12

El sol del otoño iluminaba la plaza de la Doncella, que a esa temprana hora de la tarde era un hervidero de gentes y de vistosas mercancías. Según una leyenda, siglos antes de que Aguas Profundas fuera una ciudad allí se alzaba un altar en el que se sacrificaban jóvenes doncellas a los dioses dragones. Pero aquel día de ese oscuro pasado parecía muy remoto.

La hora del almuerzo ya había pasado, y en el cálido aire del otoño aún flotaban deliciosos aromas. Una multitud curioseaba entre los puestos de un mercado al aire libre en el que se podía comprar desde productos frescos a exóticas armas. Al otro lado de la plaza se ofrecían servicios, y tal vez doscientas personas pertenecientes a todas las razas y nacionalidades subían y bajaban los escalones de una galería en forma de arco.

A la plaza acudían quienes buscaban trabajo, recién llegados a la ciudad, viajeros a quienes les habían robado el dinero y necesitaban el billete de regreso, aventureros, sirvientes, magos, mercenarios; todos para ofrecer sus servicios. Allí se podía encontrar de todo. Desde luego, algunos servicios no se anunciaban abiertamente pero si alguien preguntaba podía estar seguro de dar con lo que quería discretamente.

También había un gran número de posibles patrones. Los jefes de las caravanas pasaban por la plaza de la Doncella para alquilar los hombres armados y exploradores que necesitaban para los viajes largos. Además, como la esclavitud estaba prohibida en Aguas Profundas, mercaderes y dignatarios procedentes de las tierras meridionales y del lejano oriente a menudo contrataban a sirvientes para reemplazar a sus esclavos. Incluso aquellos aventureros que deseaban formar partidas acudían allí.

En medio de tanto trajín estaba sentado Blazidon el Tuerto. Era, tal vez, el más conocido en su profesión y dirigía un boyante negocio haciendo de intermediario entre quienes necesitaban determinados servicios y quienes los ofrecían. Uno no podía imaginarse a alguien con menos aspecto de hombre de negocios que el canoso ex aventurero; presentaba un aspecto desaliñado, con ropas polvorientas y un cuerpo muy huesudo y nervudo. Probablemente su barba entrecana había sido bermeja en otro tiempo, pero ahora se veía mojada de cerveza y clamaba a gritos una visita al barbero. Un parche cubierto de polvo le cubría el ojo izquierdo, y un chaleco de cuero revelaba su pecho desnudo.

Los ayudantes de Blazidon —un secretario y un guardaespaldas— eran tan insólitos como su amo. El secretario era un talludo halfling más alto y esbelto que la mayoría de sus congéneres. El tipo superaba el metro veinte de estatura, una espesa pelambrera muy rubia le cubría cabeza, barbilla y pies descalzos, y llevaba calzas amarillas limón que hacían juego con la túnica. Su frívolo aspecto chocaba con su circunspecta conducta, pues escribía diligentemente en el libro de cuentas de Blazidon y contaba los pagos con una escrupulosidad que los halflings solían reservar a sus propios tesoros. El guardaespaldas era un feroz enano con unos abultados músculos y un hacha de afilada hoja que compensaba perfectamente su corta talla.

Arilyn dio un codazo a Danilo para alejarlo de un puesto de pastelillos y señaló al extraño trío.

—Ése es Blazidon. Si alguien conoce a nuestro hombre es él.

Danilo asintió.

—Mi familia suele contratar gente para las caravanas a través de él. ¿Por qué no me dejas que hable yo?

Arilyn dudaba, pero entonces comprendió que era una sugerencia muy acertada. No sería natural que un muchacho humano de clase baja y medios limitados hiciera el tipo de indagaciones que debía hacer. Pero el acicalado Danilo podría hacer preguntas sin despertar sospechas. Así pues, asintió y siguió a Danilo a un paso de distancia, como si fuera el criado de un acaudalado mercader.

Al ver que se acercaban, Blazidon alzó la vista y preguntó:

—¿Qué se os ofrece?

