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Salió la luna, y en su estela llevaba los nueve diminutos luceros conocidos por los bardos y los amantes como las Lágrimas de Selune. Lentamente la llorosa luna fue apagando los colores de un atardecer de otoño, y la oscuridad se fue enseñoreando del jardín. La bruma —esas inquietantes nubes bajas que daban nombre a las colinas del Manto Gris— empezaron a congregarse, envolviendo el jardín y poniendo sordina a los últimos repiques de las campanas elfas que tocaban a muerto.

En Evereska había pocos lugares más apacibles que el templo de Hanali Celanil, la diosa elfa de la Belleza y el Amor. El templo —una enorme estructura de mármol blanco y ópalo— se erigía sobre la colina más alta de la ciudad y estaba rodeado por jardines que incluso en las postrimerías del otoño exhibía flores muy poco comunes y frutas exóticas. Sobre un pedestal bajo situado en el centro de los jardines se veía una estatua de Hanali Celanil tallada en una excepcional piedra blanca.

Pero la solitaria figura acurrucada a los pies de la estatua no tenía ojos para las maravillas que la rodeaban. Entumecida por el dolor, la doncella semielfa se abrazaba las rodillas con sus delgados brazos y tenía la mirada perdida en las lejanas colinas, más allá de la ciudad. Sus ojos no percibían la iluminación de las calles de Evereska y tampoco intentaba protegerse con la capa de la fría neblina. La muchacha se había sentido atraída hacia los jardines del templo como por instinto, quizá seducida por la esperanza de que el que había sido el refugio favorito de su madre aún conservara ecos de su amada presencia.

La joven Arilyn de Evereska —aún no había cumplido los quince años— todavía no había asimilado que su madre, Z’beryl —una maga y guerrera elfa muy competente— hubiera muerto, y mucho menos a manos de unos vulgares rateros. Pero no había duda. Los dos asesinos habían confesado y ahora mismo sus cuerpos colgaban de las almenas de la ciudad. Arilyn había asistido a la ejecución sintiéndose extrañamente impasible.

Arilyn no podía asumir tantas cosas de golpe. La joven semielfa acercó aún más las piernas al pecho y apoyó la frente en las rodillas. El esfuerzo de tratar de encontrarle un sentido a todo lo ocurrido la había dejado exhausta. ¿Había muerto de verdad la única familia que Arilyn había conocido? Inmediatamente después de la muerte de su madre recibió la segunda impresión: la repentina y sigilosa llegada de los parientes de Z’beryl.

Distantes y circunspectos, los desconocidos elfos apenas se habían dado por enterados de la presencia de Arilyn, prefiriendo llorar la pérdida de Z’beryl tras los velos plateados de sus ropajes de duelo. Una familia sin rostro. Incluso ahora, al recordarlo, la joven sentía escalofríos y tuvo que abrigarse con su vieja capa. Después del funeral Arilyn se despojó de las ropas de duelo y buscó consuelo en su atuendo habitual. Éste consistía en una sencilla túnica sobre una camisa holgada y pantalones oscuros remetidos dentro de unas botas muy gastadas, que eran tan cómodas como zarrapastrosas. De hecho, lo único que la diferenciaba de un mocoso sin hogar era la antigua espada que le colgaba a un lado de la cintura.

La joven buscó la espada con la mano, el único legado de su madre, y sus dedos acariciaron con aire ausente las runas arcanas grabadas a lo largo de la vaina. La semielfa sentía que la espada ya formaba parte de ella. No obstante, tras el funeral los parientes de su madre iniciaron una acalorada discusión sobre si Z’beryl tenía derecho a legar la espada a una semielfa. A la joven le pareció extraño que nadie intentara arrebatarle el arma. Cuando acabaron marchándose tan misteriosamente como habían llegado, Arilyn no se sintió ni más ni menos sola que antes de que aparecieran.

—¿Arilyn de Evereska? Perdóname, muchacha, no quisiera importunarte en estos momentos de dolor, pero debo hablar contigo.

Estas suaves palabras sacaron bruscamente a Arilyn de sus reflexiones. La muchacha se incorporó y entrecerró los ojos en la dirección de la que procedía la musical voz. Vio a un elfo alto y esbelto junto a la verja que permitía el acceso al centro de los jardines, parecía que esperase su permiso para entrar.

