5

El salón de la posada A Medio Camino hervía de actividad cuando Arilyn bajó de su cuarto. Situada cerca del borde noroccidental de la cadena de montañas que rodeaba Evereska, la posada A Medio Camino era un lugar de paso de las caravanas humanas y elfas. Había pocos albergues en las colinas del Manto Gris, y éste en particular se preciaba de ofrecer habitaciones muy cómodas, amplios establos y almacenes seguros donde depositar temporalmente las mercancías. Elfos, humanos, halflings y algún que otro miembro de las demás razas civilizadas se relacionaban en una atmósfera relajada y agradable.

La posada A Medio Camino era mucho más que una posada. Entre otras cosas, era un centro comercial para la colonia elfa que habitaba en Evereska. Situada en un fértil valle de tierras de labranza, Evereska era una ciudad elfa muy hermosa y fuertemente fortificada. La protegía un impresionante arsenal de magia elfa y poder militar. Los elfos habitaban en el valle de Evereska desde tiempos inmemoriales, pero ellos consideraban que la ciudad era joven. Como ocurría con la mayor parte de asentamientos elfos, poco se sabía de Evereska aparte de su fama de inexpugnable y de ser la sede de la Academia de Magia y Armas, de la que salían los mejores magos y guerreros elfos. Para la mayoría de los viajeros que cruzaba las colinas del Manto Gris, la posada A Medio Camino era Evereska. Pocas personas conseguían acercarse más a la ciudad.

Myrin Lanza de Plata, el propietario del establecimiento, era un elfo de la luna adusto y silencioso, a cuyos ojos plateados no se le escapaba nada. Era la persona más impenetrable que Arilyn había conocido, y su confortable establecimiento parecía haber sido especialmente diseñado pensando en la discreción. De resultas de ello, la posada se había convertido en un lugar en el que abundaban las intrigas, se cerraban tratos y se producían reuniones clandestinas.

Arilyn solía detenerse allí de camino a Evereska para recibir misiones o reunirse con sus contactos. Por alguna razón que se le escapaba, Myrin Lanza de Plata mostraba un especial interés por ella y su carrera. Siempre que se alojaba en su posada el elfo la trataba como si fuera una princesa elfa.

Como siempre, la saludó a los pies de la escalera con una profunda inclinación de cabeza.

—Tu presencia honra mi casa, Arilyn Hojaluna. ¿Deseas algo esta noche, quex etrielle?

Como siempre, Arilyn dio un respingo ante la extrema deferencia de su saludo.

—Sólo ser vista.

—¿Cómo?

—Digamos que quiero que se me vea entrar en la posada, pero no salir —explicó Arilyn con una sonrisa burlona.

—Ah. Naturalmente. —Como siempre, el discreto posadero se dio por satisfecho con su escueta explicación. Entonces la tomó por el brazo y la escoltó con toda ceremonia hasta la gran barra. Arilyn tomó asiento en uno de los taburetes más visibles, y Myrin se empeñó en ponerse al otro lado de la barra y servirla personalmente ante todos los clientes.

Arilyn bebió a sorbos el licor elfo que el posadero le sirvió, tratando de contener un acceso de hilaridad.

—Gracias Myrin. Creo que he conseguido ser vista.

—Ha sido un placer. ¿Deseas algo más?

—¿Tienes algún mensaje para mí?

—Esto ha llegado esta misma tarde —contestó Myrin tendiéndole un pequeño rollo.

Arilyn echó un vistazo al sello y su buen humor se esfumó. Con un suspiro cogió el rollo que le tendía el posadero, lo abrió y leyó las elegantes y precisas runas elfas. Kymil quería reunirse con ella en la posada esa misma noche. Probablemente los Arpistas le habían encomendado otra misión para ella, justo cuando lo que más deseaba era regresar a casa, a Evereska. La semielfa lanzó otro involuntario suspiro.

—Buenas noticias, espero.

Arilyn levantó la vista y se encontró con una mirada de preocupación en los ojos plateados de Myrin.

—Más bien no. Kymil Nimesin se reunirá aquí conmigo esta noche, donde siempre.

El elfo de la luna recibió el anuncio de Arilyn sin inmutarse.

—Me ocuparé de que vuestro reservado habitual esté libre.

—Qué diplomático eres, Myrin —murmuró Arilyn. El orgulloso posadero y el patricio maestro de armas no se podían ver ni en pintura, pero Myrin Lanza de Plata siempre recibía a Kymil Nimesin con exquisita cortesía. No obstante, para desconcierto de Arilyn, el maestro de armas trataba al posadero con mucho menos respeto.

