20 DE DICIEMBRE

Siempre es sórdida la detención de una naturaleza privilegiada, envilecida hasta el crimen. Se lo dejo a Medel, en quien aún anida la euforia del idealista.

Recibí la llamada a las cuatro de la mañana. A las dos, Bastia y Jiménez la vieron desde el coche apostado ante la puerta del edificio. Se había asomado a la terraza de su ático e intentaba gritar. Se movía lenta y torpemente, como si alguien la sujetase. De su boca brotaban gemidos, gritos, pero no palabras inteligibles.

Subieron hasta el ático, pero la puerta estaba cerrada. La abrieron a patadas. La encontraron tirada en la terraza, encogida y helada. De su boca brotaban espuma y sangre. Avisaron a urgencias. Pero murió nada más ingresar en el hospital. Sin duda, envenenada.

Bastia registró la casa mientras Jiménez la acompañaba en la ambulancia. Antes de las cinco, los tres nos reunimos en el hospital.

Jiménez me cuenta que, aparte de un chico de un servicio de mensajería, sólo Lucía Ugarte había entrado en el edificio para salir media hora después.

Bastia me dice que ha encontrado, escondido bajo un sofá, un sobre de matarratas. Y una taza de té, que estaba sobre la mesa del salón, olía raro. Tres horas después sabremos que las huellas de la taza son las de Lucía Ugarte.

Medel tiende a darse importancia. Entra en la sala de interrogatorios con una carpeta repleta de documentos en la mano. Yo sé que no hay más que folios en blanco. Se ha puesto una chaqueta y abre y cierra el botón mientras simula leerlos. La pecera debe oler aún al rumano, al que hemos trasladado a otra sala, sin cristales. Lucía Ugarte no se molesta siquiera en mirar a Medel, así que su teatro es más ridículo aún.

—¿Por qué asesinó a Inmaculada Beltrán? —pregunta abruptamente Medel, levantando la cabeza.

Lucía Ugarte lo mira largamente. No hace gesto alguno. Finalmente, baja los ojos.

—Tenemos pruebas de que fue usted la última persona que visitó la casa de Inmaculada Beltrán. Sus huellas están en la vajilla utilizada para servir el té envenenado.

La mujer parece no prestar atención. No ha perdido un ápice de su belleza, aunque ha sido arrestada a primera hora de la mañana y se la han traído con un vaquero y una camiseta bajo una cazadora. La ausencia de maquillaje la hace imperfecta, más pálida. La veo de perfil y sigue siendo una de las mujeres más hermosas que he visto jamás.

—Fue asesinada con el mismo veneno que Miguel Salinas —insiste Medel.

Lucía sonríe, sin elevar los ojos, mirando la mesa. Es una sonrisa triste.

—Podemos acusarla de dos asesinatos en lugar de uno.

Las amenazas de Medel no la impresionan, se encoge ligeramente de hombros.

—¿No desea usted declarar?

Ella eleva su cabeza y mira al techo de la sala de interrogatorios. Esto le debe parecer todo lo sórdido que realmente es. Luego mira a Medel.

—No tengo nada que decir. Usted no lo entendería aunque viviera mil años.

Unos largos minutos de silencio después, Medel está a mi lado, resoplando de indignación. Cuando la miramos a través del cristal de la pecera, tengo una sensación rara, como si fuera una fotografía en un marco inadecuado.

—Le imputaremos también la muerte de Miguel Salinas —afirma Medel.

No digo nada. No estoy seguro de nada. Cuanto más pienso, más me pierdo. En todo caso, da igual. Por la muerte de Inmaculada Beltrán está condenada.

Llega López y comenta que el marido está fuera, esperando.

Observo a Lucía Ugarte un rato. No pienso. Sólo intento que su imagen penetre en mi cerebro hasta el fondo, empapándolo. Tal vez lo que mi inteligencia no consigue descifrar lo haga el instinto. Y el instinto me dice que no encaja su imagen en el estrecho contorno de la pecera. Esa imagen es tan extraña como un payaso con esmoquin.

Le digo a López que deje pasar al marido.

—¿A la sala de interrogatorios, comisario? Le respondo que sí.

—Pero eso… —comienza a protestar Medel.

Hago un gesto y sale, mordiéndose las palabras de rabia.

Enrique Salgado entra en la sala de interrogatorios. Apenas es capaz de dar dos pasos sin pensarlo antes. Un agente cierra la puerta y los deja solos.

Se queda mirando a su mujer con cara de bobo. Da la impresión de que no sabe qué hacer, cómo reaccionar. Se decide a acercarse a Lucía, pero ella lo rechaza y lo obliga a sentarse con un gesto. Salgado lo hace, pero se inclina hacia delante y pone las manos sobre la mesa, intentando asir las de ella.

Lucía lo esquiva y le pide un cigarrillo. Cuando lo enciende, mira a su marido con displicencia.

—¿Cómo estás? ¿Te tratan bien? —pregunta él, con una voz débil y hueca.

Lucía se limita a mantener sus ojos en él. Como si toda esa conversación circunstancial que él pretende sólo le provocara fastidio.

—Voy a contratar al mejor abogado del país —afirma él.

—No hace falta —responde ella, con la voz serena, fría, un punto ácida.

—¿Cómo que no? Me ha dicho la policía…

—Tienen razón —le corta de nuevo—. Me vieron entrar en casa de Inma. Mis huellas están en la taza de té que contenía el veneno.

Salgado se queda paralizado, como si necesitara pensar mucho para comprender lo que acaba de oír.

—¿Lo hiciste, Lucía? —pregunta finalmente, con una voz en falsete que aleja cualquier presunción de entereza.

—¿Tan importante es para ti? —dice ella, mirándolo fijamente. Salgado no responde. Se muerde los labios y luego se pasa la lengua por ellos, como si tuviera mucha sed.

—Es mejor que lo pienses así. Esto te ayudará —afirma Lucía.

—¿Cómo? —protesta él, débilmente.

—Ahora serás libre.

La voz modulada de Lucía Ugarte cobra todas las tonalidades de una nota musical. Vibran en ella la dignidad que ha desaparecido de su marido, la firmeza que en él es blanda como arcilla. Esa mujer es capaz de crecer en el crimen como otros, la mayoría, somos capaces de parecer miserables en un campo de flores.

—¿Qué quieres decir?

—Que no quiero volver a verte. No quiero que vuelvas. Ni que llames por teléfono. Tampoco quiero que me escribas. He muerto para ti.

