. De pronto, otro resplandor de la mágica balhiir iluminó la mano… Unos gruesos dedos cubiertos de pelo negro… No era Narm. Con alivio y repulsión, soltó aquella cosa muerta. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer?
A su izquierda oyó entonces el más tenue escarbar que jamás oyera. Alguien se movía en silencio entre las piedras.
—¿Quién hay ahí? —preguntó Shandril a la oscuridad mientras palpaba su pierna en busca de su daga—. ¿Qué quieres?
—Molestar es divertido —graznó una voz cascada detrás de su hombro.
Shandril dio un respingo, sobresaltada.
La voz cobró entonces un tono más humano en la oscuridad:
—Bien hallada, jovencita. Yo soy Torm, de los caballeros de Myth Drannor. No hagas ningún ruido ahora. Es mejor que nadie sepa que estás viva. Yo seré tus ojos, oídos y manos hasta que podamos salir de esta trampa. Espera aquí.
Shandril sintió renacer su esperanza. Estiró su brazo a tiempo para rozar una ropa que se retiraba con rapidez:
—Gracias, Torm. ¿Por qué ayudas a un extranjero?
La respuesta fue llegando más apagada a medida que él se alejaba:
—Tengo debilidad por las bellas damiselas que sacan cuchillos de las botas y se enfrentan a lo desconocido. Ahora calla y espera.
Ella se sentó sobre la piedra más cómoda que pudo encontrar y se dispuso a esperar.
Al cabo de un buen rato oyó algo moverse en la oscuridad.
—¿Torm?
—Los conjuros de Rauglothgor nos siguen buscando aún en estos momentos —le susurró Torm al oído—. Tu Narm vive y está ileso. Te llevaré con él tan pronto como el dracolich se calme. Por ahora, debemos permanecer aquí.
Ambos tomaron asiento, y Shandril tocó de nuevo la mano muerta:
—Torm, hay un hombre muerto a mi lado. —Tomó la mano de Torm y la guió hasta la otra en la oscuridad.
—¡Dioses! —susurró él—. Debe de ser Lanseril. Jhessail me dijo que Lanseril te estaba llevando a ti.
Torm se deslizó detrás de ella para examinarlo y Shandril lo oyó gruñir con el esfuerzo, pues había comenzado a levantar las piedras.
—Te echaré una mano. Si tú haces rodar las piedras hacia mí, yo las pararé aquí y así no tendrás que llevarlas tan lejos.
—Peligroso —masculló él con los dientes apretados.
Entonces, con el destello de una gema, vio a otro hombre que avanzaba agachado con una daga en la mano.
—¡Un enemigo! —susurró.
Tras ella hubo un súbito gruñido seguido de un gimoteo gutural. Torm habló en voz alta:
—Un seguidor del dragón, sin duda. Ya no molestará. Ahora, jovencita, necesito tu ayuda. Debemos rescatar el cuerpo de Lanseril a toda prisa. No importa el ruido; el tiempo del sigilo ha pasado.
Torm pasó a Shandril una lámpara con capuchón y puso de golpe una daga en su mano. Luego se echó el cuerpo de Lanseril al hombro y se alejaron a toda prisa de allí a través de los escombros. Varias veces oyeron ruidos de combate, pero nunca encontraron un enemigo.
Pronto vieron la luz de una antorcha y una voz les gritó alegremente desde más allá:
—En el nombre de la Señora, ¿dónde habéis estado?
—Por aquí y por allá —respondió Torm—. Encontré a Shandril y ella encontró a Lanseril, pero éste necesita ayuda. ¿Te queda todavía algún conjuro?
—Sí, mientras no se acerque la maldita balhiir por aquí —refunfuñó Rathan apresurándose hacia ellos.
Jhessail iba detrás de él, y Merith… ¡y Narm! Sin palabras, Shandril se precipitó a abrazarlo pasando como una tromba por delante de Torm.
Éste sonrió y dijo:
—He vuelto a toda prisa para deciros que unos setenta jinetes vienen hacia aquí con intención de acabar con nosotros. Esbirros del culto al dragón, con toda probabilidad. ¿Los atacamos con nuestros conjuros o los cogemos por sorpresa aquí abajo?
