Lentamente Arilyn bajó la espada. Elaith se llevó una mano a la garganta para limpiarse la gota de sangre que le había arrancado la punta de la hoja de luna.
—Gracias por tu conmovedora defensa de mi carácter —dijo a Danilo. Entonces se volvió hacia Arilyn y le hizo una reverencia—. Parece que he cometido un grave error. Perdóname por haberte juzgado mal, hija de Z’beryl. ¿Permites que te explique cómo ha ocurrido?
—Por favor.
Elaith señaló la carta que Arilyn aún sostenía en una mano.
—Creí que la habías escrito tú.
—¿Por qué? —inquirió Danilo, escandalizado.
—Fue enviada junto con una factura detallada —respondió Elaith, al tiempo que depositaba sobre la mesa dos páginas más de pergamino—. Ésta es la factura —dijo señalando la de la izquierda—, y ésta es la información que me diste sobre los Arpistas asesinados.
Arilyn se inclinó sobre el pupitre para leer, mientras que Danilo hacía lo propio por encima de su hombro. La factura dirigida a los zhentarim era una lista de nombres. Arilyn los conocía todos. El último era Cherbill Nimmt, el soldado que ella había matado en el fuerte Tenebroso la pasada luna.
—Esta factura incluye la mayoría de mis misiones del último año —dijo en voz baja.
—Sí, lo sé —repuso Elaith.
Arilyn comparó las listas; las fechas y los lugares coincidían como las columnas de un libro de cuentas de un comerciante. El balance era perfecto. La semielfa se quedó helada.
Equilibrio. Por cada agente que ella había matado con su espada, el asesino había matado a un agente Arpista. Ningún lado se beneficiaba de la pérdida del otro. Mientras Arilyn reflexionaba sobre ello, una sospecha se fue abriendo paso en su mente. Era algo atroz, pero que no podía descartar alegremente.
Danilo, absorto aún en el estudio de ambas listas, lanzó un quedo silbido.
—Por los dioses, alguien se ha tomado muchas molestias para tenderte una trampa.
—Y lo ha logrado —apostilló el elfo que añadió dirigiéndose a Arilyn—: Tengo razones para creer que los Arpistas sospechan de ti y han lanzado a alguien tras tu pista. Si se enteran de esta supuesta conexión con los zhentarim, te harán responsable. Ve con cuidado.
—Lo haré. —Arilyn se levantó y tendió la palma de la mano izquierda al elfo de la luna—. Gracias por tu ayuda.
—A tu servicio —respondió éste, cubriendo brevemente la palma de Arilyn con la suya propia. La semielfa se encaminó a la puerta seguida de Danilo.
En el umbral, la aventurera se volvió hacia el elfo y le preguntó:
—Una cosa más: cuando nos conocimos en La Casa del Buen Libar me confundiste con Z’beryl, ¿verdad?
—Sí.
—Pero me llamaste por otro nombre.
—¿Eso hice? —Elaith se encogió de hombros como si el asunto no tuviera importancia, y se dirigió a Danilo—. Por cierto, he tomado medidas para que te maten. Te lo digo porque, en caso de que no consiga anular la orden, es posible que desees tomar precauciones extra.
A Danilo casi se le salen los ojos de las órbitas.
—¿Por cierto? —repitió, incrédulamente.
—Se lo sugerí a un viejo conocido, y él me dijo que se ocuparía —comentó el elfo, que parecía divertirse de lo lindo con la turbación del petimetre.
—¿Supongo bien si creo que no vas a revelarnos el nombre de ese conocido tuyo? —inquirió Arilyn. El elfo de la luna se limitó a enarcar una ceja, y la semielfa se encogió de hombros—. Sólo dime una cosa: ¿es un Arpista?
—La verdad es que no —contestó Elaith, que encontró la ocurrencia muy divertida.
La semielfa asintió y abandonó aquella línea de interrogatorio.
—Por cierto, ¿por qué querías ver a Danilo muerto?
—¿Por cierto? —repitió Danilo con voz aturdida—. Otra vez esa expresión.
—No me cae bien —le dijo el elfo a Arilyn, como si eso fuera razón suficiente—. Y ahora, si me perdonas, tengo mucho trabajo que hacer antes de esta noche.
