Tras los registros del piso de Miguel Salinas y del desguace no encontramos nada relevante. Seguimos perdidos en el caso que no existe de la muerte de Ana Arnedo. Pero ahora estamos peor: tenemos dos cadáveres por asignar.
Medel insiste en que el error ha sido subestimar la confesión que le hizo Salgado. Lo dice con cierto reproche y no puedo protestar.
Lo cierto es que Lucía Ugarte debía haber sido vigilada de cerca. Al igual que Miguel Salinas. Pero mucho antes. Me excuso en la peculiaridad del caso, que ni siquiera se trata de una investigación oficial, y en que no somos ubicuos ni tenemos hombres suficientes para mantener seguimientos continuados.
—Estoy contigo en que había alguien más en el piso, una tercera persona. No hay duda. Los vecinos oyeron pasos en la escalera tras la caída de los cuerpos. También oyeron la puerta del bloque cerrándose de un portazo un momento después —comenta Medel.
—Pero no vieron a nadie.
—Ya estaban todos pendientes de los caídos.
—Tuvo que ser Enrique Salgado —deduzco.
—No creo. Él no hubiera ido a un lugar peligroso —desmiente Medel.
—¿No lo crees capaz de matar? Antes pensabas que era el único culpable.
—No personalmente —responde—. Ese hombre es un cobarde. Lo demostró la otra noche.
—Hay una cosa más —añado—. Sabemos que Miguel Salinas no conducía el coche. Enrique Salgado tampoco. Ambos tenían coartada…
—¿Y Lucía Ugarte?
—Seguro que también. El atropello fue preparado concienzudamente. En tal caso… Hay alguien más. Un tercero que conducía el coche. Pudo ser él quien estuvo anoche en el piso. Debemos suponer que era amigo o socio de Salinas, por lo que tal vez fue ese hombre quien mató al detective.
—Eso sí tiene lógica.
—Trabajaremos sobre esa hipótesis, pero antes hay que comprobar varias cosas más.
Una ducha en los vestuarios de la comisaría, un afeitado y ropa limpia que, previsor, llevo siempre en el coche, y a las ocho de la mañana ya estamos ante la casa de Enrique Salgado.
Pulsamos el botón del portero automático y nadie pregunta, pero la verja se abre con un sonido metálico.
En cuanto bajamos del Golf, ante la puerta de la mansión, Medel se acerca a una motocicleta aparcada junto a la entrada y toca el motor.
—Aún está caliente —dice.
La voz de Lucía Ugarte nos conduce hasta la segunda planta por una ancha escalera de mármol con baranda de hierro negro y pasamanos de madera finamente tallada.
—Por aquí, comisario.
El matrimonio feliz nos espera dando la espalda al ventanal que se abre a la terraza. Tras ellos, como un fondo de fantasía, el Mediterráneo.
Lucía Ugarte viste unos tejanos y una camiseta blanca de manga larga. Él, unos pantalones de loneta beige y un polo oscuro. Ella tiene los brazos cruzados y entre dos dedos un cigarrillo lánguido cuyo humo se eleva lentamente. Él hunde las manos en los bolsillos. La luz, que remarca sus siluetas, me impide ver con claridad sus rostros, pero siento que ella nos observa, intentando adivinar nuestro próximo movimiento, mientras él extravía su mirada en cualquier cosa que no le recuerde nuestra presencia.
Lucía toma la iniciativa y nos ofrece un café que rechazamos. Después nos invita a sentarnos, pero tampoco aceptamos.
—Sólo será un momento. Queremos saber dónde han estado esta noche —digo.
Lucía responde con cierta displicencia.
—Ya lo sabe, comisario. Vinieron sus hombres anoche. Y supongo que ha tenido la casa vigilada. No he salido en toda la noche.
—¿Y usted?
—Salí a pasear en moto. Mi mujer se lo dijo —responde Salgado de mal talante.
—¿Adónde fue? Por ahí.
Lucía parece haber perdido su anterior interés y mira a un lugar indefinido tras nosotros. Salgado nos mira a la cara y luego la mira a ella, después se mira la punta de los zapatos.
—Medel, llévalos a comisaría.
Se oye el tintineo de las esposas cuando ambos las esgrimimos en las manos.
—No servirá de nada, comisario —señala ella atrevida.
—Al menos, tendrán que explicarles a los periodistas y a toda la ciudad por qué son detenidos.
Medel da un paso hacia la mujer con las esposas en la mano.
—Estuve dando un par de vueltas con la moto y luego fui a casa de mi secretaria, Inmaculada Beltrán —suelta repentinamente Salgado.
Lucía Ugarte resopla discretamente. Se adivina cierto desprecio en su reacción. Medel se queda paralizado.
—¿Por qué nos perdió cuando salió de aquí con la moto? —pregunta estúpidamente.
—No sabía que me seguían —responde con soltura Salgado, encogiéndose de hombros.
Después, antes de que consideremos un insulto que nos tome por idiotas, se apresura a aclarar:
—Estuve toda la noche en casa de Inma. Hasta esta mañana. Acabo de llegar.
Medel vacila un instante. Me mira y se guarda las esposas.
—Señora, ¿dónde estuvo la noche del trece de diciembre del año pasado?
Lucía Ugarte suelta una risotada contenida.
—Comisario, por favor. Esperaba la pregunta, pero también algo más de usted.
—Llévatela —ordeno irritado a Medel.
Estaba en una cena organizada por las galerías Star, en Madrid, con más de ochenta personas. ¿Quiere comprobarlo? Sé que no es necesario.
—¡No me toques! —gritó Lucía.
Veía el Golf de la policía que se marchaba, la verja negra cerrándose.
—No me hagas esto. Lo he hecho por ti. Como hiciste tú —replicó Salgado.
—¿Cómo puedes decir eso? No has entendido nada.
—¿No? Maté al hombre, un detective que estaba investigando. Torturó a Miguel Salinas y le había grabado una confesión en la que decía que yo le había encargado la muerte de Ana.