—No es la primera vez que me lo dicen —replicó Myrin. Se excusó con otra inclinación de cabeza y se dirigió al reservado de Arilyn. Mientras, la semielfa subió a su habitación para recoger los objetos que había recuperado en el fuerte Tenebroso, tras lo cual, regresó a la taberna y se dirigió al fondo de la sala común, donde se deslizó tras la pesada cortina de un reservado.

Casi inmediatamente unas diminutas motas de luz parpadearon sobre el banco de enfrente. Los puntos dorados se fueron haciendo más anchos, se expandieron y, finalmente, se unieron dando como resultado la forma de su viejo amigo y mentor Kymil Nimesin.

—Nunca me acostumbraré a tu manera de entrar en los sitios —murmuró Arilyn con una sonrisa de bienvenida a su maestro.

—Bah, es sencillo —respondió Kymil sin dar importancia al comentario—. Espero que tu misión haya tenido éxito.

—Si no, no estaría sentada aquí. —La semielfa le entregó el saco que contenía los objetos—. ¿Los devolverás a los sacerdotes de Sune y te encargarás de que nuestro informante reciba el resto del dinero?

—Desde luego. —Tras un breve silencio Kymil pasó a temas menos agradables—. Ya me he enterado de la muerte de Rafe Espuela de Plata. Una verdadera lástima. Era un buen explorador, y seguro que los Arpistas lo echarán en falta.

—Y yo también —dijo suavemente Arilyn. Las palabras de Kymil no eran más que la cortés fórmula que imponían las convenciones, pero las suyas revelaban una verdadera emoción—. ¿Cómo has sabido de su muerte tan rápidamente? —preguntó, alzando de pronto la mirada hacia su maestro.

—Estaba preocupado por ti e hice indagaciones.

—¿Oh?

—Supongo que ya sabes que el asesino te buscaba a ti. —Kymil miraba a su alumna de hito en hito.

—Sí —contestó Arilyn con voz calmada y bajando la mirada hacia sus manos apretadas—, yo he llegado a la misma conclusión. Ahora, si no te importa, ¿podríamos hablar de otras cosas? ¿Tienes otra misión para mí?

—No. He querido reunirme contigo para hablar de los asesinatos. —Kymil se inclinó hacia adelante para dar más fuerza a sus palabras—. Estoy inquieto por tu seguridad, muchacha. Debes tomar medidas para protegerte de ese asesino.

Arilyn alzó bruscamente la cabeza y una expresión de furia se adueñó de su cara.

—¿Y qué me propones que haga? ¿Que me esconda?

—Todo lo contrario —la corrigió Kymil severamente—. Debes buscar al asesino.

—Ya hay muchos buscándolo.

—Sí, pero tal vez no buscan donde deberían. Como agente Arpista tú puedes triunfar donde otros han fracasado. En mi opinión, el asesino es un Arpista.

Arilyn contuvo el aliento, para inmediatamente repetir, incrédulamente:

—¿Qué? ¿El asesino, un Arpista?

—Sí. O un agente de los Arpistas.

La semielfa sopesó las palabras de su maestro y asintió lentamente. Era una posibilidad terrible, pero tenía sentido. Los Arpistas no eran una organización muy estructurada sino que cada uno actuaba con relativa independencia. Sus agentes —como Arilyn, que no eran miembros oficiales del grupo pero realizaban determinadas misiones para ellos— solían trabajar solos, y muchos Arpistas mantenían su afiliación secreta. A Arilyn se le antojaba increíble que ese velo de secretismo pudiera volverse contra los mismos Arpistas. No obstante, también había aprendido a confiar en el juicio de Kymil Nimesin. Kymil era un aliado de los Arpistas desde niño y si él creía que el asesino de Arpistas se ocultaba entre sus filas, ella se sentía inclinada a creerlo.

—Debes descubrir al asesino, y pronto. —Kymil interrumpió sus reflexiones hablando en tono urgente—. El pueblo tiene en alta estima a los Arpistas. Si no somos capaces de encontrar y detener al asesino, el honor y la reputación de los Arpistas saldrán perdiendo.

»¿Te haces una idea de la implicaciones de este asunto? —le preguntó el elfo dorado tras un pausa—. ¡Podría llegar a romper el equilibrio! Los Arpistas desempeñan una función vital en la lucha contra el mal, en particular contra los zhentarim y sus…

—Sé perfectamente qué representan los Arpistas —lo interrumpió Arilyn con un toque de impaciencia. Kymil le había sermoneado sobre la necesidad de mantener el equilibrio desde que tenía quince años, y se conocía sus argumentos de memoria—. ¿Tienes algún plan?

—Sí. Yo sugeriría que te introdujeras entre las filas de los Arpistas, disfrazada si es necesario, para descubrir al asesino.

—Sí, supongo que tienes razón. —La semielfa esbozó una leve y triste sonrisa—. En cualquier caso, es mejor que no hacer nada. No puedo seguir esperando cruzada de brazos a que el asesino ataque. No lo soportaré mucho tiempo más.

