17

Cuando sus pies pisaron de nuevo el suelo en la plaza del Bufón, Arilyn ya se había recuperado de su insólito acceso de docilidad. La semielfa salió de entre los dos robles negros gemelos que flanqueaban la puerta dimensional invisible, se volvió hacia Danilo y le bloqueó el paso.

—Justo antes de abandonar el alcázar de la Candela pronunciaste un nombre. ¿Quién es ese Bran Skorlsun y qué tiene que ver conmigo?

—Mi querida Arilyn —replicó Danilo con su afectada manera de hablar—, todavía no ha amanecido, ¿y tú quieres quedarte aquí y charlar? A mí no me gusta estar en las calles a esta hora. —El noble lanzó una mirada inquieta por encima del hombro de la semielfa hacia la plaza vacía—. Por los dioses, ¿es que el tío Khelben no conoce ninguna puerta dimensional en una calle más elegante?

Arilyn parpadeó, desconcertada por el súbito y radical cambio de comportamiento de su compañero.

—¿Pero qué mosca te ha picado ahora?

—Me parece que no te entiendo —repuso él con ligereza, tratando de pasar al lado de Arilyn. Pero ella no se movió.

—¿Quién rayos eres, Danilo Thann? ¿Qué hombre se esconde bajo esos terciopelos y esas joyas?

—Un hombre desnudo —respondió Danilo en tono de chanza—. Pero, por favor, si quieres comprobarlo por ti misma…

—¡Ya basta! —exclamó enfadada la semielfa—. ¿Por qué finges ser lo que no eres? Tú eres inteligente y un buen luchador, además de un prometedor y estudioso mago. ¡Ya no me trago que seas un estúpido y no permitiré que me trates como si yo lo fuera!

—No lo haré —contestó Danilo con gentileza.

—¿Ah no? ¡Entonces, déjate de tonterías y responde mi pregunta! ¿Quién es Bran Skorlsun?

—Muy bien. —El noble se inclinó hacia ella y habló lo más bajito que pudo—. Es el explorador Arpista del que nos habló Elaith Craulnober. Su misión consiste en encontrar Arpistas falsos o renegados.

—¿De veras? ¿Cómo has obtenido esa información? Tal vez tú también eres un agente Arpista.

—¿Yo, un Arpista? —Danilo retrocedió y se rió a carcajadas—. Mi querida muchacha, esta broma sería muy celebrada en determinados círculos.

—Entonces no te importará que lea esto. —Hábilmente Arilyn sacó del bolsillo de Danilo la nota que le había entregado Khelben Arunsun. Decía así—: «El alcázar de la Candela está protegido de la observación mágica. Sólo tienes que fingir lo justo para convencer a Arilyn».

La semielfa alzó hacia Danilo unos ojos acusadores en los que relampagueaba la furia.

—Vamos, bardo, cántame una canción, una canción sobre un hombre con dos caras.

Antes de que Danilo pudiera replicar, un gato lanzó un agudo maullido de protesta en el callejón situado a sus espaldas, seguido por un juramento ahogado. Danilo lanzó una inquieta mirada hacia el oscuro callejón y luego miró la hoja de luna. La espada relucía con una suave luz azulada. El noble cogió a Arilyn por los hombros y le dio la vuelta con firmeza, instándola a avanzar.

—Hablaremos de eso más tarde —dijo en voz baja—. Creo que alguien nos acecha.

La semielfa se rió con sorna.

—Noticias frescas, lord Thann.

—Ha llegado tu hora, gris —gruñó una voz desde el callejón.

Olvidando el enfado, Arilyn giró sobre sus talones hacia el callejón, empuñando ya la espada. Harvid Beornigarth emergió de las sombras seguido de cerca por un par de sus matones. La luz de las farolas se reflejaba en la calva de Harvid y en su oxidada armadura. Si no hubiese sido por su descomunal corpulencia y su aire de confianza en sí mismo, su aspecto hubiera resultado más cómico que amenazante. El patán cruzó los brazos sobre su cota de malla oxidada y miró a la semielfa con maligna satisfacción.

—¿Ves? Ya te lo decía yo —murmuró Danilo—. ¿Por qué nadie me escucha nunca?

Arilyn fulminó con la mirada al enorme mercenario.

—¿Es que aún no has tenido suficiente? —le preguntó en tono de desprecio—. Ya deberías haber aprendido que no puedes ganarme.

El rostro del hombretón enrojeció de rabia y se llevó una mano al parche del ojo.

—Esta vez no podrás conmigo —juró Harvid, agitando su maza con púas hacia la semielfa.

—Pobre, parece que le cuesta aprender —comentó Danilo.

El ceño del mercenario se acentuó. Ladró una orden y dos rufianes más salieron del callejón.

Danilo lanzó un largo silbido.

—Cinco contra dos. Quizá debería haberme callado la boca.

Pero Arilyn se limitó a encogerse de hombros y sentenciar:

—Así es como luchan los cobardes.

El insulto de la semielfa acabó con la última pizca de control de Harvid Beornigarth. Con un bramido cargó contra ella como un buey enloquecido, blandiendo salvajemente la maza. Ágilmente Arilyn esquivó el golpe. El combate había empezado.

