15
El abatimiento del alma

He conocido el abatimiento del alma que trae consigo la derrota, y el dolor ardiente y desgarrador de las heridas profundas… y no lo habría hecho de otra manera. Cosas tan oscuras hacen que los lugares luminosos ardan aún con mayor luminosidad.

Korin de Eterna Primavera

Cuentos Narrados en la Calidez del Hogar

Año del Tizón Flameante

—No…, no emitas el menor sonido —advirtió el hombre vestido con hábito—. No hables, ni lances ningún conjuro. No utilices el fuego mágico, Shandril Shessair, o dejaré caer la roca sobre la cabeza de tu esposo. —Sus ojos taladraron los de ella—. No se te ocurra tratar de engañarme o cogerme desprevenido —añadió el hombre con calma—, pues no soy tan idiota… y esa piedra difícilmente puede errar su blanco.

Shandril permaneció sentada en su montura con un miedo frío descendiendo lentamente por su espina dorsal. Se quedó mirando con fijeza al mago y se preguntó por un instante quién sería éste. ¿Cómo vencerlo y liberarse?, fue el grito que sonó en su mente. ¿Cómo librarse de él?

—Yo soy Malark —dijo el hombre con frío orgullo—, del Culto del Dragón. He venido en busca de venganza, y la tendré —sus ojos chispearon—. Baja de tu caballo despacio y quédate justo donde pongas pie en tierra, o tu esposo morirá.

Shandril procedió según le había ordenado, sin apartar en ningún momento sus ojos de los de él. Éste la observaba con la fría paciencia de una serpiente.

—Túmbate lentamente en el suelo. Primero de rodillas y luego tendida boca abajo con los brazos extendidos hacia mí. No toques arma alguna. —Shandril obedeció con el corazón encogido y apretó su cara contra el rocoso suelo—. Bien —dijo la voz con frialdad—. Separa bien los brazos y las piernas. No intentes levantarte.

Él estaba más cerca ahora. Shandril hizo lo que le pedían, preguntándose si tendría el suficiente coraje para aguantar. En silencio, reunió fuego mágico dentro de sí, mientras Malark se paseaba en torno a ella, manteniéndose a una prudente distancia. Una ira caliente llenó el pecho y garganta de la joven. Miró con furia la hierba que tenía ante los ojos y sintió que comenzaba a arder por dentro. Contuvo rápidamente su fuego y permaneció a la espera, preparada. «¡Tymora, ayúdame!», pensó.

—Nos has costado mucho, Shandril Shessair. Shadowsil, el dracolich Rauglothgor, su guarida y la torre fortificada que había sobre ella con todos sus tesoros, el dracolich Aghazstamn, muchos adoradores devotos… ¡Nos debes el coste de todo esto! El precio es tu fuego mágico… eso, y tu servicio y el de tu esposo. O nos sirves, o mueres. No te muevas —y la fría voz empezó a murmurar conjuros.

«Que los dioses me ayuden —pensó Shandril—. ¿Qué va a ser de nosotros? No hay caballeros que nos puedan rescatar, ahora».

El frío canturreo de Malark terminó con un repentino sonido gutural. Shandril, esperando absorber su conjuro, se quedó absolutamente inmóvil y, de pronto, rodó sobre sí misma con rapidez. Si esa roca cayese sobre Narm…

Pero Narm se encontraba ya a salvo a un lado, en las manos de un sonriente Rathan. Malark permanecía en pie mirándola con unos enormes ojos negros, y Torm sonreía por encima de su hombro.

Las manos del ladrón sostenían los extremos de la cuerda encerada que había ahogado el conjuro de Malark a medio pronunciar. Malark colgaba de la cuerda ahora, con una cara horrible y unos ojos frenéticos, agarrándose cada vez con más debilidad a la cuerda que rodeaba su garganta. Las pupilas de Malark rodaron hacia arriba hasta esconderse en el cráneo, y sus piernas comenzaron a doblarse. Torm sostuvo tirante la cuerda mientras dejaba resbalar al mago hacia el suelo.

—Bien hallados —dijo alegremente el ladrón mientras daba la vuelta al cuerpo hacia un lado y recogía su daga con un rápido movimiento. E hizo una señal a Rathan con la cabeza—. Pronto, su monedero, antes de que esté completamente muerto… Estos condenados magos suelen tener conjuros programados para desencadenar toda suerte de calamidades a la hora de su muerte.

Rathan se inclinó obedientemente para ocuparse de la tarea.

—Eh, Shandril. Tu mozo está bien —dijo.

Shandril se quedó mirando la roca, hundida ahora en la hierba a pocos pasos de ella, y sintió un profundo escalofrío.

—Nada más que un pedazo de tela y un puñado de monedas de cobre —dijo Rathan a Torm.

—Sus botas —indicó Torm, sin dejar de sostener la cuerda tirante. El rostro de Malark estaba tan oscuro y horrible que Shandril apartó la mirada.

—¿Es… está muerto? —preguntó con un hilo de voz.

—Casi. Enseguida le corto la garganta… Después, señora, lo mejor será quemar el cuerpo por completo, o algún ingenioso bastardo del culto conseguirá hacerlo levantarse para que siga acechando detrás de vosotros. —Torm volvió sus ojos profesionales hacia las botas—. Prueba a ver en el tacón.

—¡Ajá! —dijo con satisfacción Rathan un momento más tarde mostrando seis monedas de platino—. ¡Hueco!

—Hmmmf —dijo Torm arrugando la nariz—. ¿Ninguna magia? Casi no vale la pena tanta molestia. Quítale el hábito, Rathan, y le cortamos la garganta y terminamos con ello.

—¿El hábito?

—Sí, el hábito. Donde tal vez esconda los componentes para sus conjuros, algunas monedas más y los dioses saben qué más… que pronto sabremos. ¡Vamos…, mis brazos se están empezando a cansar!

—¿Ah, sí? Imagínate que rodean a una ramera, y no tendrás problema —dijo Rathan con malhumor tirando del atuendo del mago. Luego dio un paso atrás y miró el cuerpo mientras Torm lo depositaba en el suelo con los dos extremos de la cuerda en un puño y una larga daga brillando siniestramente en el otro. Entonces sonrió a Shandril—. Vaya si eres importante —dijo—. Malark, uno de los dirigentes del Culto del Dragón. Un archimago por derecho propio. Ya puedes andar con ojo, ahora. Hay un montón de ratas como ésta en Sembia, has de saber, y hay una en el Valle Profundo, también…

—Sí —dijo Shandril—. Korvan.

Rathan asintió:

—Sí, ¡ése es su nombre! ¿Ya te han advertido, pues? Muy bien, ¡no lo estás haciendo mal, hasta el momento!

—Estupendo —dijo Shandril con amarga ironía mirando a Malark mientras Torm soltaba por fin la cuerda y lo pasaba a cuchillo con cruel velocidad. Su mirada se posó luego sobre Narm, quien todavía yacía silencioso en la hierba—. Oh, sí. Estupendo, sin duda —y rompió a llorar.

Rathan suspiró y fue hacia ella.

—Mira, pequeña —dijo incómodo—. Faerun puede ser un lugar cruel. A hombres como éste hay que matarlos, o te matarán ellos a ti. Y tampoco hay vergüenza alguna en ser derrotado por él. Éste podría haber matado a cualquier de los caballeros en una lucha abierta. Era un archimago —dijo envolviéndola en su abrazo de oso—. ¿No tendrás sed, tal vez?

