12
Se deslizan las sombras

El halcón describe círculos y más círculos, y espera. Contra la mayoría de sus presas, tan sólo asestará un golpe. Espera, por tanto, la mejor oportunidad. Sé como el halcón. Observa y espera, y luego acierta. Los elfos no se pueden permitir muertes tontas en la batalla. Combate para matar, no para tener una lucha larga y gloriosa.

Aermhar el de los árboles Enredados

Consejo ante la Asamblea, en la Corte élfica

Año del Halcón Encapuchado

—E… estoy demasiado cansado, señora —dijo Narm disculpándose—. No me puedo concentrar.

Jhessail asintió con la cabeza:

—Ya sé que lo estás. Por eso debes hacerlo. ¿Cómo, si no, vas a conseguir forjar tu voluntad hasta hacerla más fuerte y afilada que la espada de un guerrero, como dicen los viejos magos? —La sonrisa de Jhessail no estaba exenta de ironía—. Encontrarás, aunque no volvieses a aventurarte a partir de hoy, que casi nunca gozarás del silencio, la comodidad, la buena luz y el espacio suficiente para estudiar. Te verás siempre luchando por grabar conjuros en tu memoria mientras estás agotado, enfermo o herido y acuciado por el dolor, o en medio de ronquidos, quejidos, charla, o incluso llantos. Aprende ahora, y te alegrarás de ello después.

—Te lo agradezco por adelantado, buena señora —respondió Narm con no menos ironía. Jhessail sonrió de oreja a oreja.

—Tú aprende, tú aprende —le dijo—. Bien… ¿por qué no examinas las páginas que tienes ante ti? Los conjuros no se recuerdan solos, ¿sabes?

Narm sacudió la cabeza con una media sonrisa de frustración en su cara, y dijo:

—¡Sencillamente, no puedo! ¡No es posible!

—Así habla el guerrero cuando le dicen que aprenda conjuros y se convierta en un gran mago —replicó Jhessail sentándose de repente en medio de un suave remolino de hábitos gris-plateados—. Y también el ladrón. ¡Pero tú ya lanzas conjuros! Yo te he visto… El más pequeño sortilegio que hagas demuestra que puedes. ¡El «no puedo» ya no existe en cuanto lees tus primeras inscripciones, muchacho! ¿Eres capaz de sentarte ahí y mentirme con toda tu cara y los libros de magia abiertos? ¡Yo espero de ti bastante más que eso!

—¡Aarghh! —respondió Narm con frustración, golpeando la mesa con el puño—. ¡No puedo pensar si sigues hablándome, siempre hablando! ¡Marimmar jamás me hizo esto! Él…

—Murió en un instante porque su estupidez era mucho más grande que su arte —continuó Jhessail—. Tú puedes hacerlo mucho mejor, Narm. Además, debes esperar encontrarte con distintos modos de manejar el arte cada vez que estás ante un maestro diferente. No cuestiones ni los métodos ni las opiniones que de buena voluntad se te dan, aunque te hagan arder por dentro, y no subestimes el conocimiento impartido. Voy a cerrar mi enseñanza como el que cierra un grifo, y no tendrás ni una gota más a pesar de todas tus súplicas y todo tu dinero. ¿Pretendías ser un mago y no saber con qué clase de orgullo vas a tener que enfrentarte, todavía? Yo lo sé muy bien… ¡Me estoy enfrentando con tu orgullo ahora mismo!

—Yo… mis excusas, Jhess… lady Jhessail. No deseaba ofenderte. Yo…

—Puedes evitar tal ofensa mirando tus páginas y tratando de estudiar a pesar de mi cháchara, ¡y no haciéndome perder el tiempo! Yo soy mucho más vieja que tú, muchacho. Me queda mucho menos que a ti, si tienes los suficientes sesos como para llegar a viejo… Una perspectiva harto dudosa ésta para todos, pero a la que yo no obstante me agarro.

Narm alzó las manos en muda desesperación e inclinó la cabeza hacia el libro de magia que tenía abierto ante él. Jhessail volvió a sonreír:

—Está bien. Recuerda… No, no me mires a mí. Ya sabes que soy bonita, y yo también lo sé, pero el arte de Mystra es mucho más hermoso. Su belleza perdura, mientras que la mía se marchitará con los años. Recuerda que he aprendido algo de arte con el propio Elminster… —Narm levantó la mirada con sorpresa. Jhessail frunció el entrecejo y le señaló de nuevo el libro con severidad— y se me están acabando las cosas severas que él me dijo, para que yo te repita ahora como un lorito. Así que, por el amor de Mystra, Narm, concéntrate en tus conjuros y haz un esfuerzo. Así yo te podré hablar de los reyes de Cormyr, o de la etiqueta cortesana de Aglarond, o recitarte las canciones de amor de Solshuss el bardo sin tener que devanarme tanto los sesos.

—Sí, lo… lo intentaré. Sólo una pregunta si me permites, señora, antes de proseguir —dijo Narm levantando la mirada hacia ella. Jhessail sonrió y asintió con la cabeza—. ¿Elminster te hablaba así a ti? ¿Por qué?

—Porque lo consideraba necesario, lo mismo que yo, en esta etapa del aprendizaje, para alguien que desea dominar el arte. Tu Marimmar obviamente jamás conoció esta disciplina. Illistyl, cuyo arte es mucho menos poderoso que el suyo, también la ha conocido, y para gran beneficio suyo. Elminster considera negligente su enseñanza si el mago no conoce esta frustración.

»El arte es una cosa bella en sí misma, y también puede ser útil y creativa. Demasiados practicantes descuidan dichas facetas del arte en su prisa por hacer fortuna y ganar influencia, y enemigos, manejando el fuego y el rayo. Recuerda eso, Narm. Si, con el paso de los años, llegas a olvidar todo lo demás que te he dicho, recuerda por lo menos eso. Tú viste morir a Shadowsil. Elminster la adiestró durante largo tiempo. Ya viste lo que la fascinación por el poder, y sólo el poder, puede llegar a hacer.

—Sí…, pero ¿por qué otra cosa se hace uno mago?

—¿Por qué? ¡Por qué! ¿Por qué convertirse en algo distinto de un granjero, un cazador o un guerrero? Éstas son las tres profesiones que el mundo impone a todo el que nace en él, si es que quiere encontrar un modo de vida libre en medio de estas tierras salvajes. Todas las demás: carpinteros, pintores, tejedores, herreros, las escoge uno porque tiene la aptitud y el deseo.

»Si es poder todo lo que quieres, hazte guerrero… pero procura entonces atacar a los débiles y desprotegidos. Tu brazo puede que llegue a cansarse de tanto matar, pero tendrás poder y podrás utilizarlo sobre los demás… hasta que, naturalmente, caigas ante otro más poderoso que tú. ¡Sigue haciendo esas preguntas, Narm, y verás que puedo igualar el carácter irascible de Elminster! ¿Por qué no sigues mirando tus libros?

—E… sí. Perdón, lady Jhessail.

Fue Jhessail quien sacudió las manos con desesperación esta vez.

—Dioses del cielo —suspiró—. ¡Y pensar que yo una vez me porté como él lo hace ahora! ¡Me sorprende que Elminster, después de todo, no juzgase más apropiada la forma de una babosa o un sapo para terminar mis días! ¡Paciencia; sobre todo, paciencia! ¡Compadeceos, dioses, del pobre estudiante de magia; todavía tiene por delante esta lección!

Narm levantó los ojos alarmado. Jhessail parpadeó, y luego gritó:

—¡Sigue dejando que el más insignificante ruido te distraiga! ¿Y tú pretendes llamarte mago?

»¿Has visto alguna vez una rata? Oh, se apartan encogiéndose para evitar el bastón…, pero, si te pones a correr por ahí lanzando gritos y ellas están comiendo en el saco de grano, continuarán comiendo hasta que puedan. ¡Si tienen que correr, correrán con la boca llena! ¿Acaso no tienes tú más sesos que una rata? ¡Estudia, jovencito, estudia! Los reyes nacen para su condición, las ratas nacen para la suya, también. ¡Todos los demás debemos trabajar para ganarnos la nuestra! ¡Estudia, te digo!

La puerta se abrió e Illistyl asomó la cabeza.

—Una brillante representación —observó con tono suave—. Ahora, sólo te queda imitar la voz de Elminster… —y cerró la puerta a toda prisa mientras Jhessail lanzaba una pluma en aquella dirección.

Tras el impacto, la puerta se abrió otra vez y de nuevo apareció la cabeza de Illistyl.

—¿No tienes ninguna más de ésas a mano? —preguntó mirando el objeto de metal que yacía ileso a sus pies.

Jhessail le lanzó una sonrisa de oreja a oreja.

—Por desgracia, no —dijo—. Él la está usando.

—¿Usando? ¿Para qué? No ha escrito una sola línea en todo este rato. Parece que ha estado ocupado en alguna otra cosa —comentó Illistyl con un tono de exagerada inocencia. Sus ojos se encontraron con los de Narm, que las miraba a ambas completamente atónito, y al instante ella creció una cabeza más alta. El pelo le creció también en torno a la cabeza y sus ojos aumentaron hasta el tamaño de dos dedos pulgares—. ¿Qué es esto? ¿Se intercambian unas pocas palabras y este estudiante interrumpe su estudio? ¿Es que es de voluntad frágil? ¿Es un travieso? ¿O es que le gusta hacer perder el tiempo a su maestra?

Durante todo este rato, mientras voceaba, Illistyl no había dejado de avanzar hacia un asustado y confundido Narm, hasta que se encontró a sólo unos centímetros de él. Entonces, le sonrió con dulzura y añadió con una voz normal:

—Narm, ¿cómo crees que vas a conseguir progresar en tu arte si no puedes concentrarte más que un niño de tres años que juega en el barro?

Narm la miró como si estuviese a punto de llorar y, entonces, estalló en una incontrolada risa.

—¡Jamás había aprendido magia de esta manera! —dijo cuando al fin fue capaz de hablar.

—Debes de estar acostumbrado a un montón de abultada dignidad y de refunfuños místicos —dijo Illistyl—. Ahora, vuelve a mirar tu libro…, no puedes leer inscripciones mientras me estás mirando a mí.

Narm lanzó un sonoro y sentido suspiro, y se inclinó sobre sus libros una vez más.

—Mystra, ayúdame —murmuró.

—Tendrá que hacerlo. Pero ayúdala un poquito en la tarea, ¿eh? —insistió Illistyl. Y luego se volvió hacia Jhessail—. Bien; consuela saber que yo no era la única en subirme por las paredes de frustración en esta fase de mi aprendizaje contigo.

—¿Y crees que yo no lo hacía también? Elminster me amenazaba continuamente con zurrarme con un conjuro auxiliar invisible mientras estudiaba. Después amenazaba con obligarme a combatir con él valiéndome de cuantos sortilegios lograra memorizar sobre la marcha —contestó Jhessail levantando una ceja.

Illistyl se echó a reír:

—¡Nunca me habías dicho eso! ¿Hizo alguna vez que pasara de ser una amenaza?

—No. Aprendí a estudiar en medio de cualquier circunstancia, y con sorprendente rapidez.

—¿Crees que él también lo hará? —preguntó Illistyl en voz baja señalando al aplicado Narm con la cabeza.

Jhessail se encogió de hombros.

—Para sí mismo, sí. Pero, como protector y compañero de alguien que será atacada día tras día porque puede manejar fuego mágico…, eso ya no es tan seguro. ¿Estás escuchando de nuevo, Narm?

Narm levantó la mirada:

—Perdón, ¿me preguntabas algo?