Es tan serena su voz que parece anunciar lo que va a decir antes de pronunciar las palabras. Cuando comienzo a oírla es como si comprendiera lo que pretende, de una forma instintiva. Porque no hay nada racional en todo esto, excepto esa mujer.

Salgado se queda estupefacto. No comprende nada.

Lucía hace ademán de levantarse, pero él la agarra del brazo.

—¿Por qué haces esto?

—Ella ha ganado. No lo comprenderías. Sólo Inma lo comprendió —es la última mirada dulce que le envía Lucía, cuando añade:

—Yo nunca te hubiera arrastrado conmigo. Aún me pregunto por qué, pero te amo demasiado.

Lucía acaricia la barbilla de un boquiabierto Enrique Salgado. Antes de que él sea capaz de responder, ella da un toque en la puerta y el agente abre.

Cuando ya se ha vuelto a cerrar la puerta, Enrique Salgado la llama con un hilo de voz que sólo yo puedo oír.

Dos cadáveres el mismo día, son la bomba en Baria. Esto es para que se vayan acostumbrando. Para lo que queda por venir.

Cuando hoy aparece otro, que todavía nadie ha relacionado con los anteriores, pero que es una ejecutiva de la empresa más importante de la ciudad, y además en circunstancias que excitan el morbo del más pintado, ya es el no va más.

Baria entra en la modernidad de la mano de la única constante en todas las civilizaciones: el Crimen.

Como buen burócrata del crimen, me dispongo a elaborar el informe que habré de pasar al juez y en redactar otra nota de prensa.

Congrego a Medel en mi despacho y se la dicto. Esta vez no llamaré al Comisario Jefe. Seguro que no le apetece dar la noticia de que ha habido tres crímenes en treinta y seis horas en Baria y que la policía no ha sabido impedirlos. Para eso estoy yo.

Un policía dispuesto a llevarse las bofetadas es muy preciso. De ahí mi valor.

Una nota de prensa que, al final, dejo a un lado porque no quiero sugerir la menor relación entre ambos casos. Tras pensarlo un rato, le digo a Medel que tire la nota que he esbozado a la papelera.

—¿Y qué decimos?

—Que continuamos investigando.

—¿Nada más?

—Es lo que hace la policía cuando no sabe qué hacer. Nadie se extrañará.

Medel redacta una nota de prensa con dos frases.

—¿Transmito tranquilidad a la población? —pregunta.

—Ni que fueras de Sanidad.

En ese momento, Damián llama a la puerta del despacho.

—Jefe. El Ciaucescu quiere hablarle.

Hace un gesto de victoria. Lo sigo por los pasillos hasta la sala tres de interrogatorios. Aunque sólo lleva aquí unas pocas horas, ya huele a humanidad.

Esta vez entramos los dos. Damián y yo.

El rumano se le queda mirando, pero lo tranquilizo con un gesto. Entonces, saca el bolsillo el papel que ha escrito y me lo tiende. Pero antes de que yo pueda cogerlo, dice:

—Dos semanas, jefe.

—Dos semanas —le prometo.

Echo un vistazo. Veo las palabras anotadas: nombres rumanos, dos direcciones. Viven muy lejos de aquí. No los podré detener personalmente.

—Llevad a este hombre a su casa —digo a Damián mientras miro a los ojos al Ciaucescu—. Que se lave y coma algo. Luego lo lleváis a la obra. Le decís a su jefe que ha estado dos días en el hospital, internado por una borrachera de órdago. Si pone pegas, lo detenéis y me lo traéis.

—Ya se guardará de poner pegas, comisario —dice Damián.

—Que nadie se entere de dónde ha estado, ¿está claro? Dile a su jefe que me responde personalmente.

El rumano, que entiende perfectamente, asiente.

Salgo de la oprimente celda y vuelvo a mi despacho. A pesar de todo, tengo una plomiza sensación de fracaso. No hay mérito alguno en conseguir así la información. Y, sin embargo, no conozco otra forma.

Me acerco a la ventana. Esta noche es la más larga del año. Casi es Navidad. Debe haber una conjura para que me sienta profundamente triste.

No dejan de resonar, como un eco en mi cráneo vacío, las palabras de Lucía Ugarte: Ella ha ganado. Sólo Inma lo comprendió.

En ese momento, suena mi móvil.

Enrique Salgado se encerró en su casa. Estaba solo. Desde que Lucía recibiera la paliza habían dado días libres a todo el servicio.

Quería pensar. Pero intentar comprender todo lo que había ocurrido le era imposible.

Inma había muerto. Ana había muerto. Ambas por su culpa, aunque él no lo quisiera. Nadie merece tanto, pensó. Era una carga demasiado pesada. Ahora que Lucía también pagaría, tal vez con algo peor que la muerte, supo que no podría llevar sólo esa pesada carga.

Lucía había dicho un rato antes que había perdido. Como quien juega una partida. Intuyó lo terrible de su gesto. Había asesinado y había soportado la violación. Sólo por amor. Jamás podría comprenderlo, ni reparar el daño. Él no hubiera sido capaz de hacer ni la décima parte que aquella mujer. Sólo un ser que da vida a otro ser puede amar tanto, pensó.

Lucía… e Inma. Inma también. Lucía lo había dicho. Sólo Inma había comprendido. Pero entonces, ¿por qué este final? ¿Por qué la muerte de Inma, si ya era innecesaria?

Salgado se maldijo. Tal vez había nacido víctima de un destino terrible, como los antiguos Héroes. Pero él no era un Héroe. Desde luego que no. Pensó tantas cosas que temió volverse loco. Se sentía débil, con náuseas —las ginebras que había bebido se revolvían en sus vísceras como un ratón atrapado.

Encendió la televisión y esperó un avance de las cadenas locales.

Quería ver en directo el escarnio de su vida. Tendría que marcharse lejos. Coger todo su maldito dinero y huir. No podría soportar las miradas y los comentarios de toda la ciudad.

Estuvo horas mirando la televisión sin verla. Ginebra y cigarrillos cuando volvía del rincón de la mente donde se sumía como en una catatonia, un lugar cada vez más oscuro, más tenebroso, más asfixiante. El recurrente sonido del teléfono, que parecía venir de muy lejos, lo arrancaba de la pesadilla de cuando en cuando, pero sólo era capaz de mirar al vacío donde el timbre se perdía con resonancias lejanas.