—¿Tú? ¿De qué estás hablando?
—Decía que luego se ocuparía de ti. Lo sabía todo. Pero quería que me culpara a mí.
Lucía abrió la corredera de cristal y salió a la terraza. Necesitaba aire fresco. Una mañana nubosa y pesada que ponía el mar de color gris oscuro.
—Tuvo que ser Rafael. Él contrató a ese hombre —afirmó Lucía.
—Estoy seguro —ratificó él.
Pero no quiso mencionar que el detective le había ofrecido sus servicios. Ni que lo había llamado desesperadamente antes de entrar en casa de Salinas. Ni que todo había salido bien casi de casualidad. No quería quedar otra vez como un cobarde. Ahora podía reivindicarse ante ella. La abrazó.
—Ahora no tenemos nada que temer —dijo.
—¿Nada que temer? Estamos en manos de Inma.
—He hablado con ella. Me ha prometido…
—¿Prometido…?
Lucía se libró del abrazo de Salgado y lo miró a los ojos.
—¿A cambio de qué?
—No me ha pedido nada —explicó Salgado.
—¿Nada? ¿Eres estúpido? Te quiere a ti.
No. No era tan estúpido. Pero ¿qué podía hacer? Inma lo amaba. Habían pasado la noche juntos. Ella se había adormilado junto a él, en el sofá, pegada a su costado, sin esperar otra cosa que un abrazo y como si lo hubiera esperado tanto que sólo eso le bastara para alcanzar la paz. Y el beso de esta mañana, cuando él se despedía, embarazado ante los favores que se sabe que no se podrán pagar jamás.
—Sólo buscaba una coartada —se justificó—. Tuve que ir allí. Había sacado el dinero de la caja y había pagado a Salinas. Lo hizo mejor que cualquiera de nosotros. Para evitarme un riesgo gravísimo —justificó.
Había llegado a casa cinco minutos antes que la policía y aún no habían tenido tiempo de hablar. Le contó lo que había hablado con Inma. Lo que había ocurrido en el piso de Salinas. Cómo se había llevado la grabadora, quemado la cinta y recogido la mochila con el dinero.
—He dejado el dinero en casa de Inma. Allí está seguro. Ella lo llevará a la oficina y lo guardará.
—Así que ahora estamos en manos de una mujer enamorada —dijo Lucía.
—La haré rica. Le daré dinero. Ella no me traicionará.
—¿Cómo lo sabes?
Se encogió de hombros y miró al horizonte, donde la línea grisácea del mar se confundía con la bruma.
—Lo sabes porque has hecho el amor con ella —concluyó, mirándolo fijamente.
—No. He descansado allí, pero no hemos hecho el amor —protestó él.
Se acercó a Lucía.
—Sólo quiero hacerlo contigo. Salgado la abrazó con fuerza.
—Ahora somos iguales —dijo antes de besarla.
El noticiario de Tele-Mediterráneo Indalo ya está dando imágenes del edificio donde han muerto Miguel Salinas y Ernesto Durán. Ya conocen la identidad del primero, pero no la del detective.
Una periodista de ojos azules se encuentra ante el edificio. Afirma que los vecinos han despertado al oír el terrible golpe de los cuerpos al caer al vacío de un patio de luces desde una terraza situada en el sexto piso. Aventura la posibilidad de que hubiera una tercera persona en la vivienda.
Concluye que la investigación está abierta y que la policía continúa las pesquisas y que, por supuesto, Baria entera está conmocionada por lo que a todas luces parece un crimen.
Nada nuevo. Sopeso la posibilidad de filtrarles información. Puedo poner a Enrique Salgado y a su bonita esposa en un aprieto. ¿Cómo explicarían ser sospechosos del asesinato de Ana Arnedo? Pero puede volverse contra nosotros. Si no conseguimos pruebas tendremos un crimen sin resolver. Será un fracaso. Mi fracaso.
Medel está tomando declaración a la secretaria de Enrique Salgado. Entro en su despacho y la chica apenas desvía la cabeza un segundo, el tiempo indispensable para sonreír educadamente.
Medel dice que se trata sólo de una comprobación rutinaria.
—Estuve en casa desde las diez de la noche. No he salido hasta que me han llamado esta mañana —explica la muchacha.
Me he situado a un lado, de pie, apoyado en un mueble, dando una impresión de informalidad. Se trata de una chica de aire discreto, de piel suave y cabello negro. Algo ancha de huesos, su juventud la mantiene con cierto atractivo. Su cara es limpia, de ojos grandes y francos. Tiene una nariz pequeña y coqueta y unos labios finos. Las mejillas son ligeramente anchas, como de antigua niña gordita. Lleva unos pendientes de madera muy pequeños y viste con una formalidad excesiva.
—¿Estaba usted sola o la acompañaba alguien?
—Al principio estaba sola.
—¿Qué tal se lleva con los vecinos?
—Bien. Aunque no tenemos mucho trato. Son mayores que yo. Los veo por la mañana cuando voy al trabajo y alguna vez me los cruzo en el ascensor o los pasillos.
—¿La vio anoche alguno de sus vecinos?
—No lo creo. En invierno, a las diez de la noche, casi todo el mundo está en casa.
—¿Recibió alguna visita?
—Sí. Mi jefe me visitó.
Medel deja un silencio y mira despacio unos papeles. La muchacha ha respondido con tal naturalidad que lo ha desarmado.
—¿A qué hora llegó?
—Sobre las doce de la noche.
—¿Lo esperaba usted?
—No.
—¿Por qué la visitó Enrique Salgado en su casa?
La chica deja un silencio antes de contestar. Me mira de soslayo, luego baja los ojos. Quiere que su discreción sea elocuente y lo consigue.
—Motivos personales.
—¿Es habitual que la visite a esas horas?
—Era la primera vez.
—¿Cómo iba vestido cuando llegó a su casa?
—De motorista. Me dijo que había salido a pasear con la moto. Llevaba el casco en la mano.
—¿A qué hora se fue anoche de su casa?
