4
Muchos encuentros

Siempre avanzamos con premura a través de nuestras vidas, los que viajamos. Sólo la gente atada a la tierra espera a que el peligro venga hasta ella. Todos los demás siguen eternamente adelante, a ciegas y con las espadas listas, a través de muchos encuentros; y cada uno puede ser el último, pues, en tierras salvajes, sólo el dragón espera a que su comida venga hasta él. El lobo, el orco y la gorgona, éstos cazan y sonríen satisfechos cuando encuentran su cena. ¿Qué hay más peligroso aún que éstos? Pues, cualquier hombre que te encuentres.

Jarn Tiir de Lantan

Una historia de mercader

Año de la Luna Humeante

Shandril se arrojó al suelo con desesperación y aterrizó con hiriente fuerza. Gimiendo en voz alta y arrastrándose a gatas, trató de alejarse de aquellas terribles garras. Pudo reconocer a la criatura por un dibujo que había visto en un arca tallada que habían introducido una vez en la posada. Gorstag había señalado el dibujo diciéndole: «gárgolas».

Aquello era una gárgola. Shandril deseó por un instante encontrarse en La Luna Creciente lavando platos, mientras se ponía en pie de un salto y echaba a correr con todas sus fuerzas lejos del círculo luminoso en donde súbitamente había aparecido. Descendió la oscura caverna hacia el otro extremo. Delante de ella había otra zona iluminada donde se perfilaba la silueta de una puerta.

Oyó detrás de ella un correoso batir de alas cuando la gárgola saltó de donde había estado agazapada y se cernió sobre ella. Si estaba guardando la puerta mágica que los huesos le habían hecho atravesar o si sólo se hallaba a la espera para atacar a cualquiera que la utilizara, ella ni lo sabía ni le importaba. La ósea mano del brazo que llevaba agarrado en su puño bailaba y rebotaba mientras ella descendía en penosa carrera por el desigual suelo de la caverna. Pequeños fragmentos de hueso se desprendieron de la mano y restallaron contra las piedras al caer. Shandril resbaló sobre uno de ellos y, aunque por poco, logró mantenerse de pie con una desesperada pirueta. La gárgola seguía tras ella en horripilante silencio.

Jadeante, Shandril comprendió, mientras corría, que nunca sería capaz de coger abierta la puerta antes de que la gárgola cayese sobre ella. Respiraba con sollozos de angustia cuando se halló lo bastante cerca para ver el lugar donde iba a morir. La caverna terminaba en una estrecha hendidura obstruida por una masa de huesos y roca caída.

Ante ella, en medio del aire, había una luminosidad oval erguida que titilaba ligeramente. No había puerta ninguna; tan sólo el aire vacío de la caverna y aquel extraño marco luminoso. Shandril no tuvo tiempo de hacerse a un lado ni, siquiera, de frenar su carrera cuando sintió que algo tiraba de la ya rasgada espalda de su vieja túnica. Corrió directamente hacia la mágica luz, con la esperanza de que se tratase de alguna salida, aun cuando en ese mismo instante las garras de la gárgola hacían otra pasada produciéndole un severo corte en su espalda. Shandril se dejó caer gritando a través de la luz, sintiendo una ardiente humedad en su espalda.

De nuevo se encontró en otra parte, tras aterrizar con fuerza sobre sus rodillas y antebrazos en un suelo de piedra lleno de polvo y escombros. Una tenue luz solar se infiltraba desde algún sitio hacia su derecha. Shandril dio una vuelta en el suelo y se levantó de un salto para mirar detrás de ella.

Estaba sola en una enorme cámara o salón de techo muy alto. Ninguna gárgola, ninguna puerta luminosa. En el polvo pudo ver las marcas de su caída. Sencillamente había aparecido allí, dondequiera que estuviese. Shandril no vio nada vivo en aquella cámara, aunque su extremo más apartado se perdía en la oscuridad. No sintió ningún deseo de explorar ahora. Por el contrario, se dejó caer en el suelo, maldiciendo en voz baja por el dolor al doblar su espalda, y permaneció sentada en silencio, conteniendo la respiración.

Su mano agarraba todavía el hueso inscrito, aunque la mayoría de los huesos de la mano se habían caído. Shandril lo soltó en su regazo y suspiró. Allí estaba, sola y perdida, sin dinero, sin armas, incluso descalza, dolorida, en algún lugar adonde había llegado por arte de magia. Además, estaba muy sedienta y con gran necesidad de hacer sus menesteres. Un poco de comida también estaría bien. Shandril suspiró de nuevo, se retiró de los ojos un pelo pegajoso y enredado y se levantó. La aventura, ah… Dolor, miedo y malestar interminables; eso sí que lo describía mejor.

Éstas eran sus reflexiones mientras, sin dejar de mirar con cautela a su alrededor, se aflojaba los calzones; no pudo relajarse ni tan sólo un instante. Apenas se sorprendió cuando vio que algo volaba en lo alto, en el extremo oscuro de la sala, moviendo sus alas hacia ella.

Había tres criaturas, todas iguales, según pudo distinguir cuando se aproximaron. Eran feos seres con picos curvos y puntiagudos y horribles garras con afiladas púas estiradas hacia ella. Unas alas de murciélago con polvorientas plumas de color marrón rojizo batían sus pliegues cada vez más cerca de ella, mientras unos ojos pequeños y amarillos con un brillo repugnante estaban clavados en ella.

Shandril maldijo entre sollozos, se puso en pie como pudo y, tras atarse los calzones y el cinturón con dedos apresurados, corrió sin fuerzas a través de la estancia hacia la luz diurna, sorteando en su carrera bloques de piedra caídos. «No son así los relatos de los viajeros», pensó arrepentida mientras resbalaba sobre fragmentos de piedra suelta y se torcía dolorosamente la rodilla.

—Ahora que lo pienso —dijo en voz alta sorprendiéndose de lo cercana al llanto que sonaba su voz—, aún no he visto ni una sola moneda de oro. —Y, sujetando el hueso que la había llevado hasta allí, siguió corriendo.

