Si trabajos y peligros es lo que siempre hay a mano, ¿para qué la aventura? Hay algo en la especie humana que lleva siempre a algunos a semejantes locuras, mientras el resto de nosotros se beneficia de las riquezas, el conocimiento y los sueños que éstas nos traen. ¿Por qué otra cosa se toleraría a esos idiotas peligrosos?
Helsuntiir de Athkatla
Reflexiones
Año de la Serpiente Alada
La Compañía de la Lanza Luminosa tenía seis miembros. El alto guerrero Burlane llevaba la mágica Lanza Luminosa y dirigía la compañía. Un espadachín más joven cabalgaba siempre con él, el alegre Ferostil. Delg, el enano, era también un guerrero. Su constante compañero era Rymel, el bardo, probablemente el más inteligente de todos. El brujo Thail difería claramente de sus más jóvenes y ruidosos compañeros. El último, mas no por ello menos importante, miembro de la compañía era el ladrón, un tal Shandril, un «zagal» de ojos brillantes y dulce hablar vestido con unos viejos calzones mal ajustados y una túnica llena de remiendos.
Había faltado poco para que la matasen cuando hizo su aparición ante la puerta con los objetos desaparecidos, que ella les había robado mientras las damas Storm y Sharantyr se enfrentaban a la compañía en la cantina. Tras enfriarse su furia inicial, gracias a la risa de Rymel, sólo Delg había protestado contra su incorporación; pero el guerrero —con la misma mirada ávida en sus ojos que tenía Korvan— parecía entusiasmado. Hasta el momento, sin embargo, Ferostil no la había molestado.
Shandril se había ido furtivamente de la posada aquella misma noche para esperar a la compañía entre los árboles al borde del Valle Profundo, dejando sólo una nota garabateada de prisa para Gorstag. Había pasado largas y ansiosas horas en la oscuridad entre las pequeñas criaturas del bosque que susurraban y correteaban invisibles alrededor de ella, temerosa de que la compañía pudiera cambiar de parecer y partir sin ella. El corazón de Shandril había saltado de alegría cuando vio acercarse a sus nuevos compañeros a través de la niebla del amanecer llevando el caballo vacío de Lynxal para ella. Tanto había temblado de emoción que apenas pudo hablar, pero se las había arreglado de alguna manera para colocarse en la silla a pesar de que jamás había montado a caballo. Se sintió aliviada cuando descubrió las armas y enseres del ladrón muerto sujetos con firmeza a la silla con correas, aun cuando no tenía ni idea de cómo se utilizaban. Sencillamente, tendría que aprender… ¡y rápido!
No había cogido nada de la posada, salvo las ropas que llevaba y el bonito vestido que Gorstag había mandado hacer para ella. Robar a éste habría sido una mala manera de pagarle por su amabilidad, y Shandril no era una ladrona de vocación.
Aquella noche se preguntaba si sería también una buena ladrona con los ojos de la compañía delante para juzgarlo. Tenía los brazos doloridos de tanto agarrar las riendas y el arzón delantero, y las piernas le dolían todavía más. El roce había dejado en carne viva algunas partes de sus muslos y, cuando llovía y al mismo tiempo soplaban fríos y cortantes vientos, Shandril se preguntaba por qué se le habría ocurrido jamás abandonar el cálido y seguro refugio de La Luna Creciente.
A la mañana siguiente, con el corazón ligero y libre, ya sabía por qué lo había dejado. A su alrededor se extendía por todas partes la verde penumbra de los bosques profundos donde, según contaban los hombres, sólo los elfos caminaban hacía escasos veranos. Allí donde mirara, veía cosas nuevas y maravillosas. Cuando Burlane había cambiado el curso tras una deliberación en la que Rymel y Thail fueron los que más hablaron, Shandril había temblado ante la simple libertad de elección.
Había otra razón para marcharse de la posada y empezar una nueva vida. Por primera vez en su vida, tenía amigos a su alrededor. Oh, Gorstag y Lureene habían sido sus amigos, sí, pero siempre estaban ocupados, siempre dejándola a toda prisa para hacer algo que no la incluía a ella. Pero ahora tenía amigos que cabalgaban con ella y lucharían con ella y estaban allí todo el tiempo. Su hambre de libertad y amistad la había empujado a dar ese paso crucial, a escurrirse hasta la larga alcoba y llamar a la puerta para enfrentarse a la Compañía de la Lanza Luminosa. Incluso en la cantina, cuando esta amistad podría haber significado la muerte del temperamental viejo Ghondarrath y ellos se habían comportado de forma ruidosa e irrespetuosa, incluso entonces, ese sentimiento la había hecho temblar: la pertenencia, la confianza.
Uno de los suyos se encontraba en peligro. Todos a una, se habían levantado a ayudarlo enfrentándose a lo que fuera, sin reparar en reglas ni costes. Por encima de todo en el mundo, eran compañeros, y cada uno levantaba su espada para defender a los otros por débil que fuera. Eso es lo que ella era, la más débil de la compañía, la que no tenía ni la menor experiencia ni armas ni ardides mágicos de los que poder alardear. Ni siquiera era un ladrón de verdad. Desde luego, la más débil de la compañía.
Pero era de la compañía, un miembro digno y completo que, la noche siguiente, zurcía sus calzas junto al fuego como cada uno de ellos, en una tierra salvaje, y luego, con el frío y la niebla del amanecer, se lavaba completamente vestida en un arroyo helado como hacían los demás. Shandril había cambiado el enmarañado y grasiento aspecto anterior de su pelo recogiéndoselo por atrás en una simple cola de caballo con una tira de cuero rota que era de Delg. Aun cuando era la única mujer y a menudo las bromas apuntaban hacia ella cuando, con la cara roja, salía de entre la maleza de hacer sus menesteres, ella pertenecía al grupo. Ellos eran sus compañeros, su familia, y sería capaz de morir por ellos.
La compañía había abandonado el Valle Profundo y, de inmediato, se adentraron en los bosques con dirección norte, hacia el lago Sember. Por los viejos relatos oídos en Suzail, el brujo Thail había sabido que los elfos habían vivido en gran número en las orillas del Sember durante más de dos mil años. Aun cuando éstos no hubiesen dejado atrás nada de valor, el lago Sember se encontraba en el camino hacia Myth Drannor, y explorarlo les serviría de práctica para cuando alcanzasen la ciudad en ruinas. La compañía había encontrado buenas sendas en aquellos bosques y, durante días, cabalgaron sin vacilar hacia el norte. La caza era abundante. El bosque nunca estaba silencioso en torno a ellos, pero nunca vieron a hombres ni otras criaturas peligrosas de gran tamaño. Por fin el bosque se hizo menos tupido delante de ellos y divisaron el lago Sember.
Las aguas del lago eran azules, profundas y muy tranquilas, y las nubes se reflejaban en ellas como en un espejo. En la orilla, el agua parecía tan clara como el cristal. Distinguieron el fondo, que se perdía de vista a medida que se alejaba, así como las largas, oscuras y silenciosas extremidades de un árbol sumergido y el correteo de un pequeño cangrejo que huía hacia aguas más profundas.
La compañía guardó silencio mientras contemplaba el lago Sember. Todos ellos sabían por qué había sido tan especial para los elfos. Siguiendo con la vista su gran largura, vieron una garza gris elevarse a lo lejos desde la orilla y volar en silencio sobre el lago, para desaparecer después entre los árboles.
