«No descuides las cosas pequeñas, pues tanto el gobernar como la guerra y las artes mágicas no son sino pequeñas cosas edificadas una sobre otra: comienza, pues, con lo pequeño y mira de cerca, y lo verás todo».
Seroun de Calimport
Cuentos de Viajes Lejanos
Año de la Roca
Era una buena posada, pero algunas veces Shandril la odiaba. Ahora ella lloraba por el dolor de sus manos escaldadas; las lágrimas se deslizaban por su barbilla y sus brazos hasta las jabonaduras mientras lavaba una pequeña montaña de platos.
Era un tórrido mediodía de verano. El sudor brotaba de todo su cuerpo como aceite y volvía sus delgados brazos resbaladizos y brillantes. Llevaba tan sólo una vieja túnica gris que una vez había sido de Gorstag. Ésta se pegaba a su cuerpo aquí y allá, pero sólo Korvan, el cocinero, la veía, y él le habría dado manotazos y pellizcos aunque estuviese envuelta en pieles como alguna princesa del norte. Sopló con fuerza, y el lacio pelo rubio que le caía desde la frente se separó con reticencia de sus ojos. Al sacudir la cabeza para echarse el cabello a un lado, Shandril comprobó de cerca el montón que tenía a un lado y concluyó con un suspiro que aún le quedaban platos por lo menos para tres horas.
No había bastante tiempo. Korvan estaba empezando ya con los asados en la chimenea. Pronto necesitaría que le trajesen hierbas cortadas y agua. Era un buen cocinero, reconocía Shandril a regañadientes, aun cuando fuese gordo y apestara y sus manos estuviesen siempre calientes y pegajosas. Había quienes venían a La Luna Creciente sólo por la comida de Korvan.
Shandril había oído hablar de cómo Korvan —por entonces más joven y más delgado— había sido una vez cocinero en el Palacio Real de Cormyr, en la hermosa ciudad de Suzail. Había habido algún problema (probablemente acerca de una muchacha, intuía Shandril; quizás hasta alguno relacionado con las princesas de Cormyr) y él había tenido que abandonar con cierta premura el palacio, y desde entonces había quedado desterrado bajo pena de muerte.
Shandril se preguntaba, mientras ojeaba con aire grave una fuente enjabonada, qué pasaría si alguna vez consiguiera coger a Korvan completamente borracho o dejarlo sin sentido de un sartenazo y, de una manera u otra, pudiera arrastrarlo a través del desfiladero del Trueno y pasar la frontera de Cormyr. Tal vez el propio rey Azoun se aparecería de pronto de la nada y diría a los guardias fronterizos cormirianos: «¡Aquí está!», y, sin vacilar, éstos desenvainarían sus espadas y le segarían la cabeza. Ella sonrió ante la idea. Quizás él suplicaría perdón y lloraría de miedo.
Shandril dio un resoplido. ¡Bien poca esperanza había, desde luego, de que algo así sucediera jamás! Allí estaba él, ahora, demasiado perezoso para ir nunca a ninguna parte… y demasiado gordo para que un caballo normal pudiera llevarlo, si es que llegara la ocasión. No, él estaba atrapado allí, y ella estaba atrapada con él. Restregó con furia un tenedor hasta que sus dos púas brillaron a la luz del sol. Sí, atrapada.
Había tardado mucho tiempo en darse cuenta. No tenía padres, ni parientes —y nadie admitiría siquiera saber de dónde había venido ella—. Siempre había estado allí, al parecer, haciendo el trabajo sucio en la vieja posada de carretera escondida entre los árboles. Era una buena posada, decía todo el mundo. Debe de haber sitios peores pues, deducía Shandril, pero ella nunca los había visto. No recordaba haber estado jamás dentro de ningún otro edificio. Después de dieciséis veranos, todo cuanto sabía de la ciudad de Luna Alta era lo que llegaba a ver desde el patio de la posada. Jamás había pasado de pensar en escaparse un día o, simplemente, deslizarse a echar una ojeada. Estaba siempre demasiado ocupada, demasiado atrasada con su trabajo o demasiado cansada.
Siempre había trabajo que hacer. Incluso, cada primavera, lavaba los techos de todas las alcobas atada a una escalera para no caerse. El viejo Tezza, con su aguda vista, se encargaba de las ventanas, todos aquellos diminutos cristales de mica y unas pocas lunas de vidrio soplado de Selgaunt y Colinas Lejanas que eran demasiado valiosas como para confiar su limpieza a Shandril.
A Shandril no le preocupaba la mayor parte de su trabajo. Únicamente odiaba cansarse demasiado o hacerse daño mientras los otros apenas hacían nada o, como Korvan, la molestaban. Además, si no trabajaba, o si se peleaba con los demás —todos ellos más necesarios para el negocio de La Luna Creciente que Shandril Shessair—, haría enfadarse a Gorstag. Y, por encima de todo (excepto, quizá, tener una verdadera aventura), Shandril deseaba complacer a Gorstag.
El dueño de La Luna Creciente era un hombre fuerte de anchos hombros, pelo gris canoso, ojos grises y rostro accidentado y curtido. Se había roto la nariz hacía mucho tiempo, tal vez en los días en que había sido un aventurero. Gorstag había estado por todo el mundo, decía la gente, blandiendo su hacha en importantes guerras. Había amasado una buena cantidad de oro antes de asentarse en el Valle Profundo, en el corazón del bosque, y reconstruir la vieja posada de su padre. Gorstag era amable y callado y, algunas veces, algo brusco, pero era él quien insistía en que Shandril tuviera un buen vestido para los días festivos y cuando quiera que gente importante se detuviera en la posada, aun cuando Korvan repusiera que ella les era de mayor servicio quedándose en la cocina.
