13

Arilyn se quitó la gorra y se pasó una mano por el pelo.

—A ver si lo entiendo. ¿Le has robado el libro de cuentas?

—¿Por qué no? —contestó Danilo metiendo el libro en la bolsa—. ¿A quién va a quejarse? Le echaremos un vistazo mientras almorzamos. Cerca de aquí hay una taberna que tiene un pescado frito delicioso.

—Has corrido un riesgo estúpido.

—Estás enfadada porque no se te ocurrió a ti primero —repuso el noble con una sonrisa petulante.

—Es posible —admitió la semielfa—. ¿Cómo lo hiciste? No te vi sacarlo de la tienda —inquirió la aventurera, dejando que Danilo la guiara.

—Gracias —dijo éste, como si Arilyn acabara de felicitarlo—. Ah, aquí está la taberna: La Platija Sonriente, un nombre muy adecuado.

Danilo la hizo entrar en una pequeña sala ya atestada de personas e invadida por el acre olor de cerveza y pescado frito. Danilo pidió para los dos. El noble comió rápidamente, después se limpió los dedos de grasa y sacó el libro. Dentro había pulcras columnas llenas de una rebuscada escritura oriental.

—¿Sabes leerla? —inquirió Arilyn.

—Todavía no.

Danilo lanzó un simple sortilegio para comprender aquel lenguaje. Ante sus ojos las fluidas líneas de la página se corrieron y cambiaron, hasta ordenarse por sí mismas en Común.

—Mira por dónde —exclamó Danilo admirativamente—. ¡Ha funcionado!

—Estás lleno de sorpresas, ¿eh? —comentó Arilyn, observándolo atentamente.

—Sí, y algunas son incluso buenas, aunque no siempre —replicó Danilo. El noble fue pasando páginas, echándoles una fugaz mirada. Pocos instantes después levantó la vista y previno a Arilyn—: Me temo que esto no va a gustarte.

—¿Y bien?

Danilo deslizó el libro hacia su compañera y volvió a una página situada hacia la mitad.

—Mira esta entrada: Elaith Craulnober compró veinte zafiros sin tallar. —Avanzó unas cuantas páginas y señaló otra entrada—: Aquí aparece de nuevo su nombre, como vendedor de un libro de hechizos. Aquí adquirió una estatua de Cledwyll, y en esa fecha tenía muchas ganas de comprar. En la última página hay una anotación sobre una indagación que hizo Elaith Craulnober. —Danilo levantó la vista y buscó los ojos de Arilyn—. Parece que tu amigo es un cliente habitual.

—Eso no significa necesariamente que sea el elfo que buscamos —objetó Arilyn.

—No estés tan segura. —Danilo retrocedió varias páginas—. Ese día el perista recibió de Elaith Craulnober una remesa de monedas poco comunes, que fueron entregadas por un hombre llamado Hamit, a quien el perista extendió un recibo. ¿Puedo decir «ya te lo dije» o espero a que estés desarmada?

—Muy bien, muy bien, me has convencido —reconoció la semielfa—. Pero ¿cómo lo has hecho? Sabías en todo momento dónde buscar.

—La ventaja de tener la cabeza hueca, querida, es que puedes llenarla con un montón de cosas intrascendentes. Una de mis muchas cualidades es que poseo una memoria excelente.

—Pero…

—¡Ah! ¡Escucha esto! Yo diría que esto es definitivo. —El tono de Danilo era tan triunfante que Arilyn se sintió confusa. Cada vez más consternada escuchó a Danilo leer en voz alta la lista de objetos recibidos de Hamit, entre los que figuraba una cajita de rapé encantada. La semielfa se levantó de la mesa y arrojó unas cuantas monedas en pago por el pescado que no había comido.

—¿Adónde vas ahora? —inquirió el noble con voz de hastiada resignación.

—A ver a Elaith Craulnober.

Danilo pareció despertar de pronto; se levantó también él de un salto y siguió a la semielfa fuera de la taberna.

—Arilyn, no es una buena idea. No va a gustarle nada lo que vas a decirle, y te advierto que no lo llaman «la Serpiente» porque sí.

—A mí me han llamado cosas peores.

—¡Espera! —Danilo la agarró por un brazo y la obligó a darse la vuelta para mirarla a la cara—. Tengo una idea mejor. ¿Por qué no entregamos a Elaith a las autoridades?

—¿Y las pruebas?