Arilyn cogió a Danilo del brazo y lo arrastró fuera de La Daga Oculta. El sol de última hora de la tarde proyectaba ya largas sombras. El pisaverde miró nervioso a su alrededor.
—El elfo bromeaba, ¿verdad? —preguntó cuando se encontraban de nuevo en la seguridad de la calle atestada.
—Hablaba muy en serio, pero estoy segura de que podremos ocuparnos de ese «viejo conocido» —repuso Arilyn ponderadamente, echando a andar tan deprisa como se lo permitía la muchedumbre. Al ver que la expresión de consternación de Danilo no desaparecía añadió—: ¿A qué viene esa cara? ¿Es que nadie ha tratado antes de matarte?
—Claro que sí —resopló el noble—. Pero nadie me había dicho que no le caigo bien. ¿Y ahora qué? Buscar a ese viejo conocido del elfo, ¿no?
—No. Un aventurero como Elaith no viviría mucho tiempo si revelara los nombres de sus asociados —repuso Arilyn—. De todos modos sería inútil. Probablemente el asesino se esconde entre los Arpistas.
—Ya lo dijiste antes. ¿Por qué lo crees?
«Porque los Arpistas y sus aliados trabajan para mantener el equilibrio», pensó la semielfa, pero dijo en voz alta:
—Como ya te dije antes los Arpistas forman una organización secreta, pero el asesino conoce la identidad de sus víctimas.
—Al parecer, también sabe muchas cosas de ti. No entiendo por qué un Arpista querría hacer tal cosa, ni por qué llegaría a tales extremos para que tú parecieras ser la asesina de Arpistas.
—Yo tampoco.
—Bueno, ¿pues qué hacemos ahora? En vista de que Elaith ya no es sospechoso ya no nos queda dónde mirar.
—Entonces tendremos que asegurarnos de que el asesino se pone de nuevo tras nuestra pista —dijo Arilyn. Un delgado mago ataviado con una túnica negra pasó rozando a Danilo, y los ojos de la aventurera se iluminaron—. Es posible que tengamos la suerte de cara —dijo en voz baja—. ¿Ves a ese joven que lleva un libro enorme? Vamos a seguirlo.
—¿Por qué? —Danilo se colocó al lado de Arilyn, que avanzaba sorteando a los transeúntes.
—Voy a dejar que el asesino sepa dónde encontrarme.
—Oh. ¿Entonces, por qué sigues llevando ese disfraz?
—Elaith ha dicho que los Arpistas sospechan de mí. Será mejor que me oculte hasta que dé con el asesino y limpie mi nombre.
—Ah. ¿Y yo qué haré?
El joven mago entró en una taberna llamada El Dragón Borrachín, con Arilyn y Danilo pisándole los talones.
—Vamos a cenar —sugirió la semielfa.
Obedientemente, Danilo encontró una mesa cerca de la puerta principal y se dejó caer en una silla.
Mientras fingía seguir una partida de dardos, Arilyn observaba al mago vestido de negro, que se había sentado a una mesa, había sacado una botella de tinta y una pluma de la bolsa, abierto un libro y ahora escribía. De vez en cuando alzaba la vista y, con los ojos fijos en la nada, mordisqueaba sin darse cuenta la punta de la pluma, tras lo cual volvía a garabatear algo.
Arilyn se abrió paso en la atestada taberna hasta la mesa del mago. De camino cogió al vuelo la bandeja que llevaba una joven camarera, a la que pagó disimuladamente el precio de la cerveza más una moneda de plata de propina. La muchacha se embolsó el dinero y en las mejillas se le formaron hoyuelos al sonreír al apuesto muchacho que Arilyn aparentaba ser, coqueteando con él. La semielfa ya estaba acostumbrada a que el disfraz provocara tales respuestas, por lo que se limitó a guiñarle un ojo con picardía y siguió adelante.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó al mago, mostrándole la bandeja con comida.
—¿Por qué no? No es cuestión de hacer un feo a la buena compañía y a la cerveza gratis. —El mago cogió una jarra de la bandeja que Arilyn le ofrecía, la apuró y luego hizo un gesto hacia el libro que había frente a él—. Me irá bien distraerme un poco del trabajo. Esta noche no avanza.