La furia que sentía Harvid imprimía velocidad y fuerza a la maza. Maldiciendo y rugiendo atacó una y otra vez a la semielfa. Su delgada rival se vio obligada a luchar a la defensiva y a concentrar todos sus esfuerzos en esquivar y parar las continuas arremetidas del mercenario.

Cuando le fue posible, echó una mirada a Danilo. El noble estaba en dificultades; los cuatro compinches de Harvid lo habían rodeado. Seguramente habían recibido instrucciones de su jefe de que le dejaran a Arilyn a él.

Un escalofrío de terror recorrió a la aventurera. Era consciente de que, aunque Danilo era hábil en el manejo clásico de la espada, no podría contener por mucho tiempo a cuatro avispados luchadores. Tendría que ayudarlo, y rápido.

Justo cuando pensaba esto, uno de los rufianes superó la guardia de Danilo. Una hoja chocó contra la empuñadura del arma del noble, adornada con piedras preciosas, se desvió y le abrió un profundo tajo en el antebrazo. La espada se le cayó de la mano y repiqueteó contra el suelo, y en la seda amarilla de la camisa surgió una brillante mancha roja. Uno de los matones sonrió ampliamente y dio un puntapié al arma para alejarla.

Una fría cólera se apoderó de Arilyn, la cual se transformó al instante en una vengadora elfa. Interrumpió el duelo con Harvid Beornigarth y se volvió contra los atacantes de Danilo. La hoja de luna acabó con el matón que tenía más cerca con sangrienta eficiencia. A continuación empujó violentamente a Danilo hacia el estrecho hueco entre los robles gemelos. Entonces giró sobre sus talones y se colocó entre el noble herido y desarmado y sus tres atacantes. Éstos avanzaron, y en la reluciente espada de Arilyn se reflejaron los primeros rayos del sol mientras mantenía a raya a los tres rufianes.

Harvid Beornigarth se había quedado solo y apartado después de que su presa lo dejara plantado, negándole la lucha. La maza le pendía a un costado, y la mandíbula le colgaba flácida sobre su doble papada. Durante unos momentos contempló la pelea con estupefacta expresión. Su único ojo se entrecerró y alzó la maza, presta para matar. Pero inmediatamente se dio cuenta de que no podría llegar hasta la semielfa sin golpear a sus propios hombres. No sería él quien se negara a sacrificar a sus hombres si la situación lo requería, pero entonces tendría que enfrentarse solo contra aquella furia elfa.

¡Maldita gris! Harvid se dejó caer sobre una caja allí tirada e hizo una larga e irritada inspiración. Entonces su cerebro decidió funcionar —cosa inaudita en él—, y el hombretón soltó aire pausadamente y se acomodó sobre la caja. Iba a contemplar el espectáculo cómodamente sentado. A decir verdad, Harvid Beornigarth no sentía el más mínimo deseo de reunirse con sus hombres en el reino de los muertos. Dejaría que la elfa gris se cansara y utilizara toda su temible cólera contra sus leales hombres. Todo lo que él quería era verla muerta. Si sus hombres no lo lograban al menos la cansarían. Una vez más, Harvid Beornigarth se llevó una mano al parche, y se dispuso a esperar a que le llegara la oportunidad.

Arilyn no pensaba ni en Harvid ni en sus posibles planes. Toda su voluntad y fuerza estaba volcada en la lucha contra los tres matones. Normalmente no le hubiera importado que fuesen tres contra una, pero apenas había dormido en las tres noches desde su llegada a Aguas Profundas. Se sentía casi exhausta, y los brazos le pesaban como si los moviera dentro del agua.

Uno de los hombres levantó el acero muy por encima de su cabeza y lo descargó sobre la semielfa. Mientras la aventurera paraba aquel golpe, otro de los hombres aprovechó que tenía el cuerpo desprotegido para lanzarle un ataque bajo con un cuchillo largo. Arilyn propinó una tremenda patada al brazo del hombre y el cuchillo salió volando. A continuación la hoja de luna le rebanó limpiamente el gaznate.

Pero la muerte de ese adversario costó cara a la semielfa. Uno de los dos matones que quedaban le descargó un golpe en el brazo derecho. Con gran esfuerzo la aventurera trató de olvidar el punzante dolor que sentía y fingió que se tambaleaba al tiempo que soltaba la hoja de luna al suelo. Los dos hombres se le acercaron, seguros de poder acabar fácilmente con la semielfa desarmada.

A escondidas Arilyn sacó una daga de una bota, se irguió y con ese mismo movimiento hundió la daga bajo las costillas de uno de sus atacantes. Por el rabillo del ojo vio que el otro hombre blandía una espada hacia ella. Arilyn se apartó a un lado, y la espada atravesó al hombre que la semielfa acababa de matar con la daga.

Mientras rodaba sobre sí misma, agarró la hoja de luna y se puso de pie con la agilidad de un gato. En tres rápidos golpes despachó al último de sus atacantes. La lucha había acabado. Arilyn no pudo ver a Danilo, por lo que supuso que había escapado de la plaza. La plaza del Bufón parecía oscilar, y la semielfa tuvo que apoyar la hoja de luna sobre los adoquines e inclinarse sobre ella. La herida no era de gravedad, pero las noches sin dormir le pasaban factura. En su mente oía una dulce vocecita que le susurraba que se echara a descansar.