El aire se había hecho más frío y Shandril estaba temblando. El gran Burlane miró bruscamente hacia arriba y dijo:
—Debemos ir hacia el este. Espero que esta noche podamos acampar donde el río Sember abandona el lago. Vayámonos.
La compañía giró hacia el este y avanzó sorteando los árboles, pero manteniendo siempre el agua a la vista. No deseaban perderse ahora y errar de nuevo hacia el sur. La niebla comenzó a congregarse en blancos remolinos a lo largo de la orilla a medida que el frío aumentaba. Pequeñas columnas de ella se adentraban como tentáculos por entre los árboles, y el cielo se volvió gris plateado. Burlane apremió al grupo. Shandril encontró una capa en las alforjas de su montura y agradecidamente se la echó encima de sus helados brazos y hombros.
Delante de ellos, en alguna parte, un pájaro cantaba entre los árboles. Su llamada no resonó, sino que se desvaneció en el aire. Mirando alrededor en la cada vez más densa oscuridad, Shandril observó que Ferostil había desenvainado en silencio su espada. El bosque se hacía cada vez más espeso y el suelo más desigual, de modo que continuaron a pie.
—Atentos todos —ordenó Burlane en voz baja.
Todas las espadas se desenvainaron a su alrededor. Shandril sacó también su larga y delgada espada y la agarró con firmeza. Hecha para su predecesor, Lynxal, el arma era un poquito demasiado pesada para ella. Con ello no se sintió más segura; la niebla se cerraba en torno a ellos.
De pronto se oyó un grito agudo, extraño, desconocido, como si viniera de muy lejos. Los caballos resoplaron y se movieron inquietos. Al mirar a sus compañeros, Shandril se dio cuenta de que también ellos estaban desconcertados por el sonido. Y tampoco era ella la única asustada.
Como por acuerdo espontáneo, la Compañía de la Lanza Luminosa esperó en tenso silencio, pero el grito no se repitió. Shandril musitó una pequeña oración por la gracia de Tymora, diosa de la buena fortuna. Por fin, Burlane ordenó de nuevo el avance con un silencioso movimiento de su cabeza. Contentos de moverse otra vez, todos ellos llevaron sus húmedas manos a las armas y las riendas y condujeron sus caballos a través de la espesa muralla de niebla.
—Deberíamos quedarnos hasta que se disipe la niebla —dijo Rymel, con su voz de bardo y sus ojos grises serios por primera vez desde que Shandril lo conociera. Minúsculas gotas de niebla colgaban de los rizos de su corta barba.
—Sí —repuso Ferostil con una voz tenue y cautelosa—. Y, sin embargo, ese grito que hemos oído… Si esperamos, ¿quién sabe qué podría venirse sobre nosotros, rodearnos y acorralarnos… sin que nosotros lográramos ver hasta que tal vez fuera demasiado tarde?
Sus palabras dejaron tras de sí un silencio ensordecedor. Los ojos de Shandril se encontraron con los de Burlane, que trataba de parecer tranquilo. Una sombra de sonrisa cruzó los labios de él cuando intercambiaron sus miradas, pero su tranquilidad era un hecho también. Shandril se sintió agradecida y, de repente, tuvo menos miedo.
Delg el enano habló:
—Yo secundo eso. No puedo soportar esperar toda una noche en esta humedad, sin hacer nada. Yo digo que continuemos, ¡y antes saldremos de esto!
La luz se hacía más y más débil. Uno de los caballos volvió a resoplar y a moverse, y Delg se acercó hasta él y le habló tranquilizadoramente.
—¿Tú qué dices, Thail? —preguntó Burlane en voz baja.
—Sería más prudente detenerse y esperar hasta la mañana y a que se levante la niebla —respondió el brujo con calma—. Pero a mí también me costaría soportar esta espera.
—¿Shandril? —preguntó Burlane con la misma voz, y la muchacha levantó los ojos sorprendida, emocionada de que se la considerase como un igual.
—Yo prefiero arriesgarme a tropezar con el peligro que quedarme a esperar la noche —respondió ella con toda la calma y la firmeza que pudo. Se oyeron varios murmullos enérgicos de acuerdo.
Burlane dijo sin más:
—Seguimos. Mejor todos despiertos y esperando lo peor que todos dormidos menos dos.
De improviso, oyeron un suave sonido deslizante y, después, un sonoro salpicón de algo que se zambullía en el lago cerca de allí. Un cosquilleo recorrió la piel de Shandril. Pero la compañía no pudo ver nada. Tras esperar precavidamente unos minutos, prosiguieron la marcha y pronto llegaron a un lugar donde la larga hierba aparecía aplastada en una ancha ringlera, como si hubiese pasado una gran masa por encima, y veteada con rastros de baba de color blanco verdoso. Los caballos retrocedieron espantados del área y tuvieron que tirar de ellos para que cruzaran, bufando, con los ojos desorbitados y levantándose sobre sus patas traseras como si estuvieran rodeados de ondulantes serpientes. La compañía siguió avanzando tan rápida y silenciosamente como pudo. Al rato, oyeron algo que se retiraba veloz de su camino, pero tampoco esta vez pudieron ver criatura alguna. Prosiguieron mientras la noche terminaba de cerrarse.
Por fin, pudieron oír el sonido de una ancha corriente de agua delante de ellos; Thail sondeó con su cayado y les cerró el paso.
—Agua abierta —dijo en voz baja.
—O bien hemos dado la vuelta y terminado en el lago —dijo Rymel—, o la orilla ha doblado hacia atrás delante de nosotros… o bien, y esto parece lo más probable, hemos llegado al río Sember, donde tenías intención de acampar —dijo a Burlane.
En la tenue luz nocturna, oyeron la respuesta de su líder:
—Sí, es probable. Voy a ver.
Una pálida luz se irradió al desenvolver la Lanza Luminosa; caminó hacia adelante con ella. El bardo fue con él, después de dejar las riendas de su caballo en las manos de Shandril. Ésta agarró los dos juegos de riendas en ansioso silencio, complacida por la confianza pero, con todo, intranquila. Si algo sobresaltaba a los caballos, ella sabía que no tenía bastante fuerza para contenerlos.
Los dos hombres estuvieron ausentes un largo rato, e incluso Thail había empezado a pasearse inquietamente antes de que pudieran ver de nuevo la Lanza Luminosa en la espesa niebla violeta y gris que los envolvía. Burlane se detuvo en medio de ellos; parecía contento.
—Es la corriente del Sember —anunció—. Acamparemos aquí. No se puede ver para cruzar.
—¿Encendemos un fuego? ¿Antorchas? —preguntó Delg.
Burlane negó con la cabeza.
—No nos arriesgaremos. Doble vigilancia toda la noche. Shandril y Delg primero, Ferostil y Rymel después, y yo veré amanecer. No hagáis ningún ruido innecesario. No dejéis tumbarse a los caballos; hay demasiada humedad y cogerán frío.
El grupo descargó deprisa y alimentó a los caballos; compartieron pan frío y queso y se envolvieron en sus capas y mantas. Shandril encontró a Delg en la oscuridad.
—¿Cómo puedo vigilar si no se ve? —susurró.
