11
Conjuros por tierra

La alta magia es extraña, salvaje y espléndida de por sí, tanto si los conjuros de uno cambian los reinos como si no. Un mago que, gracias a la suerte, al trabajo, a su habilidad o a la Gran Dama Mystra, llega a adquirir cierta fuerza en el arte es como un bebedor sediento en una bodega de vino: ya no puede abandonarla. Y ¿quién puede culpar a alguien así? No a todos les es dado sentir el beso de semejante poder.

Alustriel, Alta Dama de Luna de Plata

Una Canción de Arpista

Año de las Estrellas que se Apagan

Jhessail se deslizó silenciosamente dentro de la habitación. Illistyl se enderezaba tras arrastrar la cómoda hacia un lado y ambas intercambiaron una sonrisa.

—¿Mereció la pena escuchar? —preguntó Jhessail en voz baja, e Illistyl asintió con la cabeza.

—Te lo contaré más tarde —respondió la joven maga susurrando mientras se acercaban a la cama.

Narm y Shandril dormían el uno en los brazos del otro entre las retorcidas cubiertas. Las mágicas artífices cubrieron a la joven pareja con una de las mantas de pelo antes de que Jhessail se inclinase sobre la cabeza de Shandril y dijese:

—Es la hora. Despierta, lanzadora de fuego. Elminster espera.

Shandril tembló entre sueños y se agarró a Narm más estrechamente.

—Oh, Narm —murmuró—. Cómo quema…

Las dos magas intercambiaron miradas y Jhessail apoyó con cuidado una mano sobre el hombro de Shandril. Entonces, un hormigueo penetró por las puntas de sus dedos.

—Todavía contiene más poder —susurró Jhessail—, y éste ya no puede ser de la Balhiir después de tanto tiempo y de todo lo que ha arrojado. Es como Elminster sospechaba. —Y se volvió a inclinar sobre el oído de Shandril—. ¡Despierta, Shandril! Te estamos esperando.

Los ojos de la muchacha parpadearon.

—Narm —dijo Shandril en un soñoliento murmullo que gradualmente cobraba fuerza—, Narm, nos están llamado ah… ohh. ¿Dónde…? —Shandril levantó la cabeza y miró a su alrededor. A la suave luz de la lámpara que Illistyl acababa de encender, vio a las dos damas del arte de pie al lado de ella. Involuntariamente, se puso tensa como para lanzar el fuego mágico que llevaba dentro, pero al instante se relajó—. Oh, lady Jhessail, lady Illistyl, perdonadme. No os reconocía.

Sacudió la cabeza como para aclarársela y se volvió hacia Narm:

—Arriba, cariño; levántate.

—¿Eh? Oh, dioses, ¿ya es la hora?

—Sí —dijo con suavidad Jhessail—. Elminster os espera.

—Oh, ¡los dioses escupan…! —masculló Narm frotándose los ojos y echando a un lado la manta. Enseguida volvió a ponérsela encima—. Oh… ¿y mis ropas?

Shandril estalló en una débil e incontrolada risa y le acercó su túnica.

Illistyl sonrió:

—Jhessail y yo esperaremos en el vestíbulo. Venid en cuanto estéis preparados.

Fuera, en el vestíbulo, la maga dijo a Jhessail:

—No se lo digas a nadie todavía, Jhess, pero Simbul entró por la ventana y estuvo escuchando al mismo tiempo que yo.

Ambas se miraron levantando las cejas.

—¿Y qué es lo que oísteis, aparte del tema amoroso? —preguntó Jhessail torciendo sus labios en una risa contenida.

—La vida de Narm Tamaraith, entera, cruda y sin adornos. Su madre, al menos, podría haber sido muy bien una Arpista —respondió Illistyl en referencia al misterioso grupo de bardos y guerreros que servían a la causa del bien en los reinos.

Jhessail asintió con la cabeza:

—¿Eso es lo que él cree?

Illistyl hizo un gesto de negación.

—Ni se le ha ocurrido la idea —dijo—. Fue la descripción.

En ese momento, la puerta se abrió y los dos invitados del valle, presurosamente vestidos, salieron de la alcoba. Narm miró a las dos damas con curiosidad.

—Con todo mi respeto —dijo—, ¿hay algún acceso secreto a esta habitación? Quiero decir… esa cómoda…

—Nosotros, los que manejamos el arte, tenemos nuestros secretos —dijo Illistyl con resolución—. Yo la arrastraré.

—Oh —dijo Narm sorprendido—. Ya veo. Eh… lo siento.

Descendieron las escaleras, saludaron a los guardias y salieron al aire de la noche. Éste era cálido y tranquilo, y Selune brillaba con esplendor por encima de sus cabezas. Merith y Lanseril esperaban con mulas.

—Bien hallados —dijo el elfo en voz baja.

—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó tranquila Shandril mientras él ponía una rodilla en el suelo para ayudarla a subir a la silla.

—A la Colina de los Arpistas —respondió Merith, y emprendieron la marcha.

El Valle de las Sombras se extendía oscuro en torno a ellos. Mirando a su alrededor, Narm pudo distinguir los vigilantes guardias en la cima de la torre y la Vieja Calavera Tor a sus espaldas y también sobre el puente y en la encrucijada, delante de ellos. Los guardias observaron en silencio mientras la pequeña partida se alejó cabalgando por el valle y se adentró entre los árboles.

Estaba muy oscuro y las mulas aminoraron el paso hasta una tranquila andadura por el estrecho sendero forestal. Alguien saludó a Merith en voz baja. Al pasar, Shandril vio a un hombre ceñudo vestido de cuero negro y con una espada en la mano.

—Un Arpista —suplicó Jhessail—. Habrá otros por ahí.

El bosque cambiaba a medida que avanzaban. Los árboles se hicieron más grandes y añosos, y el bosque cada vez más tupido. La oscuridad del follaje, que ahora tapaba por completo la luna, se hacía más intensa y, de alguna manera, más silenciosa. Pasaron por delante de tres guardias más y, por fin, llegaron a una pronunciada pendiente que conducía hasta un espacio abierto. Torm y Rathan esperaban allí, y más allá había otros. El ladrón y el clérigo los saludaron con silenciosas sonrisas y palmaditas de aliento y se hicieron cargo de sus mulas.

Merith se llevó a Narm a un lado y, ofreciéndole una capa, le dijo:

—Quítate tus ropas y déjalas aquí. Y cúbrete con esto.

En otro lugar de la desnuda cima de la colina, Jhessail estaba haciendo lo mismo con Shandril:

—Las botas también… El suelo está blando.

—¿Será… peligroso? —preguntó Narm a Merith.

El elfo se encogió de hombros:

—Sí, pero no más que pasar la noche de cualquier otra manera, si es la muerte lo que temes. Vamos.

Elminster esperaba de pie bajo la luz de la luna en el centro de la cima de la colina. Florin y Storm lo acompañaban. Cuando Shandril y Narm fueron llevados ante él, Elminster se rascó la nariz y dijo:

—Siento sacaros de la cama para todo este misterio y ceremonia, pero es necesario. Necesito conocer vuestros poderes con seguridad. Bueno…, cuanto antes empecemos, antes acabaremos.

Los caballeros dieron un abrazo a Narm y Shandril y luego los dejaron solos con el anciano mago en la cima de la colina. Éste sacó de entre sus hábitos un libro pequeño y muy manoseado y se lo entregó a Shandril.

—Primero —dijo—, ¿puedes leer esto?

El libro era muy viejo, pero, sobre sus arrugadas y oscurecidas páginas, había inscripciones que brillaban tan claras y luminosas como si acabaran de ser escritas. Shandril las miró con curiosidad, pero no reconocía nada. Delante de sus propios ojos, las inscripciones comenzaron a culebrear y deslizarse sobre la página como si estuviesen vivas. Ella sacudió la cabeza y le devolvió el libro.

—No —dijo frotándose los ojos.

Elminster movió la cabeza en señal de asentimiento, abrió el libro en otra página y se lo entregó a Narm.

—¿Y tú? Sólo esta página, mira… arriba de todo; dime las palabras en voz alta a medida que las vayas reconociendo.

Narm asintió con la cabeza y miró.

—«Siendo a la vez un medio eficaz y correcto para la creación de…» —comenzó.

Elminster lo hizo detenerse con un gesto de su mano, volvió a coger el libro y seleccionó otra página. Narm se quedó mirándola más tiempo esta vez, con el entrecejo fruncido por la concentración.

—Yo… yo… «Un medio para confundir», creo que dice aquí —dijo por fin Narm—, pero ni siquiera puedo estar seguro de eso; ni tampoco hay en toda esta página una palabra que me resulte más clara.

—Basta, está bien —dijo Elminster, y luego se volvió hacia Shandril—. ¿Cómo te sientes ahora?

Shandril lo miró detenidamente, y dijo:

—Bien de cabeza y cuerpo; o, al menos, no siento nada mal. Pero tengo una sensación dentro de mí…, una agitación profunda…, un hormigueo…

Elminster hizo un gesto de asentimiento, como si eso no lo sorprendiera, y miró a Narm.

