10
Jarrones llenos

He conocido altos honores, orgullosa fama y grandes riquezas, y he bebido abundante buen vino en banquetes donde se me hacía la boca agua y mi tripa se llenaba de deliciosas viandas entre buena compañía y conversación…, y te digo que todo esto palidece y se esfuma como un sueño ocioso ante el dulce tacto de mi Dama.

Mirt «el Prestamista» de Aguas Profundas

Extracto de una carta a Khelben «Cayado Negro»

Arunsun, en la que proclama a su amada Asper

como su leal heredera Año del Arpa

Tras la retirada de Manshoon, los caballeros habían viajado con rapidez por los bosques, en dirección al norte. Las Montañas del Trueno, a su izquierda, se extendían hacia el norte según se alejaban de la destrozada guarida de Rauglothgor. Caminaron hasta que cayó la noche, se levantaron con el alba y prosiguieron la marcha hasta que volvió a hacerse de noche.

En el Valle de la Llovizna, los caballeros adquirieron mulas. Elminster dejó que se extinguiera el último de los discos flotantes que había fabricado mediante sortilegios para transportar a Shandril, a pesar de sus protestas. Los otros habían caminado.

Un Narm con los pies doloridos trepó en su mula, que le dedicó una mirada nada amistosa, y observó con envidia a los caballeros que todavía saltaban y brincaban a sus sillas e intercambiaban bromas con incansable entusiasmo. Era obvio que todos estaban acostumbrados a caminar kilómetros y kilómetros de un tirón, desde el muy anciano Elminster hasta la dama Jhessail. Los muslos de Narm estaban dolorosamente rígidos. Su boca se abrió, sin embargo, en una sonrisa cuando Rathan, que había comenzado una balada que narraba las glorias del favor de Tymora, terminó desistiendo de su empeño ante la persistente provocación de Torm. El ladrón había estado parodiando verso tras verso mientras se adentraban en un estrecho y oscuro sendero forestal. Rathan había cedido por fin con un suspiro, cuando apenas habían perdido de vista la claridad del Valle de la Llovizna.

La verde penumbra de los bosques los rodeaba ahora por completo. Shandril se inclinó hacia Narm y preguntó en voz baja:

—¿Está muy lejos Myth Drannor?

Jhessail se volvió sobre su silla y dijo:

—A varios días de distancia hacia el este. El río Ashaba corre en todo momento entre nosotros y Myth Drannor, en este viaje. Aquella puerta luminosa que Shadowsil te hizo atravesar te llevó a través de la mitad de la Tierra de los Valles hasta la guarida del dracolich.

El involuntario suspiro de alivio compartido por los dos enamorados se vio cortado de repente por la inesperada y áspera voz de Torm que montaba tras ellos con ojos vigilantes:

—Ah, sí. Podemos ir en esa dirección, si queréis. He oído que uno lo pasa allí de mil demonios, je, je…

Esbozó una sonrisa bonachona ante el coro de miradas asesinas que se centraron en él. Alguien tenía que entretenerlos, después de todo.

Era tarde. La dorada luz de la cercana puesta de sol brillaba sobre las hojas, por delante y por encima de ellos. Los caballeros siguieron adelante, cabalgando el uno al lado del otro excepto allí donde los árboles los obligaban a avanzar en fila india. Narm y Shandril iban cogidos de las manos: pasara lo que pasase, ellos estaban juntos. Cuando de pronto se hizo mucho más oscuro, Jhessail y Merith fabricaron unas mágicas motas luminosas que se deslizaban por el aire con ellos, flotando y oscilando a su alrededor y precipitándose de vez en cuando hacia un lado para iluminar una maraña de maleza o una tupida espesura.

Continuaron cabalgando lentamente entre árboles gigantes y arbustos más pequeños, rodeados por el suave canto de los grillos. El coro se desvanecía delante de ellos para reanudar su canción por detrás. A un lado u otro del camino, en especial hacia la derecha, se podían ver cada tanto unas misteriosas lucecillas azules y verdosas, pequeñas y dispersas luminosidades inmóviles.

—¿Qué es eso? —preguntó Narm señalando—. ¿Es fuego de bruja?

Merith asintió con la cabeza:

—Musgo luminoso, fuego de bruja y otros hongos del bosque que relucen de noche. El nombre común para todos ellos, en lengua élfica, es «lucenoche».

Con su yelmo colgado del cuerno de la silla, el elfo reposaba sobre su montura completamente a sus anchas. «Claro —pensó Shandril sintiéndose de pronto menos atemorizada y mucho más segura—: para Merith, este bosque interminable es como su casa». Con estos pensamientos, se relajó y pronto empezó a caerse de sueño en su silla.

Jhessail la vio y, con suma discreción, aplicó un sortilegio de sueño a ella y a Narm, que cabalgaba cabeceando junto a ella. Merith se hizo cargo de las mulas mientras su señora proyectaba otro disco flotante. Torm se rió en voz baja mientras subía a los durmientes desde la silla al disco, y entonces bostezó él también.

—¡Oh, no, tú no! —le advirtió Jhessail—. Vuelve a tu mula.

Torm abrió las manos en un gesto de ofendida, y muy fingida, inocencia:

—No sé por qué pensáis todas esas cosas terribles de mí… Sois terriblemente injustos conmigo, y… —de pronto se tambaleó hacia adelante cuando su mula se sacudió por un inesperado impacto en su lomo, lo que provocó un estallido general de risas a su alrededor.

—Sé un aventurero —rezongó mientras volvía a colocarse en su silla—. Hazte rico y famoso, decían. Hmmmmm…

—Famoso sí, al menos —aseguró Merith—. Vaya, yo he visto incluso carteles con tu retrato colgados por todas partes. Y, desde luego, todos esos hombres con cuchillos no dejan de buscarte…

Torm hizo un ruido bastante grosero, que le fue devuelto con buen humor desde más adelante, donde Elminster cabalgaba con majestuosa dignidad. Todos se sumieron en un desconcertado silencio, cosa que pasó inadvertida para las indiferentes mulas.

El sol estaba ya alto y brillaba con fuerza cuando Narm y Shandril se despertaron, aún soñolientos pero bien descansados. Los brazos del uno se habían deslizado en torno al otro durante el sueño. Narm miró las hojas salpicadas de sol que colgaban por encima de su cabeza, oyó el crujido familiar del cuero y las sordas pisadas de las mulas y se relajó, con el calor y el peso de Shandril contra su costado. Su mano izquierda estaba dormida. Movió los dedos para recuperar su sensibilidad, y sintió un hormigueo. Entonces se dio cuenta de que yacía de plano sobre su espalda, y de que avanzaba sin que ninguna mula botara y se meneara debajo de él. Alarmado, incorporó medio cuerpo.

Él y Shandril estaban flotando serenamente sobre un disco de sólida nada, con Jhessail justo detrás de ellos y Merith delante. Algo más adelante vio, por encima del hombro de Elminster, a Lanseril dirigiendo la marcha hacia un espacio soleado entre los árboles. Jhessail le sonrió de un modo tranquilizador.

—Bien hallado seas, esta mañana —dijo ella—. Estamos casi en el Valle de las Sombras.

Mientras así hablaba, y Shandril se incorporaba para ver por encima del hombro de Narm, salieron de los árboles para introducirse en un pasaje de altos muros entre dos reductos de piedras amontonadas. Los estandartes azul y plata del Valle de las Sombras, con la torre en espiral y la luna creciente, se agitaban con la débil brisa de la mañana, mientras que unos hombres con armadura y el escudo del valle en sus abrigos montaban guardia con picas y ballestas.

—¡Alto! —ordenó el guardia cortando el paso al puente que se alzaba más allá. Un instante después, al ver a los caballeros y la dama, los guardias les rendían saludos a un lado del acceso. La presencia de Elminster impuso sobre ellos un silencio mayor que el habitual, y Narm y Shandril cruzaron el puente levadizo y entraron en el Valle de las Sombras sin la menor palabra o pregunta de comprobación.

Ninguna escolta cabalgó con ellos mientras pasaban por entre lozanos campos verdes. El valle se abría ante ellos, con bosques que se elevaban a cada lado como grandes murallas verdes. Shandril miraba contenta a su alrededor. Narm, que ya había estado allí antes, preguntó a Jhessail:

—Señora, ¿podemos cabalgar? Creo que me sentiría… menos idiota, digamos. Gracias por el lecho, no quiero que me malinterpretéis… Es un truco que he de aprender algún día, si tenéis a bien enseñármelo. ¿Se mueve siempre hacia donde uno quiere que vaya?

—Así es —respondió Jhessail muy seria—, aunque, si no estás pendiente de él, te seguirá a una distancia de veinte pasos o así… y, si lo dejas allí donde puede seguir, rápidamente se desvanece y no vuelve. —Y, con una sonrisa, añadió—: Pero, desde luego, cabalgad si queréis…: no estaría bien que parecieseis unos idiotas distintos del resto de nosotros.

Cabalgaron todos juntos hasta la Torre Torcida donde les dieron la bienvenida. Mourngrym salió a recibirlos a grandes zancadas con su capa agitándose en torno a él, y dijo a Narm:

—Así que ya estás de vuelta… y parece que no sólo te empeñas en meter la cabeza en un peligro tras otro sino que, además, tienes que llevarte contigo a todos mis protectores y compañeros, incluido Elminster, y dejar el valle indefenso. —Y, con un centelleo en sus ojos, añadió—: ¿Y estoy mirando acaso a la razón de tu retorno al peligro? Señora, yo soy Mourngrym, el noble señor a quien se deja atrás sentado en su sillón de palacio mientras sus caballeros toman el aire, ven mundo y disfrutan de sus viajes. ¡Bienvenida! ¿Cómo puedo llamaros?

—Lord Mourngrym, yo soy Shandril Shessair —respondió ella con firmeza y tan sólo un ligero rubor de timidez—. Soy la prometida de Narm —y, bajando la voz, preguntó con curiosidad—: ¿éstos son sus camaradas? ¿Habéis cabalgado juntos hacia la batalla?

Mourngrym se rió.

—Naturalmente —dijo, ayudándola a apearse sobre un taburete que uno de los guardias acababa de acercarle—. Sin duda ya podéis adivinar, por lo que habréis conocido de ellos, lo extraordinarios que son los relatos de nuestras aventuras. —Merith le dio unas palmaditas en el hombro al pasar, y Mourngrym sonrió de oreja a oreja—. Eh… bueno, me temo que tendréis que esperar hasta que haya corrido una buena cantidad de vino para que empiece a contar mis historias; aunque hay otros por aquí que no aguantan tanto —dijo con una significativa mirada a Torm.

Entraron en la torre.

—¿Y cómo fue tu viaje, Narm? —preguntó Mourngrym mientras entraban en un salón de banquetes donde el olor combinado de panceta asada y estofado con especias hizo a todo el mundo la boca agua.

—Oh —respondió Narm con voz calma cogiendo de un brazo a Shandril mientras se acercaban a la mesa—, emocionante.

—Os llaman para el festejo, señora —dijo la doncella de servicio con una sonrisa. A través de la puerta abierta, Shandril pudo oír el suave tañir de un arpa—. Os espera un caballero fuera para acompañaros abajo. ¿Lo hago entrar?

