—Por Mielikki, ésta no es manera de viajar para un explorador —rezongó Bran Skorlsun, sacudiendo la cabeza para librarse de la confusión causada por el conjuro de transporte. A continuación dio varias patadas en el suelo para asegurarse de que volvía a pisar tierra firme. Esta acción provocó que crujieran unas hojas caídas. Él y Danilo se habían teletransportado a un bosque envuelto en niebla. La noche empezaba a cerrarse a su alrededor, y el noble señaló hacia unas luces que parpadeaban entre las ramas desnudas de los árboles.
—La posada A Medio Camino está un poco más arriba. Vamos —apremió Danilo y echó a andar sobre las hojas del otoño con tanto sigilo como un elefante. Más experto en tales lides, Bran lo siguió en silencio. La urgencia daba alas a sus pies.
Pocos minutos después llegaron a un gran calvero en el que se levantaba un conjunto de edificios de madera agrupados en torno a una gran posada de piedra. El lugar bullía de comerciantes humanos y elfos que se ocupaban de sus animales, cerraban tratos o almacenaban sus mercancías durante la noche en alguno de los depósitos. De los amplios establos salía el sonido de satisfechos relinchos, y por las ventanas de la cocina de la taberna se oía el tintinear de la loza. Los aromas de la cena proporcionaban un agradable calor al aire otoñal.
—En esta posada fue donde conocí a Arilyn. Dejó su caballo aquí, y antes de que Khelben consultara al grifón Eyrie, yo ya sabía que volvería a buscarlo.
—¿A qué distancia estamos de Evereska? —inquirió Bran.
—Bastante cerca —le aseguró Danilo—. A una o dos horas a caballo hacia el este. Vamos a comprobar que el caballo de Arilyn sigue aquí.
Ambos hombres se deslizaron dentro de los establos. Danilo localizó al punto la yegua gris de la semielfa.
—Vayamos a la posada y busquemos a alguien que quiera vendernos dos caballos —propuso el noble.
—De acuerdo. —Bran se echó sobre el rostro la capucha de su capa y se encaminó detrás de Danilo hacia el grande y ancho edificio de piedra. Mientras el noble colgaba de un gancho su elegante capa bordada, el Arpista echó un vistazo a la atestada taberna. Entonces colocó una mano sobre el brazo de Danilo para detenerlo.
—¿Quién es ese elfo de detrás de la barra? —preguntó.
Danilo miró. En un esquina de la barra vio a un elfo de la luna menudo y solemne inclinado sobre lo que parecía ser un libro de cuentas.
—¿Ése? Es Myrin Lanza de Plata, el propietario de la posada. ¿Por qué preguntas?
—Lo conocí una vez, hace muchos años, en mi único viaje a Siempre Unidos —murmuró Bran—. Qué raro que un capitán de la guardia de palacio se convierta en posadero. Ve tú solo —dijo a Danilo—. No creo que me reconozca, pero será más prudente que no me deje ver. —Dicho esto el Arpista se escabulló de la posada y se fundió en las sombras de la noche.
Danilo se dirigió a la barra con paso despreocupado. El posadero alzó los ojos al notar su presencia y contempló al noble con unos ojos plateados que no revelaban nada.
—Lord Thann, bienvenido de nuevo.
—Gracias, Myrin. Me gustaría decir que me alegro de estar de vuelta pero he tenido un poco de mala suerte. Cerveza, por favor.
El elfo le sirvió una espumeante jarra, y Danilo se sentó en un taburete de la barra y dio unos sorbos a la bebida.
—Acabo de perder el caballo en un juego de azar —dijo—. Necesito comprar dos nuevas monturas. Y tiene que ser rápido.
—¿Su caballo o la transacción? —preguntó el posadero con un toque de humor.
—Bueno, ambas cosas supongo. Preferiría hacerlo ahora mismo, porque después de varias de éstas —dijo levantando la jarra ya vacía— no regateo nada bien.
El elfo estudió a Danilo en silencio.
—Varios de mis clientes podrán ayudarlo. Me encantará hacer las presentaciones.
Myrin Lanza de Plata llamó a una camarera, una joven elfa de la luna de pelo negro y cutis azulado que a Danilo le recordó a Arilyn. Tras recibir unas breves instrucciones la muchacha desapareció. Regresó a los pocos minutos con un mercader amnita.
Con sólo echar una mirada a la untuosa sonrisa del comerciante Danilo supo que ya podía irse despidiendo de la mayor parte del dinero que llevaba. Era evidente que el hombre era un experto tratante de caballos. Como la mayoría de los nativos de Amn era bajo, grueso y de tez oscura. Llevaba una ropa colorida muy poco adecuada para los fríos vientos otoñales del norte así como una impresionante cantidad de joyas de oro y una sonrisa igualmente ostentosa. La avaricia brillaba en sus ojos tan claramente como los dientes de oro que iluminaban su sonrisa.