El sonido de unos aplausos lentos y mesurados la transportaron de vuelta a la realidad.

—Caray, qué espectáculo —comentó cínicamente Harvid Beornigarth. El hombretón se levantó de la caja y anduvo hacia la semielfa pavoneándose y con la maza en una de sus manazas. Se detuvo justo fuera del alcance de la hoja de luna y le dijo con sorna—: Es hora de pasar cuentas.

Harvid alzó la maza hacia lo alto y la descargó con toda su fuerza. Arilyn reaccionó a tiempo para desviar el mazazo, pero el impacto la hizo caer de rodillas. El dolor estalló en su brazo herido, y la visión se le nubló. Resueltamente, parpadeó, para aclararse la vista y desdeñó el dolor, justo a tiempo de ver cómo Harvid, con una maligna sonrisa en los labios, levantaba la maza para darle el golpe de gracia. La aventurera concentró toda la energía que le quedaba en rodar a un lado para esquivar el mazazo.

El choque apagado del metal contra la madera resonó por la plaza. Arilyn alzó los ojos. Justo donde ella había estado momentos antes vio a un hombre alto con una capa oscura. Había sido su resistente vara la que había parado el golpe de la maza. Harvid se tambaleó hacia atrás, asombrado de la aparición del alto luchador. El salvador de Arilyn avanzó hacia él y hundió la punta de la vara bajo la cota de malla del zafio mercenario —que le quedaba demasiado corta— y en su barriga. Con un sonido gutural Harvid se inclinó por la cintura. La vara trazó un círculo y cayó con fuerza sobre el cuello del hombretón. Se oyó el ruido de un hueso al romperse, y Harvid Beornigarth se desplomó.

Arilyn se levantó dificultosamente. Su primera reacción fue de enfado por el hecho de que alguien hubiera interferido en el duelo.

—Me las podía arreglar sola —espetó a su salvador.

—De nada —fue la fría respuesta de éste.

En ese momento Danilo salió de entre los árboles. Parecía aturdido y se sujetaba la cabeza con una mano. Sorprendida de verlo, Arilyn dio la espalda al alto desconocido.

—Creí que habías huido —le dijo.

—No. Sólo perdí el sentido; más de lo normal, quiero decir. ¿Estás bien? —preguntó mirando preocupado la manga de la aventurera desgarrada y ensangrentada.

—Es sólo un rasguño. ¿Cómo estás tú?

—Lo mío es más que un rasguño, pero sobreviviré, creo. —El noble retiró la mano de la frente para mostrarle un buen chichón—. ¡Por los dioses, Arilyn, eres más peligrosa que esos asesinos! No tenías por qué lanzarme contra el árbol de ese modo. Si querías que me quitara de en medio sólo tenías que decírmelo. —Entonces reparó en el desconocido y preguntó—: ¿Quién es tu amigo?

El hombre se volvió hacia Arilyn al tiempo que se echaba hacia atrás la capucha que le ocultaba el rostro. Era menos joven de lo que sugerían su modo de luchar y su cabello negro como el azabache, y tenía un rostro curtido y surcado por arrugas producidas por el paso del tiempo. Arilyn reconoció en él al desconocido que había visto en La Casa del Buen Libar la noche que el Arpista bardo había sido asesinado.

—Que Mystra nos ampare —murmuró Danilo—. Pero si es Bran Skorlsun.

Antes de que Arilyn pudiera pronunciar palabra, un estallido cegador de luz azul la envolvió y la lanzó contra el suelo. Instintivamente alzó los brazos para protegerse los ojos.

En la plaza resonó nuevamente el sonido de la lucha, pero Arilyn había quedado temporalmente cegada por la explosión. Se frotó los ojos para tratar de librarse de aquellos puntitos revoloteantes que le oscurecían la visión. Primero recuperó la infravisión elfa, que le permitió distinguir la imagen multicolor del alto Arpista batiéndose con su vara de madera. En la noche resonaba furiosamente el sonido del entrechocar de madera y metal.

Pero no podía ver nada más. Bran Skorlsun luchaba contra algo incorpóreo que no emitía ningún calor. A medida que fue recuperando la visión normal la forma del segundo luchador se fue haciendo más nítida.

Era indudablemente una forma elfa, esbelta, oscura, ágil y, de algún modo, insustancial. Arilyn sentía los latidos de su propio corazón que le resonaban en los oídos mientras contenía la respiración y esperaba para poder echar un vistazo a la cara del elfo.

Los luchadores cambiaron de posición, y el luchador elfo giró hacia ella. Arilyn, estremecida, soltó el aire. Sí, era una luchadora elfa y le resultaba muy familiar.

—Es exactamente como tú —dijo Danilo a su espalda—. ¡Por todos los dioses! Es la sombra elfa de la que hablaba aquella antigua balada, ¿verdad?

—Sombra y sustancia —musitó Arilyn—. ¿Pero cuál de nosotras es cuál? —Los sentimientos de furia y amargura dieron una inyección de energía a la semielfa, que alzó la hoja de luna y cargó contra su sombra. El primer golpe debería haber partido a la criatura por la mitad. La espada la atravesó sin hacerle ningún daño, pero Arilyn continuó luchando contra su sombra. La hoja de luna pasó una y otra vez a través de la sombra elfa y de la centelleante espada que ésta empuñaba.

