13
Caminar sin ser vistos

Los bardos pronto olvidan a un guerrero que cae sin ninguna gran gesta de armas. ¿Querrías que te olvidasen a ti? Arrostra cada batalla, cada enemigo, como si fuesen los últimos. Un día lo serán.

Dathlance de Selgaunt

Un Antiguo Camino del Guerrero

Año de la Espada

El sol de la mañana puso sus luminosos dedos sobre la mesa en torno a la cual se sentaban, en la cámara de audiencias de la Torre Torcida. Shandril contemplaba las flotantes motas de polvo que chispeaban sobre la mesa mientras ella y Narm esperaban a que Elminster viniera a tomar el desayuno al gran salón. La mano de Narm cogió la de ella y esperaron juntos en silencio, satisfechos, con la única compañía de los ajados tapices que representaban el pasado del Valle de las Sombras y del trono.

—Illistyl me trajo una vez aquí antes de que nos encontráramos en la guarida de Rauglothgor —dijo en voz baja Narm—, y habló con Mourngrym. Me parece que fue hace un siglo.

Shandril asintió con la cabeza:

—Parece tan lejano el día en que abandoné el Valle Profundo y, sin embargo, ni siquiera hace un mes de eso —y miró el gran mapa pintado de los Dominios del Dragón sobre la pared—. Me pregunto dónde estaremos de aquí a un año —añadió.

Narm no tuvo tiempo de contestar, ya que en ese preciso instante las puertas se abrieron y entró Elminster. Shandril creía que Mourngrym lo acompañaría, pero el sabio estaba solo. Caminó muy despacio hacia ellos y, por primera vez, pensó Shandril, parecía realmente viejo. Se sentó en un sillón al lado de ellos, no en el trono, y fijó sus brillantes ojos en uno y luego en otro.

—¿Cómo tan silenciosos? —preguntó—. ¿Habéis dejado de pensar, acaso?

—No —respondió Narm con osadía—. ¿Por qué dices eso?

El anciano se encogió de hombros.

—Se supone que los jóvenes están siempre charlando, riendo o peleando; o, al menos, eso dicen. Vosotros dos… me sorprendéis —y, sacándose la pipa de la boca, se quedó mirándola durante largos instantes y luego se la guardó ya apagada—. Os pedí que vinieseis para deciros que os he estado observando, estos últimos días, y ambos poseéis tan buen adiestramiento en la magia y el fuego mágico como nosotros aquí podemos daros. A partir de ahora es sólo cosa vuestra el volveros más poderosos. Más que eso, ha llegado la hora de que decidáis lo que queréis hacer con vuestras vidas.

—¿Hacer? —preguntó Narm, aunque sin tono de sorpresa.

Elminster asintió.

—No es bueno para vosotros vagar por ahí bajo mi influencia y la de los caballeros. Quedaríais absorbidos por nuestros consejos y nuestras luchas. Y así poco a poco acabaríais sintiéndoos hastiados y vacíos a medida que fueseis perdiendo la voluntad y la costumbre de andar vuestro propio camino y pensar por vosotros mismos.

—Pero… aquí hemos encontrado amigos, y momentos de felicidad —protestó Shandril—, y…

—Y peligro —la interrumpió lisamente Elminster—. Yo quisiera reteneros conmigo. No es fácil tener muchos amigos, y yo me canso de tener que perderlos a todos, uno tras otro, con el paso de los años. Pero si dejo que os quedéis, traería la fatalidad sobre vosotros, lo mismo que si os asentaseis juntos en el valle o en una agradable casa de campo dondequiera que escogieseis.

—¿Qué? ¿Vivir juntos va a resultar peligroso para nosotros? —preguntó Narm confundido.

—No, pero estableceros en un sitio sí. Con vuestro talento —dijo Elminster señalando a Shandril con un largo dedo— tendríais a un mago tras otro detrás de vosotros para mataros. Mulmaster, Thay y los zhentarim sienten siempre necesidad de destruir cuanto pueda amenazar su magia. De modo que marchaos lejos, fuera de los anchos reinos, y desapareced. Yo puedo cambiar vuestro aspecto exterior con ayuda de la magia mientras que, entre vosotros, os veréis con vuestra propia fisonomía. Perdeos de vista, y la amenaza que representáis se olvidará con las rencillas que estos tiranos del arte mantienen entre sí.

»El consejo que yo os doy —continuó Elminster— es que vaguéis por ahí y os escondáis. Necesitaréis amigos dispuestos a levantar la espada o la magia en vuestra ayuda si es preciso. De modo que caminad con Storm Mano de Plata y sus compañeros Arpistas y, después, reanudad vuestro propio camino y vuestras propias aventuras. No me malinterpretéis…, yo no me separaría de vosotros. Pero creo que pronto caeréis muertos o aturdidos en vuestro arte y espíritu si permanecéis aquí. Sin embargo, me gustaría que volvierais a visitarnos —concluyó el anciano mago poniéndose de nuevo la pipa en la boca y sorbiendo con furia para reavivarla con un hilillo de fuego que brotaba de su dedo índice. Mientras, sus ojos se volvían sospechosamente nebulosos.

Shandril y Narm se miraron.

—Yo…, nosotros pensamos que tienes razón —dijo Shandril leyendo los ojos de Narm—. No obstante, nos gustaría hablar con los caballeros primero. —Elminster miró a Narm, quien asintió en silencio—. No queremos abandonar este lugar, ni a nuestros amigos —añadió Shandril—. Pero, si hemos de hacerlo, quisiéramos saber adónde, dentro de los reinos, sería más aconsejable ir.

—Bien dicho —respondió Elminster—. Si os parece, se lo diré a Mourngrym.

—Sí, por favor —dijo Shandril, y no rompió a llorar hasta después que él hubo salido.

—Él tiene razón, tú lo sabes —le dijo Narm con suavidad rodeándola con sus brazos. Shandril aspiró ruidosamente por la nariz al tiempo que asentía con la cabeza.

—Oh, ya lo sé. No es eso lo que me pone tan triste. Es el dejar a los amigos. Primero Gorstag y Lureene en la posada, después Delg, Burlane, Rymel y los otros, y ahora los caballeros. Hasta echaré de menos a Elminster, ese viejo gruñón.

—Vaya, ése es un apelativo tan cortés y sincero como no me han aplicado en mucho tiempo —se oyó una voz inconfundible tras ellos.

Narm y Shandril se separaron con brusquedad y se volvieron.

—¡Seguro que os habéis quedado esperando al otro lado de la puerta! —protestó Shandril enfadada dirigiéndose a Mourngrym. El señor del Valle de las Sombras levantó las manos en un gesto pacificador.

—En alguna parte hay que estar —dijo—. He perdido cinco monedas de oro a los dados jugando con los guardias, si eso te sirve de algún consuelo. Los demás estarán aquí dentro de un momento.

Y cruzó la estancia hasta un pequeño y elevado apartado.

—Mientras tanto, ¿tomamos un vaso de jugo de manzana? Lo he exprimido yo mismo. No está fermentado, así que no puedes emborracharte con él, Narm.

—¡Oh, no! —saludó Rathan desde la puerta—. Veo que tienes el mueble de bebidas abierto…

Mourngrym suspiró.

—¿Está Torm contigo? Dejad algo potable ahí para que pueda invitar a los visitantes, ¿os importa? —y fue a sentarse en su trono con el pichel en la mano—. Bien halladas seáis, Jhess e Illistyl… ¿Dónde está Merith? —preguntó, al ver entrar a las dos mujeres.

—Con nosotros en un minuto, milord —dijo Jhessail—. Estaba en el baño cuando Shaerl llamó.

—¡Ah, por eso no ha vuelto ella todavía! —dijo con aire inocente Torm al vaso que se estaba llevando a los labios.

—¿Puedo tomar prestada tu bota un momento? —se oyó decir a otra voz, dulce y baja, desde la puerta.

—Desde luego, señora —respondió Merith quitándosela y ofreciéndosela cortésmente.

Shaerl la cogió y la arrojó con precisión y fuerza. Torm lanzó un quejido y dejó caer con gran estruendo al suelo el pichel en medio de la risa general.

—¿Ya estamos todos? —preguntó Mourngrym. Lanseril asintió con la cabeza desde la puerta mientras colocaba una barra decorada a través de los tiradores—. Muy bien… Narm y Shandril tienen algo que preguntaros.

Se hizo el silencio. Shandril pasó su mirada por todos los presentes con repentina timidez y dio un codazo a Narm. éste la miró con expresión algo embarazada, se aclaró la garganta y, entonces, se quedó mudo.

—No es necesario que pronuncies un discurso, muchacho —dijo la voz de Elminster desde su izquierda—. Simplemente ve al grano, antes de que algún otro ataque la torre para apoderarse de vosotros.

Hubo risas de aprobación. Narm tragó saliva y se puso de pie.

—Está bien —dijo—. Shandril y yo pensamos que debemos dejaros para vivir nuestra propia vida y aventuras. No queremos ofender ni herir a nadie. Habéis sido buenos amigos y protectores para nosotros, y nosotros dos os estaremos eternamente agradecidos. Pero, al parecer, mientras sigamos estando aquí, el Valle de las Sombras se convertirá en un campo de batalla, ya que no dejan de venir por nosotros un grupo tras otro con malévolas intenciones. Debemos irnos, pero no sabemos adónde ni cómo.

»Nos gustaría consultarlo con vosotros, si no os importa, y después tomar nuestra decisión entre los dos. Sólo nosotros hemos de vivir con lo que decidamos, y el uno con el otro —y se sentó con brusquedad, sintiéndose estúpido.

—Buen discurso —dijo Illistyl—. Y bien pues, ¿qué queréis saber?

—¿Qué son los Arpistas? No quiénes, sino qué. ¿Qué objetivo persiguen? —preguntó Shandril.

—Mi mujer es una Arpista —respondió Florin—, y sin embargo, ellos siguen siendo un misterio para mí. Mantienen en secreto su pertenencia y sus exactos fines, pero trabajan para causas que nosotros consideramos buenas. El aire de misterio de que deliberadamente se rodean parece ser su defensa contra enemigos que son más fuertes en armas o en magia.