—Inspector, se ha ido esta mañana, un poco antes de las ocho.
Lo dice con tal candor que cierra cualquier especulación. Cruzamos una mirada. La chica no muestra curiosidad alguna por el motivo de nuestro interrogatorio. Enrique Salgado la ha preparado. De modo que se sabe todas las respuestas.
Una vez la chica se ha marchado, Medel tiene que expresar lo obvio, cosa que no hace más que fastidiarme.
—La coartada es firme.
Como si no me hubiera dado cuenta.
—¿Una visita nocturna, de improviso? ¿Un amor súbito? ¡Y una mierda! Ahora sí estoy convencido de que Enrique Salgado era la tercera persona que había en el piso de Miguel Salinas. De no ser así, no hubiera necesitado fabricarse una coartada —señala indignado Medel.
Me doy unos golpecitos en la oreja. No es que piense mejor, que no estoy pensando, pero lo parece.
—¿Por qué no los detenemos y les apretamos las clavijas? —porfía.
—¿Eres gilipollas? A un tío así no podemos tocarle un pelo. En menos de cinco minutos tendríamos aquí cinco abogados comiéndonos los hígados. ¿Te crees que es el paria del Ciaucescu que tenemos abajo? Enrique Salgado puede pagarse tres Presunciones de Inocencia y cagar durante años sobre nuestras carreras hasta hacer que las aborrezcamos.
Medel aprieta los labios y se calla, como un niño contrariado.
—Nosotros sí que necesitamos una coartada —señalo.
—¿Qué?
—Escribe: «Según las primeras pesquisas, las muertes del Investigador Mercantil Ernesto Durán y la del ciudadano de Baria Miguel Salinas se produjeron en el seno de una investigación privada que llevaba a cabo el Sr. Durán, durante la cual visitó la vivienda del Sr. Salinas. Por alguna razón, hasta ahora desconocida, se produjo un violento altercado entre ambos que provocó su caída al vacío y su lamentable fallecimiento. Se cree que dicha investigación estaba relacionada con un caso de fraude a una compañía de seguros. Continúan las investigaciones para determinar si había una tercera persona en la vivienda».
—Emite esta nota de prensa. A ver si ganamos tiempo y tapamos nuestras miserias.
Vuelvo a mi despacho mientras Medel se encarga de enviar la nota de prensa. López ha traído las pertenencias de Ernesto Durán que han encontrado en su habitación de hotel: un ordenador portátil y una agenda. En el coche sólo había un bloc de notas.
Mientras le echo un vistazo, trae López también un listado de llamadas entrantes y salientes del móvil de Ernesto Durán. Y otro con las llamadas realizadas o recibidas desde el hotel. López cada vez se parece más a Colombo.
Entra Medel y lo pongo a inspeccionar el ordenador del detective mientras escudriño la agenda y el bloc de notas.
En la agenda apenas hay reseñadas algunas ocupaciones anteriores a su llegada a Baria y, una vez aquí, no hay anotaciones, sólo las llamadas a su central que debía realizar cada veinticuatro horas.
El bloc de notas es un sencillo cuaderno de hojas cuadriculadas del tamaño de media cuartilla. Tiene en el reverso la pegatina con el precio y la papelería donde había sido adquirido, a dos manzanas de la comisaría.
Las notas sí permiten seguir el itinerario del detective.
—Aquí hay algo que no me cuadra, comisario —me interrumpe Medel buceando en el ordenador.
Le hago un gesto de espera.
—Después. Antes quiero acabar de ver esto.
Los dos primeros días, según las notas, Durán los había dedicado a seguir a Enrique Salgado y hacerse una idea de sus horarios y de sus quehaceres diarios: «8.30 horas, E. S. Sale de casa». Así, encabezadas con las fechas, están escritas las primeras hojas, repletas de anotaciones sin comentarios. Es evidente que E. S. era Enrique Salgado. Y las horas se corresponden con sus salidas de casa, su llegada a la oficina, sus viajes o sus comidas de negocios.
Nada reseñable aún.
El día 13 de diciembre, el día que lo descubrimos en el cementerio, Durán había realizado lo que parecía un esquema. En él aparecía, como primera anotación: «Cía. De Seguros - anónimo».
No especifica a qué se refiere, pero entiendo que la empresa para la que trabajaba había sido alertada por un anónimo, al igual que nosotros, lo que animó a alguien a realizar una investigación discreta.
El día 14, Durán había seguido a Lucía Ugarte hasta el mediodía. Reproducía el mismo esquema, con la fecha, las iniciales L. U., anotaciones de las horas y de los destinos y actividades de la investigada. Tampoco había encontrado más actividades llamativas que las propias de su trabajo.
Sin embargo, esa tarde continuó el seguimiento a Enrique Salgado hasta el lugar del atropello y luego al desguace.
«¡¡El coche!!», había escrito Ernesto Durán. Luego tomó nota del encuentro entre Enrique Salgado y el hombre del desguace, tal y como nos lo contó la primera vez, anotando su impresión de que no se conocían y que el hombre trataba con hostilidad a Salgado.
Durán tenía motivos para estar más que satisfecho. Estaba seguro de que había encontrado el coche del atropello.
Después había seguido al hombre del desguace. Era muy importante la anotación que había realizado el día 15: «L. U. en casa de M. S.», y la dirección del piso donde finalmente encontrarían ambos la muerte.
Éste era el eslabón que nos faltaba: la relación entre Enrique Salgado, o su esposa, y Miguel Salinas, quien tenía en su poder el coche con el que habían atropellado a Ana Arnedo. Me quedo atónito comprobando una última anotación en el reverso de la hoja: «E. S. acechando a su esposa cuando ésta sale de la casa de M. S.»
¡Enrique Salgado confesó la verdad!
Medel se queda mirándome con cara de bobo antes de comprender. Aún está pendiente del ordenador.
—Comisario —dice Medel antes de comentar lo que le he dicho—. Ernesto Durán pasaba informes falsos a la compañía de seguros que lo contrató. Se limitaba a alimentar dudas, pero no mencionaba ni una sospecha seria. Ocultaba lo que sabemos que él había averiguado.