—Oh… sí. Sí, por favor —dijo Shandril recorriendo con ojos asombrados la preciosa alcoba, con sus tapices de guerreros elfos recorriendo el bosque montados sobre ciervos (la Gran Caza de la Corte élfica, con un unicornio blanco brillando entre los árboles al fondo) en la cabecera de su redonda cama entoldada.

También el vestido de Shandril era una hermosa pieza de seda cubierta con un tabardo de fino trabajo para abrigarse en los fríos salones de piedra del norte. El tabardo estaba decorado con un borde de lunas crecientes entretejidas con cuernos de plata y unicornios. En el brazo llevaba orgullosamente su conjunto de brazalete y anillo de oro argentífero y zafiros. Shandril se quedó muda cuando se miró en el gran espejo de metal pulido.

Entonces entró Narm vestido con una túnica de terciopelo púrpura-vino con grandes mangas, calzas rosas a juego con ella y botas ribeteadas de piel entera. De su cinturón colgaba la daga con empuñadura en forma de león. Tenía el pelo lavado y recortado y rociado con agua perfumada, y sus ojos brillaban más que los anillos de sus dedos.

Entró lleno de ansia, con la boca abierta en una sonrisa… y se detuvo maravillado.

—¿Mi señora? —preguntó al cabo de unos instantes—. ¿Shandril? —su voz sonaba extremadamente tímida—. Estás preciosa —añadió muy despacio—. Tan elegante como la más alta dama que haya visto jamás.

—¿Y a cuántas damas de ésas has visto? —preguntó con gesto provocativo Shandril—. Sigo siendo la misma, sea en un sencillo sayo gris o con túnica o calzones de hombre, con el pelo lavado o sin lavar.

—Sí —dijo Narm—. Pero, hasta tengo miedo de tocarte, vestida de esa manera… Temo estropear tu perfecta belleza. —Su voz era ronca y seria y sus ojos brillaban.

—Adulador desvergonzado —dijo Shandril con tono reprobador—. Pero, si es así, me lo quitaré todo enseguida y bajaré con mi ropa de ladrón. Antes iría de tu brazo y con harapos que con majestuosas vestiduras y sola.

—No, no —intervino Narm cogiéndola del brazo—. Puedo dominar mis temores… ¿ves? Prométeme sólo que hablarás conmigo después de todo el jaleo, y con buena luz. Difícilmente podría olvidar lo bonita que estás ahora.

—¿Hablar, y con buena luz? Bajemos a la mesa, mi señor. El hambre te está debilitando el cerebro —se burló Shandril, y lo condujo hasta la puerta.

Y así sucedió que, una vez fuera, en el vestíbulo, y ante la presencia de un guardia que educadamente apartó la mirada, el joven aprendiz de mago dio la vuelta a Shandril hacia sí y la besó. La suave fanfarria que convocaba a todos a la mesa sonó dos veces antes de que se separaran y bajaran las escaleras. El guardia se cuidó de mantener su rostro inexpresivo.

—Gracias, pero no, milord, ya no puedo comer más —protestó Shandril deteniendo con su mano abierta un plato de humeante estofado con salsa. Mourngrym se rió.

—Está bien —dijo—, pero te advierto que, cuanto más comes, más tiempo aguantas bebiendo. Cuando ninguno de éstos puedan comer ni una sola miga más, verás cómo pueden todavía encontrar sitio para beber. Me resulta un misterio por qué algunos que vienen a mi mesa dicen que han venido a un «banquete», cuando lo que hacen es comer unos cuantos bocados, y, después, levantar jarras de vino durante toda la noche.

—Yo… yo me marearía si lo intentase, señor —dijo Shandril con sencillez. Mourngrym volvió a sonreír.

—De acuerdo, pues. A mí me pasa algo parecido, en realidad. Si, antes de retiraros, podéis concedernos los dos unos momentos de charla, milady Shaerl y yo estaríamos muy contentos de tener vuestra compañía en el cenador de arriba. Creo que ya habéis conocido a Storm Mano de Plata y Sharantyr. Tendremos otros invitados: Jhessail y Elminster y, posiblemente, Illistyl. Subid cuando ya no podáis oíros el uno al otro… Oh, sí, aún va a haber mucho más ruido que ahora. Si me perdonáis, debo darme un paseo por entre mi gente. Cuando están bebidos y sueltan sus lenguas, me entero de sus verdaderas preocupaciones y cuitas.

Y, saludándolos a ambos con la cabeza, se levantó. Shandril y Narm intercambiaron miradas. Todo era un tumulto en torno a ellos. Unos globos de cristal relucientes, mágicamente producidos un rato antes por Illistyl, iluminaban el salón. En uno de sus extremos, un gigantesco fuego ardía bajo grandes asadores donde se cocían piezas de cerdo y de buey, llenando la habitación de aromáticos humillos. La larga mesa estaba abarrotada de fuentes de comida y jarras y pellejos de vino. Un arpista y un flautista tocaban casi inadvertidos en medio de una algarabía de sesenta estrafalarios personajes que reían y hablaban todos a la vez.

Allí estaban la mayoría de los caballeros. Torm estaba casi irreconocible, envuelto en deslumbrantes y casi afectados atavíos con mangas abultadas, sedas ribeteadas de piel adornadas con titilantes gemas, y gran cantidad de finas cadenas de oro tachonadas de rubíes y esmeraldas. Una sencilla y gigantesca perla colgaba con una lisa claridad sobre su pecho desnudo alojada en un entretejido de pulidas tiras de oro; Narm y Shandril jamás habían visto nada igual. El ladrón ensombrecía al propio Mourngrym y, de hecho, a todas las ensortijadas damas del salón, y se paseaba de un lado a otro bebiendo de un enorme pichel de plata engastada tan largo como su antebrazo.

Sus ojos se volvieron hacia Shandril, que lo miraba anonadada, y le hizo un guiño. Luego se metió la mano en una manga, sacó una daga con empuñadura de plata y una hoja negro-grisácea tan fina como una aguja y la arrojó con despreocupación al aire; la atrapó a medio camino, volvió a guiñarle el ojo y la guardó tan limpiamente como la había sacado.

Rathan, con la cara enrojecida y rebosando simpatía, también lucía resplandeciente con su traje de terciopelo verde y el símbolo plateado de Tymora sobre su pecho.

Muchos de los comensales estaban de pie, ahora, y algunos habían empezado ya a bailar. A lo lejos, en el otro extremo de la sala, Narm divisó la imponente estatura y los anchos hombros de Florin, cuyo aspecto era el de un rey. A su lado se erguía una dama a quien Narm había visto en un sendero del bosque cerca de Myth Drannor y, antes, en la cantina de la posada La Luna Creciente, en el Valle Profundo, con la espada desenvainada y en guardia: Storm Mano de Plata. Llevaba una sencilla túnica de seda gris con tan sólo una ancha faja negra en la cintura y una daga con empuñadura de plata por todo ornamento, pero estaba tan hermosa y tan regia que Shandril olvidó todo pensamiento acerca de lo que un fino traje de noche y un tabardo hacían por ella misma.

—Mira —dijo cogiendo de la mano a Narm y señalando hacia ella con un movimiento de su cabeza.

—Sí. Ya veo —respondió él, y se volvió hacia Lanseril, que se encontraba junto a ellos charlando con un fornido barbudo vestido de ámbar y bermejo. El druida llevaba un simple hábito de lana marrón. Narm tocó su mano.

—Te ruego excuses mi interrupción, amigo Lanseril.

—Huelgan excusas, Narm; eso es lo que hace todo el mundo. Mi vida no es sino una serie de interrupciones —respondió Lanseril con una cálida sonrisa. Luego acercó su cabeza a la de él—. ¿De qué se trata?

—De lord Florin… ¿Es lady Storm acaso su… vamos, su prometida o…?

Lanseril soltó una moderada carcajada:

—Florin está casado con la hermana de Storm, la guardabosques Dove, que pronto va a dar a luz a un hijo suyo y, por su propia seguridad, se encuentra ausente en este momento. El hombre de Storm, Maxam, fue muerto el verano pasado. Ella no suele hablar de ello, ¿sabes? Florin y Storm son buenos amigos que entretienen juntos su soledad en el baile y en la mesa. A pesar de cuanto Torm pueda insinuar maliciosamente, no son más que eso.

El druida se volvió y tocó la manga del hombre con el que había estado hablando.

—Quiero presentaros a Thurbal, capitán del ejército y alcaide del Valle de las Sombras —dijo.

Thurbal, un hombre de curtidos rasgos cuyos ojos expresaban al mismo tiempo astucia y amabilidad, saludó a los dos jóvenes con la cabeza.

—Lady Shandril y lord Narm —dijo—, os doy mi más sincera bienvenida. ¿Estáis disfrutando de la fiesta?

—Yo… sí, sí, mucho —respondió Narm observando la ancha espada que Thurbal llevaba en una sencilla funda a su costado, en contraste con sus finos atuendos y elegantes botas altas.

—Es la primera fiesta a la que he sido invitada jamás, señor —respondió Shandril—. Yo… yo no soy ninguna gran señora, me temo.

Thurbal frunció ligeramente el entrecejo.

—Mis excusas —dijo—. Yo supuse… bueno, pero todo tiene arreglo, si vos me perdonáis, porque yo tampoco soy un lord. Lord Lanseril me contó algo de vuestros importantes hechos. Espero que no os ofendáis si parezco vigilaros de cerca mientras estáis aquí; se me caería la cara de vergüenza, por así decirlo, si os hallaseis en algún peligro mientras yo estoy aquí para impedirlo.

—¿En algún peligro? —preguntó Narm mientras Shandril palidecía—. ¿Aquí?

Thurbal extendió sus anchas y pesadas manos:

—Vivimos en un mundo de magia, señor. No hay defensas seguras. Toda la fuerza que yo pueda reunir para blandir la espada en defensa de vuestra dama y de vos es incapaz de detener a la magia que puede abrirse camino a través de ella. A veces me pregunto cómo sería el mundo si todos los hombres tuviesen que defenderse o responder por sus acciones a punta de espada y no hubiese magia ninguna alrededor. Pero, también es cierto que un mundo así sería quizás aún más caótico que éste.

—Pero ¿tenemos enemigos? —preguntó muy serio Narm.

Lanseril se encogió de hombros y respondió:

—Shandril, o los dos juntos, podéis crear y lanzar fuego mágico, algo que tan sólo se conoce por las historias de magia; algo muy poderoso en verdad. Muchos querrían ser los únicos en controlar y manejar ese poder. Debéis vigilar hasta las sombras, y esperar posibles problemas, incluso aquí.

—Y acostumbraros a ser «lord» y «lady» —dijo Thurbal con una amplia sonrisa—. Todos los caballeros detentan ese título, y vos estáis con ellos en tanto no declaréis o decidáis que sea de otro modo. Mis hombres os obedecerán y ayudarán mejor si siguen pensando en vosotros como lord y lady del Valle de las Sombras. —Y, después de una pausa, añadió—: Por cierto, lady Shandril: me he enterado, por boca de lord Florin y lady Jhessail, de cómo pusisteis en fuga a Manshoon de Zhentil. Me inclino ante vos. Aun disponiendo de una magia que el resto de nosotros desconoce, no ha sido ninguna minucia.