Poco antes de las cinco de la tarde, emergió de su estupor cuando Tele-Mediterráneo Indalo conectó con una reportera que estaba a las puertas de un tanatorio. Comentaba que se velaba allí el cuerpo de Inmaculada Beltrán, quien había aparecido asesinada en su casa de Baria. El cuerpo había sido trasladado hacía apenas media hora desde el Instituto de Medicina Legal de Baria donde se le había practicado la autopsia.

La reportera concluía su crónica diciendo que la investigación seguía abierta, según fuentes policiales, y que el caso presentaba muchas incógnitas.

Desde la redacción, otro periodista anunciaba que había una persona, cuya identidad aún no había trascendido, prestando declaración desde la mañana en relación con la muerte de Inmaculada Beltrán.

La cadena no se atrevía aún, porque sabía que era la esposa de Enrique Salgado, a decir que estaba detenida como sospechosa de asesinato.

Compraré la maldita emisora y los despediré a todos, fue lo último que pensó antes de apagar, furioso, el televisor.

Un instante después, mientras encendía un cigarrillo más, sonó el teléfono. Lo estuvo mirando un rato, pero parecía no desmayar. Se acercó y reconoció el número de quien llamaba.

—Enrique. Se niega a defenderse —fue lo primero que le dijo Arturo Villalba, su abogado.

Preguntó y repreguntó, contestó y volvió a contestar el abogado. Nada. Lucía se negaba a declarar cualquier cosa que pudiera beneficiarla.

—Se limita a decir que no lo entenderíamos en un millón de años y sonríe como si estuviera… enajenada —dijo el abogado.

—¡Ah! —añadió para concluir—. He intentado convencerla para que hable contigo, pensando que tal vez tú pudieras convencerla, pero no quiere ni verte. ¿Pasa algo que yo no sepa, Enrique?

Salgado se excusó y cortó la comunicación.

Salió a la terraza. La montaña que cae, el mar, la tarde implacable y fría de invierno. Y luego, los altos muros de su casa, los vastos jardines, la amplia terraza, la casa tan grande y tan vacía.

Sintió frío. Se sintió pequeño. Sintió que lo habían amado tanto que lo habían dejado solo. Se sintió desdichado. Triste como un niño abandonado.

Una persistente llamada en el portero automático de la verja de entrada lo sobresaltó.

A través de la pequeña pantalla vio la cara de un adolescente embutida en un casco de motorista.

—Un paquete para el Sr. Salgado.

—Déjalo a través de la verja —ordenó.

—Tengo que entregarlo personalmente. Pone que es urgente —apuntó el chaval.

Salgado abrió la verja y bajó hasta el porche. En un instante el chico rasgó el silencio con una motocicleta de 50 cc que sonaba como una motosierra. Se detuvo ante Salgado, le preguntó si era él, le hizo firmar un recibo y le entregó un paquete. Un sobre marrón, del tamaño de una cuartilla, acolchado. Luego aceleró la motosierra y salió disparado.

Entró en la casa e iba a tirar a cualquier sitio el sobre cuando algo le llamó la atención. Tal vez lo que palpaba en los dedos. Tal vez la letra con que alguien había escrito su nombre y la dirección de su casa.

Sí. ¡Era la letra de Inma! Sin duda.

Salgado rasgó el sobre y una cinta magnetofónica cayó al suelo. Sintió con la yema de los dedos que dentro del sobre aún quedaba otra. Recogió la cinta caída y extrajo una cuartilla del sobre.

La letra menuda y recta de Inma había escrito:

Querido Enrique, no me queda mucho tiempo para explicaciones. Ya he llamado al servicio de mensajería que te llevará esto. Te envío la cinta que grabé al hombre del desguace. Cuenta que Lucía le pagó para asesinar a Ana. Si no utilizas la cinta, nadie creerá jamás en tu inocencia.

Adiós. Enrique. No hace falta que te diga lo que te quiero.

Había dejado un espacio. Más abajo, con letra irregular, apresurada, había escrito.

Me queda más tiempo del que pensaba, aunque han comenzado los dolores. He pensado mucho en estos minutos. Por eso, te envío una segunda cinta. En ella, confieso haber contratado al hombre del desguace para asesinar a Ana, creyendo que me amarías después. Al elegir tú a Lucía, he querido acabar con ella. Yo inicié todo esto enviando anónimos a la policía. Creía en tu inocencia, y fui la mujer más feliz del mundo cuando pude comprobarlo. Pero no ha servido de nada. Mi impulso sólo ha traído muerte y destrucción.

No puedo soportar la culpa. Tal vez, si te tuviera… Pero no puedo hacer nada para evitar que sea ella…

Al menos, tendrás la opción de ser libre. Si entregas esta cinta, Lucía será libre. Pero ¿lo serás tú?

De todos modos, creo que si no puedes elegir, nunca lo sabrás.

Adiós, Enrique, Amor. Todo ha sido un error. Un inmenso error. Ana nunca dormirá en paz. Ni ella ni nadie.

La volvió a leer. Dos veces, tres veces. Al tiempo que todo se aclaraba, todo se había vuelto más turbio, más oscuro, más impenetrable.

Subió lentamente las escaleras. Ya en el salón, se acercó al equipo de música, puso una cinta y luego otra. Escuchó la voz de Miguel. Lucía era una asesina, una zorra que lo había embaucado y luego había intentado asesinarlo.

Mucho más difícil fue escuchar sin lágrimas la voz débil de Inma, acusándose de un asesinato que no cometió. Aceptando culpas propias y ajenas. Para que la mujer que más odiaba fuera libre, si el hombre al que amaba así lo quería.

Salgado se sentó en el suelo, junto al equipo de música, la voz débil, cálida, de Inma, llenando toda la habitación como si estuviera allí.

Mientras la voz de Inma era la música, la letra eran sus palabras, que no paraba de recordar, de repetirse: Ana nunca dormirá en paz. Ni ella ni nadie.

Supongo que sólo quiere llamar la atención. De algún modo, lo esperaba tras nuestra última despedida. Estuve tan cerca de abrazarla cuando la dejé en la puerta de su casa…

Conduzco a toda la velocidad que me permite el tráfico, pero no quiero ir acompañado ni avisar a una patrulla. Sería la comidilla de la comisaría si resulta una falsa alarma.

En menos de diez minutos estoy a la entrada de la urbanización, cerca de la playa. La mayoría de los dúplex están desocupados en esta época del año.

Vuelve a sonar el móvil. Ahora está desesperada. Aunque me resisto a creer que Lucas vuelva a la carga.

Aparco a la entrada de la urbanización, bajo un pórtico grandilocuente pintado de blanco. Le pido a través del teléfono que se calme.