Lo pienso dos veces antes de responder.
—Pues había hecho muy bien su trabajo. Lo había descubierto todo.
—¿Por qué sabe que Enrique Salgado confesó la verdad?
Le muestro las anotaciones del detective. Dichas anotaciones concluyen con un comentario: «Enrique Salgado, sorprendido».
—Esto quiere decir que Durán siguió a Miguel Salinas hasta su casa. A ver qué ocurría. Le había ido bien así, de modo que para qué cambiar de táctica. Además, seguramente tampoco podía hacer otra cosa. Debió seguirlo cuando lo dejamos ir tras interrogarlo —digo—. Por la fecha y la hora.
Nos miramos un segundo. Tiempo suficiente para saber que no hace falta decir más, pues el trabajo del detective nos deja en evidencia. ¿Por qué no lo habíamos seguido nosotros?
—No le des más vueltas. Ni siquiera teníamos un caso —justifico. Y continúo con la explicación—. Allí descubrió a Lucía Ugarte. Y Enrique Salgado debió enterarse de este encuentro y se mostró sorprendido. Eso es lo que escribe Durán en estas notas. Y vemos que casi nunca se equivocó. Así que esto quiere decir que seguramente lo que te confesó aquella noche es cierto.
Medel se muestra perplejo. Como yo.
—¿Y esto es una prueba? —pregunta señalando el bloc de notas. Lo dejo sobre la mesa, entre ambos. Nos quedamos mirándolo.
Esconde un secreto que nos produce recelo.
—No. Esto no es nada. Anotaciones de un detective muerto en circunstancias sospechosas. Iniciales y notas muy escuetas. Nadie puede interpretar esto como una prueba, sólo nosotros podemos utilizarlo para saber más de lo que sabíamos. Además, si nosotros presentamos las notas, cualquier abogado defensor presentaría los informes completos que él mismo envió a su cliente. Nada. No valen nada.
De todos modos, continúo leyendo. Las páginas siguientes hacen referencia a dos personas cuyas iniciales no tardo en identificar: R. A. y P. A.
R. A. es Rafael Arnedo. Las anotaciones sobre él lo identifican después como El Viejo. Durán sólo había anotado: «rencoroso, odia E. S. No tiene pruebas». Y luego, había añadido: «piso».
—¿Cómo se llama el tipo al que había despedido Enrique Salgado? —pregunto a Medel.
—Pablo Ayuso —responde.
Efectivamente, éste es P A. Ernesto Durán lo había localizado y había hablado con él. Junto a la palabra Piso, había anotado, «P. A. amante de Ana Arnedo». Y Luego, «Piso vacío».
Después hay un par de hojas en blanco. La tercera muestra, en cambio, anotaciones muy diferentes, de los dos últimos días:
Viejo - trescientos mil
E. S. - quinientos mil
Si Ernesto Durán había enviado informes falseados a su cliente. Si Ernesto Durán había hecho muy bien su trabajo y tenía un esquema preciso de lo que había ocurrido. ¿Por qué anotaba los nombres de las dos personas con más interés en el caso, uno en descubrirlo, otro en ocultarlo, y junto a ellas una elevada cifra de dinero?
Ernesto Durán había vendido su trabajo.
A Rafael Arnedo le habría ofrecido su trabajo a cambio de dinero y de conseguir pruebas contra Enrique Salgado.
Pensando seguramente que Enrique Salgado pagaría mejor, le había ofrecido, ¿qué?, a cambio de quinientos mil euros: ¿ocultar las pruebas que pudiera conseguir?, ¿matar a Miguel Salinas? A la vista del resultado, matar a Miguel Salinas. Y lo había conseguido. Y, encima, a Enrique Salgado le iba a salir gratis.
Pero en tal caso, no había motivos para que Enrique Salgado estuviera en el piso de Salinas la noche anterior, ya estaba su mercenario.
Durán también sabía que Salinas no conducía el coche.
Lo último que hay en el cuaderno es otro esquema. Y tal esquema, en el que las líneas se cruzan en torno al coche con los nombres de Lucía Ugarte y de Miguel Salinas, llevan a una tercera persona, identificada con una X.
Los nombres de Enrique Salgado, de Lucía Ugarte y de Miguel Contreras están acotados con un paréntesis en el cual Durán había escrito, con caligrafía menuda pero muy clara, las coartadas de cada uno de ellos.
Más abajo, había anotado: «M. S., viaje a Barcelona, 27-11-2000 - conductor R. Rover?».
Miguel Salinas había viajado a Barcelona dos semanas antes del atropello de Ana Arnedo para buscar al conductor mientras él se procuraba una buena coartada en el club.
Ernesto Durán había hecho su trabajo mejor que nosotros. Había estado más cerca de la verdad. Pero ni él ni nosotros tenemos pruebas. Se lo comento a Medel.
—Entonces, ¿cerramos el caso de la muerte de Ana Arnedo? —pregunta con desaliento.
—Ni hay pruebas ni las habrá. Nunca ha estado oficialmente abierto. No hay nada que cerrar —respondo.
Me levanto, estiro las piernas, enciendo un cigarrillo.
—No podemos permitirnos el lujo de que se sepa la verdad.
—¿Por qué?
—Porque entonces tendríamos dos casos abiertos y sin solución en lugar de uno cerrado.
Siempre había sido así. Desde niña. Tenía sus propios pensamientos, que la acompañaban cuando estaba sola. Si alguien hubiera podido ver su rostro en ese momento, hubiera encontrado una sonrisa mínima, íntima. Porque la policía sólo había obtenido su firme determinación: Enrique había estado en su casa desde las doce de la noche hasta las ocho de la mañana. Pensarían que eran amantes. Ahora la sonrisa se hizo más amplia.
Subió a su coche, que había aparcado en la explanada situada ante la comisaría y arrancó. Salió de Baria en dirección a la playa. Ya había avisado a los hombres que tenían que hacer el trabajo.