La luz del sol entraba a través de dos altas ventanas situadas en uno de los extremos del salón por el que corría. Debajo de ellas pudo distinguir el arco de una pequeña puerta de madera que, cuando estuvo más cerca, vio que estaba tallada con un bello diseño. Pero, entonces, se dio cuenta con horror de que no se veía en ella tirador, ni pomo ni ojo de cerradura alguno. Las alas se oían muy cerca de ella.

Alcanzada la puerta, pasó con desesperación los dedos por toda su superficie, tiró en vano de los bordes y salientes del relieve que la adornaba y, por último, se lanzó, hombro por delante, contra la recia y pulida madera apretando sus dientes ante el impacto.

Hubo un crujido sordo de fractura y, al instante siguiente, se hallaba al otro lado de la puerta cuya podrida madera se desmoronaba en un montón de astillas y terrones de apelmazado polvo. Pero, antes de poder dar un paso bajo la luz diurna, su cuerpo se retorció en el aire y cayó y cayó por un profundo pozo. Shandril alcanzó a vislumbrar enormes árboles y torres de piedra cubiertas de parra. ¿Dónde estaba ahora? Una risa desesperada y enloquecida la ahogaba mientras caía y, desde un pináculo de piedra cercano, una mujer con alas se elevó en el aire y voló en dirección hacia ella. Shandril tuvo una rápida visión de una oscura piel desnuda, unos ojos crueles y una daga que lanzaba intermitentes destellos con el batir de las alas. Y, entonces, chocó con un agua fría con tal fuerza que sacudió hasta el último de sus huesos.

Se hundió profundamente; el agua helada había demorado su muerte por algunos momentos. Shandril se debatió sin fuerzas mientras ascendía muy despacio a la superficie.

—Señora Tymora —dijo sofocada cuando su cara salió a flote—. ¡Te lo suplico! ¡Ya basta!

Por encima de ella vio, con ojos deslumbrados, a la mujer alada lanzarse regocijadamente como un rayo sobre los tres pequeños horrores que habían volado tras ella y destriparlos con su brillante daga. Por los relatos que había oído, los pequeños seres eran probablemente stirges, y la mujer… la mujer era alguna especie de demonio.

Un demonio. Por los relatos sabía que los demonios eran moradores de las ruinas. Y las ruinas más próximas —recordó las charlas de sus últimas noches en La Luna Creciente— eran las de Myth Drannor, la espléndida y antigua ciudad de los elfos. «¡Que los dioses me ayuden!», pensó.

Exhausta, consiguió alcanzar chapoteando el borde del pozo y se arrastró al exterior. Sus brazos parecían de plomo. El hueso mágico se había perdido en el fondo del agua. «Al menos —pensó mientras se alejaba a rastras del pozo con desfallecidas fuerzas— no había nada esperándome en el pozo».

Al instante, oyó un chapoteo detrás de ella.

Volteando su cuerpo para mirar atrás, Shandril vio unos grandes brazos tentaculares que emergían de las aguas de donde ella acababa de salir. Un puñado de ojos saltones miraban a todas partes desde un tronco chorreante, de donde brotaban gigantescos tentáculos como los de un calamar, que no dejaban de enroscarse y azotar el agua amenazando al demonio alado.

Shandril vio cómo el nuevo ser dominaba a la diabólica mujer que, elevando sus pechos para respirar y dando horribles alaridos que dejaban al descubierto unos largos y afilados colmillos, era arrastrada por fin hacia el interior del agua. Todavía seguía lanzando débiles cuchilladas cuando los tentáculos se enrollaron con fuerza en torno a ella y la arrastraron hacia el fondo, dejando atrás tan sólo burbujas, algunas plumas flotando y el agua que se oscurecía lentamente. Shandril se volvió, sintiéndose enferma, y se arrastró hacia unos arbustos que crecían al pie de un edificio.

Pero, antes de que pudiera alcanzar el muro, las piedras rodaron bajo sus pies y ella se zambulló en una mohosa oscuridad. Shandril estaba ya demasiado cansada para preocuparse.

Tymora, al parecer, había escuchado su plegaria. Shandril se sumergió en el olvido, preguntándose sobre qué habría ido a caer, que era tan duro. Fuera lo que fuese, se movía bajo sus pies con un tintineo metálico. Ella habría jurado que se trataba de monedas. Después de todo, a lo mejor iba a terminar convirtiéndose en una rica aventurera…

—¡Ten cuidado, borrachín —dijo cariñosamente Torm a Rathan presionando el costado de su caballo con la rodilla para acercarse más—, o acabarás cayéndote de tu montura y dando con la cabeza en el barro!

El sonrosado clérigo de ojos enrojecidos se agarró con sus grandes dedos al extremo de su silla y clavó en Torm sus tristes ojos bebidos:

—¡Que Tymora te perdone por tu mal encaminada preocupación, astuto y ladrón perro faldero! —Eructó confortablemente, acomodó su incipiente panza para que no chocara con el borde delantero de la silla y agitó un dedo hacia el flaco y malicioso ladrón—. ¡Y qué si me gusta beber! ¿Me caigo de la silla acaso, a pesar de tus monsergas? ¿Deshonro a la Gran Señora cuyo símbolo llevo? ¿Charloteo incesantemente con lengua de doble filo, lisonjeando e intrigando como ciertos ladrones? ¿Eh?

Narm, que cabalgaba entre ellos, fue lo bastante sensato para abstenerse de decir nada. Viajaban a través del profundo bosque, avanzando directamente hacia el este, hacia Myth Drannor. Era evidente que los caballos conocían el camino, ya que los dos caballeros de Myth Drannor ponían bastante poco cuidado en guiarlos. Desde que habían salido del Valle de las Sombras, algunos días atrás, el incisivo Torm se había pasado todo el tiempo lanzando pullas a Rathan, y el corpulento clérigo se había pasado el tiempo vaciando pellejo tras pellejo de vino. Los dos mulos de carga que seguían a su montura parecían enormes racimos de uva ambulantes cuando habían emprendido la marcha, abultados con pellejos de vino llenos; ahora sólo parecían pesadamente cargados. Los mulos de carga que seguían a Torm llevaban toda la comida.