—Lamento oír eso —replicó Arilyn, sentándose, y, siguiendo con el tema que el joven había empezado, preguntó—: ¿En qué estás trabajando? ¿Es un libro de hechizos?
Sonriendo con el orgullo de un padre ante su primogénito, el joven mago empujó el libro hacia Arilyn y respondió:
—No. Es una recopilación de mis poemas.
La semielfa abrió el libro y lo hojeó. Con una letra inclinada de trazos largos e inseguros, el mago había escrito algunas muestras de la poesía más execrable con la que Arilyn se hubiera topado en toda su vida.
—No es mi mejor trabajo —comentó el mago modestamente.
Incluso sin ver sus mejores esfuerzos, la aventurera se sentía inclinada a creerlo. Había leído versos más edificantes escritos en las paredes de los servicios públicos.
—Oh, a mí me gusta —mintió Arilyn efusivamente, al tiempo que daba golpecitos en la página, mientras su mente revivía una particular batalla en el pantano de Chelimber—. Esta balada, por ejemplo, me parece conmovedora. Si algún día te decides a poner música a tus versos, yo conozco al bardo ideal para ello. —La semielfa lanzó una rápida mirada a Danilo. El noble estaba muy ocupado tratando de conquistar a una camarera cuyas exuberantes carnes amenazaban con hacer saltar los cordones del corpiño. Arilyn resopló. La muchacha parecía una salchicha embutida en una funda demasiado estrecha.
—¿Una balada, dices? —El joven mago se animó ante lo que él tomaba por un elogio—. No se me había ocurrido —se maravilló—. ¿Crees realmente que algunos de estos poemas podrían convertirse en canciones?
Arilyn posó de nuevo los ojos en su interlocutor y le aseguró:
—¿Por qué no? Desde luego las he oído peores.
—Humm… —El mago reflexionó brevemente y a continuación le tendió la mano para presentarse, aunque tardíamente—. Gracias por la sugerencia, amigo. Me llamo Coril.
—Mucho gusto, Coril —replicó Arilyn, estrechando la mano que se le ofrecía, aunque ya conocía la identidad del joven mago. Además de ser un poeta malísimo y un mago de poca monta, Coril era un agente de los Arpistas. Tenía fama de ser un agudo observador y su misión consistía en reunir información y pasársela a los Arpistas—. Yo soy Tomas.
—Bueno, Tomas, ¿qué te trae por aquí? —preguntó Coril, cogiendo una segunda jarra de cerveza.
—El festival, por supuesto —respondió Arilyn, haciendo un gesto despreocupado con su propia jarra de cerveza.
—No, quería decir qué te trae a esta mesa —insistió Coril.
—Ah, ya entiendo. Necesito información.
El semblante del Arpista se endureció casi imperceptiblemente.
—¿Información? No sé si podré ayudarte.
—Oh, yo creo que sí —insistió Arilyn, fingiendo decepción y consternación—. Tú eres mago, ¿no?
—Sí, lo soy —admitió Coril algo más calmado—. ¿Qué necesitas?
Arilyn se desciñó la espada y colocó la hoja de luna envainada sobre la mesa. Lo que iba a pedir a Coril estaba fuera de las limitadas capacidades del mago.
—En esta vaina hay unas inscripciones. Se supone que es mágica. ¿Puedes leerlas?
Coril se inclinó hacia adelante y examinó las marcas con gran interés. Finalmente confesó:
—No, no puedo, pero si quieres puedo lanzar un hechizo de comprensión sobre ellas.
—¿Puede hacerse tal cosa? —Arilyn fingió sentirse aliviada y agradecida.
—Todo tiene su precio.
Arilyn sacó varias monedas de cobre del bolsillo. La suma, por miserable que fuera, representaba una pequeña fortuna para «Tomas». Era insuficiente incluso para un hechizo tan sencillo, pero si ofrecía más podría despertar sospechas. Así pues, le tendió el dinero y preguntó ansiosamente:
—¿Será suficiente?
Coril vaciló un segundo, pero luego asintió y cogió las monedas. De alguna parte de la túnica sacó una misteriosa sustancia y se inclinó sobre la espada, murmurando las palabras del encantamiento.