—¿Tienes algún conjuro o sortilegio en tu cabeza?

—No… —respondió Narm—. Yo apenas tuve tiempo de estudiar, desde… —su voz se perdió bajo la amplia sonrisa de Elminster.

—Sí, muy bien —dijo éste, y de sus ropas sacó un rollo de pergamino, le echó una ojeada y se lo pasó a Narm—. Lee esto —ordenó—, y lánzaselo… a tu señora. No es más que un sortilegio ligero; no puedes hacerle daño —y dio unos pasos atrás para observar.

Narm echó una mirada en torno a aquella desnuda cima iluminada por la luna, sintiendo los vigilantes ojos que sabía se ocultaban en los árboles. Tomó una lenta y profunda bocanada de aire y lanzó el conjuro con tanto cuidado como lo había hecho con el primero que jamás hiciera en su vida. Se volvió hacia Shandril, que esperaba de pie ante él, y dirigió el arte hacia ella.

En torno a ella se encendió una luz que, al cabo de un momento, se desvaneció. Elminster se acercó de nuevo, mirando a Shandril. Con un cabeceo de entendimiento ante el fuego que veía en sus ojos, sacó otro rollo y se lo dio a Narm:

—Haz lo mismo que antes. No le hará daño tampoco.

Narm lanzó otro conjuro ligero que, de nuevo, fue absorbido. Los ojos de Shandril brillaron con más intensidad. Elminster pasó un tercer rollo a Narm y éste lanzó luz. El cuerpo de Shandril la absorbió. El anciano mago se acercó a la joven y, con un gesto, indicó a Narm que se apartara; pero no la tocó. Entonces dijo a Shandril:

—¿Ves esa roca que hay ahí? Hazla pedazos con tu fuego mágico, por favor.

Shandril lo miró un poco temblorosa y con el fuego brillando en sus ojos, y dijo con sencillez:

—Sí.

Una vez más sintió el fuego hervir y retorcerse dentro de sí, fluyendo por sus venas con un desquiciante hormigueo. Dirigió su voluntad hacia la roca y apuntó con su brazo hasta que sintió un silencioso trueno dentro de él.

De su mano brotó el fuego mágico en un largo chorro. La roca se vio envuelta en llamas anaranjadas que fueron volviéndose blancas a medida que cobraban intensidad. Los tres podían sentir el calor en sus caras y, de pronto, hubo un tremendo crujido y la piedra se separó en pedazos. Una pequeña lluvia de piedrecillas se desperdigó sobre la ladera de la colina mientras las llamas se extinguían. A continuación se hizo el silencio durante largos momentos.

Elminster se volvió hacia Narm.

—Aléjate más, ahora —le advirtió—. Sitúate por allí, debajo de aquel árbol.

El mago lanzó un conjuro luminoso por su cuenta, que también fue absorbido. Después lanzó otros dos más. Entonces, creó un muro de fuerza a un lado y señaló con la cabeza hacia él. Shandril levantó sus manos y arrojó fuego.

Las llamas se agarraron al muro y ardieron con rabia, convirtiéndose en un infierno cegador cuando Shandril proyectó toda su voluntad contra la barrera. Cuando por fin ella cedió y su última llama se encogió hasta desaparecer, el muro seguía en pie todavía.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Elminster.

Shandril se encogió de hombros:

—Un poco asustada, pero no estoy herida ni siento nada extraño. —Y estiró los brazos con fuerza, haciendo saltar llamas de sus palmas que, tras un breve e intenso fogonazo, se extinguieron. Entonces añadió—: Todavía tengo más.

El sabio asintió con la cabeza y dijo:

—Voy a levantar un muro de fuego allí, ante ti. Cuando te haga una señal con la cabeza, arrodíllate ante él y atraviésalo con tu fuego mágico. Lánzalo con una inclinación hacia arriba para no dañar el bosque. Una ligera inclinación nada más, no lo olvides. Lánzalo sólo durante unos segundos y luego cesa.

Shandril sonrió y, con las llamas danzando en sus ojos, dijo:

—Como desees…, un lanzamiento corto pero continuado.

El fuego mágico rugió a través del muro de llamas como si éste no hubiese estado allí y siguió adelante arrastrando las llamas del mago consigo. Cuando terminó la embestida y el torrente de fuego se elevó por el aire enroscándose con el murmullo de un viento arremolinado, el muro de llamas había desaparecido. El fuego se fue disolviendo hasta desaparecer en el cielo estrellado como si nunca hubiera existido. Shandril estuvo contemplando de rodillas la belleza de las llamas que se alejaban en la noche por encima de ella y, después, se puso en pie con un suspiro.

—¿Estás bien? —le preguntó Elminster con gran atención. Shandril afirmó con la cabeza y el mago añadió—: Bien, pues. —Y, elevando sus manos, lanzó con toda tranquilidad un rayo contra ella.

Éste retumbó y dio en el blanco, y Shandril se dobló. Narm no pudo contener un grito, pero ella volvió a erguirse y el rayo había desaparecido. Su olor, sin embargo, flotaba en torno a Shandril cuando ella se volvió, sangrando un poquito del labio que se había mordido, y lanzó una sonrisa tranquilizadora a Narm.

—¿Cómo estás ahora? —preguntó Elminster.

—Estoy bien —dijo ella—. Me siento un poco cansada, pero no enferma ni extraña.

—Bien —dijo el viejo mago en voz baja—. Te arrojaré otro rayo. Recógelo y retenlo tanto tiempo como puedas. Si comienza a herirte o sientes que está tratando de estallar y no puedes detenerlo, lo dejas volar hacia el cielo o hacia la roca a la que has disparado antes. No lo sueltes hasta entonces, para que yo pueda medir aproximadamente tu capacidad. Tenemos aquí a mano medios para curar. No temas.

Shandril asintió con la cabeza y permaneció a la espera con las manos en sus costados. Cuando el rayo del mago la alcanzó, ella se echó atrás pero enseguida se quedó quieta mientras Elminster lanzaba sobre ella rayo tras rayo. El aire de la colina crepitaba y temblaba sobre los rostros de aquéllos que contemplaban la escena. Narm se estremecía y retorcía sus manos bajo la túnica que llevaba, pero no podía apartar su mirada.

Los delicados dedos del mago derramaban más y más energía hacia la señora de Narm, y ésta permanecía silenciosa e inmóvil. Por fin inclinó su cuerpo con un sollozo y, abriendo por completo sus brazos mientras daba unos pocos pasos para recobrar su posición, se convirtió de pronto en una columna de llamas arremolinadas.

—¡Madre Mystra! —imploró Narm con una voz ronca llena de horror.

Merith puso al instante sus manos sobre él para impedir que corriera hacia su amada… y hacia una muerte ardiente. Narm gritó el nombre de Shandril y trató de arrancarse de las manos de Merith. Arrastró al silencioso elfo tras de sí hasta que llegó Florin a oponer su fuerza contra la del joven. Narm se debatió en vano por librarse del férreo asimiento de ambos. Por encima de ellos, sobre la cima de la colina, una columna de llama viva se contorsionaba en el lugar donde hacía un momento se erguía Shandril.

De pronto, las llamas salieron disparadas de ella contra la roca ladera abajo. Hubo un gran resplandor y todos los presentes se agacharon cuando una lluvia de pequeños fragmentos de piedra al rojo cayó en torno a ellos a través del follaje. Jhessail confeccionó con presteza un muro de fuerza a partir de un rollo que tenía preparado y Lanseril apagó los brotes de fuego.

Una humeante cicatriz en la tierra fue todo lo que quedó donde antes estaba la roca. En la cima, una columna de fuego se elevaba rugiendo hacia las trémulas estrellas. Elminster observaba con calma con un fragmento de piedra enfriándose en sus manos.

Poco a poco, las fragorosas llamas se perdieron de vista. Shandril se erguía allí desnuda a la luz de la luna, olisqueando con curiosidad las chamuscadas puntas de su cabello que, por lo demás, permanecía intacto. Su capa había sido consumida por las llamas, pero éstas no habían dejado marca alguna en ella. Narm se liberó de las manos de Merith y Florin y echó a correr por las chamuscadas rocas sin reparar en el dolor que éstas infligían a las desnudas plantas de sus pies.

Elminster se adelantó y le cortó el paso, pero no era necesario. La propia Shandril retrocedió.

—¡No des un paso más, amor mío! —lo previno—. No sé si mi tacto puede ser mortal en este momento. —Narm se detuvo a apenas a un paso de ella—. Estoy bien —añadió ella con dulzura. Su largo pelo serpenteaba y se agitaba en el tranquilo aire de aquella noche como si tuviese vida propia.

—¿Qué puedes hacer tú? —preguntó Narm a Elminster angustiado.

—Yo la tocaré, para terminar con la prueba —respondió con firmeza el anciano—. Estoy protegido por potentes sortilegios, mientras que tú estás indefenso. Trata de contenerte un momento —y, acercándose hasta Shandril, tomó su mano.

—Bien hallado, señor —dijo Shandril con ceremoniosa cortesía. Narm esperaba en tensión.