Delg gruñó:
—Nos sentamos en el centro, señorita, espalda contra espalda, ¿entiendes? Nos damos el uno al otro un pellizco o un codazo de vez en cuando para mantenernos despiertos. Tres de ellos o más, seguidos y rápidos, significan: «cuidado, hay peligro». Tú miras, sí; pero, sobre todo, te quedas quieta y escuchas. La niebla hace cosas raras con los sonidos; nunca te puedes fiar de dónde y cuán lejos está lo que oyes. Pero escúchanos bien primero a nosotros y a los caballos, y aprende a conocer los sonidos; y después atiende a cualquier sonido que no sea nuestro.
Shandril clavó los ojos por un momento en su cara roja y accidentada.
—De acuerdo —dijo, sacando su espada—. ¿Aquí?
El enano, sentado ya sobre su capa con las piernas abiertas y el hacha en su regazo resguardada del rocío con un pliegue de la capa, musitó afirmativamente. Shandril se sentó contra su redonda y dura espalda, sintiendo el frío tacto de su cota de malla, y colocó su espada cruzada sobre sus rodillas. Ya no dijo nada más, y en torno a ellos el campamento se sumió en un constante respirar, algunos ronquidos apagados y cada tanto el ruido sordo y pesado de un casco cuando un caballo cambiaba de posición. Shandril miraba hacia el interior de la noche con sus ojos secos y parpadeantes.
Pasó un largo rato en aquel silencio. Shandril sintió venir un bostezo. Trató de ahogarlo pero, al no conseguirlo, intentó bostezar sin hacer el menor ruido. Sintió entonces la firme presión del mango del hacha de Delg contra su costado. Sonriendo en la oscuridad, ella le respondió con el codo y fue recompensada con un suave apretón en éste.
Shandril alcanzó a ver sus rechonchos y férreos dedos presionando la punta de su codo y se tranquilizó con la señal de presencia del veterano. La vista del enano era mucho mejor que la de ella en la oscuridad próxima; ella lo sabía y confiaba en sus años de sosegada experiencia. Después de lo que a ella le parecieron horas, él volvió a apretarle el codo con suavidad; ella llevó éste hacia atrás en firme respuesta, sonrió de nuevo y así se pasó su turno. De pronto Delg se movió.
—Ahora duerme —le dijo a la muchacha al oído—. Yo despertaré a Rymel y Ferostil.
Shandril asintió con la cabeza automáticamente. El rudo guerrero le apretó el hombro y se retiró. «¿Dormir ahora? —pensó—. ¿Así de fácil? Y si no puedo, ¿qué?».
Shandril se dio la vuelta, tiró de su capa hacia arriba y se quedó mirando de nuevo hacia la húmeda oscuridad. ¿Dónde estaban ellos? ¿Cómo sabría qué dirección tomar si al despertarse sus compañeros se hubieran marchado? De repente la invadieron una gran soledad y nostalgia de casa. Sintió el picor de las lágrimas, pero se mordió los labios con fuerza. ¡No! Había sido su decisión, por primera vez, ¡y estaba bien! Recostó la cabeza en su hato y pensó en riquezas y fama… Y, si no, ¿tal vez una posada propia?
Una mano cálida sacudió suave pero insistentemente su hombro hasta despertarla. Shandril parpadeó con ojos soñolientos y vio a Rymel. El bardo la saludó con una muda sonrisa y se retiró. Shandril se incorporó hasta quedarse sentada en medio de la rociada hierba y miró a su alrededor. El mundo era todavía espeso, blanco e impenetrable. Podía ver a sus compañeros como sombras grises que se movían, y una masa más grande que debía de ser uno de los caballos, pero poco más. Por todos los dioses, ¿es que esta niebla no tenía fin?
La pertinaz envoltura blanco-grisácea de vapor permanecía con ellos cuando la Compañía de la Lanza Luminosa siguió las orillas del río Sember, alejándose del lago, hasta que Thail reconoció cierto tocón cubierto de musgo y dio instrucciones de cruzar. El brujo introdujo confiadamente su pie en la oscura corriente; el agua se arremolinó en torno a sus tobillos y subió hasta el borde de sus botas. Rymel lo siguió al instante, tirando de su caballo. Pero Shandril observó que éste sostenía su espada en ristre con la otra mano y clavaba la mirada en las aguas con concentración. Después fue Ferostil, y luego Burlane indicó a Shandril con la mano que lo siguiera.
El agua estaba helada. Las botas de Shandril hacían agua por el tacón y, una vez, su pie se hundió en un socavón profundo oculto bajo las aguas y estuvo a punto de caer. Su firme asimiento a las riendas la salvó; el caballo dio un bufido de disgusto cuando todo el peso de la muchacha tiró con violencia de su cabeza por un instante, pero ésta recobró pronto su equilibrio y continuó.
La otra orilla no parecía distinta de la que habían dejado atrás. La alta hierba estaba empapada y la niebla era tan espesa como siempre. La compañía se congregó en silencio para frotar las patas de sus monturas hasta secarlas y echar una mirada alrededor. La niebla se iluminaba cada vez más a medida que el invisible sol se elevaba, pero ni rompía ni se aclaraba. Burlane se adelantó unos cuantos pasos y escuchó con atención.
Entonces, de repente, tres guerreros en cota de malla emergieron de la niebla con sus armas preparadas. No llevaban insignia ni colores y, detrás de ellos, un cuarto hombre conducía una mula. La mula iba pesadamente cargada con pequeños cofres atados con correas a las guarniciones. Algo metálico tintineaba y se movía dentro de los cofres a cada paso del animal.
Hubo un momento de sorpresa y, enseguida, los tres hombres se precipitaron hacia adelante con un grito y atacaron a la compañía sin siquiera un simple saludo previo. El cuarto abandonó la mula para volverse a sumergir a toda prisa en la niebla.
Con un movimiento súbito, la lanza brillante cruzó como un rayo el aire para ir a clavarse en la nuca del fugitivo y derribarlo.
—¡A ellos! —susurró el fornido líder—. ¡Mucho ojo!
Ferostil pasó bruscamente por delante de Shandril para hacer frente por sí solo a una de las espadas; empujó con fuerza a su atacante haciéndolo tambalearse hacia atrás y, después, mediante una rápida sucesión de sonoros y rechinantes golpes, se abrió camino con su espada. Los dos hombres parecían muy parejos en fuerza. Shandril estaba sobrecogida por la furia salvaje de sus golpes.
Mientras ella observaba, Delg pasó trotando por delante y dio un decidido salto en el aire mientras soltaba un gruñido. A mitad de su salto, asestó un drástico corte lateral con su hacha en el yelmo de un guerrero. Se oyó un sordo «crac» y el hombre se tambaleó y, al cabo de unos segundos, se desplomó en el suelo. Delg había alcanzado ya al segundo guerrero, un hombre robusto que lanzaba rugidos de amenaza en medio de la niebla mientras retrocedía antes las espadas de Rymel y Ferostil.
Shandril oyó a Burlane gruñir de dolor cuando la espada del tercer guerrero mordió su hombro. El hombre quiso asestarle también un golpe con su ondeante maza de guerra, pero el brujo Thail la detuvo con su cayado antes de que el atacante pudiese atravesar con ella la disminuida guardia de Burlane.