Arilyn esperó, segura de que el mago fracasaría. Al principio de su entrenamiento con Kymil Nimesin, éste había tratado de descifrar las runas, pero no lo había logrado ni con magia ni con sus vastos conocimientos. Si la poderosa magia elfa de Kymil no podía leer la antigua forma arcana de espruar, la modesta magia de Coril no tenía ninguna posibilidad.
Su intención al mostrar a Coril la singular espada era enviar un mensaje al asesino. Puesto que Coril transmitía información a los Arpistas y, probablemente, el asesino era también un Arpista, posiblemente llegaría a sus oídos que la hoja de luna había reaparecido y lo pondría de nuevo en la pista. Arilyn había perdido al asesino en La Casa del Buen Libar por culpa del cobarde fingimiento de Danilo, pero ahora volvería a atraerlo con una estratagema.
Transcurridos varios minutos Coril la miró, desconcertado.
—No puedo leerlas todas —admitió.
—¿Qué?
El mago enarcó la ceja ante el brusco tono del joven.
—La mayoría de estas runas están protegidas mágicamente de este tipo de hechizos —se defendió Coril—. Son protecciones muy poderosas.
—¿Pero puedes leer algunas? —insistió Arilyn.
—Sólo ésta. —El mago pasó un fino dedo por encima de la runa de más abajo, una pequeña marca situada en el segundo tercio de la vaina.
—¿Qué dice? —quiso saber Arilyn.
—«Puerta elfa». Y ésta de aquí dice «sombra elfa». Es todo lo que puedo leer. —Entonces lanzó una penetrante mirada al muchacho y le preguntó—: ¿Cómo ha llegado a tus manos una espada encantada?
—La gané en una partida de dados —contestó Arilyn con aire triste—. Su anterior dueño me juró que las marcas indicaban dónde estaba escondido un fabuloso tesoro, pero que tenía que encontrar a un mago que me las leyera. ¿Estás seguro de que no dice nada de un tesoro?
—Sí, o al menos yo no lo puedo leer.
Arilyn se encogió de hombros.
—Bueno, entonces supongo que, después de todo, he perdido la partida. La próxima vez no dejaré que me paguen con espadas mágicas.
La explicación pareció satisfacer a Coril. El joven mago miró al decepcionado muchacho compasivamente, aunque no tanto como para ofrecerse a devolverle las monedas de cobre.
Aún perpleja por las revelaciones de Coril, Arilyn le dio las gracias y se escabulló de la taberna. Las preguntas le daban vueltas en la cabeza: ¿Qué era una puerta elfa? ¿Y una sombra elfa? ¿Por qué Kymil se lo había callado?
La aventurera se dirigió a la parte de atrás de la taberna con la intención de despojarse de su disfraz. Junto a la puerta de la cocina se veía un gran barril de agua de lluvia. Arilyn se quitó la gorra y los guantes y luego se limpió el ungüento oscuro de la cara con el agua helada.
Era el momento de convertirse de nuevo en una elfa. Arilyn sacó de la bolsa otro diminuto tarro, éste lleno de una crema iridiscente, que se aplicó en cara y manos. Ahora su piel tenía un ligero tono dorado como el de una alta elfa. A continuación se sacudió el cabello y se lo dejó suelto, aunque dejando las puntiagudas orejas bien al descubierto.
Entonces cerró la mano sobre la hoja de luna y construyó la imagen mental de una sacerdotisa elfa de Mielikki, la diosa de los Bosques. Era una ilusión muy sencilla que tan sólo requería que su túnica azul se transformara en un largo tabardo de seda roja y blanca, y la hoja de luna en una simple vara como la que llevaría un clérigo. La transformación se completó en un abrir y cerrar de ojos. Arilyn se ajustó el tabardo para que el símbolo de la diosa —una cabeza de unicornio— quedara sobre el corazón y regresó a la taberna.
Mucho tiempo atrás la aventurera había aprendido que para que un disfraz resultara convincente no necesitaba complicados cambios físicos. Sus facciones regulares y su rostro excepcionalmente expresivo la convertían en un auténtico camaleón, y las ilusiones que creaba la magia de la hoja de luna le proporcionaban la ropa adecuada. Pero lo que de verdad diferenciaba al muchacho humano y a la sacerdotisa elfa era el modo de hablar, de moverse y la actitud. Nadie que se fijara en la típica gracia elfa de la sacerdotisa la asociaría con el torpe mozo que acababan de abandonar la taberna.
