7

Todavía no había salido el sol cuando Arilyn zarandeó a su rehén para despertarlo.

—Ehhhh, ¿qué pasa? —Danilo se incorporó bruscamente y miró con cara de sueño al rostro de pocos amigos de la semielfa, hasta que sus ojos la distinguieron—. Ah. Hola. ¿Ya es hora de que haga la guardia?

—Es hora de partir —respondió ella con tono categórico.

—Bueno. Si tú lo dices… —Danilo se puso trabajosamente en pie y se estiró, haciendo gestos de dolor porque tenía los músculos agarrotados—. ¿Adónde vamos?

—A Aguas Profundas.

—Vaya, maravilloso. —El joven noble se animó—. Dentro de pocos días seguramente podremos unirnos a una de las caravanas de comerciantes y…

—No —lo interrumpió la semielfa sin levantar la voz.

—¿No? —Danilo parecía desconcertado y se quedó quieto, en medio de un desperezo—. ¿Y por qué no?

Arilyn se lo explicó con la misma paciencia que si su rehén fuera un niño corto de entendederas.

—Un rastreador muy hábil me ha estado siguiendo. Cuando me perdió, yo me dirigía al oeste. Supongo que conoce mis rutas y mis hábitos y, lógicamente, creerá que me dirijo a Aguas Profundas. Muy probablemente tomará la ruta habitual, es decir, la ruta de las caravanas. Si viajamos con una caravana de comerciantes nos encontrará fácilmente.

—Ah. Nunca descartes lo evidente —comentó Danilo, asintiendo para sí con aire de sabio.

—Más o menos —admitió Arilyn—. Así pues, tomaremos la ruta del norte.

El dandi sacudió la cabeza y barbotó, incrédulamente:

—Estarás de broma. ¿La ruta del norte? ¡Pero si es territorio troll! Debes saber que detesto a los trolls; los aborrezco.

—No te apures. No pasaremos por El Páramo Alto.

—¿No habrá trolls?

—Ninguno. —Danilo aún parecía angustiado, por lo que Arilyn le explicó—: Es más arriesgado que ir por la ruta del sur, pero llegaremos antes a Aguas Profundas. Además, iremos por campo abierto. Si me equivoco y alguien todavía nos sigue, lo veremos tan pronto como él nos vea a nosotros. —La semielfa prefirió callarse que preferiría un enfrentamiento abierto; el humano ya estaba suficientemente nervioso. Hizo una pausa antes de rematar—: Y otra cosa. Ahorraremos tiempo si atajamos por el extremo inferior del pantano.

Danilo contuvo la respiración y alzó ambas manos en gesto de protesta.

—¿El pantano? ¿Estamos hablando del pantano de Chelimber? Yo no voy, muchas gracias. Si no te importa me parece que cogeré el caballo y me dirigiré al sur. —Arilyn ya tenía la respuesta preparada.

—Lo siento —dijo con firmeza—, pero tú te vienes conmigo.

Danilo suspiró resignado y acto seguido sonrió con petulancia.

—No puedes pasarte sin mí, ¿verdad?

—No te hagas ilusiones. Tengo que llegar a Aguas Profundas y desaparecer sin alertar al asesino. Pero —añadió en tono mordaz—, si te dejo ir solo por la ruta de los mercaderes le irías con el cuento a cualquiera que te encontraras, y yo volvería a estar donde empecé.

Danilo consideró las palabras de la aventurera y asintió.

—Muy bien —dijo en tono cordial, y empezó a embutir sus cosas en la bolsa mágica.

—¿Estás de acuerdo? ¿Sin más? —A Arilyn le extrañaba que hubiera cedido tan pronto.

—¿Es que tengo elección? —inquirió él, prosiguiendo con lo que estaba haciendo y levantando una ceja.

—No.

—Pues entonces no tiene ningún sentido que me lamente por algo que no puedo cambiar, ¿no crees? —repuso jovialmente. Recogió la última de sus cosas, una petaca de plata, y echó un buen trago antes de meterla en la bolsa. Animado por el licor se levantó y se encaró con Arilyn.

»Ya está. Estoy listo. Dime, ¿crees que podrías cazar algo para desayunar? Me conformo con cualquier cosa. A estas alturas me comería incluso un wyvern en escabeche. Y mientras tú cazas yo me asearé un poco. No es que espere encontrar a nadie de la buena sociedad en la ruta que has elegido, pero uno no puede ir por ahí como si fuera las sobras de un banquete de gnolls, ¿verdad?

Danilo examinó a Arilyn de la cabeza a los pies. La semielfa iba vestida para el viaje con botas, pantalones y una sencilla túnica azul sobre una holgada camisa, y una capa oscura.

—Por cierto —añadió como quien no quiere la cosa, tratando de ser tan diplomático que se le veía el plumero—, esa ropa que llevas es muy… muy práctica. ¡Realmente parece cómoda! No obstante, me gustaba mucho más el vestido de velos que llevabas en la posada. Quizá sería un poco exagerado para viajar, pero, al menos, deja que te preste algunas joyas para alegrar un poco tu atuendo.

Arilyn contuvo un suspiro. El viaje a Aguas Profundas sería muy, muy largo.

El sol asomaba ya por el horizonte cuando la semielfa logró que su rehén, bien desayunado e inmaculadamente arreglado, se subiera a la silla. Como no quería demorarse ni siquiera un poco, Arilyn impuso a los caballos un ritmo brioso que le pareció que aguantarían; era importante cruzar el pantano de Chelimber antes del anochecer.