»Siempre que veáis el emblema de una luna y un arpa de plata, estáis ante un Arpista. Storm Mano de Plata es uno de ellos, como sabéis, como lo es la Alta Dama de la Luna de Plata. Storm puede citaros a otros con más autoridad que yo. Muchos bardos, exploradores e incluso magos medio elfos son Arpistas. Los Arpistas son contrarios a los zhentarim y a todos aquéllos que interceptan las rutas comerciales mineras y madereras que se adentran en tierras boscosas, sin pensar en los que viven allí, como los mercaderes de Amn, por ejemplo. Nosotros respetamos a los Arpistas y los ayudamos.

—Con eso nos basta, pues —dijo Narm—. Arpistas o no, ¿adónde podríamos ir?

—A algún lugar donde podáis haceros asquerosamente ricos —dijo Torm con amplia sonrisa—, y esconderos entre las multitudes y encontrar cualquier ocupación que os guste… A Aguas Profundas, por ejemplo —Mourngrym, cuya familia estaba noblemente entroncada con aquel lugar, sacudió la cabeza con triste resignación.

—¿Es que no tienes ningún honor? —le preguntó hastiada Jhessail.

—Oh, sí, por supuesto. Lo guardo en el fondo de mi morral y lo saco en las noches de viento, para abrillantarlo y mirarlo junto al fuego, en medio del bosque. Se ve grandioso, créeme. Pero es pobre compañía y no sirve para mantener a uno caliente.

—Ignoradlo —dio Rathan—. Sus instintos de rata ciudadana lo hacen desvariar. Aguas Profundas es un buen sitio para esconderse, sí, pero es probable que sea más peligroso para vosotros que el Valle de las Sombras. Está lleno de ojos espías de la mitad de las tierras de Faerun, y hay no pocos allí que tomarán de vosotros lo que puedan y dejarán el resto en la cuneta.

—Cierto —confirmó Lanseril—. Es mejor viajar a través de las tierras salvajes de la Costa Norte de la Espada, los altos bosques y la hermosa ciudad de Luna de Plata. La Carrera del Unicornio es un lugar de una belleza que quita el aliento, con sus enormes árboles que han estado allí, cubiertos de musgo, desde que el mundo era joven y el hombre una incipiente especie sureña. El viaje merece la pena, creedme.

—Sí, id adonde poca gente se aventura y donde podáis ver lo que pocos han visto y siempre recordaréis —dijo Rathan—. Vuestra travesía me dará envidia, no importa qué peligros pueda encerrar…

—¿Es que vamos a pasar todo el día oyendo filosofar pomposamente a cada uno de vosotros, damas y caballeros? —preguntó Elminster con cierta exasperación.

—¿Y por qué no? Creo que ya nos toca a nosotros, sin duda, después de escuchar tus imposiciones durante años —replicó maliciosamente Torm. De pronto se hizo un silencio y todos esperaron ver de un momento a otro al osado Torm convertido en una rana.

Elminster se limitó a reírse, y luego dijo:

—Llevas razón, muchacho. Ahora me toca a mí escuchar y que me entretengan.

Florin y Lanseril parecieron visiblemente decepcionados al ver que Torm iba a escapar, al menos esta vez, a semejante transformación y, levantándose, se pusieron a pasear por la estancia.

—Entonces, ¿esta discusión no es la forma de proceder? —preguntó Shandril.

—Bien —llegó hasta ella la voz de Lanseril—, digamos que pocos son los que tienen el suficiente juicio para discutir con tiempo. La mayoría se precipitan a la batalla sin pensarlo bastante, y hablan de ello sólo consigo mismos.

—Sin embargo, no creas que mover las mandíbulas no es bueno o necesario —dijo Rathan—. Es una de las cosas más importantes que un sacerdote puede hacer por el común de los fieles que acuden a él.

—Bien dicho —apoyó Torm—. Esa charla es tan necesaria como la espada en una vida ordenada y en los hechos de reyes y hombres de estado por todos los reinos. Fue el sabio Mroon el que definió, hace ya casi un milenio, para que lo sepas, el famoso «círculo de la diplomacia»: «¿Para qué hablar sino para terminar la lucha? ¿Para qué luchar sino para terminar las conversaciones?». Esto es tan cierto hoy día como en aquel entonces… ¿Y bien, anciano mago? ¿Me acordaba o no?

—Te acordabas, sí, señor… Quizá sea la primera cosa que recuerdas de cuantas te dije… que yo recuerde —dijo Elminster introduciendo una nota de humor a su tono severo—. Pero, basta ya de bromas… En nada ayudamos a esta buena gente tomando decisiones por ellos; así sólo conseguiremos mandarlos antes a la cama cansados y habiendo perdido el tiempo.

—Es verdad —asintió Florin—. Tal vez deberíamos hablaros de los reinos que se extienden por alrededor para que así podáis decidir mejor vuestra ruta. ¿Os sería eso de ayuda?

—Desde luego —respondieron a dúo Shandril y Narm.

—El peligro, como veréis, yace a cada paso. Os interesa vagar libremente y poder esconderos, por lo que hay que descontar aquellos lugares poco habitados que están cerca de nosotros así como las tierras belicosas e inhóspitas. Eso os cierra el paso a cuanto esté más al norte del Mar de la Luna, y también a las Tierras de Piedra, al Valle de la Daga y a Myth Drannor, todos ellos lugares ahora sin ley, donde siempre aflora la violencia.

—También Mulmaster es un lugar a evitar —señaló Florin—, como lo son el castillo de Zhentil y las ciudades que se hallan bajo su yugo. Cormyr es amistosa, pero demasiado próxima a las fuerzas y espías del culto para vuestra tranquilidad.

—Puerta Oeste es el lugar donde se crió Torm… y miradlo. —Torm saludó el comentario de Lanseril con una amplia sonrisa—. Es una guarida de ladrones y casas comerciales en litigio, una ciudad edificada sobre la intriga. Manteneos apartados de ella.

El druida hizo una pausa para humedecer su garganta con un trago de agua de manantial de su pichel, y Merith tomó la palabra.

—No os queda, pues, mucha elección con respecto a la dirección a seguir. Debéis ir hacia el oeste, por tierra, hasta las ciudades de la Costa de la Espada. Luna de Plata estaría bien, aunque deberéis guardaros bien de las fuerzas malignas del castillo de Puerta del Infierno y de los orcos de las montañas. Debéis estar alertas también contra el largo alcance de los zhentarim y del culto… porque, si os unís a los Arpistas y el culto se entera, esperarán que aparezcáis por Luna de Plata tarde o temprano.

—Las Moonshaes y Eterna Primavera también son buenos sitios si podéis permanecer inadvertidos como la mujer que arroja fuego mágico y su compañero mago. Everlund también, pero Aguas Sonoras y Nesme y otros lugares demasiado favorecidos por el comercio terrestre traen consigo demasiado riesgo de que os descubran. Aguas Sonoras está entre los zhentarim, en Llorkh, y el castillo de Puerta del Infierno, y se encuentra aislada por las tierras vírgenes y el bosque profundo. Debéis evitar dichos lugares, ya que pueden fácilmente convertirse en trampas. ¿Me he olvidado de alguno?

—No —dijo Illistyl.

Jhessail se rió.

—Si vuestras cabezas no están ya dando vueltas con todo este torbellino de recorrido por el cercano Faerun —añadió—, ¡creo que deberían estarlo!

—Mejor es que den vueltas ahora y no luego cuando estén perdidos, lejos de la carretera, en las tierras vírgenes de Faerun —dijo Elminster con aire sombrío—. Os haremos un mapa de piel blanda… Florin, tú y Lanseril podéis hacerlo esta noche, si queréis. Acordaos de los tres lugares que Merith os ha dicho, porque yo también evitaría Everlund. Buscad Luna de Plata, Eterna Primavera o las islas Moonshaes.

»Debéis abandonar las tierras del Mar Interior al menos por un tiempo, no lo olvidéis, y el sur no es buen lugar para esconderos. Id hacia el oeste y que la suerte sea con vosotros.

Jhessail asintió con la cabeza.

—Lo que decidáis hacer —añadió ella con la cara seria—, hacedlo con rapidez y en silencio. Aquéllos que quieren vuestra muerte andarán en vuestra busca.

—Lord Marsh —dijo una voz fría. Su emisor, un hombre de pelo rojo, se volvió desde una ventana de muchas lunas incrustada de rubíes. Fzoul Chembryl, sumo sacerdote de Bane, señor del Altar Negro y de sus sacerdotes y subsacerdotes, extendió una mano que llevaba una negra y ardiente piedra de Bane.

Lord Marsh Belwintle se arrodilló y la besó, y luego se levantó con rapidez manteniendo su rostro cuidadosamente impasible. El comercio de esclavos era demasiado provechoso para ponerlo en peligro, o incluso comprometer su propia posición con una pelea. Marsh no quería al sumo sacerdote y, un día, habrían de ajustar cuentas. Fzoul serviría entonces a Bane de un modo más directo que ahora, si Tymora le sonreía.

—Te he hecho llamar para discutir el asunto del fuego mágico a la luz de la prolongada ausencia de lord Manshoon. Sememmon, Ashemmi, Yarkul y Sarhthor, así como los sacerdotes Casildar y Zhessae, ya están aquí.

—Casi todo el mundo, veo —dijo Marsh sin comprometerse mientras seguía a Fzoul escaleras abajo y, después, a lo largo de uno de los elementales puentes en que el Altar Negro parecía estar especializado: estrechos arcos de piedra sin barandillas donde un paso en falso podía significar una caída mortal a un suelo de piedra situado a una distancia de cuarenta metros por debajo. Subieron otro tramo de escaleras y entraron en una estancia que Marsh no había visto jamás. Los reunidos zhentarim saludaron fríamente con la cabeza cuando lo vieron. Él les devolvió un medio saludo a todos y tomó el único asiento vacío que había.

Los sillones de Sashen, Kadorr e Ilthond habían sido retirados; también lo había sido el del mismo Fzoul, pues ahora él se sentaba en el elevado asiento negro y curvo de Manshoon. Marsh se preguntó qué habría sucedido con los otros, pero decidió que sería más prudente no hacer preguntas. A él le gustaba bastante poco el Altar Negro, con sus sacerdotes, sus trampas y sus criaturas guardianas, y menos todavía le gustaba aquella sala con su aire de trampa preparada. ¡El último asiento, claro!

—Bien; ya estamos todos, excepto nuestros amigos de muchos ojos y el Alto Señor Manshoon —dijo el sumo sacerdote de pelo rojo—. No perderé más tiempo en formalidades. Manshoon todavía sigue ausente de su torre y de la ciudad. Ni nuestros mejores conjuros detectores pueden encontrarlo ni hemos podido contactar con él por ningún otro medio. Por supuesto, él puede bloquear o desviar la mayoría de nuestros recursos mágicos, pero no existe razón alguna para creer que haya hecho tal cosa. Me temo, nobles hermanos, que Manshoon pueda estar muerto.