—Teníamos la esperanza de que pudiera ayudarnos a encontrar un patrón —respondió Danilo.

El único ojo bueno del hombre examinó de arriba abajo al noble y a su «criado» y frunció los labios.

—Tengo trabajo para el muchacho, sin problema, si es que sabe usar esa arma que lleva. Hay unos mercaderes de gemas que necesitan un par de mercenarios. En cuanto a ti —Blazidon miró a Danilo especulativamente—, he oído que una dama de Thay está buscando un escolta local para el festival. Que conste que normalmente no intervengo en este tipo de contratación, pero si quieres te diré dónde encontrarla.

Arilyn sonrió burlona, pero Danilo retrocedió un paso, horrorizado.

—Señor, me malinterpreta. No estoy buscando empleo, sino que debemos averiguar la identidad de…

Arilyn empujó a Danilo a un lado y tendió a Blazidon un esbozo al carboncillo del hombre al que habían atrapado con la cajita de rapé de Perendra. Aunque ella no era una artista, dibujar a un hombre con una sola oreja, la nariz torcida y una cicatriz causada por un rayo no era tan difícil.

—¿Conoces a este hombre? —le preguntó la semielfa con voz queda.

Blazidon contempló el dibujo con ojos entornados.

—Ése tiene que ser Barth. Hace tiempo que no lo veo por aquí. —Los ojos del hombre fueron del dibujo a Danilo y después a Arilyn—. ¿Con quién estoy tratando, chico? ¿Contigo o con tu amo?

—Conmigo —repuso Arilyn con firmeza.

—Bien. —El hombre asintió.

—¿Puedes decirme algo sobre él?

—No, la verdad es que apenas lo conozco. Hamit, su socio, es otra cosa. De él sí tendría mucho que decir.

—¿Dónde podemos encontrar a ese Hamit?

—En la Ciudad —respondió el hombre sin rodeos. En el argot de Aguas Profundas «Ciudad» quería decir Ciudad de los Muertos, el gran cementerio situado en el extremo noroccidental de la ciudad—. Debió de cruzarse en el camino de alguien. Lo encontraron con una daga en la espalda. —El hombre se encogió de hombros y añadió—: Son cosas que pasan.

—¿Tienes alguna idea de quién pudo haber contratado a Barth y a Hamit recientemente?

—Eso es precisamente lo que yo trataba de decir —explicó Danilo en tono quejumbroso. Pero nadie le prestaba atención.

—Es posible —contestó Blazidon, mirando al enano.

Éste extendió su robusta mano con la palma hacia arriba, al tiempo que gruñía:

—Paga.

Obedientemente, Danilo dejó caer una moneda de oro en la zarpa del enano. Éste la examinó, la mordió e inclinó ligeramente la cabeza en dirección al talludo. El secretario de Blazidon volvió varias páginas del libro.

—Ese par trabajaba para cualquiera que tuviera dinero —dijo el talludo con una voz semejante a la de un niño humano—. Eran guardaespaldas, matones, ladrones de casas e incluso cometieron uno o dos asesinatos, aunque sus víctimas nunca fueron gente importante. A Barth también le gustaba trabajar solo. Su especialidad era hurtar haciendo juegos de manos. Solía trabajar siempre con el mismo perista.

—El nombre del perista os costará algo más —añadió el enano. Danilo dejó caer un puñado de monedas de cobre en la mano del guardaespaldas. Pero el enano le lanzó una mirada tan torva que el noble se apresuró a añadir una pieza de oro.

—Jannaxil Serpentil —dijo el secretario—. Es un comerciante y erudito turmita que posee una librería en la calle de los Libros. Es un tipo bastante engreído, pero si uno tiene buena mercancía hay que acudir a él.

—¿Se os ofrece algo más? —preguntó Blazidon.

—Creo que no —respondió Arilyn, y se guardó el dibujo de Barth en la manga. Entonces, sin poder resistirse, levantó una ceja en dirección a Danilo y añadió—: A no ser que desees reconsiderar la oferta de la dama de Thay.