Para no perder tiempo Danilo sólo fingió que regateaba y acabó por entregar al encantado mercader casi la suma inicial que pedía. Asimismo aceptó las garantías del hombre de que una caravana de comerciantes partiría hacia Evereska por la mañana. Con esos caballos, juró el tratante fervientemente, el joven lord podría dormir hasta media mañana para que se le pasaran los efectos de la cerveza, y aun así alcanzar la caravana.
Cuando el amnita salió de la sala común para ir a buscar los caballos, Danilo enarcó una ceja en dirección al posadero.
—No es que dude de la sinceridad de ese mercader, ¿pero es cierto que mañana parte una caravana de comerciantes?
—Tres caravanas tienen previsto partir por la mañana y probablemente varias más pasarán durante el día. Si lo que quiere es entrar en la ciudad, le será muy fácil sumarse a una de ellas —respondió astutamente el elfo, contestando a la pregunta implícita de Danilo.
El noble asintió y se dispuso a marcharse.
—Bien. Bueno, será mejor que vaya a ver en qué tipo de caballos he malgastado el dinero de mi padre.
El comerciante amnita había acercado los caballos a la puerta de la posada, y Danilo vio con agrado que eran realmente magníficos —negros y briosos—, y que valían casi la mitad de lo que le habían costado. Mientras conducía sus nuevas monturas a los establos Bran se reunió con él. Tras dejar a sus caballos en un compartimento vacío cerca del que ocupaba la yegua de Arilyn, ambos hombres se acomodaron en el heno para esperar a que la semielfa llegara.
El grifón encantado que montaba Arilyn voló durante toda una noche y una mañana hacia Evereska. Por la tarde la semielfa divisó bajo sus pies las estribaciones envueltas en niebla de las colinas del Manto Gris. El corazón se le aceleró al pensar que regresaba al escenario de su niñez. A medida que las colinas se iban convirtiendo en montañas, Arilyn esperaba con impaciencia ver aparecer ante sus ojos los verdes campos y los frondosos y suaves bosques del valle de Evereska. Las manos que sujetaban las riendas de su mágica montura se relajaron un poco, y Arilyn empujó suavemente al grifón para que iniciara el descenso. Gracias al hechizo de velocidad el grifón era capaz de cubrir largas distancias. Incluso sin el hechizo era una criatura extraordinaria, con el cuerpo fuerte y rubio rojizo de un león y la cabeza y las alas de un águila gigante.
Arilyn no intentó volar directamente a Evereska. La ciudad estaba tan bien defendida que tendría pocas posibilidades de sobrevivir. En las montañas que rodeaban la ciudad había numerosos puestos de vigilancia, y los vigías elfos, que tenían ojos de lince, la verían antes de que pudiera acercarse a menos de diez kilómetros de Evereska. Y si trataba de volar por encima de su campo de visión seguramente se toparía con una patrulla de águilas gigantes que vigilaban los cielos. Los arqueros elfos que montaban las águilas tenían fama de no fallar nunca.
Así pues, Arilyn alejó al grifón de la ciudad amurallada y del valle circundante y lo hizo descender suavemente en el bosque occidental. Pronto vio un calvero muy familiar en el que se levantaba un gran edificio de piedra rodeado por estructuras de madera.
Puesto que un grifón no podía aterrizar en medio de los ajetreados comerciantes sin causar revuelo, la semielfa guió a su alada montura hacia una cañada cercana. El animal retrajo las alas y, cual águila gigante, fue descendiendo hacia el suelo en una vertiginosa espiral. Las almohadillas de sus pezuñas de león tocaron tierra, y Arilyn desmontó muy aliviada. Con un último chillido el grifón alzó el vuelo de regreso a Aguas Profundas, y Arilyn se encaminó a los establos de A Medio Camino.
Ahí estaba su yegua, brillante y en perfecto estado. Arilyn le dio unas palmaditas cariñosas y deseó tener más tiempo para poder dar las gracias a Myrin Lanza de Plata, pero él ya entendería que no había podido. La semielfa dejó una pequeña bolsa llena de monedas en el lugar habitual del compartimento como pago por el cuidado del caballo.
La luz dorada del atardecer iluminaba el cielo cuando la semielfa hizo girar al caballo en dirección a Evereska. Tras el vuelo a lomos del grifón encantado, su veloz yegua parecía correr a paso de tortuga, y su avance se veía frenado por las interminables caravanas de comerciantes que monopolizaban la carretera flanqueada por árboles. Mientras se abría paso entre el enjambre de carros y jinetes, la semielfa no reparó en dos hombres montados en sementales amnitas que la seguían entre la multitud.