Mourngrym había prestado a Narm el caballo que ahora bufaba y resoplaba debajo de él. También había sugerido que, si Narm estaba tan cansado de vivir, volviese a la ciudad en ruinas al menos en compañía de los dos caballeros de Myth Drannor que iban hacia allí de patrulla. Narm, algo abrumado tras un magnífico banquete y una confortable cama en la Torre de Ashaba la noche anterior —que le habían ofrecido como si se tratase de un visitante de la nobleza y no de un pobre aprendiz—, había aceptado. Varias veces se había cuestionado ya, desde entonces, lo acertado de su decisión.

El fino bigote de Torm se encrespó en una sonrisa:

—¿Perdido en tus pensamientos, buen Narm? ¡No hay tiempo para eso ahora; no una vez que eres un aventurero! Los filósofos piensan y no hacen nada. Los aventureros se precipitan hacia la muerte sin un solo pensamiento. ¡Si se pararan a pensar un solo instante en lo que tienen delante se echarían a correr a toda velocidad!

—No lo creas —tronó Rathan agitando de nuevo su dedo—. Si uno adora a la Dama Fortuna, Tymora la Fiel, la suerte lo protegerá y caminará con él, y tales pensamientos no hacen sino echar a perder su valentía.

—Sí, si uno adora a Tymora —replicó Torm—. Nosotros dos somos más prudentes, ¿eh, Narm?

—Vosotros adoráis a Mask y Mystra, ¿y me habláis a mí de prudencia? —dijo riéndose Rathan—. En verdad, el mundo cría nuevas cosas raras cada día que pasa. —Se inclinó de pronto hacia adelante para señalar a la penumbra—. ¡Mirad ahí, lenguas flojas! ¿No es eso un demonio, allí entre los árboles?

Narm se quedó helado en su montura y sus manos parecieron petrificarse. Trató de no temblar. Torm había dado la vuelta a su caballo con su larga espada desenfundada:

—¿Tan lejos se aventuran ahora? Quizá no podamos esperar a que regresen Elminster o Dove para cargar contra ellos, si es que se han vuelto tan atrevidos.

—No hay más que ése, oh tú, el más bravo de los ladrones —dijo Rathan con ironía poniéndose de pie en los estribos para ver mejor—. Y hay algo que no va bien… ¿Ves cómo su llama no quema y pasa a través de la maleza sin perturbar nada, sin que una hoja cruja siquiera ni una ramita se parta? No, ¡esto es una ilusión! —y se volvió para clavar en Narm unos ojos severos, mientras el disco de plata de Tymora brillaba en su mano—. ¿No será esto cosa tuya, Narm «No-Tan-Aprendiz»? ¿Qué dices?

—No —dijo Narm extendiendo inocentemente sus manos. De hecho, los dos caballeros podían ver que estaba blanco de miedo. Ambos se volvieron a mirar con recelo hacia los árboles.

—¿Para qué una ilusión, sino para alejarnos de aquí? —dijo Rathan en voz baja.

—Cierto —respondió Torm quedamente—; para tendernos una trampa, o para apartarnos del camino y de alguien que quiere pasar sin encontrarse con nosotros.

—Hmmmm —masculló Rathan y volvió a erguirse en su silla sosteniendo en alto su sagrado símbolo. Sus manos trazaron un círculo en el aire en torno al disco, siguiendo sus curvas. Primero lo hizo con una mano, mientras la otra sostenía el disco, y después cambió de mano, mientras canturreaba con voz suave—: ¡Tymora! ¡Tymora! ¡Tymora! ¡Tymora!

El disco comenzó a relucir, tenuemente al principio, y fue ganando luminosidad poco a poco hasta que, por fin, brilló con un resplandor plateado. Torm exploraba los bosques sin cesar con la espada preparada. De pronto, Rathan separó sus manos del disco luminoso. Éste no se cayó, sino que se quedó flotando en silencio en medio del aire. Rathan dijo entonces dirigiéndose al disco:

Por el poder de Tymora y la gracia de Tymora,

que lo que haya delante se descubra ahora;

que todo ser o cosa que pueda ser malvado

ante mí ahora mismo sea revelado.

El clérigo volvió a asir el disco al terminar sus palabras, y la luminosidad plateada del disco se fue desvaneciendo. Rathan, sin dejar de sostener el disco ante sí, miró escrutadoramente hacia el camino.

—¡Ajá! —dijo casi de inmediato—. ¡Seis criaturas por el sendero, y vienen hacia aquí! —Sacó una larga y pesada maza de su cinturón y golpeó ligeramente su acorazada rodilla, balanceando su brazo para desentumecerlo—. ¿Listo, Torm? —preguntó—. Narm, vigila la retaguardia, ¿quieres?

—¿Seis? —preguntó Narm—. ¿Y si son demonios?

Rathan Thentraver lo miró por unos instantes con rostro inexpresivo, y luego se encogió de hombros.

—Yo adoro a la Dama Fortuna —respondió, como si se estuviese dirigiendo a un idiota—. ¿Torm?

El flaco ladrón se deslizó de nuevo hasta su silla y sonrió de oreja a oreja:

—Tú diriges, oh detector del mal. Los mulos están maneados.

Rathan asintió brevemente con la cabeza y tiró de las riendas de su caballo. El animal se encabritó y agitó sus patas delanteras en el aire. El clérigo adhirió el disco a su escudo con destreza, mientras sostenía la maza en el pliegue de su brazo. Cuando el caballo apeó sus patas delanteras, la maza estaba ya en su mano y él se inclinó hacia delante gritando:

—¡Por Tymora y victoria! ¡Los caballeros de Myth Drannor están sobre vosotros! ¡Morid!