Los hombros de Shandril empezaron a agitarse, entonces, mientras la risa venía a reemplazar a las lágrimas. Estuvo un buen rato riéndose, y sin comedimiento ninguno, pero Rathan continuó sujetándola firmemente entre sus brazos; y, cuando por fin hubo terminado, levantó sus brillantes ojos y dijo:

—¿Has acabado, Torm? Creo que me gustaría liberar un poco de fuego mágico.

Torm asintió con la cabeza y se apartó del cuerpo. Entonces, Shandril levantó una mano y fustigó a éste con sus llamas, vertiendo hacia afuera toda su rabia. Un humo aceitoso se elevó casi de inmediato, y los caballos bufaron y se escamparon en todas las direcciones.

Torm y Rathan empezaron a lanzar gritos de desesperación mientras corrían detrás de los caballos; al mismo tiempo, Narm se daba la vuelta hacia un lado y soltaba un quejido y, luego, preguntó con debilidad:

—¿Shandril? ¿Qué…, por qué hiciste eso? ¿Acaso no te puedo besar?

—¡Podrían estar muertos ahora mismo! —dijo enfadada Sharantyr—. ¡Me voy a patrullar durante unos pocos días y, cuando vuelvo, me encuentro con que habéis dado el puntapié a dos de las personas más agradables que he hallado jamás! El uno luchando como puede con un arte a medio aprender, y la otra llevando dentro de sí un poder por cuya posesión o destrucción cada mago existente en los reinos estaría dispuesto a matarla, y ambos están lo bastante locos para buscar la aventura. ¡Y casados tan sólo hace unos días, además! ¿Dónde está vuestra amabilidad, caballeros de Myth Drannor? ¿Dónde vuestro buen juicio?

—Tranquila, Shar —dijo Florin con suavidad—. Se unieron a los Arpistas y deseaban seguir su propio camino. ¿Te gustaría a ti estar enjaulada?

—¿Enjaulada? ¿Acaso echa una madre a su hijo de casa sólo porque ha alcanzado las veinte noches de edad? ¡Tú los has enviado solos! —dijo volviéndose hacia Elminster—. ¿Qué dices, anciano brujo? ¿Pueden superar siquiera a un puñado de truhanes que les salga en el camino? ¿Truhanes que atacan por sorpresa en medio de la noche? ¡Dime la verdad!

—Jamás he hecho otra cosa —le contestó Elminster—. En cuanto al encuentro del que hablas, creo que te sorprenderías —y se sacó la pipa—. Además —añadió—, no están solos. No por ahora. Torm y Rathan cabalgaron tras ellos.

Sharantyr resopló.

—Enviaste a las más brillantes lanzas, ¿no? —dijo paseándose de un lado a otro con la espada rebotando en su cadera, y luego suspiró—. Muy bien. No están desprotegidos —y, cruzando los brazos, se recostó contra la pared al lado de la chimenea—. Los dioses escupan sobre mi suerte —dijo en voz más baja—. Quería decirles adiós, y no alejarme a caballo para no verlos más.

—Les irá bien, Shar —dijo Storm—, y regresarán de nuevo.

—Sharantyr plantea una importante cuestión, sin embargo —dijo Lanseril desde su silla—. La conveniencia de enviarlos solos, tan sólo con una brigada de rescate afanándose detrás de ellos, podría muy bien ponerse en tela de juicio —y levantó unos ojos pensativos hacia Mourngrym y Elminster—. Debo entender que considerasteis su escapada como un buen riesgo, mientras nosotros cabalgábamos hacia las colinas lejanas para distraer la atención ¿no?

Elminster asintió con la cabeza.

—Tenía que ser así. Piensa en eso, Sharantyr, y no estés tan enojada, muchacha.

—Cruzaron el valle sin pérdida ni percance ninguno —intervino Merith—, me dijo uno de los hombres que vigilaba la carretera por allí.

Sharantyr asintió.

—¿Y desde entonces? —inquirió. Merith se encogió de hombros.

—Yo eché una ojeada a Torm y Rathan ayer tarde —dijo Illistyl de pronto—. Estaban acortando a campo traviesa, al sureste del Valle de la Llovizna, y no se habían encontrado con nadie hasta entonces. Probaré otra vez esta noche.

—¿Pronto?

—Sí…, puedes verlo, si quieres. Tú también, Jhess, si no tienes un juego mejor en que ocuparte —y lanzó una significativa mirada hacia Merith, quien sonrió ampliamente— a tan tempranas horas de la noche. Podríamos necesitar tus conjuros, si hay peligro o alarma.

Jhessail se rió:

—Es buena cosa que sean los dioses quienes miran por encima de tus hombros para ver las diabluras que hacemos todos nosotros. Y que los dioses les sonrían a Narm y a Shandril. Serviría de tema para una larga y confusa balada.

Elminster frunció el entrecejo.

—La vida raramente es tan clara, tranquila y con un final feliz como en una balada —dijo, y se puso la pipa en la boca con aire resuelto. El fuego crepitaba y resplandecía en la chimenea. El sabio se quedó mirándolo pensativamente—. Es tan joven para manejar fuego mágico… —murmuró.

—Él yace dentro —dijo temeroso el acólito alejándose deprisa de la puerta.

Sememmon le dio lacónicamente las gracias y le ordenó:

—Ábrela.

El acólito permaneció en indeciso silencio por un instante. Después, se deslizó de nuevo hacia adelante y abrió de par en par la pesada puerta de roble y bronce. Sememmon le indicó con un gesto que pasara. El acólito asintió con la cabeza y cruzó la puerta con rostro impasible. El mago lo siguió, por entre gruesas paredes de piedra, hasta una inmensa cámara que relucía con una tenue y misteriosa fosforescencia azul.

Aquél era el centro del Altar Negro, la Cámara Interna de la Soledad, donde se decía que uno se hallaba más cerca del dios. Las fuerzas del Alto Imperceptor no habían llegado a penetrar hasta allí, aunque Sememmon sentía una gran satisfacción oculta por el considerable daño que ya había presenciado. El sacerdocio necesitaría un buen tiempo para recuperar su fuerza, desde luego. Tal vez ya nunca lo hiciera, pensó Sememmon, si ciertos infortunios le acaeciesen ahora mientras se encuentran débiles y desorganizados.

Tales pensamientos cesaron cuando Sememmon terminó de entrar en la cámara. Enorme y oscuro, colgaba por encima de él un observador con su gran ojo central malévolamente fijo en él. El acólito se había dado la vuelta a toda prisa tras Sememmon. Éste oyó el estampido de la puerta al cerrarse y el golpe de la pesada tranca al caer encajada en su sitio. Estaba prisionero. El tirano observador no era Manxam. Sememmon maldijo para sus adentros mientras se adelantaba a grandes pasos, ocultando bajo la capa unos dedos nerviosos que había llevado derechos a la empuñadura de su inservible cuchillo.

El suelo de la cámara era de mármol pulido. En el centro de aquel espacio frío e inmenso se erigía un trono negro, un trono a cuyo pie el Alto Imperceptor no se había sentado durante muchos y largos años. Era gigantesco, un asiento para un gigante; el asiento de un dios. Estaba ocupado.