Arilyn había heredado la aguda vista de su raza materna, por lo que incluso en la brumosa penumbra no tuvo ninguna dificultad en reconocer al punto a su visitante. Su habitual serenidad se esfumó en presencia del ídolo de su niñez. ¡Era Kymil Nimesin, y ella con aquellas pintas! Disgustada y nerviosa al mismo tiempo, Arilyn se puso en pie apresuradamente y se limpió las manos en los fondillos de los pantalones.

Kymil Nimesin era un alto elfo perteneciente a una familia noble, que en otro tiempo poseyó un asiento en el consejo del reino de Myth Drannor, perdido hacía ya tanto. En la actualidad era maestro de armas en una academia, tenía fama de aventurero y era un maestro en la arcana magia de las batallas. Se rumoreaba con insistencia que estaba relacionado con el misterioso grupo conocido como los Arpistas. Arilyn lo creía firmemente, pues tales historias alimentaban la heroica imagen que se había hecho de Kymil Nimesin. Asimismo explicarían su presencia en el jardín; en una ocasión Z’beryl le contó que los elfos de Evereska mostraban gran interés por las actividades de los Arpistas.

—Lord Nimesin. —Arilyn se irguió en toda su estatura y extendió ambas manos, con las palmas hacia arriba, en el que era el tradicional gesto de respeto.

El elfo la saludó con una inclinación de cabeza, tras lo cual se le acercó con la gracia de un bailarín o de un consumado guerrero. No era común ver elfos altos —llamados también elfos dorados— en la colonia de elfos de la luna de Evereska. Arilyn se sintió muy vulgar al comparar su pálida tez y sus cabellos negros muy cortos con el exótico colorido de un mágico elfo dorado. Kymil tenía la broncínea tez propia de su su raza, largos cabellos rubios con mechas cobrizas y ojos semejantes al mármol negro pulido. Al ver que el maestro se acercaba, Arilyn se maravilló de su gracia y de su impresionante belleza, que realzaba el aura de nobleza y poder que lo rodeaba. Kymil Nimesin era verdaderamente un quessir, un elfo honorable. Arilyn dio unos pocos pasos en su dirección y lo saludó con una reverencia.

—Es un honor, lord Nimesin.

—Puedes llamarme Kymil —le dijo gentilmente el elfo—. Hace muchos siglos que los Nimesin ya no somos lores. —El elfo dorado estudió largamente a Arilyn y luego sus ojos de obsidiana se posaron en la estatua situada a las espaldas de la muchacha—. Me pareció que te encontraría aquí.

—¿Perdón? —En la frente de la semielfa aparecieron arrugas de desconcierto.

—La estatua de la diosa se parece increíblemente a tu madre —explicó Kymil, mirando de nuevo a Arilyn—. En tu lugar yo también habría acudido aquí esta noche.

—¿La conocíais? ¿Conocíais a Z’beryl? —preguntó Arilyn, anhelante. Tan nerviosa estaba que avanzó un paso y agarró al elfo por los antebrazos. Había tan pocas personas capaces de contarle algo de la vida anterior de su madre, y ella deseaba tanto saber más, que olvidó el reverente respeto que le inspiraba el famoso quessir.

—Coincidimos brevemente hace muchos años —replicó Kymil. Con gestos amables se desasió del impulsivo apretón de Arilyn y volvió a estudiar la estatua de Hanali Celanil. Entonces dirigió una o dos miradas a la semielfa, y a ésta le pareció que trataba de tomar una decisión.

Arilyn rebullía de impaciencia, pero Kymil no parecía dispuesto a añadir nada más. Tras un momento de silencio, la muchacha consiguió apartar su expectante mirada del quessir y obedientemente miró la estatua de la diosa entrecerrando los ojos, tratando de ver algo de su madre en la fría y nívea belleza de Hanali Celanil.

La luz de la luna bañaba la estatua como si también ella se deleitara en su hermosura. Más esbelta y más bella que ninguna mortal, Hanali Celanil poseía los rasgos delicados y angulosos de la raza elfa. Una ligera sonrisa de complicidad curvaba sus exquisitos labios, y vigilaba sus dominios con ojos almendrados. Una mano de largos dedos la tenía posada sobre el corazón y con la otra se tocaba una puntiaguda oreja. Así era como se solía representar a Hanali Celanil, para mostrar que siempre escuchaba las plegarias de los enamorados.

En el lienzo de su imaginación Arilyn aplicó una pincelada azul a los pómulos y las orejas de la estatua, reemplazó la compleja cofia blanca por las largas trenzas azul zafiro de Z’beryl, le ciñó una espada a la cintura y, finalmente, se imaginó que sus ojos eran azules con motitas doradas, y que la miraban con amor de madre.