—¿Dónde está?

—Es un Fiat negro —responde—. Al principio no me di cuenta, porque no es su coche. Pero lo vi dos veces mientras volvía del trabajo a casa. Entonces me acordé de que es el coche de su hermano —solloza, grita—. Estoy cerrándolo todo —continúa.

La urbanización son dos líneas paralelas de dúplex que se extienden hasta los límites de la playa. Entre ambas, encuentro un Fiat negro en un aparcamiento en batería. Está situado con el frontal hacia fuera. Supongo que para salir a toda hostia. Junto al aparcamiento hay una acera y los muros bajos de los patios de las casas.

La cuarta es la de Elena. Me acerco silenciando mis pasos sobre la acera. Desenfundo la Block.

Comienza a anochecer. La urbanización está desierta. No se ve a nadie. Ni luces en las casas. Lucas conoce el lugar y ha elegido un buen momento. Aún no se han encendido las farolas. Me oculta la vegetación de los patios, algunos de cuyos arbustos saltan las tapias y caen sobre la acera.

Me acerco lo más sigilosamente que puedo. Antes de verlo ya oigo un ruido.

Descubro la figura de un hombre intentando encajar una palanqueta entre la cerradura y el quicio de una puerta. A su lado hay una escopeta de dos cañones que ha dejado en el suelo para tener las manos libres. Lleva la cabeza cubierta por un pasamontañas.

Hay una pequeña cancela que da acceso al patio. La empujo con la pierna mientras apunto con la pistola.

Se queda rígido al oír ruido a su espalda. Más sorprendido que asustado. Le ordeno que no se mueva. Me acerco con la pistola apuntando a su espalda. Le ordeno que extienda las manos y que abra las piernas.

Cuando estoy a su lado, apoyo el cañón en su espalda. Doy un tirón del pasamontañas y le ordeno que vuelva la cabeza. La misma cara de imbécil que tenía unos días antes, pero más hinchada. Aún guarda un buen recuerdo de aquella noche.

—Se te ha caído el pelo, capullo.

No responde. Busco las esposas en mi cintura.

—¿Quieres que te lea tus derechos?

Bufa. Como si esto no fuera sino un fastidio. De pronto, me quedo quieto, como una estatua, las esposas en una mano y la pistola en otra. Mi pie está al lado de su escopeta.

—¿No te sirvieron las advertencias anteriores?

—La voy a matar como sea —afirma serenamente.

—Ahora no. Ahora vas a tardar en salir. Se encoge de hombros.

—El tiempo que haga falta. Cuando salga…

Sé que lo hará. Y pienso que si lo hace, será por mi culpa. Como tantas otras cosas, será por mi culpa.

No se ve a nadie. De hecho, nadie puede vernos. El atardecer, que come luz como una bestia voraz, nos esconde. Los arbustos de los patios, también. Estamos solos, Lucas. Lo pienso, aunque no se lo digo.

Guardo las esposas en mi cinturón. Agarro su escopeta por los cañones. Le pongo la pistola en la cabeza y le ordeno que se dé la vuelta. Obedece lentamente. Le ordeno que ponga el dedo sobre el gatillo de su escopeta, que apunta al cielo.

—Dispara.

No quiere hacerlo. Piensa que le voy a pegar un tiro en la cabeza.

—¡Dispara! —le digo, mi boca junto a su cara.

—No.

Se resiste a hacerlo. Pero tiene el dedo en el gatillo.

Doy un tirón de la escopeta hacia fuera, y su dedo aprieta el gatillo. La detonación y la quemazón en la mano ocurren al unísono. La escopeta cae al suelo. Le golpeo con la culata de la Block en la mandíbula. Siento el crujido del hueso al romperse. El Lucas se retiene pegado a la pared. Golpeo una vez más. Sobre la oreja. Brota sangre. Lucas cae al suelo como una carne sin esqueleto. Se queda con las piernas encogidas, sobre las baldosas del patio de Elena.

Me aparto unos pasos. La mano quema lo suyo. Guardo la pistola y marco el número de comisaría. Doy la alerta. Después toco en la puerta de Elena. Soy yo, digo. Elena abre cautelosamente. Cuando lo ve tirado en el suelo, se atreve a dar un paso fuera.

—¿Está muerto?

—No —respondo.

Se queda un momento callada y luego, de repente, se pone a gritar:

—¡Mátalo! ¡Mátalo!

No me gusta su cara cuando la miro. Ha acabado nuestro idilio.

Enfundo la pistola. Le pido a Elena un paño húmedo. Tal vez así deje de pedirme que lo mate, y volveré a apreciarla. Cuando por fin trae el paño húmedo, ya se oyen las sirenas.

Me siento en una silla de exterior, de hierro blanco, junto a un velador. Sólo entonces soy consciente del miedo que he pasado. El sudor se hiela bajo mi camisa. Pero también siento una clase de euforia que sólo una pistola en la mano puede procurarte.

Respiro hondo. La paz y el silencio de la urbanización vacía, de la noche ya presente, el olor salobre y a algas. Y el cuerpo de Lucas tendido a mi lado. Es como una fotografía desenfocada. Parecen no casar la paz del lugar y la violencia furiosa y estúpida del hombre tendido.

Las sirenas dejan de sonar y las luces de colores rasgan la anochecida. Comienzo a estar cansado. Muy cansado.

Mis hombres abren la cancela.

—¿No ha llamado a una ambulancia, comisario? Asiento con la cabeza.

—¿Está herido, comisario?

Levanto la mano. Siento una leve quemazón. Pero es un dolor ajeno, distante. Parece la mano de otro.

Me atienden en el hospital. Una quemadura superficial. Vuelvo a comisaría con una pequeña venda en la mano.

Me recibe López, que ya está al corriente de todo.

—Hemos puesto custodia al Lucas en el hospital, comisario. Extraigo la pistola de la funda y se la tiendo a López.

—Que la limpien, haz el favor.

La pistola tiene sangre del Lucas en la culata.

—Le ha dejado la cara como un mapa, comisario. Bien hecho —dice López.

Subo a mi despacho. Me quito la chaqueta y la dejo sobre una silla. Me siento ante mi mesa, como si tuviera algo que hacer.

—Tiene varias fracturas en la mandíbula —continúa López, que vuelve.

—¿Quieres encargarte del papeleo, López?

—Claro. Pero antes de irse a casa debe pasar por el local de Mike, el inglés. Ha llamado y dice que es urgente. Que lo espera a las once de la noche.