—¿Que si tenéis enemigos, decís? —añadió Lanseril—. Ya lo creo. Manshoon no es uno cualquiera… No dudo de que todavía vive. —Shandril tembló, y él le dio unas palmaditas en el hombro—. Pero no penséis más en eso. Disfrutad de esta noche y dejad que el mañana se ocupe de los problemas del mañana.

—Hmmmm… eso es fácil de decir —respondió Narm—. No resulta tan fácil adiestrar la mente para que no piense en alguna cosa.

Lanseril asintió con la cabeza:

—Cierto, y siento haber atraído vuestra atención hacia tales pensamientos ahora. Sin embargo, y pensad en esto, andad con cuidado; es el más importante adiestramiento que uno puede tener para el arte mágico. Debes ser capaz de controlar tus pensamientos del mismo modo que un acróbata controla sus manos si quiere sobrevivir conjuro contra conjuro. Si alguna vez te encontrases con Manshoon y pudieras hablar con él, lo encontrarías tan frío y controlado como a Elminster excéntrico y caprichoso…, pero no es así, por debajo. Si uno no aprende a controlarse, no vive para alcanzar ese poder, a menos que su arte nunca se vea desafiado —y entonces sonrió—. Pero, basta ya de charla. Debo vigilar a estos chiflados, mientras vosotros habláis con los más sobrios allá arriba.

—¿Tú? —preguntó Shandril sorprendida.

Lanseril la miró.

—Naturalmente —dijo, y extendió ambas manos para señalar a todos los jaraneros que ocupaban el salón—. ¿Acaso no están estas criaturas a mi cuidado aquí en el valle, lo mismo que las ardillas listadas y los gatos de granja?

Dejó a Shandril tras él y se acercó a Torm, que estaba allí de pie riéndose a carcajadas y rodeando con ambos brazos a sendas bellezas locales.

Narm sacudió la cabeza.

—No conozco bien a esta gente, todavía —le dijo a ella al oído—, pero es buena gente…, tan buena como no la he conocido nunca.

—Lo sé —le susurró Shandril en respuesta—. Por eso tengo tanto miedo de que pudiéramos ocasionarles la muerte con nuestra presencia aquí.

Narm la miró con aire sombrío durante largos momentos. Por fin, le dijo en voz baja:

—No tenemos más remedio, Shandril. Moriríamos sin su protección…, lo sabes.

Shandril asintió:

—Sí. Por eso estoy aquí —y sus ojos buscaron a Mourngrym y lo vieron dirigiéndose despacio a la puerta en compañía de Storm y Florin—. Deberíamos seguirlos…, creo que van hacia arriba, ahora.

Narm hizo un gesto de asentimiento en medio del ensordecedor clamor de charlas y risas. Shandril observó que Thurbal se disponía a seguirlos discretamente, guardando cierta distancia y con sus ojos alertas.

La luz de las antorchas iluminaba el vestíbulo con profusión, mostrando jarras y copas por todas partes. Muchos hombres y mujeres ricamente ataviados, con las bebidas en la mano, se recostaban contra las paredes riendo y charlando. Mientras pasaba, cogida del brazo de Narm, Shandril alcanzó a oír un trocito de una historia que se consideraba vieja incluso en La Luna Creciente. Siguieron, escaleras arriba, a una regia dama vestida de reluciente azul verdoso y con una diadema que titilaba según se movía. Cuando al llegar al final se volvió, vieron que era Jhessail. Ella sonrió.

—¡Qué caras tan largas! —dijo con ternura—. ¿Tan poco os gustan las fiestas?

—No, no es eso —contestó Shandril susurrando—. Es que tememos ser un peligro para todos vosotros.

Jhessail sacudió la cabeza mientras proseguían los tres juntos:

—¿Eso es todo? ¿Acaso no sabéis que aquí estamos en peligro en todo momento? Los del castillo de Zhentil nos atacan cada verano, por lo menos. El Culto del Dragón y los oscuros elfos, bajo nosotros, son una constante amenaza… Los demonios de Myth Drannor constituyen otra de nuestras preocupaciones, lo mismo que la violencia y el desorden del Valle de la Daga. Los aventureros pueden rechazar, o incluso huir de estos problemas…, pero no podemos mover el valle. Una vez que aceptamos el Valle de las Sombras, nos convertimos en blancos de todos ellos, y seguimos siéndolo. ¿Por qué creéis que vivimos con tanta intensidad como habéis visto esta noche, como todavía siguen haciéndolo —y señaló con un gesto hacia el ruido— ésos de ahí abajo?

Intercambió miradas con la joven pareja, y continuó:

—Yo podría resultar muerta mañana… ¿Debo por ello sentirme desgraciada hoy? ¿Por qué no aprovechar al máximo lo que tenemos? —y, cogiendo la mano libre de Narm, entró con ellos en el cenador—. Vamos, hablemos de otras cosas.

Thurbal subía las escaleras detrás de ellos con mirada vigilante. Dentro, estaba todo mucho más tranquilo que allá abajo. Florin los saludó a los dos con un firme apretón de brazo, como es costumbre entre guerreros. Storm sonrió y besó a ambos, diciendo:

—Rara vez se puede ver estos días a dos personas que hayan entrado en Myth Drannor y hayan salido vivas de ella.

Detrás de ella había otra maravillosa dama con un largo pelo sedoso que llevaba una túnica de intenso azul con los costados y la espalda desnudos y mangas abiertas. Había sido un largo y penoso camino desde la cantina de La Luna Creciente, y tanto Narm como Shandril tardaron unos momentos en reconocerla.

—¡Sharantyr! —dijo Shandril por fin, y se encontraron en un caluroso abrazo. Al mismo tiempo, Narm era presentado a la esposa de Mourngrym, lady Shaerl, por boca de Illistyl… y entonces se hizo un repentino silencio.

Sobre la mesa que un momento antes estaba vacía, apareció la figura erguida de Elminster. Thurbal entraba ya por la puerta con la espada a medio sacar cuando vio de quién se trataba y se detuvo sacudiendo la cabeza. Pero el mago sólo parecía tener ojos para Narm y Shandril.

—¡Elminster! —lo saludó Jhessail—. ¡Bien hallado!

—Sí… sí —dijo el anciano—, ya os he visto antes a todos vosotros. Es con Narm y Shandril con quienes quisiera hablar esta noche. —Y, volviéndose hacia ellos, que lo miraban atónitos, prosiguió—: Me temo que yo carezco de la elegancia y la paciencia cortesanas para andarme con chácharas lisonjeras y demás. Así que sencillamente os preguntaré, Narm y Shandril, ¿aceptaríais que compruebe vuestros poderes esta misma noche?

Shandril asintió con la cabeza mientras sentía que se le secaba la garganta. Narm preguntó en voz baja:

—¿Será peligroso?

Elminster lo miró, y dijo:

—Respirar es peligroso, muchacho. Caminar es peligroso. Hasta dormir puede ser peligroso. ¿Será más peligroso que todo eso? Un poco. ¿Más peligroso que adentrarse solo en Myth Drannor? No, ni con mucho.

Narm se sonrojó y sacudió la cabeza.

—Sería terrible, mago, tener que combatir contigo armados tan sólo de nuestra lengua —dijo sin más, y un suave murmullo de risas complacidas se elevó en torno a él.

Elminster soltó una carcajada:

—¿De modo que aceptas, pues?

Narm hizo un gesto afirmativo:

—Sí. ¿Dónde y cuándo?

—Eso lo sabréis sólo en el último momento —respondió Elminster—. Así es más seguro. —En torno a ellos, la charla se reanudó. Elminster acercó su cabeza hacia los dos jóvenes—. ¿Disfrutáis de la compañía de esta gente? —preguntó en voz baja. Ambos asintieron con la cabeza—. Bien, pues —dijo—, la mayoría de ellos asistirán a la prueba. —Y, tras dar unas ausentes palmaditas de despedida a Narm en el hombro, se volvió hacia la mesa—. Oh —dijo de pronto deteniéndose y volviéndose en la mitad de su paso—. Cada vez me hago más olvidadizo. Shandril, ¿qué sabes tú de tus padres?

Shandril casi se tambaleó de sorpresa y repentina tristeza.

—Yo… yo… nada —dijo, y se echó a llorar.

Narm y Elminster se miraron confundidos por un instante y, después, el sabio volvió a tocar tímidamente el hombro de Narm.

—Perdonadme, os ruego. No tenía ni idea de que le afectaría tanto. Consuélala, ¿quieres? Tú puedes hacerlo mejor que cualquier habitante de Faerun. —Y, con esta misteriosa observación, el mago se volvió murmurando para sí—: Eso explica muchas cosas.

Volvió a subirse a la mesa, con ayuda de una silla que había junto a ella, y desapareció.

Un guardia tocó a Torm en el hombro.

—Señor —dijo con una voz neutra—, es la hora.

Torm separó su cara de la ramera a la que había estado besando y miró hacia arriba suspirando.

—Gracias, Rold. —Una idea perversa le cruzó por la mente y esbozó una amplia sonrisa—. Ocupa mi lugar, ¿quieres? —Y, rodando fuera de la cama, se puso en pie y se arregló la vestimenta arqueándose con destreza para esquivar la enojada bofetada de la muchacha. Rold le sostenía solemnemente la espada y el cinturón.

—¿Yo, señor? Sería más de cuanto mi vida vale la pena.

—Sí —dijo Torm mientras salían juntos a toda prisa—. Creo que tienes derecho a ello —y, deteniéndose a medio paso, se quitó una de las cadenas de su cabeza y se la pasó al mostachudo veterano—. Dale esto, ¿quieres?, como regalo mío. Y le transmites también mis disculpas y le dices que intentaré verla tan pronto como pueda. Mi deber hacia el Valle de las Sombras es lo primero… y todo eso.

—Desde luego, señor —dijo Rold, y se volvió para tranquilizar a la desplantada compañera de Torm. La encontró malhumorada, sentada entre la revuelta ropa de cama, con lo peor del enfado ya superado, y puso en su mano la cadena de Torm.

—Tú no tienes la culpa —le dijo— de que lord Torm sea tan joven y mal criado que no te pueda dar una noche en que no sea llamado para cumplir con su deber. Te manda esto a modo de torpe disculpa y me envía para que te susurre palabras tranquilizadoras al oído. Dudo que sepa siquiera que somos parientes.

—Eso está claro —dijo Naera cogiendo la túnica que él le tendía sin palabras—. ¿Estás enfadado con él, tío?

Rold sacudió la cabeza:

—No, pequeña, no por mucho tiempo. Yo también he visto algo del camino que él anda. ¿Y tú? —Le abotonó y ajustó la ropa con tanta maña como lo habría hecho cualquier doncella de cámara y le dio unas cariñosas palmaditas en la espalda cuando terminó.

—No, dentro de uno o dos minutos. ¿Adónde tenía que ir con tanta prisa? —preguntó mirando la cadena que colgaba en sus manos.

—A patrullar, fuera, con lord Rathan. Elminster espera algún problema esta noche… Alguien que tratará de asaltar a nuestros invitados, sin duda.

Naera se volvió hacia él sorprendida:

—¿El joven muchacho y la chica? ¿Qué peligro pueden suponer ellos para nadie? No son de familia real ni nada parecido.