Shandril soltó las riendas de su montura y corrió a buscar la Lanza Luminosa, que arrojaba destellos desde una maraña de hierba junto al hombre que Burlane había abatido. Detrás de sí oyó un grito ahogado, pero no se atrevió a mirar mientras avanzaba a la carrera sobre aquel suelo desigual. De nuevo chirriaban y chocaban los metales tras ella. Cuando Shandril alcanzó la lanza, vio unas sombras amenazadoras que surgían de entre la niebla. ¡Más guerreros! No tuvo tiempo para reparar en la víctima ni mirar atrás, porque uno de los recién llegados, con ojos centelleantes, cargó gruñendo contra ella con una larga espada.
Aún pudo ver el encolerizado rostro de un segundo atacante antes de conseguir liberar la lanza y echar a correr, agachándose y volviéndose, y arrastrando la punta luminosa por entre la hierba. El guerrero más próximo hendió el aire con su espada, pero ella ya estaba lejos, tropezando con la prisa. Delg le lanzó una sonrisa de oreja a oreja mientras se cruzaba rápidamente con ella para recibir a los nuevos asediadores. Más allá, Shandril vio al resto de la compañía que avanzaba detrás de él. Todos sus oponentes habían caído.
Levantando la lanza, miró a Burlane, pero éste sacudió la cabeza cogiéndose el hombro con su mano:
—No puedo usarla. ¡Empúñala bien, vienen más!
Shandril vio que Delg y Ferostil se encontraban con cinco guerreros. Más allá, nuevos refuerzos aparecían de entre la niebla con un brillo de espadas.
Su número superaba con mucho a la compañía. Shandril se apresuró a colocarse al lado de Burlane, para proteger con la lanza su flanco herido. Ésta no llegaba a encajar bien en sus inexpertas manos, de modo que estaría lo bastante cerca para que su dueño pudiera gritarle al menos instrucciones respecto a su uso.
De las manos de Thail salieron tres rayos de luz que, atravesando el aire, alcanzaron a tres enemigos. Uno se quedó rígido y cayó; otro se tambaleó pero continuó avanzando con aire siniestro. El tercero lanzó un grito sofocado y se volvió para advertir a sus compañeros en una lengua fría y silbante que Shandril no entendió.
Entonces un guerrero cargó contra ella otra vez. Éste se había abierto camino a través de los miembros de la compañía y se acercaba rápidamente blandiendo una gran espada por encima de su cabeza. Shandril vio, con morbosa fascinación, que su borde estaba oscurecido de sangre. El arma vino hacia ella tan derecha como rápida hasta que, cuando ya descendía sobre su cabeza, Burlane le dio un brusco empujón a la muchacha desde atrás.
Shandril cayó hacia adelante soltando la lanza y se estrelló contra las piernas del agresor. Éste tropezó y cayó pesadamente sobre su hombro.
Un dolor vivo estalló en el brazo de Shandril mientras ésta luchaba por respirar. Sollozó y, con un esfuerzo, consiguió alejarse rodando. Su hombro ardía y el brazo estaba dormido. Mareada, Shandril se incorporó sobre una rodilla y vio cómo Delg abatía de un golpe a otro enemigo que vino a caer sobre la hierba a muy poca distancia de ella. Entonces se volvió enfebrecidamente y vio a Burlane mirándola con ojos graves por encima del cuerpo del guerrero al que ella se había enfrentado. Cuando éste había tropezado con ella —o, más bien, se había enredado en ella—, Burlane había logrado cortarle la garganta gracias a que la lanza era lo bastante larga.
La Lanza Luminosa resplandecía ahora en las manos de Burlane, quien volvió a pasársela a ella.
—Nunca te quedes parada en una lucha —fue todo cuanto le dijo. Y, cuando él levantó la cabeza para mirar detrás de ella, Shandril descubrió en su cuello la línea blanca de una vieja cicatriz que no había visto hasta entonces.
La niebla se había disipado ya lo suficiente para revelar, desparramados por el suelo, los cuerpos exánimes de los guerreros enemigos caídos. Delante de ellos, en pie, los guerreros de la compañía se inclinaban jadeantes sobre sus armas. Thail parecía preocupado cuando se volvió hacia Burlane.
—Tal vez pueda utilizar mis artes para sumir a algunos en el sueño —dijo—, pero quedan demasiados…, más que demasiados.
Shandril sabía que estaba en lo cierto. Los extranjeros habían retrocedido ante las espadas de la compañía para reagrupar sus fuerzas y atacar todos a una. Shandril había contado casi veinte hombres, vestidos con trajes de cuero o cotas de malla. Ninguno llevaba insignia ni blasón alguno, y todos iban armados. Parecían ir encabezados por un fornido guerrero que llevaba un yelmo oscuro. A una señal suya, los hombres se abrieron hasta formar una larga media luna en torno a la compañía y comenzaron a avanzar lentamente hacia ellos.
Shandril se volvió hacia Burlane para advertirle que retrocediera, que echaran a correr al instante; pero, en cuanto sus ojos vieron su cara —tranquila, resuelta y algo triste—, el grito se apagó entre sus labios. ¿Adónde podían correr? De nuevo se volvió a mirar a sus enemigos. Tantos, tan resueltos a matarla… Más allá de su sobrecogedora línea, que avanzaba muy despacio, más hombres sostenían las riendas de una veintena de mulas, todas ellas cargadas como la primera que habían visto. No había escapatoria. Shandril, con su hombro palpitando de dolor, agarró con firmeza la Lanza Luminosa decidida a complacer a Tempus, el dios de la guerra, aun cuando Tymora, la diosa de la suerte, les hubiese vuelto la espalda. Jamás debía haber dejado a Gorstag y La Luna Creciente… Pero lo había hecho, y tenía que salir de ésta como fuera. Sólo esperaba no salir corriendo.
—¡Clanggedin! —gritó Delg con ronca voz como si lo hiciera al suelo, junto a sus pies. Y clavó en él su hacha—. ¡Padre de la Batalla, haz que éste sea un buen combate!
Entonces sacó la maza de guerra que llevaba en su cinturón y golpeó fuertemente con ella en el hacha produciendo un vibrante sonido metálico, un sonido que resonó en torno a ellos antes de alejarse. Para gran asombro de Shandril, Delg empezó a cantar. El hacha brillaba y lanzaba destellos a sus pies. Y, entonces, se elevó muy despacio en el aire delante de él.
La compañía entera, y lo mismo sus enemigos, miraron estupefactos. Delg, con su curtido rostro mojado por las lágrimas y su voz quebrándose mientras cantaba, extendió su achaparrada mano y el hacha ascendió hasta alojarse dentro de ella, titilando con una luz que antes no poseía. Delg pareció crecer y fortalecerse. Su barba sobresalía desafiante y la maza que sostenía en la otra mano comenzó a relucir tenuemente. Pero su luminosidad crecía y se intensificaba a medida que él cantaba, hasta que su resplandor se hizo parejo al del hacha que se erguía delante de ella.
El enano comenzó a avanzar entonces cantando viejas baladas con su áspera voz. El orgullo, el respeto y la gratitud emanaban de sus canciones mientras Ferostil y Rymel se adelantaban también para unirse a él.