—¿No te ha dicho para qué?

—No. Pero sí ha dicho que es imprescindible que vaya.

—Bueno. Supongo que no me iré antes de esa hora.

—¿De qué acusamos al Lucas, comisario? Lo digo para comenzar el papeleo.

—De parricidio en grado de tentativa. Y de atentado en grado de frustración, sobre este servidor. De incumplimiento de condena, y de todo lo demás que se te pueda ocurrir. Mañana pensaré algo más, seguro.

—¿De verdad, comisario, que ha intent…?

—¡López…!

—A veces pregunto tonterías, comisario.

—¡Y mira que eres listo!

López sale del despacho en un santiamén. Sabe a qué me refiero y prefiere rehuir la cuestión.

Una vez solo, apago la luz. Desde la ventana puedo ver las calles nocturnas de Baria, adornadas para la Navidad a punto de estallar. Tal vez el único que está triste soy yo.

Pienso en mi mujer. Su tristeza permanente. Yo sé dónde ha nacido. Y por qué. Nunca la debí llevar conmigo al campo de batalla. Lo peor no era saber que podías volar destrozado en mil pedazos en cualquier momento, ni sentir las miradas de rencor u odio de los cerdos, sino observar la mirada de recelo de los inocentes. No hay posibilidad de lucha contra esa mirada tierna y cruel de las víctimas. Elena me lo ha recordado tristemente.

Recuerdo aquella vez que llegué a casa. Ya habían descubierto los vecinos que yo no era viajante de comercio, como habíamos ido diciendo por el barrio. Alguien me había delatado. Comenzaron a hacer el vacío a mi mujer. En la carnicería, en la pescadería, en el bar, en el supermercado. El vacío del miedo. Es peor el miedo que la causa del miedo.

La descubrí llorando cuando abrí la puerta. A duras penas me dijo que unos chicos la habían insultado y molestado. Le pregunté tanto, casi la abofeteé para que me dijera quiénes habían sido, si los conocía del barrio. Me dijo que sí. Supe quiénes eran, los teníamos fichados. Salí corriendo a la calle, empuñando la pistola.

Gracias a Dios, no los encontré.

Me alegro de que alguien interrumpa el vuelo de mi memoria.

—Está aquí Enrique Salgado. Tiene que hablar con usted. Es urgente —dice López.

—¿Está llorando el maridito?

—No sé, comisario. He pensado…

—¿También es amigo tuyo, López?

López me mira largamente, muy serio. Cambio de tercio.

—¿Y Medel, qué coño hace?

—Está acabando el informe sobre la muerte de Inmaculada Beltrán y la detención de Lucía Ugarte.

—Le encanta. Luego pondrá su nombre en el asunto más sonado del año.

Enciendo la luz.

—¿Oye, López, te parece que ese hombre tenga algo especial?

—¿Quién, Enrique Salgado?

Hago un gesto de confirmación. López se queda pensativo.

—A mí no. Siempre ha sido un poco chulo.

Se encoge de hombros.

—Unos tanto y otros tan poco —digo lamentándome.

—Nunca se sabe lo que es mejor, comisario —sentencia López.

—Bueno. Dame cinco minutos y luego haz pasar al maridito infeliz.

Tal vez tenga la intención de decir alguna verdad, nunca se debe perder la esperanza.

En lugar de irse, López cierra la puerta a su espalda. Se pone muy tieso, como un soldado firme ante su oficial.

—Yo soy leal con usted, comisario.

—Está bien, López. No quería ofenderte antes. Sólo dos cosas: quiero saber si me puedo fiar de ti, hasta sus últimas consecuencias.

—Por supuesto, comisario.

—Y otra más: quiero que tengas más confianza conmigo. Nada de intermediarios. Cuantas menos personas sepan las cosas, mejor.

—De acuerdo, jefe.

López sale del despacho, más ligero, como si se hubiera quitado un saco de cemento de los hombros. Busco un cigarrillo y lo fumo despacio antes de que entre Enrique Salgado.

Frente a la comisaría, el edificio del mercado de abastos tiene las luces apagadas. La calle apenas registra tráfico a esta hora. Diciembre en Baria.

Llaman a la puerta. Frente a mí aparece el Enrique Salgado que ha estado aquí esta mañana. Ropa vieja y sin afeitar. Ojeras y labios resecos. Recuerdo lo que le ha dicho Lucía Ugarte en la sala de interrogatorios: Te amo demasiado. Nunca te hubiera involucrado.

Me pregunto por qué algunas personas tienen la vida de cara. Este hombre no posee ningún atributo divino por el cual merezca más amor que yo. Sin embargo, a él lo han amado mujeres más allá del límite. Y la única que me ama está tan enferma que apenas puede amarse a sí misma.

Enrique Salgado lleva un sobre en la mano. Se sienta antes de que lo invite a hacerlo. Abre el sobre y deja caer sobre la mesa una cinta magnetofónica y una grabadora. Me muestra el sobre.

—Es la letra de Inmaculada Beltrán. Puede comprobarlo —dice mientras introduce la cinta en la grabadora.

Se queda mirándome, tal vez esperando una reacción que no llega. Pulsa el botón play del aparato. Se oye el rasgar de la cinta y luego la voz de Inmaculada Beltrán. La recuerdo.

Pulsa la tecla de pausa.

—También puede comprobar si quiere que es la voz de Inmaculada Beltrán.

—Espere —le corto.

Llamo por el interfono a López y le pido que venga con Medel. Recuerdo entonces lo que dijo Jiménez acerca de un chico del servicio de mensajería. Mientras tanto, Enrique Salgado no deja de mirarme, preguntándose por qué no muestro curiosidad. Yo tampoco lo sé. Tal vez lo esperaba en el momento en que lo he visto aparecer. Tal vez la intuición que me decía esta mañana que Lucía Ugarte no casaba en una celda de interrogatorios. Tal vez un golpe de efecto de este héroe de plastilina que las mujeres forjan a su capricho de diosas.

Lo dejo observarme mientras enciendo un cigarrillo. Estoy tan cansado y aspiro tan profundamente que el humo debe llegar a los talones. Hace tiempo que el tabaco no me sienta tan bien.

Por fin llegan. Les hago un gesto y se quedan pegados a la pared, quietos como muebles, detrás de Enrique Salgado.

—¿Puedo…? —pregunta éste.

Asiento y Salgado pulsa la tecla de pausa. La cinta continúa.