—Ajá, mucho mejor —respondió Jhessail—. Procura aplicarte bien en esto, Narm. Tu vida, y la de tu mujer, van a depender de ello.

Shandril miró a su alrededor con ojos atemorizados. Era una inmensa y oscura caverna salpicada toda de escombros. Elminster vio que movía los ojos de un lado a otro y dijo:

—Un accidente, hace mucho tiempo. ¿Estás preparada, pequeña?

—Sí —contestó Shandril—. Ahora ¿qué?

Elminster puso una cara grave:

—Unas cuantas pruebas más. Cosas que se aprenden mejor cuando tu vida depende de ellas —y se alejó algunos pasos de ella—. Mi arte protege esta cámara contra cualquier magia entrometida —añadió—. Primero… mantén tu mano alta, así… y ahora la otra.

Shandril lo miró un poco asustada:

—¿Quieres que vuelva mi fuego mágico contra mí misma?

—Debemos saber tu resistencia —dijo Elminster—, pero procura hacerlo con mucha suavidad. Detente de inmediato en cuanto notes que te afecta.

Shandril asintió y volcó su empeño sobre la tarea. La idea de quemarse a sí misma la ponía enferma. Apretó los dientes, levantó su mirada hacia el mago y, después, se quedó mirando la mano que recibiría las llamas. El fuego mágico brotó de su otra mano y se retorció como una lengua para lamer a su desprotegida compañera.

Ningún dolor, pero sí un hormigueo en sus miembros que aumentaba en intensidad a medida que continuaba envolviendo su mano en llamas. Retiró ésta del abrasante calor y la miró, y vio que estaba intacta. La volvió a sumergir en el fuego. Las llamas rugieron; su incontrolable temblor crecía.

De pronto sintió que algo agarraba su mano y la retiraba de las llamas. Otra mano tomó su lugar y, casi al instante, oyó el quejido de Elminster:

—Urrrgh —y se apartó. Luego él tocó su hombro y después, muy despacio, su desnuda mejilla. Ninguna llama hizo erupción de este contacto. Entonces, le dio unas palmaditas en el hombro y dijo—: Ya basta.

Las llamas se extinguieron. Elminster se colocó delante de ella y examinó los dedos de su propia mano ennegrecida frunciendo el entrecejo con una mezcla de interés y dolor.

—Bien —dijo—. No te quema a ti, pero la fuerza puede dañar tus entrañas al circular de nuevo hacia adentro. Quema a cualquier otro, a pesar de las defensas mágicas. Cuando no estás tan llena de energía que se ve arder en tus ojos, sólo hace daño a aquello que tienes intención de dañar, y no al tacto de cualquiera. Narm durará más de lo que yo temía.

Shandril dejó escapar una risilla al oír su tono:

—¿Querrás tal vez observarnos a los dos juntos, para completar tus investigaciones?

Sin levantar la cabeza, Elminster la miró con aire desaprobador desde debajo de sus cejas y meneó su dedo hacia ella.

—Puede que no te sorprenda saber —le dijo con gravedad— que, a lo largo de más de quinientos inviernos, he visto ocurrir tal cosa una o dos veces. —Y, con una sonrisa burlona, añadió—: Y habría visto mucho más, también, si hubiese tenido el valor de mantener más abiertos mis ojos en años más jóvenes.

Luego se volvió de golpe, haciendo volar sus hábitos en remolino, y dijo:

—Pero ya basta de temas tan improcedentes para que un anciano los discuta con una joven dama cuando están a solas en la oscuridad. Vuelve tu fuego mágico contra este muro; sólo contra el muro, fíjate bien. Esta caverna puede que no sea completamente estable. Veamos qué sucede.

De nuevo Shandril proyectó su voluntad y el fuego mágico surgió de su mano. Embistió contra el muro con un fragor hueco y estalló en todas direcciones, produciendo una lluvia de chispas y fragmentos de llama sobre las rocas. La pared de la caverna se sostuvo a pesar de los feroces esfuerzos de Shandril por lanzar su fuego con la mayor intensidad posible. Cuando Elminster le dio unas palmaditas en el hombro para que desistiera, la pared de la caverna aparecía por algunos sitios al rojo vivo y, por otros, negra de hollín.

—¿Cómo se siente uno al tener semejante poder en las manos? —le preguntó con dulzura Elminster.

—Aterrada, desde luego —contestó con sinceridad Shandril—. Al mismo tiempo excitada y asustada. Es… como si ya no fuese capaz de volver a relajarme.

—¿Y en la posada podías?

—Pues… sí. Por breves momentos en que estaba sola de vez en cuando. Pero, no es sólo la aventura… ni tampoco el fuego mágico…

—Es Narm —dijo Elminster secamente—. ¿Querrías intentar algo más por mí?

—Sí… ¿De qué se trata?

—Mira a ver si puedes arrojar fuego mágico desde tu rodilla, frente, pie, o desde atrás… o desde tus ojos, otra vez. Prueba a ver si puedes arrojarlo en aspersión, o formando cerradas curvas, o si puedes lanzar pequeñas bolas o zarcillos de fuego. Sería muy útil también conocer la exactitud de mira con que puedes lanzarlo.

—¿Cuánto tiempo quieres…? No importa. ¿Cómo lo vamos a hacer? —preguntó Shandril secándose la sudorosa frente con una mano; su fuego había caldeado la caverna.

Elminster sostenía su pipa sin decir nada. Ella apuntó con un dedo y lo impulsó, tan sólo un poco, con su voluntad; y salió disparado un chorro de llama. El mago giró con habilidad el cuenco de su pipa y sorbió al mismo tiempo para capturar la llama. Después, humeando satisfecho, asintió con la cabeza.

—Sí…, comenzaremos así…

Había silencio en la sala aquella noche, a pesar del reunido grupo de caballeros. Éstos estaban sentados en torno a una mesa de caballetes que se extendía a lo largo de unos treinta pasos en el centro de la estancia. El ambiente era cálido y humeante, y los restos de un buen banquete se hallaban todavía sobre la mesa. Los guardias que habitualmente se alineaban a lo largo de las paredes y los sirvientes que siempre andaban haciendo viajes entre la mesa y la cocina estaban ausentes del salón por orden de Mourngrym.

Mourngrym y Shaerl se sentaban a la cabeza de la mesa. En el otro extremo se sentaba Elminster. A un lado de la larga tabla, se sentaban Storm Mano de Plata, Shandril y Narm. Los caballeros se alineaban al otro lado. Todos los demás asientos estaban vacíos.

Jhessail estaba de pie, dirigiéndose al resto de la asamblea:

—Damas y caballeros —concluía—, Narm Tamaraith ha realizado un considerable avance en su arte desde que vino por primera vez a nosotros. No le faltaban aptitudes ni dedicación; tan sólo adolecía de un pobre e insuficiente adiestramiento previo. —Jhessail sonrió y, para gran sorpresa de Narm, continuó—: Instruirlo fue un verdadero placer. Ni Illistyl ni yo hemos vacilado en presentar a Narm ante esta asamblea como un consumado artífice de conjuros. Entiendo que Elminster desea examinar y adiestrar a Narm todavía, con el fin de prepararlo para la tarea mágica especial requerida como apoyo y protección del poder único de su prometida. Cedo la palabra a mi maestro.

Elminster se levantó con la misma calma con que antes se sentara y dijo:

—Sí. Hablaré con Narm de eso dentro de poco. Pero, si estoy aquí esta noche es en respuesta a la solicitud de Mourngrym —su sutil énfasis en la palabra «solicitud» hizo aflorar una sonrisa en la comisura de los labios del señor del Valle de las Sombras—. Quiero informaros de mis descubrimientos acerca de los poderes de Shandril Shessair, en especial de esa facultad única que nosotros llamamos «fuego mágico». El poder de manejar fuego mágico ya se conoció en los reinos en el pasado…

—Es mi deber esta vez, me temo —interrumpió Florin levantándose con una cortés reverencia a Mourngrym y al anciano sabio—. Elminster… la versión abreviada, por favor. Sin el menor ánimo de faltarte al respeto, nosotros no tenemos ni tu interés ni tu paciencia.

Elminster lo miró malhumorado:

—La paciencia parece andar escasa estos días. Resulta lamentable que las cosas sucedan con tanta rapidez que la gente apenas puede hablar de ellas y refunfuñar antes de que la faz de la tierra haya cambiado otra vez. Tristes días, sin duda… —y aquí hizo un gesto preventivo a varios caballeros que habían abierto sus bocas para hablar—. Pero estoy divagando. Iré directamente al asunto: lady Shandril, la prometida de lord Narm Tamaraith, ambos presentes entre nosotros.

»Shandril puede ahora, sin la presencia de la balhiir que según parece dio origen a su posterior uso de fuego mágico, absorber energía mágica sin demasiado daño personal, aunque siempre algún daño parezca estar involucrado en cierta magia, y almacenarla por un espacio de tiempo desconocido y sin que se aprecien efectos nocivos. Puede, además, lanzarla a voluntad y con un control preciso bajo la forma de un fuego que arde contra casi todo tipo de defensa mágica y afecta a todas las cosas y seres que he tenido ocasión de observar hasta el momento.

»Shandril posee una capacidad definida para dicha energía mágica absorbida, pero por el momento no la conocemos por completo. No sabemos con precisión ni los efectos del fuego mágico en Shandril ni las limitaciones del fuego mágico que es capaz de manejar.

»Puedo deciros qué es el fuego mágico: la energía bruta de que se componen en realidad todas las acciones mágicas, desintegrada por el cuerpo de Shandril de una manera desconocida, a partir de un efecto mágico dado: un conjuro o artículo de magia, en la fuerza necesaria para crear y llevar a cabo dicho efecto.

»Tal como Simbul, distinguida gobernante de Aglarond, señaló en la prueba de la colina, este poder es peligroso…, peligroso para Shandril personalmente y para quienes se hallan próximos a ella. Cuando el cuerpo de Shandril contiene tanta energía que el fuego mágico refulge en sus ojos, su simple tacto puede dañar a quienes tenga a su alrededor con una descarga inintencionada. Ella es también una amenaza para aquéllos que practican la magia en cualquier parte de este mundo. Quienes sean conscientes de esta última amenaza intentarán destruir a Shandril o apoderarse de ella para utilizar su poder contra otros.

»Ciertos poderes malignos se han enterado ya sin duda de sus facultades y pronto actuarán, si es que no han comenzado a hacerlo ya. Hay mucho más que decir, pero… ejem… me habéis pedido la versión abreviada —y el viejo archimago se sentó otra vez y volvió a coger su pipa.

—¿Estás diciendo que de nuevo la guerra vendrá al valle porque aquí está la fuente del fuego mágico? —preguntó lady Shaerl.

—Sí —respondió Elminster—, y debemos estar preparados. ¡Armados y alertas! Debemos defender a Shandril con nuestras espadas y utilizar el arte que conocemos para defenderla de los numerosos magos que vendrán en busca de su fuego mágico. Ella no podrá estar en todas partes para combatirlos a todos, aunque fuese la más encarnizada destructora del mundo. Debemos dirigir también nuestros conjuros a Shandril, para alimentar su fuego mágico; Narm es quien mejor hace esto. Me temo que se avecinan días de sangre.

Mourngrym les habló entonces desafiantemente; levantándose para mirar a todos los presentes, dijo:

—No es justo, poderosos y experimentados aventureros, arrastrar a estos jóvenes a una batalla que casi con toda seguridad significará su muerte, utilizarlos como armas contra aquéllos que vengan hasta aquí.