—¡Arilyn, para! —gritó Danilo, dando vueltas alrededor de la enfurecida batalla y tratando, sin éxito, de llamar la atención de la semielfa. En vista de que no podía detenerla sin que uno de los tres luchadores lo matara, el joven mago dio media vuelta y corrió hacia un banco. De la madera sobresalía un clavo oxidado, que Danilo arrancó. Entonces lo apuntó a Arilyn y rápidamente pronunció las palabras de un encantamiento ejecutando los gestos apropiados.

El clavo desapareció de su mano y Arilyn se quedó paralizada en medio de una estocada con la hoja de luna en alto. Danilo se abalanzó sobre ella, la agarró por la cintura y la arrastró lejos de la pelea. El cuerpo de la semielfa estaba rígido como una estatua, y el noble lo apoyó contra un olmo.

—Escucha —le dijo gravemente—. Siento haberte hecho esto pero tenía que detenerte antes de que, accidentalmente, mataras al Arpista. Después te arrepentirías, créeme. Ésta no es tu lucha, Arilyn. No puedes hacer daño a esa cosa con la hoja de luna; ella es la hoja de luna. ¿Es que no lo ves? Si te dejo ir, ¿me prometes portarte bien?

La mirada de Arilyn tenía un brillo asesino.

—No, ya veo que no —dijo Danilo con un suspiro. Puesto que nada más podía hacer esperó junto a la paralizada semielfa el resultado del duelo entre los dos extraños rivales. Mientras miraba cómo luchaban se preguntó si Arilyn repararía en el parecido que había entre la sombra elfa (su reflejo) y el maduro Arpista, que era su padre. El noble rezó para que no.

Los ojos elfos de Arilyn no reflejaban reconocimiento sino el miedo de un animal atrapado. Danilo sintió que lo invadía el remordimiento.

—Sauce —murmuró, y Arilyn quedó libre del hechizo. El brazo de la semielfa que sostenía la hoja de luna en lo alto descendió de repente, y la espada cayó ruidosamente sobre el suelo de adoquines. Arilyn ni se dio cuenta, pues su mirada seguía fija en la escena que se desarrollaba ante sus ojos.

La extraña pareja se batía con ferocidad. La espada y la vara giraban y entrechocaban. La sombra elfa dirigió un amplió cortapiés hacia su rival. Pero, con una sorprendente agilidad, el Arpista saltó. Su manto se abrió y flotó hacia abajo al caer al suelo, dejando al descubierto una piedra azul brillante de gran tamaño que le colgaba de una cadena.

Al ver la gema los ojos de la sombra elfa se abrieron desmesuradamente y sus facciones, asombrosamente semejantes a las de Arilyn, se contrajeron en una expresión de triunfo. La hoja de luna se desplazó sobre los adoquines, como si estuviera viva, en dirección a la sombra elfa. En un abrir y cerrar de ojos la sombra empuñaba la espada con una mano y arremetía con su propia arma fantasmal para arrancar el colgante con el ópalo del cuello de Bran Skorlsun.

La hoja de luna llameaba con luz azul y, en respuesta, el ópalo también empezó a destellar. Los dos haces convergieron entre las manos de la sombra elfa con el sonido de una pequeña explosión, y el cielo se llenó de una energía que crepitaba furiosamente. El aire se arremolinó furioso alrededor de la plaza del Bufón, convirtiéndose en una tormenta mágica que levantaba las hojas y las hacía girar en torbellinos, volcaba cajas y hacía vibrar las armaduras de los hombres caídos de Harvid Beornigarth. En medio de aquella vorágine estaba la sombra elfa, envuelta en un halo de luz azul. Sus ojos se encontraron con los de Arilyn, y por primera vez habló.

—Vuelvo a estar completa y soy libre —anunció triunfante, su nítida voz de contralto resonando por encima del fragor desatado—. Escúchame con atención, hermana. Debemos vengar muertes injustas. ¡Debemos matar a quien a ti te engañó y a mí me esclavizó!

La corriente mágica se transformó en un grito inaudible que rodeó a Arilyn y Danilo, haciendo revolotear cabellos y capas. El noble empujó a la aturdida semielfa hacia el suelo y la protegió lo mejor que pudo con su capa y su propio cuerpo.

Hubo un segundo estallido de luz, una explosión sacudió la calle y la sumió en la oscuridad.

—¡Por aquí! —gritó Siobban O’Callaigh, esgrimiendo un sable y haciendo señas a sus hombres para que la siguieran.

El ruido de la explosión y el olor a azufre del humo había atraído a un destacamento de la guardia de la ciudad, que ahora corría por un pequeño callejón en dirección a la plaza del Bufón. Al llegar allí los guardias frenaron en seco sin poder dar crédito a sus ojos.

La capitana Siobban O’Callaigh no había visto un campo de batalla tan singular desde la Época de Tumultos. Parecía que un dios furioso hubiera reunido todos los elementos de la plaza, los hubiera agitado y después esparcido sobre los adoquines como quien arroja unos dados. De un par de enormes olmos se habían desgajado varias ramas; bancos y jardineras habían sido zarandeados violentamente de un lado a otro; y cajas y desperdicios del callejón habían volado hacia la plaza. También se veían algunos cuerpos retorcidos, algunos de lo cuales yacían en charcos de sangre. Pero el elemento más extraordinario de la macabra escena era una reluciente espada situada en el centro de la plaza en medio de un círculo ennegrecido. Espectrales volutas de humo todavía giraban, elevándose lentamente hacia el cielo matutino.