Un insistente zureo estalló al otro lado de la ventana del estudio de Erlan Duirsar. El rostro del Señor elfo revelaba la aprensión que sentía cuando se volvió a su ayudante y le ordenó bruscamente:
—Deja entrar a la mensajera.
El joven elfo abrió la ventana de guillotina. La paloma gris que daba saltitos en el alféizar ladeó la cabeza como si, cortésmente, pidiera permiso para entrar. En una pata llevaba un pequeño rollo atado con cinta plateada.
—Lord Duirsar te recibirá —dijo el ayudante al pájaro. La pequeña mensajera voló directamente hacia el Señor elfo de las colinas del Manto Gris y aterrizó ante él con actitud expectante.
Una oleada de inquietud recorrió a Erlan Duirsar. Hacía bastante tiempo que no recibía ningún mensaje del puesto de vigilancia más occidental. Myrin Lanza de Plata era un orgulloso guerrero elfo que prefería resolver solo la mayoría de los problemas. Tenía que tratarse de algo realmente grave para que el «posadero» avisara a Evereska. Erlan desplegó el rollo y, mientras lo leía, su expresión de inquietud se intensificó.
Un cortés gorjeo, el equivalente a aclararse la garganta, hizo que Erlan volviera a fijarse en la mensajera. La paloma esperaba su respuesta con su diminuta cabeza ladeada inquisitivamente.
—No. No hay respuesta —le dijo Erlan—. Puedes irte. —La paloma saludó al Señor con una inclinación de cabeza y gorjeó algo que sin duda era una respetuosa fórmula de despedida. Luego se desvaneció en una pequeña nube de lucecitas.
—¿Señor? —preguntó el ayudante.
—Convoca inmediatamente a los consejeros. Deja bien claro que vengan enseguida y en el más estricto secreto.
—Sí, lord Duirsar. —El ayudante percibió el tono de urgencia en la voz del Señor. Hizo una reverencia y se dirigió a toda prisa hacia la esfera plateada que transmitiría la silenciosa llamada. Cada consejero llevaba un pendiente mágicamente sintonizado que le permitía transportarse directamente a la residencia de lord Duirsar.
Erlan Duirsar miró por la ventana al patio de abajo, una amplia plaza rodeada por edificios de mágico cristal rosa. Eran típicos ejemplos de la arquitectura de los elfos de la luna: caprichosamente asimétricos y al mismo tiempo sólidamente prácticos. En ellos vivían la mayor parte de los elfos y las elfas que formaban el consejo. En Evereska tanto los deberes como los privilegios del gobierno eran compartidos por todos, y los elfos del pueblo llano solían reunirse en la plaza para participar en rituales, celebraciones o en controvertidas reuniones del gobierno de la ciudad.
No obstante, Erlan Duirsar era quien tenía la última palabra en asuntos como el que ahora afrontaba Evereska. El Señor pensaba en esto mientras se dirigía a la sala de reuniones para hablar al consejo. Un poderoso y orgulloso grupo de elfos lo observó con diferentes grados de curiosidad e impaciencia.
—Sé que todos tenéis importantes asuntos que resolver, pero debo pediros que esta noche os quedéis aquí. Es posible que Evereska necesite el especial talento de cada uno de los miembros del consejo.
—¿Qué ocurre? —preguntó el jefe del Colegio de Magos.
—Bran Skorlsun ha venido a las colinas del Manto Gris.
No era necesaria más explicación.
Las primeras estrellas empezaban a titilar en el cielo cuando Arilyn entró en el jardín central atravesando el laberinto de arbustos de boj con rosales enroscados alrededor. Ante ella vio la estatua de Hanali Celanil, con la misma belleza radiante que la semielfa recordaba.
Arilyn se sacó un pequeño rollo del bolsillo y lo alzó, diciendo:
—Me dijiste que me reuniera contigo junto a la estatua de mi madre. Acabemos de una vez con esto.
La voz de la semielfa resonó en el jardín vacío. Hubo unos instantes de pausa, y entonces Kymil Nimesin salió de detrás de la estatua.
—Arilyn. No te imaginas lo encantado que estoy de verte —le dijo en su tono patricio, expresando satisfacción.
—Ya veremos cuánto tardas en cambiar de opinión —replicó Arilyn, al tiempo que desenvainaba la espada de Danilo con gesto de desafío.