—Están ya inmersos en esa batalla, tan cierto como que respiramos —dijo con severidad Elminster—. Ya una vez los eximimos de ella, del mismo modo en que un caballero arrastra a un exhausto camarada fuera de la reyerta durante un rato para que recobre el aliento, alivie su dolor y vuelva a ella de nuevo. Es el precio de ese conflicto llamado aventura. Y no me digas que ellos no son aventureros. Uno anduvo de correrías con una experimentada compañía, mientras el otro regresaba a Myth Drannor por su propia voluntad, solo y desarmado, a «probar fortuna» tras la muerte de su maestro a manos de los demonios. No pretendemos, señor, «utilizarlos como armas», sino intentar que conozcan plenamente sus poderes.

El viejo mago paseó su mirada por todos los caballeros y añadió:

—¿Por qué invitamos a un peligro semejante? ¿Por qué vemos a una joven doncella convertirse en una amenaza para nuestros propios poderes? ¿Por qué alimentamos su fuerza y la de su compañero, convirtiéndolos así en una amenaza todavía mayor? Porque… porque, después de todos estos años, todavía nos sentimos bien ayudando a alguien a acometer una empresa justa. Esta primera lucha es una parte de ello y no podemos evitarla. Cuando haya terminado, es nuestro deber dejarlos marchar a donde deseen, sin coaccionarlos ni tomar decisiones por ellos.

Una gran botella verde de cristal que había sobre la mesa, llena de vino y todavía sin abrir, como muchas de sus compañeras, comenzó de pronto a cambiar de forma. Mientras todos observaban atónitos, creció hasta convertirse en Simbul arrodillada sobre la mesa con ojos orgullosos y solitarios. La reina-bruja saludó con la cabeza a Narm y a Shandril y luego miró a Elminster.

—¿Vas a dejar a estos dos caminar por ahí en completa libertad? —preguntó—. ¿Es eso cierto?

El archimago asintió.

—Sí. Lo haré. Todos nosotros lo haremos.

—Entonces os doy mi bendición —añadió con suavidad y, transformándose en un pájaro, desapareció ágilmente por la chimenea.

Los caballeros se relajaron visiblemente.

—Supongo que un día terminaré acostumbrándome a esto —dijo Torm—. Anciano mago, ¿puedes adivinar por tu arte cuándo ella está cerca?

Elminster sacudió la cabeza:

—No, a menos que utilice su propio arte. Su capa mágica es tan buena como la de cualquier mago superior, es decir, casi perfecta.

—¿Como la tuya, quizás? —insistió Torm.

Elminster hizo una amplia sonrisa y, de repente, ya no estaba allí. Su asiento estaba vacío, y sin el menor resplandor ni sonido. Sólo el suave olor del humo de su pipa flotaba en el aire diciendo que había estado allí. Jhessail suspiró y lanzó un sortilegio para detectar magia. Miró con atención a todas partes y, después, sacudió la cabeza.

—Tenue magia, por todas partes —dijo—, y las cosas encantadas que nosotros llevamos. Pero, del mago, nada.

—¿Lo ves? —dijo Elminster apareciendo detrás de su hombro y dándole un rápido beso en la mejilla—. No es tan fácil como podría parecer, pero funciona.

—Vaya, no daría yo nada por aprender ese truco… —dijo Torm encantado.

—Mucho te costará —respondió Elminster—. Pero, basta ya de trucos. Dad gracias, todos vosotros, a que Simbul favorece nuestros deseos en este asunto. De no ser así, tendría que emplear todo mi tiempo en frustrar sus intentos, y mi arte estaría perdido para vosotros. ¿Quién sabe todavía lo que los enemigos son capaces de arrostrar en un asunto como éste? Es muy posible que me necesitéis.

—Nosotros siempre te necesitamos, mago —respondió Mourngrym con un centelleo en sus ojos—. ¿Hay alguien más que desee hablar de esto? Narm y Shandril, no es necesario que habléis si no queréis ni tampoco estáis obligados a responder a pregunta ninguna que se os haga.

Hubo un breve silencio.

—Yo quisiera hablar, Señor del Valle —dijo Storm Mano de Plata con un tono suave. Se levantó, con su pelo plateado columpiándose levemente en torno al oscuro cuero que cubría sus hombros, y mirando a Narm y Shandril dijo—: Nosotros los Arpistas estamos interesados en vosotros. Pensad si os gustaría seguir nuestro camino.

Todas las cejas se elevaron en silencio alrededor de la mesa. Rathan miró a todo el mundo y después vociferó:

—¿Ha terminado ya toda la verborrea protocolaria, entonces? ¿Podemos divertirnos ahora y dejar a los otros que vuelvan a entrar, señor?

Mourngrym sonrió de oreja a oreja:

—Creo que has dado en el corazón del jabalí, escogido de Tymora. ¡Abrid las puertas! ¡Celebremos un banquete! ¡Elminster, no te vayas ahora, te lo ruego!

El mago ya se había levantado:

—Yo soy viejo para todo el parloteo y el coqueteo que tienen lugar en tus fiestas. Me paso el rato mirando a todas las muchachas bonitas y sólo veo en ellas los rostros de aquéllas que conocí en otras fiestas hace mucho tiempo, en ciudades que ahora son sólo polvo…; con sinceridad, Mourngrym, ya no es divertido. Además, tengo trabajo que hacer. Mi arte no está nunca quieto, y son muchas las cosas que se revelan bajo los ojos de Selune y no sólo la cuestión del fuego mágico, ¿sabes? Que lo paséis bien todos —y, alejándose a grandes pasos, se agachó delante del fuego. Entonces, Elminster se convirtió en una gran águila de plumas grises y desapareció por la chimenea tal como había hecho Sumbul.

—Fanfarrón… —dijo con cariño Jhessail viéndolo marchar.

Shandril miraba a Rathan, con una botella en cada mano, mientras se inclinaba sobre la mesa para hablar con Jhessail. Su tutora inclinó con amabilidad la cabeza, haciendo que su pelo casi cayera dentro de una fuente de champiñones rellenos de queso.

—Señora —dijo Shandril en voz baja—. ¿Por…?

—¡Llámame Jhess! —respondió la maga con tono enérgico—. ¡Todo eso de «señora» hace que crea que hay alguna noble matrona dentro de mí, desaprobando cada movimiento que hago!

—Está bien, Jhess, perdona. ¿Por qué bebe tanto Rathan? Nunca parece emborracharse, o al menos yo no lo he visto, pero…

—Pero bebe como una esponja, ¿no? —convino Jhessail—. Sí…, debes saberlo. Por esa razón nuestro compañero Doust Sulwood cedió su señorío del valle.

—¿Qué…, la bebida de Rathan?

—No, no… Quiero decir, ambos se enfrentaban con el mismo problema. Un buen sacerdote de Tymora debe correr riesgos de continuo… Son gente temeraria a los ojos de la mayoría. Adorar fielmente a Tymora y confiar en la Dama Fortuna puede ser un problema si uno es al mismo tiempo sensible a lo que su temeridad hace a otros, o es por naturaleza cauto y considerado. Confiar en la suerte, por un lado, y contemplar las consecuencias de las propias acciones o velar por la seguridad y la tranquilidad de la rutina y la prudencia por otro son dos cosas que no encajan bien entre sí, ¿comprendes?

—Sí —asintió Shandril—. Pero ¿qué…?

—Ah, sí. Doust, como señor de este valle, tenía que tomar decisiones que afectaban las vidas de la gente que vivía en él. Es decir, que su deber era preocuparse por su seguridad. Pero no era posible hacer esto y servir a la Dama Fortuna al mismo tiempo con eficacia. Por fin, su vocación se reveló más fuerte y renunció a su cargo antes que gobernar de un modo deficiente. Ya quisiera yo que fuesen muchos más los que, viviendo dentro de sí mismos esa lucha entre oficio y creencia, reconocen su dilema y adoptan oportunamente la decisión adecuada.

Jhessail miró con afecto a Merith desde el otro lado de la estancia:

—Como también mi esposo ha hecho… Pero ésa es otra historia —y volvió su mirada hacia Rathan—. En cuanto a ese bufón, su bufonería no es más que pura representación. Es muy sensible y romántico, y de lágrima floja. Pero lo esconde, y combate las pullas de su mejor amigo, Torm, con su número de «borrachín».

»Bebe porque es sensible y prudente… y sabe que debe favorecer más a la suerte y vivir en peligro. Para hacer eso, se endurece con la bebida. Y como no quiere convertirse en un borracho de capa caída, come como un lobo hambriento. Eso lo hace engordar, como bien puedes ver, y a su vez lo capacita para absorber más bebida sin tambalearse por ahí y echar a perder sus bufonadas. No creas que es un borracho, Shandril; no lo es. Ni tampoco es un lujurioso o un tramposo, sino un verdadero sirviente de Tymora. Yo me siento orgullosa de cabalgar con él.

—Me has dado unos nuevos ojos para verlo, señora —dijo Shandril mirando pensativamente a Rathan, que se deshacía en risas ante una broma de Storm.

—Jhess, ¿recuerdas? —dijo con dulzura la maga—. Si quieres que te dé un consejo, has de saber que lo más valioso que he aprendido de Elminster en todos estos años es a mirar las cosas, y también a las personas, por extrañas que puedan parecer, desde todos los ángulos posibles.

»No te olvides de actuar como debes, pero intenta pensar mientras actúas. Verás cosas mientras los demás actúan, así como el modo en que sueles pensar. Si caminas con los Arpistas —añadió señalando con la cabeza hacia Storm—, ellos te dirán lo mismo disfrazado con palabras más grandiosas.

La sala se iba llenando en torno a ellas a medida que se congregaba allí la buena gente del Valle de las Sombras junto con el personal y los guardias de la torre. Todo eran risas y charla. Narm se unió a Shandril en medio del tumulto y la besó.

—Parecen festejar siempre de muy buena gana aquí, diría yo —dijo Shandril.

—Así es —asintió Narm—. Puedo jurar que algunos de los guardias tenían resaca esta mañana.

—Sin duda —les dijo Jhessail—. Beben, aman, ríen y comen como si se acabara el mundo mañana. Y es que la muerte pende sobre ellos.

—¿Cómo? —preguntó Narm sobrecogido.

—El castillo de Zhentil nos amenaza diariamente… Sus ejércitos podrían caer sobre nosotros cualquier día. En colinas lejanas hay un nuevo gobernante cuyas intenciones desconocemos, y los demonios acechan en Myth Drannor, por un lado, y en el Valle de la Daga por otro. Ahora estáis aquí y ellos saben que poderosos enemigos pueden atacar en cualquier momento, con el fin de capturaros o mataros. Algunos consideran su deber el defenderos; otros sólo temen ser atrapados por la gran fuerza cuando sea liberada. Te temen también a ti, Shandril, y no poco. En la cantina de La Vieja Calavera se habla a menudo, y con vividez, de la escena del fuego mágico en la colina.

Los dos jóvenes la miraron sorprendidos.

—Debemos irnos —susurró Shandril.

Jhessail la cogió de la manga y sonrió.

—¡No! Quedaos aquí. La gente del valle os acepta, y luchará por vosotros como lo haría por cualquier invitado a su hogar, paisano o extranjero.

»¿Quién puede seguir el camino de la aventura, o siquiera ser fuerte en estos reinos, sin hallar enemigos en todas partes, a menudo más de cuantos parece que uno puede manejar? Vosotros sois bienvenidos, de verdad. Además, decepcionaríais a Elminster si huyeseis ahora. Él no ha terminado todavía con vosotros. Pero… ¡estoy moviendo la lengua más que el propio mago! ¡Vamos, bailemos, vosotros dos, Merith y yo!