Gorstag era también quien había insistido en que ella tuviera por fin un nombre cuando, años atrás, las camareras la habían llamado «un nadie sin nombre» y «una vaca demasiado escuchimizada para quedársela, ¡por lo que alguien la había tirado!». El posadero había entrado en la habitación y había hablado con una voz que había asustado a Shandril y la había hecho sumirse en un silencio salpicado de ahogados sollozos, una voz que la hizo pensar en acero frío, verdugos y condenas sacerdotales. «Tales palabras —y otras semejantes— ya no volverán a decirse en esta casa». Gorstag nunca pegaba a las mujeres ni zurraba a las muchachas, pero se había quitado la correa en aquella ocasión, como hacía cuando azotaba al mozo de cuerda por alguna mala jugada. Las dos muchachas se habían quedado pálidas y una se había echado a llorar, pero Gorstag jamás las tocó. Cerró la puerta de la habitación y la atrancó con una silla. Después caminó hasta las muchachas, que gimoteaban de miedo, y, sin decir nada, agitó una vez su cinturón en el aire y lo estrelló contra las tablas del suelo con tanta fuerza que el polvo se levantó arremolinado y la puerta tembló. Entonces se puso el cinturón, cogió suavemente por el hombro a la sobrecogida Shandril y se la llevó de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
La llevó a la cantina y le dijo con voz amable:
—Te llamaré Shandril Shessair, pues es tu verdadero nombre. No lo olvides, porque tu nombre es algo precioso.
Entonces Shandril le preguntó con voz temblorosa:
—¿Me llamaron así mis padres?
Gorstag sacudió apenas la cabeza y le dijo con una triste sonrisa:
—En los reinos, pequeña, puedes tomar cualquier nombre que puedas llevar. Cuídate de llevarlo bien.
Sí, Gorstag había sido bueno con ella, y La Luna Creciente era como él: amable y buena, bien trabajada y llanamente honrada… y un montón de trabajo duro. Día tras día de duro trabajo. Era su jaula, pensó Shandril con rabia alcanzando otra fuente mientras el sudor le corría por la espalda.
Con cierta sorpresa, vio que ya no había más platos. En su enojo, había estado lavando y restregando como una loca, y ahora estaba todo hecho y todavía era pronto. Tenía tiempo suficiente para ponerse su vestido sencillo y echar una mirada a la cantina antes de cortar las hierbas para la comida. Antes de que Korvan pudiera entrar y darle más trabajo, Shandril desapareció danzando de puntillas con sus desnudos pies sobre los estrechos escalones del desván hasta su baúl.
Se lavó la cara y las manos en la palangana de agua fría que había dejado para Lureene, otra mujer joven que atendía en las mesas y compartía la buhardilla-dormitorio con ella, salvo las noches en que tenía un hombre y Shandril era desterrada al sótano por propia seguridad. Se cambió de ropas y se deslizó rápidamente escaleras abajo y a lo largo del corredor hasta la desierta cantina. Sabía que Gorstag estaría ocupado con la comida y habría encendido ya el fuego para la noche. Una partida de aventureros había venido de Cormyr hacía un rato y Gorstag estaría atareado. Las losas estaban frías bajo sus pies.
La bodega estaba caliente y humeante. Hasta allí llegaba la luz procedente del crepitante hogar y de varias antorchas chisporroteantes colocadas en las paredes y encapuchadas de hierro ennegrecido. Las sombras saltaban sobre las paredes y sobre las grandes vigas que, por encima de su cabeza, recorrían la bodega a lo largo aguantando los dormitorios de los pisos superiores sobre sus poderosas espaldas. Escenas pintadas en descoloridos y raídos cuadros parecían vivir y moverse con el vacilante juego de luz. Allí se recordaban las principales acciones de los héroes de los valles y las glorias de batallas libradas mucho tiempo atrás. Enormes mesas de oscuras tablas de roble con rechonchas patas toscamente talladas abarrotaban la habitación y, alrededor de ellas, había sencillos y lisos bancos y robustos sillones recubiertos de cuero gastado.
Sobre la barra colgaba, vieja pero orgullosa, una gran hacha de dos filos bien engrasada y afilada. Gorstag la había llevado consigo, en días pasados, por tierras lejanas y en aventuras de las que no hablaba. Cuando había algún problema, recordaba Shandril, él podía todavía lanzársela de una a otra mano como si fuera una daga y blandiría como si fuese una pluma. Cuando Shandril le preguntaba sobre sus aventuras, el viejo posadero se limitaba a reírse y sacudir la cabeza. Pero a menudo por las mañanas, cuando Shandril bajaba en silencio las escaleras para encender los fuegos de la cocina, se paraba a mirar el hacha e imaginaba en ella las manos de Gorstag en lejanos campos de batalla bañados por el sol, o entre rocosos riscos helados donde acechaban los trolls, o en oscuras cavernas habitadas por horrores insospechados. Había estado en muchos sitios, aquella hacha.
La barra estaba rodeada de un pequeño bosque de relucientes botellas de todos los tamaños y colores que Gorstag mantenía cuidadosamente desempolvadas. Algunas venían de muy lejos, y otras de Luna Alta, a un kilómetro escaso de allí. Debajo de éstas estaban los barriles, agrisados por la edad, que los hombres llenaban desde pequeños toneletes por los bitoques de su cara superior, por lo general sellados con cera, y vaciaban mediante grifos de latón. Gorstag estaba muy orgulloso de aquellos grifos, ya que habían venido desde la lejana y fabulosa tierra de Aguas Profundas.
Encima de las botellas, justo sobre el hacha, había una luna creciente de plata ladeada hacia la izquierda exactamente igual que la del crujiente letrero que colgaba fuera sobre la puerta principal: La Luna Creciente. Hacía mucho, un mago viajero había lanzado un conjuro sobre la luna de plata, y ésta nunca perdía su lustre. La casa era un buen albergue, sencillo pero acogedor; su clientela, respetable, incluso generosa, y Luna Alta era un hermoso lugar.