»Podría no ser así, pero ya hemos esperado su regreso demasiado tiempo y debemos actuar sin más demora. Si a Manshoon le disgustan nuestras acciones a su regreso, yo asumiré la responsabilidad.

»El asunto sobre el que debemos tomar una decisión es el del fuego mágico y el legendario y rarísimo poder de manejarlo. Creo que todos sabéis de qué se trata. Sus exactas limitaciones jamás han sido determinadas, pero sí sabéis lo que significa su presencia. Quisiera conocer vuestras opiniones al respecto.

Durante un momento, nadie habló. Entonces, Sememmon se inclinó hacia adelante.

—El último ser que podía manejar fuego mágico anterior a esa Shandril, que yo recuerde, era la hechicera Dammasae, que en su juventud vivía en Piedra del Trueno. ¿Es simple coincidencia el que dos portadoras del fuego mágico se hayan criado en los Dominios del Dragón, cerca de las Montañas del Trueno, o están relacionadas por la sangre?

Fzoul inclinó su cuerpo hacia delante con interés.

—¡Una cuestión de lo más interesante! ¿Alguien sabe algo sobre el tema?

Sarhthor se encogió de hombros.

—Podrían ser madre e hija. Los años concuerdan. Pero, con todo respeto, ¿qué importancia tiene eso? Dammasae murió hace mucho tiempo, lo mismo que su esposo. Esto no nos proporciona arma alguna con la que manejar a Shandril.

—Así es —asintió Casildar—. Su compañero Narm es nuestro medio de manejar a la chica a nuestra voluntad. Lo que me gustaría saber es la fuerza de su arte. ¿Resultará muy difícil hacerse con él?

Sememmon se encogió de hombros.

—Ha estado en el Valle de las Sombras el tiempo suficiente para que Elminster le enseñase muchas cosas. Si ha sido así o no, eso no lo sé. Pero dudo mucho que su arte sea muy terrorífico, haya hecho Elminster lo que haya hecho. Marimmar, el Muy Magnifícente Mago, fue su tutor hasta hace poco tiempo.

Se oyeron risas entre dientes alrededor de la mesa. El sacerdote Zhessae frunció el entrecejo y preguntó:

—¿Se necesita habilidad o dominio del arte para manejar fuego mágico?

Hubo encogimiento general de hombros y miradas interrogantes. Fzoul habló:

—No sabemos. Yo me inclino a pensar que no. Esta joven no poseía habilidad alguna ni había utilizado el arte jamás antes de que el fuego mágico manara abiertamente de su boca contra el dracolich Rauglothgor. Lo curioso es que el torreón que se elevaba sobre la guarida, y que ella destruyó, era la Torre Tranquila, en otro tiempo hogar del mago Garthond, esposo de la hechicera Dammasae.

—¿Quiere eso decir —preguntó el mago Yarkul lleno de excitación— que el fuego mágico podría haber estado contenido en algún objeto, o proceso, dejado en la torre por Dammasae? ¡De ser así, eso supondría que se podrían crear a su vez otros dominadores del fuego mágico!

—Ya hubo antes varios portadores activos de fuego mágico al mismo tiempo. No se trata de una habilidad que los dioses confieran únicamente a un ser en un momento dado. Un objeto o un ritual que lo causen… es muy posible. A eso debemos contraponer, sin embargo, la marcada probabilidad de que Dammasae jamás visitara la Torre Tranquila —dijo Fzoul, y volvió a sentarse. Los zhentarim se miraron unos a otros.

—Eso deja todavía abierta —dijo con cautela Casildar— la cuestión de qué acciones deberíamos emprender, si es que emprendemos alguna.

—Debemos conseguir el control de la doncella, o destruirla. Su fuego mágico es una amenaza para todos nosotros —dijo Ashemmi. El pendiente del mago de barba rizada tintineó cuando éste volvió con brusquedad su cabeza para mirar a Fzoul—. No podemos sentarnos a esperar de brazos cruzados. ¿Y si Mulmaster o Maalthiir de Colinas Lejanas se hacen con el control del fuego mágico? Aun cuando los del Valle de las Sombras lo utilizasen sólo para ayudar a sus amigos del Valle de la Daga, ello entorpecería nuestros planes. Si alguien se propusiera deliberadamente destruirnos con él, aún nos podría ir mucho peor.

—Bien dicho —apoyó Casildar—. Hemos de ponernos en acción. Pero ¿cómo? ¿Con nuestros ejércitos?

—Yo no enviaría los ejércitos de Zhentil en ausencia de Manshoon —dijo Fzoul—. El Valle de las Sombras no tiene más que extender el rumor de que hemos llegado a dominar el fuego mágico para que Cormyr, Sembia, Colinas Lejanas y el resto nos ataquen juntos para impedir la destrucción que temerían hallar de nuestras manos. No, tenemos que actuar con mucho más sigilo que eso, señores míos. Sin embargo, como dice Casildar, tenemos que actuar. ¿Qué decís vosotros?

—¿Qué hay de nuestros asesinos? —sugirió Yarkul.

—Los reemplazos son jóvenes y pobremente entrenados, todavía —dijo Zhessae—. Incluso reforzados por nuestros hermanos menores y los aspirantes a magos, me temo que encolerizarían al Valle de las Sombras más que dañarlo.

—Así es —asintió Sarhthor con su voz profunda—. Ya lo hemos intentado antes. Al final, siempre hemos de escapar o morir.

—Sí —intervino Sememmon—. Todos hemos visto lo que ocurre cuando enviamos a los magos principiantes. Todos quieren ser el héroe y ganarse un nombre entre nosotros. Inconscientes y temerarios, se exceden en sus posibilidades y caen. Elminster no es un enemigo al que se pueda dominar con un principiante.

—¿Estás sugiriendo que vayamos nosotros mismos? —preguntó Ashemmi—. Dejando a un lado nuestro peligro personal, ¿eso no dejaría al castillo de Zhentil desprotegido? Seguro que el Alto Imperceptor de Bane ya se ha enterado de la ausencia de Manshoon. ¿No crees que él se lanzará contra ti, Fzoul, y contra todos nosotros? —Sus palabras cayeron en un silencio cada vez más profundo.

—Sin duda alguna lo intentará —asintió fríamente Fzoul—. Pero el Altar Negro, y todo el castillo de Zhentil en torno a él, no están desprotegidos, amigos míos —y, a un gesto de su mano, allá en el otro extremo de la gran estancia salió Manxam de detrás de una cortina.

El observador era viejo, inmenso y terrible. En sus placas inferiores crecía el liquen y sus tentáculos mostraban las cicatrices de viejas heridas y las arrugas de la edad. Su gran y único ojo central giró lentamente para examinarlos a todos según se acercaba. En las profundidades de aquella órbita de pupila oscura e inyectada en sangre, cada uno de los allí presentes veía su propia muerte o algo peor. De su cerrado buche provisto de numerosos dientes salió un profundo y borboteante siseo; los diez tentáculos oculares de Manxam el Despiadado se movían sin descanso mientras éste se aproximaba a la mesa.

El tirano pasó por encima de ellos hasta quedar colgando sobre el centro de la mesa y rodó muy despacio con sobrecogedora majestuosidad hasta que sus diez ojos menores pendieron justo encima de ellos, mirando a cada hombre de cuantos había allí. No dijo nada; sólo se limitó a colgar allí en medio del aire, observando.

—Creo que todos podemos ser persuadidos para llegar a algún consenso ahora —dijo Fzoul sin el menor rastro de sonrisa. El observador ni siquiera parpadeó.

Sememmon se aclaró la garganta con nerviosismo.

—Oh sí, desde luego…, pero ¿qué propones?

—Creo —dijo Fzoul con firmeza— que los magos de mayor poder entre nosotros deben ir de inmediato al Valle de las Sombras y hacer lo que sea necesario para capturar o destruir a esa Shandril, con Elminster o sin él. Al no enviar aspirantes débiles e incompetentes, como tú correctamente nos has aconsejado, hermano Sememmon, tengo toda la confianza en que regresaréis con el fuego mágico, si es que regresáis.

Los magos Sememmon, Ashemmi y Yarkul se tornaron pálidos y silenciosos. Sólo el brujo Sarhthor no parecía sorprendido y se limitó a asentir con la cabeza. Sememmon levantó la mirada para encontrar que Manxam se había dado la vuelta en silencio de manera que su ojo central, el que anulaba la magia, los miraba escrutadoramente a todos ellos.

Ahora se hacía evidente la razón por la que se había sentado a todos los magos juntos en torno a un extremo de la mesa. Manxam y Fzoul estaban demasiado lejos para poder ser atrapados en el conjuro paralizador del tiempo, y ningún otro recurso mágico permitiría a Sememmon preparar un sortilegio para eliminar a Fzoul o Manxam. En efecto, no podría acertar a los dos… ni tampoco había grandes probabilidades de superar a Fzoul allí, en su templo. Contra Manxam, el mago sabía que prácticamente no existía la menor posibilidad.

Sememmon dudaba si lograría siquiera escapar vivo del Altar Negro, en caso de intentar la huida. Tal vez si él, Ashemmi, Yarkul y Sarhthor trabajaban juntos en conjuros planeados de antemano podrían tener alguna posibilidad de escapar. Si Casildar y Zhessae, así como quién sabe cuántos clérigos leales ocultos por todos lados tras los tapices, estaban dispuestos a ayudar a Fzoul en su trampa, toda escapatoria sería imposible. Sememmon hizo un esfuerzo por mantener su rostro inexpresivo y se volvió hacia Fzoul.

—Ciertamente, parece lo mejor que se puede hacer, hermano Fzoul —dijo, como si lo hubiese considerado y aprobado—. Sin embargo, no me sentiría nada tranquilo emprendiendo tamaña misión, o, de hecho, cualquier expedición de importancia fuera de la ciudad, sin que algún sacerdote de Bane eleve una oración por nuestro éxito y nos ayude con el favor de la voluntad divina. ¿Tú qué opinas, lord Marsh, tú que ni sirves a Bane ni practicas el arte?