Rold se rió:

—¿Joven, dices, quien anda en amores con un hombre más joven que ella, un…? Ah, ¿no lo sabías? Sí, el señor ha visto un invierno menos que tú… No me mires así, no; ¿era acaso más grande el monstruo por eso? —y se puso más serio—. La chica, como tú la has llamado, derrotó al Gran Señor del castillo de Zhentil, el malvado mago Manshoon. Lo hizo huir, sí, señora, ¡e iba montado en un dragón, además! Ella posee algún enorme poder.

Naera lo miró llena de asombro:

—¿Y necesitan a Torm para proteger a eso?

Rold asintió con la cabeza:

—¿Por qué crees que nunca te he regañado por perseguirlo como lo has venido haciendo? Es un tipo especial el que quieres cazar, a pesar de toda su imprudencia, su mala educación y sus maneras deshonestas. No quisiera yo estar frente a él en una pelea. —Y, deteniéndose junto a la puerta, miró hacia atrás diciendo—: Harías bien en recordar esto, pequeña, cuando lanzas bofetadas hacia él. Ven, baja; veremos qué ha quedado en la mesa. Debes de tener hambre después de lo que te ha tenido ocupada esta noche.

Naera le hizo una mueca de reproche, pero se levantó y lo siguió. Llevaba orgullosamente la cadena alrededor de su cuello cuando bajaban por las escaleras.

En sus alcobas, Torm había rasgado sus finas ropas y sus joyas y las había tirado sobre la cama como si se tratara de un montón de harapos y guijarros, y luego había brincado por la habitación hasta encontrar sus vestiduras grises de cuero y sus armas, y corrido como un lunático hacia la puerta donde casi se estrella contra Rathan. El clérigo estaba allí esperándolo pacientemente con los brazos cruzados, apoyado sobre el trozo de pared que había justo detrás de la puerta de Torm.

—Te acordaste, ¿no? —dijo el clérigo entre sonrisas—. Seguro que tuviste ayuda. Es por tu pequeña estatura, ya te lo he dicho… Con esa cabeza tan pequeña que llevas sobre los hombros, no hay sitio para un cerebro que pueda pensar, una vez que la has llenado de diabluras hasta salirse por los oídos y la boca…

Sus palabras se vieron cortadas por un travieso codazo en la barriga mientras corrían a toda prisa escaleras abajo. Casi sin aliento, el clérigo se apoyó en un pilar junto a la puerta, rezó mentalmente una oración a Tymora y atravesó la puerta sumergiéndose en la noche.

—Te acordaste, ¿no? —sonó una voz imitadora a su lado en medio de la oscuridad.

—Que Tymora me perdone —dijo Rathan Thentraver en voz alta mientras cogía de un tirón una pica de las sobresaltadas manos de un guardia y punzaba a tientas con ella entre las sombras. En seguida escuchó un gruñido. Satisfecho, devolvió la pica con un cabeceo de agradecimiento y dijo con voz amable—: Si has terminado de hacer el idiota por esta noche, tal vez podemos ponernos en marcha de una vez por todas. Puede que te interese saber, por cierto, que el guardia a quien diste la cadena es el tío de la dama con quien galanteabas. Muy bueno, chico, muy bueno.

—Oh, dioses —resonó el desolado lamento de Torm—, ¿por qué a mí?

—Siempre me lo he preguntado yo también. Por cierto, los dioses deben de poseer mucho más sentido del humor aún que nosotros —respondió Rathan mientras el uno apretaba su mano sobre el hombro del otro en mutua reconciliación y sacaban sus armas—. Ahora, vayamos a lo nuestro, ¿eh?

Tenían mucho vino y charlaron hasta bastante tarde. Por fin, sólo quedaban en el cenador Illistyl (la que había rescatado a Narm de los demonios hacía no tanto) y Sharantyr, que seguían conversando de pie. La guardabosques era una cabeza más alta que Illistyl.

—Deberíamos ir a dormir, si queremos estar en forma para la prueba de mañana —dijo con voz cansada Illistyl dejando su copa vacía sobre la mesa—. Tú los has visto a los dos en combate, ¿no? ¿Qué clase de magos voy a adiestrar?

Sharantyr sacudió la cabeza:

—Jamás los he visto luchar. No puedo ayudarte, me temo —y se encogió de hombros—. Creo que será mejor que emprendas la tarea, si te toca a ti, sin saber nada de ellos y alerta ante todos. ¿Qué dices tú?

Illistyl asintió:

—Tienes toda la razón —y se volvió hacia la puerta—. Buenas noches, hermana de armas. Debo irme a la cama antes de que me caiga sobre cualquier espacio de suelo desnudo.

—Buenas noches —respondió Sharantyr, y se besaron en la mejilla y se separaron.

La guardabosques descendió semitambaleante las escaleras, un poco mareada, y saludó a los guardias con la cabeza. Dejando su copa sobre una mesa en el vestíbulo, salió por las grandes puertas principales en busca de aire fresco con que aclararse la cabeza.

Uno de los guardias le preguntó:

—¿Deseáis una escolta? —y, mirando de reojo su vestido, la previno—: Hace frío.

—¿Sí? Oh, no, gracias —respondió ella—. Y es el frío lo que busco —añadió poniéndose el dorso de la mano en la frente en un gesto jocoso de desmayo. Ambos guardias se rieron y la saludaron.

—Que la Dama del Bosque y Tymora os protejan, señora —le desearon, y ella movió su cabeza en agradecimiento. Después continuó, pasando por delante de otros guardias y antorchas encendidas y dejando atrás los últimos ecos jaraneros, y se adentró en la fría y oscura noche.

Arriba, Selune flotaba bien alta, en un cielo nocturno estrellado, rastreando sus Lágrimas. Sharantyr se quedó un buen rato mirando la brillante luna y luego se encaminó hacia el río con paso rápido. No se trataba de coger un resfriado ahora quedándose parada demasiado tiempo… y, además, su vejiga quería aligerarse de tanto vino ahora que estaba fuera a la intemperie. La alta guardabosques miró sin miedo a su alrededor, a los oscuros árboles. Éste era su verdadero hogar, aun cuando fuese una hora bastante tardía para volver a él. La sensación de mareo estaba abandonando su cabeza cuando salió a la carretera con el rocío del prado del castillo bañando sus botas. Dejó caer el dobladillo de su túnica de nuevo y se aproximó al puente.

—La mayoría de ellos estarán bebidos a estas alturas —gruñó aquél al que llamaban el Martillo de Bane—. Esta gente del valle son todos iguales. Demasiada comida y demasiada bebida de una vez, y ahora estarán todos tan flojos como gusanos en invierno hasta mañana por la noche, en que podrán hacerlo otra vez. Los que buscamos estarán dentro, podéis estar seguros, y bien custodiados. Pero, si actuamos con la suficiente rapidez para que no puedan despertar a ningún mago, no habrá muchos a quienes puedan llamar en su ayuda.

Laelar, el sacerdote guardaespaldas del Alto Imperceptor, se levantó en la oscuridad y continuó:

—Vosotros dos, lanzad un conjuro de silencio sobre esa piedra y traedla con nosotros mientras atravesamos el río. Quedaos abajo, junto a la orilla, hasta que el resto de nosotros haya tendido la cuerda, y después montad guardia abajo y haceos cargo de cualquiera que pase. Nosotros subiremos y haremos el trabajo. Si tiramos tres veces de la cuerda, subís tras nosotros. Si no, os quedáis donde estáis.

Todos asintieron con la cabeza y, por fin, el sacerdote de ensortijada cabellera dijo:

—Bien…, allá vamos. Lanzad vuestro conjuro.

Los guardias del puente saludaron a Sharantyr con educada curiosidad, pero la dejaron pasar sin mayores ceremonias. Mientras se adentraba en el bosque, ella echó una mirada hacia atrás y los vio mirarse el uno al otro encogiéndose de hombros, y sonrió con tristeza. Oh, por supuesto, ellos consideraban ya a todos los caballeros unos chiflados. Siguió caminando rápida pero silenciosamente y, tras pasar por delante del templo de Tymora, se adentró en el profundo bosque hasta que encontró un tocón donde pudo sentarse y descansar.

Al cabo de un rato, oyó unos ruidos inconfundibles y miró hacia arriba con el entrecejo fruncido. Había grandes criaturas a cierta distancia hacia su derecha; hombres, con toda seguridad. Mejor estarse quieta hasta que pudiera saber quiénes eran y qué hacían allí. Entonces, y de un modo muy repentino, se hizo un silencio absoluto. Desconcertada, Sharantyr se levantó y espió a través de los árboles bañados por la luna. Ocho hombres descendían con todo sigilo hacia el río Ashaba.

—Ya es hora de dejar de temblar aquí parados y hacer otra ronda en torno a la torre —dijo Torm—. Hasta alguien que estuviese tan loco como para atacar el valle sabría, antes que nada, que cualquier cosa o persona de valor está dentro de la torre. Si no se están deslizando a través de estos árboles, estarán por allí, al otro lado del río, en aquellos árboles.

—¿Eso es lo que crees? —gruñó Rathan—. Si son tan tontos como dices, ¿por qué no cabalgan directos hasta las verjas fingiendo ser amigos y entonces entablar la lucha? Les ahorraría mucho tiempo y mucho arrastrarse por ahí, ¿no crees? —Torm se rió—. De eso —puntualizó Rathan— puedes estar seguro. Puede que yo sea lo bastante temerario para complacer a Tymora, pero no soy lo bastante temerario para arrastrarme por ahí como haces tú —y estiró la cabeza hacia adelante—. Eh, mira, allá junto al viejo embarcadero… ¿No era un hombre eso que se movía?

Torm miró.

—Yo no veo nada —murmuró—. Agáchate, ¿quieres? No estarán mal avisados si ven a un gigante con una maza y el santo emblema de Tymora erigirse en medio de su camino. ¡Abajo! —Rathan se agachó a regañadientes primero sobre sus rodillas y, después, con el pecho contra la rociada hierba—. Ahora —continuó Torm—, mira desde el suelo y comprueba si Selune los ilumina desde atrás cuando estén por encima de ti. —Y, de pronto, cambió su tono de voz—. ¡Allí! ¿Es allí donde lo viste antes?

—Sí, y ahí hay otro. —El clérigo dio una vuelta en el suelo y se puso de rodillas. Sostuvo el disco de Tymora ante sí colgando de la cadena y canturreó en voz muy baja.

El disco de plata pareció chisporrotear por un momento y enseguida Rathan volvió la cabeza y dijo con sencillez:

—Sí. Mal.

Torm asintió con la cabeza:

—Lo más prudente sería reunir a los guardias, organizar un gran fregado… Mira, tienen una de esas cuerdas mágicas que trepa por sí sola. Para cuando quisiéramos despertar a todo el mundo, ellos habrían hecho ya mucho daño.

Rathan estaba ya poniéndose en pie:

—Quieres divertirte, es lo que quieres decir. De acuerdo pues, vayamos. —Su maza brilló a la pálida luz de Selune cuando la levantó en el aire—. No te vayas a caer ahora —advirtió—. No estaría nada bien que un sacerdote de Tymora se lanzase sobre ellos con la ferocidad de un león rabioso, pero solo.