Shandril miró a Burlane y susurró:
—¿Hace esto cada vez? Quiero decir… —y se calló, azorada por el centelleo de sus ojos. De pronto, Burlane estalló en sonoras carcajadas y la estrechó entre sus brazos, y ella se sintió estúpidamente feliz. «Ah, pero si uno ha de morir», le parecía oír ahora la voz de un viejo sacerdote errante de Tempus que a veces se detenía en la posada, «es mejor morir por una buena causa, luchando hombro con hombro con buenos amigos».
Este pensamiento trajo consigo un súbito estremecimiento, y Shandril levantó la reluciente punta de la Lanza Luminosa ante ella y estiró su cuerpo hacia arriba. Más allá de la pisoteada hierba, los guerreros enemigos intercambiaron a gritos algunas órdenes y respuestas y comenzaron a avanzar a la carrera con las armas dispuestas para matar. Delg seguía cantando.
El brillo de las armas del enano aumentó hasta volverse deslumbrante y, después, se desvaneció de repente al tiempo que la niebla desaparecía.
Grande era el movimiento que se veía a la súbita luz de la mañana. Entre los dos bandos contendientes, de pronto, aparecieron dos recién llegados. Uno era alto y bien parecido, vestido de verde. En su cadera llevaba enfundada una gran espada y, posado sobre su hombro, un halcón gris. Tenía una fácil y larga zancada aunque era obvio que aminoraba el paso para ir a la par con su compañero.
Este último era un hombre anciano con una larga barba cuyos ojos brillaban con aguda inteligencia y buen humor. Llevaba un sencillo hábito marrón con una media capa gris hecha jirones y, por su pecho, se veían abundantes manchas secas de vino y comida derramados. Hablaba a su compañero con una voz cascada y fastidiosamente distinguida y, cuando ambos estuvieron lo bastante cerca, Shandril pudo discernir lo que decía.
—… Lanza de Plata me dijo con toda claridad, Florin, que, si quedaba algún elfo para recibirnos en alguna parte del Reino Elfo, nos recibirían aquí, y nunca he oído que los elfos…
Su compañero había distinguido a los dos grupos de combatientes en la niebla. Lanzando rápidas miradas alrededor, hizo ademán de sacar su espada. Pero el anciano seguía caminando a su lado.
—… fueran indignos de crédito u olvidadizos, te lo aseguro. Nunca. Dudo muchísimo de que lo hayan sido tampoco en esta ocasión, digan lo que digan otros. Hace quinientos inviernos que los conozco y…
El alto guerrero tiró con suavidad del hombro de su compañero.
—Ah, Elminster… —lo interrumpió, con la mano en la empuñadura, mientras observaba a la veintena de guerreros que avanzaban a su izquierda y a los seis esperando a la derecha—. ¡Elminster!
—… aunque eso sea bastante poco tiempo para un elfo, es lo bastante largo para que estos ojos y oídos puedan medir… ¿eh? Sí, ¿qué sucede? —Irritado, el anciano echó una mirada alrededor siguiendo el ágil dedo indicador del guerrero hacia derecha e izquierda.
Observó la Lanza Luminosa en manos de Shandril y, seguidamente, pareció hacer intención de detenerse y asentir con la cabeza cuando vio a Delg. Entonces, deteniéndose por completo, hizo un gesto afirmativo con la cabeza. El guerrero a quien el anciano había llamado Florin se volvió obedientemente hacia la compañía con su espada a medio desenfundar. Ésta brillaba con una luz propia blanco-azulada. No hizo nada más, sino que permaneció vigilante examinándolos a todos con ojos cautelosos. Shandril pensó que ahí había un hombre a quien otros hombres seguirían hasta la muerte y obedecerían con amorosa lealtad. La compañía permaneció quieta.
El mago llamado Elminster entonaba unos cánticos mientras sacaba de sus ropajes dos objetos demasiado pequeños para distinguirlos y los unía. Sus manos se movían con una curiosa y suave elegancia. De pronto, separó sus manos con brusquedad. Una luz latió entre ellas y los objetos desaparecieron. Elminster se situó frente a la línea de guerreros que avanzaba, abrió sus brazos de par en par y pronunció una palabra en voz baja.
Los guerreros se detuvieron a muy poca distancia ya del viejo mago, con su deslumbrante fila de espadas. Entonces, vacilaron y se batieron en súbita retirada. Primero se lanzaron a una desigual carrera, volviéndose una y otra vez y expresando a gritos su confusión y, enseguida, fueron cogiendo velocidad. Maravillada, Shandril contemplaba a mulas, mozos y guerreros poniendo pies en polvorosa a la vez que gritaban de rabia y frustración y blandían desordenadamente sus armas. La niebla se los tragó antes de que sus gritos se desvanecieran.
El viejo mago siguió caminando como si nada. El majestuoso guerrero se detuvo un momento a mirar tras los guerreros que Elminster había repelido y luego apretó el paso para ponerse a la altura de su compañero mientras lanzaba una larga mirada a la compañía. Shandril observó que los verdes ojos del halcón que llevaba sobre el hombro no se habían despegado en ningún momento de ellos. Elminster volvió a mirar la Lanza Luminosa, hizo un gesto de «marchaos» a la compañía con el dorso de sus dedos y se adentró a grandes pasos en la niebla.
—Ahora, como iba diciendo, ella dijo que debía esperar encontrarlos en las orillas del Sember, y que yo sepa, jamás Lanza de Plata ha hablado falsamente. Muchas veces…
Cuando ya la niebla los estaba tragando a ambos, el alto guerrero lanzó su mirada tranquila hacia ellos una vez más, y Shandril podría haber jurado que guiñó un ojo.
La compañía permaneció durante unos momentos en perplejo silencio y, después, Burlane arrastró con él a la muchacha hasta donde estaban los demás.
—¡Vamos! —susurró—. ¡Delg! ¡Ya basta! ¡Clanggedin te ha oído! ¡Vayámonos, antes de que vuelvan!
—¿Quién era ése?
—¿Irnos? ¿Adónde?
—¡Sí, mientras podamos!
—¿Habéis visto eso? ¡Algo maravilloso!
—¡Más tarde! —dijo Burlane con tono perentorio, y la compañía se calló—. Gracias, Delg. ¡Ahora, no desperdiciemos la buena suerte que Clanggedin nos ha dado! ¡Delg, registra los cuerpos! ¡Thail y Rymel, recoged los caballos! Estad de vuelta antes de que cuente seis. Entonces, a volar de aquí.
—¿Qué? Des…
—Más tarde —dijo Burlane, y se marcharon.
No encontraron ninguna moneda en los cuerpos, sin embargo, y las armas no eran tan buenas como las suyas. Unas pocas dagas de repuesto y un buen par de botas no demasiado grandes fue todo su botín.
Burlane había guardado la Lanza Luminosa mientras los otros registraban. Él y Shandril vendaron el hombro de Ferostil con tiras de ropa. Rymel y Thail estuvieron muy pronto de vuelta con los caballos, que apenas se habían alejado.
Burlane señaló hacia adelante y a la derecha.
—Iremos por allí —dijo—. Rápidos y, a toda costa, silenciosos. Esperarán que huyamos. Unos hombres tan numerosos y tan dispuestos a matar no esperarán que los persigamos —y emprendió camino adelante.
—¿Qué? —susurró enojado Ferostil—. ¿Largarnos sin conseguir nada? Había dinero en esa mula, ¡tal vez en todas ellas! ¿Qué…?