Mientras los guardias contemplaban la escena, uno de los cuerpos se movió. Un hombre rubio se incorporó lentamente apretándose cautelosamente las sienes con los dedos de ambas manos. Al moverse, su capa dejó al descubierto la forma yacente de una elfa. Arrodillado y de espaldas a los guardias, el hombre se inclinó en actitud protectora sobre la pálida figura y metió una mano en la bolsa que le colgaba del cinturón, de la que sacó una petaca plateada. Cuando la acercó a los labios de su compañera, en el aire flotó el inconfundible aroma almendrado del zzar. La semielfa farfulló algo, tosió y se incorporó.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Siobban O’Callaigh en un brusco tono oficial. El hombre rubio se volvió hacia ella, y la capitana de la guardia gruñó consternada y volvió a envainar el sable—. Danilo Thann. ¡Por los senos de Beshaba! Debería haber sabido que este desastre tenía algo que ver contigo.

—Capitana Siobban O’Callaigh. —Danilo se levantó vacilante—. Esta mañana tiene usted un aspecto absolutamente radiante. Y qué juramento tan interesante; muy visual, diría yo.

La capitana soltó un resoplido sin dejarse ablandar por los halagos del joven.

—¿En qué te has metido esta vez? —le preguntó.

—¿Está vivo el Arpista? —interrumpió la semielfa con voz apagada y aturdida.

—Lo estoy. —En el otro extremo de la plaza un hombre alto y vestido con ropas oscuras se levantó y se acercó lentamente a la guardia.

—¿Es que todos los malditos muertos de la plaza van a resucitar? —inquirió, exasperada, la capitana alzando las manos.

—Espero que eso no ocurra —replicó Arilyn en tono sombrío, y se puso en pie aceptando la mano que Danilo le ofrecía—. No me gustaría tener que matarlos a todos de nuevo.

—Muy bien, puesto que confiesas haber matado a estos hombres, tal vez podrías explicarme qué ha pasado —pidió la capitana O’Callaigh.

—Me llamo Bran Skorlsun —intervino entonces el hombre alto—, un viajero. Pasaba por aquí y vi a unos rufianes que tendían una emboscada a estos jóvenes. Ambos lucharon para defenderse, y yo les presté mi ayuda.

—Pues parece que no lo hiciste nada mal, viajero —dijo uno de los guardias, arrodillándose junto a una voluminosa forma cubierta por una cota de mallas. Al darle la vuelta lo reconoció y lanzó un gruñido.

—Caramba, que me aspen si ése no es Harvid Beornigarth; un mercenario medio bárbaro. Era un tipo realmente repugnante, pero no un ladrón corriente. Le gusta, o mejor dicho le gustaba, meterse en todo tipo de intrigas políticas. —El guardia enarcó una ceja en dirección a Danilo y añadió—: Me pregunto qué problema debía de tener con la nobleza.

—Ninguno —replicó Arilyn con firmeza—. Su problema era conmigo.

—¿Y tú quién eres? —preguntó bruscamente O’Callaigh. La capitana se agachó para examinar mejor al hombre caído, apartándose de un manotazo una de sus trenzas pelirrojas de la cara.

—Arilyn Hojaluna.

—Es una agente Arpista —añadió Danilo elocuentemente, como si el hecho de invocar la misteriosa y respetada organización pudiera mitigar la destrucción que lo rodeaba.

Todos los guardias se quedaron paralizados. Entonces se volvieron al unísono hacia Arilyn, y varios pares de ojos brillantes se clavaron en ella.

—¿Una agente Arpista? —preguntó Siobban O’Callaigh ansiosamente—. ¿El ataque iba dirigido contra ti?

Arilyn se limitó a asentir levemente, y los guardias intercambiaron incrédulas miradas con su capitana. Uno de ellos expresó con palabras las especulaciones que todos estaban haciendo.

—¿Es posible que uno de esas sabandijas fuese el asesino de Arpistas?

—Nos anotaríamos un buen tanto si fuese así —dijo Siobban O’Callaigh con una amplia sonrisa.

—No. Ninguno de esos hombres era el asesino.

La capitana y sus hombres alzaron la vista, sorprendidos por la acerada voz con la que había hablado la semielfa. La capitana la presionó para que se explicara, pero Arilyn guardó un tenaz silencio.

La cara de O’Callaigh se puso roja de rabia y miró a Danilo para descargar sobre él parte de esa rabia.

—¿Qué ha causado todo esto? —preguntó, abarcando con un gesto la devastación general.

—Me temo que todo ha sido culpa mía —confesó Danilo con una tímida sonrisa—. Ya sabe que con la espada soy un inútil, por lo que traté de ayudar un poco lanzando un hechizo. Y parece que no salió del todo bien —concluyó de manera muy poco convincente.

—¿Que no salió del todo bien? —resopló O’Callaigh—. Óyeme, joven, aún debes a la ciudad los destrozos que provocaste la última vez que uno de tus hechizos «no salió del todo bien».