—¿Por qué te inquieta tanto esta amenaza? Tu vida ha estado en peligro muchas veces. —Kymil hizo una pausa y fijó en ella sus ojos de penetrante mirada—. ¿O es que hay algo más?

—Sí —admitió ella a regañadientes—. Desde hace algún tiempo, meses, tengo la sensación de que alguien me sigue. Pero por mucho que lo intento no percibo ninguna señal del perseguidor.

—¿De veras? —se limitó a comentar Kymil.

La joven esperaba oír sus reproches o, al menos, que le preguntara sobre su incapacidad de atrapar a su misterioso perseguidor.

—No pareces muy sorprendido —osó decir Arilyn.

—Muchos Arpistas son consumados exploradores y rastreadores —replicó Kymil sin alterarse—. Entra dentro de lo posible que el asesino o la asesina que buscamos, especialmente si es un Arpista, sea lo suficientemente hábil para evitar que lo descubran, ni siquiera alguien tan experto como tú. Razón de más, creo, para que pases a la ofensiva. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Esto es todo lo que tenía que decirte esta noche. Será un placer teletransportarte a Aguas Profundas para…

—No, gracias. —Arilyn lo interrumpió bruscamente.

—¿Acaso no piensas ir a Aguas Profundas? —inquirió Kymil enarcando una ceja—. Parece el mejor lugar para empezar a buscar.

—Tienes razón, y pienso ir a Aguas Profundas. Pero prefiero hacer el viaje a caballo.

Kymil se mostró exasperado.

—Mi querida etrielle, nunca comprenderé tu aversión hacia la magia, especialmente teniendo en cuenta que llevas una espada mágica desde que eras una niña.

—No me lo recuerdes —replicó Arilyn, expresando una amargura nada habitual en ella—. Tratándose de magia, sólo soy capaz de aceptar mi hoja de luna.

—No te comprendo. —Kymil sacudió la cabeza—. Cierto que hubo ese desafortunado incidente durante la Época de Tumultos…

—¿Desafortunado? —lo atajó Arilyn con voz incrédula—. Yo no calificaría de «incidente» la desintegración accidental de toda una partida de aventureros.

—Los Siete del Martillo —dijo Kymil, dando entender con su tono de voz que la muerte de los aventureros humanos había sido algo intrascendente—. Tú no tenías motivos para preocuparte del fuego mágico.

—¿Oh? ¿Y por qué no?

Por un momento Kymil pareció desconcertado, pero luego sonrió débilmente.

—Siempre la alumna exigente. Ese intervalo de tiempo no afectó tan seriamente a los elfos y a su magia como a los humanos.

El elfo dorado se recostó en el banco y juntó las yemas de los dedos de ambas manos, ofreciendo la imagen perfecta del profesor erudito. Sabiendo lo que se le venía encima, Arilyn gruñó por lo bajo. Actualmente Kymil impartía un seminario en la Academia de Magia y Armas de Evereska sobre el efecto de la Época de Tumultos en la magia elfa en calidad de profesor invitado. Arilyn nunca había sido una buena estudiante y lo último que necesitaba ahora era escuchar una conferencia. Además, no quería revivir la Época de Tumultos; aquel desastroso intervalo durante el cual los dioses anduvieron por Faerun adoptando la forma de mortales, causando el caos y una inmensa destrucción.

—Lo que ocurrió fue lo siguiente —empezó a disertar Kymil, y su voz adquirió un tono pedante—. En lenguaje profano, los humanos usan el tejido para conjurar magia, pero los elfos pueden considerarse parte integrante del tejido. Por nuestra misma naturaleza los tel’quessir somos seres mágicos y…

Arilyn alzó bruscamente una mano para interrumpirlo.

—Muchos me considerarían n’tel’ques, no persona. Soy medio humana, ¿recuerdas? Tengo muy poca habilidad mágica inherente.

Kymil se quedó pensativo un instante y entonces inclinó la cabeza en gesto de disculpa.

—Perdóname, muchacha. Tus superiores talentos hacen que me olvide de las desafortunadas circunstancias que concurrieron en tu nacimiento.

Arilyn conocía a Kymil desde hacía demasiado tiempo para sentirse insultada por sus aires patricios.

—¿Desafortunadas circunstancias? Soy una semielfa, Kymil, no una bastarda. Claro que algunos pensarían lo segundo —añadió con una fugaz sonrisa.

Justamente entonces una áspera voz rugió su nombre. Arilyn apartó la cortina unos centímetros para echar un vistazo. Entonces sacudió la cabeza y juró por lo bajo en una mezcla de común y élfico.

Kymil ahogó un grito de sorpresa al oír el juramento bilingüe de Arilyn. Ella le lanzó una fugaz mirada y tuvo que morderse el labio para no echarse a reír ante la ultrajada expresión del elfo dorado.