—Más tarde —dijo de nuevo Burlane, casi con dulzura, pero Ferostil se amedrentó como si le hubiera clavado una espada—. No tengo intención de dejar marchar un tesoro, ni tampoco de dejar pasar a aquéllos que derraman nuestra sangre sin siquiera darnos un saludo. Nuestro explorador los rastreará. Nosotros los seguiremos y los cazaremos cuando la muerte no sea una respuesta tan cercana y segura. —Y lanzó una sonrisa a Shandril mientras avanzaban con presteza sobre la hierba—. ¿Qué hay, pequeño explorador? Tengo un trabajo para ti… muy peligroso. ¿Lo harás?
Todos los rostros se volvieron hacia ella, curiosos y expectantes, sin dejar de caminar. Shandril enrojeció y, después, haciendo caso de la sonrisa e ignorando la advertencia de peligro, respondió con firmeza:
—Sí. Dime qué y cómo, y yo lo haré.
—Bien dicho —aprobó Burlane con una sonrisa—. Es algo sencillo y, sin embargo, será difícil con esta niebla. Escóndete —tumbada boca abajo era la forma habitual de Lynxal— y espera cerca del lugar donde combatimos. No cerca de los cuerpos, ten cuidado, pues ellos los registrarán. Vigila de cerca y en silencio. Ven tras nosotros tan sólo si no han vuelto antes de que te entre el hambre. Yo creo que volverán pronto, y esperando encontrarnos.
—Entonces tú los sigues sin que te vean. Regresa a nosotros si acampan, o cae la noche, o van a donde tú no puedas seguir. Trataremos de mantenernos próximos, pero no puedo prometerte nada con esta niebla. Recuerda, nada de lucha, sólo ojos y oídos. ¿Entendido?
El asentimiento de Shandril arrancó otra dolorosa sonrisa al rostro del guerrero:
—Bien, pues, basta de charla. Dame tus riendas y espera aquí. Que Tymora y El Que Vigila por encima del Hombro de los Ladrones te sonrían.
Burlane no nombró al dios Mask. Para aquéllos que no adoran al patrón de los ladrones, pronunciar su nombre traía mala suerte.
Shandril se estremeció un poco ante la idea de lo que podía ser la ayuda de un dios maligno y miró cómo el resto de la compañía se alejaba con paso ligero hasta que se perdieron en la niebla. Mejor confiar en Tymora, la Dama Fortuna, por caprichosa que la fortuna pueda ser. De pronto, recordando las instrucciones de Burlane, se arrodilló en la hierba mojada ignorando el dolor que aún tenía en el hombro. El rocío daba un brillo gris plateado a la hierba. Shandril extendió el faldón de su capa por delante y se tumbó a esperar sobre ella. El invisible sol iluminaba la niebla dejando ver el suelo en unos cuantos pasos a la redonda. La hierba mojada le hacía cosquillas en la nariz.
Shandril miraba atentamente a su alrededor. Apenas había escapado hoy mismo de la muerte… y allí estaba de nuevo, esta vez sin ningún Elminster que la rescatase con su magia si los veinte guerreros, con su tesoro y todo, le echaban la vista encima. Se estuvo muy quieta.
De improviso se sobrecogió al distinguir a un guerrero que emergió de la niebla a unos cuarenta pasos de ella. Después vino otro, y otro, y todos le sonaban familiares a Shandril. Aquellos hombres de los que ignoraba hasta el nombre volvían ahora libres de la magia del hechicero. Avanzaban con cuidado entre la hierba, con las armas preparadas, estrechamente agrupados y sin hablar.
Shandril intentó llevar la cuenta. No quería salir deslizándose tras ellos para encontrarse con otros detrás de sí. Sí la atrapaban, pensó con un súbito escalofrío, una muerte rápida sería un amable final. ¿Aventura? Sí, aventura…
Estiró su cuello en silencio y se puso a contar a los guerreros que pasaban por delante de ella como sombras reptantes: dieciséis, dieciocho, veintiuno. Ahora pasaban las mulas, todas cargadas con cofres y sacos de lona. Shandril contó quince antes de que terminase la procesión. Continuó inmóvil por unos instantes más, ya que temía hubiese una retaguardia.
Su precaución se vio recompensada cuando seis sigilosos espadachines se hicieron visibles, todos mirando acechantes a su alrededor con la espada en ristre. Uno de ellos parecía tener los ojos clavados en ella mientras pasaban. Shandril permaneció inmóvil, esperando con toda su alma que éste no se revelara demasiado curioso o demasiado diligente. No lo fue. Los dioses estaban con ella. Respiró temblorosamente y esperó a tomar dos buenas bocanadas de aire y recobrar el aplomo antes de empezar a deslizarse tras ellos.
Los misteriosos guerreros se dirigían más o menos hacia el oeste, manteniéndose cerca del lago Sember. Se movían con rapidez a pesar de su cautela, como hace la gente que aún tiene un largo camino por recorrer. Cada tanto aparecía un árbol entre la niebla mientras Shandril los seguía, acercándose cautelosamente un poco más cuando el terreno era más alto y alargando con cuidado la distancia en áreas mojadas donde el menor roce o chapoteo podía hacer que se le vinieran todos encima. Pronto se encontró empapada y temblando de frío.
De modo que a esto se refería Gorstag cuando decía que la aventura significa por lo general dolor y fatigas, ambos convenientemente olvidados más tarde, pensó Shandril recordando una charla junto al hogar. Sonriendo ante esta idea, se acercó un poco más. Rara vez se había sentido tan alerta, tan viva, tan excitada. «Nunca me dijiste que era tan divertido», le reprochó mentalmente a Gorstag mientras trepaba una pequeña elevación y se dejaba caer panza abajo entre la alta hierba.
Y menos mal que lo hizo. La niebla se retiró un poco durante breves momentos dejando al descubierto a seis guerreros que estaban justo bajo la cima de la colina sobre la que ella yacía. Algo más allá, los hombres estaban conduciendo a las mulas por la ladera ascendente de la siguiente colina, llevándose su tesoro hacia el oeste. «Éstos deben de ser la retaguardia», dedujo Shandril.
Desde allí podía oír el tenue murmullo de sus voces, pero no podía distinguir las palabras. No se atrevió a aproximarse más porque tres de ellos escrutaban en su dirección.
La niebla comenzó a cerrarse de nuevo. Ellos seguían esperando allí, probablemente planeando alguna clase de trampa para cualquiera que pudiera seguirlos. Remontar la cima de la colina, incluso con aquella niebla, significaría su muerte. Shandril yació inmóvil sobre el húmedo suelo y pensó un instante. ¿Qué iba a hacer ahora?
De improviso, un hombre apareció de entre la niebla a no más de dos pasos de ella, pasó de largo a grandes pasos mientras la hierba crujía bajo sus botas, y desapareció en la dirección que ella traía. Sostenía un arco tensado y una flecha preparada en una mano, y llevaba un cuchillo largo en su cinturón, pero iba sin armadura ninguna. Parecía joven y hostilmente resuelto. Momentos después apareció otro arquero y luego cuatro más que pasaron algo más lejos. Shandril abrió la boca horrorizada. ¡Los arqueros volvían para matar a la compañía!