—Pero… yo…

—Nunca hemos aprendido…

—No importa… Merith nos enseñará a todos una danza de la Corte élfica. Los tres seremos aprendices por igual. ¡Probad y podréis rendir cortesía a cualquier elfo que conozcáis! ¡Venid!

Y la hermosa maga de largo cabello tiró de ellos hasta un espacio abierto y lanzó una llamada semejante al trino de un pájaro. De inmediato, Merith levantó la mirada y, excusándose con sonrisas ante dos granjeras gordas, fue a unirse a ellos.

—¡Storm! —voceó el elfo—. ¿Quieres tocar el arpa para nosotros?

La barda asintió con la cabeza y sonrió, y cogió el arpa. Ésta estaba hecha de madera de palo negro con incrustaciones de plata y colgaba de la pared del salón entre viejos escudos partidos y medio oxidados pertenecientes a nobles del Valle de las Sombras muertos hacía mucho tiempo.

Mientras Jhessail contaba a la pareja que el arpa había sido un regalo de los elfos de Myth Drannor, Merith apareció entre ellos.

—¿Querrás bailar, amor mío? —preguntó con dulzura.

—Desde luego… una de las más suaves melodías, mi señor, una que puedan seguir unos pies humanos. Narm y Shandril, y tú y yo… ¿podemos?

Merith inclinó la cabeza.

—Por supuesto —dijo, mientras Storm se les unía—. ¿Qué dices de la danza que antiguamente solíamos bailar en las orillas del Ashaba? Storm, tú conoces la melodía.

Era tarde, o más bien muy temprano. Felizmente soñolientos y con los pies cansados, los jaraneros observaban las estrellas brillando en el oscuro cielo desde cada ventana a medida que subían juntos las escaleras.

—Los elfos deben de ser más fuertes de lo que pensaba —murmuró Narm mientras ascendían el último tramo hasta el piso donde estaba su dormitorio. La Torre Torcida estaba silenciosa en torno a ellos. Mucho más abajo, la fiesta continuaba con el mismo entusiasmo, pero ningún sonido llegaba hasta ellos. Los guardias se erguían silenciosos en sus puestos.

Al llegar al final de las escaleras, Shandril se quitó los zapatos y apoyó sus doloridos pies sobre la fría piedra. La helada sensación en su carne desnuda la sacó un poco de su adormecimiento. Entonces se soltó del brazo de Narm y, entre risas, corrió con ligereza hacia adelante. Con gesto cansado, él sonrió, sacudió la cabeza y corrió tras ella. Ambos corrían cuando el golpe cayó.

Shandril oyó un ruido sordo detrás de ella, como si algo pesado y hecho de cuero se hubiese desplomado. A continuación oyó unos golpes y un ruido de cuerpos que se revuelven, como si alguien hubiese caído al suelo.

—¿Narm? —llamó ella volviéndose al tiempo que alcanzaba su puerta—. ¿Narm? ¿Dónde…?

Entonces vio a un guardia que se le venía encima, a todo correr, con una sonrisa en la cara, sosteniendo delante de sí la maza que había derribado a Narm. Shandril vio la sangre que había en ella y se dio cuenta de que no había tiempo para esquivar o luchar. Soltó la manilla de la puerta y echó a correr.

Huyó descalza por el largo y sombrío vestíbulo y vio al guardia Rold que, apostado más adelante bajo una vacilante antorcha, se volvía a mirarla. Una rabia salvaje comenzó a crecer en su interior estimulada por el miedo desesperado por la vida de Narm. Miró hacia atrás a través de su ondeante cabello y vio una mano enguantada a tan sólo unos centímetros de ella. Sin pensarlo, se arrojó con ímpetu sobre las alfombras del vestíbulo y rodó.

Unas botas la golpearon con saña una y otra vez por la espalda y el costado. Encima de ella se oyó una sorprendida maldición cuando su asaltante tropezó y aterrizó pesadamente sobre sus brazos con un gran estrépito de metal. Shandril rodó como pudo fuera de él y logró ponerse de rodillas al mismo tiempo que el guardia, rápido y bien entrenado, se daba la vuelta pataleando en el aire y lanzaba su maza hacia ella.

Sus ojos se encontraron en la cercanía, y el fuego comenzó a aflorar en la rabiosa mirada de Shandril. El guardia dio un chillido de pánico y lanzó su grande y oscura maza contra ella. El arma barrió hacia un lado los dedos que ella había levantado y golpeó con fuerza un lado de su cara. Shandril se sumió en una bruma amarilla de confusión y enseguida cayó en una oscuridad total.

Rold golpeó sin piedad a Culthar desde atrás, clavando su martillo de guerra en su yelmo mientras le preguntaba:

—¿Estás loco? ¡Has jurado protegerla!

Culthar se tambaleó fláccidamente hacia un lado sin decir nada, con la sangre manando de su boca y nariz. Luego cayó dando tumbos contra la pared y quedó allí olvidado mientras Rold pasaba por encima de él para llegar hasta Shandril. Recordaba que habían dicho que su tacto podía ser mortal cuando lanzaba fuego mágico, pero sus manos no vacilaron y, quitándose un guantelete, palpó su sien.

Restregó la sangre que tenía en la cara y se levantó maldiciendo y preparado para arrojar su guantelete a la menor alarma. Envolviendo los hombros de la joven con su media capa, la sostuvo cerca de sí y sacó de su cinturón un disco de plata colgado de una fina cadena.

—Lady Tymora —suplicó con voz ronca mientras el hueco tañido del gong se desvanecía—, tú que favoreces a aquellos condenados a ser diferentes de la mayoría de la gente, ayuda a esta pobre muchacha ahora. No ha hecho mal alguno dentro de estas paredes y necesita tu bendición encarecidamente. ¡Escúchame, Señora, te lo ruego! Vuelve tu luminoso rostro hacia Shandril. ¡Tymora, Luminosa Señora, escúchame por favor! —y el viejo soldado sostuvo a Shandril en sus brazos y, mientras esperaba que se acercaran los pasos que corrían, continuó rezando.

En una torreta que sobresalía del lado interior de las murallas de Zhentil había una pequeña habitación circular sin ventanas y, en ella, Ilthond esperaba con impaciencia. Había llegado la hora; Manshoon no había regresado aún a la ciudad de Zhentilar. Si Ilthond tuviese fuego mágico en sus manos y supiese cómo manejarlo, dicho regreso no tendría por qué causarle ningún temor.

El joven mago se paseaba ante su bola de cristal. Un águila estaba en aquel momento tomando tierra junto a la puerta de la pequeña torre donde habitaba el anciano mago. En un instante, el águila se convirtió en Elminster, con su pipa, su castigado sombrero y todo, y entró en la vieja y ligeramente inclinada torre de piedra gastada. Ilthond esperó un instante más y, entonces, sacó un rollo de pergamino de un tubo hecho con un hueso ahuecado del ala de un gran dragón. Se trataba de un conjuro de traslación escrito por el mago Haklisstyr de Selgaunt. Puesto que la espalda de éste se había encontrado un día con una daga cuidadosamente envenenada por el ambicioso Ilthond, ya no lo volvería a necesitar.

El mago desenrolló el pergamino sobre la mesa al lado de cristal y colocó monedas, una daga, un candelero y una calavera en sus esquinas para mantenerlo abierto. Fijó en su mente una imagen clara de cierto cuarto ropero situado en el tercer piso de la torre de Ashabam, en el Valle de las Sombras, y comenzó a ejecutar el conjuro.

Desde otra habitación de la torreta, debajo de él, llegó tenuemente la triste melodía de una vieja balada, ejecutada por un flautista:

La buena suerte, pasajera, viene y se va,

pero el corazón, pesado de llanto, debe continuar.

La mala suerte viene y se queda como la fría nieve invernal.

Siempre más de un golpe habrás de encajar…

Ilthond extendió sus manos en un ondulante ademán para rematar el conjuro, y desapareció. El globo de ojo flotante y desprovisto de cuerpo que, producto de un sortilegio ocular de brujo, había estado vigilándolo desde debajo de la mesa, también se desvaneció.

—¡Claro que vivirá, si te quitas de en medio de mi camino uno o dos minutos! —rugió Rathan—. ¡Lanseril, quédate aquí para aplicarle tu magia curativa! Rold, tú la salvaste; quédate junto a ella también. Florin, trae a Narm por aquí… ¿estará ya despierto? Todos los demás, ¡fuera de aquí! ¡Escaleras abajo, todos! Mourngrym, tú y Shaerl os podéis quedar, por supuesto. ¡Los demás… ahuecando! ¡Vamos, que es para hoy!

—Narm se mueve —informó Jhessail concisamente—. Cogeremos a este guardia, si Rold no ha acabado con él, y nos enteraremos del porqué de todo esto. —Y, tras hacer un gesto con la cabeza a los guardias allí congregados para que retirasen el cuerpo de Culthar, añadió—: Los demás, volved a vuestros puestos, por favor. Gracias por vuestra prontitud en acudir.

Los guardias saludaron y se fueron. Un grupo de embobados sirvientes y pajes retrocedieron uno o dos pasos a instancias de Rathan, pero se quedaron a mirar. Florin tendió a Narm con suavidad sobre una piel rápidamente conseguida y, tras depositar con mucho cuidados su contusionada cabeza, levantó los ojos hacia los asistentes. Ante su dura mirada, los mirones comenzaron a retirarse.

—¿Cómo está? —preguntó observando a Shandril.

—No está mal —dijo Rathan—, considerando el golpe en la cabeza que ha recibido. Sólo espero que éste no haya dañado en modo alguno su capacidad para manejar el fuego mágico, ahora que medio Faerun parece estar al acecho para ganársela —y él y Florin intercambiaron una grave mirada.

—¿Por qué la atacaría un simple guardia, y solo? —murmuró Mourngrym frunciendo el entrecejo.

—Pues aun siendo uno solo parece habérselas arreglado bastante bien —respondió Shaerl señalando con la cabeza a las dos figuras yacientes que tenía a sus pies.

—No, querida; lo que quiero decir es que yo habría esperado encontrar a otros atacantes por los alrededores.

El señor del Valle de las Sombras se volvió:

—Rold, quiero que registren esta torre en el acto, empezando por este piso. Jhessail, ¿quieres despertar a Illistyl y montar guardia con ella aquí, junto a nuestros dos invitados? Yo también me quedaré. —Sacó su delgada espada con joyas incrustadas y, colocándola delante de sí con la punta hacia abajo, se apoyó sobre ella.

Shaerl se arrodilló junto a Narm, que había comenzado a emitir apagados gemidos. Florin se arrodilló también a su lado y sus fuertes brazos ya estaban preparados cuando el joven mago se levantó de pronto agitando sus brazos:

—¿Dónde es…? ¡Shandril! ¡Peligro! ¡Cuidado! ¡Peligro!

—Está bien, está bien —lo tranquilizó Florin sosteniéndolo—. Peligro había, desde luego. Ahora quédate quieto y nosotros cuidaremos de tu prometida.

—¿Shandril? ¿Cómo…?

—Cálmate. Si escuchas, lo sabrás. Está detrás de ti. Rathan y Lanseril la están atendiendo.

—Eh… sí, lo haré. —Narm volvió a acostarse, haciendo una mueca de dolor al apoyar de nuevo su cabeza sobre la piel—. ¿Qué ha ocurrido?

—Que Narm permanece tumbado tranquilo y silencioso, tal como se le ha ordenado —dijo con aire severo lady Shaerl.