—Juro solemnemente que pagaré todos los daños —dijo el noble muy serio—. ¿Podemos marcharnos ya?

La capitana fulminó a Danilo con la mirada.

—Es posible que creas que por ser el hijo de lord Thann puedes marcharte como si nada. Pero yo veo las cosas de modo muy distinto. Aquí hay cinco cadáveres que tendrán que ser retirados e identificados, una plaza que debe limpiarse antes de que los comercios abran y un hechizo fallido sobre el que informar.

—¿Oh, tiene que informar sobre eso? Temo que la noticia de este pequeño contratiempo pueda empañar mi reputación de mago —dijo Danilo tristemente.

—Perfecto. Puedes estar seguro de que a la Cofradía de Magos no le hará ninguna gracia lo ocurrido —repuso la capitana Siobban O’Callaigh empujando al joven aristócrata con un dedo—. La cofradía presiona a la guardia para que ponga freno al uso irresponsable de la magia. Ya es hora de que respondas ante ella. Cuando los verdaderos magos acaben contigo, no podrás ni rascarte la espalda con tu varita mágica.

—Yo no uso varita. ¿Podemos marcharnos ya? —preguntó Danilo pacientemente.

Siobban O’Callaigh esbozó una desagradable sonrisa.

—Claro que sí. ¡Ainsar, Tallis! —gritó a sus hombres—. Llevaos a estos tres y encerradlos. El resto, limpiad esta porquería.

—Yo tenía otra idea en mente —protestó Danilo.

—Qué pena. Ya se lo explicarás al juez cuando acabe de tomar su desayuno. Estoy segura de que estará muy interesado en escuchar todo lo que tu muda amiga tenga que decir sobre el asesino de Arpistas.

Los dos guardias indicaron por señas al trío que los siguieran. Arilyn se inclinó para recoger la hoja de luna con la vista fija en el ópalo azul y blanco que ahora brillaba en la empuñadura. Ya se estaba enderezando cuando otra piedra, ésta ennegrecida y aún humeante, le llamó de pronto la atención. La semielfa la recogió, sin importarle quemarse los dedos, y le dio la vuelta. Entonces hundió los hombros y se la metió en un bolsillo de los pantalones.

—Quitadles las armas —ordenó O’Callaigh. El llamado Ainsar alargó la mano para coger la hoja de luna de Arilyn, pero la retiró enseguida lanzando una fuerte maldición.

—Por cierto, solamente Arilyn puede tocar esa espada —explicó Danilo con aire de naturalidad.

La capitana se mostró exasperada.

—De acuerdo —dijo—, que la semielfa conserve la espada, pero aseguraos de requisar todas las demás armas. Lleváoslos de una vez.

Con un ademán despidió al trío y a los dos guardias, y se concentró en los cadáveres esparcidos por la plaza. Ya amanecía, y sus hombres tendrían que darse mucha prisa para despejar la calle antes de que los comercios abrieran sus puertas. La capitana miraba con desaprobación todo lo que frenara las ruedas del comercio. «¡Por Beshaba! —maldijo O’Callaigh en silencio (siempre que veía a Danilo le venía a la mente la diosa del Infortunio)—, ¿por qué estas cosas siempre tienen que pasar cuando yo estoy de servicio?».

Encerrada en una pequeña celda, Arilyn Hojaluna sostenía en una mano un topacio ennegrecido. Una y otra vez pasaba un dedo sobre el símbolo grabado en la parte inferior de la piedra, como para convencerse de que aquélla no era realmente la marca de Kymil Nimesin. Desde el momento que vio la lista de Arpistas y zhentarim muertos, con ambas columnas perfectamente equilibradas como en un libro de cuentas, había sospechado que su viejo mentor estaba detrás de los asesinatos. Las palabras de la sombra elfa habían disipado cualquier duda.

Equilibrio. Kymil lo había preconizado siempre. Según él, bien y mal, salvaje y civilizado, o incluso masculino y femenino eran términos relativos. El estado ideal, decía, se lograba con el equilibrio. Y con su espantoso e incomprensible plan el elfo dorado también buscaba el Equilibrio con mayúsculas.

Pero quedaba la cuestión de por qué lo hacía. ¿Qué injusticia, qué desequilibrio podía exigir la muerte de Arpistas inocentes? ¿Por qué Kymil la había engañado a ella, una etrielle a la que conocía desde la infancia? ¿Y el Arpista, Bran Skorlsun, qué papel desempeñaba él en esa retorcida historia del asesino de Arpistas? Por muchas vueltas que le diera a la cabeza, no obtenía ninguna respuesta. Agotada y muy afectada, Arilyn acabó por dormirse en el camastro de la celda.

Cinco clérigos se afanaban en torno al cuerpo medio carbonizado de uno de los elfos más respetados y temidos de Aguas Profundas. Sus plegarias se elevaban en un poderoso canto que iba dirigido a Corellon Larethian, Señor de los Elfos.

La voz de Filauria Ni’Tessine, cantora de Círculo, se superponía a la de los sacerdotes. Filauria poseía aquel raro don elfo que normalmente se empleaba para unir a los elfos místicamente entre sí y con las estrellas del cielo en noches en las que bailaban extáticamente. Pero ahora su canto mágico entretejía las plegarias de todos los clérigos reunidos hasta formar una sola hebra, un acorde encantado de increíble poder.