En su mente podía ver ya las flechas volando una a una desde la niebla para derribar a Delg, Burlane, Rymel, Thail… uno a uno, también, convulsionándose y retorciéndose en la hierba mientras sus ejecutores se alejaban con rapidez. Cualquier persecución se toparía ahora directamente con una tormenta de flechas.
¿Cómo avisar a la compañía? Shandril dudaba de poder dar un rodeo en torno a ellos sin que la matasen. Trastornada casi por un sentimiento de irremediable perdición, se dio cuenta de que sólo se podía hacer una cosa. «Diversión», se recordó a sí misma con ironía mientras se levantaba de la hierba y se volvía, desenfundando la espada de Lynxal —su espada ahora—, dispuesta para luchar.
Según avanzaba con ligereza y tan sigilosa como podía, se imaginó por un momento las caras de sus compañeros cuando ella los alcanzara con la espada aún goteante y arrojara a sus pies dos cabezas. El estómago se le revolvió ante la idea, y se quedó observando su espada, fría y pesada en sus manos, con auténtica repugnancia.
Echó una mirada a la niebla a su alrededor, sintiéndose de repente perdida e indefensa. Una espada afilada no es de mucho consuelo cuando sabes que no eres capaz de utilizarla contra nadie. Y mayor es aún el desconsuelo cuando uno acaba de darse cuenta de ello. Se detuvo por un momento para apoyarse en un árbol escuálido y desnudo. Enfundando con cuidado su espada, miró hacia adelante mientras se ocultaba tras él. La madera estaba muerta y humedecida, y se quebró con un ruido sordo, no con el agudo «crac» que ella habría temido. Shandril agarró una rama torcida, sorprendentemente pesada y, tras sopesarla por unos instantes, prosiguió su avance furtivo a través de la niebla.
Se encontró con él de forma inesperada. El arquero que antes había pasado tan cerca de ella estaba allí solo, con el arco preparado, escuchando con atención. La había oído y estaba medio vuelto. En el momento en que sus ojos se encontraban y él abría la boca sorprendido, Shandril saltó hacia adelante, con su corazón desbocado, y estrelló con toda su fuerza la rama en la garganta del hombre.
La fuerza del golpe entumeció sus manos y le hizo perder el equilibrio y resbalar en la hierba mojada. Sin perder un solo instante, se lanzó sobre él y le trabó las piernas. El hombre lanzó un horrible grito gutural y golpeó con violencia a Shandril en la frente con la rodilla. Aturdida, ésta yació tendida un momento mirando hacia la niebla, sin aliento en los pulmones y con la espalda y el trasero dolidos. Entonces oyó unos pasos sordos.
—¡Perra! —rugió la voz de un hombre muy cerca.
Shandril se echó rodando hacia un lado y miró hacia arriba. El otro arquero cargaba sobre ella con un brillante cuchillo en alto.
La muchacha gritó aterrorizada cuando ya el cuchillo se le venía rápidamente hacia la garganta con sus paralizantes destellos. Sin la rama ya a su alcance e incapaz de desenfundar la espada con suficiente rapidez, intentó saltar hacia un lado.
Demasiado tarde. La mano del arquero agarró su hombro izquierdo mientras ella se echaba hacia la derecha. La cruel fuerza de sus dedos tiró de ella hacia sí y, cuando la tenía de lado, su afilada hoja asestó uno y otro golpe contra su hombro y espalda. Shandril gritó una vez más ante el ardiente y cercenante dolor mientras caían juntos sobre el cuerpo tendido del primer arquero. Sintió su hombro mojado y frío cuando el cuchillo lo atravesó.
El encolerizado rostro del hombre estaba tan sólo a unos centímetros del suyo. Shandril se debatió con furia tratando de evitar sus garras y de trabar el cuchillo, arañando, mordiendo y lanzando con saña sus rodillas contra él. De alguna manera, logró agarrarse a su muñeca con las dos manos forzando al cuchillo a desviarse hacia un lado, pero él era más fuerte y poco a poco fue acercándolo otra vez a ella.
Entonces, aquella cara rugiente a escasos centímetros de la suya abrió la boca de par en par. Sus ojos se oscurecieron y empezó a salir un chorro de sangre de sus labios. Shandril sintió cómo su fuerza cedía y, por fin, unas manos fuertes levantaron el cuerpo muerto de encima de ella. Con los ojos nublados vio la brillante y terrible punta de una espada emergiendo de una extendida mancha oscura en el pecho del arquero. Su cabeza se desplomó cuando alguien levantó el cuerpo.
Unos rostros ansiosos tenían los ojos clavados en ella. Shandril sonrió débilmente al encontrarse con la mirada de Rymel; tras él estaban Delg, Thail y Burlane. Mientras luchaba por controlar su agitada respiración y el temblor de sus manos, dijo:
—Gracias. Creo que… estos dos… habían sido enviados… para mataros con sus flechas… tenía… que detenerlos.
Hizo una mueca de dolor cuando unas prudentes manos tocaron su hombro para levantarla. Burlane murmuró algo reconfortante mientras los dedos de Thail sondeaban con cuidado. El mago sacó un frasco de su cinturón con sus dedos teñidos de carmesí y dijo:
—Bebe.
El líquido era de color claro, textura espesa y sabor ligeramente dulce. Tenía un efecto calmante y refrescante, y una deliciosa calidez se extendió desde el estómago de Shandril por todo su cuerpo.
—Gracias.
Sus ojos buscaron a Burlane.
—Los seguí —dijo—. Iban hacia el oeste… ascendiendo una colina. Dos colinas más allá, la retaguardia se dividió. Cuatro espadachines siguieron a las mulas y estos dos regresaron en esta dirección para matar a quienquiera que los siguiera —y entonces se dio cuenta, con un repentino vigor, de que el dolor había disminuido y, con él, su profunda sensación de mareo—. ¿Qué había en esa redoma?
—Una pócima —dijo Thail con suavidad—. ¿Puedes caminar? —y la puso en pie con sumo cuidado.
Delg le dio unas palmaditas en la cadera y dijo:
—Bien hecho, señorita.
Shandril miró después a los otros: Ferostil, que pareció aliviado cuando sus ojos se encontraron con los de ella y vio que ya no estaban abrumados por el dolor, y Rymel, quien sin palabras le entregó los cuchillos de los dos arqueros.
—¿Sabes usar un arco? —le preguntó Burlane con voz queda.
Shandril negó con la cabeza, pero cogió los cuchillos y se metió uno en cada bota. Rymel hizo un gesto de aprobación.
Burlane apoyó con delicadeza una mano en su hombro.
—Vayámonos —dijo—. Me gustaría hacerme con ese tesoro por el que hemos sangrado.
Hubo un murmullo de aprobación general y la Compañía de la Lanza Luminosa emprendió la marcha. Shandril miró una vez por encima de su hombro a los retorcidos cuerpos de los arqueros antes de que la niebla se los tragase. Ella había matado a un hombre. Había sido tan rápido, tan espantosamente fácil… Tropezó en una mata de hierba pese al brazo sustentador de Burlane, y se detuvo asustada.
—¿Shandril? —preguntó con voz calma Burlane—. ¿Estás bien?
—Eh… ah, sí. Sí, estoy mejor. —Shandril siguió caminando, procurando no mirar la túnica que se pegaba húmedamente a ella por abajo. Estaba oscurecida y brillaba por la sangre del hombre que había estado a punto de matarla. Sintió un escalofrío en la piel. Esperaba que no empezase a oler demasiado pronto.