Narm frunció el entrecejo y, entonces, oyó a Shandril decir con voz apagada:

—Gracias, gracias. Han herido a Narm; ¿lo habéis visto ya?

El corazón de Narm encontró de nuevo la paz y el joven se quedó dormido en un respiro, sin oír siquiera la respuesta de Rathan.

El estrecho cuarto ropero estaba completamente oscuro y olía a sustancias aromáticas contra las polillas. Ilthond tuvo que contener un estornudo; luego movió la cabeza con satisfacción ante su exacta traslación y escuchó. No se oía nada. Estupendo. A trabajar, entonces.

El mago manipuló un sortilegio para hacerse invisible y, después, abrió con cautela una rendija y miró. El corredor parecía vacío. Salió y volvió a mirar a su alrededor.

Mejor que mejor, pensó. Ilthond murmuró entonces un sortilegio de vuelo y se elevó por el aire para volar y espiar invisible a lo largo del corredor. Ningún guardia… ¿cómo es eso? ¿Era de verdad el Valle de las Sombras un lugar tan tranquilo y despreocupado como para eso? No, debía de haber algún conflicto o alarma…

Doce guardias doblaron la esquina con las espadas desenvainadas y miradas vigilantes. Ilthond pasó por encima de ellos sin hacer el menor ruido. ¿Dónde podía estar la joven doncella? La argamasa de las paredes de la torre contenía ciertas sustancias para impedir todo espionaje, pero él estaba seguro de que la encontraría de todas maneras.

Tal vez se encontraba arriba, en las más sencillas pero también más seguras habitaciones de los niveles superiores, o abajo, como correspondía a un invitado de gran importancia. El mayor riesgo probablemente residía abajo… pero también casi todas las posibilidades de saber quiénes había allí y qué hacían. Y, después de todo, dicen que un camino corto y arriesgado conduce antes a la cumbre…

Ilthond alcanzó las escaleras y comenzó a descender, manteniéndose siempre cerca del inclinado techo de piedra. Avanzó con sumo cuidado y en silencio, como una sombra. Buscó por todas partes, atisbando en habitaciones y vestíbulos, revoloteando de un lado a otro con paciente cautela para no rozarse con nadie ni ser descubierto por aquéllos que pudieran detectarlo.

Había llegado a un largo vestíbulo donde ardían antorchas cada veinte pasos y, allí, en un extremo, vio a unos hombres y mujeres con ricos atuendos, de pie o arrodillados al lado de dos que yacían juntos en el suelo. Ilthond se acercó muy despacio, esforzándose por oír desde lejos lo que decían.

—¿Cómo te sientes? —rugió Rathan—. ¿Mejor, confío?

Shandril asintió:

—Mi cabeza, todavía duele. Pero muchas gracias, buen Rathan. Otra vez estoy en deuda contigo por curarme cuando estoy herida.

—En deuda conmigo no —corrigió Rathan—. Es a la Señora a quien se lo debes —y trazó un círculo con el dedo índice de su mano derecha en torno al disco que colgaba de su pecho.

—Sí, nunca olvidaré el favor de la Dama Fortuna —respondió Shandril—. ¿Cómo está Narm?

Rathan echó una mirada a Narm:

—Duerme. Mejor dejar que siga durmiendo. Pero tú debes probar tu fuego mágico —le dijo con tono suave.

Shandril se había incorporado ligeramente apoyándose sobre sus codos. Después recogió sus piernas por debajo de sí y extendió la mano. El fuego brotó de sus dedos y tronó a lo largo del vestíbulo como una larga lengua de llama. Lo detuvo casi de inmediato, y el fuego se extinguió enroscándose en el aire hasta desaparecer.

—Como antes —dijo ella—. Todavía puedo…

Un quejido de dolor desgarrado surgió de pronto del aire, en alguna parte del vestíbulo. Florin y Mourngrym sacaron al instante sus espadas y se colocaron delante de Shandril para escudarla ante lo que fuese. Shaerl sacó su daga y estiró el brazo para hacer sonar con su pomo un gong que había a mano.

Apenas se habían desvanecido sus ecos cuando la figura de un hombre con hábito, de facciones aguileñas y brillante pelo negro se hizo visible en medio del aire. Su rostro aparecía desencajado por el dolor, su atuendo chamuscado y el pecho y un hombro completamente pelados. El hombre susurró la palabra que liberaba el poder de la varita que llevaba en su mano.

De ella salió un rayo bifurcado que tocó a Florin y Mourngrym. El señor del Valle de las Sombras se tambaleó hacia un lado y cayó pesadamente mientras su espada botaba con gran estruendo contra el suelo. Shaerl dio un grito y corrió hacia él. Florin cayó también de rodillas empujado por la energía arrojada contra él, pero luchó por levantarse y volver débilmente a la carga con la cara roja por el dolor y el esfuerzo. Shandril se puso en pie y dejó salir su fuego mágico con arrebatada cólera.

—¡Dondequiera que vaya! —clamó con amargura al borde del llanto—. ¡Siempre asediada! ¡Siempre amigos y compañeros heridos! ¿Vienes en busca de fuego mágico? Bien, ¡pues tómalo!

El fuego salió rugiendo de su mano en un turbulento infierno que duró apenas unos segundos, pero que se precipitó por el vestíbulo en una cortina abrasadora que barrió sin contemplación al mago volador como una ola que se estrellara contra las rocas en una tormenta marina.

Narm se había despertado y miraba deslumbrado. Con esfuerzo se puso de rodillas y se dispuso a ejecutar su arte para proteger a su compañera contra esta nueva amenaza. Sus manos se detuvieron en medio del aire cuando vio aquel bulto mutilado y ennegrecido que el fuego mágico había dejado atrás sobre las chamuscadas alfombras del vestíbulo.

Shandril levantó de nuevo una mano mientras Ilthond se movía débilmente y torcía sus abrasados labios en un susurro de palabras mágicas, pero ella no disparó sus llamas. La cabeza se hundió entre dos hombros humeantes que temblaban de dolor. El mago desapareció, como si jamás hubiese estado allí. Sólo las alfombras quemadas mostraban dónde había yacido.

—Dondequiera que vayamos —dijo Shandril cansada volviéndose hacia Rathan—, necesitamos tus servicios curativos. Espero que no te canses de ello antes de que todo esto termine.

—Señora —dijo Rathan mientras se apresuraba hacia donde yacía Mourngrym—. Esto nunca se acaba, me temo. No te preocupes por mi paciencia… Es por eso por lo que recorro estos reinos una y otra vez —y, arrodillándose junto al señor del Valle de las Sombras, volvió la cabeza y la miró por encima de su hombro—. Debo decir que haces un trabajo verdaderamente impresionante —añadió con la mínima expresión de una sonrisa.

Entonces llegó Jhessail cogiéndose la túnica con las manos mientras se acercaba corriendo a la cabeza de un nutrido grupo de guardias.

—¿Shandril? —exclamó—. ¿Florin? ¿Mourngrym?

Merith iba a su lado con la espada desenvainada.

—Remedios, necesitamos —dijo Rathan—. El momento de la violencia ya ha pasado —y levantó la mirada—. Envía a cuatro guardias al templo en busca de Eressea… Ya no me queda más poder para curar ahora y Mourngrym todavía lo necesita.

Jhessail giró sobre sus talones para transmitir las órdenes del clérigo y luego se volvió otra vez hacia todos ellos:

—¿Qué ha ocurrido?

—Otro mago. Éste vino volando e invisible. Shandril lo tocó con su fuego mágico por pura casualidad cuando yo le pedía que comprobara sus poderes. Él ha herido a Florin y Mourngrym con un rayo de su varita. Shandril lo ha chamuscado, pero no lo ha matado, y él se ha trasladado —explicó Rathan.

Jhessail miró a Shandril y suspiró.

—¿No lo mataste? —preguntó.

Shandril sacudió la cabeza mirándola a los ojos.

—No podía —dijo—. Era… horrible. ¿Quién sabe? Puede que no pretendiera hacerme ningún daño.

—No puedo reprochártelo —dijo Jhessail comprensivamente—. Sin embargo, quiero que recuerdes esto: cuando combatas magia contra magia, apunta a matar… y procura terminar el trabajo. Un enemigo que escapa volverá a tomar su venganza.

—Sí —dijo Shaerl con los ojos brillantes—. ¡Un hombre que se ha atrevido a derribar a mi señor vive todavía! No te culpo, Shandril. Debe de ser terrible albergar semejante muerte dentro de ti, siempre sabiendo que puedes matar. Sin embargo, si ese hombre se hallara a mi alcance ahora mismo, yo no vacilaría en tirar a matarlo. Quien es capaz de hacer daño a mi Mourngrym, no se merece vivir.

Mientras ella hablaba, oyeron un ruido de pies que se aproximaban a la carrera. Un guardia remontó la cima de las escaleras voceando:

—¡Lord Mourngrym! ¡Lady Shaerl!

Shaerl se volvió:

—¿Qué sucede?

—Mi señora, ¡el prisionero se ha ido! Lo teníamos en la celda, y estaba maniatado… Sin embargo, ¡ha desaparecido ante nuestros propios ojos!

—¿Culthar? —preguntó Shaerl—. ¿Cómo ha podido suceder tal cosa? —dijo volviéndose a Jhessail. Y después miró de nuevo al guardia tras el tranquilo asentimiento de la maga—. Gracias. No sois culpables. Vuelve a tu puesto.

El guardia saludó con la cabeza y se marchó.

Jhessail se encogió de hombros:

—Un anillo teletransportador, quizás, o incluso una piedra de criminales. Debe de haber otros medios mágicos que Elminster y yo no conocemos todavía. Todo ello requeriría ayuda exterior. Los zhentarim, tal vez, o los sacerdotes de Bane. Sin duda, él era los ojos de alguien aquí en la torre —y extendió sus manos con una sombra de sonrisa—. Se están congregando todos los cuervos.

Shaerl dio un suspiro:

—Sí, me estoy cansando de ello.

Rathan levantó la mirada:

—¡Te estás cansando de ello! ¿Y qué hay de nosotros, los que curamos?

—Ah, pero vosotros tenéis la ayuda divina —dijo Mourngrym débilmente desde el suelo—. Procura ver a Florin también —añadió el señor del Valle de las Sombras—. Lo necesito sano y alerta.

El hombre que había rehusado el dominio del Valle de las Sombras, y conducía a los caballeros desde sus primeros días, se recostaba contra la pared en doloroso silencio.

—Florin —lo llamó Jhessail acercándose a él—, ¿estás malherido?

—Cómo de costumbre —respondió Florin con tono resignado, y luego bajó la voz para que sólo ella pudiese oír sus siguientes palabras, tan apagadas que apenas eran audibles—: Me temo que me estoy haciendo demasiado viejo para esta batalla constante, Jhess. Ya no es la emoción que solía sentir.

—Oh, no, nada de eso —dijo con viveza Jhessail poniéndole un brazo alrededor de sus hombros—. Ahora no. Te necesitamos —y lo sostuvo con dificultad hasta que estuvo sentado contra la pared—. Te sentirás mucho mejor una vez que te hayan curado.

Merith se les unió. Florin movió su cabeza en agradecimiento y se desmayó.

Jhessail dejó reposar su cabeza sobre su hombro y dijo a su esposo:

—Querido, corre por favor a la caja fuerte y trae una de nuestras pócimas. Está más malherido de lo que pensaba.

Al ver esto, Shandril volvió la cara hacia la pared y apoyó la frente sobre el brazo:

—Yo… yo… debemos dejaros. Siempre resultáis heridos por nuestra causa; un ataque tras otro. ¡Sois mis amigos! No puedo haceros esto a vosotros, día tras día, con magos que atacan y todo… —y rompió a llorar.