Una tela de seda roja sobresalía de la negra piedra. Fzoul Chembryl yacía dormido sobre una cama situada junto al asiento divino, recobrándose tras los frenéticos esfuerzos curativos de los sacerdotes que servían a Bane bajo su mandato. Sememmon lo observó mientras se acercaba, inquietamente consciente —aunque sin atreverse a mirar hacia arriba— de que el tirano estaba avanzando con él, flotando por encima de su cabeza con su gran ojo mirando hacia abajo sin parpadear.

El mago se hallaba a no más de doce pasos de la base del trono, capaz de ver con claridad la escalerilla de cuerda por la que solían ascender los sacerdotes, cuando una voz profunda y retumbante dijo desde arriba:

—Has venido a encontrar muerte, Sememmon el Orgulloso, pero no has encontrado la muerte de Fzoul sino la tuya propia.

Sememmon pudo ver, mirando de soslayo hacia arriba mientras echaba a correr, el oscuro cuerpo del observador que descendía más y más hacia él. Los observadores estaban haciendo su propia puja para ganar el liderazgo de los zhentarim.

En un suspiro, el observador se hallaría lo bastante cerca de él para utilizar el ojo que infligía la muerte o convertía a uno en piedra. O podría simplemente hechizarlo para ganar su obediencia, o perseguirlo por toda la estancia como a una rata acorralada y herirlo desde lejos. Al final, sabía él, utilizaría aquel ojo que destruía por completo y no quedaría de Sememmon ni un rastro de polvo.

Así que corrió como no lo había hecho nunca y se zambulló con frenesí tras el borde del trono donde el enorme ojo central del tirano, aquél que suprimía toda magia, no podía alcanzar. Rápidamente comenzó a confeccionar una nube incendiaria. No llevaba consigo los conjuros adecuados para un combate de aquella gravedad… «Gana tiempo y protección —se dijo a sí mismo— y después usa una puerta dimensional para trasladarte a algún punto por encima del observador. Utiliza la paralización… ¡o no, usa los proyectiles mágicos ahora! ¡Ah, los dioses escupan sobre él!». Y, rabiando, Sememmon se aplicó a toda prisa a la tarea de lanzar conjuros.

Cuando terminó, echó a correr a lo largo de la espalda del trono, tropezando casi con una argolla que había en el suelo y que, con seguridad, era el tirador de una trampilla de piedra que podría haber sido su salvación de haber sido más fuerte o haber tenido a cuatro o cinco acólitos para levantarla. Sememmon alcanzó la esquina del trono resollando y se enderezó. Para lanzar un proyectil mágico, tenía que ver el blanco y, si él podía ver al observador, los ojos de éste también podrían verlo a él. Entonces se tensó, para echar una rápida ojeada, y…

Hubo un gran resplandor y un estruendo, y el mismo suelo se elevó haciendo a Sememmon caer de rodillas. «Arriba, arriba», se apremió frenéticamente a sí mismo. Pero una bruma rojiza de puntos danzarines obnubilaba sus ojos. Por unos momentos perdió la noción de dónde era «arriba».

—Bien hallado, Sememmon —dijo una voz fría y familiar. Sememmon levantó los ojos para encontrarse con las tranquilas miradas de Sarhthor y Manshoon. El Gran Señor del castillo de Zhentil iba vestido con su hábito negro y azul oscuro y parecía divertirse—. Ya puedes levantarte. Se ha ido —añadió flexionando su mano abierta.

Sememmon logró recobrar la voz:

—¡Has vuelto! ¡Señor, te hemos echado de menos…!

—Oh, sí, sin duda. Te he estado vigilando y he visto tus… diferencias con Fzoul. Vamos, ven con nosotros, y no lo mates. Lo necesitamos —y cruzaron con premura el suelo de mármol hacia la puerta por donde había entrado Sememmon. Ésta había sido reventada y convertida en cascotes de metal que yacían esparcidos bajo sus pies—. Sarhthor —explicó concisamente Manshoon.

Los tres magos atravesaron una serie de vestíbulos extrañamente desiertos y salieron a la noche estrellada. Sin palabras, abandonaron el Altar Negro pasando por delante de unos oscuros montones que ya habían comenzado a heder; los cuerpos de los que habían caído en la batalla que habían librado las fuerzas de Fzoul y las del Alto Imperceptor. Marcharon derechos a la morada de Sememmon y los dos magos dejaron a éste en ella.

—Anímate —dijo Manshoon al separarse—. Tendrás tu oportunidad de luchar con los otros por todo esto, algún día —y, encogiéndose de hombros, echó una mirada a los oscuros pináculos que se elevaban en torno a ellos—. Yo no puedo vivir eternamente, ¿sabes?

Dicho esto, giró sobre sus talones y se adentró en la noche con Sarhthor tras él.

Sememmon los vio alejarse bajo la tenue luz y saboreó el miedo. ¿Cuándo decidiría Manshoon que Sememmon ya había vivido bastante? Entró deprisa en su casa, acompañado por el invisible ojo flotante que Manshoon había enviado para espiarlo.

—Pues… resulta que pasábamos por aquí… —dijo Rathan con tono rudo—. La carretera está abierta a todo el mundo, ¿o no?

—No —dijo Shandril con una sonrisa torcida—. Veníais tras nosotros para protegernos. ¡Dudabais de que Tymora nos cuidara lo bastante bien!

El fornido clérigo hizo una sonrisa forzada:

—Naturalmente Tymora vela por vosotros… ¿Acaso no soy yo un simple instrumento de su voluntad?

—¿Por eso sólo has tenido que levantar a un hombre dormido y has dejado toda la pelea y el trabajo sucio para mí? —dijo Torm—. Y ni siquiera el valor de una buena moneda en sus bolsillos…

—Así que trabajo sucio, ¿no? ¿Y quién le ha quitado las botas, me gustaría saber? —protestó Rathan.

—Os lo agradecemos a los dos —dijo Narm—, a pesar de vuestros malos esfuerzos humorísticos. De nuevo, mi señora y yo os debemos nuestras vidas. Y las de nuestros caballos, también. Vuestra intervención me ha quitado incluso el dolor de cabeza.

Rathan sonrió.

—Si quieres que te vuelva el dolor, puedo prestarte a Torm durante unos segundos.

Torm le lanzó otra mirada de pocos amigos.

Shandril soltó una risita:

—No creo que eso sea necesario, Rathan. Ahora tengo un hombre que me conduce y me deja extenuada.

Narm la miró dolido, a lo que ella respondió con un guiño; pero Torm pareció encantado.

—Oh, puedes dejarlo con Rathan para que aprenda a cabalgar, luchar y rendir culto —dijo el ladrón—, y yo cabalgaré contigo. Soy ingenioso, ágil, limpio, rápido y experimentado. Conozco montones de chistes y soy un cocinero excelente, siempre que te gusten la carne con tomates, queso y fideos todos revueltos. Estoy plenamente versado en las leyes de seis reinos y muchas ciudades independientes, y soy un magnífico jugador. ¿Qué me dices? ¿Hmmm? —y levantó sus cejas con picardía hacia ella.

Shandril le dirigió una mirada que habría derretido un cristal.

—¿No hay nada que puedas hacer por él? —le preguntó a Rathan.

—Oh, sí —dijo éste—. Podemos darle el primer turno de guardia, y mientras los demás podremos dormir. Narm y yo dormiremos uno a cada lado tuyo y así, cuando tenga frío, no habrá miedo de que intente acurrucarse junto a ti.