Narm tragó saliva cuando el caballo y el hombre que bramaba encima de él se precipitaron a través de los árboles a todo galope. Torm iba pegado a los talones de Rathan, moviendo su espada en círculos. A lo lejos, por delante de él, el joven oyó gritos en el bosque, seguidos del tintineo del entrechocar de aceros. Luego hubo un corto chillido, rápidamente cortado, ruido de coces de caballos, más choques de aceros y unos cuantos gritos dispersos.

Narm se preguntaba inquieto qué debería hacer con los mulos si ambos resultaban muertos. No tenía el menor deseo de que en el Valle de las Sombras lo consideraran un enemigo, o un ladrón, pero…

Oyó entonces un estrépito procedente del sendero, más cercano que los sonidos del combate, y sacó con nerviosismo su daga.

—¡Eh, Narm! —la alegre voz de Torm llegó flotando a través de los árboles—. ¿Aún no se han comido los mulos todas las hojas de ese trecho? —El ladrón apareció a la vista, ojeó sin hacer comentarios la daga que Narm estaba desenfundando y saltó con ligereza de su montura para echar un vistazo a los mulos—. Aventureros procedentes del castillo de Zhentil: sacerdotes de Bane y un creador de ilusiones que salió a buscar la fama —explicó brevemente.

—¿Muertos? —preguntó Narm.

Torm asintió con la cabeza.

—No estaban dispuestos a rendirse ni a huir —dijo con calma sosteniendo las riendas de los mulos firmemente mientras sujetaba las cinchas de su montura y volvía a colocarse de un brinco sobre su silla. Narm sacudió la cabeza—. ¡Eh!, ¿qué pasa? —preguntó Torm con ojos interrogantes.

Narm esbozó una débil sonrisa.

—Sólo vosotros dos —dijo el aprendiz—, y los gritos de guerra de Rathan… y unos minutos más tarde vuelves y me dices que están muertos.

Torm asintió.

—Es lo que suele pasar —dijo con rostro inexpresivo.

Narm volvió a sacudir la cabeza mientras ponían lentamente en marcha sus caballos.

—No, no —dijo—. Entiéndeme… ¿Cómo podéis salir así, a todo galope, sabiendo que os enfrentáis a seis enemigos y que, al menos uno de ellos, es un maestro del arte?

—¿Los gritos de guerra y todo eso? Bueno, si estás arriesgándote a morir, ¿por qué no divertirte un poco? —respondió Torm—. Si quisiera correr riesgos de muerte sin divertirme, sería recaudador de impuestos y no un ladrón. Vamos; si tardamos mucho, Rathan se habrá terminado toda la comida y el vino, ¡y aún no estamos allí siquiera!

¿Dónde estaba ella? El olor a tierra y piedra vieja y húmeda flotaba a su alrededor en la oscuridad. Shandril yacía todavía sobre algo duro y desigual cuando recobró sus sentidos. Su boca estaba seca, le dolía la cabeza y sentía un gran escozor en su hombro y espalda. Ah, sí… había caído allí dentro… mientras se alejaba a rastras del pozo. Estaba en medio de un bosque, en unas vastas ruinas habitadas por demonios y otros espantosos monstruos. Probablemente se tratara de Myth Drannor y no consiguiera salir de allí ni sobrevivir. Shandril se volvió y algo metálico se movió debajo de ella. ¡Ah, sí! ¡Monedas! Agarró una con su mano y se incorporó hasta quedarse de rodillas. Estaba demasiado oscuro para distinguir qué clase de moneda era. Por encima de su cabeza una débil luz se filtraba a través de la grieta por donde había caído cuando las piedras habían cedido. No podía alcanzar la abertura.

¡Tymora escupa sobre todos! Si esto era aventura, tal vez valía la pena haber aguantado a Korvan y la interminable y pesada rutina de La Luna Creciente, después de todo. Shandril miró desconsolada a su alrededor. Demasiado oscuro para ver nada. No tendría más remedio que andar tanteando en la oscuridad, a ver si encontraba una salida… si es que había alguna. La Dama de la Suerte le sonreiría sin duda…

Entonces se oyó un grito, unos pies que corrían, más gritos y chillidos y el metálico entrechocar de espadas. Luego, un horrible quejido, más pies que corrían y, de repente, alguien se vino abajo por la abertura en medio de una lluvia de polvo y adoquines. Shandril se dejó resbalar hacia abajo por el montón de monedas a toda prisa. Una piedra cayó sobre su pie, ya medio hundido en las monedas; otra rebotó en un codo y se lo dejó entumecido. Hubo un gran estrépito de monedas, y una voz dijo triunfante en la oscuridad:

—¡Ajá! ¡Ya te tengo! Creí que tú…

—¡Ilzazu! —siseó una segunda voz, y hubo un resplandor blanco azulado y un sonido crepitante y crujiente seguido de un horrible gemido de muerte.

Esto era ya más que suficiente, decidió Shandril, y volvió a desmayarse.

Cuando volvió al mundo que la rodeaba, la luz que entraba de lo alto era mucho más intensa. Shandril se encontró tendida al borde del montón de monedas, con sus pies elevados descansando sobre la resbaladiza riqueza y su doliente cabeza en el suelo. Se sentía débil y mareada, y le parecía que habían transcurrido días desde que había huido de aquella gárgola.