—¿Tenemos que soportar todo este lloriqueo? —se quejó Rathan—. ¡Es tan malo como todas las luchas! O peor… ¡uno puede acabar con la lucha matando a su enemigo!

Narm intentó levantarse para defender a su dama, pero Rathan lo empujó de nuevo hacia abajo con dos fuertes dedos:

—¡No empieces! Todavía no estás curado del todo, ni mucho menos. No voy a permitir que andes por ahí precipitándote y cayendo herido, y que luego te pongas a impartir sentencias de sabio mundano y a llorar por todas partes. Ni hablar, ¿me oyes? Permanece tumbado y espera. Ya veremos si luego me sobra tiempo para escuchar todas esas tonterías.

Merith se acercó a Shandril y le hizo cosquillas suavemente en un costado hasta que, exasperada, la joven se volvió de la pared. Entonces, él la recogió entre sus brazos y le besó su rostro bañado en lágrimas:

—Nada, nada, mi pequeña; no tienes por qué sentirte avergonzada ni preocupada por nosotros. Es un duro camino el que recorres; el camino del aventurero. ¿No quieres recorrerlo con nosotros? Con amigos, no resulta tan solitario ni tan duro.

—Ooh, Merith —exclamó Shandril y sollozó sobre su hombro.

Merith la llevó hasta donde se sentaban Florin y Jhessail y la sentó sobre su propio regazo delante de ellos. Florin y Jhessail la miraron los dos con sonrisas.

—No debes llorar así —la reprendió Jhessail—. ¿Acaso llora el halcón porque tiene alas? ¿Y llora el lobo porque tiene dientes? Hacemos cuanto podemos con nuestro arte y nuestra habilidad con las armas. ¿Es acaso distinto tu fuego mágico? Utilízalo como lo creas conveniente, y no te sientas responsable de los ataques que otros lanzan contra ti o contra este lugar. Nosotros no te culpamos por ello.

Luego estiró el brazo y dio una palmadita en la rodilla de Florin:

—Bajemos al gran salón en cuanto Eressea haya terminado con su cura —dijo Jhessail—, y veamos si hay algo de comer y beber. La violencia siempre me da hambre.

En una torreta que sobresalía de la cara interior de las murallas del castillo de Zhentil, Ilthond yacía sobre el suelo familiar de su pequeña cámara circular. Yacía tendido en medio del círculo pintado al que había estado practicando sus traslaciones una y otra vez, y lanzaba lastimeros quejidos. Nadie había allí que pudiese verlo u oírlo; estaba solo y detrás de tres puertas ocultas y cerradas con llave. El dolor lo atormentaba en oleadas de roja agonía, como un hombre que luchara en una playa con el rompiente. Ilthond se arrastró entre las olas hacia el armario donde guardaba sus pócimas. Se preguntaba vagamente si aún estaría a tiempo.

—Este asunto está colmando mi paciencia —dijo Elminster malhumorado—. ¡Os dejo unos minutos y ya estáis luchando contra otro mago que intenta robar el fuego mágico para sí! Está bien, entonces no os dejaré más… Os quedaréis en mi torre los dos, con mi escriba Lhaeo y conmigo.

»Para mantener alejados a todos esos merodeadores que pretenden apoderarse del fuego mágico, Illistyl y Torm os personificarán y permanecerán en una tienda con Rathan en la Colina de los Arpistas. Merith, tú y Lanseril guardaréis estrecha vigilancia en torno a ellos. Y ahora pásame ese vino que envuelves tan amorosamente con tus brazos, Rathan, y dejémonos de discusiones y chácharas interminables; el asunto está zanjado.

—Me alegro de ello —dijo Florin escuetamente—. ¿No hay ninguna tarea para Jhessail o para mí?

—¿Eh? ¡Vigilar, por todos los dioses! Alguien tiene que vigilar cuanto suceda en el valle y combatir a los ejércitos del castillo de Zhentil si se lanzan al ataque. ¡Vosotros dos habréis de encargaros de eso!

Hubo risas ahogadas y luego un bostezo. Los ojos de Shandril estaban casi cerrados.

—Cariño —dijo Narm sacudiéndola con suavidad—. ¿Tienes sueño?

—Claro que tengo sueño —respondió ella adormilada—. Nos íbamos a la cama cuando todo este alboroto comenzó, ¿no te acuerdas?

—¡A la cama, pues! —dijo Elminster con tono gruñón—. Iremos todos juntos a mi torre… y después aseguraos de que volvéis todos aquí, excepto vosotros dos. ¡No quiero empezar a tropezar por la mañana con un montón de caballeros roncando!

—A este paso —respondió Lanseril—, no vas a andar muy equivocado. Vas a tropezarte con un montón de caballeros roncando cuando el sol esté alto ya.

Y, entre risas, salieron todos al aire de la noche.

—¿Manteniéndote despierto, Rold? —preguntó con aire jovial uno de sus compañeros en el desayuno a la mañana siguiente.

El cuarto de guardia estaba salpicado de guantes, yelmos y espadas en sus fundas mientras sus dueños apuraban lo último de su pan frito con tomates y panceta. El viejo veterano bostezó otra vez.

—Desde luego —dijo—, me alegro de que el joven señor y su señora ya no estén en la torre. Sin ánimo de ofenderlos, entiéndeme. Sólo que así tendré más posibilidades de dormir cuando esté fuera de servicio.

—Menos magos siniestros y asesinos escondiéndose en cada vestíbulo y alcoba y fisgando por todas las ventanas, quieres decir —asintió otro guardia de voz aguda mientras se abrochaba el talabarte.

—Así es, Kelan. Menos arte que no sepamos cómo combatir… y menos traición dentro de la casa.

Un breve silencio se hizo tras las palabras del veterano. Entonces Kelan habló a todos en voz baja:

—¿Quién creéis que habrá comprado a Culthar? ¿Qué le ofrecerían para que se atreviera a echar el guante a alguien que podía freírlo hasta los huesos en un solo instante?

—¿Quién puede saber el precio de otro hombre? —respondió Rold en el mismo tono de voz. Varios guardias asintieron con la cabeza. El veterano añadió—: Dudo que necesitara mucha persuasión. Creo que era ya leal a alguien o a algún grupo de fuera del valle, y ellos se limitaron a decirle que hiciese esto para ellos.

—¿Qué grupo? —fue la pregunta directa mientras se colocaban las espadas en sus vainas y los talabartes en torno a las caderas. Rold se encogió de hombros.

—Eso no lo sé… o iría a pedirle a lord Mourngrym que me dejara ir tras ellos. No, no os riáis. Siempre es más fácil para el temperamento de uno, cuando no para el pellejo, moverse y atacar en lugar de aburrirse y quedarse frío en un puesto de guardia, sin saber nunca dónde y cuándo golpea una espada… o, lo que es peor, una magia que no puedes evitar ni contrarrestar.

—¿Adónde se han ido, entonces? —preguntó uno de los guardias más jóvenes; uno tardío en levantarse, con los ojos todavía soñolientos y el plato del desayuno en la mano. Rold se echó a reír.

—Procura no llegar tarde a tu propio funeral alguna mañana, Raeth —le dijo—. El joven señor y la señora acamparán fuera en la Colina de los Arpistas con Rathan Thentraver, practicando el lanzamiento de ese fuego mágico allí donde no se puedan chamuscar las finas alfombras de lord Mourngrym. La mayoría de los caballeros patrullarán por el valle y fuera, en otros valles, bajo las instrucciones de Elminster.

—Ah, las cosas estarán una pizca más tranquilas, pues, durante algunos días —dijo Raeth con cierta satisfacción. Muchos de los guardias más viejos se rieron.

—¿Eso crees? —le preguntó Kelan—. ¡Hay una buena carrera a través del bosque, con la armadura completa, hasta la Colina de los Arpistas!

Rold todavía se estaba riendo cuando sonó la campana y todos se apresuraron a ocupar sus puestos. Raeth, con la boca llena de panceta, no se reía.

—Éste es un plan descabellado —gruñó Rathan—. Sólo podría haber sido cosa de Elminster. —Y, mientras supervisaba las tiendas, el escogido de Tymora imploró—: Señora, socórreme. Creo que voy a necesitar toda tu ayuda.

—Divertido, ¿no te parece? —le dijo Torm—. Me está gustando esto.

—Tú tienes extrañas aficiones —gruñó Rathan—. Ni siquiera puedes disfrutar de tu señora cuando ella lleva la forma de Shandril en todo momento.

Torm sonrió de oreja a oreja:

—¿Ah, no? ¿Y eso va a impedírmelo? ¿Cómo es eso? —Y, levantando con picardía las cejas, añadió—: Además, yo parezco Narm en el presente.

—Mariposón desvergonzado —rugió Rathan. Luego echó una mirada a los árboles a su alrededor—. Me pregunto cuándo vendrá el primer ataque.

—Justo mientras estás ahí —respondió Torm—, si continúas mascullando agriamente sobre la sabiduría de Elminster y el peligro en el que, estúpido de ti, te has metido de cabeza. De modo que entra y reza a la Señora para que te conceda el arte curativo. Sin duda lo vamos a necesitar bien pronto.

—Sí; ahí llevas razón, desde luego —asintió Rathan sombrío—. ¿No hay vino por aquí? —y echó una ojeada dentro de las tiendas.

Illistyl sonrió desde las profundidades de una de ellas con su nueva imagen de Shandril. Se movió con la suave inocencia de ésta, abandonando su habitual contoneo desafiante.

—No —respondió Torm al clérigo con prontitud—. Parece que lo hemos dejado atrás, en la torre. Una tragedia, estoy de acuerdo.

—Desde luego… Bien, uno de los guardias tendrá entonces que ir a buscarlo —concluyó Rathan—. Ya puedo sentir cómo aumenta mi sed.

—Anda, toma —dijo Torm pasándole una redoma.

Rathan la destapó y olfateó con suspicacia.

—¿Qué es? No huele a nada.

—Agua de Dioses —respondió Torm—. Cerveza clara. Elixir de Tymora.

—¿Eh? —lo miró Rathan frunciendo con recelo el entrecejo—. Serás blasfemo…

—No —dijo Torm—. Simplemente te ofrezco bebida, borrachín. Tu sed, ¿ya no te acuerdas?

—Eh… sí —asintió Rathan ablandado, y tomó un trago—. ¡Aaagg! —hizo, escupiendo casi todo el líquido—. ¡Es agua!

—Sí, ya te lo he dicho —respondió con aire inocente Torm, y dio un ágil brinco para ponerse fuera del alcance de los amenazadores brazos de Rathan.

El escogido de Tymora persiguió a su astuto atormentador a través de la rocosa cima de la colina mientras Illistyl se asomaba fuera de la tienda y sacudía la cabeza.

—Jugando ya, por lo que veo —comentó en voz lo bastante alta para que la oyese Torm. éste se volvió y le lanzó un saludo con la mano sonriendo con satisfacción, y al momento siguiente caía sobre una roca con Rathan encima de él. Illistyl estalló en risas antes de que pudiera darse cuenta de que no recordaba cómo sonaba la risa de Shandril.

La pequeña torre de piedra se elevaba, ligeramente inclinada, en un hermoso prado junto a una pequeña charca. Estaba hecha de enormes y viejas piedras y no tenía verja ni valla ni construcción accesoria ninguna. Una fila de losas conducía directamente hasta una sencilla puerta de madera. El edificio parecía pequeño y triste comparado con la Torre Torcida, que se elevaba imponente contra el cielo vista desde el prado. Pero algo la hacía parecer un lugar de poder, también… y más invitador.