—Ajá —asintió Shandril no muy segura. Puso los ojos en blanco y se dejó caer sin responder dentro de la improvisada cama de la tienda.

Rathan gruñó y se agachó para enrollar su capa a modo de almohada. Se acostó sobre la hierba completamente vestido, sin manta ni cubierta alguna y agarrado a su maza. Entonces meneó la cabeza, como de satisfacción, y a los pocos segundos estaba roncando. Sus embotados pies daban alguno que otro respingo de vez en cuando.

Torm guiñó un ojo a Narm y estiró la mano para pellizcarlo. Sus dedos se hallaban todavía a algunos centímetros de su objetivo cuando Rathan abrió un ojo y dijo:

—Olvídate de pellizcar, acariciar o hacer cosquillas a gente honrada que duerme en los brazos de los dioses. Ocúpate sólo de que el fuego no se apague.

Narm se quedó dormido riéndose.

El suave sol de la mañana irrumpió sobre las ondulantes colinas y los campos del Valle de la Batalla, al norte de Sembia, encendiendo el cielo por el este, y halló a Rathan Thentraver calentando pensativamente el agua para el té sobre un semiextinguido fuego.

Miró a sus durmientes compañeros, se puso en pie con un lento gruñido de esfuerzo y trepó el promontorio para echar una ojeada a la tierra que los rodeaba. Sólo la hierba cubría su desnudez, y aparecía ondulada y muy vacía. Cabeceó satisfecho, se acopló la maza bajo el brazo y volvió a sentarse vaciando sus pensamientos de todo menos de Tymora, como trataba de hacer cada mañana.

Abrió su corazón a su Dama y rezó para que los dos jóvenes que yacían a su lado —sí, y Torm también, el condenado— vieran únicamente su cara luminosa al menos hasta que hubieran alcanzado Luna de Plata y conocido a Alustriel. Todo el mundo necesita, por lo menos, un viaje seguro…, y éstos más que la mayoría, a causa del fuego mágico, se dijo Rathan.

Después miró el rostro de Shandril, dormida arrebujada en sus mantas, y pensó en ella haciendo llover fuego mágico y arremetiendo con furia, y hasta rasgando de arriba abajo su túnica para derramar con más rapidez el fuego mágico sobre el enemigo. No, a él no le gustaría llevar semejante poder ni por todo el oro de los reinos…

Suspiró. Si hubiesen cabalgado un poquito más despacio, aquella alimaña de mago podría haber acabado con ella la noche anterior. Había estado tan cerca… Cuestión de segundos. Sin embargo, ¡uno no puede andar de niñera de alguien que puede hacer volar en pedazos una montaña!

Pronto tendrían problemas, aquellos dos, y necesitarían a alguien. Rathan suspiró otra vez. Ah, bueno, algunas cosas hay que dejárselas a Tymora. Se levantó y empezó a preparar el té. Pronto tendrían ganas de desayunar.

Echó una mirada a todos los durmientes y una sonrisa tocó sus labios. ¿Por qué despertarlos? Los pobres necesitaban un buen y largo sueño mientras estaban vigilados y podían relajarse a gusto. «Déjalos que duerman, pues». Escrutó en dirección sur a ver si podía divisar el río Ashaba, pero estaba ya demasiado lejos. «Ah, bien. Cabalgaremos con ellos hasta que se levanten mañana al amanecer, y entonces volveremos. Si Elminster es la mitad del gran archimago que pretende ser, seguro que podrá conservar entero al Valle de las Sombras hasta que estemos de vuelta».

Escarbando bajo su armadura, Rathan abrió su paquete de provisiones. «Ah, bien…, otro día, otro dragón muerto».

—¿Quieres terminar de una vez con todo ese arañar y garabatear? —preguntó Elminster—. No estás escribiendo un poema épico, ¿sabes?

Lhaeo volvió su tranquila mirada hacia él:

—Remueve el estofado, ¿quieres?

Elminster resopló, se llevó su pipa apagada de la mano a la boca y comenzó a remover.

—Echas de menos a esos dos, ¿verdad? —le preguntó el escriba en voz baja sin volverse.

El anciano mago se quedó mirando con enojo la espalda de Lhaeo durante un largo momento y luego murmuró sobre su pipa:

—Sí —y, dejando de nuevo el cucharón en su sitio, se sentó sobre la achaparrada sección transversal de un gran árbol que servía de asiento junto a la diminuta mesa de cocina—. No todos los días tiene uno la oportunidad de ver cómo el fuego mágico destruye su esfera mágica en un santiamén y sin demasiado esfuerzo. Y mira al alto y poderoso Manshoon puesto en fuga por una muchacha que no ha lanzado un conjuro en su vida.

—Una ladrona, dijo que era… o, al menos, se unió a la Compañía de la Lanza Luminosa como ladrón.

Elminster volvió a resoplar.

—¿Ladrona? ¡Ella es tan ladrona como puedes serlo tú! ¡Si tuviésemos unos pocos más ladrones como esa muchacha, los reinos serían tan seguros que no harían falta cerrojos! Espadas sí, pero cerrojos ya no. Lo cual me recuerda… cerrojos y libros custodiados, es decir… la fortaleza de la Candela, Alaundo. ¿Qué decía el viejo Alaundo sobre el fuego mágico? Debemos de estar acercándonos a aquella profecía también, ahora; de modo que, sin duda, debe de ser de Shandril de quien hablaba.

Lhaeo sonrió.

—Precisamente, yo estuve consultando las palabras y dichos de Alaundo la última noche que ellos pasaron aquí. A tu izquierda, debajo del tarro de confitura, en el primer pedazo de papel, he copiado el dicho pertinente al caso. Si cierta «guerra entre brujos» ha dado comienzo ya en Faerun, su consumación está próxima.

Elminster interrumpió sus manotazos en torno al tarro de confitura para clavar una dura mirada en Lhaeo, pero el escriba continuó con su escritura.

—¿Qué estás haciendo —inquirió Elminster—, ahí garabateando sin parar mientras el estofado se espesa y se quema? ¿De qué se trata?

Lhaeo volvió a sonreír.

—Remueve el estofado, ¿quieres? —dijo con aire inocente. Y después, antes de que la furia del viejo mago entrase en erupción tras un elevado rugido, dijo—: Estoy anotando los límites del poder de Shandril, según tus observaciones y las de los caballeros. Esta información puede resultar útil algún día —añadió con mucha calma—, si alguna vez hubiese que detenerla.

Elminster se quedó mirándolo un momento y luego asintió; parecía muy viejo en esos momentos.

—Sí, sí, tienes toda la razón, como de costumbre —y suspiró—. Pero no a esa muchachita. A Shandril no. Si no es más que una dulce criaturilla, toda risas y amabilidad y ojos luminosos…

—Sí, como Lansharra —respondió con sencillez Lhaeo.

Elminster asintió con la cabeza, muy lentamente, sin decir nada. Hubo silencio durante largo rato. Lhaeo terminó su trabajo, sopló sobre la página y se levantó. El sabio permaneció sentado como una estatua, absorto en el fuego. Lhaeo estiró el brazo por encima de él, sacó un pedazo de papel de debajo del tarro de confitura y lo colocó delante de Elminster. Luego se volvió a echar una mirada a la comida sin decir palabra. Unos segundos más tarde oyó la voz del anciano tras él y sonrió para sí. «Pon una receta para serpiente de arena frita delante de Elminster —pensó— y tendrás a éste leyéndola en un santiamén».