Al dejar atrás las suaves estribaciones de las colinas del Manto Gris, los acogedores bosques teñidos de los colores otoñales dieron paso a un lúgubre valle plano sembrado de irregulares peñas y maleza. A medida que las pezuñas de los caballos pisaban terreno cada vez más esponjoso, incluso esos míseros arbustos desaparecieron, y la única vegetación visible eran los juncos y aneas que rodeaban pequeñas charcas de agua de color marrón. El gorjeo de los pájaros del bosque había enmudecido mucho antes, y ahora sólo alguna que otra garza se quedaba mirándolos con indiferencia.

Para alegría de Arilyn, la opresiva fealdad del paisaje había puesto fin a la cháchara del joven noble, que ahora se limitaba a preguntar algo de vez en cuando. Por suerte, cabalgaba bien, y mientras lo hacía se fijaba en las vistas como un viajero por placer ligeramente inquieto.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalando una gran depresión cuadrada en la ciénaga. Arilyn miró y el alma se le cayó a los pies.

—Alguien ha estado sacando turba.

—¿Para qué?

—Para usarla como combustible. Quema muy bien.

—¿Por qué querría nadie venir hasta esta copia aplastada del Abismo para extraer combustible? —preguntó tras un momento de reflexión—. Hay unos bosques magníficos entre aquí y la zona civilizada más próxima. —En vista de que Arilyn no decía nada, Danilo se quedó pensativo. Finalmente chasqueó los dedos y sonrió triunfante—. ¡Espera un segundo! ¡Ya lo tengo! Quienes han sacado turba tienen que pertenecer a una de las razas no civilizadas. ¿Orcos, quizá? No. En este terreno es más probable que sean goblins. ¿Tengo razón?

—No sé a qué viene tanta alegría —le espetó Arilyn, lanzándole una agria mirada—. Han extraído esa turba hace poco. Quienquiera que lo haya hecho probablemente aún anda por aquí.

—Bromeas —dijo Danilo en tono esperanzado.

—Casi nunca. Nos aproximamos al pantano. Cierra el pico hasta que lo hayamos cruzado.

El dandi se calmó. Muy pronto la textura esponjosa de la turba dio paso a una zona abierta y pantanosa, y el aire se llenó de un opresivo olor a humedad y descomposición que impedía respirar. Antes del mediodía habían llegado al borde del pantano de Chelimber.

—Caray, qué sitio tan deprimente —comentó Danilo, consternado.

Arilyn convino con él en silencio. En su opinión, el pantano de Chelimber podría pasar perfectamente por uno de los niveles inferiores de los Nueve Infiernos.

No había ninguna señal de vida animal, aunque de todas partes llegaba un inquietante chirrido como de insectos. El terreno desnudo y cubierto por rocas se alternaba con áreas empapadas de agua en las que crecían hierbas palustres que llegaban a la cintura, y que, pese a la ausencia total de viento, se balanceaban. Muchas de las pequeñas charcas que salpicaban el terreno burbujeaban y bullían, y de ellas emanaba un denso vapor sulfuroso. Incluso el aire parecía pesado, y el cielo era plomizo.

—Vamos, acabemos de una vez —susurró Arilyn, espoleando resueltamente a su caballo. Danilo la siguió con cara de circunstancias.

Pese a los peligros conocidos e imaginarios del pantano, su marcha estuvo exenta de dificultades. Arilyn no relajó la guardia, sino que escuchaba atentamente los extraños sonidos de la ciénaga. El pantano de Chelimber emitía un continuo aluvión de chirridos, estallidos, gruñidos y eructos desde una fuente no distinguible. El ruido era irritante, y Arilyn se dio cuenta de que también estaba afectando a las excitables yeguas. No obstante, no había ningún signo de peligro, y ya avanzada la tarde la semielfa comenzó a pensar que su travesía por la ciénaga iba a discurrir sin incidentes. Incluso Danilo logró refrenar la lengua hasta que Arilyn calculó que debían de estar acercándose al límite occidental del pantano. El sol, envuelto en la neblina, se cernía justo encima de la hierba del pantano. El tenso cuerpo de Arilyn comenzó a relajarse mientras los caballos iban dejando atrás la zona de máximo peligro. A pesar del retraso de la mañana, saldrían del pantano antes de la caída de la tarde.

Pero sus esperanzas eran prematuras. Perdida casi en medio de la música de la ciénaga había una nueva nota, un débil sonido rasposo que a Arilyn le sugería la imagen de un dragón con hipo. La semielfa confiaba en que aquel extraño sonido no fuese más que otra de las ilusiones auditivas del pantano, pero para asegurarse alzó una mano para indicar a Danilo que se detuviera.

«¿Has oído eso?», le dijo moviendo los labios pero sin emitir ningún sonido.

Pero el noble estaba distraído. Arilyn siguió su mirada y tuvo una corazonada que le puso en tensión los músculos de la garganta. A su lado, la hoja de luna relucía con su inquietante luz azul.

—¿Qué pasa con tu espada? —preguntó Danilo.

—Baja la voz.

—¿Por qué se ha puesto azul tu espada? —preguntó él suavemente.

—Magia —contestó la semielfa lacónicamente, al tiempo que examinaba los alrededores para localizar el peligro que percibía la hoja de luna.

—Curioso. Muy curioso —comentó Danilo arrastrando las palabras y contemplando la pálida luz azulada de la espada sin excesivo interés—. Una espada reluciente. ¿Las hay también en verde? Y si es así, ¿sabes dónde podría conseguir una?

La despreocupada voz del hombre enfureció a Arilyn, que lo fulminó con la mirada sin dar crédito a sus oídos.

—Goblins —dijo en voz baja pero firme—. ¿Recuerdas? Quienes según tú cortaron la turba. No creo que ni siquiera tú los encuentres divertidos.

El joven aristócrata frunció los labios y se lo pensó antes de responder.