Cuando llegó a las obras, el furgón de la mudanza estaba allí. Dos hombres esperaban.
Inma abrió la puerta de la casa piloto y les ordenó que cargaran todos los muebles de la habitación, especialmente el sofá con agujeros que ella había tapado con cinta aislante para que no se vieran los bordes quemados por las balas. Luego les dio una dirección donde debían dejarlos y la llave de una casa. Era la casa de campo de su abuelo, a más de cincuenta kilómetros. Una casa donde ya no vivía nadie. Donde nadie buscaría y donde ella podría ir mañana, cuando acabase el trabajo, para romper con un hacha el sofá con las balas incrustadas, hacerlas desaparecer y luego quemarlo. No quedaría ni rastro.
A primera hora de la mañana las noticias de Tele-Mediterráneo Indalo confirmaron la muerte de los dos hombres. Enrique no quiso hablar demasiado, pero fue suficiente para que ella comprendiera la gravedad de lo que había ocurrido y la importancia de brindarle su coartada. Había muerto otro hombre. Tal vez Enrique lo había matado, aunque no quiso reconocerlo. A esa hora Salinas ya no estaría en condiciones de hacerlo. No lo sabía con certeza. Sólo pudo probar el veneno una vez, el día anterior, con un perro grande. Lo había comprado hacía dos días, lo había encerrado en la casa del abuelo y le había dado la misma dosis de veneno que a Salinas. El perro tardó cuatro horas en morir. Y aullaba como un demonio. Salinas debía haberlo pasado mal. Se lo tenía merecido. Era un malvado y habría llevado a Enrique a la cárcel.
Pero ella lo salvó.
Como Lucía Ugarte lo hundiría con sus insidias y sus crímenes.
Enrique aún corre peligro.
Sólo tenía que devolver el dinero a la caja fuerte y luego tendría toda la tarde para acabar el trabajo.
Busco a Braulio en el Instituto de Medicina legal. Braulio ha habilitado algunas habitaciones para crear su propio laboratorio. Por eso puede avanzar los resultados de los análisis que vendrán posteriormente, en varias semanas, ya oficiales, desde el Instituto de Toxicología de Sevilla.
—No sé qué marca será, pero es un pesticida corriente. Se puede encontrar en tiendas especializadas de productos fitosanitarios. Aquí las hay a patadas. El veneno ha sido disuelto en una coca-cola, supongo que para camuflar el sabor. El tipo debió jurar en arameo, porque tiene el estómago ulcerado. La mezcla con la coca-cola le quemó literalmente por dentro.
—¿Cuánto tardó en morir?
—No lo sé. La muerte es por traumatismo. Así que aún estaba vivo. No obstante, calculo que de cuatro a cinco horas. Debió ingerir el veneno sobre las diez de la noche.
Esto elimina a Enrique Salgado como sospechoso del envenenamiento. A esa hora aún no había salido de su casa.
—¿Otros signos de violencia, exceptuando la caída?
—Este cadáver, el del joven, presenta golpes severos en la cara, la nariz, la boca y algunos hematomas previos a la caída. Le sacudieron bien.
Braulio me ha recibido sentado ante su mesa de despacho, y mira su ordenador mientras habla conmigo.
—¿Y el otro? ¿Qué me dices?
Mueve la pantalla para que pueda leer la conclusión de su informe. Lo ha acabado unos minutos antes de mi llegada.
—Lo puedes ver tu mismo, pero te explico: tiene algunos arañazos en el cuello, la cara y el cuero cabelludo. Creo que es la única defensa que pudo ejercer el otro, ¿comprendes?
—Sí.
—Por lo demás, sólo el traumatismo por la caída.
Braulio mueve el cursor y aparecen las fotografías del cerebro de Ernesto Durán en sus manos enguantadas.
—Lástima de cerebro —comento.
—¿Por qué?
—¿No me lo puedes trasplantar?
—Quería hacerlo con el alcalde. ¿Tan listo era?
—Más que el hambre.
—Hombre, tú tampoco eres tonto.
—No sé. Creo que cada día más.
Le doy un manotazo a la pantalla de ordenador para perder de vista el envidiable cerebro del detective. Me está revolviendo las tripas.
—He descubierto sus notas. Era bueno en su oficio.
—¿En qué trabajaba?
—Secreto profesional, Braulio.
—Es curioso. ¿Qué coño hacía un detective privado con un chuloputas envenenado?
Me levanto. Braulio es muy curioso. Y también es demasiado listo para mí. Es mejor huir.
—¿Tenía restos de veneno en las manos el detective?
—No. ¿Crees que no lo he mirado?
Braulio es suspicaz, como todos los buenos investigadores.
—¿Y en las de Miguel Salinas?
—¿Crees que se suicidó?
—No. Claro que no.
—Tenía demasiado en el estómago y la sangre. Y nada en las manos. Él no manipuló el veneno.
Le doy una palmada en el hombro en señal de despedida.
—¿En qué trabajaba el del cerebro? —insiste.
Hace la pregunta antes de que pueda salir de su despacho.
—Si te lo dijera, no te lo ibas a creer.
Leo en su cara la curiosidad con la misma claridad con que hubiera leído una palabra escrita en una pizarra. Lo dejo con la boca abierta y la siguiente pregunta estrellándose en sus dientes ligeramente amarillentos.
—Sal al aire libre. Necesitas que te dé el sol —digo.
Cuando vuelvo a la comisaría, tras detenerme a comer algo, Rafael Arnedo está esperando sentado en un banco. Paso a su lado sin prestarle atención. No tengo ganas de interrogarlo personalmente. No nos dirá nada nuevo, porque si Durán hubiera conseguido las pruebas, él las hubiera traído inmediatamente.
Está tan vacío e impotente como nosotros, pero mucho más destrozado.
A pesar de todo, quiero que Medel le dé una pequeña lección. No conviene que la gente de Baria vaya pagando por ahí para conseguir pruebas que la policía no ha sabido obtener. Nos dejarían en evidencia en un buen número de ocasiones. Es malo para el negocio.