—Sí —convino con Kymil Nimesin—, supongo que se parece bastante a ella.

El sonido de su voz sacó al maestro de su reflexión, y su mirada abstraída desapareció. El elfo posó una mano sobre los hombros de Arilyn en un breve y silencioso gesto de condolencia que no parecía condecirse con su seco carácter.

—Lamento tu pérdida —le dijo—. ¿Puedo preguntarte qué piensas hacer ahora?

Arilyn retrocedió, sobresaltada, y miró al quessir sin comprender. Era una pregunta perfectamente razonable; pero, de pronto, ella se había dado cuenta, alarmada, de que no tenía ni idea de qué hacer. No se le había ocurrido pensar en el futuro.

El silencio fue roto por el estridente sonido nasal de unas agudas cornetas. Arilyn reconoció la señal para el cambio de guardia. Los barracones de la guardia de Evereska se encontraban a los pies de la colina, y los sonidos de los habituales movimientos de los soldados llegaban hasta los jardines del templo.

—Voy a unirme a la guardia —respondió Arilyn impulsivamente.

—Si el viento soplara del oeste seguramente habríamos oído los cánticos de la Academia de Magia, y supongo que habrías decidido ser maga —comentó Kymil con un amago de sonrisa en los labios.

Arilyn inclinó la cabeza, avergonzada por su reacción infantil. Pero insistió:

—No. Siempre he querido ser una guerrera, como mi madre. —Mientras hablaba fue alzando orgullosa el mentón, y la mano se le fue a la empuñadura de la espada de su madre, que ahora era suya.

—Ya veo. —Kymil siguió el movimiento con la mirada y sus ojos se entornaron al estudiar el arma de Arilyn—. Tu madre era maga además de luchadora. En la Academia de Magia y Armas se la tenía en muy alta estima como instructora. ¿Te enseñó mucho del Arte?

—No. —Arilyn negó con la cabeza—. Me temo que no tengo dotes para la magia. Ni tampoco gran interés —añadió con una fugaz sonrisa.

—Entonces supongo que no te contó nada acerca de la tradición de la hoja de luna.

—¿Te refieres a mi espada? Si tiene una historia, la desconozco —replicó Arilyn—. Mi madre me dijo solamente que un día sería mía, y me prometió contarme la historia de la espada cuando cumpliera la mayoría de edad.

—¿La has usado?

—No, nunca. Y tampoco mi madre, aunque la llevaba siempre consigo. Siempre hasta que… —La voz le falló.

—Hasta el funeral. —Kymil completó la frase con dulzura.

—Sí. —Arilyn tragó saliva—. Hasta el funeral. Cuando se leyó el testamento de mi madre me fue entregada la espada.

—¿La has desenvainado?

La pregunta del quessir le extrañó, pero supuso que tendría sus razones para preguntarlo. Arilyn se limitó a negar con un movimiento de cabeza.

—Humm… ¿Estás segura de que Z’beryl no te dijo nada sobre la espada? —insistió Kymil.

—Absolutamente nada —confirmó Arilyn tristemente. Entonces se animó y añadió—: Pero sí me enseñó a luchar. Soy muy buena —afirmó con ingenuo candor infantil.

—¿De veras? Tendremos que comprobarlo.

Antes de que Arilyn pudiera decir ni media palabra, el maestro de armas sostenía una delgada espada que relucía. La espada de Arilyn pareció casi saltar de su funda, y la muchacha contrarrestó la primera estocada del elfo con una parada a ambas manos.

Una intensa emoción inundó los ojos negros de Kymil, pero antes de que Arilyn pudiera poner nombre a la reacción del quessir la angulosa faz del elfo volvía a mostrarse inescrutable.

—Tienes buenos reflejos —comentó con voz tranquila—. Pero agarrar la espacia con las dos manos tiene sus limitaciones.

Como para demostrarlo Kymil se sacó una segunda arma del cinto: una daga larga y fina. Entonces arremetió contra la semielfa, amagando con la daga al tiempo que trazaba un círculo con la espada, la alzaba y se disponía a descargarla. Con una gracia instintiva, Arilyn brincó a un lado, esquivó la daga y apartó fácilmente la espada con su propia arma.