—Bueno, ¿tal vez esos dos hombres, Barth y Hamit? —Danilo ya no estaba tan seguro—. Ambos fueron asesinados; uno por la magia y el otro con una daga.

Arilyn se desasió y echó a andar resueltamente hacia la calle de la Víbora.

—No hay nada que demuestre que Elaith Craulnober sea el responsable de esas muertes.

Danilo se llevó las manos a la cabeza.

—¿Qué necesitas para convencerte? ¿Una confesión firmada?

—¡Basta! —le espetó la aventurera apuntándolo con un dedo—. No tengo tiempo para discutir. Puedes acompañarme o quedarte aquí. Si tienes miedo, no vengas.

—Yo no tengo miedo de ese elfo —repuso el noble con desdén—. Pero no me gusta tener tratos con sinvergüenzas.

—Te recuerdo que vas con una supuesta asesina —señaló Arilyn.

—Ah, pero entre él y yo media un abismo, querida —repuso Danilo con una petulante sonrisa. Las enlustradas botas del aristócrata resonaban en los adoquines mientras su dueño trataba de seguir el ritmo de Arilyn sin dejar de hablar—. Son dos categorías diametralmente distintas: un asesino es pintoresco y, por tanto, casi respetable. En cualquier caso, esta aventura me dará para una canción muy interesante.

—Ya vuelve a salir el bardo —se burló ella.

—Sólo espero vivir lo suficiente para poder cantarla —comentó Danilo.

Aunque pronunciadas con ligereza, aquellas palabras contenían mucha verdad, y Arilyn se estremeció.

—Estás empeñado en devolverme mi sombra, cosa que te agradezco —le dijo—. Pero, por favor, no te sientas obligado a acompañarme.

—Pareces olvidar que también yo tengo interés en encontrar al asesino —le recordó Danilo—. Ya ha tratado de matarme una vez y podría ser de los persistentes.

—¿Huiste del asesino y ahora estás impaciente por enfrentarte con él?

—Lo cierto es que no —reconoció Danilo—. Pero espero estar cerca cuando tú lo cojas; seguro que será digno de verse. —Ante el desdeñoso resoplido de Arilyn, añadió—: Bueno, alguien tiene que registrar los hechos para las generaciones futuras. ¿Se te ocurre una manera mejor de hacerlo que una balada, o a alguien más apropiado que yo?

—Sí.

Por una vez las palabras de Arilyn parecieron atravesar la dura piel del noble. Con expresión ofendida Danilo enmudeció y dejó de protestar por lo que la semielfa se disponía a hacer. Rápidamente volvieron sobre sus pasos, en dirección a la calle de la Víbora, abriéndose paso entre la multitud y entre los vendedores y artistas ambulantes que proliferaban como setas después de un chaparrón de verano. Al llegar a la taberna de Elaith, vieron el nuevo letrero que colgaba encima de la entrada.

—La Daga Oculta, ¿eh? —murmuró Danilo—. Un nombre muy tranquilizador.

Arilyn no se molestó en responder. Atravesó la taberna —esta vez el enorme gorila de la entrada no trató de detenerla— y abrió de golpe la puerta que conducía al despacho del elfo. Elaith estaba sentado tras su mesa de trabajo, revisando lo que parecían ser facturas de cargamentos, y acogió a los intrusos con una mirada glacial. Pero, inmediatamente, cambió de cara y esbozó una sonrisa de bienvenida.

Sin decir ni media palabra, Arilyn arrojó la cajita de rapé sobre el escritorio. Elaith le echó un vistazo y dijo suavemente:

—Oh, por fin aparece. ¿Te importa si te pregunto de dónde la has sacado?

—¿Conoces a un tipo llamado Barth? —preguntó Arilyn.

—Sí. Tenía la sospecha de que Barth me la robó. Nada le gustaba más que el rapé y no le hacía ninguna gracia que su socio la vendiera. Supongo que está muerto.

—Del todo.

—Bien. Pagué una suma considerable por el hechizo que lo mató. Siempre tranquiliza saber que uno ha gastado bien el dinero.

Arilyn expulsó el aire profundamente, desconcertada por la confesión del elfo.

—Hiciste que lo hechizaran para que muriera si trataba de revelar tu nombre. ¿Por qué?

—Creía que era evidente, querida. A veces uno se ve obligado a emplear a tipos como Barth, pero no es conveniente que los demás se enteren.