El interior estaba muy oscuro. El polvo se acumulaba sobre libros y papeles que se amontonaban en desorden por todas partes. El aire estaba cargado de olor a pergamino viejo. De entre aquella montaña de papel, brotaba una desvencijada escalera curva que ascendía hasta alturas que no era posible ver. Una bolsa de cebollas colgaba sobre la entrada. Al otro lado de un arco se oyeron unos tenues pasos.

—Lhaeo —anunció Elminster—. ¡Tenemos invitados!

Una cara inexpresiva apareció en la entrada.

—No necesitas hacer tu número de simpatía —añadió el anciano mago. Entonces, la cara sonrió y saludó con una inclinación. Se trataba de un hombre agradable de ojos verdes, pelo castaño claro y facciones delicadas. Era tan alto como Merith, el elfo, y muy delgado, y llevaba un viejo y remendado delantal de cuero sobre una sencilla túnica y unas medias.

—Bienvenidos —dijo entonces Lhaeo con una voz suave y clara—. Si tenéis hambre, hay estofado caliente en el fuego ahora. De almuerzo tendremos liebre guisada con hierbas y vino tinto…, ese vino sembiano que Mourngrym nos regaló. No creo que sirva para otra cosa. Me temo que aún no he preparado el desayuno.

Elminster se echó a reír:

—Habría sido un desperdicio ponerte en un trono, Lhaeo. Desde la caída de Myth Drannor, jamás he comido nada mejor que lo que tú cocinas. Pero, me estoy olvidando de las buenas maneras… Lhaeo, éstos son Narm Tamaraith, un joven mago que florece bajo los auspicios de Jhessail e Illistyl, y su prometida Shandril Shessair, que puede manejar el fuego mágico.

Los ojos de Lhaeo se abrieron de par en par.

—¿Después de todos estos años? —preguntó—. Has hecho bien en traerlos aquí. Muchos serán los que se levanten contra alguien así.

—Muchos ya lo han hecho —respondió con acritud el sabio—. Narm, Shandril, os presento a Lhaeo, mi escriba y cartógrafo. Fuera de estas paredes se le tiene por un filántropo de la Puerta de Baldur. No lo es, pero eso ya os lo contará él. Ahora, subid conmigo y os mostraré vuestra cama, espero que no os importe que sólo haya una, y algunas ropas viejas para manteneros calientes en este lugar. Nosotros dos no sentimos el frío, pero sé que otros lo encuentran helado.

—Dadle un poco de conversación —indicó Lhaeo mientras comenzaban a ascender las escaleras, que crujían de un modo alarmante—, y tendré el té preparado para cuando bajéis de nuevo.

A lo largo de un recio suelo de piedra, llegaron a una amplia estancia circular. Shandril lanzó una mirada a los mapas y pergaminos que había esparcidos sobre una gran mesa en el centro de la habitación. Rápidamente apartó sus ojos en cuanto las inscripciones comenzaron a deslizarse sobre los pergaminos. Una bola de cristal colgaba en medio del aire por encima de la mesa, un pálido globo de luz que brillaba como una pequeña y trémula luna. A la luz que desprendía, pudieron ver una estrecha escalera que ascendía en curva hacia la oscuridad de arriba. Libros y rollos de pergamino se apilaban encima de los baúles y sobre un alto armario ropero de color negro.

La vieja cama de madera oscura, con una barra curva a la cabecera y a los pies, parecía muy sólida y acogedora. Shandril se sentía muy cansada de pronto después de todas las batallas y conferencias y de su larga charla nocturna en el exterior. Se tambaleó sobre sus pies.

Al instante, Narm y Elminster estiraron las manos hacia ella. Shandril los disuadió con un gesto de su mano y un suspiro:

—Gracias a los dos. Verdaderamente, no he sido más que una carga desde que abandoné el Valle Profundo.

—¿Has cambiado de idea? —preguntó en voz baja el sabio sin ninguna censura en su tono. Shandril negó con la cabeza.

—No, no. No mientras pueda pensar con claridad. Sencillamente, no habría podido sobrevivir sola a todo lo que me ha ocurrido —y entonces reparó en algo y se volvió hacia el mago—. Sólo hay una cama. ¿Dónde dormirás tú?

—En la cocina. Lhaeo y yo rara vez dormimos al mismo tiempo; alguien ha de vigilar el estofado.

Narm se rió.

—¡El más grande archimago de todo Faerun —dijo—, o así te juzgaría yo al menos, y pasas las noches vigilando una caldera de estofado!

—¿Existe acaso más alto cometido? —preguntó Elminster—. Oh, hablando de ollas, el orinal está al pie de la cama. Sí, sé que parece un poco raro…, es un cráneo de dragón vuelto hacia arriba y sellado con una pasta. Lo robé hace mucho tiempo de la alcoba de una tarquionesa de Thay, en mis años gamberros.

»Vamos, tomad el té y luego podéis dormir. Aquí estaréis a salvo, si eso es posible en algún lugar de los reinos. Haced lo que siempre soléis hacer los dos juntos, con tal que no incluya muchos gritos y alboroto. Un poco de ruido no nos molestará. Si curioseáis por ahí, habréis de saber que aquí la magia puede matar en un instante; si os equivocáis al utilizar vuestros ojos o vuestra lengua…, sufriréis las consecuencias.

—Elminster —dijo Narm cuando el viejo mago se disponía a descender las escaleras de nuevo—. Muchas gracias por todo esto. Te hemos causado bastantes problemas.

—Si no lo hiciera, ¿qué clase de «más grande archimago de todo Faerun» sería pues? —fue la arisca respuesta que obtuvieron por encima del hombro del mago—. Voy afuera a fumarme una pipa. Procurad venir pronto… Sólo Gond puede adivinar lo que Lhaeo terminará poniendo en vuestro té si no estáis ahí para impedírselo. Él piensa que cada taza ha de ser una nueva experiencia —y entonces se oyó cerrarse de golpe una puerta abajo.

—Por los dioses, estoy muy cansado —dijo Narm.

—Sí, demasiado cansados —asintió Shandril—. Espero que podamos dormir.

Sus manos temblaban cuando las extendió para coger las de él. Casi arrastrándose, bajaron en busca del té.

Cuando Elminster hubo terminado su pipa, vació la ceniza con unos golpecitos en el escalón de la puerta y volvió a entrar.

—¿Todo bien? —preguntó.

Lhaeo se acercó hasta la puerta con Narm apoyado ligeramente en su hombro. Los brazos del escriba rodeaban al joven mago sujetándolo sin aparente esfuerzo.

—Todo bien. Ambos dormirán hasta mañana por la mañana; sin el menor efecto nocivo, con la dosis que han tomado. Lo mezclé con cuidado y se lo han bebido todo.

—Muy bien. Yo lo cogeré de los pies. Un sueño profundo les hará un gran bien a los dos, y así yo podré echar una ojeada a la magia del muchacho cuando esté descansando y no enfermo de preocupación por su dama.

—¿Y qué hay de ella?

—No necesita adiestramiento alguno. Ha aprendido a utilizar el fuego con mucha precisión. Cuando luchamos contra Manshoon, todavía lo lanzaba igual que un niño lanza una bola de nieve. Ahora, puede hacer mucho más que eso… ¡Mm, cuidado, el chico pesa! Puede hacer más de cuanto son capaces muchos magos con su magia de fuego.

Pusieron a Narm sobre la cama y regresaron a buscar a Shandril.

—Hmmm…, tenemos mucha ropa que le irá bien al muchacho, pero ¿qué hay de la pequeña dama? —preguntó Lhaeo mientras volvían a subir con cuidado las escaleras con su nueva carga.

—Ya he pensado en eso —dijo Elminster—. Algunas de las túnicas que llevaba Shoulree, de la Corte élfica. Están en el baúl más próximo a las escaleras. Ella también podía manejar fuego mágico, si lo que por entonces se decía en la ciudad era cierto. Y a ella no le importará.

—¿Todavía vive? —preguntó Lhaeo mientras depositaban a Shandril con suavidad sobre la cama al lado de Narm y le quitaban las botas.

—Lo dudo… —dijo pensativamente Elminster—, pero tal vez alguno de la Corte élfica que se uniera al largo sueño, hace muchos años, viva todavía. Eso explicaría por qué los demonios de Myth Drannor no han seguido molestándonos. —Y, cabeceando, agregó—: Algo en lo que tengo que meditar… —y se abrió una amplia sonrisa en su rostro—, en mi abundante tiempo libre.

—Sé que es más juicioso y seguro —dijo Shandril—, pero me aburro cada vez más, Lhaeo. ¿No hay nada que pueda hacer? También sé que no debo curiosear en los libros de magia, si no quiero terminar haciéndome daño o convirtiéndome en alguna fea criatura. ¡Ni siquiera puedo ordenar y limpiar por la misma razón!

Lhaeo la miró con su habitual cara inexpresiva.

—¿Sabes cocinar? —le preguntó.

Shandril se volvió.

—¡Desde luego! Vaya, en La Luna Creciente… —y se detuvo con la mirada encendida. Entonces sonrió—. ¿Puedo cocinar contigo? —preguntó encantada.

Lhaeo se inclinó ceremoniosamente.

—Por favor —dijo—. Rara es la vez que tengo oportunidad de hablar con otros que pasan mucho tiempo en una cocina. Pocos desean hablar con alguien que habla así —y pronunció estas últimas palabras con un ceceo entrecortado.

Shandril lo miró.

—¿Por qué finges ser el compañero de Elminster? —le preguntó.

Lhaeo la miró con seriedad.

—Señora mía —le dijo—, yo estoy de incógnito. Te diré quién soy sólo si me prometes no decirlo jamás a nadie… excepto a Narm.

—Te lo prometo —dijo Shandril solemnemente—. Por cualquier cosa sagrada que desees.

Lhaeo negó con la cabeza.

—Tu promesa es suficiente —dijo—. Ven a la cocina.

Caldeada por un pequeño fuego en la chimenea, ésta olía deliciosamente a hierbas y a estofado hirviendo y sopa de cebolla.

—¿Eres tal vez un príncipe perdido? —lo apremió Shandril mientras él le mostraba con la mano un taburete y se acercaba a inspeccionar la enorme olla del estofado que colgaba sobre el fuego.

—Supongo que se puede decir así —dijo Lhaeo con parsimonia mientras removía el estofado con un cucharón de mango largo—. Yo soy el último de la casa real de Tethyr. En tiempos más felices, me hallaba tan lejos del trono que jamás pensaba en mí mismo como un príncipe, ni siquiera como alguien perteneciente a la corte. Pero ha habido tantas muertes que, por cuanto Elminster y yo podemos saber, yo soy el único que queda de sangre real.

—¿Por qué te escondes? No tienes ejército alguno con el que poder reclamar tu reino. ¿Por qué iba nadie a querer matarte?

Lhaeo se encogió de hombros:

—Porque todos los que se han hecho con el poder esperan que los demás actúen de la misma forma. Cualquiera que tenga sangre real debe de querer llevar la corona, piensan ellos. Yo vivo porque ellos no saben que todavía estoy vivo. Me temo que eso es todo cuanto puedo decirte de mí. No es muy impresionante, ¿verdad? Pero es necesario guardarlo en secreto, ya que mi vida depende de ello.

—No lo diré —dijo Shandril con sencillez—. ¿En qué puedo ayudarte pues aquí?

Lhaeo la miró.