—Pues, de hecho, hay ese tipo bajito en Cormyr que…

—Oh, cállate ya —siseó Arilyn. Mientras sus dedos se cerraban alrededor de la empuñadura de la espada, trató de apartar de su mente a Danilo y sus tonterías para concentrarse en la inevitable batalla. Hizo avanzar al caballo lentamente hacia el oeste e indicó con señas al petimetre que la siguiera. Ahora el terreno ya no era tan plano, y sobre una suave colina situada a menos de cien metros se veían las ruinas de lo que parecía ser un antiguo alcázar. Desde allí podrían defenderse mejor y, al tener el sol del atardecer a sus espaldas, sus atacantes, fueran quienes fuesen, estarían en desventaja.

Mejor dicho, «yo podré defendernos», se corrigió Arilyn mentalmente, lanzando una mirada de desdén al hombre que cabalgaba a su lado. Incluso en el dudoso caso de que Danilo Thann fuese capaz de defenderse solo en una batalla, nunca se arriesgaría a mancharse de sangre sus elegantes galas de ciudad.

Por enésima vez desde que saliera el sol Arilyn se maldijo a sí misma por haber elegido tan mal a su rehén. Había luchado contra goblins y criaturas similares muchas veces y sabía que le esperaba una dura batalla. Incluso los caballos, pese a ser consentidas y elegantes monturas percibían el peligro; tenían las orejas hacia atrás, pegadas a la cabeza y gemían nerviosas. Por otra parte, Danilo no viajaba con ella por propia voluntad, por lo que su deber era brindarle toda la protección que pudiera. Pero, por todos los dioses, cómo le gustaría entregárselo a los goblins y que ellos le borraran esa satisfecha sonrisa de su estúpida cara.

Los turbios pensamientos de Arilyn fueron interrumpidos por un alarido sobrenatural. El sonido hendió el aire y allí se quedó suspendido, reverberando por todo el pantano. Ésa fue la gota que colmó el vaso para su temperamental yegua, que de pronto se encabritó. Arilyn tuvo que agarrarse al pomo de la silla con ambas manos para no salir despedida y antes de que pudiera coger de nuevo las riendas el caballo se desbocó.

—Agárrate —le gritó Danilo, espoleando a su caballo para que se acercara a la aterrada montura de Arilyn. La semielfa se preguntó qué trataba de hacer el humano. Su caballo no parecía mucho más calmado que el suyo; iba lanzado al galope con los dientes al descubierto, las orejas pegadas a las crines y el blanco de sus aterrorizados ojos brillante. Danilo atrapó las riendas del caballo de Arilyn, al tiempo que pugnaba por controlar al suyo con la otra mano.

«Ya estamos —se dijo Arilyn con un ramalazo de resignación—. Ya nos veo a los dos en el suelo». Pero antes de que las asustadas yeguas avanzaran otra docena de pasos, Danilo logró detenerlas gracias a la fuerza de sus brazos y de su voluntad.

Arilyn se quedó mirando incrédulamente al aristócrata, y éste le dirigió una de sus encantadoras e irritantes sonrisas. Acto seguido el humano le arrojó sus riendas.

—No ha estado mal, ¿eh? Has tenido suerte de haber raptado al capitán del equipo de polo campeón de Aguas Profundas. Pero la próxima vez, querida, sería mejor que robaras caballos entrenados para la batalla.

Antes de que la semielfa pudiera responder a la pulla, un segundo alarido resonó en la ciénaga. Arilyn desenvainó la hoja de luna y se preparó para hacer frente al ataque. Uno de los peligros del pantano era la extraña forma que tenía de distorsionar el sonido. Las befas de sus invisibles enemigos parecían venir de todas partes. ¿Hacia dónde debían correr ella y Danilo?

De detrás de la cresta de un cercano altozano surgieron unas diez criaturas de pesadilla enormes y cubiertas de escamas. Arilyn había oído historias acerca de los hombres lagarto que habitaban en el pantano de Chelimber, pero al ver a los horribles seres con sus propios ojos se le hizo un nudo en la garganta.

Las criaturas —tan altas como un hombre, de piernas musculosas y recubiertas por escamas grises verdosas— avanzaban tambaleantes hacia ellos a través de la neblina, pisoteando la hierba de la ciénaga al tiempo que chillaban y rugían, sedientas de sangre y blandiendo espadas y martillos de guerra con sus enormes manos garrudas.

—¡Espera un momento! Dijiste que eran goblins. Y ésos no me lo parecen —protestó Danilo—. Claro que podría estar equivocado.

—Son hombres lagarto —repuso Arilyn bruscamente, luchando por controlar a su aterrorizado caballo mientras su mente urdía un plan de batalla. Como estaban en inferioridad numérica de cinco a uno, huir sería lo más sensato. Pero al lanzar un vistazo por encima del hombro vio una pequeña banda de goblins, seguramente una partida de caza, que se levantaba de la hierba de la ciénaga y les impedían huir hacia el sur.

—Bueno. ¿Luchamos o huimos? —preguntó Danilo.

La semielfa volvió a darse la vuelta. Los hombres lagarto se habían desplegado en abanico, impidiéndoles la huida hacia el norte y el este.

—Yo lucharé; tú huye —gritó, señalando con la hoja de luna hacia el alcázar en ruinas.

—Mi espada —pidió Danilo, tendiendo hacia ella la mano.

Arilyn lo había olvidado. Se llevó una mano atrás, sacó bruscamente la espada del noble de su vaina y se la arrojó. Danilo atrapó hábilmente el acero y acto seguido entornó los ojos en dirección al sol poniente.

—Eh, ésos sí que son goblins —comentó.