—Hay que guardar las apariencias —apuntó Danilo sin ningún deje de sarcasmo, pero los otros no le prestaron ninguna atención.

—¿Por qué me seguía Barth? —quiso saber Arilyn.

—Es una historia muy larga. ¿No quieres sentarte?

—No.

—Como quieras. Tengo entendido que conoces a un hombre llamado Harvid Beornigarth.

—Más o menos —contestó la semielfa, que se irguió y se cruzó de brazos.

—En el pasado lo contraté a él y a sus hombres para resolver asuntos que no requerían de la diplomacia. Hace algunos meses lo oí despotricar contra una «moza elfa» que luchaba cogiendo la espada con ambas manos. Harvid juraba que te encontraría y te arreglaría las cuentas. Puesto que sentía curiosidad por saber más de ti, envié a uno de mis hombres con la banda de Harvid.

—A Barth.

—Sí.

Arilyn apoyó ambas manos encima del escritorio y se inclinó hacia adelante. Su rostro era amenazador.

—¿Por qué? —repitió.

Elaith se quedó silencioso unos momentos.

—Sólo conocía a una etrielle que luchara de ese modo. Pensé que podría tratarse de Z’beryl.

Arilyn retrocedió. Nada podría haberla preparado para aquella respuesta. Apenas se dio cuenta de que Danilo le rodeaba la cintura con un brazo y la conducía a una silla.

—Será mejor que me cuentes qué está pasando aquí —logró decir, aún aturdida.

Elaith Craulnober se levantó y anduvo hasta una ventana. Entonces entrelazó las manos de largos dedos a la espalda y miró con fijeza el callejón, como si las respuestas estuvieran escritas allí.

—Z’beryl y yo crecimos juntos en la isla de Siempre Unidos —dijo al fin—. Éramos parientes lejanos. Hace muchos años perdimos el contacto.

—Supongo que no tienes ninguna prueba de lo que dices —dijo Danilo, situado en su lugar habitual, detrás de Arilyn.

El elfo miró de soslayo al dandi.

—Claro que sí. Me imaginé que Arilyn volvería e hice que me trajeran algunas cosas. —El elfo avanzó graciosamente hasta una caja fuerte empotrada en la pared, la abrió hábilmente y sacó dos objetos envueltos en seda. Desenvolvió el primero y se lo tendió a la semielfa.

Arilyn dejó escapar un pequeño grito. En las manos sostenía amorosamente un pequeño marco oval del que no podía apartar los ojos. Danilo se inclinó hacia el objeto por encima de su hombro.

—¿Tu madre?

La aventurera sólo pudo asentir. El retrato mostraba a una joven elfa de la luna, una etrielle que aún no podía considerarse adulta, con el sedoso cabello color zafiro recogido en largas trenzas y los ojos azules con motas doradas. Junto a ella se veía a un Elaith Craulnober más joven y feliz. Ambos iban ataviados con túnicas ceremoniales plateadas y azul cobalto, ¿acaso vestiduras nupciales? Arilyn dirigió una incrédula mirada el elfo de la luna, y la sonrisa de éste reflejó una antigua tristeza.

—Y también hay esto —dijo Elaith, dejando a la vista una ornamentada espada, que dejó sobre la mesa frente a Arilyn. Había runas grabadas a lo largo de la hoja y una piedra blanca con manchas azules relucía en la empuñadura.

—¡Una hoja de luna! —exclamó Danilo, señalando el arma.

—No se de qué te extrañas tanto, joven. Estas espadas no son tan singulares como crees entre los elfos. Conozco a muchos que o bien llevan una o bien la poseen, aunque es cierto que la mayoría de ellos viven muy lejos de aquí: en Siempre Unidos o en las áreas más remotas de los Valles, cerca de donde antes se alzaba Myth Drannor.

—¿Tú no llevas tu hoja de luna? —preguntó Arilyn.

—No.

—Pero yo creía que el elfo y su espada no podían separarse —objetó la semielfa.

—Normalmente es así, pero esta espada en particular está adormecida. La magia que en otro tiempo poseía se ha perdido.

—No estoy segura de comprenderlo —dijo Arilyn, frunciendo el entrecejo.