—Lo siento —se disculpó.

Kymil iba a hablar, sin duda para censurarle su indigno uso del élfico, pero sus palabras quedaron ahogadas por un barullo semejante a una pequeña invasión de bárbaros.

Una horda de rufianes había irrumpido en la posada y se dedicaba a armar jaleo, volcando mesas vacías y lanzando una sarta de gritos y chillidos. El líder de la banda era un zafio de proporciones gigantescas, casi la caricatura de un matón. Tenía una apariencia siniestra: llevaba un parche en un ojo, una maza tachonada con púas de hierro al cinto y una oxidada cota de malla que, más o menos, le cubría la barriga. Pero, al mismo tiempo, había algo en él que suscitaba sonrisas encubiertas. Quizás era su calva, tan pelada como un huevo, enmarcada por un reborde de ralo cabello rubio que se había recogido en dos escuálidas trenzas largas.

El hombre calvo y rubio fue directamente hacia el delgado Myrin Lanza de Plata, lo cogió bruscamente y lo alzó en vilo hasta que los ojos del posadero quedaron a la misma altura que los suyos.

—¿Es que no me has oído, elfo? He preguntado si Arilyn Hojaluna está aquí esta noche. Si no respondes, mis hombres… —El hombretón señaló con un violento movimiento de cabeza al grupo de rufianes congregados a su espalda—. Mis hombres empezarán a interrogar a tus clientes. Y eso no sería muy bueno para el negocio.

Pocos hombres, humanos o elfos, eran capaces de conservar la dignidad mientras sus pies pendían a varios centímetros de altura del suelo, pero Myrin Lanza de Plata devolvió la amenazante mirada del bruto con otra serena y mesurada. Algo en la expresión del posadero amedrentó al bravucón, que dejó al elfo en el suelo.

—Estamos perdiendo el tiempo —anunció a sus hombres con una voz lo bastante alta para que resonara por toda la sala. Era un intento burdo de guardar las apariencias—. Este elfo no sabe nada. Separaos. ¡Si esa moza gris anda por aquí, la encontraremos!

—¿Conoces a ese hombre? —preguntó Kymil a Arilyn, al tiempo que dejaba caer la cortina.

—Oh, sí —respondió la semielfa irónicamente, contemplando aún el drama que se desarrollaba en el área principal de la taberna—. Se llama Harvid Beornigarth, un aventurero de tercera fila. Hace unos meses íbamos tras el mismo premio, y él perdió.

—Ah. Y supongo que no supo perder con elegancia —concluyó Kymil.

—Más bien no. —Arilyn abrió unos pocos centímetros más la cortina para mirar cómo los matones de Harvid se separaban y empezaban a registrar la posada—. De hecho, no representa ninguna amenaza pero en estos momentos ya tengo suficientes cosas en las que pensar.

«Adiós a mi plan de escabullirme de mi misteriosa sombra —pensó Arilyn—. Con Harvid Beornigarth creando tanto revuelo ya podría poner un letrero fuera del apartado que dijera: “Arilyn Hojaluna. Asesinos, S. A.”. Claro que, todo ese jaleo podría venirme de perlas para esfumarme».

La semielfa dejó caer las cortinas de golpe. Entonces metió la mano en una pequeña bolsa que le pendía del cinturón y sacó un minúsculo espejo, un puñado de malla dorada y un par de diminutos botes llenos de ungüentos con brillantes runas elfas de color rosa que los identificaban como «Faereen la cortesana».

Hábilmente se extendió por la cara una crema de color marfil pálido que cubrió el leve matiz azulado que realzaban sus finos huesos. El segundo bote contenía una crema de color rosa, que usó para darse pequeños toques en labios y mejillas. A continuación agitó la malla dorada, un curioso tocado ornamental hecho con diminutos anillos metálicos entrelazados en formas intrincadas y tachonado con gemas verdes. Después de alisarse el pelo tras sus puntiagudas orejas, se cubrió sus ondas azabache con el tocado.

Tras haber completado su parte, la semielfa cerró una mano alrededor de la empuñadura de la espada y cerró los ojos, conjurando en su mente la imagen de una cortesana sembiana. Cuando, instantes después, bajó la vista hacia su cuerpo, comprobó que la hoja de luna había hecho su parte. Sus ropas de viaje de cuero habían sido sustituidas por un vestido de seda de color jade y zafiro de múltiples capas, y su holgada camisa era ahora un corpiño ajustado y escotado. En cuanto a la hoja de luna, había adoptado el aspecto de una pequeña daga adornada con joyas. Arilyn sostuvo el minúsculo espejo a distancia de un brazo y contempló el efecto. Veinte años después aún se sentía un poco incómoda con sus transformaciones. La luchadora semielfa había desaparecido y en su lugar se veía una mujer humana de gran belleza.