Así pues, Arilyn entró de nuevo en El Dragón Borrachín llena de confianza. Fue a sentarse a la mesa contigua a la de Coril, sin que el mago con el que había hablado sólo unos minutos antes le dedicara una segunda mirada. Encargó la cena y una copa de vino y fingió comer.
No tuvo que esperar mucho. Shalar Simgulphin, un bardo del que se decía que pertenecía a los Arpistas, entró en la taberna y fue a reunirse con Coril. Muy interesada, Arilyn siguió disimuladamente la conversación mientras bebía el vino a pequeños sorbos.
—Saludos, Coril. ¿Qué te trae a El Dragón Borrachín? —dijo Shalar, tomando asiento y fingiendo que se trataba de un encuentro casual.
Coril se encogió de hombros.
—Es un buen lugar para mirar a la gente —respondió sin comprometerse.
—¿Y qué has visto? —preguntó el bardo bajando la voz.
—Todo y nada. —Coril volvió a encogerse de hombros—. Veo muchas cosas, pero no poseo los medios para interpretarlo todo.
Una bolsa de pequeño tamaño cambió de manos por debajo de la mesa.
—Tal vez esto te ayude —comentó Shalar que añadió—: Este mes hay un pequeño extra.
—Como debe ser. Durante el festival los gastos son muy altos. El riesgo es cada vez mayor —añadió significativamente.
Shalar suspiró profundamente.
—Supongo que estás hablando de Rhys Alacuervo.
—Y de otros —dijo Coril con voz apagada—. El asesino volvió a atacar de nuevo poco después del amanecer.
—¿Quién es la víctima?
—El hombre usaba muchos nombres, pero últimamente se hacía llamar Elliot Graves.
A Arilyn la copa se le escurrió de entre los dedos y su contenido cayó en la mesa, sin que la semielfa se diera cuenta. Era culpa suya. Ella era tan responsable de la muerte de Elliot Graves como si lo hubiera matado con la hoja de luna. Luchando por sobreponerse a la desesperación, la semielfa limpió el vino con un paño de hilo que un atento sirviente le trajo y se forzó a escuchar qué más diría Coril.
—Graves era un antiguo aventurero que ahora servía en la casa de…
—Sí, sí, sé quién era —lo interrumpió el bardo con impaciencia—. ¿Cómo ocurrió?
—Lo mismo que los otros —replicó el mago misteriosamente—. Aunque con pequeñas diferencias: el ataque se produjo a plena luz del día y el hombre estaba despierto. Seguramente conocía al asesino, pues no había señales de lucha.
Shalar se pasó ambas manos por el pelo.
—Es lo que nos temíamos. El asesino debe de ser un Arpista; alguien a quien todo el mundo conoce como tal.
—Estoy de acuerdo —replicó Coril—. De otro modo, ¿cómo podría acercarse a tantos Arpistas sin hallar resistencia?
El bardo asintió y preguntó de mala gana:
—¿Alguna otra víctima?
—Posiblemente. ¿Conoces a una aventurera llamada Arilyn Hojaluna?
—Sí. Bueno, he oído hablar de ella. ¿También ha muerto? —inquirió en tono resignado.
—No lo sé con seguridad —admitió Coril—, pero creo que vi su espada hace un rato. Era una espada antigua con una gran piedra dorada incrustada. La tenía un muchacho que me dijo que la había ganado en una partida.
El rostro de Shalar Simgulphin expresó alivio.
—Me apostaría cualquier cosa a que el muchacho que viste era la misma Arilyn Hojaluna. Es una maestra del disfraz.
—¿De veras? —Coril reflexionó un momento—. Bueno, eso está bien. Es una medida prudente viajar disfrazada, especialmente si tiene previsto quedarse en El Dragón Borrachín.
—¿Eh?
—Tengo entendido que mañana se celebrará aquí una reunión secreta para hablar del asesino.
—Estás bien informado.
—Varios Arpistas se alojarán aquí esta noche —explicó Coril—. Si el asesino quisiera atacar de nuevo, éste sería un lugar adecuado para ello.
Shalar se mostró de acuerdo.
—Es demasiado tarde ya para avisar a los soldados, pero lo intentaré. Al menos los Arpistas deberían estar advertidos y mantenerse alerta. —El bardo recorrió la sala con la mirada.