Pero, para Shandril, aquello parecía cada vez más una prisión. Cada día caminaba sobre las mismas tablas y hacía las mismas cosas. Sólo la gente cambiaba. Los viajeros, con sus inusitadas vestimentas y diferentes pieles y lenguas, traían consigo el ocioso parloteo, los vagos olores y la seducción de lugares remotos y hechos emocionantes. Hasta cuando entraban, polvorientos y cansados por el camino, irritables o somnolientos, al menos habían estado en alguna parte y visto cosas, y Shandril los envidiaba tanto que a veces pensaba que su corazón iba a salir disparado de su pecho.
Cada noche venía gente al bodegón a fumar en largas pipas y beber la estupenda cerveza de Gorstag y a escuchar el cotilleo de los reinos de boca de otros viajeros. Cuando más le gustaba a Shandril era cuando los canosos ancianos del valle, que habían combatido o corrido aventuras cuando jóvenes, contaban sus hazañas y los hechos legendarios de héroes aún más viejos. ¡Si al menos fuese un hombre, lo bastante fuerte para llevar una armadura y blandir una espada, para hacer retroceder a los enemigos en tambaleante retirada con la fuerza de sus golpes…! Ella era lo bastante rápida, bien sabía, y no se consideraba nada débil.
Pero no era tan fuerte como aquellos bueyes humanos de caras enrojecidas que entraban en la posada a rugir sus peticiones a Gorstag. Hasta los ya hacía largo tiempo retirados veteranos de Luna Alta, unos ya encogidos y cabeceando por la edad, otros con cicatrices y mutilaciones de antiguas contiendas, parecían viejos lobos; rígidos, quizás, más lentos y duros de oído, desde luego, pero lobos a pesar de todo. Shandril sospechaba que, si alguna vez tenía la ocasión de ver por dentro la casa de cualquiera de estos ancianos de Luna Alta, encontraría sin duda una vieja espada o una maza colgando de un lugar de honor como el hacha de Gorstag. Si alguna vez llegaba a ver cualquiera de las otras casas de Luna Alta, sería una experiencia maravillosa, reflexionaba con amargura.
Dio un suspiro, con sus escaldadas manos todavía resentidas. No se atrevía a untar grasa de ganso en ellas antes de cortar las hierbas, o Korvan se pondría rabioso. Shandril sabía que la preocupación de éste por las cosas de la cocina era demasiado buena para su salud. Sonriendo con resignación, cogió la cesta y el cuchillo de detrás de la puerta de la cocina y salió a la verde quietud del huerto de la posada. Conocía bien lo que debía cortar y cuánto llevar, y qué era apropiado para el uso y qué no, aunque Korvan solía dar grandes muestras de disgusto ante sus selecciones y siempre la enviaba de nuevo en busca de una ramita más de esto, o la reprendía por traer demasiado de aquello. Pero utilizaba todo cuanto Shandril le llevaba y jamás se molestaba en ir a buscar más si ella estaba ocupada en alguna otra tarea.
Korvan estaba todavía ausente cuando ella volvió a la cocina. Shandril esparció limpiamente las hierbas en forma de abanicos sobre la tabla y cambió cesta y cuchillo por el yugo de madera y sus viejos y maltrechos cubos. «Estoy acostumbrada a esto», pensó con amargura. Podría tener cuarenta inviernos y no conocer otra cosa que cargar agua. Al oír a Korvan descender por el pasillo hacia la cocina, gruñendo en voz alta contra la descarada rapacería del carnicero, la muchacha salió con sigilo por la puerta trasera. Con paso veloz, atravesó el césped hasta el arroyo sosteniendo las cuerdas de los pozales con experimentada destreza para evitar que chocaran entre sí.
Sintió entonces unos ojos sobre ella y levantó al instante la mirada. Gorstag acababa de doblar la esquina de la posada. En su cabizbajo trotar, ella casi había ido a toparse con su amplio pecho. Él sonrió de oreja a oreja ante las embarazadas disculpas de la muchacha y se puso a danzar en torno a ella, haciendo reverencias con sus manos igual que lo hiciera cuando bailaba con las distinguidas damas del valle. Ella le devolvió la sonrisa un instante después y, seguidamente, lo acompañó en su danza. Gorstag se reía a carcajadas, a las que también se unió Shandril. De pronto, la puerta de la cocina se abrió de un golpe y Korvan miró hacia fuera malhumorado. Abrió su boca para regañar a Shandril y volvió a cerrarla con un sonoro chasquido mientras el posadero se inclinaba para sonreírle delante de su cara.
Gorstag se volvió hacia ella y dijo, en beneficio de Korvan:
—¿Los platos están lavados?
—Sí, señor —respondió ella con una ligera reverencia.
—¿Las hierbas están cortadas y listas?
—Sí, señor. —Shandril volvió a inclinar rápidamente la cabeza para ocultar su creciente sonrisa.
—Y derecha afuera a buscar agua. Me gusta eso…, ya lo creo que me gusta. Tú serás una buena posadera también algún día. ¡Entonces podrás tener a un cocinero que haga todas esas cosas por ti!
Ambos oyeron el resoplido de Korvan antes de que la puerta de la cocina se cerrara de un golpe. Shandril se esforzaba por tragarse sus risitas.
—Buena chica —dijo cálidamente Gorstag dándole un afectuoso apretón en el hombro.