La semielfa gruñó. De detrás de los montones de piedras y escombros habían saltado tres criaturas más blandiendo armas. Farfullando y gruñendo como animales echaron a correr hacia ellos, y Arilyn percibió una vaharada del hedor que desprendía su piel color naranja oscuro y su asquerosa armadura de cuero. Los tres goblins enarbolaban espadas oxidadas y al gruñir dejaban al descubierto hileras de colmillos cortos y afilados. En sus ojos color limón brillaba la excitación de la batalla.

—Yo me ocuparé de esos tres de allí —se ofreció el dandi.

—Pues ve, estúpido —gritó Arilyn.

Danilo la saludó, hizo dar media vuelta a su caballo y galopó hacia las ruinas y los goblins. Arilyn se dijo que, montado como iba a caballo, incluso Danilo debería ser capaz de enfrentarse a tres goblins a pie. Para su sorpresa, el noble derribó con una estocada al hombre lagarto situado más al oeste al pasar junto a él a todo galope, como si desafiara a las criaturas a que lo siguieran.

«Buena táctica —pensó Arilyn—. Si los dividimos, no podrán rodearnos tan fácilmente». Pero no era el momento de pensar; los hombres lagarto ya se le echaban encima. Todos a la vez.

Tras la sorpresa inicial, Arilyn lo entendió. Es posible que aquellas criaturas cazaran en grupo, pero su inteligencia era muy limitada. Sus instintos eran de supervivencia y nada sabían de estrategias. Así pues, cada uno de los hombres lagarto había decidido por su cuenta atacar al adversario de menor tamaño y en apariencia el más débil. «Qué gran error», se dijo Arilyn con una leve sonrisa. La aventurera levantó la hoja de luna en alto y lanzó al caballo al galope contra los hombres lagarto, que avanzaban pesadamente.

El primero de ellos trazó una peligrosa elipse con la cimitarra que esgrimía. Rápida como el rayo, Arilyn paró ese primer golpe y después atravesó a la criatura por la mitad. A la siguiente la desarmó cercenándole una garruda mano. Los alaridos de rabia y dolor que lanzó hicieron que el resto de sus compañeros retrocedieran un paso, lo que dio a Arilyn un respiro. Pugnando por controlar el caballo lanzó una rápida mirada en dirección a Danilo.

El humano se las estaba arreglando mucho mejor de lo que la semielfa había esperado. Había logrado derribar a dos de los goblins y ahora, todavía a lomos de la yegua, se disponía a despachar al tercero. Los hombres lagarto se habían decidido por Arilyn y a él no le prestaban ninguna atención. Por un breve instante Arilyn se dejó vencer por el desaliento; sin duda su rehén aprovecharía la oportunidad para huir y dejar que ella se enfrentara sola con los monstruos. Bueno, pues les iba a enseñar ella lo que era luchar. Lanzando un feroz grito de batalla la semielfa alzó la hoja de luna en gesto de desafío y retó a los hombres lagarto a que se acercaran a ella, si se atrevían.

Las criaturas se detuvieron, inseguras. Sus largas lenguas de reptil asomaban y desaparecían entre colmillos afilados como dagas mientras ponían en un plato de la balanza el hambre que sentían y los gritos de ánimo de la banda de goblins, y en el otro la refulgente espada y la inesperada resistencia de la semielfa. La yegua de Arilyn brincaba y gemía aterrorizada, y ese sonido pareció vencer la momentánea renuencia de los hombres lagarto. Al percibir debilidad, volvieron a chillar y se lanzaron contra la semielfa con tal impaciencia que casi tropezaron unos con otros.

La hoja de luna danzaba y centelleaba mientras Arilyn reprimía el ataque. Tres hombres lagarto cayeron, llevándose las manos a sus gargantas abiertas o a miembros cercenados. Entonces uno atacó por lo bajo con un gran cuchillo, con la brillante idea de atacar al caballo. Pero Arilyn se dio cuenta de sus intenciones, hundió los talones en los costados del animal y tiró bruscamente de las riendas. La aterrorizada yegua retrocedió, evitando por los pelos la cuchillada dirigida a su panza.

Aprovechando el impulso que llevaba el animal, desmontó. La ágil semielfa abandonó la silla con una voltereta hacia atrás y aterrizó de pie, con la hoja de luna presta. Con la parte plana de la hoja golpeó con fuerza al caballo en los flancos. Éste escapó, esquivando las garras de los cinco hambrientos hombres lagarto que quedaban en pie. Al ver desaparecer el festín de carne de caballo que ya se prometían, las monstruosas criaturas rodearon a Arilyn y se fueron acercando.

La semielfa oyó unos excitados chillidos, y ásperas y agudas voces que parloteaban sólo un poco más allá del círculo de escamas y espadas. «Fantástico —se dijo Arilyn, consternada—. Finalmente la partida de caza goblin ha decidido unirse a la fiesta. Como si ya no tuviera suficiente».

Uno de los hombres lagarto logró superar sus defensas, y la punta de su espada le abrió una ardiente línea en el hombro izquierdo. Pero con su siguiente movimiento Arilyn le dio un tajo en la cara dejándolo ciego. El lagarto bramaba al tiempo que se llevaba las garras a los ojos y retrocedía, histérico, derribando a uno de sus hermanos. El caído se revolvió, tratando de ponerse de nuevo en pie sobre el suelo pantanoso y cubierto de sangre. Con una veloz estocada la hoja de luna le atravesó el corazón, y el monstruo se quedó inmóvil. Arilyn saltó sobre el cadáver hacia el lagarto cegado y rápidamente puso fin a su sufrimiento.

Ahora ya sólo quedaban tres hombres lagarto. Aunque estaba cansada y herida, la semielfa se sentía segura de su victoria. No obstante, dudaba que le alcanzaran las fuerzas para abrirse paso entre una banda de goblins.