—A vuestro servicio, señora —respondió Elminster inclinando su cabeza. Su rostro permanecía inexpresivo, pero sus ojos centelleaban.

Narm sacudió sus puños con impaciencia.

—¿Está a salvo? —casi suplicó.

El mago afirmó con la cabeza y casi se vio arrollado por Narm en su ímpetu por abrazar a su compañera. Retrocedió unos pasos e hizo una señal hacia los árboles. Arpistas, caballeros y guardianes aparecieron desde todas partes.

Elminster miró entonces a Narm y Shandril y, dándose un golpe en la frente, murmuró:

—¡Dioses, debo de estar envejeciendo!

Y se quitó la capa con un veloz ademán para echarla sobre los hombros de Shandril. Mientras hacía esto, la piedra que sostenía se retorció de repente dentro de su mano y empezó a crecer. En un instante, Elminster se hallaba frente a una mujer de ojos extraños, vestida con un oscuro hábito hecho jirones, cuyo largo pelo plateado caía salvajemente alrededor de sus hombros. Los Arpistas se llevaron la mano a la espada mientras avanzaban en círculo hacia ellos.

—Bien hallada seas —dijo con calma Elminster y se volvió hacia Shandril—. Shandril Shessair —dijo ceremoniosamente—, te presento a Simbul, reina de Aglarond.

Hubo un murmullo entre los que se aproximaban y, después, silencio mientras todos esperaban que la infame archimaga hablase. Shandril se separó de Narm con suavidad y saludó con una solemne inclinación de cabeza. Simbul casi sonrió.

—Impresionante, jovencita —dijo—, pero peligroso…, tal vez demasiado peligroso. Elminster… y todos vosotros… ¿habéis pensado en ello? Tenéis aquí un poder que quizá tengáis que silenciar. Puede que tenga que ser destruido.

Hubo una pequeña oleada de comentarios entre los presentes y, de nuevo, silencio. Shandril, con la cara pálida, tenía los ojos fijos en la archimaga, pero Elminster se interpuso entre ellas y habló.

—No —dijo el anciano mago. Echó una mirada alrededor, a todos los que se encontraban en la cima de la colina, con una triste mirada en sus viejos ojos—. Escucha —dijo a Simbul—, yo y todos los que estamos aquí reunidos somos peligrosos. ¿Deberíamos entonces ser destruidos sin más por lo que somos capaces de hacer? ¡De ningún modo! Es derecho y suerte de todas las criaturas que caminan por Faerun el obrar según su voluntad. Por eso los que practicamos el arte no vemos con buenos ojos a quienes abusan de él o lo utilizan de un modo frívolo o caprichoso.

»¡Ni siquiera los mismos dioses se han adjudicado el poder de controlarnos a ti o a mí tan estrechamente que no podamos caminar, hablar o respirar sin permiso de otros! Es su voluntad que podamos ser libres para hacer lo que creamos apropiado. Matar a un enemigo o defenderse de un invasor, desde luego…; pero eliminar a alguien porque un día puede ser una amenaza para ti, ¡eso es tan monstruoso como la acción del usurpador que mata a todos los niños que nacen en una tierra por miedo a que un heredero por derecho pueda levantarse un día contra él!

—¡Muy bien dicho! —intervino Florin con aire siniestro en abierto desafío a la mujer de negro que se erguía allí entre ellos. Nadie más habló. Esperaban en silencio la reacción de Simbul.

La reina-bruja se elevaba sola y terrible en medio de todos. Y todos habían oído hablar del tremendo poder del arte que ella gobernaba, que mantenía a raya incluso a los Brujos Rojos de Thay y hacía batirse en retirada una y otra vez a sus ejércitos para preservar su reino. Habían oído susurrar historias acerca de su temperamento cruel y su gran poder. Narm podía oler el miedo de los presentes, allí en la cima de la colina. Ni una sola espada desenfundada se movió.

Simbul asintió muy despacio.

—Sí, gran mago —dijo a Elminster—. Tú posees realmente la sabiduría que la edad te proporciona en estas tierras. Estoy de acuerdo contigo. Si otros no hubiesen estado de acuerdo, hace muchos inviernos, yo no habría vivido para estar ahora aquí en la Colina de los Arpistas. —Y, dicho esto, dio la vuelta en torno a Elminster sin que éste le impidiera el paso.

Narm, sin embargo, se colocó protectoramente delante de Shandril mientras Simbul se acercaba. La maga se detuvo a un paso de él y lo miró.

—Yo he confiado —susurró. Sus ojos reflejaban un gran orgullo—. ¿No vas a confiar tú también?

Narm se quedó mirándola fijamente durante unos instantes y, entonces, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se hizo a un lado. Simbul se deslizó hasta Shandril y dijo:

—Te ruego que aceptes mis excusas. No te deseo ningún mal.

Shandril tragó saliva y dijo con voz apagada:

—Yo… yo no tengo nada contra vos, gran señora —y, no muy convencida, sonrió.

La maga sonrió también, y añadió:

—Tengo un regalo para ti. —Su mano fue hasta el ancho cinturón negro que rodeaba su talle y sacó de él un sencillo anillo de talón. Luego se inclinó muy cerca de ella, hasta que Shandril pudo oler un extraño perfume que procedía de su cuello. Shandril no había visto jamás unos ojos como aquéllos, que eran a la vez grises como el acero, severos y tristes—. Utilízalo sólo cuando todo lo demás esté perdido —susurró Simbul—. Él os llevará a ti y a quien toque directamente tu carne cuando hagas uso de él, a un refugio mío. Pero has de saber que sólo funciona una vez y en una sola dirección. La palabra clave está en su interior y sólo se hace visible cuando calientas el anillo. No la digas nunca en voz alta salvo cuando tengas intención de usarlo. Tu fuego mágico no dañará a este anillo —y unas manos frías tocaron las de Shandril y pusieron el anillo, curiosamente caliente, en su palma—. Una última cosa —dijo Simbul—. Ve por tu propio camino, Shandril; no dejes que nadie te controle. Cuidado con aquéllos que acechan en las sombras.

Y, tras sonreír de nuevo, besó con suavidad a la perpleja Shandril en la mejilla. Después, sin decir nada, dio unas palmaditas en el brazo de Elminster y se volvió con súbita premura. Su figura serpenteó y se elevó y, de pronto, un halcón negro voló unos instantes en círculo entre las estrellas y desapareció.

Todos los ojos la siguieron en silencio hasta que se perdió de vista y, entonces, todo el mundo empezó a hablar a la vez.

En medio de la barahúnda, Elminster dijo:

—Gracias, Shandril. La prueba ha terminado. Narm, lleva a tu dama a casa y dormid. Guarda el fuego mágico que te queda dentro hasta que tengas necesidad de él. Ahora sé que no te hará daño llevarlo contigo. Guarda bien tu anillo, también. Un regalo de Simbul es cosa rara sin duda.

Detrás de ellos, Florin estaba organizando con discreción un cordón de guardias para escoltar a la pareja mientras regresaban a la torre.

—Piensa en esto, y comunícanos tu decisión —dijo Elminster mientras descendían de la cima de la colina—. Jhessail e Illistyl te adiestrarán, Narm, si lo deseas, y yo te enseñaré lo que pueda acerca de manejar conjuntamente fuego mágico y conjuros. Guarda esa capa para ti. Te protegerá en el combate. Es vieja y su magia no es fuerte, de modo que procura no agotarla sin propósito. —Y, después de toser una vez, agregó—: Ahora marchaos a la cama… donde tendrían que estar estos viejos huesos si tuviese un poco de sentido. Después de todo, podríamos necesitaros para salvar Faerun mañana; cuando el sol ya esté arriba, supongo.

Shandril asintió, súbitamente fatigada.

—Gracias, señor —dijo, y Elminster hizo una mueca ante el título—; debo dormir pronto o me caeré aquí mismo.

—Gracias, Elminster —dijo Narm con repentino atrevimiento—. Buena suerte esta noche y en lo sucesivo. Cuando los caballeros me devuelvan nuestras ropas, iremos y pensaremos en vuestros señores durante uno o dos segundos antes de dormirnos.

Los dos rompieron a reír al unísono y, luego, la joven pareja descendió la colina con los guardias cerrándose en torno a ellos. Florin y Merith volaron vigilantes por encima de ellos, dejando al mago atrás con Jhessail e Illistyl.

—¿Satisfecho? —preguntó la maga del Valle de las Sombras al que en otro tiempo fuera su maestro.

Elminster miró las chamuscadas marcas de la roca, a sus pies, y dijo quedamente:

—Ya suponía esto. El poder de liberar fuego mágico… lo tenía su madre, también. —Las dos damas-caballeros lo miraron con sorpresa, pero Elminster se limitó a dedicarles esa sonrisa distante de quien no piensa dar ninguna respuesta y preguntó—: Bien, ¿y qué pudiste oír de interés, Illistyl? Puedes omitir aquellas cosas que sientas que mis ancianos oídos no deben escuchar, en consideración a mi vulnerable corazón.

—Muy bien, pues —dijo Illistyl con una maliciosa sonrisa—, queda bien poco que decir.