—Cocina lo que te guste y enséñame sobre la marcha —dijo—. ¿Lo harás? —Intercambiaron una sonrisa a través de una bolsa de cebollas y él añadió—: Gracias.

—¿Por guardar tu secreto?

—Sí. Puede parecer poca cosa, pero cada secreto que guardas tiene su propio peso, y un secreto se añade a otro hasta formar una carga que has de llevar encima por el resto de tus días.

Shandril levantó sus ojos de las cebollas que estaba seleccionando y dijo, con el cuchillo en la mano:

—¿Tú guardas muchos?

—Sí. Pero mi carga es nimia comparada con la de Elminster.

Shandril asintió con la cabeza y después bajó la mirada.

—¿De quién es este vestido que llevo? —preguntó en voz baja.

Lhaeo sonrió.

—Ése es uno de los secretos —dijo—. Te lo diría, pero es cosa de él.

—Está bien. ¿Tienes algún delantal viejo para ponérmelo encima?

—Sí, detrás de ti, en esa escarpia. Háblame de La Luna Creciente.

Y ella le habló. Grandemente ayudan a los demás quienes hacen la pregunta correcta y después escuchan. El día transcurrió sin que ellos reparasen en el paso del tiempo.

El día transcurrió, y Narm estaba muy cansado. Se había acostumbrado a la clara y concienzuda enseñanza de Jhessail y a la cuidadosa tutela de Illistyl. Los métodos de Elminster eran, desde luego, un duro choque para él.

El anciano mago instigaba y provocaba y hacía exasperantes e impacientes comentarios. La más simple pregunta del aprendiz acerca de este o aquel pequeño detalle del arte de conjurar provocaba un caudal de erudita información en respuesta, una voluminosa descarga que jamás parecía incluir una respuesta directa. Elminster había estado trabajando en el nuevo sortilegio de Narm, la esfera llameante, hasta que Narm había sentido ganas de gritar.

Pesadas horas de estudio para grabar los difíciles sortilegios en la mente de Narm y, después, una severa conferencia sobre cómo lanzar con precisión un conjuro a la vista de las obvias deficiencias que él había exhibido la última vez, era un irritante trabajo. Éste iba seguido de unos momentos de lanzamiento de conjuros, una bola de abrasadoras llamas que rodaba velozmente por el aire —toda una emoción las primeras veces, pero ahora Narm veía cada una como un fracaso incluso antes de que Elminster hablara— y, por fin, la crítica desbaratadora del anciano sabio. La torpeza o lentitud del lanzamiento, la perezosa y descuidada formación de la esfera y, lo peor de todo, la falta de precisión en su dirección una vez formada, eran los temas regulares.

—¿No has visto a tu señora lanzar el fuego mágico? —preguntaba Elminster con tono ácido—. ¿No has observado cómo puede dar forma a las llamas, desde un amplio abanico hasta una fina lengua, hacerlas doblar esquinas y expeler cortos regueros de fuego para evitar que se incendie su entorno inmediato? ¡Supongo que ni siquiera podrías decirme ahora el color de sus ojos!

—Ahh, son… —se apresuró a responder Narm descubriendo con horror que no lograba hacer llegar a su mente una imagen de Shandril en ese momento. Confundido e irritado, lanzó fuego con furia antes de que el mago se lo pidiese. La bola de llamas voló una distancia de veinte pasos y, entonces, cayó al suelo y rodó.

—Tienes mal carácter, muchacho —lo amonestó Elminster observándolo—. Con demasiada facilidad podría ser tu muerte. Los magos no pueden permitírselo…, no si ello afecta a la precisión de su lanzamiento. Mírate, ya estás furioso conmigo y apenas hemos estado juntos una mañana. ¡Eso no está bien! Oh, eso está muy bien para los talentos inferiores que alardean por ahí arrojando unas cuantas bolas de fuego y atemorizando a los honestos campesinos. Yo esperaba que tú aspirases a algo más en el servicio de Mystra.

»Tú puedes ser un gran mago, Narm, si desarrollas simplemente dos cosas: precisión en el control de los efectos mágicos e imaginación a la hora de aplicar tu arte. Necesitarás esta última más tarde, cuando superes a la mayoría de los magos con quienes desees asociarte tanto en experiencia como en conocimiento. Ahora es el momento de dominar la precisión, si no quieres que cada uno de tus conjuros sea en buena parte un desperdicio. Tu arte carecería así de ese filo mezcla de ingeniosa expresión y máximo efecto que puede significar la diferencia entre derrota y victoria, algún día.

»A medida que progreses, te irás convirtiendo en blanco de aquéllos que ganan conjuros haciendo presa en otros magos. Si te falta precisión en un duelo de magia, serás destruido sin remedio… y entonces será demasiado tarde para mis lecciones.

—Pero yo no puedo esperar ganar un duelo ahora. ¿De qué forma el pasar todo el día arrojando bolas de fuego por ahí puede constituir diferencia alguna para eso? Si yo gano un duelo, algún día, sin duda será porque mis conjuros son más fuertes y más numerosos.

—Quizá. Sin embargo, has de saber que un mago puede hacer más con unos pocos conjuros simples bien conocidos, y que pueda utilizar con astucia, que con un arsenal presurosamente memorizado y pobremente entendido de cualquier libro de magia que pueda ojear. ¿Me sigues?

Narm hizo un gesto de asentimiento.

—Muy bien —dijo el mago—. Te dejaré solo si me prometes estudiar y lanzar tu esfera de fuego por lo menos cuatro veces más, aquí en este campo, antes de que te retires a descansar por hoy. Piensa en mover la esfera justo adonde deseas y en hacerla formarse justo en el lugar que elijas. Piensa también en cómo puedes emplear semejante arma contra, digamos, un grupo de duendes que se esparcirá corriendo en todas direcciones en cuanto la vea venir.

»No olvides que sólo los magos engreídos y estúpidos se quedan quietos para admirar la escena después de lanzar. Muévete, o una simple flecha hará pronto de ti un mago muerto por impresionante que fueses en vida. Ah, y no te preocupes por el rastrojo; al quemarlo, estás haciendo un favor al granjero que lo posee. Trata de no llevarte la valla con él; a eso ya sería difícil llamarlo “ayuda amistosa”. ¿Me lo prometes?

Narm asintió con la cabeza.

—Sí, y gracias.

—¿Gracias? ¡Desde luego, qué impaciente eres, Narm! Aún no has llevado a cabo la tarea. Guarda tus gracias para cuando hayas llegado a dominar este conjuro, por lo menos. Y, entonces, agradécetelo a ti primero. Yo puedo estar hablando todo el día y no hacer más que desperdiciar aliento si tú no pones atención y trabajas y dominas el arte.

Narm sonrió con ironía.

—Es lo que estás haciendo —respondió.

Elminster le devolvió la sonrisa por un instante. El centelleo de sus ojos permaneció, sin embargo, mientras se transformaba en un halcón y se alejaba volando.

Narm se quedó solo viéndolo marchar, suspiró y echó mano de su libro de conjuros. El sol brillaba con esplendor sobre la Vieja Calavera. El joven suspiró otra vez e inclinó su cabeza hacia el libro.

Cuando, mucho más tarde, se levantó para lanzar su primera esfera ardiente, Narm dio un profundo suspiro de satisfacción. Al menos estaba solo y podía trabajar su arte sin unos sabios ojos vigilantes y una retahíla de severos comentarios. Se volvió y paseó su mirada por la rastrojera que tenía alrededor, disfrutando de la elección de lo que podía quemar a placer. Fue entonces cuando reparó en un pequeño muchacho que había aparecido de la nada y lo observaba trepado sobre la valla.

—¡Apártate de ahí! —dijo Narm contrariado.

—¿Acaso este campo es tuyo? —preguntó el muchacho.

—¡Puedo hacerte daño! —dijo Narm—. ¡Voy a lanzar mis conjuros aquí!

—Sí, te he estado mirando. Pero no me harás daño a menos que me lances los conjuros a mí. Y tú no harás eso; no hay magos malvados en el Valle de las Sombras. Mi mamá dice que Elminster no lo permitiría.

—Ya veo —dijo Narm apretando la mandíbula—. Excúsame —y se volvió para lanzar su fuego a otra parte.

El chico miró cómo rodaba el fuego una vez y continuó pegado a la valla. Todo el día se quedó allí, mientras Narm arrojaba fuego, se sentaba a estudiar, se levantaba, volvía a lanzar con cuidado sus conjuros y de nuevo se sentaba junto a sus libros.

Narm estaba cansado y muy sediento cuando por fin decidió retirarse. El muchacho se bajó de un salto de la valla y se colocó al lado de Narm.

—Me gustaría ser un gran mago, como tú —le dijo casi con timidez.

Narm lo miró y se echó a reír.

—A mí también me gustaría ser un gran mago —dijo con tono resignado—. Sé tan poco… Me siento inútil.

El muchacho se quedó mirándolo sorprendido:

—¿Tú? Yo te he visto lanzar bolas de fuego. ¡Apuntas a donde quieres que vayan y ellas se mueven a tu voluntad! ¡Debes de ser muy poderoso!

Narm sacudió la cabeza y siguieron marchando carretera abajo.

—Ser un mago es mucho más que andar por ahí lanzando bolas de fuego.

El muchacho asintió y, con un repentino gesto de despedida con la mano, se sumergió por una abertura del seto y se perdió por un lado de la carretera. Narm se encogió de hombros y siguió andando. Más adelante, pudo ver a una patrulla de guardias a caballo trotando hacia él con las lanzas enhiestas. «Debe de ser agradable llamar hogar a un lugar como éste», pensó.

Elminster estaba sentado fuera, sobre una roca cercana al escalón de su puerta, fumándose una pipa, cuando Narm ascendió el sendero hacia la torre. El anciano se quitó la pipa de la boca y lo miró con aire inquisitivo.

—¿Y bien? —preguntó cuando lo tuvo cerca de él—. ¿Puedes ya dirigir una esfera adonde quieres? —Narm asintió con la cabeza—. ¿Eres ya un mago, pues?

Narm se encogió de hombros.

—Me queda aún un largo camino por recorrer —dijo—, hasta que sea fuerte en este arte. Pero ahora puedo decir que soy alguien, y sé que mi arte me será útil —añadió con orgullo—. Siempre habrá otros más poderosos, pero al menos domino lo que sé.

—¿Ajá? —preguntó Elminster con suavidad—. ¿Estás seguro de eso?

De pronto, sus facciones se desdibujaron y movieron bajo su castigado sombrero, serpenteando y cambiando de una manera fascinante y casi aterradora. Narm se quedó mirando atónito al viejo mago y, de repente, se encontró delante del joven muchacho que había estado contemplando sus prácticas desde la valla. El pequeño rostro sonrió abiertamente y su pequeña boca se movió en perfecta imitación de la voz de Narm, diciendo con solemnidad:

—Ser un mago es mucho más que andar por ahí lanzando bolas de fuego.

Narm lo miró primero con enojo, después con resignación y, por fin, con ojos tímidamente divertidos.

—Elminster no lo permitiría, desde luego —dijo—. Veo que tendré que madrugar de lo lindo si quiero anticiparme a ti.

Elminster sonrió:

—Ah, pero yo te llevo quinientos años de ventaja. Vamos. La cena está preparada. Tu señora posee unas dotes culinarias poco comunes. Tu elección ha sido muy acertada. Procura servirla, muchacho, tan bien como ella te sirve a ti —y, con este último consejo, el sabio vació su pipa contra el escalón de entrada y entró.

Narm contempló las estrellas, que comenzaban a centellear a medida que el cielo se oscurecía, y entró tras él.