Pero para entonces Danilo ya había recuperado su habitual yo, por lo que replicó presuntuosamente: —No podría pagarme.

Ataviada con un sobrio vestido de seda de un intenso color burdeos, Loene entrelazó los dedos en el regazo y contempló a su viejo amigo, el mago Nain Silbidoagudo. Los tiempos habían cambiado. En el pasado ambos habían compartido andanzas en la Compañía de los Audaces Aventureros, pero ahora hablaban remilgadamente de negocios y política en la sala de estar de la aventurera.

—Tu plan suena bien, Nain. Participaré.

—No lamentarás la inversión, Loene —replicó el mago sonriendo satisfecho—. No sólo está creciendo la demanda de teca y caoba de Chult, sino que nuestra empresa contribuirá a que Aguas Profundas establezca lazos con la isla de Lantan. Cada vez son más los barcos piratas que surcan las costas, y Lantan nos ofrece un puerto a cambio de que les ayudemos a proteger sus aguas de pesca.

—Te has convertido en todo un político, Nain. —Loene lo interrumpió hábilmente con un cumplido. A la mujer le gustaba oír historias, pero las disertaciones de Nain sobre política la aburrían soberanamente—. Estás aquí desde antes del mediodía. ¿Ya has comido? ¿No? Yo tampoco. Podemos seguir hablando durante el almuerzo.

—Me encantará quedarme.

—Bien. —Loene se levantó de la silla y accionó el tirador bordado—. Se lo diré a Graves.

El criado no acudió a la llamada. Loene hizo sonar la campanilla una segunda vez, y su semblante se ensombreció.

—Graves es muy rápido en responder. Voy a ver por qué no viene.

La mujer se encaminó a la cocina y se detuvo en la entrada, sintiéndose una intrusa allí. Después de todo, apenas había puesto un pie en aquella zona desde el día que compró el castillo en miniatura. Su mirada recorrió la impoluta cocina. Nada estaba fuera de su lugar, excepto su único ocupante.

Graves se había derrumbado sobre una mesa de madera de pino, junto a un cuenco de manzanas listas para ser peladas y una masa de tarta que ya se había secado y se había vuelto transparente. La maza aún le pendía del cinto y tenía un cuchillo de pelar al alcance de su mano, junto a una manzana partida.

El temor se apoderó de Loene mientras caminaba sobre el inmaculado suelo hacia el hombre. Al llegar junto a él, le buscó la mano izquierda y le dio la vuelta. En la palma ya fría de su más viejo y leal amigo vio la marca de un arpa y una luna creciente.

La mujer se hincó de rodillas al lado de la mesa de la cocina y abrazó el cuerpo de Graves.

—Maldito seas, Elliot —susurró—. Deberías haber tirado esa insignia de Arpista a la cloaca hace muchos años.

—Hola, Jannaxil.

El librero dio un brinco, y el precioso volumen que estaba hojeando se le cayó de las manos. Elaith Craulnober, alias «la Serpiente», había entrado en la habitación y se había sentado cómodamente en una silla con las piernas estiradas delante de él. Las pálidas manos del elfo jugueteaban con una pequeña daga.

—Pero, por favor, recógelo —dijo Elaith, divertido.

Jannaxil Serpentil, propietario de la librería Libros e Infolios Serpentil, obedeció. Estupefacto, recogió el libro y lo colocó en el borde de la mesa. Hasta entonces el comerciante y perista siempre se había sentido bastante seguro, pese a los riesgos inherentes al negocio y a que su librería se encontraba en el peligroso distrito de los Muelles. Inexplicablemente, el elfo había burlado las poderosas defensas mágicas con las que se protegía cualquier perista que se preciara. Allí, en su sanctasanctórum, Jannaxil estaba indefenso.

En un intento por controlar la situación, Jannaxil se colocó tras la mesa de madera de roble que dominaba su despacho y aposentó su voluminoso cuerpo en una amplia silla de piel, todo esto tratando de dar la apariencia de que era el rey de su pequeño mundo.

—¿Cómo has entrado? —le espetó al elfo.