La niebla todavía se deslizaba entre los árboles cuando Korvan, de La Luna Creciente, llegó a la carnicería.

—Buenos días —dijo un hombre encorvado que el cocinero no había visto jamás. El desconocido se apoyaba en la valla del patio, junto a la puerta, y se podía ver en sus botas y calzones el barro de muchos kilómetros de viaje.

—Buenos días —respondió agriamente Korvan. Había venido en busca de carne, no de charlas. Desde que aquella pequeña mocosa de Shandril se había largado, él tenía que salir antes para conseguir la carne, a una hora en que él habría preferido estar en la cama bostezando y dormitando.

—¿Comprando cordero? Yo tengo una treintena de buenas cabezas allí en el redil, recién llegadas del Valle de la Batalla. —El pastor señaló con la cabeza hacia el embarrado camino que se alejaba tras él.

—¿Cordero? Bien, miraré… a ver si puedo encontrar una buena docena entre ellos; tal vez podríamos hacer algún trato —dijo Korvan a regañadientes.

El pastor se quedó mirándolo.

—¿Una docena? ¿Tienes una gran familia?

—No, no —dijo Korvan de mala gana mientras entraban—. Yo compro para la posada La Luna Creciente, allí, siguiendo la carretera.

—¿Ah, sí? ¡Vaya, entonces tengo una historia para ti! —dijo el pastor—. Se trata de aquella muchacha que trabajaba en la posada y se marchó.

—¿Ajá? —dijo Korvan girando de inmediato su cabeza con repentino interés—. Shandril, se llamaba.

—Ah… muy bonita, ella —respondió el pastor asintiendo con la cabeza—. La vi en las montañas hace tan sólo unas pocas noches. Yo estaba persiguiendo dos ovejas descarriadas.

—¿Las Montañas del Trueno? —preguntó Korvan señalando con la cabeza a la pared más allá de la cual sabía que las grises y purpúreas montañas se podían ver por encima de los árboles.

—Sí, cerca del Sember. Me encontré con una gran multitud de personas, con armas y todo. Estaban todos de pie a su alrededor, preguntando a la muchacha si se encontraba bien… después de haber arrojado «fuego mágico», tal como lo llaman…

—¿Fuego mágico? —preguntó Korvan atónito.

—Sí; yo me escondí… Había monedas de oro por todo el lugar, y ellos llevaban las espadas desenfundadas. Yo no estaba seguro de que dejaran marcharse vivo a un visitante que había aparecido sin ser invitado, si entiendes lo que quiero decir…

Korvan asintió:

—Sí…, pero ¿quién era toda esa gente?

—Todos eran del Valle de las Sombras. Aquel viejo sabio y el guardabosques que cabalga por los valles llevando sus mensajes… Mano de Halcón, ¿no es eso?… y el guerrero elfo que vive allí y un sacerdote, creo. Había gran excitación en torno a la chica… Parece que ella destruyó a un dragón o algo parecido con ese fuego mágico. Y también hubo algo sobre alguien llamado Shadowsil. Caminaban de aquí para allá, de modo que no pude oírlo bien. No llegué a encontrar las ovejas, pero me cobré su precio y más en monedas de oro escondiéndome y saliendo después, cuando se habían ido.

—¿Ella se marchó de allí, entonces? —preguntó Korvan.

El pastor cabeceó afirmativamente.

—Hacia el norte; descendieron adentrándose en el bosque. Hacia el Valle de la Llovizna, supongo… y luego hacia el Valle de las Sombras.

Korvan suspiró.

—Demasiado lejos para seguirla —dijo con fingida tristeza—. De todos modos, si ella quisiera volver, ya habría encontrado el camino sin duda, a estas alturas. Bien; gracias por tu historia —dijo mirando hacia la puerta del patio donde estaba el carnicero—. Y ahora, ¿qué? ¿Tienes alguna oveja que valga la pena comprar? Cuanto antes las compre, antes podré ahumarlas y colgarlas.

«Shandril debe morir», decidió Malark, el del culto. Todavía no, sin embargo, sino después de que esos locos altruistas la hubiesen adiestrado plenamente en sus poderes. Como fuese, había destruido a Rauglothgor y su guarida, matado o escapado de Shadowsil y, si los rumores que corrían eran dignos de crédito, había escapado también —e incluso derrotado— a Manshoon del castillo de Zhentil. Había tenido suerte, sin duda. Pero sería imposible que una insignificante muchacha derrotase a los magos reunidos del Culto del Dragón.

Malark maldijo cuando la carreta crujió y se tambaleó al coger un bache especialmente profundo. Arkuel, vestido con el atuendo de cuero de un guardia contratado, se volvió y sonrió a modo de disculpa a través de la puerta delantera de la carreta. Malark rugió algo ininteligible y se frotó su hombro dolorido. Luego se volvió a concentrar en sus pensamientos y consideró cómo podría separar a esa Shandril de sus protectores en la Torre de Ashaba. La Torre Torcida, la llamaban. Era obvio que tendría que conseguir entrar en las filas de la guardia del lugar. Aunque tal vez era demasiado pronto.

Ya había un leal agente del culto dentro de la guardia de la Torre… Culthar, se llamaba. Él podría acabar con Shandril más tarde, cuando fuese el momento adecuado. Tratar de hacerse con ella ahora sería demasiado arriesgado. Malark no confiaba en sus secuaces ni para ensillar un caballo sin su supervisión, por no hablar de lo que haría falta para llevar a cabo dicha captura y fuga, considerando toda la magia y las armas que se levantarían contra ellos.

Por otra parte, cuanto más esperase el culto, más probable era que alguien más intentase apoderarse de aquella fuente de fuego mágico… Los zhentarim, sin duda alguna, y tal vez los sacerdotes de Bane.

Aunque quizá fuese aún mejor así. Con toda la confusión que se armaría si uno de esos enemigos hacía algún intento, Malark podría entonces arremeter y salir triunfante, para mayor gloria de sus seguidores.

De nuevo el archimago se vio bruscamente arrebatado de sus placenteras ensoñaciones cuando una rueda de su carreta dio contra un desnivel, botó y se hundió en un gran bache mientras otra rueda se alojaba enseguida en otro agujero más grande todavía. La carreta volvió a erguirse justo cuando las ruedas de atrás resbalaron de un modo alarmante hacia un lado sobre una alfombra de piedras rodantes. Sólo los dioses sabían cómo unos pequeños y gordos mercaderes se las arreglaban… ¡y aquélla era considerada una de las mejores carreteras del norte! Malark cuestionó la sabiduría de su propio plan por decimocuarta vez, mientras la carreta se detenía ante el puesto de guardia que le permitiría —a él, un mercader ambulante de filtros de amor, remedios medicinales y sustancias especiales para uso de distinguidos practicantes del arte— entrar en el Valle de las Sombras.

La clara luminosidad de la mañana hacía de la desnuda y agrietada roca de la Vieja Calavera, aunque sólo fuese por un rato, un lugar cálido y agradable, a pesar del susurrante viento que, con demasiada frecuencia, lo convertía en el puesto de guardia más frío e inhóspito del Valle de las Sombras. Los tres que estaban allí miraron hacia el sur, por encima de los verdes prados, y hacia la severa y desafiante Torre Torcida a su derecha.

—Que los dioses nos asistan si los Brujos Rojos de Thay oyen hablar de Shandril antes de que ella y Narm hayan sido bien adiestrados en las artes de la batalla y la magia —dijo Storm—. Sin mi hermana, la defensa de este pequeño valle recae en unos pocos caballeros y en Elminster. Y, a pesar de todo su arte, éste no es más que un anciano.

—Las cosas se pondrían ya lo bastante mal simplemente con los zhentarim, si Manshoon los levanta contra nosotros —respondió Sharantyr—. Echas mucho de menos a Sylune, ¿verdad? Debe de haber sido, sin duda, una persona muy especial. A menudo hablan de ella, y con añoranza, en la posada de allá abajo.

Florin sonrió:

—Era muy especial… y cayó mientras defendía el valle contra un dragón del culto, un peligro que tal vez pronto tengamos que volver a arrostrar, con Shandril aquí. En este mismo momento, el culto debe de andar en su busca… Y, tras la prueba, no tardarán en enterarse de que está aquí.

Storm sonrió, casi con tristeza:

—Elminster juega a un juego mucho más profundo que nosotros. Lo hizo delante de todo el mundo de un modo deliberado… Yo confío plenamente en él; y, sin embargo, confieso que sus acciones a menudo me inquietan. Todos tendremos que apechugar con las consecuencias.

—Tú crees que semejante exhibición pública fue improcedente, ¿no? —dijo Florin con una sonrisa—. Yo también… y, sin embargo, entonces pensé, y siento todavía, que Elminster era como un actor en las calles de Suzail. Él actúa para un público más amplio que el que lo rodea, con la esperanza de atraer la atención de los que pasan… Tal vez un noble, o incluso un gobernante. Nuestro mago no es ningún loco, ni la edad le ha debilitado el cerebro, a menos que exista alguna debilidad que afecte al juicio dejando sin embargo a uno capaz de trabajar perfectamente su arte y desarrollar nuevas técnicas mágicas.