Tampoco conviene que airee en qué trabajaba Ernesto Durán. No casaría con la versión oficial.
Medel me dice que ha hablado con la compañía de seguros. El anónimo lo entregaron a la empresa de detectives para la que trabajaba Durán. Lo han analizado y no han encontrado huellas ni restos de ADN. El sobre y la carta están limpios.
—Como los que recibimos nosotros —comento.
—Les he echado una buena por no poner esa prueba en conocimiento de la policía. Pero han dicho que temían hacer el ridículo. Dicen que, si quieres, pueden traerla mañana.
—Sí. No conviene que nuestros fracasos consten por ahí. Medel me mira fijamente.
—¿Has tirado la toalla?
—Esto no es un combate de boxeo. Sólo soy realista.
Lo mando a interrogar a Rafael Arnedo. Me tiro en el sillón de mi despacho, pongo los pies sobre la mesa y pulso el botón que me permitirá escuchar el interrogatorio.
—Ernesto Durán ha muerto —dice de sopetón Medel.
Si hubiera contado, podría haber llegado hasta cincuenta sin oír otra cosa que el sordo silencio que transmiten los aparatos electrónicos.
—No me diga que no sabe quién es —continúa Medel.
Por su tono, comprendo que él también da el caso por perdido y lo que hace ahora no es sino una rutina incómoda. Y pagar su frustración con el viejo.
—No me diga que no lo contrató ilegalmente para que trabajase para usted en la investigación por la muerte de su hija.
—Del asesinato —rectifica inmediatamente Rafael Arnedo.
—Cuénteme todo lo que yo no sepa —ordena Medel.
El viejo tarda lo suyo en comenzar. Finalmente, lanza un largo suspiro y, con la voz salivosa, chapoteando entre la indignación y la derrota, comenta que no le queda otra esperanza en la vida que descubrir al asesino de su hija. Que sabe quién es, dice súbitamente violento, pero quiere pruebas. Y sí, afirma, retándonos, ofrecería dinero al mismísimo Diablo si consiguiese pruebas que demostrasen que Enrique Salgado había matado a su hija.
Medel lo interrumpe. Por un momento, temo que se deje llevar y hable demasiado.
—Nadie sabe aún quién atropelló a su hija. Si quiere formular una denuncia, hágalo oficialmente.
El viejo resopla dos veces, como si pensara responder o no a una afrenta, y luego continúa. Dice que el detective lo había visitado. Se habían visto varias veces estos días atrás. Él le dijo todo lo que sabía.
—¿Le ofreció usted trescientos mil euros si conseguía encontrar a los responsables de la muerte de su hija? —le interrumpe Medel.
El viejo teme afirmar, pero tiene demasiado orgullo para negar.
—Eso es un delito, señor Arnedo.
Corto la comunicación. Me fumo un cigarrillo. Me siento cansado. Consigo no pensar en nada durante diez minutos. Es un ejercicio que tendré que practicar más a menudo. Entra Medel.
—Ya lo has oído. No respondo. No tengo nada que decir.
—El detective se llevó consigo las pruebas —lamenta Medel.
Me levanto. Miro por la ventana. Se hace de noche sin que me haya dado cuenta de que he vuelto a perder otro día de mi vida. Para nada. Odio que anochezca tan pronto.
—Tal vez no las tuvo nunca. Sabía cosas. Lo sabía todo, o casi todo. Pero no creo que tuviera pruebas. Las hubiéramos encontrado —le consuelo.
—A menos que alguien se las llevara —alega.
Me vuelvo hacia él. No sé si es un arranque de rabia o un desesperado intento que me haga olvidar mis errores.
—Esa chica miente, ya lo has visto —digo—. Pon a alguien tras ella. Que la vigilen. Ya que se nos pasó una vez, no perdemos nada por asegurarnos ahora.
Inma volvió a oír la grabación una vez más. La voz de Miguel Salinas sonaba como música celestial. Había llamado apenas una hora antes a Lucía. Le costó convencerla para verse en casa, pero bastó pulsar el play y oír la voz de Miguel Salinas para que Lucía callase y, después, otorgase.
Ahora eran las siete de la tarde y la esperaba.
Era curioso, no había estado nerviosa cuando se enfrentó al matón. Y sin embargo, ahora… Lucía podía hacerle una clase de daño… Irreparable.
Sonó el timbre del apartamento. Inma escondió la grabadora en su dormitorio, dispuso la tetera sobre la mesa y acudió a abrir. Lucía estaba frente a ella. Se hizo a un lado y la invitó a pasar. Sin decir palabra, Lucía la siguió hasta el pequeño salón.
—Siéntate, por favor —dijo Inma señalando el sofá.
Lucía se sentó en el mismo sitio donde unas horas antes había estado su marido. Inma se sentó frente a ella. Miró a Lucía, pero ésta dejaba vagar la vista con displicencia por el apartamento.
Inma se levantó y sirvió un poco de té en una taza. La acercó a Lucía. Sonrió. Volvió a sentarse, cruzó las manos.
—¿No te apetece un poco de té?
—Gracias —dijo Lucía, pero no hizo el menor gesto.
Ahora Lucía la miraba fijamente. Aquella belleza serena de su rostro intimidaba. Inma inició una risa inoportuna. La interrumpió. Un momento de debilidad y sintió que se derretía, que no sabía continuar. Para evitarlo, habló atropelladamente.
—He dicho a la policía que Enrique llegó a casa a las doce de la noche.
Lucía continuó callada, limitándose a mirarla.
—Llegó a las dos de la madrugada —aclaró Inma.
—¿También estás grabando esto?
El rostro de Inma se desdibujó en una mueca sarcástica.
—No. Sólo he grabado lo que necesitaba para demostrar la inocencia de Enrique.
Lucía buscó un cigarrillo en su bolso.
—¿Te dijo lo que había hecho hasta esa hora? —preguntó.