Se levantó y miró alrededor. Las monedas —miles de ellas, de un color marrón oxidado por el tiempo y la humedad— parecían todas de cobre. Suspiró. Por encima de ella, en la cima del montón, yacían dos cuerpos boca arriba con los pies entrelazados; ambos eran humanos. Uno llevaba una armadura muy ennegrecida; en torno a él había todavía un vago hedor a carne quemada. El otro llevaba hábitos y sus manos agarraban los fragmentos quebrados de un bastón de madera. Una espada salía de su caja torácica y un pequeño morral yacía medio estrujado debajo de él. Shandril trepó de nuevo por el montón de monedas. ¿Comida? Quizás uno llevase agua, o vino…

El cuerpo con armadura estaba carbonizado; Shandril lo evitó. El otro tenía una daga, que ella recogió rápidamente, botas —demasiado grandes, pero sus pies ya habían sangrado lo suficiente para preferir éstas a nada—, un pellejo de agua, que ella vació con frenesí, y el morral. Tiró de éste hasta librarlo de la presión del cuerpo y examinó con curiosidad los pedazos de madera. El trozo más grueso, del extremo superior del bastón, llevaba inscrita la palabra «Ilzazu», pero nada sucedió cuando Shandril la pronunció con cautela en voz alta. Entonces volvió a deslizarse montón abajo.

La bolsa resultó llevar dentro un pedazo de pan negro duro, una pieza de queso sellada con cera, otra pieza a medio comer salpicada de moho (que Shandril se comió de todas maneras, dejando la otra para más tarde) y un libro pequeño. Shandril lo abrió con cuidado, vio garabateados unos jeroglíficos, y lo volvió a cerrar de golpe. Había también una lámpara de mano irreparablemente dañada, un trozo de pedernal y un frasco de metal con aceite. Metió todo en el morral excepto el pedernal y el aceite y se lo echó al hombro. Se arrastró de nuevo hasta el difunto y mágico usuario de dichos objetos y arrancó lo que pudo de su atuendo, lo empapó de aceite y golpeó el pedernal contra una moneda tras otra y, por último, contra la chamuscada coraza del otro cadáver, en un intento de hacer ignición con las chispas en la tela empapada, hasta que al fin ésta empezó a arder poco a poco. Después tomó la ennegrecida espada del guerrero caído y, con mucho cuidado, levantó la tela en su punta a modo de antorcha. Descendió apresuradamente el montón en busca de una puerta o escaleras, o cualquier cosa que pudiera conducir fuera de allí.

Encima de ella había un anaquel de piedra que discurría a lo largo del techo sostenido por arcos que se elevaban entre los achaparrados pilares que sostenían el propio techo. Sobre este anaquel había tres enormes barriles. De cada uno de ellos colgaba una cadena polvorienta y llena de telarañas. Con un escalofrío, Shandril se dio cuenta de que un cuarto barril había estado colgando también sobre el montón de monedas; mirando más de cerca, vio las astilladas duelas del barril caído. Y, al pie del montón, por el lado donde ella no se había aventurado antes, sobresalía el extremo oxidado de una cadena junto a un par de piernas de esqueleto. Temblando, Shandril abrió la boca para gritar pero al instante la cerró otra vez. Pronto la tela se habría consumido y ella sería incapaz de ver en la total oscuridad que se extendía lejos del agujero.

Acelerando el paso, atravesó una cámara tan inmensa como el vestíbulo que debía de haber encima de ella. Había avanzado lo bastante, pensó Shandril, para hallarse debajo del enorme vestíbulo. Sabía que no había escaleras ni puerta en el nivel superior al que antes había ido a parar, excepto, quizás, en el extremo oscuro donde no había investigado y de donde habían surgido las stirges. Se volvió pues en aquella dirección, con la luz del día haciéndose cada vez más tenue a medida que la iba dejando atrás.

La débil y titilante luz de su llama reveló una escalera de piedra que subía en espiral desde el suelo sin barandilla ni ornamento ninguno. Parecía demasiado delgada y frágil para soportar su peso. Shandril vaciló, miró alrededor… y entonces la tela ardiente se consumió y cayó de su espada en una pequeña lluvia de chispas. Algunos pedazos más grandes titilaban en el suelo, pero, tal como ella comprobó, eran demasiado pequeños para mantenerse en la espada. Shandril suspiró y se encogió de hombros. Con el último residuo de luz, deslizó la espada a través de su cinturón y comenzó a subir las escaleras apoyándose en manos y rodillas.

Cuando al fin alcanzó el piso de arriba, se hallaba en la más completa oscuridad. Ésta debía de ser la planta baja, calculó, y, si hubiese una puerta, estaría probablemente en aquella dirección, en alguna parte. «Eso si el suelo no vuelve a ceder y arrojarme de nuevo al sótano», pensó con ánimo sombrío. Sosteniendo la espada horizontalmente ante ella para protegerse contra cualquier obstáculo, avanzó con cuidado. Avanzó con gran lentitud, levantando sus pies suave y silenciosamente y con el oído alerta a cualquier sonido inusual. Nada.

Así fue adentrándose en las tinieblas hasta que su espada rozó la piedra. Tanteó con cuidado y, palpando, dio la vuelta en torno a la piedra. Era un pilar. Tomó aliento y continuó.

Una vez oyó el crujir de huesos secos bajo su pie, y otra dio con los dedos del pie contra un gran bloque de piedra que había caído de arriba. Con todo cuidado, prosiguió hasta que su espada se encontró con una pared, una pared que continuaba en ambas direcciones seis pasos por lo menos. A la izquierda, decidió ella arbitrariamente, y avanzó rozándola con la espada y palpando con la mano libre hasta que dio con una esquina.

Tras haber trazado en su mente el plano de esta sección de la pared, volvió sobre sus propios pasos. Muy pronto encontró una puerta de madera, intrincadamente tallada a juzgar por el tacto de sus manos. Palpó en busca de un tirador, pero no halló ninguno. Desesperada, retrocedió algunos pasos, se lanzó con toda su fuerza contra la puerta y estrelló su hombro contra la madera como había hecho antes.

Hubo un ruido sordo, mucho dolor, y Shandril se encontró en el suelo.

—¡Tymora me condene! —exclamó exasperada casi hasta el llanto. ¿Es que nada iba a salirle bien? ¿Era ésta la forma que tenían los dioses de decirle que debía haberse quedado a cumplir con sus tareas en La Luna Creciente? Con un ligero rugido en su garganta, Shandril se levantó y empujó y tiró de la puerta. Sólida e inamovible como una roca. Palpó de nuevo, por arriba y por abajo, en busca de agarraderos, pomos, cerrojos o cerraduras. Nada.