—Sígueme, si puedes —replicó Torm precipitándose de repente en una carrera de casi aterradora velocidad. Rathan sacudió la cabeza y salió tras él.

Laelar iba el tercero en la cuerda. Vigilaba estrechamente mientras el adepto en cabeza miraba con cautela en una ventana. Si se levantara la alarma ahora, antes de que pudieran poner pie dentro, las cosas podrían ir bastante mal. Eructó para aligerar su tirante estómago, sabiendo que el silencio mágico amortiguaría el sonido, pues llevaba una segunda piedra portadora de un sortilegio de silencio. No se oía el menor ruido por ninguna parte. Arriba, la luna brillaba despreocupada.

Entonces hubo un violento tirón en la cuerda y el guerrero que precedía inmediatamente a Laelar perdió su asimiento y cayó de lleno sobre el Martillo de Bane con un silencio que sólo podía ser cosa de magia.

Torm se precipitó derecho hacia los dos guerreros. Sus espadas esperaban ya dispuestas para atravesarlo, pero él se arrojó con fuerza al suelo delante de ellos, dio una voltereta y, con un salto mortal, se elevó por el aire y golpeó hacia abajo las puntas de sus espadas en su caída. Rathan se inclinó desde arriba con su maza brillando a la luz de la luna, y asestó un golpe con toda su fuerza. El hombre tocado se derrumbó, con el cuello hecho astillas, y cayó hacia un lado obligando a su compañero a apartarse de un salto para evitar quedar atrapado bajo su peso.

Torm, en el suelo, apresó las piernas del guerrero entre las suyas y tiró con fuerza hacia un lado. El hombre se fue irremediablemente a tierra agitando sus brazos y su espada, y Rathan asestó otro pesado golpe con su maza. Luego giró en redondo para ver si alguno de los que subían por la cuerda se hallaba lo bastante cerca para atacarlos, pero el aterciopelado silencio había eclipsado cualquier tipo de indicio sonoro. Sólo se veía al hombre que esperaba al pie de la cuerda, que se había vuelto alarmado. Torm arremetió contra él como un viento oscuro en la noche y lo estampó contra el muro detrás de la cuerda. Su cuchillo brilló una y otra vez mientras caían juntos.

Rathan corrió hacia la cuerda y, viendo con satisfacción que Torm se levantaba, se dio una vuelta en la mano con ella para asirla con firmeza y tiró. Al instante la soltó y se echó atrás, justo a tiempo para ver dos cuerpos con cota de malla estrellarse juntos. Rathan volvió a la carga con su maza. Tymora le sonreía, sin duda, o de otro modo no habría sido tan fácil.

Pero no lo era. Uno de los dos que habían caído todavía se movía. Torm se arrojó hacia él como un gato, con la daga en la mano, y se encontró de golpe con una especie de bastón negro que, surgido aparentemente de la nada, lo sacudió de la cabeza a los pies. Se tambaleó hacia atrás sin el menor ruido, y entonces entró Rathan.

El bastón batió a la maza. Rathan sintió la sacudida a lo largo de su brazo y se estremeció… ¡magia! «Por todos los dioses, ¿qué esperabas?», se dijo, y golpeó otra vez. El golpe fue parado y la fuerza del contragolpe lo empujó para atrás. Otro hombre descendía por la cuerda ahora; un guerrero con espada esta vez. Rathan y Torm avanzaron juntos hacia él, con cautela.

Hubo una confusión de golpes, empujones y contorsiones y los enemigos volvieron a separarse. Torm arrojó varias dagas al hombre de pelo rizado con el bastón, más con la intención de impedirle cualquier acción mágica que de herirlo. Todas ellas se desviaron antes de alcanzar su objetivo. El otro enemigo, el guerrero, se arrancó algo del cuello y lo arrojó por encima del hombro de Torm.

El mundo estalló en llamas, y Torm y Rathan salieron despedidos hacia adelante en medio de aquel terrible silencio. Una cortina de arrasadoras llamas pasó por encima de ellos. Sus contendientes retrocedieron contra la pared de la torre ante el calor abrasador. La cuerda, que aún se mantenía erguida por sí sola, se ennegreció pero no se quemó. Torm se quedó mirándola mientras caía de rodillas medio asfixiado y con su cara desencajada en un grito insonoro.

Laelar se tambaleó hacia adelante con su bastón levantado para golpear.

Una figura larga y delgada llovió de en medio de la noche con los pies por delante. El Martillo de Bane recibió el impacto en su cuello y garganta y salió rodando de espaldas como un juguete de niño; el bastón negro se desprendió de su mano dando tumbos cuando él chocó contra el suelo. Sharantyr, con la túnica mojada pegada a su cuerpo, aterrizó sobre sus hombros tras el golpe devastador y, dando una vuelta de campana en el suelo, se levantó a tiempo para encarar al guerrero.

Allí de pie esperó, con las manos extendidas pero completamente desarmada, el avance de la espada. De pronto, se dio cuenta de que podía oír el roce de la hierba mojada bajo los pasos de su enemigo y el quejido de Torm que yacía en el suelo al lado de ella. El conjuro de silencio se había disipado. La luz se hizo de pronto en torno a ellos y, por el rabillo del ojo, Sharantyr vio a Rathan luchando por ponerse en pie un instante antes de que el guerrero de Bane cargara. Alguien —ella no tuvo tiempo de ver quién— cayó pesadamente desde la oscuridad de arriba y se estrelló contra el suelo al pie de la cuerda con un golpe sordo. El guerrero continuaba avanzando hacia ella.

—¡Muere, perra! —le oyó susurrar mientras le lanzaba una estocada con su espada. Ella se echó para atrás, sintiendo la punta del arma rozar sus costillas mientras caía. Maldijo débilmente al tocar el suelo y rodó con desesperación hacia su izquierda… hasta chocar con Torm. «Oh, dioses —pensó—, esto es el fin». Y se retorció sobre sí misma tratando de levantar sus pies para repeler a la mortífera espada.

Pero ésta nunca vino. Se oyó un sólido y macizo golpe sordo a su derecha, gruñidos y el violento restallar de metal contra metal y, por fin, el sonido de un cuerpo pesado que se desplomaba en el suelo.

Entonces, una voz muy débil dijo en un susurro a su lado:

—Buena señora, me temo que estáis tumbada encima de mi brazo. Aunque casi merece la pena, por la vista…

Sharantyr no pudo contener una amplia sonrisa.

—Lo siento, Torm —dijo con una mueca mientras se dejaba caer hacia un lado y se apartaba de él. Mirando a ras de la pisoteada hierba, vio a un ennegrecido y chamuscado Rathan recogiendo el bastón negro con aire pensativo. Lo levantó y lo descargó contundentemente contra la nuca del guerrero; y después dio unos rápidos golpecitos con él en el yelmo del sacerdote. Luego miró hacia arriba.

Mourngrym se asomaba por la ventana, con Jhessail a su lado, varita en mano.

—¿Todo bien? —preguntó.

Los de abajo sacudieron la cabeza en muda respuesta y, enseguida, guardias y acólitos de los templos despertados con premura se congregaron en torno a ellos.

—No matéis a ése —dijo Rathan desfallecidamente señalando al sacerdote—. Mourngrym querrá interrogar a alguien acerca de todo esto, y yo preferiría que no fuese a mí —y entonces se desmayó, dejando por unos momentos a un lado su maza y sus preocupaciones.

El amanecer era claro y helado, a pesar del naciente sol que brillaba esplendorosamente sobre las Montañas del Trueno allá arriba. La pequeña partida de seguidores del Culto del Dragón trepaba las últimas alturas de un sendero familiar y contemplaba atónita la gran destrucción que se abría ante sus ojos. Donde antes se elevaba un sólido torreón abandonado, sobre las galerías que conducían a la guarida del inmortal dragón Rauglothgor, había ahora un inmenso agujero redondo de roca caída. Aquí y allá brillaban monedas de oro a la luz de la mañana.

—Que los Dragones Muertos se despierten —murmuró Arkuel alarmado.

Malark ignoró la blasfemia, inmerso en su propia sorpresa y su rabia repentina. Era tal y como aquellos cobardes habían dicho. La muchacha —u otros, aunque ya no había razón para dudar de su relato ahora que habían visto esto— había hecho volar en pedazos la cima de la montaña. El poderoso Rauglothgor, su tesoro, las cavernas de almacenamiento y todas las armas y provisiones excedentes de los seguidores almacenadas allí habían desaparecido. Aquello era magia, semejante a la que los dioses debían de haber derramado por todas partes con descuidado poder cuando el mundo era joven. Oh, sí, una docena de archimagos que dispusieran de tiempo suficiente podían provocar semejante resultado sobre murallas desprovistas de magia y de toda defensa… Pero ¿una muchachita, sola e inexperta, en medio de una batalla?

Malark se quitó los guantes sin saber para qué. Un enemigo formidable, en efecto, si era capaz de hacer esto al gran Rauglothgor. No obstante, ella debía morir. El honor del culto, de Sammaster, el Primer Orador, ahora convertido en polvo en una ciudad en ruinas, y de Rauglothgor, ahora destruido, lo exigía. «La seguridad de todos nosotros, los que quedamos —añadió para sí mismo—, también lo requiere».

Malark, Archimago del Púrpura, delgado y cruel, se sentó más rígido que nunca en su silla de montar y miró a su alrededor con unos fríos ojos negros. Señalando a las monedas desparramadas a sus pies, dijo:

—Recoged ésas…, todas las que haya. Recuperad el tesoro perdido de Rauglothgor. —Entonces desmontó y, con su capa bailando en el viento, caminó hasta el borde del cráter para observar la roca desmenuzada. «Por todos los dioses», pensó estremecido. La montaña entera hecha pedazos. Y, mirando los fragmentos de roca, del tamaño de una mano, recordó la torre sobre el risco, tal como la había visto la última vez que había estado allí, y sacudió la cabeza. Lo estaba viendo, pero apenas podía creerlo todavía. Y sin embargo él, Malark Himbruel, debía levantarse contra el poder que había hecho aquello, y derrotarlo.

Si él no podía, ¿quién más iba a hacerlo? Estaban los vampiros, sí, pero los vampiros eran cosas arriesgadas. En realidad, sólo se servían a sí mismos; y eran como el vino de Elversut: no aguantaban bien los viajes. Había otros magos menores entre los rangos de los seguidores, sí, pero no se atrevía a dejar a uno así triunfar sobre un importante enemigo. Su propia posición en las filas del Púrpura podría verse amenazada.

Él no era bien querido, lo sabía. Los otros —que, en su mayoría, odiaban y temían toda magia que no pudieran controlar con sus manos, aquélla que no estaba encerrada en los artificios que ellos podían manejar y entender o que no provenía de un dios que estableciese unas reglas estrictas para su uso— no tardarían nada en reemplazarlo si tenían a mano otros magos más controlables. Por supuesto, enseguida descubrirían que no habían hecho más que cambiar un arma peligrosa por otra… Pero, para entonces, ya sería demasiado tarde para Malark el Poderoso. ¿Cómo sería? ¿Veneno? ¿Un cuchillo mientras dormía? ¿O un duelo de magia? No, este último era demasiado arriesgado, a menos que antes lo drogasen y preparasen el duelo en contra de él permitiendo que los artificios de poder o de magia defensiva de su oponente fuesen arreglados con antelación; de otro modo, Malark podría ganar. El Púrpura se volvería rojo entonces, de hecho.