Mientras luchaba, a la aventurera le pareció oír un extraño himno de batalla que llegaba desde algún punto del pantano. Era una conocida canción de taberna con una nueva letra jocosa, y lo más incongruente era que la cantaba una refinada y educada voz de tenor:

Vuelven del ataque alegres

los hombres de Zhentil Keep.

Como les gustan más las reses,

mataron a todas las mujeres.

Los zhent no se comen lo que roban;

pues ninguno de ellos es un tragón.

¿Cómo es posible entonces

que siempre huelan a cabrón?

¡Condenado humano! Arilyn se agachó para esquivar un hacha de guerra y los dientes le rechinaron por el enojo. Pero, para su sorpresa, comprobó que la estúpida cancioncilla le levantaba más la moral que el son guerrero que tocaban las gaitas de las Moonshaes. La semielfa siguió luchando, fortalecida por una mezcla de alivio e irritación. Danilo salvaría el pescuezo a su extravagante manera.

Sin dejarse impresionar por la música, los tres hombres lagarto continuaron acosando a la aventurera. Uno de ellos se lanzó contra ella con una daga entre las garras. Arilyn le obligó a soltarla de un golpe y se abalanzó contra él y le hundió la hoja de luna en un ojo, matándolo instantáneamente. La monstruosa criatura cayó pesadamente de cara, y la semielfa liberó su espada y tuvo que dar un brinco para eludir el cuerpo.

Con un rugido triunfante, un enorme hombre lagarto de escamas marrones enarboló su hacha de guerra y lanzó un poderoso cortapiés a las rodillas de su rival. Arilyn saltó para evitar la hoja, pero en el arco de vuelta el mango del hacha le dio y la tumbó. La aventurera perdió el equilibrio y voló uno o dos metros antes de aterrizar en el duro suelo, boca abajo, junto a una charca sulfurosa. Inmediatamente se levantó como pudo. Si tenía alguna herida, sentiría el dolor más tarde.

La pareja de lagartos que quedaban, al oler la sangre, se aproximaron a ella. Arilyn se encaró con ellos y se puso a la defensiva, agachada, sujetando a la hoja de luna con ambas manos. En la oscuridad, cada vez más densa, la espada brillaba con luz azulada, iluminando la hosca expresión de la semielfa y reflejando el frío fuego de sus ojos. Los monstruos, que pensaban que ya era presa fácil y estaba herida, retrocedieron sorprendidos y espantados. Aprovechando su reacción, Arilyn avanzó, levantando en alto la espada mágica.

Un chacoloteo de cascos distrajo a los hombres lagarto. Enarbolando su espada, Danilo Thann conducía a su remilgada yegua zaina en círculos cada vez más estrechos alrededor de la semielfa y los dos monstruos, a los que hostigaba pinchándolos con la punta del arma, como si quisiera que se olvidaran de Arilyn y centraran en él su atención.

«¿Y ahora qué? —pensó la aventurera exasperada—. Ese tontaina se mareará y caerá del caballo antes de poder hacer nada».

Rugiendo de irritación una de las criaturas levantó un trozo de cadena oxidada y trató de dar al latoso humano. Su primer golpe arrancó a Danilo la espada de la mano, y con un gruñido de triunfo el lagarto empezó a hacer girar la cadena, preparándose para descargarla contra el joven noble.

Arilyn se sacó un cuchillo de la bota y lo arrojó a la boca abierta de la criatura, que rugía. La bestia se quedó paralizada con un estrangulado gorgoteo, pero la cadena siguió girando y se enrolló en el brazo del lagarto, rompiéndole los huesos. Para asombro de Arilyn, el monstruo se limitó a escupir sangre y se cambió la cadena a la otra mano.

En su alocada carrera, Danilo se acercó demasiado al otro lagarto, el de escamas marrones que blandía un hacha de guerra. El monstruo alzó el hacha y dibujó un arco con ella rasgando la manga de seda del aristócrata del codo a la muñeca e hiriéndolo.

Danilo se alejó una decena de metros al galope, frenó el caballo y contempló consternado su camisa echada a perder. Entonces apuntó con un dedo a los lagartos y les dijo:

—Ya está. Ahora me he enfadado de verdad.

Pero los lagartos rugieron y continuaron avanzando torpemente en dirección a Danilo, uno con la cadena y el otro con el hacha preparadas para matar.

—En caso de duda, corre —gritó el aristócrata a los cuatro vientos de la ciénaga. Entonces dio la vuelta al caballo y salió disparado hacia el norte. Los hombres lagarto lo siguieron.

—Oh no, no os escaparéis —les gritó Arilyn. A falta de otra arma mejor cogió una piedra y se la arrojó—. ¡Quedaos y luchad, malditas pieles para zapatos!

La piedra dio al hombre lagarto que blandía la espada en la parte posterior de la cabeza. Bramando de furia, la bestia arrojó a un lado el arma y corrió hacia Arilyn. La bestia arremetió enseñando los colmillos, presa de una rabia primaria. La semielfa se mantuvo inmóvil hasta el último segundo, cuando se echó a un lado y luego rodó sobre sí misma para ponerse a salvo. Las mandíbulas del lagarto se cerraron en el aire, y el monstruo resbaló, agitando los brazos como un loco para no perder el equilibrio.

Arilyn lo atacó por abajo y le asestó un limpio tajo en la garganta. La bestia dio de bruces en el suelo. Tras asentir satisfecha, la aventurera echó a correr hacia Danilo y el último enemigo. No tuvo ninguna dificultad en alcanzar al hombre lagarto, que al estar herido se movía lentamente, y le propinó una vigorosa patada en la cola para distraerlo de su acicalada presa.