—No nos queda ninguna magia en la que podamos confiar —le dijo Florin con tono preocupado.
—Bien —sonrió Torm—. Yo no tenía pensado morir de viejo, de todos modos.
Shandril y Narm seguían abrazados, sintiendo que podrían emprender cualquier cosa con tal de que pudieran contar el uno con el otro.
Torm dio a Narm unas palmaditas en el hombro:
—Si alguna vez te encuentras fatigado y necesitas a alguien que te suplante, limítate a pronunciar mi nombre.
La mirada de Shandril le hizo soltar una carcajada. Fuera como fuese, Narm no encontró la oferta nada graciosa.
—El único lugar donde, siendo tan pocos, podemos defendernos contra tantos es aquel callejón sin salida donde Florin os encontró a vosotros dos. ¡Andando! —dijo Jhessail.
Las antorchas parpadearon mientras se apresuraban a través de los retorcidos túneles en cauteloso silencio. No vieron ninguna criatura viviente. No había rastro de la balhiir tampoco. Por fin, alcanzaron su atrincheramiento y prepararon las armas.
—Supongo que regresaste al Valle de las Sombras para mantener alejada tu magia —preguntó Florin a Torm—. ¿Pediste ayuda a Elminster?
El ladrón sonrió de oreja a oreja:
—Sí, pero él siempre sospecha de excesiva exaltación juvenil. No se cuán seria cree que es nuestra situación. Le hablé del dracolich y eso le intrigará lo bastante, espero, para hacer su aparición por aquí.
—Hecho —murmuró Rathan incorporándose junto al yaciente Lanseril—. Aún vivirá un poco más.
Lanseril se sentó, dio un suspiro y miró a Shandril:
—Permitidme presentarme, buena señora. Después de todo, si uno tiene que morir, es mejor que lo haga entre buenos amigos. Yo soy Lanseril Manto de Nieve, de… de… —las palabras del druida se perdieron en el aire y él cayó tumbado de nuevo con los ojos cerrados.
—¿Está muerto? —preguntó alarmado Narm.
—Está bien; sólo necesita dormir. Uno tiene que dormir para curarse. Pero, dejemos a un lado a estos druidas imprudentes y hablemos de los elegidos de los dioses…, los clérigos. Como yo, por ejemplo —y estiró su cuerpo, con toda su gordura, con aire de grandeza—. Yo soy Rathan Thentraver, servidor de Tymora.
—Es un placer —dijo cortésmente Shandril.
Rathan se inclinó para llevarse la mano de la muchacha a los labios:
—Señora, con todas estas corridas y matanzas, apenas hemos tenido tiempo para conocernos. Aunque yo me atrevería a decir que vosotros dos sí os las habéis arreglado. Sé lo que es ser joven y con prisas.
—Debo preguntaros… Vos sois un clérigo… —dijo Shandril—. Sin embargo, parecéis tan…, perdonadme la expresión…, tan normal, tan… semejante a los hombres que yo veía en la posada cada noche. ¿El culto a la diosa Tymora no lo hace cambiar a uno?
Rathan respondió con un cabeceo de asentimiento:
—No todos vivimos como rezan las conmovedoras historias. Detrás de toda la gloria de las victorias y los tesoros ganados hay penosos días de marcha y dolor, de yacer heridos o blandir nuestras espadas y mazas en hastiada práctica. La Señora ayuda a aquéllos que se ayudan a sí mismos. No les pide que cambien; sólo les pide que lo hagan lo mejor que puedan.
—Sí —dijo Merith frotando su espada con un trapo engrasado—, los dioses son extraños. Ésos que vienen hacia nosotros ahora adoran al monstruo que casi nos mata a todos.
—El Culto del Dragón —dijo Shandril muy despacio—. ¿Por qué querrá nadie adorar a un dragón muerto?
—No os preocupéis por ellos —alardeó Torm—. Aún guardo conmigo unos cuantos recursos mágicos que sin duda los harán… ¡Maldición! —La nube chisporroteante se arremolinó en torno a él—. Bien, tenía algunos recursos… —concluyó entristecido.