Shandril, en respuesta, le lanzó una sonrisa a través del pelo que había vuelto a caerle por delante de la cara. Bueno, ¡al menos alguien la apreciaba! Y se retiró, descendiendo por el trillado y sinuoso sendero de tierra batida y raíces de árbol descubiertas hasta el arroyo de Glaem, en busca de su pesada carga de agua para la cocina. Esta noche habría mucho que hacer. Si Lureene no se acostaba con ninguno de los viajeros, tendría mucho que contar mientras Shandril susurraba preguntas en la oscuridad del desván: quién venía de dónde, adónde se dirigían y qué asuntos los llevaban. También habría noticias y cotilleos: todo el color y la diversión del mundo exterior, el mundo que Shandril jamás había visto.
Agradecida, zambulló sus pies desnudos en el agua fría evitando las invisibles piedras con gran maña mientras llenaba los cubos de madera. Después, con un gruñido de esfuerzo, los levantó y los colocó en la orilla, y se quedó durante un momento, con las manos en las caderas, mirando arriba y abajo el verde paso del arroyo a través de los bosques del Valle Profundo. No podía quedarse mucho tiempo, ni nadar o bañarse, o mojarse más de cuanto lo había hecho, pero podía mirar… y soñar. Más allá de sus pies, el arroyo de Glaem —Arroyo Profundo lo llamaban algunos— se precipitaba alborozado sobre las rocas hasta juntarse con el gran río Ashaba, que drenaba los valles del norte y después giraba hacia el este para deslizarse a través de onduladas tierras, llenas de gente espléndida y cosas maravillosas, ¡tierras que ella vería, algún día!
—Pronto —dijo ella con firmeza mientras trepaba desde el arroyo y levantaba el viejo yugo de madera. Un tirón, un momentáneo tambaleo bajo el gran peso y emprendió la larga subida hacia la posada a través de los árboles. «Pronto».
Unos aventureros se quedaban en La Luna Creciente esta noche; un orgulloso y espléndido grupo de hombres bajo el nombre de la Compañía de la Lanza Luminosa. Enjutos y peligrosos en sus armaduras, y siempre listos para las armas, reían a menudo y con gran estruendo, llevaban anillos de oro en sus manos y orejas y bebían mucho vino. Gorstag había estado ocupado con ellos toda la tarde, porque, como dijo a Shandril con un guiño mientras bajaba a grandes pasos las escaleras de la bodega, «Compensa tener contentos a los aventureros, y puede ser francamente peligroso si no se hace».
Ellos estarían ya por entonces en la cantina, con Lureene coqueteando y moviéndose en forma provocativa mientras les llevaba vino, sidra fuerte y tabaco aromático. Shandril decidió que los observaría desde el pasillo mientras Korvan se hallaba ocupado con la pastelería.
La muchacha dio un puntapié al cacharro oxidado que había junto a la puerta trasera para que el cocinero lo oyera y la dejara entrar en la cocina. La cadena traqueteó cuando Korvan retiró el pasador y rugió:
—¡Entra!
Los esperados pellizcos y manotazos vinieron mientras ella cruzaba vacilante el suelo desigual cargada con el agua.
—No tires ni una gota, ¿eh?, ¡cuidado! ¡Hay platos esperándote, haragana! ¡Mueve ese bonito trasero que tienes! —tronó Korvan terminando con su horrible carcajada de ladrido. Shandril apretó los dientes con rabia bajo el yugo. ¡Algún día se libraría de esto!
El aire se enfrió con la llegada de la noche, como a menudo sucedía en el valle después de un día caluroso, y la niebla se congregó en los árboles. La cantina de La Luna Creciente se llenó rápidamente. La gente de la ciudad de Luna Alta había hecho negocios con la Compañía de la Lanza Luminosa y los veteranos habían venido a tomarse su medida de cerveza y, tal vez, a intercambiar algunas historias. Shandril se las arregló para echar una rápida ojeada a la cantina y allí vio a la compañía reunida en medio de un tumulto de bromas y risas, en torno a las mesas centrales. Un grupo disperso de veteranos locales se sentaba cerca de la barra y, en las pequeñas mesas dispuestas a lo largo de la pared, había otros visitantes. Shandril distinguió a dos damas aventureras muy cerca de la barra. Distinguió, y observó.
Eran hermosas. Altas, delgadas… y libres de hacer lo que se les antojara. Shandril las miraba maravillada desde las sombras. Ambas mujeres llevaban armaduras de cuero y metal sin colores ni blasón. Unas largas y lisas vainas, en sus caderas, sostenían espadas y dagas que parecían haber recibido intenso uso. Sus capas también eran lisas, pero de las mejores tela y hechura. Shandril se quedó sorprendida ante la suave belleza de las dos y la discreta elegancia de sus movimientos; no tenían nada que ver con los bueyes de caras enrojecidas. Pero, lo que más le impactó fue su calma y seguridad en sí mismas. Eran justo lo que ella ansiaba ser. Shandril las miraba embelesada desde la oscuridad del pasillo… hasta que Korvan salió de la cocina lanzando un gruñido. Cogiéndola por la túnica, tiró de ella con brusquedad y la arrastró pasillo abajo hasta la cocina.
—¿Me quedo yo a papar moscas? Si lo hiciera, ¿qué diablos comerían los huéspedes? —fue todo cuanto Korvan dijo en un furioso susurro y con su cara sin afeitar a unos centímetros de la suya, y Shandril temió por su vida. Si había una cosa que a Korvan le preocupara, era su cocina. En un momento de ofuscación, mientras él le entregaba violentamente una fuente de patatas, ella consideró la posibilidad de atacar a su atormentador con un cuchillo de cocina, pero ésa no era la clase de «aventura» que deseaba.
Sin embargo, mientras lavaba y limpiaba tres liebres bajo la acuciante mirada de Korvan, Shandril se dio cuenta de que ya había tenido más que suficiente de este tratamiento. Iba a hacer algo para salir de allí. Esta noche.