—Existe tal cosa —dijo Sharantyr con tono burlón—, pero afecta a los jóvenes también… Nos hace aventureros cuando podríamos estar a salvo en nuestra casa, en el campo o en el bosque, ocupados en honradas y monótonas tareas y adquiriendo respeto a medida que envejecemos.

—Bien dicho —señaló Storm—. Pero creo que Elminster se propone algo, aunque nosotros no lo veamos aún claro, al exhibir el poder de Shandril de forma tan espectacular.

—¿Con «nosotros» te refieres a los tres que estamos aquí? —preguntó Sharantyr—. ¿O también a los Arpistas? No me respondas, si prefieres no hablar de ellos.

Storm sacudió la cabeza:

—No he hablado oficialmente con otros de la hermandad, pero puedo decirte que la mayoría de los que presenciaron la prueba pensaron de un modo parecido. Es un acto de jovenzuelo temerario.

Florin hizo un gesto de asentimiento y volvió su pensativa mirada hacia la cima de la pequeña torre de piedras de Elminster, que asomaba justo sobre un cerro al pie de las colinas:

—Shandril es un peligro para él, más que para ningún otro en el valle, ya que ella echa los conjuros por tierra. Si alguna vez se volviera contra Elminster, o fuese inducida con engaños a suprimir su arte, el anciano mago podría ser destruido… y nuestra defensa ante los del castillo de Zhentil desaparecería. Y son sencillamente demasiados los que estarían dispuestos a llevar a cabo tales acciones.

—Es verdad —dijo Storm, con su pelo plateado agitándose con la brisa que se levantaba. Miró la torre donde sabían que se albergaba Shandril y, cuando se volvió para mirar de nuevo a los dos exploradores, sus ojos estaban sombríos—. Eso no debe ocurrir.

—Aquí ha muerto mucha gente, al parecer —dijo Shandril con el miedo asomando en su voz. La joven maga Illistyl le estaba enseñando la torre.

Illistyl se sentó en un cojín e indicó con la mano a Shandril que hiciera lo mismo. Shandril se hundió en su cojín mientras Illistyl respondía con calma:

—Mucha gente ha muerto, en efecto. Los de Zhentil han atacado dos veces el valle desde que los caballeros vinieron aquí. Casi la mitad de los campesinos con quienes yo crecí están muertos ahora. También lo están otros aventureros que vinieron al valle, más de los que podrían caber, apretados pecho con pecho, en esta habitación. Es la vida, en realidad; la gente muere, ya sabes.

»No todo son historias de taberna y recuerdos queridos. Conozco por lo menos a tres de los caballeros que duermen para siempre en las criptas, a diez niveles por debajo de nosotras. Es un precio que algunos de ellos, sin duda, jamás se habían propuesto pagar…, pero sí que lo pagaron, y la mayoría sin elección. Piensa en esto antes de convertirte en una aventurera.

»La vida que escoges podría muy bien llevarse a Narm de tu lado, o mutilar a uno de vosotros sin que el arte que manejáis sea capaz de curaros. Una vez que tienes el poder, sin embargo, ya no te queda elección. Te conviertes en enemigo y blanco de muchos, y has de ser en adelante o un aventurero o un cadáver.

—¿Cómo llegaste tú a ser un caballero? —preguntó Shandril con curiosidad—. Eres más joven que Florin y Jhessail, y tu arte es…

—¿Inferior? Sí, así es. Había un licántropo aquí en el valle unos cuantos años atrás…, no muchos, aunque a mí me parece como si hubiese pasado mucho tiempo. Los caballeros hicieron una investigación para tratar de detectar con su magia al hombre-fiera. Éste resultó ser una mujer; la pobre Luney Lyrohar, una de las muchachas de Madre Tara.

»Descubrieron entonces que yo tenía poderes mentales, y Jhessail me puso a estudiar bajo su tutela. Yo había perdido a toda mi gente en las guerras, así que me vine a vivir a la torre. —Y, sonriendo, continuó—: Gran parte del tiempo, hasta ahora, lo he pasado educando a la hija de Jhessail y Merith; el resto, o la mayor parte de él, estudiando el arte. No le queda a una mucha elección, una vez que ha comenzado.

—Eso me temo. Sin embargo, yo elegí marcharme de la posada. Todo lo demás ha venido como continuación de aquello. Supongo que no tengo otra elección, ahora —dijo Shandril con una sonrisa—. Aunque no me arrepiento de ello, porque así he encontrado a Narm.

—Aférrate a eso —dijo Illistyl casi con furia—. No olvides que lo has sentido así. Nos esperan momentos duros, me temo. Tu poder, si llegara a manejarse con malas intenciones, sería una amenaza para todos los practicantes del arte de este mundo. Pocos hay tan estúpidos como para no darse cuenta de eso. Aquéllos que tienen malas inclinaciones intentarán destruirte o utilizarte como arma contra otros.

»Antes de lo que crees habrás visto conjuradores hasta hartarte, y la magia es un oficio en el que, por más poderoso que uno llegue a ser, siempre hay alguien más poderoso aún. Aprende esto bien. Esta lección suele ser fatal si se ignora. También puede sucederte a ti, Shandril… Algo debe de haber dentro del arte que sea capaz de contrarrestar el fuego mágico; tal vez algo tan simple como un sortilegio conocido por la mayoría de los aprendices.

Shandril asintió muy seria:

—A veces pienso que no puedo hacerlo… y, sin embargo, es una sensación tan agradable, aun con el dolor… Cuando lo dejo salir, quiero decir. Luego veo a Jhessail también; lo feliz que es con Merith, y los dos son aventureros. Aunque a ella no la maten, Merith, como elfo que es, sabe que su mujer morirá cientos de inviernos antes que él. Pese a todo, se casaron y parecen felices. Puede ocurrir.

Illistyl asintió:

—Es bueno que veas eso. Es algo que exige mucho trabajo y paciencia, has de saber. Dime, ¿qué te parece Jhessail? Su carácter, quiero decir.

—Cálida, amable, aunque estricta y correcta… y comprensiva. Poco más puedo decir; apenas os conozco a ninguno de vosotros.

—Yo diría, de hecho, que has captado a Jhessail bastante bien. Pero aún hay más. Su control es tan grande que uno no aprecia lo que le hizo conquistar a Merith, lo que hay detrás de su calidez. Es apasionada, no sólo romántica sino espiritualmente, y con gran fuerza de voluntad.

»Jhessail era novia del clérigo Jelde cuando vine a la torre por primera vez. Hubo una gran pelea entre Jelde y Merith por Jhessail. Ésta decidió que quería más a Merith y se marchó para ganárselo delante de toda la Corte élfica, sin reparar en la breve duración de su vida. Siempre busca longevidad por medio de su arte, pero nunca ha creído que sobrevivirá a lo que en él será todavía su juventud.

»Esta clase de control es necesaria para dominar todos los niveles del arte, excepto los más simples. Es el tipo de control que necesitarás para permanecer al lado de Narm y atravesar cuantos peligros puedan erigirse contra vosotros. Escucha y pon atención, Shandril, pues yo seré tu amiga durante más que unos pocos años, si puedo. —Y, sonriendo de pronto, concluyó—: Vaya, hoy parece que me ha dado por los largos discursos.

Shandril sacudió la cabeza:

—¡No, no, te estoy muy agradecida! Jamás tuve a nadie de mi edad, o más o menos, ya sabes, con quien poder hablar de cosas sin tener que medir o refrenar mis palabras. Incluso con Narm…, sobre todo con Narm.

Illistyl afirmó con la cabeza:

—Sí. Sobre todo con Narm —y miró a su alrededor—. Recuerda bien los lugares que te voy a enseñar ahora —añadió mientras se levantaban—. Un día puede que tú y Narm os alegréis de tener un sitio donde poder esconderos juntos. Un día bastante cercano… —terminó advirtiendo.

Shandril no tuvo más remedio que reconocerlo.

La noche había caído, oscura y profunda, antes de que Rozsarran Dathan se levantara de su mesa en la cantina de La Vieja Calavera y, con un mudo ademán de buenas noches a Jhaele, se tambaleara hacia la puerta.

Detrás de él, la rolliza posadera sacudió la cabeza lastimosamente mientras se acercaba a restregar la mesa donde dos de los guardias, compañeros de Rozsarran, sesteaban inconscientes en sus sillas entre ronquidos y todas las monedas que, junto con los dados, habían dejado caer de sus manos. A veces eran como niños, pensó ella levantando una manga de cuero de un pequeño charco de cerveza derramada y esquivando con destreza el instintivo tirón y puñetazo que su durmiente dueño lanzó con torpeza hacia ella. Buenos chicos, pero malos bebedores.

Fuera, en el fresco aire de la noche, Rozsarran llegó a la misma conclusión, aunque no con tanta claridad. Ajustándose el talabarte, empezó a caminar apresuradamente hacia la torre. Un cielo encapotado hacía la noche muy oscura, y un activo paseo podría quizás aligerar la pétrea pesadez de su cabeza antes de irse a la cama. «Mañana turno de tarde, ruego a Helm». Dormir le vendría muy bien…

Una sombra silenciosa surgió de la noche. Llevaba en la mano un trozo de cuero anudado en torno a un puñado de monedas. Con gran habilidad, le quitó el yelmo al guardia con un rápido movimiento para dejar expuesta la parte trasera de su cabeza… y le dio el sueño que buscaba.