Pero todavía faltaba el toque final: Arilyn sacó de la bolsa una pequeñísima caja tallada, de la que retiró dos finas lentillas. Se las colocó directamente sobre los ojos, y el azul con motas doradas que la distinguían como elfa se transformó en una sorprendente —aunque muy humana— tonalidad verde.

La transformación no había durado más que unos pocos minutos. Cuando estuvo preparada Arilyn miró a su mentor. Por una vez la inescrutable fachada de éste había caído, y una expresión de evidente desagrado le crispaba el rostro. Poco después de empezar a entrenar a Arilyn, Kymil había descubierto que la hoja de luna era capaz de crear disfraces para quien la poseyera. Arilyn y la hoja de luna habían ido desarrollando una galería de personajes que le servían de fachada, pero Kymil nunca se había reconciliado con lo que consideraba una manera indigna de desempeñar su trabajo.

—Con este disfraz podré marcharme sin llamar la atención —le explicó Arilyn, poniéndose un poco a la defensiva. Incluso después de tantos años, cualquier signo de desaprobación por parte de su mentor aún la hería.

Kymil recuperó la compostura y se aclaró la garganta para afirmar:

—Lo dudo. Vestida de ese modo es imposible que pases inadvertida. ¿Una cortesana sola? No es habitual, y darás que hablar. Muchos te recordarán.

—Cierto —convino Arilyn—. Verán y recordarán a una cortesana humana. A una ilusión.

El ruido de los rufianes que se acercaban al apartado cortó de raíz cualquier argumento de Kymil.

—Tus métodos son muy eficaces —admitió—. Ve pues, y que los dioses te ayuden en tu búsqueda. Te deseo agua dulce y risa fácil hasta que nos volvamos a ver —despidiéndose de ella con la tradicional fórmula elfa.

Tras despedirse de Arilyn, la mirada de Kymil se hizo distante como si se concentrara en un remoto destino.

—Sendero plateado… Academia de Magia… Evereska —murmuró.

Su cuerpo se tornó translúcido, después su silueta tembló y se llenó de puntos de luz dorada. Éstas titilaron brevemente y luego desaparecieron.

Arilyn se estremeció. Como dueña de una hoja de luna había tenido que resignarse a usar la magia, aunque ella se consideraba una luchadora y el Arte le inspiraba una profunda desconfianza. El fuego mágico y los viajes dimensionales la aterraban. Kymil la había iniciado en el teletransporte, pero sus primeras experiencias la dejaron enferma y débil. Su aversión a la magia se acrecentó en la Época de Tumultos, cuando vio a demasiados magos teletransportarse a un muro sólido. Por mucho que Kymil desaprobara su actitud, ella no podía evitar lo que sentía. Una vez el elfo se hubo marchado, Arilyn volvió a centrarse en su actual problema. Nuevamente corrió la cortina y buscó la última pieza de su disfraz: necesitaba un hombre.

Kymil tenía razón. Una cortesana necesitaba un cliente. Estaba tan acostumbrada a viajar sola que no se le había ocurrido. Si quería interpretar correctamente el papel de seductora, necesitaría un hombre que le diera la réplica. Arilyn recorrió la taberna con la mirada en busca de un candidato adecuado. Un estallido de carcajadas atrajo su atención hacia la puerta principal.

Varios mercaderes estaban sentados alrededor de una mesa atestada de jarras vacías de cerveza. Uno de ellos, un joven ataviado de punta en blanco con ropas de color verde brillante flirteaba descaradamente con una camarera elfa. Arilyn no podía oír qué decía, pero sus achispados camaradas expresaban su aprobación con ruidosas risotadas, y la sonriente elfa de la luna se sonrojaba, lo que en su caso significaba ponerse azul.

«Perfecto», pensó Arilyn, y su boca se curvó en una leve sonrisa desdeñosa. No habría dado con un candidato mejor ni aunque hubiera sido capaz de sacárselo de la manga. El hombre era joven, de menos de treinta años, llevaba el cabello rubio pulcramente peinado y una capa lujosamente bordada le caía en pliegues sobre los hombros con consumada elegancia. Indolentemente repantigado en la silla se comía con los ojos a la camarera, que se alejaba balanceándose. Su ropa y su negligente porte denotaban riqueza y privilegios, y su sonrisa dejaba traslucir que se sentía perfectamente satisfecho de sí mismo. Todo indicaba que era un joven mimado, superficial y egoísta. En resumen: justo lo que necesitaba.

Arilyn despreciaba a los tipos como él; a quienes se contentaban con una fácil vida de lujos. Sin embargo, los servicios de una cortesana sembiana no eran nada baratos, y de todos los hombres de la posada él parecía el objetivo más creíble, y también el más receptivo.