El lagarto giró sobre sus talones lanzando un chillido. Haciendo caso omiso de Arilyn, soltó la cadena, se agarró la cola y se la colocó sobre el brazo herido, contemplando tristemente la punta y gimoteando lastimosamente. Sin querer, Arilyn bajó la espada.

De pronto la bestia se puso tensa, emitió un silbido y un gorgoteo, y cayó al suelo, entre sacudidas. Una espada le sobresalía del cuello en un horrendo ángulo.

Detrás del lagarto caído Arilyn vio a Danilo Thann. Sin previa advertencia, el petimetre había ensartado al monstruo por detrás del cuello. Arilyn sintió un súbito estallido de ira que nada tenía de razonable.

—¿Dónde están los goblins? —preguntó, pensando que sería mejor descargar su rabia en ellos que en su rehén.

Danilo señaló. Asombrada, Arilyn vio los cuerpos sin vida de los seis goblins que componían la partida de caza en una sangrienta pila.

Jadeando aún, la semielfa sostuvo la hoja de luna ante ella. La luz azul se había apagado casi por completo, lo que indicaba que el peligro había pasado y la batalla había acabado. Sólo entonces envainó el arma y se volvió hacia el noble. Durante un largo instante ambos se sostuvieron la mirada en silencio, por encima del cadáver del hombre lagarto marrón.

—¿Tenías que matarlo de ese modo? —le increpó finalmente Arilyn.

Danilo retrocedió, parpadeando sorprendido.

—¿De qué cuernos estás hablando? ¿A quién te refieres? Por si no te has fijado, estamos rodeados por un montón de muertos, tanto «ellos» como «ellas», supongo, aunque no soy ningún experto en anatomía lagarta.

Arilyn se pasó una mano por el ensortijado cabello negro que tenía empapado de sudor.

—Olvídalo —le dijo—. ¿Dónde está mi caballo?

—No andará muy lejos —respondió Danilo. Cautelosamente puso un pie encima de las escamas marrones del hombre lagarto y tiró de su espada. Tras limpiarla en una mata de hierba de la ciénaga hasta dejarla inmaculada, cogió las riendas de su yegua y fue en busca de la otra montura. Arilyn lo siguió caminando con dificultad.

No tuvieron que ir muy lejos, pues la yegua de Arilyn daba vueltas dentro de los muros del alcázar en ruinas. Danilo sacó unos terrones de azúcar de su bolsa mágica y así atrajo al animal. El caballo husmeó e inmediatamente sus abultados belfos cogieron el azúcar de la palma de la mano que Danilo mantenía extendida. El petimetre sonrió y rascó la estrella blanca que la yegua tenía en la frente.

—El azúcar debería endulzarte un poco el carácter, preciosa —le dijo. La yegua relinchó suavemente y empujó a Danilo con el morro—. ¡Funciona! —exclamó éste, y dirigió una mirada intencionada a Arilyn, tras lo cual, también a ella le ofreció un terrón de azúcar con una picara sonrisa.

La semielfa parpadeó y se quedó boquiabierta. Luego, inesperadamente, su extenuado rostro se iluminó y se echó a reír.

—Me lo tomaré como una disculpa —declaró Danilo, que parecía encantado contemplando la belleza de aquel rostro por lo general tan severo—. Vaya lucha, ¿eh?

Su sincera admiración desconcertó a la semielfa y su despreocupado comentario acerca de la batalla se contradecía con la idea que tenía de él. Danilo Thann no era el dandi desamparado y superficial que aparentaba ser, sino que era peligroso en más de un sentido. La sonrisa de Arilyn se esfumó y sus ojos se entrecerraron con recelo.

—Los goblins están muertos —señaló.

Danilo enarcó una ceja mientras observaba la carnicería que los rodeaba.

—Caray, no se te escapa nada.

—¿Cómo? —insistió ella, sin hacer caso de su pulla.

—Ya sabes… —El hombre se encogió ligeramente de hombros—… los goblins siempre luchan entre ellos y…

—¡Ya basta! —exclamó Arilyn, volviéndose contra él—. No soy estúpida y no me gusta que me traten como tal.

—Con el tiempo te acostumbras —replicó Danilo gentilmente, al tiempo que se ajustaba el ángulo del sombrero.

—De lo que tú, sin duda, puedes dar fe —comentó la semielfa con aspereza—. Seas lo que seas, sabes luchar. ¿Dónde aprendiste a luchar contra goblins?

—Tengo cinco hermanos mayores que yo —contestó Danilo con una sonrisa que desarmaba.

—Muy gracioso —replicó ella, cruzando los brazos sobre el pecho y estudiando al hombre—. Esto no explica la habilidad ni la seguridad que has mostrado.

—Bueno, de acuerdo. ¿Me creerás si te digo que son seis hermanos?

Arilyn hundió los hombros, dándose por vencida.

—Es inútil —masculló para sí. Entonces se irguió y se dirigió al hombre en tono brusco—: Muy bien. Tienes tus secretos. Me has salvado la vida, y te lo debo. Te has ganado tu libertad con creces.

Danilo contempló el desolador paisaje que los rodeaba.

—Pues qué bien —comentó afectadamente—. Ahora que ya no me necesitas, resulta que te estorbo. A cambio de ayudarte me ofreces pasar algún tiempo en el pantano de Chelimber para admirar sus bellezas y conversar con los nativos. ¡Vaya ganga! Dime una cosa: ¿esperas que emprenda ese viaje suicida a pie?

—Pues claro que no —replicó ella—. Irás a caballo.

Danilo se llevó una mano al corazón en un dramático gesto de gratitud.

—Ah, la dama es realmente generosa; me regala una libertad que podría haberme tomado por mi cuenta y uno de mis propios corceles. Te recuerdo que son mis caballos. De verdad, me siento abrumado.