«Debilitarlos al menos en un sacerdote —pensó Sememmon— y echar a ése abajo como advertencia a Fzoul. Y, si conseguimos el fuego mágico, volveremos y lo probaremos contra uno de los observadores». ¿Habría hecho Fzoul algo a Manshoon?, se preguntó Sememmon con un súbito escalofrío. Tal vez Manshoon estuviera detrás de todo esto, para librarse de todos sus más poderosos rivales en magia dentro de la hermandad. Si no fuese así, y él regresaba, ¿le diría Fzoul que todos los magos lo habían denunciado y habían decidido actuar a su antojo?

Lord Marsh se frotó la mandíbula y miró con el entrecejo fruncido hacia la tabla de la mesa, evitando con ello tanto el tranquilo escrutinio del observador como las heladas miradas de Fzoul, Casildar y Zhessae. Después, levantó la mirada.

—Debo convenir contigo en eso, hermano Sememmon. Nuestros mejores logros los hemos conseguido gracias al cuidadoso empleo de nuestras tres grandes fuerzas: el favor del gran Bane, el polifacético arte de la magia y el poder de nuestras espadas. Sería un error ignorar deliberadamente alguna de estas fuerzas ahora.

»Nuestros guerreros no pueden llegar a tiempo al valle sin hacer uso del arte, ni en número suficiente para ser útiles sin alarmar a nuestros enemigos. Debemos, por tanto, anticiparnos a nuestros guerreros. Creo que sería descabellado dejar a un lado la fuerza de Bane en este asunto…, tan descabellado como ir deliberadamente a la batalla sin escudo ni armadura. Creo, además, que los guerreros que se hallan bajo mi mando, y probablemente muchos subsacerdotes y magos menores aquí en Darkhold, opinarían lo mismo… y pondrían seriamente en tela de juicio nuestra sabiduría si actuásemos así, cualquiera que fuese el resultado de nuestra empresa.

Con esta enfática puntualización, Marsh volvió a sentarse y miró a Fzoul mientras sus dedos jugueteaban junto a su garganta con una chuchería que Sememmon —y sin duda la mayoría de los congregados en torno a la mesa— sabía que era una bola explosiva de un collar de proyectiles mágicos. Sememmon casi sonrió. Tampoco aquel guerrero de duras facciones sentía el menor aprecio por el señor del Altar Negro.

El tirano observador colgaba sobre ellos, silencioso y terrible, durante todo este rato. Ignorándolo, el barbudo Sarhthor se frotó las manos y dijo:

—Bien, yo estoy a favor de dicho plan, y cuanto antes mejor. El fuego mágico debe ser nuestro.

Sememmon no se volvió para mirar a sus colegas, sino que se limitó a hacer un distraído gesto de asentimiento mientras rabiaba por dentro. ¿Era tan simple y entusiasta aquel idiota, después de todo? ¿O acaso trabajaba para Fzoul? No, nada de eso; escucha la forma en que ha pronunciado sus palabras…, ¡el sutil tono al final de las palabras, que destellaban como hojas de puñal girando en el aire! Sarhthor le estaba diciendo a Fzoul, de forma abierta y tajante, que conocía su juego y no tenía muy buen concepto de él.

—Estoy muy contento de que hayamos logrado llegar a un entendimiento tan pronto —dijo Fzoul con tono zalamero. Su voz era como la daga sangrienta de un asesino limpiada sobre terciopelo.

La voz profunda del observador resonó entonces desde arriba sobresaltando a todos los presentes con su repentina intervención:

—Considera, y considera bien, la naturaleza de vuestro entendimiento.

Mientras levantaba su mirada para encontrarse con los numerosos ojos escrutadores de Manxam por primera vez, Sememmon sintió una súbita satisfacción por el hecho de que a Fzoul tenía que incomodarle el comentario del tirano observador más que a ninguno de los otros. Su desaprobación iba dirigida hacia él. Sememmon asintió deliberadamente con la cabeza y vio al resto de los magos hacer lo mismo tras él. Sememmon abandonó la estancia sintiéndose casi satisfecho, a pesar del peligro que le esperaba.

La luna se deslizaba con rapidez tras las ajironadas nubes grises, allá en las alturas. El aire era frío y tranquilo en torno a los pináculos de la ciudad. Fzoul estaba de pie sobre un gran balcón del Altar Negro y sonreía hacia Selune con satisfacción. Una magia poderosa protegía a su persona contra todo ataque mágico, y sólo los sirvientes de Bane podían entrar en el patio que había a sus pies.

Los magos no tenían elección. Sin duda matarían a Casildar, pero Fzoul era demasiado ambicioso de todos modos y eso no sería más que un mínimo precio por la destrucción de los pequeños lanzadores de magia que habían derrotado a Manshoon. Los zhentarim estarían por fin al servicio de Fzoul.

Aunque Manshoon regresase ahora, se encontraría aislado, con la sola compañía de magos principiantes —demasiado ansiosos por traicionarlo y hacerse con más poder— frente a los leales de Bane, que servían a Fzoul. A los observadores poco les importaba con qué humanos trataban, con tal de ver satisfechas sus necesidades. Por fin la ciudad sería suya, se regodeaba Fzoul.

Hasta que alguien se la arrebatara a él.

Fzoul no reparó en el ojo de brujo que flotaba por encima y detrás de él entre los oscuros pináculos, manteniéndose con cuidado fuera del alcance de su vista. Ni pudo ver a su invisible propietario, que lo miraba desde la oscura ventana de una torre cercana.

Entonces oyó una gran conmoción, en el patio de abajo, mientras los sacerdotes-guerreros del Alto Imperceptor se deslizaban por encima de la muralla y eran recibidos por alertas y expectantes subsacerdotes del Altar. Fzoul se inclinó hacia adelante y, sin hacer distinciones entre atacantes y atacados, arrojó una barrera de espadas hacia la reyerta que tenía lugar abajo, sin preocuparle en absoluto el destino de sus propios acólitos. «Así verán más pronto a Bane, todos ellos…», pensó.

Sememmon oyó el estrépito de multitud de espadas que se entrechocaban y gritos allá abajo, y de pronto vio la sangrienta matanza que se había desencadenado gracias a la luz mágica que uno de los atacantes arrojó sobre la escena mientras remontaba la muralla del templo. Al instante se inclinó hacia afuera, antes de que Fzoul pudiera abandonar el balcón, y atacó con su Anillo del Carnero. Disparó con toda la fuerza que el anillo mágico podía dar de sí, proyectando múltiples descargas para llevar a cabo la tarea con rapidez y seguridad. No apuntó directamente al señor del Altar Negro, pues sabía que Fzoul estaría bien protegido, sino al balcón que lo sostenía.

Éste se estremeció y se agrietó, como si hubiese sido embestido por un enorme carnero enfurecido, y después se desprendió de la torre y cayó sobre el confuso tumulto de muerte y gritos. Parecía caer con una sobrecogedora lentitud, pero Sememmon vio cómo Fzoul caía con él. El clérigo no tuvo tiempo de recurrir a ningún sortilegio ni palabra de magia… a menos que consiguiera hacerlo después de que la primera espada le rebanara el cuello a través de su larga melena roja. Sememmon pudo ver el color carmesí de la sangre casi al mismo tiempo en que un bloque de piedra le entorpeciera la visión unos segundos antes de que el balcón se estrellara contra el suelo.

Sememmon apartó la mirada con satisfacción, resolviendo que el ataque al Valle de las Sombras comenzaría y terminaría con la destrucción de Casildar, al menos hasta que la doncella del fuego mágico dejara de hallarse bajo la vigilancia de Elminster.

Él tampoco reparó en otro ojo de brujo que flotaba justo por encima de la oscura ventana.

El ojo desapareció de repente, sin embargo, unos instantes después, cuando una gran sombra redonda surgió de las profundidades del Altar Negro con sus numerosos tentáculos oculares enroscándose y serpenteando como un nido de culebras. Entonces comenzó realmente la masacre.

La noche era fría. Arriba, Selune se deslizaba tras unas pocas y ajironadas nubes grises. Había una pequeña brisa, pero Shandril había cerrado las ventanas al frío. Luego se sentó en la cama en frente de Narm.

—¿Y bien, mi señor? —preguntó.

Narm se encogió de hombros y extendió sus manos.

—¿Qué quieres, mi señora? —dijo él.

Shandril le miró con sus hermosos ojos oscuros y extendió también las manos.

—Ser feliz. Contigo. Libres de miedo. Libres de caminar adonde nos plazca, y sin frío ni hambre. Aparte de eso, poco más me preocupa, siempre que tengamos amigos.

—Bastante simple —asintió Narm, y ambos rieron—. De acuerdo, pues —prosiguió Narm—. Debemos viajar hacia el oeste, como todos ellos dicen. Pero, maldito sea el consejo, vayamos a través de la Luna Creciente y el Desfiladero del Trueno, y así podrás ver a Gorstag una vez más. ¿Qué dices a eso?

—¡Sí! Si te agrada a ti, me agrada a mí. Pero ¿y qué pasa con los Arpistas?

—Pues…

Fuera, en medio de la noche, Torm se esforzaba por escuchar, pero resbaló. Susurró una maldición sobre la inconstancia de Tymora mientras se deslizaba hacia atrás sobre las mojadas tejas a pesar de sus extendidos dedos fuertes como el hierro. Pronto se le terminó el tejado y traspasó el borde.

Desesperado, se balanceó hacia adentro mientras sus dedos abandonaban las tejas. Entonces comenzó la caída al tiempo que su mente maquinaba fría y veloz. Sus dedos se engancharon en el saliente de una ventana mientras el resto de su cuerpo pasaba de largo como una plomada.

Con un tirón que casi le separa los brazos del tronco, logró detener su caída y quedó colgando aparatosamente en medio del aire. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su mano izquierda había caído con fuerza sobre una cría de paloma en su nido y aplastado su frágil cuerpecillo contra el saliente de piedra.

—Ugghh —profirió, reprimiendo el impulso repentino de retirar su mano del lugar.

—¿Cómo crees que me siento yo? —preguntó con acritud el maltrecho pajarillo abriendo un ojo.

Con esto Torm terminó de caerse. El pájaro suspiró y se transformó en Elminster mientras Torm continuaba cayendo. Rápidamente, el mago creó un entramado de hilos pegajosos semejante a una tela de araña y lo lanzó hacia abajo para envolver al ladrón en su caída.

Torm tuvo así una lenta y elástica parada a tan sólo un metro del suelo, donde quedó colgando indefenso. Enseguida, comenzó a debatirse por salir.

—Lo tienes bien merecido —murmuró Elminster con aire sombrío, y se volvió a transformar en pájaro.