—Vamos, vamos. En tu negocio y en el mío hay cosas que ya no se preguntan —replicó Elaith cruzando las piernas pausadamente—. Tengo entendido que han llegado a tus manos unos papeles, cartas dirigidas al líder de los zhentarim en Zhentil Keep que hacen referencia a una serie de asesinatos.

—Es cierto —repuso el perista cautelosamente.

—Me gustaría verlos.

—Naturalmente. —Jannaxil se levantó trabajosamente y fue a coger un fajo de papeles de una de las estanterías que cubrían las paredes del despacho. Acto seguido se lo entregó a Elaith, que los examinó sin prisas.

—El precio es diez monedas de plata —dijo el perista, rompiendo el silencio. Debería haber pedido el doble, pero ese día la reputación de su cliente había atemperado su entusiasmo por el regateo. Ya empezaba a lamentar haber mencionado aquella mañana la existencia de esos papeles al mensajero de Elaith Craulnober. El elfo había hecho correr la voz que pagaría muy bien por determinado tipo de información, pero un buen perista debería darse cuenta de que era mejor no correr determinados riesgos. Cuando un asesino empezaba a meter las narices en los asuntos de otro asesino, no era prudente entrometerse.

Elaith dejó el fajo de papeles sobre la mesa. «Muy interesante», se dijo, pero había una conexión importante en todo eso que aún se le escapaba. Como solía hacer mientras pensaba, el elfo jugueteaba con una pequeña daga ornamental, haciéndola girar sin darse cuenta entre sus hábiles dedos. No obstante, no se le escapó el efecto que producía eso en el perista.

Jannaxil seguía la daga con la mirada, observando cada destello y cada giro con una mezcla de horror y fascinación. Sin embargo, apoyaba calmosamente las manos encima de la mesa con sus regordetes dedos extendidos, como si estuvieran listos para hacerse con el dinero, pese al riesgo.

Avaricia. A Elaith le gustaba eso en un humano. Y Jannaxil, uno de los mejores peristas de Aguas Profundas, la tenía en abundancia. El achaparrado y astuto hombrecillo trataba con la chusma del distrito de los Muelles, pero también era capaz de discutir acerca de rarezas bibliófilas con los sabios más eruditos de varios reinos. Elaith lo consideraba un contacto valioso y acostumbraba hacer negocios con él. El elfo pensaba pagar ese precio, pero no veía ninguna razón por la que no pudiera divertirse antes un poco.

—Muy valioso —repitió Jannaxil, esta vez con menos convicción.

—¿Para quién? —inquirió el elfo—. ¿Para la Cofradía de Asesinos?

Jannaxil palideció y señaló los papeles de encima de la mesa.

—Están dirigidos a Zhentil Keep. Papeles como ésos no salen de Aguas Profundas todos los días —farfulló.

—Una curiosidad —admitió Elaith. El movimiento de la daga se hizo más lento.

—Son una ganga. Valen mucho más de diez monedas de plata —insistió Jannaxil, que intuía una posible venta.

—No veo por qué. —La daga reemprendió su danza.

—Bueno, supongo que hay una recompensa por ellos.

—¿Quién estaría dispuesto a pagarla?

—Probablemente a los Señores de Aguas Profundas les interesaría saber que alguien de la ciudad cobra de la Red Negra para «ejecutar» a algunos zhentarim —comentó el perista, haciendo referencia al poderoso y misterioso consejo que gobernaba la ciudad, con lo que esperaba reforzar y justificar el precio de venta. Después de todo, no había mucha demanda para aquel tipo de papeles.

—¿Los Señores de Aguas Profundas? —Elaith se echó a reír sinceramente divertido—. ¿Se lo cuentas tú o lo hago yo?

El humano se sonrojó ligeramente. Sintiéndose incómodo y avergonzado musitó:

—Muy bien, llévate los papeles. Tú sabrás tratar mejor a los zhentarim que yo.