—«El fuego mágico se elevará, junto a una espada poderosa, para cercenar las sombras y el mal y dominar el arte» —leyó Elminster como si se tratara de una curiosa canción de bardo o de un mal intento de broma. Lhaeo esperó. Elminster habló de nuevo—: ¿«Dominar el arte»? ¿Qué quería decir Alaundo con eso? ¿Es que ella va a convertirse en maga? No tiene la menor aptitud para ello… ¡y yo no soy ningún principiante en eso de enseñar magia, como sabes!

—He descubierto que las profecías de Alaundo cobran pleno significado, en su mayoría, una vez que han tenido lugar —dijo Lhaeo—, pero sirven de bien poco antes de eso.

—Ahhh… ¡remueve el estofado! —gruñó Elminster—. Voy a fumar una pipa —y la puerta se cerró de un golpe tras él. Lhaeo esbozó una amplia sonrisa.

Las escaleras crujieron cuando Storm bajó descalza a la cocina, con su pelo plateado brillando a la luz del hogar.

—Deja el estofado —le dijo en voz baja a Lhaeo—. Probablemente ya se ha convertido en sopa con tanto removerlo el uno y el otro.

Lhaeo sonrió y la rodeó con sus fuertes brazos.

—Volvamos arriba —dijo con dulzura—, antes de que vuelva a buscar fuego para encender su pipa. ¡Ahora, rápido!

La cama crujió cuando se sentaron en ella, justo un instante antes de que la puerta se volviera a abrir de golpe allá abajo. Fuera, Elminster se rió y, después, canturreó una de sus melodías favoritas compuestas por Storm. Uno no llegaba a los quinientos inviernos de edad sin darse cuenta de algunas cosas.

Cabalgaron de firme durante todo aquel día por una carretera profusamente transitada por carretas que viajaban hacia el norte procedentes de Sembia. Jinetes con ojos de halcón y astutos y vigilantes mercaderes les lanzaban a menudo miradas curiosas, y este escrutinio siempre inquietaba a Narm y Shandril.

Torm llevaba puesto un frondoso mostacho que había sacado de alguna parte, así como cierto polvo marrón utilizado como cosmético en las tierras del Mar Interior. Se lo había restregado con habilidad en torno a los ojos, y en las mandíbulas y mejillas, hasta que su cara apareció sutilmente distinta. Cabalgó en silencio la mayor parte del camino —una bendición para sus compañeros— y utilizaba una voz suave y ronca cuando hablaba. Permaneció en la retaguardia mientras cabalgaban.

Mirando hacia atrás, Narm pudo ver los relucientes blancos de sus ojos moverse con rapidez en todas direcciones, a la sombra de una gorra que ocultaba su rostro. El joven mago dedujo que Torm era demasiado conocido en Sembia y los alrededores como para cabalgar abiertamente tan al sur, por la carretera principal, sin sus colegas caballeros en torno a él.

Rathan, sin embargo, no reparó en tales precauciones. Cabalgaba con aire despreocupado delante de Shandril, hablando en voz alta de las amabilidades y las espectaculares crueldades de la Gran Dama Tymora, y señalando cada tanto alguna señal lejana o a los colores de una casa o compañía comercial de las tierras del Mar Interior a medida que se aproximaban. Se dirigía a ella como lady Nelchave y, de vez en cuando, comparaba las cosas que veía con «vuestra hacienda, en Cumbre Rugiente». Shandril le respondía con vagos murmullos, intentando sonar aburrida. De hecho, estaba disfrutando de la cabalgada en la cómoda seguridad que proporcionaba la presencia de Rathan y Torm, como una agradable travesía por el campo con servicios de guía.

Torm y Rathan prefirieron almorzar en su montura, sin detenerse. Shandril encontró fascinante observarlos llenar sus morrales con pellejos de agua e inclinarse hacia adelante para colgarlos con cuidado de los cuellos de sus caballos y mulas, después de dejar que cada animal probara y oliese primero su contenido. Con destreza se pasaron uno a otro pan, queso y pequeñas redomas de vino de metal engastado. Torm incluso sacó de alguna parte, encima de él, cuatro grandes rollos de azúcar cristalizada (probablemente rateados de alguna carreta cruzada en el camino). Shandril comenzó a preguntarse si sus bolsillos no tenían fin, como los del Mago Dedos Largos en los cuentos de los bardos.

Un ligero chubasco vino desde el oeste, por la tarde, y los duchó brevemente mientras pasaba por encima. Torm estuvo a punto de perder su mostacho, pero pronto recobró su astucia y buen humor, y se puso a danzar sobre su chorreante caballo, disparando bromas, poniendo los ojos en blanco e imitando a los caballeros ausentes.

El día transcurría y más y más camino iba quedando atrás, hasta que a la caída de la tarde llegaron al Puente de la Pluma Negra, donde el camino entre la Piedra Erguida y Sembia atraviesa el río Ashaba. Allí, Sembia mantenía un pequeño puesto de guardia con endurecidos guardias de aspecto aburrido armados con ballestas cargadas y largas picas con el banderín negro y plateado de Sembia.

Los guardias miraron con frialdad a los cuatro viajeros durante largo rato. Narm reparó en la presencia de un sacerdote de Tempus y de un hombre silencioso con hábito que se erguían a un lado, junto a dos guerreros veteranos, vigilándolos estrechamente. De pronto se le secó la garganta, pero trató de mantener su rostro sereno. Los agentes del Culto del Dragón y de los zhentarim podían estar en cualquier parte… y en todas partes. Narm estaba seguro de que habían reconocido a Rathan, pero nadie dijo nada ni se les impidió el paso.

Dos colinas más adelante, mientras el sol se acercaba al ocaso, Narm miró hacia atrás, pero no vio a nadie tras ellos. Un inquieto sentimiento persistía sin embargo dentro de él, y no se sorprendió cuando, a la puesta del sol, Rathan los condujo sin palabras hacia el oeste, apartándose largamente de la carretera, hasta que se hizo demasiado oscuro para poder seguir cabalgando seguros.

—Este sitio parece tan bueno como cualquier otro —gruñó Rathan esperando el vago asentimiento de Torm—. Alerta vigilancia esta noche —añadió el clérigo—. Si has de ir a hacer tus menesteres, Shandril, no vayas sola.

Los caballeros parecían compartir el inquietante presentimiento de Narm. Narm y Torm apenas se habían sumido en el sueño, mucho después que la agotada Shandril, cuando se oyó un ruido sordo, como si alguien hubiese tropezado en la telaraña de cordón de seda negra que Torm había urdido en forma de arco detrás de donde Rathan se sentaba a vigilar. Rathan levantó la maza de sus rodillas al mismo tiempo que giraba rápidamente y soltaba un grito de alarma.

Con una apagada maldición, el atacante se estaba ya volviendo a incorporar con la espada en la mano, y otros seguían tras él. Narm se puso en pie con asustada velocidad. Torm se había ya sumergido en la noche como una sombra vengadora antes de que le diera tiempo a respirar.

—¡Defiende a tu señora, muchacho! —gritó Rathan hacia atrás por encima del hombro, mientras su maza se encontraba con el acero con un agudo chirrido metálico. Dos hombres lo atacaban a la vez, y un tercero venía corriendo tras ellos.