—Un buen sitio, he oído —dijo el mago Marimmar bajo la última luz azulada del anochecer, mientras sus caballos los llevaban a través de los árboles hacia las antorchas del Valle Profundo—. Procura no decir nada de nuestro destino, muchacho. Si te preguntan, tú no sabes nada. Ni siquiera te interesa Myth Drannor.
Narm Tamaraith asintió en cansado silencio con la cabeza, y su señor se volvió hacia él en la oscuridad con aire severo:
—¿Me oyes, muchacho? ¡Contesta!
—Sí, maestro. Me he limitado a cabecear, sin pensar en que no me veías. Te ruego me perdones. No diré nada de Myth Drannor.
Marimmar el Magnífico (Narm había oído a algunos llamarlo de otras maneras de vez en cuando, pero nunca en su cara) dio un bufido.
—¡Sin pensar! Ése es el problema, muchacho, en demasiadas ocasiones. Pues bien, ¡piensa! Con profundidad pero con viveza, muchacho, con profundidad pero con viveza… No dejes que lo que ocurre en el mundo a tu alrededor se te escape, ¡no sea que te claven una espada en las costillas mientras tus pensamientos están yo qué se dónde considerando los Siete Emblemas de Xult! ¿Entiendes?
—Sí, maestro —respondió Narm suspirando para sus adentros. Iba a ser una de aquellas noches. Aun cuando esta posada fuera agradable, él apenas tendría ocasión de disfrutarla con Marimmar haciendo constantes comentarios sobre las muchas inconveniencias de Narm. éste comprendía ahora por qué el Muy Magnifícente Mago había consentido tan pronto en tomarlo como aprendiz. Marimmar necesitaba a alguien a su lado a quien criticar y, sin duda alguna, pocos eran los que se quedaban a escucharlo durante mucho tiempo. Las artes de su maestro eran buenas, sin embargo; Narm sabía lo bastante de magia como para estar seguro de eso. Pero Marimmar sin duda sabía cómo arruinar el deleite y entusiasmo de cualquier aventura… o incluso de tareas cotidianas, si a eso vamos. Narm entró en el patio de La Luna Creciente profiriendo silenciosas maldiciones contra su señor. Tal vez hubiera muchachas bonitas allí dentro…
Después de terminar con las tres liebres, cuatro faisanes y demasiadas zanahorias y patatas para cortar, Shandril escapó a echar otra ojeada a los huéspedes de la posada. La aventurera compañía tal vez hablara de sus hechos, o incluso mostrara algún tesoro. Además, quizá se enterase de quiénes eran las dos damas. Volando descalza por el pasillo, se dispuso a espiar con cautela cuanto ocurría en medio de aquel ruido y animación.
Al otro lado de la sala se sentaba un hombre de porte arrogante con finas vestiduras grises y una delgada pipa entre sus gruesos dedos mientras hablaba a su compañero, un hombre mucho más joven. Éste era bien parecido, aun con aquel ordinario hábito gris que era demasiado grande para él. Era delgado y tenía el pelo oscuro y un rostro muy serio. Sus ojos estaban absortos en la copa de vino que sostenía delante de sí. Shandril estaba a punto de marcharse cuando, de repente, su mirada se encontró con la de él.
¡Oh, sus ojos! Llenando aquella cara severa, éstos parecían danzar. Miraban a los suyos alegremente y no se burlaban de su largo pelo rubio desaliñado ni de su grasiento atavío, sino que le guiñaron como a un igual; a uno, en todo caso, afortunado de estar en las sombras y no allí sometido a una continua ráfaga de preguntas.
Shandril se sonrojó y sacudió la cabeza hacia un lado; y, sin embargo, no se podía ir. Atrapada en su mirada, y en ese sentimiento de ser considerada como una persona y no como un sirviente, Shandril se quedó también mirando muda y con las manos apretadas en los pliegues de su delantal. Repentinamente, y del mismo modo en que un pez es arrancado del agua sin ninguna consideración por su deseo de permanecer en ella, la mirada del joven fue arrebatada de la suya por el impaciente papirotazo de los dedos del anciano.
Shandril se quedó sola en las sombras, como siempre, temblando de emoción y de esperanza. Esta gente que viajaba por el mundo, fuera de su posada, no era más grande que ella. Oh, sí, eran bastante ricos y tenían compañeros y asuntos importantes, y experiencia…, pero ella podía ser uno de ellos. Algún día. Si lograba armarse de valor. Shandril ya no pudo seguir mirando. Con amargura, se volvió hacia la cocina, lamentándose por dentro del miedo que siempre la sujetaba a aquel lugar a pesar de las interminables cacerolas y el agua hirviendo, a pesar de Korvan.
—¡Entra! —tronó Korvan con la cara al rojo en cuanto la vio venir hacia la cocina—. Hay que cortar cebollas y no puedo hacerlo yo todo, ¿sabes?
Shandril asintió con aire ausente con la cabeza mientras caminaba hacia la tabla de cortar en la parte trasera de la cocina. Los pescozones y pellizcos de Korvan, a su paso, y el rugir de sus quebradas carcajadas con que inevitablemente los coronaba, eran de esperar ahora; pero ella apenas se enteró. El cuchillo se elevó y aterrizó titilante en sus manos. Korvan la miró sorprendido. Shandril jamás había tarareado de contento mientras cortaba cebollas.
El ambiente estaba caldeado y sofocante en aquella sala de bajas vigas. Narm parpadeaba de cansancio. Marimmar no mostraba señales de cansancio ni de somnolencia en la acogedora calidez de este lugar. «Supongo que todas las posadas son más o menos iguales —pensó Narm—, pero, viendo ésta —y volvió a pasear sus ojos por la ruidosa camaradería del salón—, ¡se las conoce a todas!».