Ignorantes de los dos furtivos escuchas, Shandril y Narm había decidido unirse a los Arpistas.

—Después de todo —dijo Narm—, si no nos gusta, podemos dejarlo.

—¿Se lo decimos ahora?

—No. «Dormid con lo que decidáis», dijo Elminster.

Fuera, Elminster sonrió silenciosamente, aunque no era fácil distinguirlo por su pico.

—Entonces a la cama otra vez, tú y yo… y esta vez ya no quiero oír la historia de tu vida.

Fuera, en el saliente de la ventana, el pájaro de Elminster miró las estrellas que brillaban encima de Selune. La Espada Silenciosa había ascendido por encima de los árboles. La noche estaba a mitad de camino. El pico del pájaro comenzó a desdibujarse y convertirse en una boca humana que cantaba, con mucha suavidad, un trozo de una balada que ya era vieja cuando la caída de Myth Drannor:

… y en el agua y en el viento

los ojos de fuego de la hija del rey de la tormenta

volvieron a casa rodando a través del mar

sin que, aparte de mí, nadie vivo en el naufragio pudiera quedar…

El sol se elevó caluroso aquella mañana sobre el Valle de las Sombras, brillando en los yelmos y puntas de lanzas encima de la Vieja Calavera. La niebla se levantó y se alejó con la corriente del Ashaba. Narm y Shandril se despertaron temprano y no se quedaron remoloneando en la Torre Torcida, sino que salieron a dar un vigorizante paseo matinal acompañados por seis vigilantes guardias que Thurbal había insistido en enviar con ellos. Sus brillantes armaduras resplandecían y destellaban a la luz del sol, y recordaban constantemente a los dos enamorados la posibilidad de peligro cercano y el fuego mágico.

Al cabo de un buen rato, volvieron a sentir hambre a pesar del buen desayuno de pan frito y huevos de ganso que habían tomado en la torre. Se detuvieron en La Vieja Calavera para comer un poco de estofado caliente. Jhaele Melena de Plata les dio los buenos días mientras les servía y rechazaba con un gesto sus monedas, y les preguntó cuándo sería la boda.

Shandril se ruborizó, pero Narm dijo con orgullo:

—Tan pronto como podamos arreglarlo, o puede que aún antes.

A los guardias de su escolta se les despertó una repentina sed de cerveza que hizo temblar a Shandril por lo temprano de la hora, pero pronto se volvieron a poner todos en camino hacia la granja de Storm Mano de Plata.

El valle estaba tranquilo a pesar del vigor matinal de los trabajadores del campo. Todo Faerun parecía estar en paz. Los pájaros cantaban y el cielo estaba despejado. Narm cayó de pronto en la cuenta de que ni él ni Shandril tenían más que una vaga idea de dónde estaba la granja de Storm Mano de Plata. Entonces, se volvió hacia el guardia más próximo, un veterano con mostacho y cicatrices en la cara que sostenía con ligereza una lanza en sus peludas manos.

—Buen señor —dijo Narm—, ¿podríais guiarnos hacia la morada de Storm Mano de Plata?

—La tenéis ante vosotros, milord. Subiendo en línea recta desde ese tocón de cedro hasta aquella línea de bosque azul.

Narm le dio las gracias con un saludo de cabeza. Mientras, Shandril había emprendido la subida corriendo. Narm y los guardias trotaron tras ella hasta ponerse a su altura.

La casa se elevaba detrás de un alto caballón de tierra cubierto de hierba y coronado con un seto. Al otro lado del seto se podían ver las hojas superiores de diferentes arbustos. Todo era verde y exuberante. En aquella luminosa mañana, las abejas y las avispas danzaban y revoloteaban entre las enroscadas flores de una enredadera que formaba nudosas y retorcidas coronas. Los guardias caminaban con ojos vigilantes y las espadas preparadas, pero Shandril no podía creer que fuese posible esperar ningún peligro acechando en un lugar y una mañana tan maravillosos como aquéllos.

Doblaron allí donde un amplio sendero atravesaba el seto y lo siguieron, a lo largo de una hilera de retorcidos robles, hasta una casa de piedra cubierta de enredaderas. Su techado de paja estaba cubierto por una espesa capa de aterciopelado musgo verde que cobraba vida con multitud de pájaros. Hileras de parras enredadas en armazones de postes y palos horizontales se extendían por delante de ellos cual frondosos vestíbulos de vegetación entre los verdes y susurrantes muros de un gran castillo. Siguiendo uno de ellos, a lo lejos, vieron a Storm Mano de Plata trabajando, con su largo cabello plateado cogido por detrás con un pedazo de tela vieja.

La barda llevaba unos calzones de cuero rasgados y polvorientos y un delantal, ambos lustrosos por el uso. Una brillante capa de sudor cubría el cuerpo de Storm, salpicado de hojas y briznas adheridas, mientras manejaba una azada con fuerza y cuidado. En cuanto vio al grupo, saludó con la mano y, dejando la larga herramienta en el suelo, se apresuró a recibirlos mientras se restregaba las manos en los muslos.

—¡Bien hallados seáis! —exclamó contenta mientras se acercaba.

—Me va a costar mucho abandonar este lugar —dijo Shandril muy bajo con voz ronca.

Narm apretó su mano y asintió con un cabeceo.

—También a mí —dijo—, pero podremos volver cuando seamos más fuertes. Volveremos.

Shandril volvió sonriendo sus ojos hacia él, sorprendida por lo férreo de su tono. En ese momento, Storm los alcanzó. El agradable olor de su sudor —como a pan caliente salpicado de especias— flotaba en torno a ella. Narm y Shandril se quedaron mirándola.

Storm sonrió.

—¿Estoy colorada, tal vez? ¿Grotesca?

Narm se recobró y dijo:

—Mil perdones, señora. No pretendíamos ofenderte.

—Nada que perdonar, Narm. Y nada de «señora», por favor…, somos amigos. Entrad y tomad un vaso de aguamiel mientras charlamos un rato. Bien pocos vienen a verme.

De camino a la casa, preguntó a Shandril:

—¿Qué es lo que os llamaba tanto la atención de mí?

Shandril soltó una risita.

—Esos músculos —dijo con admiración volviéndose para señalar el plano y bronceado diafragma de la barda. Fibrosos músculos ondulaban en sus costados y brazos mientras caminaba. Storm sacudió la cabeza.

—Así soy —dijo ella casi con tono de disculpa mientras los conducía a través de una robusta puerta de madera que se abrió de par en par antes de que la tocara, y entraban en la fresca penumbra del interior—. Sentaos allí, junto a la ventana que da al este, y contadme lo que os ha traído por aquí en una mañana tan hermosa como ésta. La mayoría suele venir a buscarme cuando el tiempo está mal.

—Uhhff…, tan mal como Elminster —dijo Narm en respuesta.

Ella le pasó un cuerno largo y curvado de cristal trabajado en forma de pájaro. Él lo cogió con extremo dudado, casi con pavor.

—¡Es cristal de verdad!

—Sí… de Theymarsh, en el sur, donde tales cosas son comunes. Se rompe con facilidad —dijo la barda llenando otro.

Shandril cogió el suyo también con aprensión. Uno de los guardias retrocedió cuando ella le ofreció uno.

—Ah, no, señora —dijo con cierto embarazo—. Con una copa me basta. Me sentiría horrible el resto de mis días si rompiese una pieza así.

Shandril murmuró aprobadoramente. La barda sonrió a todos, con las manos en las caderas, y después se volvió y habló en voz baja con los guardias.

—Nos gustaría estar solos, ellos dos y yo, para hablar. Quedaos en la casa, si queréis. La cerveza está en aquel barril de allí; no es bueno beber más aguamiel a estas horas. Encontraréis pan, mantequilla con ajo y embutido en la alacena. Venid deprisa si oís mi cuerno —y cogió un cuerno de plata que colgaba de una viga. Luego se volvió hacia Narm y Shandril—. Bebeos eso —los apremió—. Tenemos mucho de que hablar —y fue hasta la parte trasera de la cocina y abrió una pequeña puerta de arco dejando entrar la luz del sol—. Seguid ese sendero hasta adentraros en los árboles y me encontraréis allí —y desapareció.

Los visitantes de la torre pasearon su mirada por aquella cocina de techo bajo con oscuras vigas de madera y hierbas colgando de ellas. Era agradable y acogedora, pero muy sencilla, no el espectacular refugio de arte y antigua sabiduría que uno podría esperar encontrar en casa de un bardo. Una pequeña arpa descansaba medio escondida en las sombras sobre un estante cercano a la puerta de la despensa. Narm casi deja caer su vaso cuando, de repente, ésta empezó a tocar por sí sola.

Ambos se quedaron mirando boquiabiertos mientras las cuerdas del arpa se tañían solas. Uno de los soldados se incorporó en su silla con un juramento mientras se llevaba la mano a su espada, pero un veterano se volvió hacia él y le dijo:

—¡Tranquilo, Berost! Es magia, sí, pero ninguna que pueda hacerte daño, ni a ninguno de nosotros.

El arpa tocó una extraña melodía que subía y bajaba suavemente de tono. Por fin, hizo un pronunciado ascenso y se despidió con una alta serie de notas.

—Suena a élfico —dijo Narm en voz baja.

—Preguntemos a Storm —dijo Shandril colocando con cuidado su vaso vacío sobre la mesa—. Yo ya he terminado.

Narm vació el suyo de un último y prolongado trago y lo puso con cuidado junto al otro. Saludaron a los guardias y, atravesando la pequeña puerta, se encontraron en un sendero que descendía sinuosamente como un barranco entre hierbas y árboles. Lo siguieron hasta que fueron a parar a la orilla de un pequeño arroyo flanqueado por árboles, que se iba ensanchando hasta formar una charca.

Storm esperaba de pie junto a ésta con una túnica y el pelo mojado. Acababa de bañarse y aún estaba húmeda. Cuando los vio venir, se sentó sobre una roca y los invitó con un gesto a tomar asiento en otras dos rocas al borde de la charca. El cuerno de plata colgaba de una rama cerca de su cabeza.

—Venid y sentaos —dijo—, y bañaos, si os apetece… o simplemente meted vuestros pies en el agua. Es muy relajante. —Y, volviendo unos ojos serios hacia ellos, agregó—: Ahora decidme, si no os importa, qué es lo que oprime vuestros corazones.

—El arpa que tocaba sola… —preguntó con inocencia Narm—, ¿era una melodía élfica?