»Veo a la druida Suzonia, a Finola de Callidyr, a un explorador de los Valles, creo que se llama Patrin, y a su compañero, Cal, que creo que no es Arpista. ¿Hay más?
Arilyn escuchó con creciente horror los nombres que Coril iba añadiendo a la lista. Había al menos seis Arpistas en la taberna. Era muy extraño que se juntaran tantos en el mismo lugar. Así reunidos eran un objetivo más fácil que un pececillo en una jarra de cerveza.
¡Qué estúpida había sido! Ella había ido dejando pistas al asesino cuando, probablemente, la seguía como su sombra y se reía de sus lamentables esfuerzos. Arilyn creía que había tomado suficientes precauciones para proteger a Loene y Elliot, pero ahora Elliot estaba muerto. Si el asesino podía seguirla incluso cuando era invisible, seguramente sus disfraces no lo engañaban ni por un segundo. ¿Se burlaría de ella matando a todos los Arpistas presentes en El Dragón Borrachín?
Bruscamente, Arilyn se levantó. Si no podía enfrentarse cara a cara con el asesino al menos lo alejaría de allí. Al acercarse a la puerta, Danilo le agarró el dobladillo del tabardo, diciéndole:
—Perdonadme, dama de Mielikki. ¿Habéis acabado ya aquí?
A Arilyn le costó concentrar la mirada en el pisaverde. Danilo ya iba por la segunda copa de zzar y tenía a la exuberante camarera sentada en el regazo.
—Me marcho —anunció la semielfa con brusquedad—. Tú puedes quedarte y seguir divirtiéndote.
Pero Danilo se sacó gentilmente de encima a la camarera y se puso en pie.
—No quiero divertirme. Voy contigo. —El noble hizo una mueca—. Oh, querida. No he sido muy amable, ¿verdad? Lo que quería decir es que…
—Déjalo —dijo Arilyn, distraída—. Me marcho de Aguas Profundas esta misma noche. Ahora. Si piensas venir conmigo será mejor que te des prisa.
Danilo le lanzó una mirada penetrante.
—No hablas sólo conmigo, ¿verdad? —preguntó en voz baja.
Arilyn le dirigió una mirada de advertencia y empujó la puerta de El Dragón Borrachín, apenas consciente de que Danilo la seguía. Fuera, en la calle, los faroleros encendían las luces. Dentro del cerco de luz había dos hombres con el uniforme negro y gris de la guardia de Aguas Profundas. Uno de ellos, que llevaba un colgante en forma de unicornio que lo identificaba como devoto de Mielikki, saludó a Arilyn respetuosamente. Ella lo saludó a su vez con una inclinación de cabeza, pero de pronto se quedó muy quieta y la mano se quedó paralizada en medio de una bendición.
Había reconocido a los hombres: Clion era un encantador rufián de pelo bermejo de dedos tan largos como la lengua, y el otro, Raymid de Voonlar, era como su sombra. Casi quince años antes, cuando aquellos hombres no eran más que unos pipiolos que acababan de abandonar el nido, Arilyn viajó con ellos en una compañía de aventureros. Impresionada por sus talentos, un tiempo después la semielfa los presentó a Kymil Nimesin, y ambos se entrenaron con el elfo en la Academia de Armas de Aguas Profundas.
Su presencia proporcionó un poco de tranquilidad a la acongojada semielfa.
—Me alegro de que la guardia esté aquí —dijo a Clion—. Varios Arpistas se alojan en esta taberna, y temo que estén en peligro.
Los soldados intercambiaron miradas de preocupación.
—¿Te refieres al asesino de Arpistas? —preguntó Raymid. La «sacerdotisa» asintió.
—Comunicaremos tus temores a nuestro capitán —le aseguró Clion—, y él enviará a alguien.
—¿Enviará? ¿No podéis quedaros vosotros dos? —inquirió Arilyn.
—No. Esta noche se celebra el funeral de Rhys Alacuervo, y nosotros formamos parte de la guardia de honor —le explicó Clion.
Arilyn sabía que no era una práctica habitual que la guardia de la ciudad participara en un funeral. Si la guardia también buscaba al asesino quizá sus antiguos camaradas podrían darle alguna información que le ayudara en su propia búsqueda.