Arilyn apretó los dientes y contó mentalmente hasta diez. Luego, con una paciencia que aquel humano ponía duramente a prueba, declaró:

—Al alba partiremos hacia el sur. Tú y yo. Cuando encontremos una caravana de mercaderes te dejaré a su cuidado. ¿Comprendido?

—Ah. Gracias por pensar en mi bienestar, pero no.

Exasperada, la semielfa se dejó caer al suelo y hundió su cansada cabeza en las manos. Ahora resultaba que aquel lechuguino tenía un corazón de comerciante; a juzgar por su tono era capaz de regatear como un mercachifle calimshita.

—Supongo que tienes una idea mejor —dijo.

Danilo se sentó en una roca, mirándola y haciendo muecas al tiempo que se levantaba la túnica suntuosamente bordada para que no se manchara con la sangre del lagarto que formaba un charco en el suelo, cerca de sus pies.

—Pues, ahora que lo mencionas, sí, la tengo —comentó en tono despreocupado—. Tú.

—¿Cómo? —Sobresaltada, la semielfa se sentó muy erguida y clavó en él una mirada de sospecha.

—Tu compañía —explicó el noble—. Desde ahora seremos socios y compañeros de viaje.

Arilyn miró fijamente al aristócrata. Sorprendentemente Danilo parecía hablar en serio.

—Imposible —afirmó la semielfa.

—¿Por qué?

—Yo trabajo sola y viajo sola —repuso ella, mirándolo severamente.

—Claro, así está escrito en las estrellas —recitó Danilo, burlándose sin malicia de la orgullosa actitud de la semielfa.

Arilyn se sonrojó y apartó la mirada.

—No me tomes por soberbia —dijo en voz baja—. Pero no deseo viajar con otra persona.

—¿Y qué llevamos haciendo desde hace casi dos días? —inquirió Danilo, e inmediatamente alzó una mano para cortar de raíz la réplica de Arilyn—. Sí, sí, lo sé. Huida, rehén, secretismo y todo lo demás. Pero, dejando eso de lado, dijiste que me conservarías a tu lado hasta que llegásemos a Aguas Profundas. ¿Debo creer que Arilyn Hojaluna incumple con tal ligereza la palabra dada? —El humano sonrió ante el destello de enojo que brilló en los ojos de la aventurera—. No, ya me parecía a mí que no. Tú misma has dicho que estás en deuda conmigo. A cambio de salvarte la vida quiero quedarme contigo hasta que lleguemos a Aguas Profundas, y quizás un poco más.

Arilyn se masajeó sus doloridas sienes mientras trataba de comprender la petición del humano.

—¿Por qué? —preguntó al fin.

—¿Por qué no?

—¿Por qué? —repitió Arilyn entre dientes. La paciencia se le estaba acabando.

—Para ser sincero, resulta que soy algo así como un bardo aficionado. Y, a decir verdad, en algunos círculos se me aprecia.

—¿Piensas andarte eternamente por las ramas? —preguntó Arilyn con voz cansina.

—Claro que no. ¿Me oíste cantar la balada de los zhentarim? —Por su expresión era evidente que Danilo esperaba oír sus alabanzas. Pero Arilyn se limitó a seguir mirándolo fijamente, por lo que, al fin, el lechuguino se encogió de hombros y prosiguió—: Sí. Bueno. Este viaje se está convirtiendo en toda una aventura, ¿no crees? Así pues, he decidido aprovechar la oportunidad y escribir una balada original sobre el asesino de Arpistas. ¡La primera! ¡Seguro que me hago famoso! Desde luego, tú serás la protagonista —se apresuró a añadir, sintiéndose magnánimo—. Ya he escrito una parte. ¿Te gustaría oírla?

Sin esperar respuesta Danilo se aclaró la garganta y empezó a entonar con su hermosa voz de tenor los versos peor rimados que Arilyn había oído en toda su vida.

La semielfa aguantó dos estrofas antes de sacar un cuchillo y colocar la punta sobre la laringe del humano.

—Canta otra nota y juro que silenciaré esa canción para siempre —le dijo con calma.

Con una mueca, Danilo cogió la hoja del cuchillo entre el pulgar y el índice y la apartó.

—¡Que Mielikki me ampare! Y yo que creía que los críticos de Aguas Profundas eran duros. ¿Qué esperabas de alguien que es solamente un talentoso aficionado con maneras?

—Me conformaría con que me respondiera con franqueza.

—De acuerdo. Me preocupa mi supervivencia, simple y llanamente —dijo sin rodeos—. No deseo quedarme solo, y tú eres la mejor guardaespaldas que podría encontrar. Francamente, dudo que estuviera más seguro viajando con una caravana de comerciantes, y prefiero quedarme como estoy.

Arilyn sopesó brevemente la respuesta. Sus palabras parecían sinceras, y parecía tan serio como probablemente le permitía su cara de mentecato. Si realmente deseaba protección, ella se la debía. Así pues, se guardó el cuchillo en una bota y accedió a lo inevitable.

—Muy bien —dijo—. Cabalgaremos casi sin descanso y nos dividiremos las guardias, la caza y la cocina. No quiero ni parloteo, ni magia, ni canciones.

—A sus órdenes —aceptó Danilo sin pensárselo—. Tú llévame sano y salvo a Aguas Profundas, querida, y yo estoy dispuesto incluso a pulirte las armas. Y por Tempus que necesitan una buena repasada. —Mientras hablaba alargó una mano para tocar la antigua y deslucida funda de la hoja de luna.

Inmediatamente un destello de luz azulada iluminó el pantano. Danilo retrocedió lanzando una agria maldición, apartando la mano. Entonces levantó el dedo índice y lo contempló con incredulidad; la piel de la yema se veía chamuscada, quemada por la magia de la espada.