El guardia se desplomó sin emitir ni un sonido. Suld lo cogió de las axilas antes de que llegara al suelo y lo levantó. Arkuel lo cogió de los pies y se adentraron deprisa en el bosque.

Allí, Malark creó una oscuridad mágica y ordenó a Arkuel desencapuchar la lámpara. A la luz mortecina de ésta, el archimago del culto derramó un conjuro de sueño sobre el guardia y, después, lo estudió con atención.

—Desnudadlo —ordenó sin más.

Cuando tal hubieron hecho, Malark examinó el rostro y cabello del guardia y mandó a sus secuaces dar la vuelta al cuerpo en busca de marcas de nacimiento. Ninguna. Muy bien. Con lentitud y cuidado, lanzó otro conjuro. Su figura se retorció, disminuyó y volvió a crecer otra vez hasta que, por fin, un doble exacto de Rozsarran se erguía en el lugar donde hacía unos instantes estaba Malark. El camuflado archimago se vistió con rapidez, se aseguró de que sus amuletos continuaban sobre él y dijo con frialdad:

—Esperad aquí. Si no he regresado al amanecer, retiraos un poco hacia el interior del bosque y escondeos. Si no he vuelto de aquí a cuatro días, id e informad en Essembra, ya sabéis dónde. ¿Entendido?

—Sí, Gran Mago.

—Entendido, lord Malark.

—Está bien. ¡No quiero raterías, ni correrías nocturnas con rameras, ni jaleo ninguno! No pienso volver tarde. —Y se fue, ajustándose el talabarte.

¿Cómo se las arreglaban para levantar siquiera semejantes espadas, por no hablar de blandirías y sacudirlas, como si se tratase de varitas? Esta arma en concreto era tan pesada como un cadáver frío. Malark se abrió camino tanteando a través de su círculo de oscuridad mágica, salió del bosque y alcanzó la carretera.

Allí encontró a dos guardias que marchaban haciendo eses hacia la torre. Iban medio dormidos y apestaban a bebida.

—¡Agh, es Roz! —lo saludó uno de ellos casi cayéndose—. Qué, ¿mejor después de descargar la vejiga, vieja espada? ¿No has tropezado con ningún árbol?

—Arrghh —rugió Malark con aspereza considerándolo la respuesta más segura. Luego se agachó con destreza y se levantó en medio de los dos compañeros poniendo un brazo sobre los hombros de cada uno. A uno de los guardias le cedieron las rodillas y casi se cayó. Malark hizo una esforzada mueca bajo el peso que se le venía sobre un costado.

—Has hecho muy bien en volver —murmuró el guardia tambaleante mientras se incorporaba agarrándose al brazo de Malark y se balanceaba sobre sus talones un momento antes de recuperar su equilibrio—. Necesito tu hombro, me temo. ¡Dioses, mi cabeza!

—Arrghh —respondió de nuevo Malark forzando una sonrisa.

—Urrghh —convino sabiamente el guardia que iba bajo su otro brazo, y prosiguieron su marcha a tropezones.

La luz de las antorchas de la entrada a la torre crecía en intensidad a cada paso que daban. En cualquier otra situación, Malark tal vez se habría arrastrado o volado hasta una ventana bajo la forma de una serpiente o de un pájaro y se habría ahorrado toda aquella peligrosa mascarada, pero no aquí. No con Elminster alrededor y esos caballeros que podía llamar en su ayuda.

—La vez que mejor he bebido fue en El Pichel Solitario —decía uno de los guardias.

—Ahh —asintió Malark.

De alguna manera, los tres consiguieron pasar a través de la guardia y entrar en la torre. Entonces, él los dejó avanzar un poco por delante de él para que le sirviesen de guías y ellos se encaminaron directos hacia el cuarto de guardia a lo largo de un gran vestíbulo. Allí la suerte estuvo con Malark. Culthar, su espía, era uno de los dos vigilantes que esperaban en el cuarto de guardia hasta que, en un tablero delante de él, sonara una campana llamándolos para sustituir a algún otro guardia en cualquiera de los puestos. El otro vigilante se estaba levantando, justo en ese momento, para responder a una campana tres pisos más arriba.

—¿Por qué no podrá Rold hacer sus necesidades antes de tomar su puesto? —gruñó mientras se dirigía hacia las escaleras traseras.

Los compañeros de Malark caminaban dando tumbos por la habitación apoyándose en la mesa para mantenerse en pie. Se dirigieron hacia la puerta de la armería. Uno de ellos comenzó a cantar —por fortuna, en voz baja— mientras avanzaba:

—Oh, un día conocí a una dama del lejano Mar Total… Ella nunca volverá, no, ya nunca volverá a mí… —La puerta se cerró de un golpe y se oyó un batacazo al otro lado de ella. Culthar soltó una maldición.

—Siempre acaba tropezando con esa silla. Seguro que se ha roto otra vez y tendremos que volver a arreglarla, porque —y aquí elevó Culthar la voz en sañuda imitación del guardia— él no es demasiado bueno con sus manos. —En aquel momento, el otro guardia que había entrado con Malark eructó con un gran espasmo y tembló, y luego hizo un repugnante ruido con la garganta que anunciaba que iba a vomitar—. ¡Oh, dioses! —maldijo Culthar—. ¡Rápido, ponle la cara sobre ese cubo! ¡Vamos! ¡Debería haberme imaginado que Crimmon acabaría poniéndose enfermo de tanto beber!

Malark descolgó un pozal de cuero de su clavija e hizo lo que le habían ordenado, justo a tiempo.

Cuando la descarga hubo terminado, Crimmon se levantó con torpeza y caminó hacia la armería casi con normalidad, diciendo:

—Bastante por hoy, creo. Será mejor que me marche, Jhaele…

—Sí, querido —dijo Culthar con voz burlona, y ambos esperaron.

Tras un instante de silencio, se oyó otro tremendo golpe con ruidos de rotura en la armería. Malark no pudo contener la risa y, un momento después, Culthar se le unió mientras las maldiciones de Crimmon se desvanecían en la otra habitación. Malark puso el cubo en el suelo y cerró la puerta de la armería. Luego se volvió hacia Culthar, que frunció el entrecejo y dijo:

—¿Y cuánto has bebido tú?

Malark dejó que su cara volviera a ser la de siempre durante dos lentos y deliberados segundos y dijo:

—Nada, Culthar. Siento defraudarte.

Cuando, un instante después, esbozó una sonrisa, ésta volvió a ser la típica sonrisa ladeada de Rozsarran.

Culthar se quedó mirándolo estupefacto.

—Señor, ¿qué hacéis aquí? —susurró—. ¿Y Roz…?

—Durmiendo. No tengo mucho tiempo para charlar. Toma esto —dijo poniendo un anillo en la mano de Culthar—. Escóndelo bien, encima de ti, y no te separes de él. Posee una magia que lo hace pasar inadvertido en un escrutinio normal hecho por un mago, pero póntelo tan sólo cuando tengas intención de usarlo. Pronuncia la palabra clave, que es el nombre del primer dracolich al que serviste cuando te uniste a los seguidores del culto, y al instante te llevará, a ti y a cualquier criatura que tu carne toque directamente, a Piedra del Trueno, concretamente a una colina encima de esa ciudad donde uno de nuestro grupo vive como ermitaño. Su nombre es Brossan. Si él no está allí, ve a… —y siguieron algunas instrucciones más.

»Una cosa más. Puede que yo me aparezca ante ti y dé la señal del martillo, o que un pájaro de cresta roja se cuele volando en este cuarto de guardia… Podría ser sólo una ilusión, no lo olvides. Ambas cosas son señales de que has de intentar coger a esa Shandril Shessair y escapar con ella valiéndote del anillo a la menor oportunidad. De otro modo, tendrás que hacerte con ella cuando creas que es conveniente… Ya adivinabas la tarea antes de que lo dijera, ¿no es así? Bien. ¿Harás lo que te digo?

—Sí, para la mayor gloria de los seguidores —susurró Culthar.

Malark asintió con la cabeza y recogió el apestoso cubo.

—Antes de que tus compañeros de guardia regresen —dijo Malark—, yo iré y fingiré que me pongo malo ahí fuera —y, sosteniendo el cubo bien por delante de sí, salió tambaleándose del cuarto y cruzó el largo vestíbulo una vez más bajo la apariencia, punto por punto, del borracho Rozsarran. Culthar se quitó la bota y deslizó el anillo de metal sobre el dedo pequeño del pie, donde podría sentir su tranquilizadora presencia a cada paso que diera.

Un Rozsarran ruidosamente indispuesto cruzó tambaleante el puesto de guardia de la entrada y salió de nuevo a la noche. Pero fue un ágil y eficiente gato nocturno el que emergió de donde habían caído el cubo y las ropas, y se dirigió hacia cierto lugar entre los árboles. Allí, el gato se convirtió en una rata, se deslizó hasta un arbusto cercano al lugar donde sus hombres lo esperaban y escuchó.