En cuanto pronunció estas palabras Jannaxil se dio cuenta de su error. Demasiado tarde. Sin dejar de girar vertiginosamente, la daga atacó, y un chillido resonó en la tienda vacía.

Elaith era conocido por su profundo desprecio hacia los malvados líderes de Zhentil Keep y hacia los miembros de la Red Negra que tenían una de sus principales bases en la ciudad rodeada por murallas de granito negro. Su animadversión no tenía tanto que ver con los escrúpulos como con el estilo, pues tanto los zhentish como los zhentarim carecían de él. Elaith encajó el insulto y lanzó la daga sin dejar de sonreír en ningún momento.

—Sí, me los llevaré. Gracias por tu generosa oferta. —Con movimientos calmosos el elfo apartó el fajo de papeles de la mancha de sangre que empezaba a extenderse por la mesa. Acto seguido se los guardó en la capa y se levantó, listo para marcharse. Entonces, como si se le acabara de ocurrir, fue a coger la daga.

Ésta se había hundido profundamente en la madera después de atravesar la mano izquierda de Jannaxil.

Elaith cerró los dedos alrededor de la empuñadura y se inclinó hacia el aterrado perista. El sudor le corría por la cara, y miraba fijamente a Elaith hipnotizado, como si el elfo fuera realmente una serpiente.

—Esto es para el clérigo —comentó el elfo de la luna, deslizando una moneda de oro bajo los dedos de la mano herida.

Riéndose de su propia gracia, Elaith Craulnober tiró de la daga y se volvió para irse. Un segundo chillido angustiado siguió al elfo mientras salía de Libros e Infolios Serpentil al callejón.

La calle de los Libros estaba muy concurrida al mediodía, y los gritos de Jannaxil habían congregado a una multitud ante la puerta principal de la librería. Elaith oyó que los ciudadanos murmuraban entre sí y lanzaban exclamaciones, especulando sobre lo que podría haber pasado y preguntándose qué hacer. Como solía ocurrir en el distrito de los Muelles, por el callejón pululaban pillos y bribones que cerraban oscuros negocios. Pero incluso los rufianes más temibles se ocultaron en las sombras al paso del elfo.

—Parece que la demanda de libros raros se ha disparado —comentó Danilo, al tiempo que señalaba la pequeña multitud congregada bajo el modesto letrero de Libros e Infolios Serpentil.

—La mayoría ya se marcha —dijo Arilyn fijándose en la expresión precavida de los curiosos, que cada vez eran menos numerosos—. Sea lo que sea lo que haya ocurrido, ya ha pasado.

La tienda era un sencillo edificio construido con bloques de arenisca. El único detalle lujoso era la puerta; de una exótica madera primorosamente tallada. Al acercarse, Arilyn vio que la puerta contenía una segunda, más pequeña, con un ventanuco a la altura de los ojos. Pese a que la puerta estaba cerrada y asegurada, la puerta pequeña estaba entornada y revelaba estantes y arcones llenos de mercancías. Arilyn llamó con fuerza.

—Está cerrado —dijo una voz que venía de la parte trasera—. Vuelve otro día.

—El asunto que me trae no puede esperar.

—¡Pues tendrá que hacerlo!

Arilyn cerró el puño y volvió a golpear, está vez más fuerte. Los últimos dos mirones que rondaban cerca de la tienda intercambiaron miradas vacilantes y se alejaron.

—¡Vete!

—Encantado, pero cuando termine con mi asunto.

Un hombre bajo y regordete salió farfullando de una habitación del fondo y avanzó pesadamente hacia la puerta. Pese a ser de pequeña estatura, el hombrecillo se esforzaba por dar una imagen digna. Llevaba prendas oscuras de corte impecable sobre las que se había puesto una toga abierta de estudioso para recalcar que era tanto un comerciante como un erudito. Se había alisado el cabello oscuro y aplicado un ungüento, y tenía una cara redonda y gorda. En esos momentos se veía pálida y demacrada, y se había vendado torpemente una mano con gasas. El librero miró desdeñosamente el disfraz de rapaz de Arilyn.