Antes de que el arma abandonara su funda, varios guerreros elfos salieron de sus escondites entre los setos de boj. Espada en mano formaron un semicírculo detrás de Kymil, esperando que éste diera la señal de ataque.
—Ya empiezas a necesitar ayuda, ¿eh? —comentó Arilyn.
Kymil miró consternado la espada que empuñaba la joven.
—¿Dónde está la hoja de luna? —preguntó.
—Supongo que si estás aquí es porque la puerta elfa está cerca. No creerías que iba a traerme la hoja de luna conmigo.
Kymil se quedó mirando fijamente a Arilyn, tratando de decidir si la creía o no. Una simple mestiza no podía hacer fracasar su noble plan, su magnífico proyecto. Era imposible. Su apuesto rostro broncíneo relució con cólera justificada.
—¿Dónde está la hoja de luna? —repitió.
—Lejos de tu alcance —respondió Arilyn, risueña.
El elfo dorado entornó los ojos, que relucían malévolos, y cambió de táctica.
—Qué sorpresa. Has sido tan maleable durante todos estos años. ¿Quién hubiera pensado que podías ser tan terca y estúpida como Z’beryl?
Tal como Kymil pretendía, el comentario pilló por sorpresa a Arilyn. Una gélida sensación de pesar atenazó el corazón de la aventurera.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—¿Qué crees tú que quiero decir? —se mofó el elfo dorado—. Después de averiguar los secretos de la hoja de luna me costó quince años, ¡quince años!, descubrir que Amnestria y la puerta elfa se ocultaban en Evereska. De no haberme topado con algunos antiguos alumnos de Z’beryl de Evereska aún seguiría buscando.
—Dudo que ninguno de los estudiantes de mi madre conociera su identidad. Y no puedo creer que ninguno de ellos la traicionara —objetó Arilyn.
—Quizá no lo hicieron intencionadamente. Tal era su admiración hacia tu fallecida madre que trataban de imitar su poco habitual técnica de lucha a dos manos. —Kymil extendió ambos brazos—. Imagínate mi decepción cuando, al fin, encontré a la elfa y a la espada, pero resultó que el ópalo había desaparecido y que no podía localizar la puerta elfa. Naturalmente tu madre se negó a revelarme dónde estaba la piedra, por lo que me aseguré de que la espada la heredase alguien que prometía ser más razonable.
Arilyn palideció.
—Tú la mataste —afirmó.
—Por supuesto que no —se defendió Kymil en el tono de desdén de alguien convencido de que tiene razón—. Tal como dijo la guardia, fue asesinada por un par de ladrones, aunque es posible que yo les vendiera algunas armas encantadas. Y también es posible que les informara de que Z’beryl llevaba una bolsa muy cargada.
Arilyn lanzó a Kymil Nimesin un insulto en idioma elfo como un arma arrojadiza. El elfo dorado frunció los labios desdeñosamente.
—Si tienes que ser vulgar utiliza el Común. No contamines la lengua elfa.
—Repugnante asesino —barbotó la semielfa—. Ahora tengo una razón más para matarte.
—No seas pesada. Yo no maté a Z’beryl —repitió Kymil con calma—. Yo me limité a pasar cierta información a los ladrones que lo hicieron. Desde luego no lamento el uso que hicieron de esa información. —El elfo hizo una pausa y señaló con un ademán a los guerreros elfos desplegados a su espalda—. Muy pronto te reunirás con ella en la otra vida.
Arilyn vio un rostro familiar entre los guerreros.
—Hola, Tintagel. ¿Sigues siendo la sombra de Kymil después de tantos años?
—Sigo a lord Nimesin —la corrigió Tintagel con gélido desprecio—, como mi padre hizo antes que yo.
—Ya veo que habéis convertido el asesinato en un negocio familiar.
—¿Puede usarse la palabra «asesinato» para referirnos a la erradicación de los elfos grises? Sería mucho mejor usar «exterminación» —replicó el elfo dorado con sorna.
—Muy cierto —intervino Kymil—. Una vez abierta la puerta, mi Elite la cruzará y matará a todos los miembros de la mal llamada familia real. Después de haber exterminado a los usurpadores grises restauraremos el orden y el equilibrio debidos.
—Ya veo —replicó Arilyn lentamente—. Y Kymil Nimesin ocupará el trono elfo, supongo.
—Lo dudo. —Kymil lanzó un patricio resoplido de desprecio—. Los altos elfos, los verdaderos tel’quessir, no necesitan el vulgar boato de la realeza. Yo restauraré el consejo de ancianos, como el que gobernaba Myth Drannor.
—¿Crees realmente que lo harás? —le provocó Arilyn—. A mí me parece que primero tendrás que conseguir la hoja de luna. Me gustará ver cómo logras arrebatársela a Khelben Arunsun.