—Sí, una canción de la Corte élfica que Merith me enseñó. ¿Es eso todo lo que os preocupa? —les dijo con tono burlón sacudiéndose el agua de su cabello plateado.

—Señora… —dijo Shandril con vacilación—, hemos pensado que nos gustaría unirnos a los Arpistas. Sólo hemos oído cosas buenas respecto a los que tañen el arpa de boca de quienes nosotros respetamos. Con todo, hemos oído bastante poco. Antes de poner pie en nuevos caminos que tal vez hayamos de seguir durante gran parte de nuestra vida, y que muy bien podrían conducirnos al fin antes de lo que sospechamos, quisiéramos saber de ti más cosas acerca de los Arpistas, de qué significa ser un Arpista. Si tu oferta todavía sigue en pie. ¿Sigue en pie…?

Storm levantó la mano.

—¡Espera, espera! Ni una pregunta más hasta que hayamos aclarado bien lo primero. Trataré de ser breve —y cruzó sus pies debajo de sí, sobre la roca.

Después de mirar con atención a su alrededor, asintió con la cabeza como si hubiese llegado a una conclusión y estiró una mano hacia ellos.

—Un Arpista es un miembro de una compañía compuesta de gentes: hombres, elfos y semielfos, con similares intereses. La mayoría de los bardos y muchos exploradores del norte son Arpistas. No tenemos rangos, sólo distintos grados de influencia personal. Nuestro emblema es una luna y un arpa de plata sobre un campo negro o azul real. Muchas magas femeninas, y la mayoría de los druidas, son nuestros aliados; y, en general, se nos considera «buenos».

»Un Arpista es alguien que tolera muchas fes y acciones distintas, pero que trabaja contra la guerra, la esclavitud y la destrucción injustificada de las plantas y criaturas de la naturaleza. Nos oponemos a quienes construyen imperios por la fuerza de la espada o el derramamiento de sangre, y a quienes practican la magia sin preocuparse de las consecuencias.

»Vemos las artes y la antigua sabiduría de la caída Myth Drannor como un punto descollante en la historia de todas las razas, y trabajamos en pro de una cuidadosa preservación de la historia, los oficios y el conocimiento. Trabajamos por lo que hizo de Myth Drannor una gran ciudad: la feliz disposición de compartir la vida con todas las razas.

»Trabajamos para oponernos a los zhentarim; al Culto del Dragón, que saquean el arte y la sabiduría de los reinos para enriquecer a sus venerados dracoliches; a los traficantes de esclavos de Thay; a los que saquean y destruyen tumbas y bibliotecas por doquier, y a todos cuantos quebrantan la paz y arremeten con fuego y espada sobre las tierras para erigir sus propios tronos.

»Protegemos a la gente contra éstos, siempre que podemos. También protegemos los libros y su sabiduría, los instrumentos preciosos y su música, y el arte y sus buenas obras. Todas estas cosas sirven a manos y corazones que aún no han nacido, aquéllos que vendrán después de nosotros.

»Somos partidarios de que los reinos sean pequeños y se ocupen en el comercio y los problemas de su gente. Todo gobernante que se hace demasiado fuerte y trata de ganar conocimiento y poder a costa de otros es una amenaza. Un conocimiento aún más precioso corre el riesgo de perderse cuando su imperio se hunde, como ha de ser destino de todo imperio.

»Sólo en las historias de taberna los humanos son completamente malos o resplandecientemente buenos. Nosotros hacemos cuanto podemos por todos y nos ponemos delante de aquéllos que amenazan el conocimiento. ¿Quiénes somos para decidir quién ha de saber o no?

»Los dioses nos han dado la libertad y el poder para luchar entre nosotros. No han establecido una orden estricta que obligue a cada uno de nosotros a obrar exactamente de esta o aquella manera. ¿Quién mejor que los dioses sabe qué conocimiento es bueno o malo y quién lo ha de tener?

Narm la miró con expresión pensativa.

—Con todo respeto, buena señora —dijo con voz calma—. ¿Significa eso que habría que acabar con los secretos y que habría que adiestrar en conjuros destructores a niños salvajes de seis años puesto que a nadie puede negarse el conocimiento?

Shandril lo miró con temor. ¿Acabaría la lengua de Narm por enojar a Storm y hacerles perder toda posibilidad de ayuda, o acogida, por parte de los Arpistas?

Storm se rió divertida, disipando con ello el miedo de la doncella del fuego mágico.

—Has escogido bien, Shandril —dijo la barda—. Atrevido y, sin embargo, educado. Curioso y porfiado, sin ser hostil. Bien dicho, futuro mago.

Y, levantándose, se puso sus viejas y trabajadas botas blandas y comenzó a pasearse. Luego continuó:

—La respuesta a tu pregunta es no. Todo el mundo, en los reinos, retiene y guarda conocimiento según lo considera apropiado. Eso tampoco tenemos derecho a cambiarlo, aunque poseyéramos el arte de alterar la mente de todas las criaturas. Mucho debería ser secreto, y mucho revelado sólo a aquéllos que poseen el derecho o la capacidad de manejarlo. Si eso suena demasiado simple, piensa en esto otro: los Arpistas no intentan revelar la verdad a todo el mundo, sino preservar los escritos, el arte y la música para épocas y seres posteriores. Trabajamos contra todo aquello que amenace la supervivencia de toda esa cultura o deteriore su calidad tratando de influirla con mentiras irrefutables.

»Los bardos Arpistas cantan siempre canciones verdaderas acerca de los reyes, dentro de cuanta verdad pueden llegar a conocer. Jamás, ni por recompensa alguna, cantarán falsamente sobre los grandes hechos de un usurpador o describirán falsamente como malos la naturaleza y los hechos de su derrocado predecesor. Aun cuando tal tratamiento pudiese proporcionar buenas historias y canciones, un Arpista se ciñe siempre a la verdad. La verdad, un concepto algo diferente para cada uno, debe ser el cimiento sobre el que se construye el castillo del conocimiento y el logro.

»Palabras fuertes, ¿eh? Me siento fuerte. Si estáis dispuestos a hacer lo mismo, seréis verdaderos Arpistas. Si uno deja de creer en ello, debe abandonar la lucha y nuestras filas. Si no, se hará daño a sí mismo, a nosotros y a nuestra causa.

»Sólo espero que, tanto si camináis con nosotros como si no, o como si os unís a nosotros y luego lo dejáis, siempre caminéis juntos y disfrutéis de vuestra mutua compañía. Es a través de ese amor, o anhelo, a falta de él, como tienen lugar mucho aprendizaje y educación. Éstos se suman a la cultura que nosotros nos esforzamos por salvar y alimentar. Y, más que eso, tanto seáis Arpistas como si no, yo quiero ser siempre vuestra amiga.

Shandril y Narm se miraron primero el uno al otro y, después, miraron a la barda, y dijeron a coro:

—Queremos ser Arpistas.

—Si nos aceptáis —añadió con timidez Shandril.

Storm los miró a los dos con una sonrisa y, entonces, se adelantó hasta ellos y los rodeó a ambos con sus brazos.

—Si nos aceptáis —repitió ella con dulzura—. Nosotros estaremos orgullosos y contentos de teneros. A vosotros, Shandril y Narm, no a vuestro arte y vuestro fuego mágico. Desde luego, no necesitáis quedaros aquí; estoy de acuerdo con Elminster, pues ya hemos hablado de ello. No debéis quedaros aquí. Debéis viajar lejos y ver muchas cosas, y desarrollar vuestro juicio y vuestros poderes. Si a medida que hacéis vuestro camino trabajáis contra el mal, seréis Arpistas, tanto si lleváis el emblema como si no. No luchéis siempre con la espada y el conjuro. Los modos más lentos son los más seguros: ayudar a cambio de nada, y forjar amistades y confianza. El mal no puede albergar en éstos y se aleja de cuanto no puede destruir con el fuego y la espada.

—¿Adónde debemos ir, entonces? —preguntó Narm mientras continuaban los tres allí abrazados en medio del bosque. Entonces, deshicieron su abrazo y Storm habló en voz baja, tanto que sus palabras quedaban casi apagadas por los sonidos del agua.

—Id por el Desfiladero del Trueno. Guardaos de los agentes del culto. Hay muchos en Sembia, y, además, también hay uno en Luna Alta. Su nombre es Korvan. —Shandril estiró el cuello con alarma—. Id hasta la misma Luna de Plata. Buscad a Alustriel, Alta Señora de aquella ciudad, y decidle que vais de parte de su hermana Storm y que os gustaría ser Arpistas.

»Con Alustriel allí, aquél es un buen lugar donde estar si tenéis intención de tener un niño —dijo la barda mirando significativamente a Shandril, quien se ruborizó—. Bien, después de todo, no seríais la primera pareja en cometer ese “error”. —Y miró entonces a Narm—. Si tu señora se siente demasiado indispuesta para comer —le dijo—, dale un montón de estofado. Por la tarde, tendrá más ganas de cenar.

Narm la miró.

—Por favor, señora, me gustaría acostumbrarme a la idea de que voy a ser padre, primero —dijo con tono lastimero.

Storm volvió a echarse a reír.

—Pensad bien, los dos, en los nombres que vuestra descendencia habrá de llevar durante toda su vida. Yo nací en una tormenta, y así me llamaron por haber salido de ella. Es un nombre pegadizo, me han dicho, pero tuve que pelearme con muchos chicos y chicas más grandes y fuertes que yo, de pequeña, a causa de él —y separándose un tanto de ellos, se desabrochó la túnica.

Tras una mirada de asombro, Narm se volvió prudentemente de espaldas. Indiferente, la barda se descubrió el tronco hasta la cintura. Shandril vio cómo sus brazos, espalda y costados estaban cubiertos de tenues, blancas y retorcidas cicatrices de espada. Storm levantó la mirada hacia los estupefactos ojos de Shandril y le lanzó un guiño.

—He andado muchos caminos. Algunos de ellos dejan pequeños mapas —dijo siguiendo una cicatriz con su largo dedo, y se ató de nuevo la túnica.

—Puedes volverte, Narm —dijo Storm—. Pronto terminaré cansándome de hablar con tus hombros. —Narm se volvió obedientemente con una amplia sonrisa—. Ahora —continuó Storm— os contaré algunas cosas sobre el viaje que vais a emprender. Primero: rastreo de marcas. Veréis algunas inscripciones grabadas o quemadas sobre rocas, árboles o en la misma tierra según avanzáis. —Storm cogió un palo y, después, lo desechó—. No…, os las dibujaré en la casa. Es costumbre de Elminster esperar que uno recuerde medio centenar de cosas en una mañana; yo no haré eso. Os diré los nombres de los agentes Arpistas que podéis encontrar a lo largo del camino. Id a pedirles ayuda si lo necesitáis.