Narm vio caer a un hombre mientras él corría a colocarse delante de Shandril, que se revolvía en el suelo adormilada. Más hombres con espadas salieron de la oscuridad. Narm vio caer a otro, y esta vez distinguió el brillo del acero mientras Torm saltaba hacia adelante para atravesarlo con él. Entonces, un hombre corrió derecho hacia Narm con la hoja refulgiendo en su mano a la luz del fuego.

Con calma, Narm lanzó un proyectil mágico. Después sacó su daga e hizo acopio de fuerzas. Los luminosos impulsos de su arte arremetieron y dieron en el blanco. El hombre, vestido con cuero negro y blandiendo un sable curvo, se tambaleó y cayó. Narm apretó los dientes y se inclinó sobre él para terminar el trabajo. La sangre mojó sus dedos, y él, sintiéndose enfermo, volvió a levantar la mirada hacia uno y otro lado en busca de un nuevo peligro en la proximidad.

No había ninguno. Torm había despachado a otro desde atrás —Narm vio al hombre ponerse rígido y lanzar un quejido— y Rathan estaba dando una charla jovial a aquéllos que había matado.

—¿Es que no os dais cuenta del dolor moral: no, agonía espiritual, que me causa el tener que haceros esto? ¿Es que no tenéis en consideración alguna mis sentimientos? —Y la pesada maza caía otra vez, aplastante—. ¡Y más que eso, sí, uggg… grrr… me herís! ¡En lugar de desafiarme a la… aggrr… luz del día, ante hombres de honor que den testimonio, con un motivo… ahhh… justificado, venís a hacer deshonor a mis pobres y santos huesos en la oscuridad de la noche! ¡A una hora en que todos los hombres… grrr… buenos y afortunados están en la cama, con algo mejor… ughh… que hacer que desmenuzar cráneos! ¿No estás de acuerdo… agggr… conmigo ahora? —El último oponente de Rathan cayó retorciéndose y con la mandíbula astillada y ensangrentada.

Torm levantó la mirada:

—A los caballos no les gusta esto. Será mejor que nos los llevemos de aquí, y a nosotros también, no sea que haya por ahí otros acechando. Narm, ¿está tu señora despierta?

Shandril respondió por sí misma:

—Sí —y tuvo un súbito escalofrío a la vista de la ensangrentada daga de Narm—. ¿Realmente os divierte esto?

Torm la miró en silencio durante un rato.

—No me divierte nada en absoluto —dijo en voz baja—. Pero lo prefiero a que me metan un cuchillo en las costillas a mí —y se agachó para limpiar su acero en algo que Shandril por fortuna no pudo ver en la oscuridad, pero no lo enfundó—. ¿Montamos?

—Caminamos, cerebro de pichón —despotricó Rathan—, y tiramos de los caballos. ¿Quién sabe con qué podemos tropezamos si intentamos cabalgar en medio de esto? Echa una mirada a éstos, ¿quieres? No quiero que nadie quede vivo para contar vuestros nombres y vuestra ruta, y esta maza no es tan segura como una espada.

—En seguida, Exaltado Señor —dijo Torm con sarcástica dulzura—. Procurad no olvidar nada de vuestro equipaje. Yo veré si nuestros difuntos amigos llevaban algo de valor encima.

Rathan asintió con la cabeza a la luz del mortecino fuego:

—Procura que no se te echen encima mientras estás encandilado con el oro. Y ocúpate del fuego, ¿quieres?

Con silenciosa premura, reunieron todo el material y condujeron a sus caballos y mulas en medio de la noche. Paso a paso, con cuidado, Narm y Shandril siguieron a Rathan en dirección oeste sobre un suelo irregular.

Torm los alcanzó al cabo de poco rato:

—El fuego está esparcido y apagado, y no he podido ver a nadie que nos siga, pero andad todos a la escucha.

—Parece que voy a tener que seguir haciéndolo el resto de mi vida —dijo Shandril en un amargo susurro.

Torm acercó su cabeza a la de ella. La tenue luz de Selune mostró sus dientes mientras sonreía de oreja a oreja:

—Puede que incluso te acostumbres. ¿Quién sabe?

—Eso, ¿quién sabe? —respondió ella, tirando de su reacio caballo cuesta arriba.

—Ya no queda mucho, ahora —dijo Rathan tranquilizadoramente desde adelante. Se oyó ruido de piedras sueltas bajo sus pies y, entonces, susurró satisfecho—: Aquí. Este lugar servirá.

Shandril se sumergió en el sueño como si cayera en un gran pozo negro y no dejara de caer. Se despertó con el olor de jabalí asado en sus narices. Narm acababa de besarla. Shandril murmuró satisfecha y lo abrazó adormilada mientras se estiraba. Narm olía bien.

Una voz divertida dijo cerca de ellos:

—Funciona como un hechizo, ¿eh? ¿Puedo probar yo? Shandril, ¿quieres volver a dormirte un momento?

Shandril suspiró:

—¿Es que nunca paras?

—No, hasta que me muera, buena señora. Podré ser irritante, pero nunca aburrido.

—Eso —refunfuñó Rathan—. Tú eres muchas cosas, pero nunca aburrido.

—Buenos días a los dos —dijo Shandril entre risas.

—Bien hallada seas, señora —respondió Rathan—. El desayuno te espera… Nada del otro mundo, me temo, pero suficiente para seguir cabalgando. No han vuelto a molestarnos esta noche, pero será mejor que vigiléis bien hoy. No tardarán en encontrar esos cuerpos.

Narm miró alrededor, a las herbosas colinas:

—¿Dónde estamos, exactamente?

—Al oeste de la carretera, en las colinas al oeste del Valle de la Pluma —informó Rathan—. Vuélvete en redondo. ¿Ves aquella sombra gris, como humo, en el horizonte? Aquél es el Bosque del Arco. Entre él y nosotros se abre un viejo y ancho valle sin río alguno del que se pueda hablar ya. Se llama Valle de la Borla. Yo no bajaría al valle. Aunque es un sitio agradable, de hecho, con muchas tiendas estupendas y mucha gente amistosa, también está lleno de gente a la que es preferible evitar. No, manteneos pegados a las alturas, a lo largo del límite norte del valle.

—Allí no os encontraréis más que con algún pastor que otro y, tal vez, con una patrulla Mairshar. Éstas vigilan el valle y siempre cabalgan por docenas. Diles que eres de Luna Alta, Shandril, y que vas hacia casa con este mago al que has encontrado en Colinas Lejanas. Utiliza un nombre como «Gothal» o algo así, Narm. Ateneos a la verdad en cuanto a Gorstag y la posada, y os irá mejor. No deis información alguna a ningún otro hasta que os encontréis con los elfos del Valle Profundo.

—¿Elfos? —preguntó Shandril atónita.

—Sí, elfos. ¿No conoces nada del Valle Profundo, donde creciste? —La voz de Rathan sonaba incrédula.

—No —le dijo Shandril—. Sólo la posada. Vi a algún medio-elfo armado cuando me fui con la compañía, pero no elfos.

—Ya veo. Conviene que sepas que el actual señor de Luna Alta es el héroe de guerra semielfo Theremen Ulath, para que no metas la pata… Y ahora come —terminó el clérigo levantándose y poniéndose su yelmo—. El día pasa.

Comieron y, cuando llegó el momento en que todo estaba listo, Rathan suspiró y dijo con ánimo apesadumbrado:

—Bien, ha llegado la hora. Debemos dejaros.