«A la derecha —decidió entonces—. Buscaré otra puerta».

Encontró otra enseguida y, para su gran sorpresa, se abrió al primer intento dejándola parpadeando perpleja, aunque contenta. La puerta se abrió sin ruido alguno, y giró como si no pesara nada. Shandril se detuvo un momento con curiosidad, pero enseguida se gruñó a sí misma por ser tan tonta y salió a la luz del día.

Otro error. A menos de doscientos pasos de ella, entre las piedras inclinadas y los pilares desmoronados de Myth Drannor, seis guerreros estaban librando una batalla perdida contra otros tres de aquellos alados demonios femeninos. Shandril retrocedió y se sumergió de nuevo en la puerta, pero, entonces, cambió de parecer y volvió a salir con la espada desenvainada. Corrió, sorteando las piedras caídas, hasta los árboles más cercanos. Arrastrándose bajo un arbusto espinoso, echó una ojeada a través del patio donde se abría el pozo, engañosamente plácido, y observó a aquellos hombres que luchaban por sus vidas.

El combate discurría en un silencio sobrecogedor. El sordo batir de las alas, los gruñidos de los guerreros que encajaban golpes con sus escudos o asestaban estocadas con pesadas espadas blandidas con las dos manos, el susurrante baile de los pies en constante acción y el tintineo metálico de dagas contra espadas era todo cuanto podía oírse. Había habido dos aventureros más, observó; ambos yacían ahora inmóviles a poca distancia del círculo donde se luchaba. Los hombres estaban intentando desplazarse para poder ponerse a cubierto.

Mientras ella vigilaba, uno de los hombres corrió unos pocos pasos, abandonando la protegida posición que le habían proporcionado unos fragmentos de ruina a sus espaldas, y uno de los demonios alados cayó en picado sobre él. Shandril contuvo el aliento, pero la escapada no era más que una treta. El guerrero se volvió con brusquedad y lanzó un barrido de espada con ambas manos que decapitó al demonio y que festejó con un triunfante gruñido. Shandril pudo ver la negra y humeante sangre corriendo por los bordes de la hoja plateada del guerrero mientras éste se volvía y cortaba el cuerpo en pedazos. El cuerpo empezó a arder sin llama, despidiendo hacia arriba serpenteantes hileras de humo.

El hombre no intentó siquiera recoger la daga del diablo caído, porque dos más descendían hacia él con gritos de cólera y cuerdas tensadas en sus manos. El guerrero miró a uno y luego a otro, y huyó lleno de terror blandiendo su espada con desesperación. Los demonios se abrieron en vuelo para cogerlo desde ambos lados. Shandril tragó saliva y miró a otra parte.

Por las reacciones del resto de la partida, aquel guerrero debía de haber sido el líder. Sus compañeros de aventura echaron a correr en todas direcciones, gritando y maldiciendo, mientras los demonios desgarraban el cuerpo de su jefe. Los otros demonios volaban en círculo. Shandril, que podía ver desde allí el brillo de sus colmillos, decidió huir antes de que la batalla terminase y pudieran reparar en ella.

Se adentró a rastras entre los árboles, con la esperanza de poder alejarse de la ciudad. A juzgar por el sol, probablemente se dirigía hacia el sur, pero no tenía idea de si se hallaba cerca del límite de la ciudad o no.

Tras veinte minutos de trepar y sortear ruinas y ocultarse, concluyó que decididamente no se hallaba cerca del confín de la ciudad. Por todas partes había piedras caídas y edificios vacíos. Nudosas y retorcidas ramas de árboles se habían abierto camino a través del mármol y de todo cuanto encontraban a su paso en su crecimiento, formando hermosos pináculos y altos puentes arqueados. La mayoría de los viejos puentes se habían agrietado y caído; algunos pocos seguían intactos, aunque ahogados por la hiedra y otras plantas trepadoras y viejos nidos. Shandril permanecía siempre en el nivel inferior y trataba de evitar espacios abiertos, pues aquí y allá sus ojos descubrían por entre las ruinas espantosos demonios; unos negros y relucientes, otros de un rojo sanguíneo, con púas y escamas, y otros de color malva o verde amarillento. Éstos aparecían encaramados en semidesmoronados pináculos o tumbados cómodamente sobre puentes o montones de piedra derrumbada. Algunos, en especial las mujeres-demonio aladas —aunque también otros horrores con cuernos, cola vertebrada y escamas—, volaban ociosamente en círculos en torno a las ruinas. Si aquello era Myth Drannor, no dejaba de ser asombroso que existieran todavía valles habitados. ¿Qué los concentraba allí… y qué les impedía volar en todas direcciones y causar todo tipo de estragos?

Eso no importaba ahora. Shandril sólo quería saber cómo escapar de allí. Estaba acurrucada tras el borde de un bloque de piedra tallado con una hermosa escena de sirenas e hipocampos, ahora destruida para siempre. Sus holgadas botas le estaban dejando las pantorrillas en carne viva al rozarlas a cada paso, y la espada que había tomado del guerrero muerto era demasiado pesada para levantarla con rapidez en la lucha. Contra estos demonios, ni se atrevía a pensar en luchar. Ni el capricho de Tymora podría salvarla contra uno solo de aquellos monstruos, y uno podría además llamar, si se le daba tiempo, a todos los que ella había visto en las cercanías. Temblaba ante la idea, y pasó un buen rato hasta que se atrevió a abandonar el escondrijo del bloque de piedra.

El sol proyectaba largas sombras a medida que el día daba paso al crepúsculo. Shandril sabía que tenía que actuar pronto o sería atrapada en las ruinas en cuanto oscureciera. Se alejó de allí pasando por más edificios derruidos y aterrada ante la idea de que pudiera estar moviéndose inútilmente en círculos sin otro resultado que posponer lo inevitable.