—Pero ¿qué he hecho? ¿Por qué me ha atacado la espada? —preguntó—. ¿No dijiste que no podía derramar sangre inocente? Oh, espera un momento… no hay sangre. Olvida la última pregunta.

Sin apartar los ojos de Danilo y con voz serena, Arilyn añadió:

—Si quieres que seamos «socios» hay una última condición: no vuelvas a tocar mi espada nunca más.

Danilo se apresuró a asentir, lamiéndose el dedo herido.

—No hace falta ni decirlo —le aseguró.

—Vámonos —ordenó la semielfa, poniéndose repentinamente en pie y montando la yegua.

—¿No deberíamos curarnos primero las heridas? —inquirió Danilo, lanzando una mirada de preocupación a la camisa de Arilyn desgarrada y ensangrentada.

Pero ella lo miró desde el caballo, incrédula y desdeñosa, pensando que se refería al dedo.

—Sobrevivirás —replicó cansinamente—. Da gracias de que no trataras de desenvainarla.

—¿Oh? ¿Qué hubiera ocurrido? ¿Y por qué a ti no te hace nada? —preguntó mientras se levantaba.

Arilyn maldijo silenciosamente. Nadie había tocado jamás la hoja de luna sin su permiso. ¿Por qué había bajado la guardia ahora?

—¿Y bien? —la apremió el humano.

—Ya ha oscurecido —replicó Arilyn con voz tensa—. Por si no te das cuenta seguimos en el pantano de Chelimber. ¿Qué prefieres, salir de aquí o quedarnos a charlar?

—¿No podemos hacer ambas cosas?

—No.

El dandi se encogió de hombros con resignación y montó, al tiempo que comentaba:

—Cazaremos algo para la cena, ¿no?

—Te toca a ti cazar. —Arilyn clavó los talones en los flancos de su yegua y la dirigió al oeste, para salir del Chelimber.

Danilo iba tras ella. Ladeó la cabeza y preguntó en tono cauteloso:

—¿Has comido alguna vez lagarto? Me han dicho que sabe a pollo.

Totalmente horrorizada, Arilyn se volvió sobre la silla y fulminó al lechuguino con la mirada.

—Si creyera que hablas en serio —le dijo con voz glacial—, te abandonaría aquí, en la ciénaga.

—¡Vale, vale, cazaré! —exclamó Danilo al punto—. ¡Lo prometo!

La pareja cabalgó en silencio hasta salir del pantano. A medida que la hedionda neblina se disipaba, el suelo se fue haciendo cada vez más firme. Las estrellas empezaron a parpadear formando las constelaciones otoñales que habían acompañado a Arilyn desde que era una niña: Correlian, Esetar y los Fragmentos de Selune. En el horizonte unos árboles se perfilaban contra el cielo nocturno. «Árboles», pensó Arilyn con un silencioso suspiro de alivio. Los árboles eran una señal segura de que ya habían dejado atrás el pantano. La semielfa nunca se había sentido tan contenta de ver árboles. De lo más profundo de su alma elfa brotó una oración de agradecimiento, una silenciosa canción de bienvenida a las estrellas y el bosque.

—Me pregunto a qué distancia estaremos de Aguas Profundas —soltó de pronto Danilo.

El gozo que sentía Arilyn se evaporó como el rocío bajo el sol de mediodía.

—Demasiado lejos.

Pese a que era noche cerrada, Arilyn captó con su visión elfa la vacilante sonrisa del dandi.

—¿Me acabas de insultar o me lo imagino? —le preguntó.

—Sí.

—¿Sí que me lo imagino?

—No.

—Oh.

El intercambio de palabras hizo enmudecer a Danilo. Arilyn espoleó a su caballo, con la intención de acampar junto al arroyo que corría justo detrás del aún lejano grupo de árboles.

Aquella noche cenaron bien, pues, inexplicablemente, un par de conejos gordos y despistados cayeron en las trampas de Danilo. Aunque el humano jurara y perjurara que no había empleado magia en la caza, Arilyn no le creyó. No obstante, estaba demasiado cansada y hambrienta para ponerse a discutir. Danilo incluso preparó y asó los conejos, sazonándolos con las hierbas y el vino que llevaba en su bolsa mágica. El resultado fue muy sabroso, y los viajeros comieron la suculenta y suave carne en silencio. Después se echaron a dormir, y la hoja de luna veló mágicamente sus sueños. Al alba continuaron hacia Aguas Profundas.

Los colores del amanecer aún teñían el cielo cuando una misteriosa figura abandonó su escondite entre los árboles. La figura vio cómo la desigual pareja montaba y se dirigía hacia el oeste. Teniendo El Páramo Alto al sur y las escarpadas montañas del Pico Gris al norte, a la semielfa no le quedaba más que una ruta lógica para dirigirse a Aguas Profundas. Que eligiera enfrentarse a los peligros del Chelimber había sido toda una sorpresa.

No obstante, la oscura figura dudaba que Arilyn Hojaluna aceptara el reto de los trolls del páramo ni de las tribus de orcos y los dragones negros que vagaban por las escarpadas montañas del Pico Gris. La figura la había estado siguiendo y vigilando desde que salió del valle del fuerte Tenebroso, y la semielfa parecía conocer la zona tan bien como ella. Tenía que saber que sólo una ruta era relativamente segura. Así pues, la figura esperó, dejando que la aventurera y su compañero tomaran una buena ventaja. Arilyn había estado a punto de ver su rostro varias veces, por lo que no iba a arriesgarse más. No hasta que estuviera listo para mover ficha.

No se puso en marcha hasta media mañana. No le costó ningún esfuerzo encontrar el rastro de los dos consentidos caballos de polo, y con una cierta renuencia empezó a seguir a su última presa.