La voz de Lucía era ronca, silbante, como un susurro cerca del oído.
—No era necesario. Me pidió que dijese esto a la policía y así lo he hecho.
—Gracias —dijo cínicamente Lucía.
—No lo hago por ti —respondió Inma.
—Lo sé.
Inma bebió de su taza de té. La cogió con ambas manos. Apenas podía controlar su excitación.
—¿No bebes?
Lucía miró con desinterés la taza que tenía delante.
—¿Me traes un cenicero?
Inma se levantó bruscamente, torpemente, y salió. Volvió con un cenicero en la mano. Lo puso sobre la mesa y tomó asiento.
—Miguel Salinas ha muerto —dijo Inma.
—Estoy enterada.
—Supongo que estás contenta.
Lucía bebió de su té. Inma hizo lo mismo, pero no apartaba los ojos de ella.
—Miguel era como una mancha escondida en un vestido bonito —explicó Lucía.
Inma dejó la taza lentamente. En su semblante se había instalado una duda, una sombra, una amenaza de tristeza. Entendió las últimas palabras de Lucía con una clarividencia gélida que le explicaba muchas más cosas de las que hubiera querido.
—¿Tanto amas a Enrique?
—¿Acaso lo dudas?
Lucía mojó sus labios en el té.
—¿Quieres un poco más de té?
—No.
Inma se quedó mirando la tetera, las tazas, como si no encontrara algo que estaba buscando. Lucía la interrumpió.
—¿Cuánto quieres a cambio de esa cinta?
—¿Crees que es una cuestión de dinero? —replicó Inma.
—Temía que no lo fuera —comentó Lucía. Su boca esbozó una sonrisa triste, de quien confirma una mala noticia que espera.
—Has acertado. Quiero que dejes a Enrique. Lucía aplastó el cigarrillo en el cenicero.
—¿Qué te hace pensar que lo haré?
—Si no lo haces, diré a la policía todo lo que sé. Lo tengo grabado, ya lo sabes —Inma profirió su amenaza de carrerilla, como un niño mal aplicado que recita la lección.
Lucía sintió una oleada de furor que subía a su cabeza. Se sintió ligeramente ahogada. La piel de su rostro se encendía de sangre. Le molestaba sentir ese rubor, porque la hacía sentirse humillada.
—¿Crees que un hombre como Enrique se enamorará de ti? ¿Crees que porque ha estado aquí una noche, asustado, huyendo, te amará?
—Yo… Le habrá demostrado…
—¿Qué? Tú quieres ayudarle, pero no hará que te ame. ¿Sabes que me ha hecho el amor esta mañana? En cuanto llegó a casa. Anoche mató a un hombre. Y se siente bien. Libre. Y fuerte. Tú no tienes nada que ofrecerle, niña.
Las lágrimas estaban a punto de estallar en los ojos de Inma.
—Nunca te amará, convéncete —concluyó Lucía.
—Al menos, te alejaré de él —sollozó Inma. Su mirada brillaba húmeda—. Eres… ¡Una mala influencia!
Lucía recogió su bolso para irse.
—Si de verdad lo amas, ¿crees que si me entregas a la policía Enrique quedará libre? Puedo implicarlo fácilmente, ¿comprendes? Yo pude contratar a Miguel Salinas, pero ¿por qué no de acuerdo con él? Si me delatas a la policía lo arrastraré conmigo. No he llegado tan lejos para abandonar ahora. Ni para dejar que tú lo consueles.
—¡¡¡Eres un monstruo!!! —gritó Inma, que ya no podía controlar su llanto.
Lucía se levantó. Inma la siguió.
—¡Lo tuyo no es amor! —chilló Inma. Lucía sacó unos guantes de su bolso y se los puso.
—¿Y qué es el amor? ¿Eres una experta? —soltó Lucía.
Inma la abofeteó. Lucía se volvió y caminó hasta la salida. Dio un portazo al salir.
Inma se dejó caer en el sofá, llorando.
Hace días que no aporto por allí y tengo una comezón que debo aliviar.
José Luis está tras la barra, como casi siempre, ojeando Todo/noto o el Marca. Una mujer gruesa está ajetreada en la cocina que se atisba a través de un hueco de ventana.
José Luis se alegra de verme. Nos saludamos y le pido una cerveza.
Cuando la pone sobre la barra, chorreando espuma, aprovecha que no hay nadie:
—Parece ser que ese problema que teníamos se ha calmado.
—No hay nada como una buena terapia, José Luis.
Se le ensancha la cara con una sonrisa de oreja a oreja. Imagino cómo debió disfrutar con el Lucas y casi siento lástima por el tipo.
—Oye, José Luis. Hay algo que quiero saber.
José Luis se apoya en la barra y se inclina hacia mí como si fuésemos a confesar.
—¿Quién te dio el soplo de lo del Ladislao?
Recula como si le hubiera escupido en la cara y aprieta los labios gruesos. Se le ve la expresión contrariada. Es todo lo que necesito para confirmar lo que imaginaba.
La idea ha ido surgiendo poco a poco. He confirmado algunos puntos, pero quería asegurarme.
—¿Cómo voy a decirle eso, comisario? ¿Quiere que me quede sin chivatos? —pregunta, inocentón.
—No hace falta que me lo digas. Sólo aclárame dos cosas. ¿Qué edad tiene el Ladislao?
—Unos cincuenta, creo, más o menos.
—¿Y es de aquí de toda la vida?
—Sí. Nació en el barrio de San José Obrero. Ha vivío aquí siempre. Ése no hizo ni la mili. No ha salío del pueblo en su puta vida.
Le pido otra cerveza. José Luis abre el grifo y se relaja. Cuando vuelve con la segunda caña, ya tengo preparada la segunda estocada.
—¿Y López? ¿Qué edad tiene?
—Coño, comisario, preguntáselo a él.
José Luis da con el puño en el mostrador. Miro sus manos cortas y gruesas, mojadas de cerveza.
—Dame una ración de pescaíto —le pido. Se va a la cocina con mala cara.