»Éstos también os los escribiré, en un vendaje. Luego necesitaré que os pinchéis un dedo y sangréis sobre él. Debe parecer bien manchado y desagradable si no queréis que nadie se interese en mirarlo de cerca, en caso de que alguien os registre u os robe. Pero, además, os los voy a decir de palabra para el caso de que os tuvieseis que separar o perdieseis la lista. Si perdéis la lista de marcas, manteneos apartados de todas las que veáis.

»Primero, en Cormyr…

Al cabo de un buen rato, Storm se levantó, se ató el cuerno a su cinturón y ascendió con ellos el sendero hasta su puerta trasera.

—¿Y qué sucede si alguien, por medio de magia, quiero decir, hubiese oído todo esto? —preguntó Narm mirando a su alrededor por entre los árboles.

Storm negó con la cabeza.

—Tengo mi propio arte para cercar este pequeño y escondido refugio. Ni el propio Manshoon podría oírnos a menos que se sentase a nuestro lado. —Y entró y puso a los curtidos hombres de armas a cortar queso y manzanas para todos mientras ella preparaba los vendajes.

Storm desapareció por una escalera semiescondida entre las sombras de la vieja cocina de piedra llevando de la mano a Shandril. Cuando reaparecieron, no había signo alguno del prometido vendaje. Los ojos de Shandril dijeron a Narm con diáfana claridad que se hallaba escondido en alguna parte de ella. La barda llevaba ahora sus atuendos de lucha de cuero negro y una espada.

—Al templo, pues —dijo Storm con viveza—, que tenemos mucho que hablar con Rathan y Eressea.

Al oeste de la torre, al otro lado del puente que cruzaba el río Ashaba, se elevaba el sólido templo de piedra de Tymora sin foso ni empalizada. Su abierta entrada se levantaba sin muro ninguno en medio de la verde y alta hierba, de manera que cualquiera podía fácilmente caminar a su alrededor. Storm los condujo a través de los pilares de la entrada y a lo largo de una amplia avenida enlosada que llevaba hasta el templo. La avenida desembocaba en unas dobles puertas de arco de metal brillante, construidas así para simbolizar el disco sagrado de Tymora. Un acólito montaba guardia delante de ellas haciendo sonar, en caso de alarma, un gong circular de metal pulido. Era joven y tenía una cara muy seria y llena de granos.

—¿Qué os trae a esta casa de honor a la Señora? —interrogó según las palabras rituales.

—Venimos a probar nuestra suerte —respondió Storm ceremoniosamente—, y a hablar con Eressea Ambergyles, el sirviente de la Señora, y con el fiel Rathan Thentraver si se encuentra también aquí.

—Sí, señora —dijo el acólito con respeto—. Está aquí. Sed bienvenidos. Entrad conmigo, por favor —y abrió las puertas y se acercó a otro acólito para pedirle que ocupase su puesto mientras él escoltaba a los visitantes hasta el interior del templo.

Un momento después, reapareció, les hizo una señal sin palabras, y los condujo hasta una gran sala circular cuyos pilares sostenían un techo abovedado a gran altura por encima de sus cabezas. Luego subieron sin prisa un ancho escalón y pasaron por delante de un vigilante sacerdote que se sentaba a la cabeza de la escalinata con varios anillos de metal brillando sobre sus dedos y una maza desnuda descansando sobre sus rodillas. La maza despedía suaves destellos.

Más allá del sacerdote, se abría una galería a derecha e izquierda que daba la vuelta al interior de la bóveda jalonada por muchas puertas cerradas. Su acompañante llamó a una que había justo delante de ellos, y ésta se abrió. Rathan y Eressea, ambos vestidos con sencillos hábitos, estaban sentados junto a una pequeña mesa redonda en medio de una estancia con grandes ventanas. Sobre la mesa, entre Rathan y la diminuta Precepta de rostro severo, había seis dados.

Storm los saludó con una inclinación de cabeza.

—Bien hallados seáis los dos. ¿Juegos de azar?

—¿Qué otra cosa podemos hacer en el servicio de Tymora? —respondió Eressea—. Prever los resultados, hacer trampas o alterar el puro azar de cualquier otra manera, has de saber, constituye sacrilegio.

Storm asintió con un gesto.

—¿Sabes para qué hemos venido, Rathan?

—Sí —dijo él, y se levantó—. Podéis esperar en las puertas, pues ahora tenemos que hablar de asuntos sagrados —dijo a los guardias. Al instante, éstos sé retiraron entre saludos, murmullos y más saludos. Rathan indicó con un gesto al acólito que los siguiese pero dejase la puerta abierta. Y después se volvió hacia Narm y Shandril—. Así que deseáis casaros bajo el rostro luminoso de Tymora —dijo simplemente—. ¿Cuándo?

—Lo antes posible, con tu licencia —dijo Shandril con vacilación.

—Pasado mañana —insistió Storm—. Yo los apadrinaré.

—No, señora —dijo Rathan con amplia sonrisa—. Lord Mourngrym ha solicitado ya ese honor. Todo ha sido ya arreglado, excepto la petición de Su Gracia, Eressea.

Y se volvió hacia la sacerdotisa, que ya se había levantado. Su austero rostro estaba iluminado. Sonrió y dijo:

—Yo les daré la bendición de Tymora con mucho gusto. ¿Va a celebrarse aquí, en la torre, o…?

—Fuera, al aire libre, Precepta —dijo con suavidad Storm, sorprendiéndolos a todos—. En el solar de la cabaña de mi hermana Sylune, quemada y desaparecida ahora.

Hubo un pequeño silencio. Shandril se dio cuenta de que Eressea la estaba mirando en busca de su aprobación.

—De acuerdo —dijo ella sin más, ignorante de lo que debía decir. Pero Narm le hizo eco, dándole con ello cierto carácter oficial. Entonces habló Rathan.

—De acuerdo —fue todo lo que dijo, y Eressea inclinó la cabeza en aprobación.

—Pasado mañana, entonces, después del desayuno —determinó la Precepta—. Que se sepa la noticia.

Rathan saludó y salió y descendió las escaleras delante de ellos.

—¿El joven señor y la señora se van a casar? ¡Los mejores deseos de los dioses sean con ellos! Créeme, Baerth, ¡yo vi las llamas salir de su propia mano! «Fuego mágico», lo llaman, ¡pero jamás he visto lanzar a nadie magia como ésa! Ningún bailoteo ni canturreo; simplemente frunció un poco el entrecejo, como hace Delmath antes de levantar un barril lleno, ¡y allí estaba! Sí, ¿te gustaría a ti casarte con algo así?

Malark, bajo la forma de un búho encaramado en una rama por encima de ellos, sonrió agriamente para sí en medio del caudal de roncas risotadas y pensó en la manera de matar a Shandril. Todo aquel furtivo merodear lo ponía furioso. La muchacha y su joven mago se hallaban juntos en todo momento, y en todo momento iban acompañados al menos por un experto en el arte o uno de los caballeros armados con poderosos artículos de magia…, con otros siempre cerca de ellos.

Malark no olvidaba por cierto la desolación causada en la guarida de Rauglothgor. Un error en este asunto podría ser el último para él. Volvió sus cansados ojos hacia la Torre Torcida. Incluso en aquel momento estaba custodiada ella. Sobre todo en aquel momento.

La ceremonia nupcial sería una oportunidad para acercarse a Shandril-la-del-Fuego-Mágico, pero no una buena oportunidad. Todos los más poderosos protectores del Valle de las Sombras estarían reunidos allí. Tal vez más tarde…, esos dos tendrían que abandonar el valle tarde o temprano. Malark tenía la inquietante sensación de que otros estaban esperando también a que eso sucediera y que probablemente tendría que combatir con rivales aspirantes al fuego mágico, tal vez incluso con el mismo Oumrath.

Malark gruñó para sí y levantó el vuelo intranquilo, dirigiéndose hacia el sur a través de la carretera. Pronto, Shandril de Luna Alta. Pronto sentirás mi arte…

El día amaneció frío y con niebla. Shandril y Narm habían dormido separados tal como exigía la costumbre; Shandril en el Templo de Tymora con Eressea, y Narm en la Torre Torcida con Rathan. Ambos estaban despiertos y levantados antes del alba para recibir el baño de agua sagrada y la bendición. La noticia se había propagado por todo el valle y pronto empezó a congregarse la gente junto a las orillas del Ashaba.

Rathan llenó un vaso de una jarra de cristal y lo sostuvo en alto.

—Por la Señora —dijo, y lo vació dentro del baño. Después, volvió la cabeza para mirar a Narm y sonrió—: Ése es todo el vino que voy a tocar hoy.

Narm se levantó chorreando agua.

—¿Quieres decir que vas a perderte todo el copeo de festejo, más tarde?

Rathan se encogió de hombros.

—¿De qué otro modo puedo hacer de ésta una ocasión especial? Eressea y yo iremos juntos a alguna parte, cuando todo esté hecho, y compartiremos un vaso de agua bendita —y se quedó mirando al vacío por un momento. Luego parpadeó y dijo con aspereza—: ¡Vamos, anda! Sal y sécate. ¡Como ahora te descuides y cojas frío, puede que Shandril acabe casándose con un cadáver andante!

—Qué alegre, ¿no? —observó Narm mientras Rathan desenvolvía unas ropas blancas calentadas con piedras calientes entre gruñidos y soplidos en los dedos y se las entregaba a Narm.

—Si lo que quieres es un payaso, mando llamar al instante a Torm —replicó Rathan—. Pero luego no me culpes si terminas tan borracho y distraído que te olvidas de acudir a la boda… ¡o si él te encierra en algún baúl para darse el gusto de desposar a tu Shandril en tu lugar!

—¿Torm?

—Sí. Y si él está ocupado haciendo de las suyas por ahí, yo mismo podría reemplazarlo en esa clase de aventuras.

Eressea besó ceremoniosamente a Shandril en la frente y, después, la abrazó con afecto.

—Debemos darnos prisa —dijo—. Tu futuro señor te espera. Todo el Valle de las Sombras te espera reunido, también. Así que, «volemos», como dice Elminster.

Shandril puso los ojos en blanco y, juntas, corrieron escaleras abajo.