Lo que oímos no deja lugar a dudas. Una voz aterciopelada aunque nerviosa. La voz de Inmaculada Beltrán.

Reconoce haber sido la inductora del asesinato de Ana Arnedo. También reconoce haber envenenado a Miguel Salinas, a quien había encargado el crimen, y, finalmente, haberse suicidado con el mismo veneno cuando supo que no podría conseguir que él la amase, intentando involucrar a Lucía Ugarte.

—Quiero a mi mujer libre ahora mismo —dice Enrique Salgado cuando la cinta no es más que silencio.

Lo miro largamente. Siento en mi rostro grabadas, a fuego, las miradas de López y de Medel. Me levanto, rodeo la mesa y me acerco hasta la silla que ocupa. Pego mucho mi cara a la suya, para que me oiga bien. Debe oler mi aliento, bastardo ya de día.

—Nunca olvides una cosa, chulo de mierda. Sé que esto es una puta mentira. No sé por qué esta chica ha hecho algo así. Pero sé que es mentira. Así que un gesto de chulería con nosotros y apareces en una cuneta.

Enrique Salgado se escandaliza, pone un gesto de indignación tan feo que parece que va a echarse a llorar.

—¿Qué dice? —exclama.

Le doy una palmadita en el hombro.

—Estarás satisfecho, Don Juan de mierda. Me mira atónito. Luego, más calmado, dice:

—Sólo quería decir que mi mujer es inocente. Lo dice la cinta. Y que tiene que soltarla. Lo han oído ustedes —dice apelando a López y a Medel.

Vuelvo a mi sitio, cojo mi chaqueta y me la pongo.

—Procesa esta prueba. Estoy seguro de que no es una falsificación. Así que deja libre a Lucía Ugarte y métete por el culo el informe que estabas preparando.

—¿Dónde va, comisario? —pregunta López.

—¡A la mierda!

Cuando estoy a punto de salir, me vuelvo otra vez hacia él, que vuelve a recobrar el color en su cara.

—No crea que su dinero impedirá que le dé una paliza.

Me mira con la boca abierta. Medel sale conmigo del despacho.

—¿Pero y el asesinato de la chica? ¿La vas a dejar ir?

—Se suicidó. Ahora comprendo.

Medel se queda con la boca abierta. Puedo notar que un escalofrío recorre su espalda por cómo me mira, cómo parpadea, cómo se siente derrotado. Como yo.

Arranco el Golf y salgo a las calles de Baria. Son las diez de la noche. No tengo hambre. No tengo adónde ir hasta las once.

Doy vueltas y vueltas. Una ciudad del sur, húmeda en las noches de invierno. Lo suficientemente cerca del mar para ser rica y lo suficientemente lejos para no oír el mar, para no oler el mar.

Ha crecido tanto en los últimos años que ha duplicado su población. Y no digiere la violencia que ello acarrea. Se siente pueblo cuando es atacada y ciudad cuando presume de sí misma. Inverna durante cuatro meses al año y luego despierta al calor del sol.

Su riqueza parece no tener fin. Cada metro cuadrado de costa es una mina de oro. Cada metro cuadrado de sol una promesa. Baria crece como un occidental rico, sobrealimentado y bulímico, cada vez más perezoso, cada vez más mórbidamente obeso, rodeado de una aureola de parias venidos de todas las partes del mundo para sobrevivir de las migajas.

Conduzco por sus barrios de siempre, de calles estrechas y casas encaladas de dos plantas, intentando encontrar la pureza original. Luego busco los barrios nuevos, geométricamente dibujados por un urbanismo mezquino y embrutecido que deja calles estrechas y bloques de viviendas como colmenas. Luego los barrios residenciales, de calles discretas y muros que ocultan, con pudor y miedo, un Olimpo de opereta, su prosperidad a los mortales. Acabo en los barrios del extrarradio. Chabolas, paredes de bovedillas con techos de uralita que llaman casas. Gitanos, moros, negros, escondiéndose en agujeros como animales.

Baria es como una mujer inteligente, a la que nunca acabas de descubrir aunque creas que la conoces. Siempre muestra una nueva cara, de señora a puta en el tiempo de un parpadeo.

Todo comenzó aquí, recuerdo, cuando subo hasta el cementerio. Aparco en la explanada. Abajo, Baria. Puedo ver el esqueleto de la ciudad dibujado en las luces de sus calles. La oscuridad, que luego crece como una mancha hacia el este, hasta las urbanizaciones de la playa. Al sur se extienden, como ramas sin solución de continuidad, avenidas iluminadas que llevan a Garrucha y Mojácar.

He venido para poner punto y final a una historia. Pero me doy cuenta de que estoy equivocado. Todo comenzó un año antes. Y nadie sabe qué ocurrirá un año después. Sobre los muertos han edificado su iglesia los vivos. Tal vez puedan…

Desecho los pensamientos melodramáticos. Al fin y al cabo, la muerte y el amor son dos caras de la misma moneda y la historia se ha construido sobre sexo y poder. Al funcionario del crimen en que me han convertido no le importa la Justicia, sólo el fracaso. Hemos elegido un orden sin Justicia a una Justicia sin orden. Yo no tengo la culpa.

Y los crímenes están resueltos. Una muerte explicada es un expediente cerrado, tan olvidado como la lápida de un cementerio.

Mañana volveré a la comisaría. Habrá algo nuevo. Y Enrique Salgado y los crímenes que lo han rodeado no serán sino un recuerdo.

Miro el reloj. Mi amigo Mike espera.

Llego a las once en punto. Hay más gente de lo normal. Mike lleva una mano vendada, como yo.

—¿Qué te ha ocurrido? —pregunto.

—Algunos creen que todas las negras son putas.

Me acuerdo de su diosa de ébano. Miro alrededor, pero no la veo. Mike adivina mi pensamiento.

—Vendrá después. Está arriba. Me lleva hasta una mesa.

—Me alegro de que hayas venido. Estaba reservada para el gran comisario de Baria. Ya ha salido en las noticias. Has salvado la vida de una mujer. Eres un héroe.

Ni siquiera me acuerdo. Parece que ha ocurrido hace mucho.

—Han dicho que has arriesgado tu vida. Que has resultado herido. Mike mira mi mano.

—No es nada. Y no te creas todo lo que dicen. La verdad sí que es puta —le comento.

—Por si acaso, nunca me creo nada —responde riendo—. ¿Lo de siempre?

—Sí. ¿Qué ocurre esta noche, Mike?

—Es una sorpresa.