Lejos de allí, en dirección este, la niebla era menos densa. Jirones de ella se enroscaban en torno a Marimmar mientras el Muy Magnifícente Mago conducía a su aprendiz entre los viejos y robustos árboles.
—¡Por aquí, muchacho! Justo allí delante podrás ser testigo de lo que muy pocos han visto, a menos que sean elfos, que poseen cuatro veces la duración de la vida humana, y más. ¡La mismísima Myth Drannor! ¿Quién sabe qué artes pueden esperarnos allí a ti y a mí? ¡Podríamos manejar hechizos nunca vistos en estas tierras durante muchos y largos años, muchacho! ¿Qué dices a eso? —el anciano gordinflón temblaba literalmente ante esta perspectiva.
—Ah, maestro… —empezó Narm mirando adelante.
—¿Sí?
—Bien hallado seáis, señor de los elfos —se apresuró a decir Narm—, y vos, muy bella señora. Yo soy Narm, aprendiz del aquí presente Muy Magnifícente Mago Marimmar. Vamos en busca de Myth Drannor.
Marimmar parpadeó sorprendido y contempló a un elfo varón alto y de pelo oscuro que llevaba tanto varita mágica como espada en su cinturón. El guerrero elfo iba acompañado de una dama humana de una belleza casi élfica —ojos oscuros, una boca suave y una delgada y exquisita figura— que vestía un sencillo hábito oscuro. Allí estaban ambos, de pie, en medio del viejo sendero cubierto de vegetación que Marimmar había estado siguiendo, y no mostraban ninguna intención de apartarse hacia un lado aunque ambos tenían una expresión amable y habían respondido con un cortés movimiento de cabeza al saludo de Narm.
Marimmar se aclaró la garganta con un ruidoso carraspeo:
—Oh… bien hallados seáis, como ha dicho mi muchacho. ¿Conocéis por ventura el camino hacia la Ciudad de la Belleza, buen señor?
El elfo esbozó una ligera sonrisa.
—Sí, lo conozco, Muy Magnifícente Mago —su tono de voz, suave y musical, era vagamente sarcástico. Sus ojos eran muy claros.
Narm lo miraba maravillado. Éste parecía un caballero elfo como aquél del que hablaba la vieja leyenda.
—Sin embargo —continuó el elfo con tono cortés y severo—, estoy aquí para impediros el paso a ella. Myth Drannor no es un depósito de tesoros. Hoy día es el lugar sagrado de mi gente, incluso ahora que la mayoría de mis semejantes han abandonado estos bellos árboles. También es un lugar muy peligroso. Hombres malvados hicieron venir a los demonios a la ciudad en ruinas y ellos patrullan el bosque incluso en este momento, no muy lejos de donde estamos.
—Yo no soy ningún niño a quien pueda asustarse con palabras, buen señor —dijo Marimmar con un chasquido de dedos—. ¡Hemos venido de lejos para alcanzar Myth Drannor antes de que la saqueen y pierda su preciosa magia! ¡Haceos a un lado, pues no tengo nada contra vos y no quisiera haceros ningún daño! —Marimmar apremió a su caballo.
—Haz retroceder a tu montura, mago —dijo la dama con tono sereno—, pues no tenemos nada contra ella. —Y dando un paso adelante continuó—: Yo soy Jhessail árbol de Plata, del Valle de las Sombras, y éste es mi esposo, Merith Arco Poderoso. Somos caballeros de Myth Drannor. Ésta es nuestra ciudad, y os pedimos cortésmente que os vayáis. Tenemos artes para haceros volver, Marimmar.
Marimmar se aclaró de nuevo la garganta:
—¡Esto es ridículo! ¿Vais a decirme a mí por dónde pasar y por dónde no pasar? ¿A mí?
—No —respondió Merith burlándose del florido modo de hablar del mago—. Tan sólo os informamos de las consecuencias de vuestra elección a este respecto, buen mago. Vuestro destino continúa en vuestras manos —y sonrió a Narm, que había hecho recular a su caballo.
Marimmar volvió la mirada y descubrió que estaba solo. Entonces carraspeó y dio la vuelta a su montura.
—Pues… quizá tengan sentido vuestras advertencias. Dirigiré mi búsqueda de conocimiento hacia otra parte por ahora. ¡Pero sabed esto! Las amenazas no me harán desistir, ni a muchos otros que, incluso en este mismo momento, andan en busca de este lugar con intenciones harto más codiciosas que las mías, en mi intento de explorar Myth Drannor cuando la ocasión se presente más… favorable. ¡Mis artes pueden abrirme un camino que no podréis interceptar!
Merith sonrió.
—Dicen que un hombre debe ir allí adonde su estupidez lo conduzca —dijo con suavidad citando el viejo proverbio bardo.
—Buen viaje tengáis ambos, Narm y Marimmar —añadió Jhessail con un brillo de burla en su mirada.
Narm pudo ver nada menos que tres varitas en su cinturón. Marimmar también las vio y saludó con sequedad a los caballeros mientras daba la vuelta a su caballo.
—¡Hasta que nuestros caminos vuelvan a cruzarse! —dijo en alta voz. El Muy Magnifícente Mago puso su caballo al galope y pasó delante de Narm como un ciclón. Su joven aprendiz saludó al elfo y al hada con cortesía y una sonrisa, y se alejó tras la estela de su maestro.
Los otros dos se quedaron contemplando su partida.
—El viejo es un gran tonto —dijo Jhessail pensativamente—. Volverá y tratará de venir por algún otro medio, y encontrará su destino.
Merith se encogió de hombros:
—Un loco arrogante menos, si es así; ya no alardeará más con su arte. Se le ha advertido. Espero que no arrastre al joven consigo.
Jhessail asintió con la cabeza:
—Si no fuera por los demonios y las bestias, la población de Myth Drannor habría crecido hasta rivalizar con la de Aguas Profundas esta estación pasada. ¿Por qué estos buscadores de magia son tan idiotas?
Merith la miró con una amplia sonrisa:
—Deberías saber bien, querida mía, que aventureros e idiotas no son más que la misma cosa.
Jhessail lo miró. Merith volvió a sonreír y levantó a su esposa en sus brazos. Era raro que un elfo y un humano se amasen tan profunda y sencillamente sin gran tragedia. Marimmar no había apreciado esto, pensó Jhessail con lástima. Pero ese joven podría…
—Bien, aquí pues —dijo el Muy Magnifícente Mago algún rato más tarde—. Puedo ver las torres a través de los árboles… ésta debe de ser la parte de la vieja ciudad donde habitan los magos.
Apenas habían salido de su boca estas resueltas palabras cuando una cara emergió sonriente de entre la maleza justo delante de ellos. Narm, con el corazón en un puño, ni siquiera tuvo tiempo de dar un grito de alarma antes de que el demonio saltara, batiera sus alas de murciélago y volara directamente hacia ellos mientras otros semejantes se elevaban oscuros y siniestros desde el matorral para volar tras él. La voz de Marimmar balbuceó de miedo mientras pronunciaba un rápido conjuro. Tras aquel horrible instante de aterrada sorpresa, los dos hombres se encontraron luchando por sus vidas.