—Mientes —dijo bruscamente el quessir—. No puedes abandonar la hoja de luna cuando te apetezca. Ahora que la espada vuelve a estar completa, estás unida a ella como un recién nacido a su madre. Si la hoja de luna estuviera realmente tan lejos, ya estarías muerta.
—¿Qué quieres que te diga? —replicó Arilyn encogiéndose de hombros con aire indiferente—. Es asombroso de lo que una es capaz de hacer si está convenientemente motivada. Yo me niego a morir mientras tú sigas con vida. —La semielfa endureció el gesto y añadió—: Quizá tengas razón sobre la hoja de luna, y es posible que ni tú y yo sigamos con vida mucho tiempo. Kymil Nimesin, te desafío en combate singular. Que los dioses decidan quién vive y quién muere.
—Tu fatuidad resulta casi divertida —respondió Kymil—. El alumno nunca puede vencer al maestro.
—Se han dado casos.
El elfo la miró un momento, tras lo cual comentó en tono condescendiente:
—Mi querida Arilyn, no puedes librar un duelo con esa desmayada arma.
En respuesta, la semielfa se llevó la espada de Danilo a la frente en gesto de desafío. Pero Kymil se limitó a echarse a reír y se volvió hacia la Elite:
—Matadla —ordenó.
Khelben Arunsun contemplaba el ocaso de pie junto a una de las ventanas de su torre. Por mucho que lo intentara no conseguía borrar de su mente las palabras de Danilo. En el asunto de la puerta elfa el archimago había hecho lo que había considerado mejor. El consejo de Arpistas había decidido que el secreto era lo único que podía proteger al reino elfo, y había guardado el secreto dividiéndolo en muchos trozos. En ese momento parecía el modo de obrar más prudente.
Pero ahora Khelben ya no estaba tan seguro. Los Arpistas trabajaban en secreto, reuniendo información y usando los talentos de sus miembros para frustrar sutilmente el mal o corregir desequilibrios. En lo referente a la puerta elfa, un elfo en quien todos confiaban había vuelto en su contra el manto de secreto que los Arpistas solían emplear casi siempre con éxito. Khelben sabía que ahí radicaba el dilema. Bran Skorlsun se había dedicado durante casi cuarenta años a encontrar a Arpistas falsos y a algún que otro renegado. ¿Qué desastres podrían ocurrir si esos Arpistas falsos tuvieran acceso a los secretos de la organización?
El mago reconocía que Danilo tenía razón en muchas cosas. Consciente y deliberadamente Khelben había puesto en peligro la vida de Arilyn. Desprovista de la hoja de luna la semielfa no podría sobrevivir a esa noche. Khelben sentía una profunda pena por su sobrino, ya que, obviamente, éste amaba a la semielfa.
De golpe el archimago se apartó de la ventana y caminó hasta la esquina de la habitación en la que aún yacía la espada. Que él supiera, Arilyn no había nombrado a ningún sucesor. ¿A quién iba a enviar la espada? Con aire ausente fue a coger la antigua vaina, pero sus manos se cerraron en el aire.
—¡Qué! —Khelben abandonó de golpe su introspección y entonó a toda prisa las palabras de un conjuro para disipar la magia. La hoja de luna se desvaneció, aunque su débil silueta aún flotó en el aire un instante, como para burlarse de él.
»Una ilusión —murmuró—. Danilo ha cogido la espada y ha creado una ilusión. El chico se está volviendo demasiado bueno para seguir con la farsa —se dijo, sonriendo orgulloso a su pesar.
Khelben se pasó una mano por la frente. Danilo tenía toda su comprensión, ¿pero cómo había podido ser tan estúpido para poner en peligro la puerta elfa? Danilo y Bran Skorlsun arriesgaban sus vidas para ayudar a Arilyn, y Khelben no sabía si enfadarse o sentirse avergonzado. Quizá lo lograran. Quizá Danilo podría trasladar la puerta sin problema. Quizás Arilyn podría vencer a Kymil Nimesin. «Y quizá yo debería dejar que lo intentaran», pensó.
El peso de la responsabilidad se hizo muy pesado, y Khelben Arunsun de pronto se sintió muy viejo. El mago subió la escalera hacia su cuarto de los hechizos para alertar a Erlan Duirsar. Al Señor elfo de Evereska no le haría ninguna gracia saber que la hoja de luna volvía a estar completa e iba camino de la puerta elfa.