—A ver, ¿cuál es ese asunto tan importante?

—Estoy buscando a Jannaxil.

—¿Qué quieres de mí?

—¿Conoces a este hombre? —le preguntó, mostrándole el dibujo del ladrón Barth.

Los ojillos del comerciante se convirtieron en meras hendiduras.

—No tiene el aspecto de alguien que compre libros. Y, hablando de eso, tú tampoco. Márchate y no me hagas perder más tiempo.

—Espere un momento, buen hombre —intervino Danilo, jugueteando despreocupadamente con el colgante, de modo que el emblema de la familia Thann quedara bien a la vista—. Tenemos excelentes razones para buscar a ese hombre, y le sugiero que coopere con nosotros.

Danilo había hablado con extrema altivez, y su semblante expresaba la autoridad de alguien acostumbrado a ser obedecido. Jannaxil reaccionó con los instintos de un adulador nato: descorrió el cerrojo de la puerta para dejarlos entrar en la tienda murmurando disculpas e inclinándose tanto como le permitía su rechoncha anatomía.

El perista condujo a Danilo y Arilyn a su despacho, en la parte de atrás. Las paredes de la habitación estaban cubiertas con estantes de libros muy poco comunes, muchos de ellos con incrustaciones de piedras preciosas y metales. Arilyn declinó el refrigerio que les ofrecía Jannaxil y tomó asiento frente a la mesa de madera de roble del comerciante. Danilo prefirió apoyarse contra una estantería repleta de libros.

—Si no le importa, voy a curiosear un poco —dijo el noble a Jannaxil.

—Naturalmente. —El perista se sentó en una silla detrás de la mesa. Arilyn se fijó en un pequeño agujero irregular que resaltaba en la brillante madera. Con aire de indiferencia, Jannaxil ocultó el agujero poniendo encima una escribanía y dejó caer la mano vendada en el regazo—. ¿En qué puedo servir a la familia Thann? —preguntó en tono grandilocuente. Aunque no añadiera «esta vez», las palabras flotaban en el aire.

—¿Has visto esto antes? —le preguntó Arilyn, sacándose una cajita de rapé dorada de los pliegues de la capa y mostrándosela.

El hombrecillo se encogió de hombros.

—Es posible. Este tipo de cajitas de rapé doradas son bastante corrientes.

—Pero muy pocas llevan esta marca. —Arilyn depositó la cajita encima de la mesa y dio unos golpecitos a la runa grabada en la tapa—. ¿Conoces esta marca?

—Mi especialidad son los libros y documentos raros —respondió el hombre dándose importancia—. No puede esperarse de mí que conozca el símbolo de todos los magos de Faerun.

—Es evidente que eres un hombre sabio —repuso Arilyn en tono amable, inclinándose hacia adelante. Jannaxil asintió modestamente—. De otro modo no habrías sabido que éste es el símbolo de una maga. —El disparo dio en el blanco, y un nervio bajo el ojo izquierdo del hombre empezó a temblar.

—¿Qué otra cosa podría ser una marca como ésa?

—Sí, ¿qué otra cosa? —Arilyn dejó el dibujo al lado de la cajita—. ¿Estás completamente seguro de que no has visto nunca a este hombre?

Jannaxil cogió el dibujo y lo estudió.

—Humm… Ahora que lo pienso creo que me compró un libro hace algunos meses. Me lo cambió por otra cosa.

—¿Quizá por esta cajita?

El perista sonrió suntuosamente y extendió los dedos de la mano sana como si quisiera decir: «Vale, me has pillado».

—Estos libros deben de ser muy caros —comentó Danilo, alzando la vista de un volumen miniado—. Dudo que hicieras un buen negocio.

—Se trata de una cajita verdaderamente excepcional —se defendió Jannaxil. Fue a cogerla, no sin antes pedir permiso a Arilyn alzando una ceja. La semielfa inclinó levemente la cabeza. El perista abrió la cajita, cogió un abundante pellizco de rapé y lo saboreó—. Ah. Es el mejor que he encontrado nunca. —A continuación sacó de un cajón un pergamino de gran tamaño, lo colocó sobre la mesa y volcó en él el resto del rapé, agitando la cajita para vaciarla por completo. Entonces cerró la tapa y se la tendió a Arilyn, diciéndole—: Coge un poco.