Completamente ajeno al examen de Arilyn, el pisaverde hizo otro comentario presumiblemente gracioso. Uno de sus compañeros, un hombre de aspecto rudo vestido como un mercenario, se rió a carcajadas y golpeó el hombro del gracioso con una manaza enorme y mugrienta. El joven no pareció ofenderse por la familiaridad del mercenario, pero hizo un gesto de dolor y se apretó el hombro al tiempo que soltaba otro comentario que produjo la hilaridad de sus compañeros de mesa.

«Probablemente no es un noble —dedujo Arilyn—, sino un rico mercader». Los otros hombres de la mesa no parecían suficientemente borrachos para tomarse tales libertades con un aristócrata. Y, a juzgar por sus ingeniosos comentarios, el dandi rubio no había bebido demasiado, lo que era una suerte.

Arilyn se puso en pie y se deslizó silenciosamente por la sala. El fondo de la taberna se mantenía deliberadamente oscuro, y la semielfa avanzaba pegada al muro sin salir de las sombras que la ocultaban. No quería que nadie relacionara a la etérea cortesana con la etrielle agotada por el viaje que había entrado antes en la taberna. Al penetrar en la zona iluminada de la sala, todas las conversaciones se interrumpieron de golpe. Tanto hombres como mujeres lanzaron miradas especulativas a Arilyn. Ésta ladeó la cabeza con coquetería y avanzó decidida hacia su objetivo.

Uno de los compañeros del pisaverde logró dejar de mirar con la boca abierta a la supuesta cortesana para clavar el codo en las costillas de quien Arilyn había elegido como presa. El joven dandi alzó la vista hacia ella y enarcó las cejas en una abúlica expresión de aprecio. Cuando la mujer llegó junto a su mesa, se levantó, y a Arilyn le sorprendió comprobar que era varios centímetros más alto que ella.

—Vaya encuentro. Seguro que he hecho algo para merecer esto —dijo el joven maravillado, cogiéndola de la mano e inclinándose ante ella.

Arilyn lo dudaba mucho pero se limitó a sonreírle dulcemente. Que pensara lo que quisiera, el idiota.

—¿Te gustaría acompañarme? Por cierto, me llamo Danilo, Danilo Thann.

Arilyn contuvo un gruñido. Conocía ese apellido: la familia Thann era dueña de importantes empresas comerciales así como vastas tierras al norte de Aguas Profundas. El petimetre era, pues, un noble de Aguas Profundas. Era ya demasiado tarde para echarse atrás, por lo que la semielfa mantuvo su seductora sonrisa mientras Danilo Thann apartaba a uno de sus compañeros de un codazo y la conducía a ella hasta un asiento libre. A continuación el noble se sentó con gesto elegante en la silla situada junto a la de la mujer.

—¿Y tú eres…? —preguntó Danilo.

—Para mí elquesstria, por favor —ronroneó la mujer, haciendo caso omiso de la pregunta.

—¡Ah! —Los ojos del pisaverde se iluminaron—. No tienes nombre. Una misteriosa dama que bebe licor elfo, lo que demuestra que tiene buen gusto. —Danilo dirigió una sonrisa de complicidad a sus compañeros y prosiguió—: Aunque esto ya había quedado fuera de toda duda cuando elegiste compañía. —Sus compinches se rieron entre dientes. Al parecer, tenían tan buena opinión de sí mismos como el joven Thann.

El ruido metálico de una cota de malla muy mal conservada interrumpió las risas. Involuntariamente, Arilyn se puso tensa. No necesitaba levantar la mirada para saber que era el mismo Harvid Beornigarth. La semielfa sentía un irresistible impulso de empuñar la hoja de luna y partir por la mitad a aquel latoso, pero se obligó a mantener la lánguida postura de una cortesana.

—Perdón, milord, ¿habéis visto a esta moza elfa por aquí?

Harvid puso un tosco dibujo de Arilyn bajo las narices de Danilo. El joven lo cogió, le echó una fugaz mirada y se lo devolvió.

—No, no puedo decir que la haya visto.

—¿Estáis seguro?

Danilo pasó un brazo alrededor de los hombros de Arilyn y sonrió a Harvid Beornigarth como si el aventurero fuese un viejo amigo.

—Con franqueza, no. Si estuvieras en mi lugar, ¿tendrías ojos para otra? —repuso el noble afectadamente, abrazando con fuerza a la mujer que tenía al lado.

El patán recorrió el cuerpo de Arilyn con una aprobadora mirada lasciva. La semielfa se forzó a alzar la vista hacia él. Sin dar muestras de reconocerla, Harvid sonrió de oreja a oreja dejando a la vista varios dientes cariados.

—No, yo tampoco miraría a otra —admitió. Entonces se acercó a la mesa contigua e interrogó a los clientes con mucha menos cortesía.