Los sonidos de la lucha resonaron por los jardines del templo y fueron descendiendo por el laberinto de senderos que serpenteaban hacia la cima de la colina más alta de Evereska. Dos hombres echaron a correr, y el más alto cogió ventaja. Con paso veloz y seguro el maduro Arpista subió corriendo la colina. Allí, en el mismísimo corazón del jardín, vio una escena que le heló los huesos.
Delante de la estatua de una hermosa diosa elfa su hija luchaba por su vida contra cuatro elfos dorados. La luz de la luna arrancaba reflejos a las espadas.
Entonces Danilo llegó al jardín, y ambos hombres se quedaron sobrecogidos. Eran incapaces de moverse. Nunca habían visto lucha igual. Cada uno de los ágiles elfos dorados sería considerado un campeón. Pese a que Arilyn había eliminado ya a dos, los cuatro restantes ejecutaban una danza mortal alrededor de la semielfa. Algo apartado se veía a otro elfo dorado, un quessir alto y delgado que esperaba el fin de la lucha con una expresión de confianza.
En aquel instante uno de los dorados hizo caer la espada prestada de la mano de la semielfa. A la brillante luz de la luna, Danilo vio perfectamente la sonrisa despectiva en el rostro de Tintagel Ni’Tessine. El noble se dejó invadir por el pánico y tuvo un momento de indecisión. En un principio había planeado no sacar la hoja de luna hasta haber hallado la puerta elfa y haberla movido.
Tintagel Ni’Tessine alzó su espada trazando un arco de un lado al otro del pecho, preparándose para descargar un golpe de revés contra la garganta de Arilyn. Rápidamente Danilo tomó una decisión.
—¡Arilyn! —gritó al tiempo que metía su mano herida dentro de la bolsa mágica. Una segunda explosión de dolor le recorrió el brazo cuando sus dedos se cerraron en torno a la espada mágica. Los elfos, sobresaltados, miraron en su dirección, y Danilo lanzó la hoja de luna envainada hacia Arilyn.
Un rayo de luz azul hendió el aire del jardín como una explosión. El suelo tembló por los efectos de un trueno mágico, y los elfos dorados cayeron al suelo.
Arilyn, situada a los pies de la estatua, esgrimía ahora la reluciente espada, ofreciendo una imagen de magia y venganza. El humo provocado por la explosión fluía hacia ella. Ante la atónita mirada de Danilo, las volutas de humo se arremolinaron y se retorcieron, formando un débil círculo a espaldas de la semielfa que irradiaba una fastasmagórica luz azulada.
—¡La puerta elfa! —gritó Kymil Nimesin señalando hacia el círculo—. ¡Tenéis que quitarla de en medio y entrar en la puerta!
Los luchadores elfos se levantaron e intercambiaron inquietas miradas. Danilo echó un vistazo a la desconcertada expresión de Bran Skorlsun e inmediatamente comprendió qué les pasaba a los elfos. No podían ver la puerta.
Algunas puertas dimensionales sólo eran visibles para poderosos magos. De todas las personas presentes en el jardín únicamente Danilo podía ver lo que señalaba Kymil Nimesin.
El joven aristócrata se apresuró a sacar de su bolsa el rollo en el que estaba escrito el conjuro y se preparó para mover la puerta. De pronto se dio cuenta de que Khelben no le había dicho adónde trasladarla. Una fugaz sonrisa asomó a sus labios cuando la solución se le ocurrió por sí misma. Entonces, conjurando en su mente el nuevo emplazamiento de la puerta elfa, el joven mago empezó a entonar la larga salmodia del hechizo con sus correspondientes gestos.
—¡Por el honor de Myth Drannor! —gritó Kymil impulsando a la Elite a la lucha. Tres elfos dorados rodearon a Arilyn. Blandiendo la vara Bran corrió a ayudar a su hija, pero Filauria Ni’Tessine le salió al paso. El alto Arpista y la elfa cantora del Círculo eran extraños rivales, pero Filauria mantenía a Bran a raya con sorprendente habilidad.
—Tu espada no puede derramar sangre inocente —recordó Tintagel a Arilyn con petulancia—. No vale nada contra mí.
—Los tiempos han cambiado. ¿Quieres comprobarlo? —replicó la semielfa. Tintagel avanzó muy seguro, pero con sólo tres estocadas la hoja de luna le atravesó el corazón. El elfo abrió los ojos desmesuradamente por la sorpresa mientras se desplomaba. Filauria lanzó un agudo lamento, abandonó la lucha con el Arpista y corrió a arrodillarse junto al cuerpo de su hermano.
—El tiempo para llorar la muerte de nuestros mártires llegará más tarde —bramó Kymil—. Ahora tenéis que atravesar la puerta.