La ciudad en ruinas no parecía tener fin, aunque comenzaba a ver más árboles entre las piedras que antes. «Quizás estoy más cerca del fin de las ruinas», pensó Shandril esperanzada. Suspiró y miró con cautela a su alrededor, quizá por milésima vez. Fue entonces cuando los vio.

En un lugar cubierto de montones de piedra desmoronada, donde todos los edificios se habían derruido por completo, había dos figuras erguidas enfrentándose mutuamente entre los escombros. Un hombre con ojos vivos y hábitos de color de vino tinto, subido sobre la agrietada base de una columna largo tiempo caída, se enfrentaba a una alta y delgada mujer de aspecto cruel y vestida de púrpura que estaba de pie sobre lo que quedaba de un antiguo muro.

—Muere pues, Shadowsil —dijo el hombre con frialdad, y sus manos se movieron como serpientes enroscadizas. Shandril observó bien agachada y silenciosa.

Las manos de la mujer también se movieron. Shandril se preguntó por un momento si todos los seres de Faerun llegarían a Myth Drannor antes de que ella pudiese salir de allí.

De la mano del hombre salió una escarcha luminosa en forma de cono blanco que se extendió en el aire con un fragor al tiempo que se cerraba en torno a la hermosa mujer. Ésta se puso rígida y sus brazos brillaron con la escarcha, pero ya de sus manos habían salido disparadas cuatro bolas de fuego que, girando vertiginosamente y resplandeciendo a través del desvaneciente cono de escarcha, dejaban atrás una estela de chispas.

Shandril se arrastró deprisa sobre manos y rodillas en torno al montón de escombros y fue a ocultarse tras la esquina de un edificio derruido. Y menos mal que lo hizo porque, un instante más tarde, hubo un resplandor y un estruendo, y una ola de intenso calor pasó por delante de su cara.

Cuando volvió a mirar con cuidado hacia los escombros, algo más tarde, el hombre había desaparecido. Había una gran mancha negra sobre las rocas y la mujer de púrpura caminaba con aire triunfal entre montañas de piedras hacia el lugar donde momentos antes se alzaba su enemigo. La agrietada piedra crujió mientras se enfriaba; la mujer giró sobre sus talones para escrutar a su alrededor. De inmediato vio la cabeza de Shandril y sus ojos se detuvieron. Shandril retrocedió apresuradamente a gatas hacia la esquina y salió huyendo por una calle en ruinas. Al llegar al final, se escondió tras una esquina; la sangre martilleaba en su cerebro. Mordiéndose los labios para silenciar su jadeo, pensó que era imposible que hubiese escapado con tanta facilidad.

De repente, el aire hirvió a su alrededor y la dama de púrpura apareció erguida ante ella.

—¿Quién eres tú, pequeña? —preguntó con suavidad; Shandril tembló. La dama era muy hermosa—. Yo soy Symgharyl Maruel, conocida como Shadowsil —agregó la mujer.

Shandril sostuvo su espada en alto como callada respuesta. La maga se rió y sus manos se movieron con destreza. Shandril se precipitó hacia ella, pero sabía, antes de arrancar, que la mujer estaba en realidad demasiado lejos. Llena de miedo y de ira, avanzó con los ojos fijos en la maga, distanciada aún unos cuantos pasos, cuando sus miembros se paralizaron en mitad de su zancada y quedó inmovilizada.

Los hábitos purpúreos se agitaron más cerca de ella. La dama se desató una cuerda de la cintura mientras se aproximaba.

«Tymora, ayúdame», pensó Shandril con desesperación mientras la maga enrollaba despacio la cuerda en torno a la muñeca de la mano con que la inmóvil muchacha sostenía la espada. Después la enrolló también alrededor de su cuello ajustándola fuertemente sobre su garganta, y dijo:

Ulthae (enrédate).

La aspirante a ladrona sintió un erizamiento de horror en su cuero cabelludo mientras la cuerda se deslizaba por sí sola sobre su piel, apretándose en torno a sus brazos, cuello y rodillas, e inmovilizándola por completo. Cuando esto terminó, Shandril estaba atada de arriba abajo, verdaderamente indefensa, y un corto tramo de cuerda conducía desde un gran nudo en su muñeca hasta la lánguida mano de la dama de púrpura.

«Al menos —pensó Shandril—, esto significa que me sacará de aquí… aunque, con la suerte que la Gran Señora Tymora me ha concedido hasta ahora, algún demonio aparecerá y la matará, y yo seré una comida preparada para cualquier monstruo que pase». Le vino un breve recuerdo de la cosa que había visto en el pozo, y se estremeció… o, más bien, se dio cuenta entonces, con gran horror y desesperación, de que no podía estremecerse. Su propio cuerpo era su prisión.

Symgharyl Maruel tiró de la cuerda que la envolvía y Shandril cayó al suelo indefensa y se estrelló contra las rotas piedras que hacía mucho tiempo habían sido una agradable y sinuosa avenida de la Ciudad de la Belleza. Un lado de su cara rozó dolorosamente la roca; sus ojos se llenaron de lágrimas por el escozor, y la espada cayó de sus paralizados dedos. Atrás se quedó ésta cuando la dama de púrpura comenzó a arrastrar poco a poco a la muchacha.

—No sé quién eres —dijo Symgharyl Maruel con una malevolencia algo burlona mientras tironeaba de Shandril y le hacía dar tumbos sobre las quebradas piedras salientes—. Me recuerdas a alguien… ¿no serás tú uno de esos testarudos de Oversember que se ha escabullido? ¿Eres tú, hmmmm? ¿La muchacha que iba con la Compañía de la Lanza Luminosa, pero cuyo nombre no aparecía en su cédula real? Ya me lo dirás, muchacha. Sí, me lo dirás. Seas o no la que perdieron, el Culto pondrá en alto valor tu sangre, querida, si eres virgen —de nuevo tintineó su risa burlona—. Pero tú serás mi regalo para Rauglothgor, en cualquier caso. Tan bonita…

Shandril ni siquiera podía llorar.