—¿Por qué nos dejó marchar delante? —preguntó Narm con curiosidad viendo cómo la nube se volvía a elevar en espiral por encima de Torm y se deslizaba a lo largo del techo por encima de todos ellos. Parecía ahora más grande y más luminosa.
—Creo que fue a donde está la mayor concentración de magia —dijo Rathan sin despegar un instante sus ojos de la balhiir—, bien a los tesoros escondidos del dracolich o a los conjuros de Rauglothgor. ¿Setenta seguidores, dijiste? —gruñó el clérigo.
—Y el dracolich. No olvidemos al dracolich —añadió Merith con tono cortante.
—¡Basta! ¡Algo se acerca! —intervino severamente Florin.
El explorador se levantó y blandió su espada con las dos manos como si se tratase de un penacho de plumas. A su espalda, los caballeros apagaban las antorchas y se preparaban para la batalla. Merith, caminando a gatas sobre las rocas, se unió a Florin. Jhessail se situó tras las rocas que se alineaban con la entrada. Rathan corrió a escudar a Lanseril diciéndole con suavidad:
—Despierta ahora.
Los ojos del druida parpadearon. Shandril lo oyó susurrar «a las armas» mientras Torm la cogía de la mano y los conducía, a ella y a Narm, hacia el lado izquierdo. El druida se convirtió en una silueta desdibujada, y la balhiir avanzó hacia la desvaneciente figura. Un pequeño pájaro gris apareció en el lugar donde había estado el druida.
Torm indicó a la pareja un montón de piedras del tamaño de una mano:
—Una piedra lanzada puede frustrar conjuros y flechas apuntadas mejor que el arte más poderoso.
Shandril observó que la balhiir se había desplazado hasta formar una delatadora nube encima de Jhessail.
—No os precipitéis con esas piedras —susurró Torm—. Si ellos no nos descubren a primera vista, los dejaremos aproximarse hasta que algunos se encuentren en medio de nuestro círculo. Tiradles en cuanto nos vean por primera vez, no antes.
Más allá de la entrada podía verse una esfera de luz danzarina flotando en el aire, que se acercaba poco a poco al tiempo que bailaba y jugueteaba como una luciérnaga indiscreta. La balhiir se enroscó como una culebra y, después, se precipitó silenciosamente hacia la luz a lo largo del techo de la caverna.
La luz brillaba sobre el hombro oscuro de un hombre que llevaba una especie de sombrero grande. Éste parecía estar solo cuando trepó sobre las rocas de la entrada. Tenía una barba blanca y llevaba un nudoso cayado de madera, una cabeza más alto que él. La balhiir alcanzó la esfera luminosa que colgaba sobre su hombro. La luz de la esfera penetró con una llamarada en la titilante nube y se desvaneció.
—Aparta ese pincho tan largo, Florin, y enciéndeme una antorcha —dijo una voz bastante familiar con tono malhumorado—. De modo que tenemos una balhiir. Por una vez el joven Torm se las arregló para decir la verdad.
—¡Elminster! —exclamó el explorador con un sereno pero regocijado saludo.
—Ya lo sé, ya lo sé…, estáis todos encantados de verme, o lo estaréis cuando por fin encendáis una luz para que pueda echar una ojeada alrededor.
Hubo un súbito resplandor cuando Florin volvió a encender su antorcha. En medio de la vacilante luz se erguía Elminster con los ojos fijos en Shandril y Narm.
—En bonito baile me habéis metido, vosotros dos… Llorando dejé a Gorstag cuando me fui de su posada, muchacha; estaba casi frenético. Podrías haberle contado algo más sobre tus planes. La gente joven no tiene consideración, estos días.
Entonces les guiñó un ojo, y Shandril se sintió de pronto muy feliz. Con la emoción, arrojó al suelo la piedra que llevaba en la mano, con tan mala suerte que fue a caer sobre el pie del anciano mago.
—Vaya, es un placer, sin duda… —dijo Elminster a regañadientes—, oh liberadora de balhiirs. Puede que lleguemos a conocernos antes de que empiecen las muertes.