—¿Oyes tú algo? —preguntó Suld con recelo escrutando la noche.

—Probablemente es el maestro que vuelve —dijo Arkuel—. Ahora siéntate y cállate, o nos la cargaremos.

—Siéntate y cállate tú, sabelotodo. No fui yo quien compró una carreta con el asiento delantero tan repleto de astillas que parecía la barba de un carpintero.

—Te atravesaron los sesos, ¿no? No deberías llevarlos tan abajo —dijo Arkuel con aire presuntuoso.

—Dices muchas cosas inteligentes —respondió Suld ofendido—. Espero que el escaso sentido que hay en ti funcione la mitad de bien para tareas más útiles.

—Bien hallados —dijo Malark surgiendo de la oscuridad por donde ninguno de ellos estaba mirando—. Me alegro de encontraros a los dos tan felices y contentos. —Y, señalando al dormido Rozsarran, dijo—: Levantad a nuestro durmiente y venid. Cubrid la lámpara y yo la llevaré.

Una vez tapada la luz, el mago dispersó su oscuridad y volvió hacia la torre. Allí levantó de nuevo su círculo de oscuridad y, dentro de él, vistieron a Rozsarran y lo dejaron con el cubo en las manos para que los otros guardias lo encontraran.

—Volvamos a la posada —ordenó Malark disipando su oscuridad.

El archimago alzó sus brazos y sus dedos se ondularon y crecieron, y después se ramificaron una y otra vez. En pocos segundos, la parte superior del cuerpo de Malark adquirió el aspecto de un gran arbusto. Una boca se abrió en una de las ramas altas y dijo:

—¡Venid! Y ocultaos detrás de mí. —Y juntos se deslizaron en la noche hasta la parte trasera de los establos.

—Los perros duermen —susurró Arkuel.

—Sí, pero el encargado del establo no —siseó Malark. Retrocedió ligeramente y volvió a convertirse en sí mismo musitando las frases de un conjuro, mientras Arkuel y Suld montaban guardia con las espadas desenvainadas. Malark volvió a reunirse con ellos y lanzó una mirada despectiva a las espadas—. Guardaos eso —murmuró enojado—. No estamos cortando asados.

—¿Y el encargado del establo? —preguntó Arkuel mientras su espada volvía a deslizarse en la funda. En algún lugar distante en las colinas, hacia el norte, aulló un lobo.

—Él ya tiene algo que vigilar, allí por el pozo —dijo Malark—. Luces danzarinas. Y ahora venid, rápidos y silenciosos, hasta la pared. —Y cruzó el patio de la posada a grandes zancadas con sus secuaces pisándole los talones.

Al pie del muro, el cuerpo del archimago cambió de forma otra vez, convirtiéndose ahora en un largo poste con anchos escalones. Éste se agarró con unas manos humanas al alféizar de la ventana de la habitación que tenían alquilada. Del poste brotaron dos tallos con ojos en sus extremos que vigilaban el patio detrás de ellos. El encargado del establo, hacha en mano, observaba con recelo las juguetonas luces.

—Aprisa —ordenó una boca que apareció en un peldaño que Arkuel estaba tratando de alcanzar. Éste retrocedió del susto y casi se cayó de la escalera.

—No hagas eso —rogó agarrándose como pudo.

—¡Muévete! —respondió fríamente la escalera—. Tú también, Suld. Nuestra suerte no puede durar toda la noche.

Pero, por fin, todos alcanzaron la habitación y cerraron las contraventanas sin mayores incidentes.

Malark se preguntaba, mientras levantaba un muro de fuerza entre él y sus secuaces, qué era lo que podría fallar cuando llegara la hora. Todo había ido sobre ruedas y, sin embargo, algo le decía dentro de sí que el secreto del fuego mágico no estaba destinado a caer en manos de los seguidores.

Este tipo de corazonadas ya le habían proporcionado más de una noche de insomnio en otras ocasiones, pero esta vez se quedó dormido antes de que pudiera preocuparse demasiado. Pronto se encontró cayendo interminablemente a través de movedizas nieblas grises y púrpuras, cayendo hacia algo que brillaba allá abajo con una luminosidad roja de fuego pero que él no podía distinguir. «¡Desaparece!», dijo con severidad a lo que quiera que fuese, pero la escena no se desvaneció y él continuó cayendo hasta que llegó la mañana.

—Quisiera hablar con el cocinero —dijo el viajero—. Yo sólo como determinadas carnes y debo saber cómo se preparan, si no pones objeción…

—Ninguna —respondió Gorstag—. Por aquí, a la izquierda. Se llama Korvan.

—Gracias —dijo el comerciante de tez morena levantándose—. Me alegro mucho de encontrar una casa donde la comida se considera algo importante. —Y se alejó a grandes pasos, dejando a Gorstag perplejo.

Un instante después, el posadero cruzó su mirada con la de Lureene y le señaló con la cabeza hacia la cocina. Ella asintió con la suya casi imperceptiblemente y abandonó la mesa donde un gordo comerciante sembiano lanzaba miradas golosas a su escotado corpiño. Volviéndose con la mano en la cadera, de una manera que hizo que Gorstag resoplara divertido, se deslizó hacia la cocina mientras los ojos de todos los comensales de la mesa sembiana la seguían sin querer.

El extranjero apareció de repente tras el hombro de Korvan.

—¿Qué noticias tienes para los seguidores? —preguntó una voz sedosa en su oído.

El cocinero se quedó helado. Después se volvió, dejando una sartén con champiñones crepitando en grasa de cerdo, y alcanzó la fuente de cebollas troceadas con su largo cuchillo de cocina todavía en la mano. Hizo un leve gesto de asentimiento cuando sus ojos se encontraron con los del viajero.

—Bien hallado —murmuró mientras volvía de nuevo a la sartén y echaba en ella las cebollas, empujándolas con su cuchillo—. Pocas noticias, pero importantes. Un pastor vio a una muchacha que solía trabajar para mí: una insignificante muchacha llamada Shandril que se escapó de aquí hace cosa de diez días, en las Montañas del Trueno con los caballeros de Myth Drannor y Elminster del Valle de las Sombras. Acababa de arrojar fuego mágico y había hecho cenizas a «un dragón o algo parecido»; Rauglothgor el Inmortal, me temo. Ese hombre dijo que había oído mencionar el nombre de Shadowsil y que había monedas de oro por todas partes…

—Las habrá, sin duda, señor cocinero, si hacéis la carne tal como os digo —respondió el comerciante con extrema amabilidad.

Mirando hacia atrás, con el cuchillo aún en la mano, Korvan vio a Lureene en la puerta de la cocina. La miró con desprecio.

—¿Qué te retiene ahí? —gruñó—. ¿Ya no seduces a los clientes con tanta facilidad como antes? Voy a necesitar mantequilla y perejil para esas zanahorias, ¡y necesito que alguien vuelque el cubo para las gallinas ahora, no mañana!

—Pues vuélcalo —dijo incisivamente Lureene— con la primera parte de tu cuerpo que te venga a mano. —Y, sacando unos rodillos para calentar del estante que había encima de las calderas del estofado, los puso en una cesta y se marchó con un movimiento enojado de su trasero.

El mercader se echó a reír:

—Bien, no te entretengo más. Doméstica bendición, sin duda. Gracias, Korvan. ¿Ya no hay nada más?

—Luego se fueron todos hacia el norte, dijo el pastor, desde donde se encontraban, cerca del Sember. Nada más. —Las cebollas empezaron a crepitar con fuerza repentina y Korvan las removió con energía para evitar que se pegaran.

—Bien hecho, y que te vaya bien hasta la próxima vez que nos veamos —se despidió la voz sedosa y, cuando Korvan se volvió para contestar, el hombre ya se había ido.

Sobre la mesa al lado de Korvan había tres brillantes gemas rojas colocadas en triángulo. Los ojos del cocinero se desorbitaron. ¡Espinelas! ¡Cien monedas de oro cada una, con seguridad, y había tres! ¡Dioses del cielo! Korvan las encerró en su carnoso puño y miró disimuladamente a su alrededor con ojos suspicaces. ¿Y si era algún truco? Mejor sería que no lo cogieran con ellas por la cocina.

La puerta de la cocina se cerró de golpe. Fuera, Korvan miró bien a todas partes hasta que se aseguró de que nadie lo veía. Con un gruñido de esfuerzo, empujó el barril de agua que había justo a un lado de la puerta. Ignorando el agua que se derramaba por el otro lado, lo volcó hasta que pudo colocar las gemas, cubiertas con una hoja seca, bajo la base hueca del barril. Volvió a bajar éste con cuidado y se enderezó con un gruñido para escudriñar a su alrededor en busca de ojos curiosos. Viendo la costa libre, corrió de nuevo a la cocina donde fue recibido por un olor a cebollas quemadas.

—¡Que se me lleven los demonios! —dijo, y escupió encolerizado mientras avanzaba a toda prisa hacia la sartén.