Un cuerno solitario sonó desde donde había estado antes la cabaña de Sylune y resonó por el valle como señal de que Narm esperaba con Rathan. De inmediato otro le respondió desde las almenas de la torre de Ashaba mientras la novia y la Precepta Eressea emprendían el largo paseo en dirección sur.

Storm Mano de Plata caminaba tras ellas, con la espada desenvainada, como guardia de honor. Cualesquiera ojos hostiles que estuviesen observando y planeando un ataque contra la doncella que manejaba el fuego mágico no podían dejar de apreciar los numerosos resplandores de magia que flotaban en torno a la persona de la barda. Iba armada con poder y preparada para enfrentar cualquier contratiempo. No fueron pocas las boquiabiertas exclamaciones y murmullos entre la gente del valle ante aquel despliegue.

A bastante distancia por delante de ellos caminaba Mourngrym, señor del Valle de las Sombras, con la cabeza descubierta pero con armadura completa. Llevaba las armas del lugar sobre su pecho y una gran espada en el cinturón.

Los trompeteros que jalonaban el camino lo saludaban a su paso, pero no hicieron sonar sus cuernos hasta que Shandril se encontró a su altura. Una a una, sus llamadas resonaron a medida que la novia se aproximaba.

Mourngrym saludó a Narm y, luego, se situó a un lado. Unas cuantas losas de piedra desnudas entre la todavía chamuscada hierba marcaban el lugar donde se había levantado antes la cabaña de Sylune. Cuando ella vivía y era señora del Valle, no había ningún templo en el Valle de las Sombras. Todas las parejas acudían allí a casarse ante ella. Ahora, al menos una pareja más volvería a casarse allí.

Rathan se erguía solemne sobre las piedras buscando con los ojos a Shandril. El disco de Tymora sobre su pecho comenzó a refulgir cuando lo rodeó con sus manos.

Shandril y Eressea estaban ya muy cerca, y el último cuerno emitió dos altas notas. Todos los demás cuernos respondieron en una resonante, larga y gloriosa fanfarria. Cuando, por fin, los estremecedores ecos terminaron de desvanecerse, Shandril se hallaba de pie ante Rathan.

El sacerdote le sonrió y lanzó al aire el disco de Tymora que hasta entonces había colgado de su cadena. Allí se quedó flotando a más de un metro por encima de sus cabezas, girando lentamente y despidiendo una luminosidad cada vez más intensa.

—Bajo la cara luminosa de Tymora, nos hemos reunido aquí para unir a este hombre, Narm Tamaraith, y a esta mujer, Shandril Shessair, como compañeros de por vida. Que sus caminos discurran siempre juntos, les deseo yo, un amigo. ¿Qué dice Tymora?

Eressea dio un paso adelante y dijo:

—Yo hablo en nombre de Tymora, y digo, también, que sus caminos discurran juntos.

Rathan inclinó la cabeza ante sus palabras.

—Estamos en el Valle de las Sombras —dijo entonces—. ¿Qué tiene que decir una buena mujer del valle?

Storm Mano de Plata se adelantó un paso y habló:

—Yo digo que sus caminos discurran juntos.

—Estamos aquí, en el Valle de las Sombras, y os escuchamos. ¿Qué tiene que decir un buen hombre del valle?

Bronn Selgard, el herrero, se destacó unos pasos de la multitud del valle allí congregada. Su gran rostro de duras facciones tenía un aspecto solemne y sus poderosos miembros iban engalanados con finos aunque viejos adornos cuidadosamente remendados. Su voz profunda retumbó sobre todos ellos:

—Yo digo que discurran juntos sus caminos.

—Estamos en el Valle de las Sombras, y os escuchamos —repitió Rathan—. ¿Qué dice el señor del Valle?

Mourngrym avanzó un paso:

—Yo digo que discurran juntos sus caminos.

—Estamos en el Valle de las Sombras, y os escuchamos —volvió a sonar la voz de Rathan que, de repente, se elevó hasta adquirir el tono de un ardiente desafío—. ¿Qué dice la gente del valle? ¿Opináis que los caminos de estos dos jóvenes, Narm y Shandril, han de discurrir juntos?

—¡Sííí! —fue el unísono grito de un centenar de gargantas.

—Bien. Os hemos oído. Hemos oído a todos, excepto a Narm y Shandril. ¿Qué decís vosotros dos? ¿Derramaréis vuestra sangre el uno por el otro?

—Sí —dijo Shandril primero, según la costumbre. De pronto se le había secado la garganta.

—Sí —dijo Narm con voz igual de baja.

—Entonces, unidos quedáis —dijo solemnemente Rathan y cogió la mano izquierda de ambos en cada una de las suyas.

Mourngrym se adelantó con su daga en la mano.

Cerca, entre la muchedumbre, Jhessail y Elminster miraban con tensa atención. En ese momento, la protección que ejercían sobre Mourngrym podría verse puesta a prueba por algún otro que intentase obligarlo a arremeter con su arma contra la joven pareja. También el rostro de Rathan estaba tenso mientras observaba.

Con aire grave, el señor del Valle de las Sombras levantó su daga y practicó con cuidado un ligero cortecito en los dorsos de ambas manos que estaban vueltos hacia arriba. Luego limpió la hoja en el suelo de turba delante de ellos, la besó y se la guardó. Después, retrocedió en silencio hasta donde estaba.

—Ahora, haced como os dijimos —les susurró Rathan, y retrocedió.

Narm y Shandril se llevaron recíprocamente sus manos sangrantes a la boca y, después, se abrazaron con frenesí y se besaron en medio de la aclamación general.

—Unidos, y de una sangre, están ahora Narm y Shandril —dijo Rathan—. Que ningún ser separe esta sagrada unión, o se enfrentará para siempre con la cara oscura de Tymora.

Por encima de sus cabezas, el disco rotatorio resplandeció de pronto con una luz intensa. Hubo gritos de admiración y sorpresa.

—¡Ved la señal de la diosa! —gritó Rathan—. ¡Ella bendice esta unión!

El disco se elevó, brillando con fuerza, mientras Narm y Shandril retrocedían unos pasos, con las manos cogidas, para contemplarlo. De él entonces brotaron dos haces de radiante luz blanca acompañados de un sonido como agudo y discordante, como el de un arpa. Ambos haces se extendieron hacia abajo hasta tocar, el uno a Narm y el otro a Shandril.

Narm se quedó inmóvil, sonriente y con unos ojos atónitos abiertos hasta más no poder cuando sintió su fuerza corriendo dentro de él, limpiándolo y fortaleciéndolo. Al contacto con la luz, Shandril estalló en llamas y, según se movía para abrazar a Narm en medio de una alegría salvaje, su fuego mágico se elevó por encima de los dos en una gran lágrima de llama viva. Las ropas de ambos se encendieron y desaparecieron, pero su cabello y su cuerpo estaban intactos.

Elminster gruñó con desaprobación y comenzó a mover sus manos en gestos conjuradores, al tiempo que murmuraba frases mágicas que nadie de cuantos lo rodeaban pudo oír. Al instante los Arpistas emergieron de entre los árboles, alrededor de ellos, para tocar La Cabalgada del León con numerosas arpas que brillaban y relucían a la luz de Tymora.

Por un momento pareció que había otra dama junto a Elminster y la pareja nupcial, sobre las losas marcadas por el fuego: una dama sonriente de pelo plateado. Sólo Jhessail vio la fantasmal figura antes de que se desvaneciera silenciosamente otra vez.

—¡Sylune! —susurró Jhessail, y las lágrimas brotaron de sus ojos.

Unas túnicas de ilusión arroparon a Narm y Shandril mientras las llamas se desvanecían. Rathan gritó:

—¡Está hecho! ¡Marchad con alegría! ¡Un festín os espera en la torre de Ashaba! ¡A bailar todos!

Jhessail se adelantó entre el feliz tumulto hasta donde Elminster, Mourngrym, Storm y los clérigos se hallaban montando guardia sonrientes en torno a la feliz pareja.

—Está hecho —dijo con dulzura, y los besó a los dos—. Es el momento de que os dé lo que a Merith y a mí se nos dio en el día de nuestra boda. En este mismo momento, los enemigos se agrupan en los bosques para venir en vuestra busca, y habrá batalla. Procurad volar bien alto y no toméis parte en ella bajo ningún concepto.

Elminster comenzó a formular un sortilegio de vuelo sobre Shandril, y Jhessail hizo lo mismo con Narm. Cuando hubieron terminado, Elminster dijo con su voz cascada:

—No os quedéis en las alturas más de lo que haga falta. Esta magia no dura eternamente. ¡Ahora, marchaos! —Y, empujando a uno a los brazos del otro, dio a Shandril unas torpes palmaditas en la espalda y les ordenó—: ¡Elevaos! ¡Antes de que la lucha nos alcance!

Shandril les dio las gracias a todos y, después, envuelta entre los brazos de Narm, despegaron lentamente de la tierra. Ambos estaban mudos de asombro mientras se elevaban juntos a través de un cielo claro. El luminoso disco de Tymora se elevó en silencio mientras Rathan los seguía con los ojos.

—Espero que Tymora vuelva a enviarme su santo símbolo —dijo mientras veía cómo la débil luz se alejaba hacia el este por encima del bosque.

—Y yo espero —dijo Storm— que tengan el juicio suficiente para mantenerse alejados de Myth Drannor.

—Yo me ocuparé de eso, hermana —dijo una suave voz desde arriba mientras un halcón negro emergía de la niebla y se alejaba de ellos volando en ascenso hacia el este.

Elminster gruñó:

—¡Vaya, creo que tendré que mantener los ojos bien abiertos a cuanto se le pueda ocurrir hacer a ésta para conseguir fuego mágico, también! —Y, transformándose a su vez en águila, desapareció rápidamente en el cielo.

Aquéllos que permanecían todavía sobre el solar de la antigua cabaña de Sylune se miraron unos a otros, y luego a la gente del valle que regresaba a toda prisa hacia la torre mientras las espadas comenzaban a brillar entre los árboles. Los Arpistas y los guardias del valle estaban combatiendo con unos hombres vestidos con abigarrados atuendos de cuero; mercenarios, a juzgar por su aspecto.

Jhessail suspiró.

—Bien; vuelta a la lucha otra vez —dijo con resignación.

—Sí —asintió Storm—. Como siempre.

Y sacaron espadas, una varita y dos mazas y se zambulleron en la refriega. Como siempre.