Filauria cantaba sin descanso, pálida como la cera, con los ojos iridiscentes clavados en el lord elfo al que había jurado servir. Con todas las fibras de su ser y toda la fuerza de su magia elfa innata la elfa trataba de infundir vida a Kymil Nimesin.

El sol ya estaba alto en el cielo, y la mañana había transcurrido sin que los clérigos que oraban y la cantora de Círculo que tejía su magia repararan en ello. Justo cuando empezaban a desesperar la chamuscada piel del quessir mudó de color, adquiriendo el típico tono de capullo de rosa amarilla de un niño elfo dorado sano.

Todavía débil pero curado definitivamente, Kymil Nimesin cayó en un sueño reparador. Las plegarias y el canto de Filauria Ni’Tessine enmudecieron, y todos exhalaron un colectivo suspiro de alivio. La agotada elfa se desplomó en una silla.

—Es imposible —musitó uno de los clérigos más jóvenes mirando alternativamente a Kymil y a Filauria con sobrecogimiento. Aunque el clérigo era poderoso y su fe firme, había creído que nada conseguiría salvar a Kymil Nimesin. Lo que Filauria Ni’Tessine había logrado era tan fabuloso que sería recordado por los bardos, y su proeza se conocería en todas las naciones elfas.

Otro clérigo, de más edad, miró a Filauria comprensivamente. Todos conocían la devoción que la joven etrielle sentía por Kymil Nimesin.

—Nosotros lo velaremos. Ahora debes descansar —la apremió amablemente.

La elfa asintió y se levantó. Filauria salió de la alcoba de Kymil caminando como una sonámbula y atravesó la habitación contigua. Allí era donde antes el elfo dorado guardaba su bola de cristal.

Mientras contemplaba la devastación, la elfa se maravilló de que Kymil hubiera sobrevivido a los efectos de la explosión. Las paredes de la habitación se veían quemadas, y puertas y marcos de ventanas arrancados. Ya se disponía a salir de allí cuando diminutos fragmentos de ámbar crujieron bajo sus pies.

Filauria se dio cuenta de que eran los fragmentos de la bola de cristal y pensó que, cuando se recuperara, quizá Kymil sería capaz de reconstruirla mágicamente. La etrielle se hincó de rodillas y con dedos temblorosos fue recogiendo uno a uno los fragmentos de cristal.

Un tintineo de llaves arrancó a Arilyn de su sueño antes de estar del todo descansada. La semielfa se incorporó y se apartó algunos mechones de pelo de los ojos mientras la puerta de la celda se abría.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Casi mediodía. Eres libre —anunció el carcelero. El arco de caza, flechas, daga y cuchillo de la semielfa cayeron ruidosamente al suelo de piedra de la celda. Le habían «permitido» conservar la hoja de luna, pero se habían llevado todas las demás armas. Arilyn se puso en pie y las recogió rápidamente.

—Vosotros tres debéis de ser muy importantes, porque Báculo Oscuro en persona ha ordenado que os suelten —comentó el carcelero—. Incluso os ha mandado vuestros caballos; están delante. Debéis presentaros ante el archimago inmediatamente.

Arilyn murmuró algo ininteligible y salió a la luz del sol. Danilo y Bran Skorlsun la esperaban. El noble, con un aspecto impecable y vestido de verde bosque, miraba detenidamente el contenido de su bolsa mágica como si hiciera inventario.

—Parece que no falta nada —anunció con profunda satisfacción—. Ah, aquí estás —dijo alzando la vista ante la llegada de Arilyn—. Ahora ya estamos todos. Bendito sea el tío Khel por hablar en nuestro favor, ¿verdad?

—Dale las gracias de mi parte. —La semielfa montó la yegua zaina y le hundió los talones en los flancos. La yegua se puso en marcha hacia el este a paso vivo. Los dos hombres intercambiaron una mirada de perplejidad.

—¿Pero adónde vas? —le gritó Danilo.

—A buscar a Kymil Nimesin.

—¿El maestro de armas? —preguntó Bran Skorlsun con gesto sombrío—. ¿Qué tiene él que ver con esto?

—Todo —contestó Arilyn.

En un abrir y cerrar de ojos ambos hombres montaron y corrieron tras de la semielfa.

—¿Kymil Nimesin es el asesino? —preguntó Bran incrédulamente cuando la alcanzaron.

—Más o menos —repuso la semielfa sin aminorar la marcha.

—¿No deberíamos comunicarlo a las autoridades? —propuso Danilo.

—No. —La voz de Arilyn era implacable—. No metas a las autoridades en esto. Kymil es asunto mío.

—Sé sensata por una vez, Arilyn —la apremió el noble alzando las manos—. Tú no puedes sola con ese hombre. Y no debes.

—No es un hombre. Es un elfo.

—¿Y qué? ¿Por eso es sólo de tu competencia? Si realmente es el asesino de Arpistas, más o menos, deberías entregarlo a los Arpistas. Ya has hecho suficiente.

Arilyn replicó en voz baja y amarga, sin mirar a Danilo:

—Si, ya he hecho suficiente.

—Entonces…

—¡No! —La semielfa se encaró con el noble—. ¿Es que no lo entiendes? Kymil no es el asesino de Arpistas. Pero él lo creó.