Luego se volvió sobre sus talones para mirar hacia el sudoeste:

—Un día de cabalgada y deberíais estar en el extremo oeste del Valle de la Borla, en las Colinas Pardas. Allí podéis acampar. Estad alertas…, el dormir juntos es sólo para interiores. Vale, Torm, sin bromas ahora. Otro día de atenta cabalgada hacia el oeste, sencillamente mantened el Bosque del Arco a vuestra izquierda, os encontréis con lo que os encontréis, os llevará hasta el Valle Profundo. Podréis seguir avanzando cuando caiga la noche, una vez que hayáis encontrado la carretera, y llegar a La Luna Creciente antes del amanecer. ¿De acuerdo?

Los dos jóvenes asintieron con los corazones henchidos.

—Muy bien —dijo Rathan con evasiva premura—, nada de lloros ahora —y entregó a Narm un pellejo de vino—. Para que lo cuelgues de tu silla. —Luego rebuscó en la gran bolsa que colgaba sobre su cadera y sacó un disco de brillante plata con una fina cadena, puso ésta en torno al cuello de Shandril y la besó en la frente—. Que la buena suerte de Tymora sea contigo —dijo.

Torm se adelantó después.

—Toma esto —dijo—, y llévalo con sumo cuidado. Es peligroso —y sacó un llamativo y barato medallón de latón, oblicuamente decorado con pedacitos de cristal incrustados, que colgaba de una tosca cadena de latón moteada que no hacía juego con el medallón, y lo colgó del cuello de Narm.

—¿Qué es? —preguntó éste.

—Míralo ahora —dijo Torm—. Ten cuidado de cómo lo tocas.

Narm miró. En su pecho no había ningún medallón barato, sino una cadena finamente labrada con eslabones retorcidos, de la cual colgaban dos pequeños globos de oro entre los que había otro más grande.

—Es mágico —dijo Torm—. Mantenlo apartado de todo fuego mágico o de cualquier magia de fuego, o puede matarte. Lo llamamos collar de proyectiles. Tú, y sólo tú, puedes sacar una de esas bolas y lanzarla. Cuando alcanza el blanco, estalla igual que una bola de fuego arrojada por un mago; procura que no sea desde muy cerca. La bola más grande tiene más poder que las otras dos. No requiere ritual ni palabra ninguna para funcionar. Consérvalo bien; lo necesitarás algún día…, probablemente antes de lo que piensas —y le dio unas palmaditas a Narm en el brazo—. Que os vaya bien a los dos.

Los caballeros montaron, saludaron a la pareja con las espadas desenvainadas, arrojaron dos pequeñas redomas de agua, hicieron girar a sus monturas y se alejaron al galope. Los cascos se oyeron golpear sordamente sobre la tierra por unos momentos y después se desvanecieron.

Narm y Shandril se miraron el uno al otro con los ojos brillantes y las mejillas mojadas, y se abrazaron con fuerza.

—Ahora sí estamos completamente solos, amor mío —dijo Narm en voz baja—. Sólo nos tenemos el uno al otro.

—Sí —dijo Shandril—. Y eso bastará —y lo besó larga y profundamente antes de que se diera la vuelta, saltara sobre su silla y dijera con viveza—: ¡Vamos! ¡El sol no espera y debemos cabalgar!

Narm le lanzó una amplia sonrisa y corrió a ocupar su propia montura.

—¡A la orden, lanza-fuego! —exclamó al tiempo que montaba de un brinco.

Shandril levantó las cejas y, obedientemente, escupió una larga pluma de fuego rodante que se desvaneció justo delante de él. Los caballos bufaron y ella sonrió.

—Oh, sí —asintió—, pero también soy tu señora —y, entonces, miró hacia el oeste y se retiró el pelo de los ojos con una sacudida de cabeza—. Ahora —ordenó, levantando la barbilla—. ¡Vamos allá!

Y se alejaron veloces de aquel lugar, dejando en él tan sólo hierba pisoteada y silenciosos e invisibles guerreros espectrales.

Fuera, las estrellas brillaban con claridad en la fría noche, pero Elminster no las veía. Miraba en una titilante esfera de cristal que había sobre la mesa, delante de él, en el piso superior de su torre. Dentro del cristal vio una rica estancia con alfombras rojas y tapices de color rojo, plata y oro, un fuego que rugía en la chimenea y una dama sentada a una mesa con una bata negra hecha jirones que, a su vez, lo miraba a él.

—Bien hallado, mago, y bienvenido —dijo con la más sutil de las sonrisas.

—Bien hallada, reina y maga. Gracias por permitirme esta intromisión.

—Bien poca gente me llama, viejo mago, y menos todavía son los que lo hacen sin algún plan para dañarme o tenderme una trampa. Te lo agradezco.

Elminster inclinó la cabeza con cortesía:

—Tengo más cosas que agradecerte esta noche, señora. Gracias por proteger a Narm y Shandril en varias ocasiones estos últimos días. Te estoy muy agradecido.

Simbul le dedicó una de sus raras sonrisas:

—Ha sido un placer.

Hubo un brevísimo silencio y, entonces, el anciano mago hizo una cuidadosa pregunta:

—¿Por qué los has ayudado, cuando la doncella constituye una amenaza para tu magia y, con ello, para la supervivencia de Aglarond y de ti misma?

Simbul sonrió:

—Conozco la profecía de Alaundo y lo que puede significar. Me gusta Shandril —y apartó un momento la mirada. Luego la volvió otra vez hacia el mago—. Yo también tengo una pregunta que hacerte, Elminster. No contestes si no quieres. ¿Es Shandril la hija de Garthond Shessair y de la hechicera Dammasae?

Elminster asintió con la cabeza:

—No estoy seguro, señora, pero es muy probable.

Ella levantó una ceja:

—¿No estás seguro? ¿No escondiste tú a la muchacha y la custodiaste mientras crecía?

Elminster sacudió la cabeza muy despacio:

—No, no fui yo.

—¿Quién, entonces?

—Nuevamente, no estoy seguro. Creo que fue el guerrero Gorstag, de Luna Alta.

Simbul asintió:

—Eso había llegado a sospechar estos últimos días. Gracias por confiar en mí y por responderme con tanta sinceridad. Te prometo, viejo mago, que no traicionaré tu confianza. La muchacha, Shandril, está a salvo de mi poder…, a menos que el paso de los años la cambie, como hicieron con Lansarra, y se vuelva demasiado peligrosa para dejarla actuar libremente.

—Ése es mi actual cometido —dijo Elminster con el corazón pesado—. Semejante caída no puede volver a ocurrir.

—Si puedo preguntarte sin ofenderte, ¿qué es lo que harás diferente esta vez? —Simbul lo estaba observando de cerca con sus oscuros ojos.

—Dejarla estar —respondió Elminster—. Ella escogerá su propio camino al final. Su elección puede que sea la más luminosa y feliz para ella, si bien tal vez no la más fácil de llevar a cabo, si yo no me entrometo en cada uno de sus actos ni influyo en cada uno de sus pensamientos —la pensativa mirada de Elminster se encontró con la de Simbul—. Los Arpistas pueden protegerla casi tan bien como lo haría yo sin encerrarla en mi torre para mantenerla siempre bajo mi mirada… y yo no podría hacer eso sin arruinar su libertad de elección, en caso de tener la suficiente crueldad para hacerlo.