Arilyn atacó con ferocidad a sus dos atacantes elfos, dispuesta a impedirles por todos los medios que cumplieran la orden de Kymil. La hoja de luna se hundió en el corazón de uno de ellos y lo mató en el acto. Con la siguiente estocada Arilyn despanzurró al otro. El elfo dorado dejó caer la espada mientras sus manos trataron de impedir que se le salieran las tripas. Arilyn resbaló en la sangre y cayó al suelo.
—¿Dónde está? —preguntó Filauria a Kymil. Éste señaló en la dirección de la puerta elfa y se hizo a un lado. La etrielle echó a correr, saltó por encima del cuerpo tendido de Arilyn y se lanzó hacia algo que no podía ver.
Justo entonces Danilo completó el hechizo. El rollo desapareció de sus manos, y una segunda explosión mágica sacudió el jardín. Los supervivientes miraron horrorizados. Sólo la mitad de Filauria Ni’Tessine había conseguido atravesar la puerta.
Un grito de frustración resonó en los jardines del templo. La reserva patricia de Kymil Nimesin se había esfumado, junto con la esperanza de ver cumplido el objetivo de su vida. Con movimientos rápidos y bruscos el elfo dorado empezó a ejecutar los movimientos del hechizo de teletransporte que lo alejaría de la escena de su fracaso.
—¡Espera! —gritó Arilyn. La semielfa se levantó bajo la mirada asesina de Kymil—. Aún no has perdido.
Los ojos de obsidiana de Kymil, que ahora eran como dos pozos de odio sin fondo, se clavaron en Arilyn.
—No hables con acertijos —replicó desdeñosamente—. Te falta inteligencia para ello.
Arilyn se acercó más a él y se encaró con su antiguo mentor.
—Te desafío de nuevo a combate singular, hasta que uno de nosotros esté desarmado o herido. Si ganas, te revelaré el nuevo emplazamiento de la puerta.
Una chispa de interés brilló en los ojos negros de Kymil.
—¿Y en el caso improbable de que tú ganes?
—Te mataré —respondió la semielfa de manera sucinta.
—¡No! —gritó Bran desde el extremo opuesto del jardín—. Hay muchos que creen que tú eres la asesina de Arpistas. Tienes que llevar a Kymil Nimesin a juicio o te colgarán a ti en su lugar.
—Estoy dispuesta a correr el riesgo —repuso Arilyn resuelta.
—Quizá tu sí, pero yo no —declaró Danilo—. Si no me prometes que no matarás a ese condenado hijo de orco, tendrás que luchar conmigo para llegar hasta él.
Arilyn lanzó una mirada de exasperación al noble. En respuesta Danilo se quitó los guantes. La luz de la luna reveló una mano con feas quemaduras y un rostro que acusaba el agotamiento de haber lanzado el hechizo.
—Si luchas conmigo tendrás que matarme —añadió Danilo—. Te será muy fácil.
Su tono implacable convenció a Arilyn de que hablaba muy en serio.
—Creo que me gustabas más en el papel de estúpido —dijo.
—¡Júramelo! —insistió Danilo sin dejarse distraer.
—Muy bien. Te doy mi palabra. Dejaré lo suficiente de él para llevarlo a juicio. ¿De acuerdo?
—Vale. Ve por él.
—Bueno, ¿qué dices? —preguntó Arilyn al elfo.
—Sólo con saber dónde está la puerta elfa no es suficiente —señaló Kymil, regateando para comprobar hasta dónde estaba dispuesta a llegar Arilyn.
—Llegado el caso, yo misma te llevaré hasta allí. Llevaré la hoja de luna y te abriré la maldita puerta. Y, si quieres, te organizaré una fiesta de despedida antes de que te marches a Siempre Unidos.
—Trato hecho. —Kymil desenvainó su espada y se la llevó a la frente en un despectivo saludo. Elfo y semielfa cruzaron espadas, y la lucha empezó.
Danilo Thann y Bran Skorlsun contemplaban el duelo en temeroso silencio, casi sin atreverse a respirar. Ambos eran expertos luchadores, ambos habían visto y hecho mucho a lo largo de sus respectivas vidas, pero la batalla que se libraba ante sus ojos era algo que jamás habían presenciado antes.
Era una increíble y fascinante danza mortal en la que cada movimiento era tan rápido que sus ojos humanos apenas podían seguirlo. Arilyn y Kymil se enfrentaban con gracia y agilidad elfas, y cada uno superaba sus propios límites forzado por la habilidad y la apasionada determinación del rival. Eran combatientes iguales en estatura, fuerza y velocidad, por lo que en ocasiones sólo podían distinguirse por el color: Arilyn era un mancha blanca contra el cielo oscuro y Kymil un rayo dorado de luz fuera de lugar en plena noche.