Narm se despidió de los dos caballeros en el sendero del bosque donde él y Marimmar se habían encontrado con el elfo y su señora, y se quedó muy sorprendido ante la presencia, en aquel mismísimo lugar, de las dos damas que había visto en la posada del Valle Profundo, las que habían logrado apaciguar a los encolerizados aventureros tras resultar muerto el ladrón. Sin creer que se acordarían de él, Narm saludó a las mujeres con una inclinación de cabeza mientras Torm hacía las presentaciones a Sharantyr y Storm.

Para sorpresa suya, ambas le sonrieron con mirada atenta. La más joven de las dos puso una mano en su brazo y dijo:

—Sí, ya nos hemos visto. En La Luna Creciente, en el Valle Profundo, aunque tú estabas bajo la severa mirada de… ¿era tu maestro en el arte? Un hombre riguroso.

Narm asintió. Sí, eso es lo que era Marimmar.

La mujer bardo de pelo plateado también recordó entonces al joven. Torm explicó rápidamente la decisión de Mourngrym de permitir que Narm fuera a la ciudad. Las damas cogieron sus bolsas y el arpa y se despidieron de él.

Mientras montaban, Storm se inclinó hacia adelante y le dijo a Narm:

—Hasta el próximo encuentro. Creo que nuestros caminos pronto se cruzarán de nuevo, buen señor. Que os vaya bien en Myth Drannor —y, dicho esto, ella y Sharantyr emprendieron su camino.

—¿Decididamente piensas ir a la ciudad? —preguntó Torm después de ver cómo desaparecían las mujeres entre los árboles.

—Sí —dijo Narm con una sonrisa forzada.

—Que Tymora te sonría, pues —gruñó Rathan—. Aun estando tan loco y todo, necesitarás todo el favor de la Dama Fortuna, siquiera para llegar vivo a mañana. Acuérdate bien de correr por tu vida, ahora. Los demonios tienen alas.

—La mayoría de ellos —recalcó Torm con una sonrisa—. Aunque puede resultarte difícil verlos si tus ojos están bañados en sangre.

—Sí, eso es muy cierto —asintió Rathan con gravedad.

Narm sonrió y agitó su brazo hacia ellos en señal de despedida, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza. ¡Una vida de lo más divertida debían de llevar los demás caballeros, sin duda, en compañía de aquellos dos bromistas! Y se alejó deprisa por el camino, antes de que su miedo pudiera hacerlo vacilar o volver atrás.

La ruinosa ciudad de Myth Drannor se elevaba sobre los árboles por delante de él. Solo ahora, Narm hacía lo que quería, libre de reglas y restricciones. Iba a ver demonios. Iba a mirarlos a la cara y, de un modo u otro, sobrevivir. ¡Por Mystra! Iba a hacer algo por su propia cuenta, ahora que Marimmar ya no estaba.

Con mucha cautela, siguió avanzando. Hacia su derecha podía ver una torre inclinada de piedra con su pináculo de aguja todavía grandioso. Delante de él había gran cantidad de pavimento levantado, apresado entre zarzas y plantas trepadoras. Vio de pronto unos escalones que descendían en amplia curva desde la calle hacia profundidades desconocidas. Una mujer delgada y alta con atuendos de color púrpura arrastraba por el suelo a alguien ligero y con cabello largo sujeto con una cuerda. El desventurado cautivo estaba completamente inmovilizado por las ataduras. Narm oyó una risa metálica y burlona según descendían perdiéndose de vista por la oscura escalera.

Cuando él llegó a la escalera, ya no se veía nada allá abajo. Apenas se detuvo a pensar antes de seguir adelante. ¡El arte! ¡Gran magia, sin duda. Justo lo que Marimmar había deseado encontrar en aquel lugar!

La vía subterránea conducía directamente a un lugar donde, al principio, Narm tan sólo pudo ver un caprichoso resplandor. Con sigilo y cautela, caminó hacia él en la oscuridad, hasta que pudo ver cómo los sótanos se abrían a una caverna natural. Dentro de ella, la dama de púrpura y su cautivo estaban de pie ante la fuente de luz. Un óvalo de radiante luminosidad colgaba en medio del aire como una puerta. Magia, sin duda.

La dama de púrpura era más fuerte de cuanto sugería su delgada figura. Por la fuerza de sus brazos, sostenía erguido a su prisionero. Era una chica, y se debatía con violencia. La cuerda que la ataba parecía moverse por sí sola para contenerla. La muchacha consiguió desembarazarse de sus vueltas en torno a su cara y garganta. Narm apenas pudo creer lo que veía… ¡la conocía!

Era la muchacha de la posada. Aquella bonita cara que lo había mirado desde las sombras del pasillo. La pordiosera de la cocina, la había llamado Marimmar con desconsideración. Pero éste se había equivocado. Narm lo sabía incluso entonces. Pero ¿cómo había venido a parar aquí?

La mujer de púrpura soltó la cuerda con otra de sus risas burlonas y la muchacha cayó con fuerza al suelo, luchando todavía por soltarse. La visión de su rostro congestionado mientras se debatía contra la cuerda hizo que una intensa cólera ardiera dentro de Narm; levantó entonces sus manos para apuntar hacia la mujer de púrpura, y pronunció la palabra conjuradora que Marimmar siempre le había prohibido estudiar, el conjuro que él había estudiado mientras su maestro dormía. El mágico misil salió despedido de su dedo como un rayo de luz que envolvió a la dama.

Ésta se volvió sobresaltada y comenzó a reír al tiempo que movía sus manos. Narm se echó hacia un lado, pensando en lo débil que era su arte. La maga entonces interrumpió sus conjuros y agarró fuertemente con sus dedos el cabello de Shandril. Ante la descorazonada mirada de Narm, arrastró a la muchacha a través del óvalo luminoso y desaparecieron.

Entonces, la luz estalló y se desintegró con gran estruendo en torno a él.