Las cejas del quessir se alzaron, más por fruto de la reflexión que de la sorpresa. Nuevamente dibujó un centelleante círculo con la espada, y luego más. Pero antes de completar el segundo atacó a Arilyn con la daga. Aunque la muchacha parecía intrigada por los vertiginosos movimientos de la espada no se dejó distraer, y la hoja de luna avanzó rápida como el rayo para bloquear la daga. Kymil se apartó, y retrocedió graciosamente unos pasos bajando ligeramente las armas; pero Arilyn mantuvo una posición defensiva, seguía medio agachada, con los ojos alerta y ambas manos aferrando la antigua espada.

«Excelente», aplaudió Kymil en silencio. La muchacha no sólo tenía un instinto natural para la lucha sino también un incipiente buen juicio. Para continuar probándola volvió a avanzar y descargó sobre ella una lluvia de golpes, esbozando alternativamente con la espada y la daga un intrincado dibujo que habría confundido a más de un adversario avezado. Arilyn paró todos los golpes, lo que era una proeza aún más excepcional por su empeño en coger la espada con ambas manos.

«Es rápida —se dijo Kymil—, pero veamos si también es fuerte». El elfo se guardó de nuevo la daga y levantó la espada en alto, sujetándola firmemente con ambas manos. Entonces la descargó con una fuerza considerable, convencido de que arrancaría a Arilyn la espada de las manos. El acero de la muchacha trazó un rutilante semicírculo hacia abajo y se alzó para ir al encuentro de la espada de Kymil. Las armas chocaron con tal ímpetu que saltaron chispas en la noche, pero la joven semielfa asió firmemente la hoja de luna. Satisfecho, Kymil retrocedió.

Sin bajar la guardia, el elfo fue dando lentamente vueltas en torno a la muchacha, estudiándola como si buscara un punto débil. Lo que vio lo satisfizo enormemente.

La hija semielfa de Z’beryl medía alrededor de un metro setenta y cinco —lo que era bastante para una elfa de la luna— y aunque desgarbada estaba bien formada. Su fuerza y agilidad eran excepcionales incluso para alguien con un cien por cien de sangre elfa y, como ella misma había dicho, era buena, muy buena. Sí, sin duda la muchacha prometía.

Pero lo más importante para el maestro de armas era que Arilyn había desenvainado su arma y seguía viva, lo que significaba que la espada había aceptado a la heredera elegida por Z’beryl. Mientras se daba cuenta del extraordinario espíritu que brillaba en los ojos claros y con motas doradas de la muchacha, Kymil pensó que la espada había elegido bien. Kymil Nimesin había acudido a los jardines del templo esperando encontrarse con una patética mestiza, pero, por extraño que pudiera parecer, tenía ante él a una heroína en ciernes, si bien aún tenía que pulirse.

Perfectamente consciente del examen al que la estaba sometiendo Kymil, Arilyn giraba siguiendo al elfo sin darle nunca la espalda y sosteniendo la espada en actitud defensiva. Por las venas le corría una sensación de júbilo, y sus ojos se iluminaban con violenta alegría ante la idea de proseguir la lucha.

Aunque la muchacha había crecido con una espada en la mano, nunca se había enfrentado a un adversario tan formidable. Y tampoco había empuñado nunca una espada como aquélla. Impulsivamente, embistió tratando de provocar a Kymil. El elfo paró el golpe fácilmente, pero volvió a retroceder y envainó la espada.

—Por ahora ya basta. Tienes un espíritu encomiable, pero no sería decoroso prolongar innecesariamente un ejercicio de esgrima en el jardín del templo… ¿Podría examinar la hoja de luna? —preguntó extendiendo una mano.

Pese a su decepción por la negativa del quessir a continuar la lucha, Arilyn intuyó que acababa de pasar una prueba. Conteniendo una sonrisa de triunfo cogió la espada por la punta y se la ofreció al maestro por la empuñadura. Pero éste sacudió la cabeza.

—Primero enváinala —ordenó.

La muchacha obedeció, confundida. Deslizó la espada dentro de la funda, se la desciñó y se la tendió al elfo dorado.

Kymil examinó el arma cuidadosamente. Estudió las runas grabadas en la funda antes de centrar su atención en la empuñadura y acariciar delicadamente un gran hueco vacío de forma oval situado justo debajo del puño del arma.

—Tendremos que poner una nueva piedra para sustituir la que falta. —El elfo enarcó una ceja inquisitivamente—. Supongo que está algo desequilibrada.

—Yo no lo he notado.

—Lo harás, cuando tu entrenamiento progrese —le aseguró el elfo.

—¿Entrenamiento? —Un centenar de preguntas se agolparon en la mente de Arilyn y se reflejaron fugazmente en su rostro, pero Kymil desechó su curiosidad con un impaciente ademán.