Había diez hombres que no eran magos en el Púrpura: Salvarad, el sacerdote renegado de Talos, personalmente el más peligroso de todos ellos; Naergoth, su caudillo de guerra; siete mercaderes-guerreros, patanes sanguinarios todos ellos, y Zilvreen, el pequeño y rastrero maestro ladrón de hablar empalagoso. Todos ellos estarían pendientes del menor error que Malark Himbruel pudiera cometer en este asunto. Estarían al acecho. Malark soltó mentalmente unas cuantas maldiciones contra aquella misteriosa muchacha y resolvió buscar a alguien que hubiese visto con sus propios ojos lo que ella había hecho en la refriega. ¡Tenía que saber cuál era el secreto de todo este poder!

Malark no dejó que nada de esto se delatase en su rostro mientras observaba a los guerreros agachándose entre las rocas.

—Ya basta, Arkuel —ordenó—. Tú y Suld, venid conmigo. Todos los demás que se queden a buscar todo el tesoro, los restos del gran Rauglothgor y cualquier otra criatura muerta que encontréis, y llevadlo todo a Oversember —y, volviéndose de espaldas a ellos, comenzó a elaborar un conjuro rastreador de Tulrun.

«La muchacha que destruyó este lugar», ordenó Malark con firmeza; y, al instante, se hallaba en el sendero que descendía hacia el extremo norte del espolón rocoso donde había estado el torreón abandonado. Enseguida, el aire comenzó a iluminarse en torno a él y la luz se extendió hacia el norte, sendero abajo, hasta adentrarse en los árboles del valle. Muy bien.

—¡Arkuel, Suld! —ordenó, y llevó su caballo sendero abajo sin mirar atrás.

Mirar atrás es algo que un miembro del Púrpura normalmente no se puede permitir.

El Asiento de Bane se alzaba tan vacío como siempre. El macilento Alto Imperceptor levantaba sus ojos hacia él con temor, como hacía siempre; temor a que el propio Príncipe Negro pudiera un día sentarse en él. El cabeza de la iglesia de Bane suspiró y ocupó su propio asiento. Hizo sonar el pequeño gong que había junto a su trono con la Maza Negra de Bane, manejando la gran arma con una delicadeza que sugería una fuerza y habilidad sorprendentes en alguien tan flaco y macilento. Un sacerdote mayor entró a toda prisa y se arrodilló ante el trono.

—Levántate, Kuldus —dijo el Alto Imperceptor—. Las noticias deben de haber llegado ya a estas alturas. Dime.

El sacerdote asintió con la cabeza.

—Todavía no hay noticia alguna de Laelar, Temido Señor, ni de ninguno de los que lo acompañaban —comenzó—, pero Eilius acaba de llegar del castillo de Zhentil y dice que Manshoon ha estado ausente de la ciudad desde la reunión que él despachó, de la cual ya te han informado. Los otros nobles lo buscan y ese rebelde, Fzoul, ha estado intentando ponerse en contacto con Manxam y los otros testigos. Los zhentarim están conspirando y murmurando como calishitas en todo lo que va del día.

La sonrisa del Alto Imperceptor iluminó su rostro como si se hubiera encendido una lámpara dentro de él. Se levantó de su asiento y ordenó:

—¡Haz que vengan todos los sacerdotes mayores! Si Laelar informa positivamente sobre la muchacha, mejor que mejor. Pero, si informa que no la ha cogido, haced que se olvide del asunto y que vuelva aquí de inmediato. ¡Olvidaremos a esa doncella y su fuego mágico mientras tengamos una oportunidad en el castillo de Zhentil con ese traidor de Fzoul! ¡Marchad, rápidos! —y giró la gran maza sobre su cabeza como si no pesara nada para luego hacerla caer sobre el altar de piedra con un impacto que hizo temblar hasta al mismísimo Asiento de Bane. Kuldus abandonó la sala con la máxima urgencia mientras la risa del Alto Imperceptor resonaba en sus oídos.

La clara luz del amanecer formaba una diamantina red sobre la cama al pasar a través de las ventanas emplomadas. Narm se despertó al sentirla sobre su cara e, instintivamente, estiró la mano en busca de su daga hasta que, de pronto, recordó dónde estaban… y dónde se encontraba él exactamente en ese momento: en el dormitorio de Shandril. Pero… —estiró el brazo hacia el costado— ¿dónde estaba ella?

Se incorporó de un golpe, lo que hizo que la cabeza le palpitara, y miró alrededor. Los tapices eran hermosos, y hasta las abovedadas esquinas del techo eran impresionantes, pero no eran Shandril. Volvió la cara y, tras pasear la mirada por un alto armario en arco y un espejo de metal pulido más alto que él, miró hacia la puerta… que en ese momento se abrió. Shandril se asomó y sonrió.

—Ah, por fin te has despertado —dijo complacida—. No estarás enfermo, espero…

Narm se cogió la cabeza por un momento, consideró el continuo punzamiento que había dentro de ella y dijo:

—No precisamente, mi señora. ¿Hay almuerzo en la sala? Y… ¿hay un orinal por aquí?

Shandril se rió:

—Qué romántico, debo decir, mi señor. El almuerzo es un festín a lo grande que dura hasta que el sol está en lo alto. El orinal está ahí debajo si lo necesitas, pero, detrás de esa puerta hay un retrete que todas las señoras tienen en sus alcobas… Luego echas agua con el jarro cuando terminas, o con la bomba de mano. ¿No había uno en tu habitación?

—No —dijo Narm desapareciendo tras la pequeña puerta para investigar—. Nada parecido. Sólo tiene una cama y una cómoda, un armario ropero y una ventana pequeña.

—Eso —dijo Jhessail desde la entrada— es porque Mourngrym y Shaerl se figuraron que pasaríais mucho más tiempo aquí.

—¿Ah, sí? —preguntó Shandril elevando las cejas—. ¿Y qué les hizo pensar eso?

—Supongo —dijo Jhessail con aire inocente— que alguien se lo debe de haber dicho —y soltó una carcajada al ver reaparecer a Narm apresuradamente para buscar la manilla de la puerta y tirar de ella tras de sí mientras desaparecía de nuevo. Las carcajadas estallaron a dúo cuando oyeron la amortiguada queja desde dentro.

—¡Esto está bastante oscuro!

—Sí, como una caverna —dijo Jhessail con tono alentador—. Te acostumbrarás a ello… o puedes encender la lámpara de noche. Acuérdate de sacarla cuando salgas, sin embargo, o el cuarto será una chimenea la próxima vez que quieras usarlo. —Y, volviéndose hacia Shandril, preguntó—: ¿Tenéis algún plan para hoy?

Shandril sacudió la cabeza:

—No. ¿Por qué lo preguntas?

Jhessail se levantó y caminó pensativamente hasta el espejo.

—Bien, es costumbre ir a ver el valle, el primer día de estadía, y cazar o cabalgar por el campo después del mediodía; por la noche, juegos y charla… Pero me gustaría aconsejaros una alternativa mucho menos interesante, si me permitís —Narm, la lámpara, ¿recuerdas?—, al menos hasta después de la prueba de esta noche.

—Continúa —dijo Shandril mientras le alcanzaba la bata a Narm.

—Si no os importa —sugirió Jhessail—, Illistyl y yo traeremos vuestras comidas. Vosotros os quedáis aquí en esta habitación hasta esta noche. Alguno de los caballeros vendrá a visitaros, o podéis pasar todo el día solos los dos si queréis…

La puerta del reservado se abrió de par en par y Narm emergió de él con una sonrisa de oreja a oreja.

—No tengo nada que oponer a esa sugerencia.

—Tampoco yo —convino Shandril—. Pero ¿por qué?

Jhessail estudió por unos instantes las ricas alfombras que cubrían el suelo y, después, levantó la cabeza y los miró con expresión seria:

—Ocho hombres intentaron entrar en la torre anoche utilizando magia. Fueron enviados por el Alto Imperceptor de Bane y venían en tu busca, Shandril. Deseaban capturarte por tu poder para manejar el fuego mágico. Todos fueron muertos, o al menos lo están ahora. Y habrían logrado su propósito de no ser por Torm y Rathan, que se hallaban fuera de patrulla extraordinaria ordenada por Mourngrym, y Sharantyr, que salió a dar un paseo, desarmada, para airear su cabeza.

Poco a poco, el rostro de Shandril se había vuelto blanco y la expresión de Narm cada vez más enojada a medida que ella hablaba.

—¿Quieres decir —explotó— que va a haber enemigos persiguiendo a Shandril durante el resto de su vida? ¡Eso no lo permitiré! Yo…

—¿Y cómo vas a impedir que os encuentren? —preguntó Jhessail tranquilamente.

Narm se quedó mirándola:

—Yo… ¡dominaré lo bastante el arte para destruirlos o hacerlos huir de miedo ante tal destino!

Jhessail asintió con la cabeza:

—Muy bien. Eso es todo cuanto puedes hacer. Una vez que se hagan a la idea de que tú eres poderoso, como todos la tienen de Elminster o de Simbul de Aglarond, os dejarán en paz… a menos que tengan asuntos contigo, o con tu tumba, como dice el refrán. Pero, todos aquéllos que ahora os ven como fáciles presas poseedoras de un poder del que ellos desean apoderarse, retrocederán en cuanto tú puedas mostrar a Faerun que no eres alguien a quien puedan tomar a la ligera. —Y, con una súbita sonrisa, añadió—: Pero ese día todavía no ha llegado, de modo que permaneced en esta habitación hoy, ¿de acuerdo?

Shandril hizo una débil sonrisa de asentimiento; tras un largo momento, Narm asintió también.

Jhessail se levantó.

—¡Muy bien! —dijo, y dio una sonora palmada.

La puerta se abrió de par en par y entró Illistyl llevando una bandeja de plata tapada que despedía vapor por las orillas. Con gran destreza, colocó el pie bajo cierto relieve, en un lado de la cama, tiró de él hacia fuera para descubrir un par de patas plegables y un tejido de lona sujeto a ellas y colocó la bandeja sobre la mesa recién dispuesta. Shandril se quedó mirando con una expresión de manifiesto placer ante el diseño de aquella mesita de cama, mientras que Narm fijó sus ojos en Jhessail con una dura mirada.

—Lo teníais planeado de antemano, ¿no es así? —dijo con tono acusador—. No nos habríais dejado elección.

Jhessail sacudió la cabeza:

—No… Si hubieseis rehusado, Illistyl y yo habríamos compartido este almuerzo. Lo juro por la sagrada Mystra —y sonrió de repente—. Elminster te dirá pronto —bromeó— que nunca fuerces algo por la magia si puedes engatusar a un hombre para que lo haga por ti. Pero quiero que sepas, por favor, que no os obligaremos jamás a actuar como nosotros deseemos. Todavía podéis cambiar de parecer; sólo decidnos lo que decidís, para que podamos disponer de la mejor manera posible vuestra protección.