—¿Z’beryl no te habló de las hojas de luna? No, ya veo que no. —Elaith se recostó en el borde de la mesa y cruzó los brazos—. Hace muchos siglos, trescientos maestros armeros forjaron las hojas de luna. En un principio, su único poder era la capacidad de juzgar el carácter. Sólo un elfo podía empuñarla, y se transmitía de generación en generación. Cada nueva generación añadía un nuevo poder a la espada, que dependía de las necesidades o la manera de ser de quien la empuñaba. —Elaith hizo una pausa y enarcó una ceja—. ¿Conoces todo esto? —Arilyn asintió, pues no deseaba distraer a Elaith—. ¿Sabes por qué fueron creadas? —preguntó el elfo. Arilyn vaciló y después negó con la cabeza.

»No puedo decir que me sorprenda —comentó Elaith secamente—. Kymil Nimesin fue tu maestro, ¿verdad?

—Sí, ¿y qué? —repuso Arilyn en tono algo desafiante.

—Mi querida etrielle, lord Kymil pertenece, en más de un sentido, a una especie en vías de extinción. Aún se lamenta de la destrucción de Myth Drannor y, como muchos de su raza, es incapaz de aceptar los cambios radicales ocurridos en Faerun que han transformado el destino de los pueblos elfos. Si Kymil conoce el papel que las hojas de luna desempeñaron en ese proceso, dudo que sea capaz de hablar de ello.

—Yo soy mala estudiante, y él lo sabe. A mí sólo me interesaba el uso práctico de la espada. El tiempo de Kymil era demasiado valioso para malgastarlo en darme lecciones de historia a las que no hubiera prestado atención.

—Es una auténtica lástima —dijo Elaith y suspiró—. Pero prosigamos. El Consejo de Myth Drannor decidió que debían tomarse medidas para asegurar la supervivencia de los pueblos elfos en Faerun. Nosotros, los elfos de la luna, nos parecemos bastante a los humanos y de todas las razas elfas somos los más adaptables y tolerantes, es decir, los más adecuados para actuar como puente entre las razas elfas más cerradas y el género humano, cada vez más numeroso. Así que se decidió ennoblecer a una familia de elfos de la luna, que deberían reinar en la isla de Siempre Unidos. Con las hojas de luna se eligió a esa familia mediante un proceso que se prolongó muchos siglos.

»Fue un simple proceso de eliminación —prosiguió Elaith, cogiendo la hoja de luna adormecida—. Como ya sabes, la hoja de luna es capaz de aceptar o rechazar a su futuro dueño. La familia que al cabo de tiempo poseía un mayor número de hojas de luna demostró auténtica nobleza, y una línea de sucesión probada. Ésa se convirtió en la familia real.

—¿Qué pasa cuando una de esas espadas rechaza al heredero elegido? —inquirió Danilo.

—¿Recuerdas qué ocurrió cuando trataste de tocar la hoja de luna? —preguntó Arilyn.

—Huy. —Danilo se estremeció—. Una herencia muy peligrosa.

—Justamente —convino con él el quessir—. Y con el paso del tiempo es cada vez más peligrosa, ya que la hoja de luna va adquiriendo nuevos poderes y cuesta más manejarla. Pocos demuestran ser dignos de esta tarea. Sin embargo, no todos los herederos indignos mueren en el intento; si él o ella es el último miembro de un linaje la espada considera que ha completado su misión, probar la nobleza de ese linaje, y se adormece. —La mano del elfo acarició con aire ausente la piedra blanca incrustada en la espada.

—Como tu espada —dijo Danilo.

—Sí, como mi espada —confirmó Elaith suavemente. Entonces alzó los ojos hacia Arilyn y admitió—: Yo soy el último Craulnober. Todo mi clan fue masacrado, con excepción de mi abuelo. Poco después de que se tomara este retrato mi abuelo murió y la espada llegó a mis manos. —Sus labios se curvaron en una leve sonrisa de desprecio por sí mismo, pero sus ojos no lo reflejaron—. Parece que la espada me conocía mejor que yo mismo entonces.

—Lo siento —dijo Arilyn suavemente.

—Y así sucedió. A raíz del juicio emitido por la espada, mi boda se suspendió. En lugar de quedarme en Siempre Unidos y vivir con ese estigma preferí venir a Aguas Profundas y hacerme aquí un hueco. El resto ya es cosa sabida y… —Aquí el elfo se interrumpió e inclinó irónicamente la cabeza en dirección a Danilo—… materia de rumores.

—Una historia conmovedora —comentó Danilo arrastrando las palabras— que explica tu interés por Arilyn, pero, desgraciadamente, poca cosa más.