—Más tarde. Primero dime todo lo que sepas de tu padre.

La petición del elfo chocó tanto a la joven que enmudeció. Hacía muchos años que no se permitía el lujo de pensar en su padre. De niña había elaborado complicadas fantasías en su cabeza, pero la verdad era que apenas sabía nada de las circunstancias que concurrieron en su nacimiento. Pese a que los elfos solían dar gran importancia a sus orígenes, Z’beryl siempre había recalcado que los méritos personales eran más importantes que el pasado familiar. Arilyn aceptó lo mejor que pudo un criterio tan poco ortodoxo, pero en esos momentos deseó desesperadamente poder contar a Kymil Nimesin alguna historia extraordinaria sobre quién era su padre. Arilyn sabía lo importantes que eran tales cosas para los elfos dorados, tan orgullosos de su linaje.

—Supongo que os habréis dado cuenta de que soy una semielfa —respondió cautelosamente—. Mi padre era humano.

—¿Era?

—Sí. Cuando era niña solía preguntar a mi madre sobre él, pero ella se ponía tan triste que supuse que mi padre había muerto.

—¿Y qué hay de la familia de Z’beryl? —insistió Kymil. La única respuesta que obtuvo de Arilyn fue un desdeñoso resoplido. El quessir alzó una dorada ceja—. Deduzco que la conoces.

—Apenas. —Arilyn alzó orgullosa el mentón. Ellos no habían querido saber nada de ella, por lo que ella tampoco deseaba nada de ellos—. Antes del funeral de mi madre nunca vi a ninguno de sus parientes y ahora no espero volver a verlos.

—¿Yeso?

Obviamente Kymil estaba interesado pero Arilyn se limitó a encogerse de hombros para no tener que responder.

—Lo único que querían de mí era la espada. Todavía no entiendo por qué no me la quitaron.

El elfo dorado se permitió adoptar un aire despectivo para contestar:

—No podían. Ésta es una hoja de luna, una espada hereditaria que tan sólo puede ser empuñada por una persona. Z’beryl te la dejó a ti, y la espada te ha aceptado.

—¿De veras? ¿Cómo lo sabes?

—Porque la has desenvainado y sigues viva —respondió el elfo sucintamente y con una expresión irónica.

—Oh.

Kymil devolvió a Arilyn la espada envainada con un gesto casi deferente.

—La espada ha elegido y, al hacerlo, te ha hecho distinta. Nadie más que tú podrá cogerla aunque esté envainada y mucho menos blandirla. Desde esta noche y hasta que mueras no podrás separarte de ella.

—¿De modo que la espada y yo somos un equipo? —preguntó la semielfa vacilante, mirando la espada que Kymil le tendía.

—Por así decirlo, sí. Su magia te pertenece sólo a ti.

—¿Magia? —Arilyn cogió el arma y se la ciñó cautelosamente, como si esperara que cambiara de forma en cualquier momento—. ¿Qué puede hacer?

—Sin conocer la historia de esta hoja de luna en concreto no puedo decirlo. —Kymil observó con aire de aprobación cómo Arilyn desenvainaba la espada y la estudiaba con nuevo interés, olvidando el temor que le había inspirado momentos antes—. No hay dos hojas de luna iguales.

—¿Es que hay más? —inquirió ella levantando la vista.

—Sí, pero muy pocas. Cada hoja de luna tiene una historia única y compleja, pues su magia se va desarrollando y crece a medida que cada nuevo dueño le imbuye un nuevo poder.

—¿Así que yo también puedo añadir un nuevo poder mágico a la espada? ¿El poder que desee? —La excitación iluminó la faz de la semielfa.

—Me temo que no —contestó Kymil, señalando el hueco oval debajo del puño—. A tu espada le falta el ópalo encantado que actúa de puente entre la espada y su dueño. Todos los poderes mágicos emanan de los dueños, pasan a través de la piedra y, finalmente, son absorbidos por la propia espada.

—Oh.

—No estés tan decepcionada, muchacha. —El elfo dorado sonrió levemente—. Podrás hacer uso de todos los poderes que la espada ya posee.

—¿Por ejemplo? —preguntó Arilyn intrigada.

Kymil cerró sus negros ojos, sacudió la cabeza y soltó un suave suspiro de resignación.

—Ya veo que serás una alumna muy exigente —murmuró—. Puesto que no tienes a nadie más me ofrezco para entrenarte, si así lo deseas.