Pero, antes de que Marimmar le recordase que se preocupara de sus estudios y no de las bufonadas de las tabernas, Narm reparó en que la muchacha que lo había mirado desde el oscuro pasillo al otro lado de la cantina se había ido. Aquella oscuridad ahora no parecía lo mismo sin ella. Ella pertenecía a aquel lugar, de todas maneras. Y, sin embargo…
—¿Quieres poner atención? —lo despertó Marimmar con otro papirotazo y realmente enfadado esta vez—. ¿Qué tiene arrebatados tus sentidos, muchacho? ¿Una sola bebida y ya así? Desde luego, ¡no vivirás mucho si te dedicas a viajar de esta manera cuando estés por ahí al raso, desguarnecido! No pocas criaturas verán en ti un bocado fácil. Y ellas no van a esperar a que las veas para dar cuenta de ti.
Obedientemente, Narm volvió la mirada hacia su maestro y su atención hacia las cuestiones del arte de la magia: cómo conjurar en la oscuridad, cómo conjurar cuando faltan los componentes apropiados, cómo conjurar (añadió Marimmar con ánimo corrosivo) cuando se está borracho. De nuevo, la cabeza de Narm se zambulló en la imagen, su imagen dorada, de la muchacha mirándolo a los ojos desde las sombras. Casi fue a volver otra vez su mirada hacia allí para ver si estaba, pero desistió ante la vigilancia de su maestro.
Sucedió entonces que uno de los aventureros derramó una fuente de comida cuando Shandril estaba allí. La Compañía de la Lanza Luminosa estaba compuesta de seis hombres, dirigidos por un importante y joven gigante de barba cuadrada, llamado Burlane, quien muy pronto estaría tan borracho como para no poder mantenerse en su sitio. El oro relucía y centelleaba a la luz del fuego en sus orejas y su cuello, en sus dedos y su cinturón. Eructaba y reía con sonoras carcajadas, y volvía a estirar su brazo vacilante para coger el pichel.
A su izquierda se sentaba un enano de verdad, con el raído y holgado cuero de sus calzones a menos de treinta centímetros de distancia de la cabeza agachada de Shandril, quien restregaba y frotaba debajo de la mesa. Los calzones olían a humo de leña. Llamaban al enano Delg, «el Audaz», tal como uno de sus compañeros añadió burlonamente para gran alboroto de todos. Delg llevaba una daga ceñida a su pierna justo por encima de su bota; su empuñadura brillaba de modo incitante a pocos centímetros del rostro de Shandril. Algo se encendió dentro de ella. Con cierto temblor, aunque con infinito cuidado, estiró su mano…
Uno de los veteranos del valle, Ghondarrath, un viejo guerrero de mirada dura y con una barba cana bordeando su fuerte mandíbula, estaba hablando de los tesoros de las ruinas de Myth Drannor, la Ciudad de la Belleza. Shandril había oído hablar de ello antes, pero no dejaba de ser fascinante. Escuchó con atención mientras, casi sin atreverse a respirar, agarró el arma y tiró de ella con exquisita suavidad. La daga, fría y dura, se hallaba libre en su mano.
—… Así que, durante muchos años, los elfos mantuvieron alejados a todos los demás y los bosques crecieron sobre las ruinas de Myth Drannor. La Buena Gente[1] la abandonó; ni un arpa, ni un libro de conjuros ni una sola gema se llevaron de allí. Y allí yace ahora todo, en la quietud del bosque, a una semana escasa a caballo de aquí en dirección norte. Esperando a los bravos —y a los locos— que quieran intentarlo, pues está guardada por demonios… o algo peor.
El anciano, con todo su auditorio pendiente de cada palabra que decía, hizo una pausa y se llevó su pichel a la boca. Su mano libre se deslizó sobre su pecho como una serpiente que se lanzara al ataque.
Uno de los aventureros, un hombre rubio delgado con pelo corto y cara de rata, pasaba en ese momento por detrás de él, y el viejo Ghondarrath gruñó y dejó de nuevo su pichel sobre la mesa. Entonces levantó su otra mano y todos pudieron ver el puño del aventurero atrapado dentro de ella. En esa mano capturada estaba el monedero de Ghondarrath.
—Bien —dijo sin más Ghondarrath—, mira lo que me he encontrado.
La sala entera se quedó en silencio; sólo se oía el crepitar del fuego. Nadie se movió. Shandril agarró la daga presa de la emoción. Sabía que debía esfumarse de allí cuanto antes, si no quería que el enano empezase a buscar su arma y… y, sin embargo, no podía perderse esto.
De pronto, hubo una súbita agitación; con un movimiento de látigo, el ladrón sacó con su mano libre una fina daga de una funda que llevaba detrás del cuello y asestó una cuchillada hacia abajo. Ghondarrath lo empujó con habilidad hacia un lado y el aventurero fue a estrellarse irremediablemente contra la mesa. La mano libre de Ghondarrath cayó por detrás sobre el cuello del ladrón con sólido golpe, como un árbol talado.
—¿Está muerto? —preguntó otro de los lugareños con un ronco susurro. Se hizo el silencio de nuevo durante unos segundos y, después, con un gran clamor, la Compañía de la Lanza Luminosa se puso en pie.
—¡Cogedlo!
—¡Acabad con el viejo!
—¡Ha matado a Lynxal!
El enano casi le aplasta la nariz a Shandril cuando, de un respingo, echó atrás su silla de una patada y se puso en pie, pero la muchacha se retiró justo a tiempo. Las sillas se volcaron mientras los hombres gritaban. Por fin, pensó la muchacha arrepentida mientras se escabullía deslizándose sobre sus manos y rodillas debajo de la mesa, la aventura había llegado hasta ella.
—¡Te van a matar, Ghondar! —dijo uno de los ancianos guerreros con la cara pálida. A su lado, se erguía desafiante Ghondarrath, con sus manos sosteniendo en alto su silla delante de él. No tenía otra arma.