Entonces se levantó, besó cariñosamente a los dos en la frente y dijo:

—Por cierto que un día entero juntos y en la cama… no es como para desaprovecharlo. —Y, yendo hacia la puerta, donde ya la esperaba Illistyl, añadió con un tono suave y cálido—: Pasadlo bien hasta esta noche. Entonces vendremos a buscaros. No os preocupéis por la prueba; vosotros sois vosotros, y el asunto consiste simplemente en saber qué sois, no en cambiaros. También Illistyl y yo fuimos sometidas a prueba por Elminster cuando yo vine al valle y cuando ella alcanzó sus poderes. Hay un guardia ahí fuera; llamad si me necesitáis —y salió despacio.

Antes de que cerrara la puerta, se coló entre sus piernas un silencioso gato gris que le hizo un guiño con ojos de Illistyl y se deslizó debajo de la cama sin ser visto.

La puerta se cerró y ellos se quedaron solos.

—¿Y bien, mi señor? —dijo Shandril a Narm con un tono de desafío.

Él sonrió abiertamente y le alcanzó la bandeja.

—Almuerzo primero —anunció, y destapó los huevos con especias revueltos con tomate y cebolla troceados, pan frito, rodajas de morcilla negra tan anchas como una mano y humeantes tazones de sopa de cebolla—. ¡Santa Mystra! —exclamó asombrado—. ¡Me han dado mucho menos que esto para cenar en algunas posadas!

—Mourngrym me dijo anoche —respondió Shandril cogiendo la sopa— que en un valle próspero, mientras uno puede, no existe mejor regla para una vida feliz que ésta: «Ante todo, come bien».

—Estoy completamente de acuerdo con eso —murmuró Narm—. éste es un bonito lugar, desde luego… al menos, lo que hemos visto hasta ahora.

—Sí, lo es —respondió Shandril sintiendo un repentino ataque de hambre.

Comieron en silencioso compañerismo durante un rato. Totalmente inadvertido, un largo y estrecho ciempiés se deslizó por una minúscula grieta del marco de la ventana y, con gran cautela, descendió hasta el suelo. Una vez allí, se agitó y se desdibujó y, de pronto, ya no era un ciempiés sino una rata lustrosa. Ésta echó a correr por las alfombras y se metió debajo de la cama… y se quedó helada cuando vio a aquel gato de enormes ojos mirándola fijamente desde muy cerca. Los dos se miraron durante un instante y, entonces, la rata se agitó y se convirtió en un gato agazapado justo un poquito más grande que Illistyl, y ambos se sentaron y volvieron a mirarse.

Arriba, Narm retiró su plato vacío con un suspiro de satisfacción y miró amorosamente a Shandril durante un largo rato.

—Bien, querida mía —dijo muy despacio—, todavía sabemos muy poco el uno del otro. ¿Nos contamos nuestras vidas?

Shandril lo miró con ojos pensativos y asintió:

—Sí, siempre que estés dispuesto a creerme cuando te diga que no sé nada de mi procedencia.

—¿Ah, no? ¿Por eso te afectó tanto cuando Elminster te preguntó anoche?

—Sí, yo… nunca he sabido quiénes fueron mis padres. Todo lo que mi memoria puede recordar es que he vivido en La Luna Creciente. Gorstag, el posadero, tú lo viste aquella noche: era el hombre que pidió a la compañía que respetara la paz e impidió que uno de ellos lanzara un cuchillo al viejo Ghondarrath, era como un padre para mí. Allí hasta donde alcanza mi memoria, él fue siempre el dueño de la posada, y nunca había visto el resto del Valle Profundo. Ni lo he visto todavía. Yo quería… conocer la aventura; así que me escapé con la Compañía de la Lanza Luminosa, que estaba allí la misma noche que tú… y, en realidad, eso es todo cuanto tengo que contar.

—¿Cómo fuiste a parar a Myth Drannor? (Debajo de la cama, los dos gatos estiraban la oreja sin dejar de mantener los ojos clavados el uno en el otro).

—No lo sé… por uno u otro tipo de magia. Leí una palabra escrita en un hueso, y me vi trans… ¿cómo lo llamáis?

—Teletransportada —dijo Narm con impaciencia—. Como hizo Elminster para conseguir las pócimas curativas para Lanseril.

Shandril asintió con la cabeza:

—Me vi teletransportada a un oscuro lugar donde había otra puerta de traslación y una gárgola que me perseguía. Así terminé apareciendo en Myth Drannor. Estuve vagando por entre sus ruinas durante largo rato, hasta que fui capturada por esa maga, Symgharyl Maruel. Fue entonces cuando me viste.

(Interés creciente bajo la cama. Ambos gatos miraron hacia arriba con atención).

—Si creciste tan sólo en la posada, ¿cómo sabes tanto de la vida y de Faerun? —preguntó Narm lleno de curiosidad.

—La verdad es que sé bastante poco —dijo Shandril con una risita avergonzada—. Cuanto sé, lo he aprendido de las historias que viajeros de tierras lejanas y ancianos veteranos del valle cuentan por las noches en la cantina. Tú oíste al menos una de ellas, creo. Magníficas historias, aquéllas, también…

—¿Podría Gorstag ser tu padre? (Tenso interés bajo la cama).

Shandril se quedó mirándolo con la cara paralizada al borde de la risa, y luego dijo:

—No, creo que no, aunque ahora ya no estoy tan segura como antes de que lo dijeses. No nos parecemos nada, ni en la cara ni en la forma de hablar, y él siempre me pareció demasiado viejo…, pero podría ser, ¿quién sabe? —Y se sentó un momento en silencio—. Creo que me gustaría que Gorstag fuese mi padre —dijo despacio. Dejó pasar otro lapso, y añadió—: Pero no creo que lo sea.

—¿Por qué no viste nunca el Valle Profundo? ¿Acaso Gorstag te tenía encerrada?

—¡No! Simplemente… es que siempre había trabajo. El cocinero me prohibía hacer algunas cosas… y las muchachas mayores y camareras me prohibían otras. Gorstag decía que fuera de la posada y de los bosques que hay justo detrás de ella estaba el ancho mundo, y que éste no era sitio para una joven muchacha sola; ni siquiera lo era Luna Alta. Yo no era amiga de nadie en especial, excepto de él, y no era lo bastante grande ni fuerte para coger y transportar tanto como las chicas mayores, por lo que nunca me enviaban a hacer recados. Y así pasaron los días —concluyó encogiéndose de hombros.

—¿Qué hacías tú en la posada? —preguntó Narm.

—Oh, un poco de todo. Cortar la comida, lavar los platos y limpiar la cocina, sobre todo, y también ir a buscar agua, limpiar las mesas y suelos de la cantina, vaciar los orinales, encender las velas y lámparas de las habitaciones, limpiar éstas y lavar las ropas de cama. Hay muchas pequeñas tareas que hacer en una posada, además; cosas que rara vez se hacen como repintar el letrero o dar una capa a las chimeneas, y yo ayudaba también en ellas. Pero, más que nada, era la cocina.

—¿Y te estuvieron haciendo trabajar como una esclava todos estos años? —explotó Narm indignado—. ¿Para qué? ¡No llevabas ni una moneda contigo cuando te uniste a la compañía! ¿Ni siquiera te pagaban?

Shandril lo miró algo asustada.

—Yo… no, ni una sola moneda —dijo—, pero…

Narm se levantó furioso y se paseó por la habitación.

—¡Te trataban muy poco mejor que a un esclavo!

—No… Bueno, me alimentaban y también me daban ropa y…

—¡También se alimenta a un bufón… y a una mula! ¡Por todos los dioses: te trataban de un modo miserable!

Shandril lo miraba aturdida mientras él rabiaba, pero de pronto reaccionó:

—¡Basta! ¡Tú no estabas allí y no puedes apreciar cuánto había de bueno en ello! Oh, sí, un día me harté por completo de la rutina y me fui… y dejé allí a mis únicos amigos: Gorstag, y también Lureene, y a veces me arrepiento de haberlo hecho… Y odiaba a Korvan, pero… pero… —Su rostro se desencajó un poco mientras se volvía de espaldas.

Narm la miró en perplejo silencio. Abrió la boca para hablar, sin saber muy bien qué decir, pero Shandril se volvió de nuevo hacia él y le dijo con voz fría y clara:

—Yo era feliz en La Luna Creciente, y no creo que Gorstag me hiciera ningún mal. Ni tampoco tienes derecho a juzgarlo. Pero no quiero pelearme contigo.

Narm la miró.

—Yo jamás me pelearía contigo, querida mía, por nada del mundo —dijo, y apartó la mirada. Shandril vio entonces que estaba pálido y que le temblaban las manos. De pronto se sintió avergonzada y se volvió con brusquedad hacia un lado sintiendo un calor creciente en su cara. Luego se levantó de golpe y se dirigió hacia la puerta. (Debajo de la cama, dos gatos silenciosos, que habían presenciado todo, se miraron y casi sonrieron).

Cuando ella se volvió, Narm estaba observándola, y la mirada de sus ojos hizo que los últimos residuos de su cólera se disolvieran hasta convertirse en pena. Shandril echó a correr hacia él.

—Oh, Narm —dijo con desolación, y él la envolvió con sus brazos.

—Lo siento, Shandril —susurró él con su cabeza contra la suya—. No quería hacerte daño, ni manchar el buen nombre de Gorstag. Yo… he perdido la calma…

—No, perdóname a mí —respondió ella—. Debería haberte dejado gritar en lugar de reprenderte, y no habría habido pelea.

—No, la culpa es mía. Perdona…

—¡Repugnante! —se oyó la alegre voz de Torm detrás de ellos—. ¡Todo ese lloriquear y perdonarse el uno al otro por toda la habitación… y sin siquiera estar aún casados!

El caballero no les dio tiempo de responder; mientras avanzaba a zancadas para recoger la bandeja de comida de la mesa, siguió diciendo:

—Vaya bazofia, ¿no? ¡Y las raciones tan pequeñas, además! Qué, ¿ya os habéis contado vuestras vidas? ¿No hay algún episodio jugoso para contarle al viejo y aburrido Torm? ¿Os habéis jurado amor eterno? ¿Habéis cambiado de opinión? ¿Habéis decidido lo que queréis hacer después? ¿Eh?

—Ah, hermosa mañana, Torm —respondió Narm con prudencia, haciendo caso omiso de todas las preguntas—. ¿Qué tal estás?

—¡Mejor que nunca! ¿Y vosotros dos?

—Esas miradas impúdicas te hacen parecer enfermo —dijo Shandril molesta—. He oído que anoche impediste mi captura, o algo peor. Te doy las gracias.

—Oh, no fue nada —dijo Torm haciendo ondear la bandeja en el aire, con tazones y todo, con una sola mano—. Yo…

—Conque nada, ¿eh? —intervino severamente Jhessail desde la puerta—. Tres sortilegios curativos que os aplicaron y un río de gemidos y quejidos, y no fue nada. La próxima vez haríamos mejor en ahorrarnos la magia, así apreciarías más tu locura. —Y, cogiéndolo con viveza del brazo, dijo—: Y ahora vamos, salgamos de aquí… ¿Qué te parecería a ti que alguien irrumpiera en tu habitación cuando estás a solas con tu amor?

—Pues, eso dependería mucho de quién fuese… —comenzó Torm, pero Jhessail lo estaba empujando ya fuera de la habitación.