Un momento después trae un gin-tónic. Cierro los ojos cuando bebo. ¡Ah…! De puta madre. Media copa cae sin darme cuenta.

Mike me ha dado una mesa discreta, alejada del resto de clientes. Apenas pueden divisarme los demás porque el local hace un recodo.

Se encienden las luces del rincón contiguo a la barra, que hace de escenario. Así que hay actuación. Y Mike me ha reservado el palco de lujo.

Entonces veo cruzar a la diosa de ébano. Viene desde el fondo del local. Cruza el escenario, luego la barra, pasa delante de mí. Ni me mira.

Se mueve con la agilidad indolente de un felino. Sus piernas y su culo esculpen el aire que ocupan con una perfección imposible. Uno siente nacer el deseo de forma inversamente proporcional a la distancia que impone su desdén.

Se introduce tras la barra y se sienta en un taburete, mirando hacia el escenario donde aparece Mike, que nos habla con el micrófono. Su inconfundible acento inglés se acentúa hasta la caricatura a través del filtro electrónico.

—Señoras y señores. Esta noche tenemos un espectáculo único. Sólo ustedes podrán presenciarlo. Hemos cerrado para el público en general. Lo hemos mantenido en secreto por esta razón. Ahora comprenderán por qué.

Mike se retira y de una puerta situada tras el escenario salen un negro menudo, repeinado, y un gitano envejecido, de rostro arrugado.

Ambos compiten en delgadez. El negro viste un esmoquin negro y lleva zapatos negros de charol. El gitano viste de flamenco y calza botas.

El duelo comienza enseguida, sin más preámbulos.

El negro empieza a bailar claqué. Lo hace durante unos minutos. Luego se detiene. Entonces arranca el gitano. Golpea la tarima de madera con los tacones de sus botas.

Durante una hora, alternándose como si fuera un hermoso combate, los dos hombres se ceden el paso, se retiran a la zona de sombra cuando actúa el otro. Se respetan y se admiran.

Es increíble que dos canijos con tacones puedan causar tanta emoción.

Bebo tres copas más. A medida que aumenta mi embriaguez crece la exaltación que la música provoca. Nunca podré agradecerle bastante a Mike esta noche.

Deben de brillarme los ojos, porque una voz a mi lado dice:

—¡Vaya, quién lo diría! El comisario se emociona con el arte. No puedo creer que sea su voz hasta que la veo. Lucía Ugarte. Se ha sentado a mi lado y cruza las piernas. Un segundo después, la diosa de ébano viene hasta nosotros. No es que me desprecie, es que ni siquiera existo, pues sólo tiene ojos para Lucía. Es como si dos dioses se reconocieran y se retaran.

Lucía pide un combinado y la diosa de ébano se lo trae un instante después. Se miden con la mirada, como Ulises y Héctor. Ninguna de ellas, la presencia de Lucía a mi lado lo significa, puede desaparecer. Desaparecemos los demás, los invisibles, los que no somos nadie. Lucía Ugarte levanta su copa.

—Por el héroe de Baria. El comisario que salva a mujeres desvalidas.

No brindo con ella.

—Ha dicho a mi marido que le dará una paliza —dice después, cuando comprueba que su brindis no me ha hecho gracia.

—Es lo menos que puedo hacer por él.

—¿Ah, sí?

—Estoy seguro de que después de recibir una paliza se sentirá mucho mejor. Como si hubiera expiado parte de su crimen.

—Él no cometió ningún crimen.

—Bueno… Ya veremos. En todo caso, ha sido la causa de algunos crímenes. Para nuestro sistema de valores se merece un castigo.

Lucía Ugarte sonríe.

—Todo ha quedado claro —dice.

La miro con atención. Se ha vestido para impresionarme. Y lo ha conseguido. Ha tenido tiempo de ir a casa, quitarse el olor a celda, vestirse para deslumbrar a un hombre y buscarme. Está tan hermosa como la primera vez que la vi. Como si no hubieran pasado por ella estos últimos días.

—¿Qué busca, asegurarse de que he sido engañado?

Bebe de su copa, sin responder.

—Es todo una gran mentira. Esa chica no tuvo nada que ver con la muerte de Ana Arnedo —continúo.

—Ella misma lo ha confesado —replica.

—Fue usted. Usted lo inició todo. Ella lo descubrió. Y todo ha ido bien hasta que la chica envió esos anónimos, seguramente indignada por la situación y enamorada de su marido. Ella sospechaba todo lo que había pasado.

Un crescendo del número de claqué interrumpe nuestra conversación. Es impensable que aquellos pies menudos pudiesen imprimir un ritmo más vital y convulso, intenso y vivo. El crescendo se interrumpe súbitamente. Los aplausos coronan su actuación.

—¿Nos dejará en paz?

—Me sobra un muerto.

—¿A qué se refiere?

—Que Miguel Salinas no empujó al detective por el patio de luces. Lo hizo su marido.

—¿Por qué él? —escupe la pregunta tan premiosa que desvela su ansiedad.

—Porque nadie más pudo estar allí.

Lucía Ugarte mira al escenario durante varios minutos. El hombre negro habla en inglés a los presentes.

—Ya tiene su hombrecito —comento. Lucía me mira con expresión de disgusto.

—Después de cagarla ante el inspector, tenía que hacer una machada, ¿no?

Lucía Ugarte vuelve a fruncir los labios.

—Él no es un asesino —dice ella.

—Mató a un hombre —subrayo. Lucía deja la copa sobre la mesa.

—Entonces, lo sabe todo —dice lentamente.

—No se preocupe. No tengo pruebas.

—¿Continuará buscándolas?

Ahora es Lucía Ugarte la que tiene miedo. Bebo de mi copa y miro el escenario. El negro concluye su último número de claqué. Saluda y propone un brindis por todos nosotros.

—Ya no puedo encontrarlas. A no ser que haya venido a confesar —digo.

Lucía Ugarte sonríe. Por primera vez, su sonrisa es fresca, seductora. Cualquiera podría enamorarse de esta mujer.

—De todas formas, en su salvación lleva su penitencia —le digo.

—¿Qué quiere decir?

—Que nunca volverá a ser el mismo hombre del que usted se enamoró.

—¿Por qué?

—Ya no es un hombre libre —digo—. No con lo que sabe de usted. No con lo que ha hecho.

Lucía Ugarte juega con su copa y enciende un cigarrillo. El gitano dice unas palabras de encomio del negro y de su baile, habla mucho del corazón y del arte, con la voz rasgada de viejos aguardientes. Se apresta a concluir él también. Patea lentamente la tarima, buscando el ritmo.