—¡Oh, sí! —exclamó Arilyn impulsivamente, encantada. Pero al momento siguiente le cambió la cara—. Pero ¿cómo? La Academia de Armas nunca me aceptará.

—Tonterías. —Con súbita determinación Kymil desechó tal obstáculo con un simple gesto de una de sus manos de largos dedos—. Ahora mismo has demostrado más aptitudes y más talento que muchos de sus mejores estudiantes. Los humanos, como mucho, son capaces de aprender los rudimentos de las artes de la lucha. Será agradable tener, para variar, una estudiante digna. Que además es hija de Z’beryl… —La voz del elfo se fue apagando mientras consideraba las posibilidades.

Aún no del todo tranquila, Arilyn clavó la vista en la desgastada punta de una de sus botas.

—Todavía me faltan varios años para tener la edad en la que los semielfos son aceptados.

—No te preocupes por eso —atajó Kymil, y su tono de voz indicaba que daba el asunto por zanjado—. Eres una etrielle bajo mi tutela. La Academia no exigirá nada más.

Arilyn alzó la cabeza bruscamente y abrió mucho los ojos, intimidada por las palabras de Kymil y por lo que implicaban. Entonces se cuadró y, con un repentino y decidido movimiento, envainó la espada mágica. Ya no era una semielfa huérfana de padre desconocido; con sus palabras Kymil Nimesin la había convertido en una etrielle, una hermana elfa noble.

—Muy bien —concluyó Kymil—, asunto concluido. Sólo te queda pronunciar el juramento de los cadetes. Por favor, desenfunda la espada y repite después de mí las palabras que diré.

Abrumada pero también anhelante, Arilyn desenvainó la hoja de luna. Presa de un súbito impulso, se colocó a un lado de la estatua y se postró de hinojos; pronunciaría el juramento a los pies de la diosa elfa, como correspondía a una etrielle. Cogiendo la espada con ambas manos levantó los ojos hacia el maestro y esperó expectante que éste dijera las palabras del juramento.

Pero Kymil se limitó a tomar aire. Sin saber qué ocurría, Arilyn se puso de pie, pero el elfo dorado se apartó de ella con los ojos fijos en la hoja de luna.

Arilyn bajó la vista. En sus manos la espada relucía con un tenue brillo azulado. La luz se fue haciendo cada vez más intensa hasta que, como si estuviera viva, se desprendió de la espada para tocar la neblina. Ésta se arremolinó espectralmente alrededor de los elfos. Ante sus atónitos ojos, la neblina siguió dando vueltas como si buscara algo y no lo encontrara. Finalmente, llegó a la estatua y pintó de azul el semblante de la diosa.

En un rincón de su mente Arilyn empezó a separar una percepción que se destacaba de la barahúnda de sus emociones. No sabía decir si era más bien una fría energía o la presencia de una extraña entidad, pero era una fuerza que estaba tanto dentro de ella como a su alrededor. Esa fuerza fue creciendo hasta que el jardín quedó bañado en un resplandor azul y todos los sentidos de Arilyn bullían con su poder. ¿Era ésa la sensación que producía la magia? Resultaba a la vez aterrador y extraño, aunque formaba parte de ella tanto como el brazo que sujetaba la espada. Impresionada, la semielfa arrojó la hoja de luna al suelo.

Instantáneamente, el jardín quedó sumido en la oscuridad, únicamente rota por la luna velada por la neblina y el resplandor de la espada que se apagaba rápidamente.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Arilyn en un suspiro, sobrecogida—. ¿Adónde se ha ido?

—No lo sé —admitió Kymil, regresando a su lado—. La hoja de luna es muy misteriosa.

Cautelosamente Arilyn levantó una mano para tocar la mano de piedra de la diosa posada en su corazón. A la muchacha le pareció que aún conservaba un pequeño resto de la luz azul.

—Vamos —dijo Kymil, y su tono enérgico conjuró el temor reverencial que tenía a Arilyn subyugada—. No dejes que este hecho te asuste ni te distraiga. Estoy seguro de que, a su debido tiempo, le encontraremos una explicación. Juntos descubriremos los poderes de la hoja de luna. Tú posees talento y una extraordinaria herencia, y yo puedo darte destreza y una causa digna. ¿Quieres que sigamos adelante con el juramento?

¡Tener a Kymil Nimesin por maestro y mentor! Arilyn asintió con entusiasmo y recogió la espada. Mientras repetía las palabras rituales, los ojos azules de la muchacha brillaban con una intensidad que hacía palidecer el débil resplandor de la hoja de luna.