—Nunca fui de los que se echan atrás —dijo con aspereza—. No conozco otra manera. Mejor morir bajo la espada, si así lo quiere Tempus, que envejecer avergonzado y cobarde.
—¡Así sea, barba cana! —dijo uno de los guerreros de la compañía con tono sañudo y avanzando hacia él con la espada en ristre.
—¡Detente! —bramó el anciano con fuerza súbita, sobrecogiendo a todos los presentes—. Si ha de haber lucha, entonces salgamos afuera. Gorstag es un buen amigo de todos nosotros. ¡No me gustaría ver su casa devastada!
—Deberías haber pensado en eso un poco antes —dijo con tono burlón otro miembro de la compañía entre la risa general de sus compañeros. Avanzaron en tropel. Shandril se alejó de su escondrijo justo cuando Gorstag y Korvan pasaban estrepitosamente ante ella; el sudoroso cocinero llevaba una cuchilla de carnicero en la mano. Ella se volvió a tiempo para ver dos espadas brillar a la luz de la hoguera cuando, como si fueran gatos, las dos damas que había admirado antes se situaron de un salto delante del anciano. Una de aquellas espadas brillaba y resplandecía con un fuego blanco azulado. Un murmullo general de asombro sacudió la habitación ante este prodigio.
—Pido disculpas a esta casa y a su señor por blandir el acero dentro de ella —dijo su dueña, una mujer de pelo plateado, con una voz clara y cantarina—. Pero no presenciaré una carnicería perpetrada por unos jóvenes desalmados y de mal talante. Deponed vuestras espadas, compañía —dijo utilizando esta palabra con un tono ridiculizante y no como un nombre apropiado—, o morid, pues podéis estar seguros de que os mataremos a todos.
—Ahora bien —añadió amablemente su compañera sobre la punta de su presta espada—, todo esto se puede olvidar y quedar todos en paz. El ladrón ha sido atrapado y ha sacado un arma. Suya es la culpa y de nadie más, y ya ha pagado. Eso pone fin al asunto.
Con una maldición, uno de los aventureros llevó la mano a su cinturón con la intención de sacar y arrojar una daga. El hombre gruñó y luego gritó de rabia y frustración; su mano se vio de pronto sujeta como por un hierro inamovible. Gorstag dijo con voz serena:
—Suelta tu arma. Todos los demás, haced lo mismo con las vuestras. No pienso tolerar esto en mi casa.
Al oír su voz, todo el mundo se relajó; la daga cayó al suelo tintineando y todas las espadas volvieron a sus fundas.
—¿Me garantizáis vuestra paz en tanto permanezcáis en La Luna Creciente? —preguntó el posadero. Los miembros de la compañía asintieron con la cabeza acompañando el gesto con un reticente «Sí» a coro, y volvieron a sus asientos.
En el otro extremo de la sala, la mujer bardo de pelo plateado enfundó su resplandeciente espada y se volvió hacia Ghondarrath.
—Perdonadme, señor —dijo con sencillez—. Eran demasiados. No quise avergonzaros.
La silla tembló en las manos del anciano.
—No estoy avergonzado —dijo él con rudeza—. Estaba rodeado de amigos, pero, cuando se trató de dar cara a la muerte, estaba solo… de no ser por vos. Os estoy agradecido. Yo soy Ghondarrath, y mi mesa es vuestra. ¿Aceptaréis mi invitación? —dijo señalando hacia las sillas.
Las dos damas estrecharon sus manos con él.
—Sí, gracias. Yo soy Storm Mano de Plata, un bardo, del Valle de las Sombras.
Su compañera sonrió y dijo a su vez:
—Yo soy Sharantyr, guardabosques, también del Valle de las Sombras. Me alegro de conoceros.
Gorstag pasó por delante de ellos sin decir una palabra, llegó a la barra y se volvió.
—Una noche caliente —dijo a todos los presentes—; la casa invita a todos con vino helado traído de la lejana Athkatla.
Hubo un clamor general de aprobación.
—¡Bebed —añadió, mientras Lureene comenzaba a repartir jarras por las mesas—, y olvidemos este incidente! —Entonces levantó el cuerpo inerte del ladrón, con su cabeza colgando flojamente, y se lo llevó fuera de allí.
Al otro lado de la cantina, Marimmar retiró la mano con que sujetaba el brazo de Narm.
—Bien hecho, muchacho —dijo—. Continúa conservando la calma y la vida será mucho más fácil para ti.
—Sí —asintió Narm secamente. Su maestro le había impartido en efecto mucha práctica de autocontrol. De nuevo, todo se hizo voces y risas en torno a ellos, y el tintineo de las jarras llenó la estancia. Los ánimos se habían restablecido y aún era demasiado pronto para hablar de la reyerta. La compañía parecía de bastante buen humor, como si el ladrón no les hubiese gustado mucho después de todo. Narm buscó con la mirada a la muchacha con quien habían chocado sus ojos hacía un rato, pero no se veía por ningún lado. Había algo en ella… Ah, en fin…
Narm volvió su atención hacia el vino helado que la camarera acababa de traer, antes de que Marimmar le prohibiese beber más. Ahora, si el anciano reanudase su historia de los tesoros de la perdida Drannor y la ruina de la ciudad por los demonios…
Pero Ghondarrath, al parecer, ya no estaba para más historias aquella noche. Estaba sentado, hablando tranquilamente con aquellas dos esbeltas y ágiles mujeres cuyas prontas espadas le habían salvado la vida. Sus ojos brillaban y tenía la cara roja; parecía estar más vivo de cuanto lo había estado durante muchos largos inviernos. Varios de los presentes lo llamaron para que continuase su relato, pero él no hizo ningún caso. Por fin, las peticiones se hicieron más generales y recorrieron toda la sala hasta los viajeros de tierras lejanas.