Arilyn se relajó. Ahora tenía que salir de la posada y alejarse de allí. No le quedaba otro remedio que llevar a Danilo con ella; el respeto que Harvid había demostrado al joven noble indicaba que, probablemente, ninguno de los otros rufianes se le acercaría mientras continuara en compañía del dandi. Luchando contra las ganas de quitarse de encima el brazo de Danilo, Arilyn alzó la mirada hacia su futuro rehén.

Danilo Thann estaba recostado en su silla, con los ojos entornados y la mirada fija en algo. Arilyn siguió su mirada y se dio cuenta de que lo que tanto le interesaba al noble eran sus propias manos. El lechuguino estudiaba con expresión especulativa las manos que la semielfa mantenía en el regazo y apretaba con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

Arilyn clavó su mirada en él. ¿Qué habría apinado?

Pero cuando el joven noble la miró a su vez, las sospechas de Arilyn se esfumaron. El mentecato mostraba una expresión completamente vacía y seguía esbozando aquella radiante sonrisa que Arilyn empezaba a encontrar irritante.

—Bonita sortija. Son muy populares en Aguas Profundas —comentó el joven con ligereza. Entonces tomó la mano de Arilyn y estudió el anillo con la grave expresión de un entendido. Mientras giraba la mano de la mujer a un lado y al otro, la luz arrancó destellos a los anillos que él mismo llevaba—. En el último festival de verano se vendían en el mercado al aire libre. ¿Lo compraste allí?

Parecía una pregunta inocente, pero Arilyn respondió con evasivas.

—Hace tiempo que no voy a Aguas Profundas por negocios.

—¿Y qué negocios son ésos? —preguntó un hombretón de pelo negro y bigotes rojizos mirando el escote de Arilyn e inclinándose hacia adelante para gozar de una mejor vista—. ¿Te dedicas al comercio quizá?

—No, no soy comerciante —contestó Arilyn dulcemente. Por el rabillo del ojo vio que el último de los hombres de Harvid abandonaba la posada. El posadero se relajó, y la taberna volvió a llenarse de conversaciones y de demandas de cerveza. Era el momento ideal para escabullirse—. Mis «negocios» son del tipo que se realizan en privado. —Con esas palabras se levantó ofreciendo una mano y una sonrisa de invitación a Danilo.

El hombre de bigotes pelirrojos soltó una carcajada y palmeó a Danilo en la espalda.

—Bueno, chico, ya tienes planes para esta noche.

—Si tardo un poco en volver no os molestéis en buscarme —dijo Danilo a sus compañeros con fingida seriedad. Acto seguido cogió a Arilyn de la mano y la condujo al fondo de la sala, donde había una puerta que conducía hacia las habitaciones de arriba o fuera. La semielfa tendría que convencerlo de que eligiera esa última opción.

—¿Qué te parece si damos un paseíto? —sugirió Danilo al llegar a la puerta—. Hace una noche preciosa. Un poco fresca, pero a mí me encanta el tiempo otoñal.

«Problema resuelto», se dijo Arilyn, que accedió gustosa. Una acaramelada pareja que daba un paseo a la luz de la luna no llamaría la atención. Una vez que estuvieran a salvo en el bosque, ya se encargaría Arilyn de perderlo. Que regresara solo y fuera él quien explicara la ausencia de la cortesana a sus amigotes.

Danilo la cogió familiarmente del brazo. Mientras caminaban por la calle situada detrás de la posada, no dejaba de parlotear, obsequiando a la joven con cotilleos de Aguas Profundas que Arilyn habría encontrado muy divertidos si hubiera estado de humor para ello.

La semielfa animaba al joven noble a seguir parloteando emitiendo los apropiados sonidos estúpidos, al tiempo que hábilmente lo iba conduciendo hacia el bosque, lejos del ajetreo de las caravanas de comerciantes que llegaban. La posada A Medio Camino era un centro comercial tan grande como algunas ciudades, por lo que al paso que iban tardaron casi una hora en llegar al sendero que bordeaba el bosque. El veleidoso tiempo otoñal había cambiado, y el viento cargado de humedad anunciaba lluvia.

Mientras Danilo Thann seguía con su cháchara, Arilyn escuchaba atentamente los sonidos nocturnos. De la posada llegaban voces, y los caballos relinchaban satisfechos en los cercanos establos. Una vez se fijó en que la sombra de un arbusto parecía desproporcionadamente larga, y otra una perdiz salió volando como si algo se hubiera acercado demasiado a su nido. Pese a que no captó ningún sonido sospechoso, Arilyn se fue convenciendo de que alguien la seguía.