Curiosa, la semielfa medio abrió la cajita. Estaba llena a rebosar. Arilyn la volvió a dejar en la mesa.

—¿Veis? —El perista lanzó una mirada de triunfo a Danilo—. Es un objeto muy valioso. El encantamiento es muy poderoso.

—Tiene que serlo —replicó Arilyn—. Esta cajita pertenecía a la maga Perendra. —Jannaxil acogió esta información con fingida sorpresa—. Supongo que no tienes nada más de ella… otro intercambio…

—Es improbable. —El hombrecillo hizo una reflexiva pausa—. Claro que, como yo no sabía que la cajita había sido robada, es posible que otras pertenencias de la maga llegaran a mis manos. No lo sé. Recordad que mi negocio son los libros. Tal como el joven lord Thann ha señalado, muchos de mis libros son muy valiosos. De vez en cuando hago trueques, pues ya se sabe que los eruditos suelen tener los bolsillos vacíos. Después vendo al mejor precio posible las cosas que me dan.

—Qué raro, nunca hubiera dicho que Barth fuese un erudito —dijo Danilo suavemente.

—Incluso el más humilde de los hombres puede tener una gran sed de conocimientos —repuso hipócritamente el perista—. Yo he aprendido a no hacer caso de las apariencias.

—Una medida muy sabia, estoy seguro. —Danilo cogió un pequeño volumen encuadernado en piel y lo hojeó—. ¿En qué idioma está escrito?

—Túrmico. —Jannaxil miró con dureza al noble—. Ese libro no está en venta. —Danilo asintió agradablemente, dejó el libro y cogió otro.

—¿Cómo llegó la cajita de rapé a manos de ese hombre? —preguntó Arilyn.

—¿Quién sabe?

—Él nos dijo que se la había comprado a un elfo —intervino Danilo con voluntad de ayudar—. Fue algo realmente extraño —prosiguió el noble—. Murió cuando trataba de decirnos el nombre de ese elfo. —Dicho esto, se encogió de hombros y cogió un libro con la cubierta de madera finamente taraceada.

—¿Un elfo? —repitió el perista en un seco susurro.

—Sí, eso es lo que dijo. Barth tenía un socio —añadió Danilo, levantando la vista del libro—; un hombre llamado Hamit. El pobre hombre acabó con una daga en la espalda. —Los ojos de Jannaxil se abrieron mucho de puro pánico, y el noble pareció lamentar sus palabras—. Oh, lo siento. ¿Era amigo tuyo?

—No —se apresuró a negar el perista. Una luz prendió de repente en sus ojos, y su rostro adoptó una expresión taimada al bajar la mirada a la mano vendada—. La maga Perendra fue víctima del asesino de Arpistas, ¿verdad?

—Es posible —contestó Arilyn.

—¿Qué le pasará a ese asesino si lo encontráis?

Arilyn clavó la vista en Jannaxil, dejando que fuera él quien leyera la respuesta en su cara. El hombrecillo pareció intrigado, después su rostro redondo se nubló y posó la mirada en la mesa. Un momento después dijo en tono apagado:

—Me temo que no puedo ayudaros. Y ahora, si me perdonáis…

Murmurando palabras de agradecimiento, Arilyn se puso en pie. Danilo dejó el libro que había estado leyendo, se estiró perezosamente y salió de la tienda tras la semielfa.

—No le hemos sacado mucha cosa —refunfuñó la aventurera mientras caminaban por la calle de los Libros.

—Oh, yo no diría eso.

Algo en el petulante tono del dandi llamó la atención de Arilyn, que se detuvo de golpe.

—¿Qué le hemos sacado?

—Esto. —Danilo le mostró un libro encuadernado con simple piel marrón.

—¿Qué es eso?

—Su libro de cuentas.