Las espadas elfas relampagueaban y revoloteaban, y cuando chocaban lanzaban chispas hacia el cielo nocturno con tal velocidad que a Danilo le recordaba un espectáculo de fuegos de artificio. Los sonoros golpes de metal contra metal se sucedían tan rápidamente que su eco se fundía en un único grito metálico y reverberante. Un débil sonido se separó del sobrenatural alarido, y Danilo empezó a oír una voz. Era una voz que no hablaba con palabras ni con sonidos y que no iba dirigida a él. Irresistible como el canto de las sirenas, la voz mágica planeaba sobre el estruendo de la lucha, suplicando, insistiendo, obligando. Era una voz que exigía venganza y muerte.
Sobresaltado, Danilo se dio cuenta de que era la voz de la sombra elfa. La hoja de luna brillaba con la entidad de la espada, buscando implacablemente venganza, pugnando por liberarse. Incluso para Danilo sus exigencias eran irresistibles.
«Arilyn no puede ceder», se dijo Danilo desesperadamente. El noble contempló la estela de luz azul que dejaba la hoja de luna al dibujar un semicírculo y ser impulsada bruscamente hacia arriba. Los movimientos eran tan rápidos que no podía distinguirlos individualmente, pero la hoja de luna dejaba estelas de luz en el aire, luminosas cintas azules sobre el fondo del cielo nocturno.
De pronto se hizo el silencio, y el intrincado dibujo de luces azules empezó a apagarse. Kymil Nimesin se puso lentamente en pie; a su alrededor yacían desperdigados los fragmentos de su espada rota.
—Gracias, Mielikki. Ha acabado —dijo Bran agradecido. Con sendos suspiros de alivio, Danilo y el Arpista se adelantaron. Pero la expresión que se pintaba en la faz de Arilyn los detuvo, y nuevamente el temor se apoderó de Danilo al comprender que la lucha aún no había acabado.
Como si tuviera voluntad propia la hoja de luna se elevó entre las manos de Arilyn. Llegó a la altura de la garganta de Kymil Nimesin brillando con malévola luz azul. La semielfa temblaba por el esfuerzo de frenar a la espada, y su rostro contraído delataba el esfuerzo que debía hacer para no matar a su antiguo mentor. Kymil Nimesin contemplaba desafiante la espada aguardando la muerte.
—Resiste, Arilyn —le suplicó Danilo—. No dejes que la sombra elfa y tu propia necesidad de venganza te venzan.
La corriente mágica empezó a crecer, como en las calles de Aguas Profundas. Nuevamente el aire se arremolinó furiosamente alrededor de los supervivientes de la batalla en lo que era la prueba tangible de la cólera de la sombra elfa. Sólo Arilyn logró mantenerse en pie pese a la fuerza del vendaval.
—¡Te invoco!
La orden de Arilyn se oyó por encima del fragor. La airada corriente de magia vaciló, pero rápidamente empezó a comprimirse. En un abrir y cerrar de ojos la sombra elfa apareció ante Arilyn.
—Renuncia a la venganza —dijo severamente la semielfa—. Nosotras no somos las únicas a las que Kymil Nimesin ha hecho daño. Los Arpistas tienen el derecho de juzgarlo y, para ello, debe seguir con vida.
—Es un error —protestó la sombra elfa mirando fijamente la forma tendida boca abajo de Kymil, con un odio que no trataba de disimular.
—Es posible —replicó la semielfa con la cabeza bien alta—, pero estoy en mi derecho de cometerlo. —Entonces alzó la hoja de luna, y por un segundo Arilyn y su sombra se encararon.
Finalmente, la sombra inclinó levemente la cabeza y extendió las manos con las palmas hacia arriba en el gesto elfo de respeto. Acto seguido se desvaneció en una niebla azul que formó un pequeño vórtice que fue absorbido por el ópalo de la espada.
Arilyn guardó de nuevo la hoja de luna en la funda del cinto y avanzó hacia sus compañeros. Bran había ayudado a Danilo a levantarse, y ahora el joven estaba muy ocupado comprobando el estado en el que había quedado el que antes fuera un elegante atuendo.
—Danilo.
El noble levantó la vista hacia Arilyn. Su ropa se veía desgarrada y ensangrentada, y el rostro presentaba un tono casi gris por el agotamiento. Para la sabia mirada del joven, los ojos de Arilyn se expresaban tan claramente como si hablaran. Finalmente Arilyn había hecho las paces consigo misma y ahora era la verdadera dueña de la hoja de luna.
—Ahora sí que ha acabado —dijo ella.