—Te lo ruego, querida, no me hables con acertijos antes de almorzar —le suplicó Danilo.

—Kymil me entrenó, me impulsó a llevar una vida de asesina y luego me animó a convertirme en agente Arpista. —Arilyn rió sin alegría—. ¿No lo ves? Me modeló a su capricho.

Danilo se quedó pasmado por la sensación de culpa y la angustia que se pintaban en el rostro de su compañera. Entonces alargó una mano, agarró las riendas de la yegua de Arilyn y tiró de ellas.

—No hables así —le dijo—. Tú no eres la asesina de Arpistas.

—Supongo que, con la buena memoria que tienes, te acordarás de la balada de Zoastria.

Danilo se rascó el mentón sin saber a qué venía eso a cuento.

—Sí, pero no…

—Recita el pasaje sobre cómo invocar a la sombra elfa —insistió Arilyn.

Todavía muy extrañado, Danilo repitió:

Invocada a través de piedra y acero;

gobiernas la imagen de ti mismo,

pero cuidado con el espíritu

que mora en la sombra elfa.

—¿No lo ves? Kymil Nimesin invocó a la sombra elfa y la obligó a convertirse en la asesina de Arpistas. Éste es el topacio que llevé en la espada durante tantos años. —Arilyn se sacó del bolsillo la piedra quemada—. Éste es el símbolo de Kymil. Supongo que hechizó el topacio para poder llamar y gobernar a la sombra «a través de piedra», como dice la canción.

—Y así te vigilaba —añadió Danilo—. Si llevabas una gema encantada podía verte muy fácilmente en su bola de cristal. —El noble hizo una pausa y agitó un dedo en dirección a Arilyn como un maestro de escuela riñendo a uno de sus alumnos—. Kymil Nimesin te traicionó y empleó mal la magia de tu espada, pero eso no significa que tú hayas matado a los Arpistas.

—¿Ah no? —repuso ella amargamente—. Yo soy Arilyn Hojaluna. ¿Dónde acaba la espada y dónde empiezo yo? Si la sombra elfa es culpable y ella es mi reflejo, yo también tengo parte de culpa.

—No es la primera vez que veo la sombra elfa —dijo Bran Skorlsun, rompiendo al fin su silencio—, aunque en esa ocasión tenía otro rostro. No es más que la entidad de la espada y la espada es tuya, Arilyn Hojaluna.

—Tiene razón —convino con él Danilo—, y ahora también podrás gobernar a la sombra elfa. Fuera cual fuese su propósito, Kymil Nimesin fracasó cuando la sombra escapó de su control.

Arilyn rió con voz apagada.

—Han muerto más de veinte Arpistas. ¿Y dices que Kymil ha fracasado?

—Nosotros tres seguimos vivos —replicó el noble en tono sombrío—, y Kymil no ha conseguido la hoja de luna.

Al mediodía Kymil Nimesin se había recuperado ya por completo de la explosión mágica. Entre sus delgados dedos examinaba los diminutos fragmentos chamuscados, furioso por ser incapaz de reconstruir la bola de cristal de inestimable valor.

La esfera se había roto en mil pedazos cuando el lazo mágico que la unía con el topacio encantado se rompió. En el último instante antes de que la bola explotara, había visto una imagen que se le había grabado a fuego en el cerebro y que ahora lo atormentaba: la hoja de luna de nuevo completa pero fuera de su alcance.

Kymil no comprendía por qué la sombra elfa no le había llevado la hoja de luna restaurada. Durante más de un año la entidad había obedecido todas sus órdenes. El elfo dorado estaba tan acostumbrado a ser obedecido que ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que la sombra pudiera liberarse cuando el ópalo y la hoja de luna volvieran a estar juntas. Inexplicablemente, la sombra asesina —su mayor logro mágico— ya no estaba bajo su control. Había fallado en su última y vital tarea.

Kymil luchó contra el impulso de desparramar por toda la habitación los inútiles fragmentos de la bola de cristal y en vez de eso llamó a su ayudante. La siempre atenta etrielle entró discretamente.

—Filauria, envía un mensaje a la Elite de tel’quessir. Obviamente, ya no puedo contactar con ellos a través de la bola —añadió señalando con un ademán la pila de fragmentos chamuscados. Me reuniré con ellos en la academia, y juntos nos teletransportaremos a Evereska.

La etrielle hizo una reverencia y dejó a Kymil solo para que maldijera furiosamente el inesperado fracaso de su plan; no había conseguido la maldita espada. Según sus espías en la guardia, Arilyn Hojaluna, Bran Skorlsun y el sobrino de Báculo Oscuro aún vivían y estaban encerrados en el castillo de Aguas Profundas. Si esos tres unían sus cerebros era posible que lograran descubrir su propósito. Su plan había sido un completo fracaso. Tendría que recurrir al plan B.

Kymil sonrió. Conocía muy bien a su antigua alumna. Pese a su talento, Arilyn creía estar bajo la sombra de la espada. Seguro que asumiría la culpa de la asesina de Arpistas y que iría a por él para redimir su nombre y su sentido del honor. Nadie podría convencerla de lo contrario, de eso no tenía duda.

Y llevaría con ella la hoja de luna.