Simbul asintió:

—Ése el camino correcto, creo. Me alegra, de hecho, que no necesitase forzarte a escoger dicho camino.

Elminster sonrió con cierta tristeza.

—Una buena cosa, en efecto —dijo con mucha suavidad—, pues un intento así podría haberte destruido.

Simbul lo miró con seriedad.

—Lo sé —asintió y luego dijo, casi en un susurro—: Jamás he dudado ni menospreciado tu poder, Elminster. Tú eliges el camino discreto y juegas al anciano atolondrado, al mismo tiempo que yo tomo la forma de un animal y me escondo con frecuencia. Pero yo he visto lo que tu arte ha forjado. Si alguna vez tuviese que levantarme contra ti, sé que caería.

—No te he molestado esta noche para amenazarte.

—Lo sé —dijo Simbul levantándose muy despacio—. ¿Me permites que me traslade hasta ti, ahora?

—Desde luego, señora —dijo Elminster—. Pero ¿por qué?

Los ojos de Simbul estaban muy oscuros cuando dejó caer su ajironada bata. Debajo de ella, llevaba un ligero atuendo de seda y una ancha faja en la cintura. El atuendo cubría poco. Adornado con gran número de pequeñas y titilantes gemas que se desvanecieron al mismo tiempo que ella, el vestido brillaba con mayor intensidad aún cuando Simbul reapareció al lado de Elminster. Allí estaba, de pie en la oscura habitación, sin sonreír y con una mirada casi tímida, en medio del revoltijo de papeles y libros esparcidos y amontonados. Elminster se quedó mirándola boquiabierto y, en seguida, se recompuso y sonrió.

—Pero, señora, yo ya he visto alrededor de quinientos inviernos —dijo con suavidad Elminster—. ¿No soy demasiado viejo para esto?

Ella detuvo sus labios con unos dedos esbeltos y blancos.

—Todos esos años nos darán algo de que hablar —dijo ella—, en lugar de magia.

Él pudo ver lo delgada y ligera que era cuando ella se sentó en su regazo. Y su piel era suave y lisa, cuando ella se inclinó hacia adelante para abrazarlo.

—Me gustaría decirte algo —susurró ella mientras los brazos de Elminster la rodeaban—. Mi nombre, mi verdadero nombre es…

—Chsss, no digas nada ahora —susurró Elminster con los ojos húmedos—. Guárdalo bien. Ya nos los intercambiaremos, pronto. Pero no ahora.

—¡Ah, viejo mago! —dijo ella con los ojos llenos de lágrimas—. ¡He estado tan sola…! —y sollozó contra su pecho.

Lhaeo, que había subido las escaleras para servirle té, con la tetera envuelta en una gruesa bufanda para mantenerlo caliente, se detuvo ante la puerta y los oyó. Entonces, dejó con cuidado la bandeja sobre una mesa cercana y volvió a bajar silenciosamente las escaleras para tomarse una segunda taza. ¿Cuál es el peso de los secretos?, se preguntó. ¿Cuántos puede guardar un hombre? ¿Cuántos más una mujer, o un elfo?

Estaba oscuro, fuera; pero, en la pequeña casa de campo cercana a los bosques, las velas parpadeaban y el fuego ardía alegremente en la chimenea. Una mujer se enderezó sobre un caldero cuando ellos entraron. Ella ya no era joven, y las ropas que llevaba eran sencillas y estaban llenas de remiendos.

Al verlos, lanzó una exclamación de sorpresa:

—¡Mis señores! ¡Bienvenidos seáis! Pero, no tengo nada listo para vosotros. Mi hombre no estará de vuelta de la caza hasta la mañana.

—No, Lhaera —dijo Rathan amablemente mientras la abrazaba—. No nos podemos quedar; debemos llegar cuanto antes al Valle de las Sombras. Tenemos un recado para tu hija que es urgente, y a mí me gustaría renovar la luminosa bendición de Tymora sobre esta casa.

Lhaera los miró sorprendida:

—¿Para Imraea? Pero, ella apenas tiene seis…

Torm asintió con la cabeza:

—Es lo bastante mayor para que sus pies estén bien afianzados en el suelo… —y se vio súbitamente interrumpido por un pequeño remolino de pelo oscuro que se metió entre sus piernas riéndose.

Cuando él se inclinó para abrazarla, ella se retiró dando brincos y dijo con tono solemne:

—Bien hallados seáis, Torm y Rathan, caballeros de Myth Drannor. Me alegro de veros.

Ambos caballeros saludaron con la cabeza, y Rathan respondió también con solemnidad:

—Nos alegramos de verte, señorita. Hemos venido a cumplir nuestro deber contigo. ¿Te encuentras en buen estado de salud y de humor?

—Sí, por supuesto. ¡Pero mirad qué hermosa está mi madre desde que la curasteis! ¡Está cada vez más alta, creo!

Torm y Rathan miraron a la atónita y sonriente Lhaera con atención.

—Sí, creo que tienes razón. Se hace más alta —dijo muy serio Torm—. Asegúrate de enviarnos aviso cuando crezca demasiado para este techo, porque entonces necesitaréis ayuda para reconstruirlo.

Imraea asintió:

—Lo haré —y miró a Torm—. Me estás haciendo esperar, señor caballero. ¿Es que no soy lo bastante paciente? ¿No soy lo bastante solemne? —y se puso a bailar con gracia—. ¿Habéis traído eso?

—No es «eso» sino «ése», tal como tú eres «ésa» —dijo Torm abriendo su capa y poniendo algo suave y peludo en sus brazos. Su pelo era de color plata y negro, y tenía unos grandes ojos oscuros y brillantes. Dejó escapar un pequeño e interrogante maullido. Imraea lo sostuvo en sus brazos maravillada y estiró la nariz hasta tocar la suya.

—¿Tiene ya un nombre?

Rathan la miró con seriedad:

—Sí, tiene su nombre verdadero, que mantiene oculto, y un nombre de gatito. Pero tenéis que darle un nombre apropiado, un nombre por el que podáis llamarlo. Procurad escogerlo bien. El gatito tendrá que vivir siempre con él.

—Sí —asintió muy seria Imraea—. Decidme, por favor, su nombre de gatito para que pueda llamarlo así mientras pienso en tan importante elección —dijo con una amplia sonrisa.

—Su nombre —dijo Torm con aire digno— es Comodón —y puso nueve monedas de oro en sus manos.

—¿Qué es esto? —preguntó Imraea maravillada.

—Su vida —dijo Rathan—. El gatito necesitará leche, carne y pescado según vaya creciendo, y necesitará mucho cuidado, y habrá que mantenerlo caliente. Tú, o tus padres, tendréis que comprar esas cosas. Debéis coger las ratas o ratones que él mate, agradecérselo, sin dirigirle palabras duras ni desagradables, y enterrarlos. Ése es vuestro deber. Has de saber, Imraea, que los dioses reciben a los gatos, perros y caballos igual que a ti y a mí. Nunca se sabe cuándo puede morir Comodón. Así que trátalo bien y disfruta de su compañía, pero deja a tu gatito vagar libre y hacer lo que quiera. Cada vez que veas a tu amiguito puede ser la última.

—Así lo haré. Gracias a los dos. Sois muy amables, caballeros.

—Sólo hacemos lo que debemos —respondió Torm en voz baja.

—Sí, sí que lo hacéis —les dijo Lhaera—. Y bien pocos hay, hoy día, que se tomen la molestia de hacerlo.