—¿Cree que tendrán fuerzas para salir adelante?

Por primera vez, le pregunto algo sinceramente. Da miedo pensar que sí puedan hacerlo.

Antes de hablar, su mirada también es franca.

—Sí. Yo puedo hacerlo.

—Pero ¿podrá él?

Bebe de su copa. No puedo evitar pensar que es una criminal. Pero tampoco puedo evitar que no me pese no haberla atrapado. Como no puedo evitar sentirme atraído por una mujer que ha sido capaz de amar de esa manera. Que ame a ese hombre y no a mí me produce unos celos irracionales.

—¿Le gustará tener a un hombre que nunca estará a su altura? Eleva el cuello con altivez. Se mantiene en silencio un rato, me mira fijamente. Lo sé, aunque yo sólo miro la escena al otro lado del local. No quiero enfrentarme a su mirada.

—No se haga ilusiones. Usted también es un amante triste —dice. Esta vez ella me sorprende. Sonríe.

—Pero a mí me gustan los hombres tristes.

—¿Qué quiere decir?

—Yo también he hecho mis deberes. Sé quién es usted.

El gitano taconea y gira sobre sí mismo, en un crescendo rítmico que eleva las pulsaciones de nuestro corazón.

Lucía Ugarte bebe un último trago de su copa y se levanta. Se echa el abrigo sobre los hombros.

—Ya nos veremos, comisario. Espero que me salude sin rencor.

Su mano roza mi barbilla, la eleva hacia sí al tiempo que el gitano aplasta el suelo con sus tacones y concluye violentamente.

—Sin rencor —propone.

Lucía Ugarte se da media vuelta y desaparece tras las gruesas cortinas de la entrada. Lo último que siento, durante muchísimo rato, es el roce de la yema de sus dedos. La cortina se cierra sobre sí misma, como si nadie hubiera pasado por allí desde hace mucho tiempo. Como si hubiera soñado su presencia.

Vuelvo la mirada al interior del local, para comprobar si es realidad todo lo que ha pasado en la última hora. El gitano se despide.

Un instante después, los dos hombres han desaparecido. Los demás clientes se levantan para aplaudir y felicitar a Mike.

Cuando por fin lo dejan tranquilo, Mike se sienta a mi lado.

—¿Quién es esa mujer?

—La Eva que nos echó del Paraíso.

Mike ríe de buena gana. Lo felicito por el espectáculo.

—¿Cómo es posible que dos canijos con suela gorda nos hayan hecho los hombres más felices esta noche?

—Tenía la idea desde hace tiempo. Pero era difícil reunirlos a los dos. Y muy caro.

La diosa de ébano nos trae un par de copas. Mike levanta la suya.

—Por el comienzo de una hermosa amistad, comisario. Levanto mi copa.

Sigue siendo el mejor gin-tónic del mundo. Ya estoy demasiado borracho. Flotando, ingrávido, indoloro. Acciones como la de Elena redimen la vida tediosa de un policía. Historias como la de Enrique Salgado nos vuelven a la realidad y nos muestran nuestras miserias. Mañana estaremos administrando el mal de Baria, del mismo modo que otros administran el dolor y la muerte en un hospital.

Alargamos la noche hasta que nos quedamos solos. Hasta muy entrada la madrugada. Ambos acabamos borrachos. Quedamos en que Mike me contará la historia de su vida algún día. Quiero saber si es cierto lo que cuentan de él, por qué no se va de Baria. Dicen algunos que hay una mujer. Una mujer a la que él espera, como una Penélope, masculino y pecoso.

La diosa de ébano aparece y desaparece y cada vez estoy más convencido de que no existe, sólo es una bella ilusión.

Hablamos de muchas cosas esa noche. Y hay muchos silencios, ligeros como velos. Mike me pide que le cuente la historia que me ha hecho un héroe. Prefiero contarle otra. Una historia imaginaria, sin personajes precisos, donde una mujer asesina por amor, otra se suicida de la única manera que puede hacer libre al hombre que ama y, a su vez, salva a la asesina que odia. Le digo que no lo entiendo: que nadie puede amar así. Mike no dice ni sí ni no, pero tras buscar en mis ojos desvía la mirada a la cortina, como si Lucía Ugarte se hubiera ido en ese momento.

—Daría la mitad de mi vida porque una mujer me amara así —digo. Mike eleva su copa:

—Por el Amor de verdad —dice.

Cuando nos despedimos, salgo al amanecer húmedo de Baria.

Subo al coche. Estoy borracho, pero no hay picoleto ni alguacil en el mundo que ponga el globo al comisario de Baria. ¿No soy un héroe?

Conduzco despacio, intentando adivinar el sol más allá del mar, que viene precedido por una aurora rojiza que se levanta, lenta y misteriosa como el secreto de una mujer.

Paso de largo por mi casa y no me detengo hasta encontrar el castillo de Macenas. Aparco junto a su muro de piedra y veo el amanecer lento del mar. A mi espalda dormitan, como bestias, las grandes máquinas que construyen hoteles y urbanizaciones de lujo donde vendrán a disfrutar los ricos de Europa y donde los demás iremos con bancotel y en temporada baja. La estructura cúbica del castillo de piedra está destinada a morir, y ya nada puede impedirlo. Como Ana Arnedo, una vida indiferente, inútil; como mi mujer, una vida tirada a la basura; como Inmaculada Beltrán, una vida truncada por el amor. Los asesinos serán los únicos que gozarán de todo aquello por lo que merece la pena vivir.

La raya del mar corta el sol por la mitad cuando decido irme. Me despido de Macenas como de un amigo, como me despedí de Mike, y conduzco hasta casa.

Cuando llego, la primera luz del día se filtra por las persianas e ilumina de rayas la penumbra. Guardo silencio y escucho el rumor del mar. Ahí está. Enrique Salgado no puede oírlo, tan alto, tan lejos. Huelo profundamente, como un perro que busca un rastro. Ahí está también el olor del mar. Enrique Salgado no puede olerlo, tan alto, tan lejos.

Entro en el dormitorio. Mi fantasma duerme. Voy a salir de la habitación cuando ella eleva sus brazos desnudos hacia mí. Me acerco.

Me llama en silencio. Tengo la cara áspera de barba y la beso con cuidado. Mucho cuidado. Ella tira de mí como si quisiera arrastrarme a aguas profundas. Me dejo ir. Entonces, nos sumergimos lentamente en su tristeza.