¡Maldita sea!, juró para sí. ¡Después de todas las molestias que se había tomado en la posada para despistar a su sombra! Los hombres de Harvid registraban ahora los alrededores de la posada, y los ruidos de una pelea los atraerían como la carroña a los buitres.

A escasos metros de ellos una ramita se rompió. Arilyn mantuvo una cara impasible mientras deslizaba una mano entre los pliegues de su colorida falda y sacaba la daga que llevaba escondida. Cuando ella y Danilo pasaron junto a un gran olmo, pasó rápidamente a la acción: se zafó del brazo del noble, extendió una mano detrás del árbol y agarró a un hombre por el pelo. Acto seguido lanzó al hombre contra el tronco del árbol y le puso la daga contra el cuello. Inmediatamente lo reconoció como uno de los rufianes que acompañaban a Harvid Beornigarth, aunque era la primera vez que lo veía con el gigantón. Y no tenía una cara fácil de olvidar; una irregular cicatriz púrpura le recorría una mejilla, le habían roto la nariz al menos una vez y le faltaba una oreja.

—¿Por qué me sigues? —le preguntó.

El hombre se pasó la lengua por los labios, nervioso.

—Te vi en la posada. Entonces saliste sola y yo pensé… ya sabes.

—La dama no está sola —intervino Danilo Thann con altivez—. Desde luego que no. Está conmigo.

—No te metas en esto —masculló la dama en cuestión. El joven noble la complació al punto, retrocediendo un paso y alzando las manos.

—¿Me has seguido desde que salí de la posada? ¿Antes no? —Arilyn no creía que aquel rufián fuese su misteriosa sombra, pero tenía que estar segura. El hombre vaciló una fracción de segundo de más antes de responder.

—No, sólo desde la posada. No te había visto nunca antes.

Arilyn deslizó la daga por el cuello del hombre siguiendo la línea de la mandíbula, arrancándole una buena parte de su barba oscura de tres días y también un poco de piel.

—No sé si creerte. ¿Para quién trabajas?

—Para Harvid Beornigarth. El hombre de las trenzas rubias.

—¿Para nadie más?

—¡No!

Pese a la mirada culpable y furtiva que veía en los ojos del hombre, Arilyn se sentía inclinada a creerlo. No era un astuto asesino. Justo cuando empezaba a relajar la presión que ejercía con la daga un leve destello dorado le llamó la atención. La mano que tenía libre voló hacia la bolsa que el hombre llevaba atada alrededor de la cintura, de la que sacó una caja de rapé dorada con una sinuosa runa grabada en la tapa. Era una runa muy familiar. Arilyn contuvo la respiración.

—¿De dónde la has sacado? —inquirió en tono áspero, acercando la caja a la faz del hombre. La runa grabada era el símbolo de la maga Perendra de Aguas Profundas, una de las primeras víctimas del asesino de Arpistas.

El pánico se adueñó del hombre, que lanzaba rápidas miradas en todas direcciones como si buscara el modo de escapar.

—De Aguas Profundas —graznó—. La compré en Aguas Profundas.

—Eso ya lo sé. Quiero saber más.

—Me la vendió un elfo. En Aguas Profundas. No sé más, lo juro.

—¿Y cómo se llama ese elfo?

—¡No por favor! —Gotas de sudor le corrían por la cara—. Si te lo digo, me matará.

—Y si no lo haces, seré yo quien te mate.

—La vida nos obliga a tomar decisiones muy difíciles —comentó Danilo Thann a sus espaldas. Arilyn se sobresaltó.

—¿Aún sigues ahí? —le espetó, mirando brevemente por encima del hombro. El joven aristócrata estaba tranquilamente apoyado en un árbol con los brazos cruzados.

—Pues claro —replicó—. Es peligroso andar por aquí. ¿Quién sabe? Podría haber más hombres acechando.

—No necesito protección —declaró la semielfa enérgicamente.

—A eso quería llegar. Si no te importa, preferiría quedarme al lado de una dama que maneja tan bien una daga.

—Haz lo que quieras. —Arilyn centró de nuevo toda su atención en el hombre que mantenía cautivo—. ¿Cómo se llama ese elfo?

—¡No puedo decirlo! —exclamó el hombre, desesperado. La daga volvió a deslizarse de nuevo bajo su mandíbula—. ¡De acuerdo! De acuerdo.

—¿Y bien?

—Se llama… —La voz del rufián se apagó como si lo hubieran estrangulado.

Arilyn bajó la daga lentamente, contemplando incrédulamente el rostro ennegrecido del hombre y la lengua que le salía de la boca. Retrocedió, incapaz de apartar los ojos de aquella cara horriblemente distorsionada. El hombre emitió un débil y áspero gorgoteo antes de que su espalda se deslizara por el tronco y cayera al suelo sin vida.

—¡Que Mystra me proteja! —exclamó Danilo Thann—. ¡Lo has matado!