—¿Qué más queréis saber?

—Volvamos a esto —respondió el noble, cogiendo la cajita de rapé de Perendra de encima de la mesa—. ¿Cómo llegó a ti?

—Se la compré a un perista.

—Jannaxil.

—Muy bien, humano. —Elaith enarcó las cejas sorprendido—. Y supongo que ya habrás averiguado de dónde la sacó él.

—De Hamit. Aguas Profundas parece ser una ciudad muy pequeña.

—En estos momentos estoy de acuerdo contigo —repuso el elfo, mirando a Danilo con desagrado—. Sí, por órdenes mías, Barth y su socio, Hamit, se introdujeron en casa de la maga para recuperar un objeto en particular: un libro de hechizos. Perendra los sorprendió, y ellos la mataron. Luego cometieron el error de desvalijar la casa y vender lo que habían robado. Yo me enteré cuando vi la cajita de rapé de Perendra en la tienda de Jannaxil. La compré y me la llevé a mi casa, y después fui a ajustar cuentas con Hamit.

—O sea, a matarlo —lo corrigió Danilo.

—Naturalmente. También me hubiera encargado de Barth, pero mientras me ocupaba de Hamit al parecer cogió la cajita de rapé y partió hacia Evereska. Por suerte el hechizo ha funcionado. —Elaith hizo una pausa—. Para entonces, varios Arpistas habían sido víctimas del asesino. Aunque Perendra era la única que no presentaba la marca a fuego, no quería correr el riesgo de que alguien me acusara de ser responsable de su muerte, y quizá también de ser el asesino de Arpistas. No quiero que me carguen con el muerto.

—Estás siendo muy locuaz —comentó el noble con cierta perplejidad.

Elaith lo miró un tanto sorprendido.

—Supongo que has oído hablar del código de honor que existe entre ladrones. Los asesinos tienen un código similar. Por cierto —añadió, dirigiéndose a Arilyn—, he obtenido la información que me pediste. —El elfo volvió a la caja fuerte y sacó varias hojas de pergamino, una de las cuales dio a la semielfa—. Esta mañana adquirí algo que te pertenece. Estoy seguro de que no quieres que caiga en manos equivocadas.

Sin entender sus palabras Arilyn echó un vistazo a la página.

—Está dirigida a los zhentarim de Zhentil Keep.

—Sí. Lo encontré por casualidad mientras investigaba los posibles antecedentes del asesino de Arpistas.

Involuntariamente Arilyn se estremeció. Elaith acogió su reacción con una sonrisa divertida.

—Tal vez ahora, teniendo en cuenta estos nuevos datos, podemos acabar con la farsa.

—¿Farsa?

—Oh, vamos —la reprendió el elfo amablemente—. Debo decir que admiro tu plan; eres realmente astuta. A mí no se me hubiera ocurrido cobrar simultáneamente de los Arpistas y de los zhentarim.

—¿De qué estás hablando? —inquirió ella, horrorizada.

—De tu genial montaje. ¿De qué si no? —Elaith sonrió—. Es brillante aunque también arriesgado. Una agente Arpista que trabaja para los zhentarim. Pese a sus muchos defectos, la Red Negra ciertamente paga bien. Como ejecutora de zhentarim le ofreces un valioso servicio: eliminar a los rebeldes, los inoportunos y los ineptos de sus filas. Y a los Arpistas les encanta que acabes con las alimañas de este mundo. —Elaith rió por lo bajo—. Arpistas y zhentarim unidos por fin. ¡Qué ironía tan deliciosa!

La diversión de Elaith acabó tan pronto como se encontró con la punta de la espada de Arilyn en la garganta.

—Yo no trabajo para los zhentarim —afirmó la semielfa, y su voz rebosaba una rabia contenida—. ¿De dónde has sacado esa idea?

—Caramba, caramba —se maravilló Danilo—. Al final resulta que he estado acusando a quien no era.

Arilyn le lanzó una mirada furiosa.

—Danilo, éste no es el momento para…

—¿Es que no lo ves? —insistió el noble—. El elfo al que estás a punto de atravesar es inocente. Bueno, quizás inocente no sea la palabra adecuada para él, pero tampoco es culpable. Esto… lo que quiero decir es…

—¡Suéltalo ya!

—Elaith Craulnober cree que tú eres la asesina de Arpistas —dijo Danilo—. Por tanto, eso significa que él no es el asesino.