Lureene asomó la cabeza por la puerta desde el pasillo que conducía a la cantina y le lanzó una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Algo se quema? —preguntó con voz dulzona, y retiró su cara justo antes de que el cuchillo que el otro lanzó volara a través de la puerta, donde hacía un instante se veía su sonrisa, y rebotara en la pared del pasillo.

Korvan estaba gruñendo todavía cuando Gorstag encontró el cuchillo, minutos más tarde:

—¿Cuántas veces te he dicho que no tires cosas? —preguntó enojado el posadero—. ¡Y un cuchillo, además! ¡Podrías haber matado a alguien! Si necesitas trinchar algo para aplacar tus arrebatos de furia, ¡que sea el asado! ¡La cantina se está llenando con gran rapidez y todos querrán comer, sin duda alguna! —Y arrojó el cuchillo a la pila de piedra con un sonoro repiqueteo y salió.

Lureene suspiró al ver su cara mientras se ponía detrás de la barra para buscar cerveza. Gorstag apenas sonreía nunca desde que Shandril se había marchado. Tal vez los rumores que durante todos aquellos años habían corrido por Luna Alta fuesen ciertos: que Shandril era hija de Gorstag. Él la había traído consigo siendo un bebé cuando compró la posada, Lureene estaba segura de eso. Se encogió de hombros. Bueno, quizás algún día lo diría.

Lureene recordaba a la trabajadora y soñadora muchacha acomodándose en su lecho de paja al otro lado del baúl ropero y se preguntaba dónde estaría ahora. Y ya no era tan pequeña, tampoco…

—¡Eh, mi pequeña escultura! —la llamó Ulsinar el carpintero desde el otro lado de la cantina—. ¡Vino! ¡Vino para un hombre cuya garganta está acartonada de sed y clamando por ti! Fueron los dioses los que nos dieron la bebida… ¿Me vas a privar tú de ella?

Lureene se echó a reír y alcanzó la jarra que sabía le gustaba a Ulsinar.

—Es paciencia lo que los dioses nos dieron para arreglárselas cuando no hay bebida a mano —respondió siguiendo la broma—. ¿Vas a ignorar la una en tu prisa por regalarte con la otra?

Otros asiduos cercanos aclamaron y cabecearon en aprobación.

—¡Un poco de paciencia! —pregonó uno—. Un buen slogan para una posada superconcurrida, ¿eh?

—¡Me gusta! —dijo otro—. Yo esperaré con mucho gusto… y un vaso lleno, si es posible… a que venga el ciervo relleno de Korvan, o su jabalí asado.

—¡Oh, sí! —respaldó otro—. ¡Hasta consigue que sepan buenas las verduras!

El último hombre que había hablado se quedó callado, de repente, mientras su esposa se volvía con un rostro frío hacia él y le preguntaba:

—¿Y yo no?

Ulsinar (y no pocos de los otros) se rió:

—¡A ver cómo sales de ésta, Pardus! ¡Esta vez la has metido!

—¡La ha metido! ¡La ha metido! —corearon con entusiasmo los otros.

La esposa se volvió hacia todos ellos con una cara todavía más pétrea.

—¿Os burláis de mi hombre? —inquirió—. ¿Queréis que os saque los dientes a todos ahora mismo?

El clamor se desvaneció. Hubo alguna risilla aislada aquí y allá todavía. Gorstag se acercó.

—Bueno, Yantra —dijo muy serio—. No voy a permitir estos altercados en La Luna Creciente. Así que, antes de servir a estos groseros que os han insultado a ti y a tu señor, ¿qué prefieres, ciervo o jabalí?

—Jabalí —respondió Yantra ablandada—. Media ración para mi marido.

Gorstag echó una rápida mirada alrededor para callar toda explosión de risa. El posadero guiñó un ojo a Pardus quien, sentado detrás de su esposa, intentaba silenciosa pero frenéticamente indicar con gestos y exagerada mímica articulatoria de las palabras que él quería ciervo, no jabalí, y que, por supuesto, de media ración nada.

—Por cierto, Pardus —dijo Gorstag como si de pronto se acordase de algo—. Un hombre dejó dicho aquí que, si había alguien que hiciera sillas de montar de calidad, le gustaría encargar una sola pieza, pero buena, para su corcel favorito. Yo me tomé la libertad de recomendarte, pero no me atreví naturalmente a asegurar nada sobre tiempo o precios. Él es de Selgaunt y es probable que se encuentre ya cerca de allí ahora. Volverá otra vez dentro de unos días, de camino a Cormyr desde Ordulin. ¿Quieres hablar conmigo ahí atrás sobre lo que habría de decirle? —y volvió a hacerle un rápido guiño.

—Oh, sí —dijo Pardus, comprendiendo. Ningún sembiano deseaba ninguna silla, pero él se comería su media ración ahí fuera, en la cantina, y todo el ciervo que le viniera en gana en la parte trasera, con Gorstag montando estrecha vigilancia, un poco más tarde. Sonrió. «El buen Gorstag,» pensó levantando su jarra a la salud del posadero. «Que dure mucho tiempo en La Luna Creciente. Mucho tiempo, sí, señor».

Aquella noche, cuando ya por fin todos se habían ido a la cama y la cantina estaba sumida en la roja y desfallecida luz de un fuego a punto de extinguirse, Gorstag se sentó solo junto a él. Levantó un pesado pichel y tomó otro empecinado trago de fuerte y oscuro licor de raíces salvajes con sabor ahumado. ¿Qué había sido de Shandril? Se le partía el corazón ante la idea de que yaciese muerta en alguna parte, o hubiese sido violada y robada y abandonada medio muerta de hambre junto a la carretera… O aún peor, que yaciese encadenada, envuelta en sudor y porquería, en las chirriantes mazmorras, infestadas de ratas, de algún barco de traficantes de esclavos sureños navegando a través del Mar Interior. ¿Cuánto tiempo podría seguir soportando el permanecer allí, sin al menos ir en su busca? Sus ojos se clavaron en el hacha que colgaba encima de la barra. Al instante siguiente, el fornido posadero se había levantado de su asiento —el mismo donde la infeliz Yantra se había sentado— y salvado la mesa de un pesado pero rápido salto. Pronto estaba tras la barra con el hacha en sus manos.

De pronto, oyó un grito ahogado detrás de él… ¡un grito de mujer! Gorstag se volvió como un ciclón, como si fuese aún un guerrero con la mitad de sus años, con la rapidez de una serpiente y esperando problemas. Entonces se relajó, lentamente.

—¿Lureene? —preguntó en voz baja. No podía marcharse… Lo necesitaban allí, toda esta gente… ¡Oh dioses, traerla sana y salva a casa!

Su camarera vio la angustiada expresión de su cara, a la tenue luz del fuego, y se acercó hasta él en silencio con su manta en torno a los hombros.

—¿Señor? —preguntó en voz muy baja—. ¿Gorstag? La echas de menos, ¿verdad?

El hacha tembló. Bruscamente, dio un giro hacia arriba y quedó colgando del pliegue de su brazo. Entonces, el posadero dio la vuelta a la barra donde descansaban una piedra de afilar, frascos de aceite y trapos viejos.

—Sí, muchacha, la echo de menos.

Volvió a sentarse donde estaba y Lureene fue, con los pies descalzos, a sentarse a su lado mientras él hacía girar el hacha en sus dedos como si no pesara más que una jarra vacía. Tras un minuto de silencio, empujó el pichel hacia ella:

—Bebe algo, Lureene. Es muy bueno… Te sentirás mejor después.

Lureene lo probó, hizo una mueca y, después, tomó otro trago. Luego volvió a dejar el pichel, con las dos manos, encima de la mesa y lo empujó de nuevo hacia él.

—Tal vez, si algún día llego a tu edad —dijo con sencillez—, aprenda a saborearlo. Tal vez.

Gorstag se echó a reír. El metal del hacha resplandecía en sus manos mientras lo hacía girar una y otra vez. La luz de la hoguera brilló trémulamente en el borde de su hoja durante un instante. Lureene observaba; después preguntó con tono suave:

—¿Dónde crees que estará ahora?

Las robustas manos vacilaron y luego se detuvieron.

—No lo sé —dijo mientras alcanzaba un frasco del aceite y lo tapaba—. No lo sé —repitió—. ¡Eso es lo peor de todo! —y apretó con brusquedad su mano aplastando el frasco de metal—. ¡Quisiera salir a buscarla por ahí…, hacer algo! —susurró con furia.

Lureene puso impulsivamente su brazo alrededor de él. Podía ver cómo Gorstag estaba al borde del llanto. Entonces, él habló en un tono que ella jamás había oído de él.

—¿Por qué se fue? —preguntó—. ¿Qué es lo que hice de malo para que ella odiase tanto este lugar?

Lureene no encontró respuesta, así que besó su áspera mejilla y, cuando él volvió la cabeza, sobresaltado, ella ahogó sus sollozos con sus labios.

Cuando, por fin, ella se retiró para respirar, él protestó débilmente:

—¡Lureene! ¿Qué…?

—Puedes escandalizarte por la mañana —le dijo ella con dulzura y lo besó otra vez.