Ante el silencioso apuro de Narm, Marimmar se aclaró la garganta con aire importante, se cuadró bien los hombros y se volvió en su silla con solemnidad.
«¡Oh, dioses! —pensó Narm con desesperación—, apiadaos de nosotros». Sus ojos buscaron el techo.
Antes de que el Muy Magnifícente Mago pudiera coger aire, sin embargo, uno de la compañía de aventureros se volvió hacia otro diciendo:
—¡Rymel! ¡Una historia! ¡Cuéntanos una historia!
—¡Sí! ¡Una historia! —corearon los otros compañeros.
—Pues, no sé… —vaciló Rymel, pero se vio ahogado por un clamor de protestas—. ¿Qué queréis que os cuente? —preguntó Rymel—. ¿De qué puedo hablar?
—¡Vamos, hombre, tú sabrás! Cualquier cosa. Tú, Delg —añadió el hombre dirigiéndose hacia el enano—, elige. Tú sabes más de los días de antaño y…
—Cosas raras, sí —dijo con acritud el enano de la compañía—. Y raro yo, también, ¿no? —y apagó las protestas con sus risotadas. Luego sopesó su bebida y dijo—: Bien, Rymel, si quieres, cuenta la historia de la última carrera de Verovan. Hace mucho que no la cuentas y me gustaría oírla otra vez.
Narm observó cómo Marimmar, quien había desistido de su intención entre bufidos y carraspeos, olvidaba su vanidad al oír la solicitud del enano y se inclinaba interesado hacia adelante. Las dos damas que habían defendido a Ghondarrath callaron también y se volvieron a escuchar. El bardo Rymel echó una mirada alrededor y, viendo todos aquellos rostros atentos, dijo con lentitud:
—Bien, sea pues. Es una historia pequeña, no creáis; no se trata de una gran saga de amor, batallas y tesoros.
—Cuéntala —invitó con sencillez la dama de nombre Sharantyr desde el otro extremo de la habitación.
Rymel asintió, y comenzó a hablar quedamente. Sólo el crepitar del fuego rompía el silencio total que se hizo en la cantina mientras todos los presentes se inclinaban para oír mejor.
El bardo era bueno, y sus tranquilas palabras evocaron la trágica historia del último rey de Westgate ante el sobrecogimiento de todos. Todos estaban pendientes de sus palabras en aquella acogedora estancia donde colgaba la vieja hacha.
El ánimo de la noche había cambiado; el peligro había pasado y estaba olvidado. Gorstag aparecía de nuevo afable y tranquilo. Y Marimmar nunca contó su historia…
La Compañía de la Lanza Luminosa bebió mucho y se retiró tarde a su alcoba. Rymel, que había dejado su laúd arriba con los bultos de viaje, había embarcado a toda la parroquia en una veintena de baladas sólo con su estupenda voz. Delg, el enano, había perdido su daga favorita en alguna parte y estaba irritado y receloso. Ferostil, el fornido luchador, estaba muy borracho y, como de costumbre, lanzaba groseros chistes verdes a voz en grito, y el brujo Thail, sobrio y ceñudo, lo guió escaleras arriba con abundantes suspiros y miradas de reproche.
—Échame una mano, Burlane —solicitó después de que Ferostil casi se cayera encima de él—. Este patán es casi tan grande como tú.
—Voy —dijo su líder con tono bonachón—. Ya hemos perdido bastante esta noche —y se inclinó para pasarse el brazo de Ferostil por encima de sus hombros—. Vamos allá, León de Tempus —dijo levantándolo con fuerza—. Y bien, ¿dónde está esa habitación?
—Es ésta —dijo el brujo empujando la puerta con el pie.
Dentro, todo parecía tal como lo habían dejado: bultos desparramados por toda la alcoba y capas tiradas sobre las perchas. Sólo había una antorcha encendida.
—¡Mi lanza! —clamó de repente Burlane—. ¿Dónde está la Lanza Luminosa?
Buscaron alrededor, alertas al instante, pero no había lugar en la habitación que pudiera ocultar su parpadeante resplandor. Su mayor tesoro había desaparecido.
—¡Por todos los dioses! —vociferó Burlane—. ¡Desharé en pedazos esta posada si hace falta! ¡Ese bastardo ladrón del posadero! ¡Delg, rápido, ve a exigir que te la devuelvan! ¡Thail, ve a echar una ojeada a los caballos! ¿Falta alguna cosa más?
—Sí —dijo el brujo con voz apagada. Sus manos temblaban sobre su mochila abierta—. Todos mis conjuros. —Su cara estaba pálida. Se sentó en la cama de pronto con la mirada perdida, aturdido.
—¡Thail! —rugió Burlane sacudiéndolo—. Vamos, tenemos que…
—Mi hacha también —sonó la agria voz del enano interrumpiendo la rabia de Burlane—, y tampoco veo rastro alguno de nuestra cédula real ni del escudo de Ferostil. ¿Rymel?
El bardo estaba allí de pie, mirando tristemente su equipaje. Sus hombros encogidos y sus manos vacías les decían que su laúd también había desaparecido. Los hombres de la compañía se miraron sin decir palabra. Todo lo más apreciado y más valioso había desaparecido.
Unos golpes en la puerta vinieron a romper aquel perplejo silencio.
Delg estaba más cerca de ella. Con recelo, abrió la puerta de par en par de un empujón esperando problemas. Por encima de su peluda cabeza, vieron todos el pálido y solemne rostro de una muchacha de grandes ojos oscuros. En una mano, llevaba la cédula real extendida por el rey de Cormyr. En la otra, sostenía la lanza que irradiaba una luz parpadeante de color azul pálido. Entró con calma en la habitación pasando por delante del atónito enano, aclaró su garganta en medio del tenso silencio y dijo con cierta dulzura:
—Entiendo que necesitáis un ladrón.