—Mis excusas a los dos —dijo mientras salía—. Acaba de estar con su futura mujer, Naera, y está un poco exaltado.

Torm la miró con gesto desconcertado.

—¿Futura mujer? —dijo—. Pe-pe-pero… —y su voz se perdió al alejarse de la puerta.

—Bien hallado, Torm —dijo Narm mientras la puerta se cerraba.

Él y Shandril se miraron y rompieron a reír. (Debajo de la cama, ambos gatos pusieron gestos doloridos ante las agudas risotadas de Shandril). Cuando éstas amainaron, los dos se abrazaron de nuevo y se sentaron en cómodo silencio durante un rato.

—¿En qué crees que consistirá esa prueba, cariño? —preguntó Shandril.

—No lo sé. Supongo que tu fuego mágico será puesto a prueba, pero no puedo imaginarme cómo —contestó Narm y, frunciendo el entrecejo, cambió de tema—. Pero, se me está ocurriendo ahora que… ese Gorstag debe de saber quiénes son tus padres… y, por la forma como te lo preguntó, Elminster podría muy bien saberlo también.

Shandril asintió con la cabeza.

—Sí. Yo quiero saberlo, pero he vivido tantos inviernos hasta ahora sin saberlo que… prefiero conocerte mejor a ti, Narm… Ni siquiera conozco tu segundo nombre, por no hablar ya de tus padres.

—Oh, no te lo he dicho… Tamaraith, mi señora. Lo siento. No había reparado en que apenas te he dicho nada de mí.

Shandril se rió:

—No hemos tenido demasiado tiempo para charlar, ¿o sí? Puede que me lo hayas dicho y se me haya olvidado con todo este tumulto. Todo ha sido tan confuso… Si esto es la aventura, ¡me sorprende que alguien pueda sobrevivir mucho tiempo!

(Los dos gatos intercambiaron miradas divertidas. El que era Illistyl apuntó al otro con una pata, luego extendió ambas zarpas interrogativamente y echó su cabeza a un lado con gesto suspicaz. El otro asintió y trazó una señal en el polvo con una pata; vio que Illistyl la había reconocido —su cabeza felina asentía satisfecha— y la borró enseguida. Los dos gatos se sentaron a sus anchas el uno junto al otro).

—Bien dicho —aprobó Narm—. Yo no tengo la pasión por el constante ajetreo y peligro que tiene Torm, ¡de eso estoy seguro! ¿Crees que algún día podremos relajarnos y hacer lo que nos parezca?

—Me gustaría intentarlo —dijo Shandril con dulzura fijando sus ojos en los de Narm.

Éste asintió y volvió a cogerla entre sus brazos con gesto serio y determinado.

—A mí también me gustaría, sí —fue todo lo que dijo. (Bajo la cama, el gato desconocido sacudió la cabeza, cerró los ojos y bostezó en silencio).

Cuando sus labios se separaron otra vez, al cabo de un rato, Shandril apartó un poco de sí a Narm y dijo:

—Bien, ahora cuéntame la historia de tu vida. ¿Quién es este hombre con el que me voy a casar? Un aspirante a mago, sí, pero ¿por qué? ¿Y por qué me quieres? (Dos pares de ojos se pusieron en blanco debajo de la cama).

Narm miró a su prometida, abrió la boca y la volvió a cerrar.

—Ah… —empezó por fin—, yo… ¡dioses, no sé por qué te quiero! Podría decirte cosas que amo en ti, y lo que siento, pero el porqué…; tal vez sea la voluntad de los dioses. ¿Te conformas con esa respuesta? Por pobre que sea, es sincera; y no es vil adulación, lo juro. —Dio unos pasos, inquieto, y por fin dijo volviéndose al llegar junto a la ventana—: Te prometo que te amaré y, a medida que vaya conociendo los porqués, te los iré diciendo. ¿Qué te parece?

—Mi señor —le contestó Shandril con un brillo en los ojos—, me honra que seas tan sincero conmigo. Sólo ruego que siempre seamos así el uno para el otro. Lo apruebo, sí… Ahora, ¡continúa con tu historia! (Bajo la cama, dos gatos estallaron en silenciosas risas).

Narm soltó una risilla de satisfacción y asintió con la cabeza.

—Sí, iré al grano. Escucha, pues: nací hace unos veintidós inviernos en la lejana ciudad de Luna de Plata, en el norte. Pero no recuerdo nada de ello; todavía no tenía un invierno cuando mis padres viajaron a Triboar, y de allí a Aguas Profundas, y…

—¿Tú has visto la famosa Aguas Profundas? —preguntó Shandril maravillada—. ¿Es tal como cuentan… todo actividad, y oro y cosas bonitas de todo Faerun en las calles?

Narm se encogió de hombros.

—Puede que sea así, pero no podría decírtelo. Sólo estuve allí una semana, y aún no había cumplido un año cuando mis padres se marcharon de nuevo. Nos movíamos constantemente por la Costa Norte de la Espada, a causa del trabajo de mi padre. Mi padre era Hargun Tamaraith, también llamado «el Alto»; un comerciante. Creo que había sido guardabosques antes de que cayera enfermo. Comerciaba con armas y artículos de herrería. Mi madre se llamaba Fythuera; Fyth, para mí y para mi padre, y jamás conocí su apellido. Llevaban casados desde mucho tiempo antes de nacer yo. Ella tocaba el arpa y comerciaba en compañía de mi padre. No sé si alguna vez habrá sido aventurera… Eran buenas personas.

Se quedó mirando a la nada por un momento y Shandril puso su mano en la de él. Su cara estaba triste, pero era melancolía más que aflicción.

—Ambos están muertos, naturalmente —añadió con voz calma—. Muertos en un duelo mágico en la Puerta de Baldur, cuando yo tenía once años… Ardieron en llamas cuando el transbordador en el que iban fue alcanzado por una bola de fuego lanzada al mago Algarzel Medio Manto por el archimago calishita Kluennh Tzarr. Algarzel desapareció volando de allí; el barco no pudo. Todos cuantos iban a bordo perecieron, sin que nadie formara parte de la disputa. A Algarzel lo mataron más tarde; o tal vez se trasladó a algún otro plano, dijeron algunos en la ciudad. Fuera como fuese, ya nunca más se lo vio.

»Kluennh Tzarr regresó triunfante a su ciudadela. Dicen que tiene dragones a su servicio y también muchos esclavos. Un día, si alguien no lo hace primero, yo acabaré con él. —Su tono frío y apagado heló a Shandril mientras él paseaba lentamente por la habitación balanceando sus brazos y con la mirada perdida. (Debajo de la cama, los gatos cabecearon aprobadoramente).

»Para derrotar a un archimago, necesitaba magia… o, al menos, necesitaba conocer sus métodos. Entonces no sabía que no es posible separar ambas cosas. Así que intenté convertirme en aprendiz —y se rió, ante el recuerdo, con un toque de amargura.

»Imagínatelo, querida: un muchacho andrajoso y poco más que analfabeto, solo y sin la menor fortuna para poder comprar el tiempo o la dedicación de un mago, en la Puerta de Baldur, donde hay una docena de muchachos sin hogar en cada calle, en los muelles, atosigando a cada mago que pasa. Sólo la voluntad de Mystra me libró de terminar convertido en un sapo… o hecho cenizas… De otro modo no me lo explico.

»Un día, después de dos años de búsqueda, un mago me aceptó. Era un mago de carácter pomposo y desabrido… Marimmar, mi maestro. Su orgullo lo debilitaba. Nunca se esforzaba por fortalecer su arte allí donde carecía de conjuros o técnica, en aquellos puntos donde no podía, o no quería, ver que era débil. Pero yo aprendí mucho de él, tal vez más de lo que habría aprendido con un mago afable y capaz. Tenía bastante mal humor, sí, y poca paciencia… y probablemente era el hombre más perezoso que he encontrado jamás; por eso necesitaba a un aprendiz que hiciera toda la tarea pesada —añadió Narm con una súbita sonrisa. Shandril le respondió tristemente con otra.

»Marimmar rehuía todo conflicto. Así que nunca combatía con otros magos para ganar sus conjuros… y por supuesto estaba muy orgulloso de que ningún mago lo hubiera desafiado jamás. Los que tenían verdadero poder lo veían como a un pobre o ignorante fanfarrón, sin secreto alguno que valiera la pena perseguir. Y los de inferior poder siempre temían que pudiera sacarse algo inesperado de la manga…, tan seguro y confiado lo veían. Su confianza lo mató, al final. Y casi me lleva a mí consigo.

»Él veía en el abandono de la Corte élfica y de Myth Drannor por parte de los elfos su gran oportunidad de convertirse en un gran mago apoderándose de toda la magia que, según pensaba él, y, al parecer, la mayoría de los magos, yace en torno a sus ruinas. Yo dudo que haya mucha que encontrar, con esa facilidad. Todo cuanto pudiera haber habido, habrá sido recogido ya por los sacerdotes de Bane, o quienesquiera que fuesen en realidad los que convocaron allí a todos los demonios.

»Los demonios mataron a Marimmar, y casi me matan a mí también. Los caballeros Lanseril e Illistyl me salvaron… Ellos son tan amables, Shandril, que casi no puedo creerlo después de tanto héroe vanidoso que he visto contonearse por las calles de la ciudad… Y aquí estoy. Regresé a Myth Drannor porque… porque no sabía adónde ir, en realidad, y porque no podía dormir por miedo a los demonios hasta que me hubiese encontrado de nuevo con ellos. Pero, por algún milagro de Mystra, o por el capricho de Tymora o alguna otra divinidad, no me mataron… y te vi a ti. El resto ya lo conoces. —Y, volviendo pensativamente sus ojos hacia ella, añadió—: Perdóname, si he estado hablando demasiado tiempo, querida mía, o si he hablado con desconsideración de quienes ahora están muertos. No era mi intención ofenderte ni molestarte. He respondido a lo que me has preguntado, y con esto he terminado.

Shandril sacudió la cabeza.

—No estoy molesta, sino muy aliviada. Tenía que saberlo, Narm —y, levantándose, volvió a tenderse en la cama—. Y ahora, mi señor, si eres tan amable de arrastrar esa cómoda hasta la puerta, nos acostaremos —dijo con una picara sonrisa—. Aún falta mucho para la prueba, y yo debo dormir primero. ¿Me ayudarás a dormir?

Narm asintió lentamente:

—Sí, con mucho gusto.

Uno de los gatos volvió a poner los ojos en blanco y se transformó en rata, y corrió como un rayo hasta la pared antes de que Illistyl tuviera siquiera tiempo de estirarse. Luego se retorció y disminuyó de tamaño hasta convertirse de nuevo en un ciempiés, y trepó al alféizar mientras Narm arrastraba todavía la cómoda hacia la puerta, en medio de esforzados gruñidos, y Shandril colgaba su túnica de un saliente en uno de los postes del toldo. Illistyl vio aparecer repentinamente un cuervo fuera de la ventana y alejarse volando en silencio. Entonces, se enroscó y se dispuso a echar una siesta. Escuchar conversaciones a escondidas era una cosa, pero había ciertos límites…

Narm terminó con la cómoda, se enderezó despacio y vio a Shandril a través del espejo. En dos brincos estaba en la cama. Pocas delicias goza, dicen, aquél que se retrasa.