—Una noche muy triste —comentó la semielfa—. Aguas Profundas hace bien en honrar a tan espléndido bardo. Espero que su asesino ya esté entre rejas.
—No se nos permite hablar de ese tema, señora —respondió Clion en tono severo y oficial.
Arilyn ahogó un suspiro. No podía perder tiempo con aquellas formalidades. Probablemente podría averiguar más cosas si sabían quién era ella, y aún más si los pillaba con la guardia baja.
—Clion, me sorprende que me hayas olvidado tan pronto —lo reprendió, ladeando la cabeza y esbozando una sonrisa coqueta—. Tú, que en otro tiempo te declarabas admirador de mis encantos.
La expresión de asombro en el rostro del soldado fue casi cómica.
—¿Señora? —balbuceó.
—Ah, ya veo que soy una presuntuosa —dijo Arilyn con un profundo suspiro—. ¡Un hombre como tú, que tiene todas las mujeres que quiere! No puedo esperar que las recuerdes a todas. —Entonces se volvió al otro hombre, que parecía disfrutar con el mal rato que estaba pasando su compañero, y le dijo—: Pero tú sí que me recuerdas, ¿verdad Raymid?
La sonrisa del hombre se borró de su cara, y estudió a la semielfa largamente antes de negar con la cabeza.
—Me resultas familiar pero…
—Tenemos un amigo en común —lo ayudó Arilyn—. Un maestro de armas.
—¡Arilyn! —exclamó Clion cuando al fin la reconoció.
—La misma que viste y calza —respondió la semielfa socarronamente—. Caramba, amigo, ya creía que me habías olvidado por completo.
—Eso es imposible —replicó Clion, dibujando una amplia sonrisa mientras se tocaba con un dedo la cicatriz de un corte que tenía en el dorso de la mano—. Tengo esto para recordarte. —Rápidamente recuperó la compostura y añadió—: También me recuerda que debo mantener las manos lejos de ciertas partes.
—Entonces no lamento haberte dado esa lección —dijo Arilyn—. Ya veo que has progresado; la guardia admite a muy pocos ex ladrones.
—¿Qué te trae aquí, y de esta guisa? —preguntó Raymid que nunca descuidaba el deber—. ¿O es que realmente te has hecho sacerdotisa? —Ambos hombres sonrieron al imaginárselo.
—¿Y cambiar también de raza? —Su voz adoptó un tono sombrío para explicar—: Busco al asesino de Arpistas, como vosotros. Tal vez podamos volver a trabajar juntos.
Clion negó con la cabeza.
—Créeme, Arilyn, ojalá pudiésemos decirte algo. Todo lo que sabemos es que debemos ir al funeral y vigilar. Nadie parece saber para quién o qué vamos a vigilar.
Una larga sombra cayó sobre la calle adoquinada sin que fuera precedida por el sonido de pasos. Raymid levantó la vista y dijo:
—Ah, bien. Aquí llega nuestro capitán.
Arilyn inspiró bruscamente, y Danilo la miró con curiosidad. El noble había seguido con gran interés la conversación y ahora se centró en el recién llegado.
El capitán de la guardia era un joven elfo que probablemente pronto llegaría al primer siglo de vida. Su tono de piel era dorado, tenía el pelo rubio oscuro y llevaba en la frente una cinta decorada con escritura elfa. El rostro era afilado, con pómulos salientes y una nariz aquilina. El cuerpo, alto y delgado, parecía tan grácil y flexible como un junco. Danilo se fijó en lo humanos que Arilyn e incluso Elaith Craulnober —que tenía sangre cien por cien elfa— se veían en comparación con el exótico elfo dorado. El capitán elfo se significaba mediante un comportamiento altanero en extremo. Su mirada reflejaba un absoluto desdén hacia los tres humanos.
Pero sus ojos de color negro obsidiana se suavizaron un tanto al posarse en la piel dorada de Arilyn y el tabardo de seda roja. La diosa de los Bosques era reverenciada por muchos elfos, además de humanos, y el elfo dorado se inclinó profundamente ante la sacerdotisa.
—Saludos, dama de Mielikki —dijo.
El hombre pelirrojo, a quien Arilyn había llamado Clion, rió por lo bajo ante el saludo del oficial.
—Me gustaría verlo. Capitán, permitidme que os presente a una vieja amiga nuestra: Arilyn Hojaluna, una de las mejores aventureras con las que Raymid y yo hayamos viajado. Arilyn, éste es Tintagel Ni’Tessine.
Con un ligero sobresalto Danilo recordó de pronto dónde había oído ese nombre. Tintagel Ni’Tessine era el elfo que había atormentado a Arilyn cuando ambos estudiaban en la Academia de Armas. Entonces miró a la semielfa y vio que se enfrentaba directamente a la furiosa mirada de Tintagel con expresión serena, aunque en sus ojos había un cierto recelo y tenía los labios muy tensos.
—Ya nos conocemos —dijo con voz tranquila.
El elfo dorado era la viva imagen de la indignación.
—¡Esto es una blasfemia! ¿Cómo te atreves a usurpar la identidad de una sacerdotisa de Mielikki, por no hablar de hacerte pasar por tel’quessir? —El dorado la miró de arriba abajo con desprecio—. Puedo comprender que desees ocultar tus verdaderos orígenes, pero aunque des un baño dorado a la escoria nunca será oro.
Los dos guardias escucharon la arenga del elfo boquiabiertos y perplejos. Danilo sentía el irresistible impulso de desenvainar la espada, pero algo en la expresión de Arilyn lo detuvo.
—Saludos, Tintagel —replicó la semielfa con total calma—. Debo admitir que también a mí me sorprende tu aspecto. Son pocos los miembros de tu raza que llevan ese uniforme.
El elfo entornó los ojos, y Danilo supuso que esas palabras, que a él le parecían inocuas, eran un insulto.
—Mi presencia en la guardia es sólo honoraria —explicó Tintagel, con voz y expresión algo defensivas.
—¿De veras? Aunque respeto profundamente a la guardia nunca hubiera pensado que tú pudieras considerar un honor pertenecer a ella.
—En su mayor parte, no es más que una bufonada —repuso Tintagel con rencor sin darse cuenta de que sus hombres fruncían el entrecejo por su comentario—. Alguien debe encargarse de que ponga un mínimo de orden en esta anárquica pila de tintineantes monedas que tú llamas ciudad.
—¿Y tú eres ese alguien? Qué afortunados somos todos los habitantes de Aguas Profundas —comentó Danilo divertido, hablando afectadamente. Las palabras del elfo contenían un cierto humor, involuntario. De hecho, Aguas Profundas era una ciudad bien gobernada en la que dominaba el orden y cuyas leyes se hacían respetar y se cumplían.
El elfo se fijó en Danilo, y rápidamente lo descartó. Entonces se dirigió a Arilyn:
—Mi padre murió con el corazón atravesado por una flecha en las montañas de Aguas Profundas. —Su mano fue a un lado y se cerró en torno al asta de flecha que le colgaba al cinto. Danilo entrevió una marca negra de extraña forma en la madera—. Yo he dedicado mi vida a vengar su muerte limpiando la ciudad de alimañas como las que mataron a Fenian Ni’Tessine —proclamó en tono sombrío.
—Una empresa muy noble, sí señor —dijo Danilo, siguiendo claramente la corriente al elfo—. Ahora, si no te importa, tenemos que irnos. —Con estas palabras, cogió el brazo de Arilyn y la condujo a los establos. La semielfa fue con él sin borrar la fría expresión cortés de la cara.
»Voy por los caballos —se ofreció Danilo.
Arilyn asintió distraídamente; sólo tenía ojos para el largo abrevadero de madera situado cerca de la puerta del establo. En un extremo había una bomba de mano. Arilyn agarró bruscamente un cubo vacío y se encaminó hacia la bomba. Una vez allí llenó el cubo de agua, hundió las manos en el líquido una y otra vez, y se restregó con fuerza la crema dorada de manos y cara. Después se arrancó el tabardo de seda a tirones, demasiado impaciente para esperar a que la ilusión se desvaneciera. La semielfa arrojó a un lado la prenda hecha jirones y recuperó orgullosa su identidad.
—Mucho mejor —dijo Danilo, y le tendió las riendas del caballo—. Ese matiz dorado no te sentaba nada bien y, a juzgar por el espécimen con el que nos acabamos de topar, los tel’quessir o como rayos se llamen son unos tipos francamente desagradables.