Lo he comprobado en comisaría, comparando las fichas. Luego he llamado al colegio. He hablado con el profesor más viejo. Claro. El Ladislao y López habían estudiado juntos. Eran del mismo barrio. Uno era terrible y el otro un blandito. Por alguna razón, el Ladislao lo defendía. Y, qué curiosa es la vida, uno se hizo chorizo y el otro madero.
¿Y por qué no iban a ser amigos aún? Basta con verse de vez en cuando, discretamente. Y un favor cae de aquí y otro de allí. Los cariños de la infancia se agradecen eternamente. El Ladislao no se iba a entregar a la policía sin asegurarse de con quién hay que tratar. López le habrá hablado de mí. Y yo le voy a limpiar la era para cuando salga. Ahora comprendo cómo ha sido tan escurridizo el Ladislao durante dos largos años.
José Luis vuelve con un plato de pescaíto frito.
—Un buen plato, para que llene el estómago y vacíe la cabeza, comisario.
—Vaya con las sorpresas que nos da el amigo López —comento sonriendo.
La cara de pocos amigos que pone José Luis confirma que mis deducciones son ciertas.
—Deje eso y si tiene algo que aclarar con López, lo hace en comisaría.
Comienzo a comer sobre la barra. La cerveza se agota a cada trago como si el vaso no tuviera fondo.
—¿Sabes la historia de dos niños que vivían en el barrio de San José Obrero? —comento, casi divertido.
José Luis me corta de mal talante. Coge un trapo y se lo echa al hombro.
—Con la mierda a otra parte, comisario. Aquí se viene a comer.
Lucía subió las escaleras a toda velocidad. Cuando atravesó el salón, sin mirarlo, fue tirando cosas a su alrededor, el bolso, un zapato, la blusa. Su marido la llamó, alarmado, pero ella no respondió. Se perdió por los pasillos. Cuando por fin volvió, vestida con unos tejanos y una camiseta, se dirigió hasta la chimenea.
—¿Por qué no la has encendido? —preguntó enojada.
—Puedo hacerlo si quieres. ¿Dónde estabas?
Lucía cogió un cigarrillo. Estuvo en silencio mientras Salgado prendía la lumbre. Su respiración se fue calmando al mismo tiempo que su mirada se escondía en el fuego.
Salgado se levantó y se acercó a ella.
—¿Qué te ocurre?
—Inma…
—Tenía que ir allí. Ya te lo he explicado. No tenía otra salida. Tú no podías ofrecerme una coartada. Además, ha devuelto el dinero. Esta tarde lo he comprobado. Está en la caja…
—No me importa el dinero. Puedes quemarlo si quieres. Estamos en sus manos.
Lucía se apartó de él con un gesto.
—No me fío de ella —dijo.
—Miguel Salinas está muerto. Le ofreceré una buena cantidad de dinero. Inma… Le ofreceré una parte de la empresa. Debemos tener más tiempo para nosotros. No resistirá la oferta, ya verás.
—No. No lo hace por dinero.
Salgado calló. Asumía que Inma lo amaba. No se había parado a pensar cuánto hasta ahora.
—Sólo es un capricho. Es muy joven. Seguro que ella… —dijo conciliador.
—¿Es que no puedes comprenderlo? —tronó Lucía—. Ella… Ella no puede amarte así.
Estaba furiosa. Era como mirarse en un espejo. Su amor había sido tan exaltado y frenético que la había llevado al crimen. El amor de Inma, esa muchacha insulsa, la había llevado a arriesgarse hasta límites… ¿De qué sería capaz?
—Entonces no debe preocuparte que lo sepa. No hará nada… —concilio él.
—Me ha exigido que te deje —expuso Lucía, súbitamente calmada. Tiró el cigarrillo a la chimenea y se volvió para mirarlo. Ella tenía una sonrisa triste en la boca.
—Dice que si no lo hago, entregará una cinta que grabó a Miguel en la que lo cuenta todo.
—¡Dios! No puede ser. Ahora que acababa todo. No puedo volver a empezar —Salgado se dejó caer en el sofá cansado, llevándose las manos a la cabeza.
—¿Quieres que te deje? —preguntó Lucía.
La pregunta sorprendió tanto a Salgado que la dejó suspendida en el aire un largo rato.
El rostro de Lucía se descompuso en llanto.
—Dime que no —sollozó.
Salgado se levantó y la abrazó con fuerza. Estuvieron así, en silencio, junto a la chimenea, como un baile de estatuas.
—Todo ha merecido la pena —dijo Lucía al fin—. Volvería a pasar por cada momento de este infierno.
—Hay que hacer algo, Lucía. Iré a hablar con ella. Le pediré la cinta ahora mismo.
Lucía lo abrazó con más fuerza ahora que él iba a desasirse.
—No. No será necesario —dijo. Salgado se quedó con la boca abierta.
—La he amenazado con arrastrarte conmigo. No lo haría jamás, amor mío. Pero ella lo ha creído.
—Pero no podremos estar seguros —objetó él.
—Así nunca sabremos dónde ni cuándo nos espera el final —dijo ella con una sonrisa húmeda de lágrimas—. Viviremos cada momento como si fuera el último.
De fracaso en fracaso y tiro porque me toca. Mi última acción del día, desesperada y miserable.
Lo primero que encuentro es a mis hombres deshechos de aburrimiento y cansancio. Rafael se ha unido a Leandro y a Damián.
—El que no tenía que descansar era el Ciaucescu, no vosotros —les regaño.
—Tiene un aguante de la hostia —se queja Leandro.
Damián se ha sentado en un rincón y parece un autista en plena crisis de ausencia.
—Pero ha llegado a su límite, comisario —dice Rafael, señalando con el dedo corto y gordo la pecera.
El rumano está sentado en un rincón de la celda, con la cabeza entre las manos. Se golpea la cabeza contra la pared, lentamente, y luego la cara con unos puños blandos, sin fuerzas. Sus labios se mueven torpemente. Están más resecos que las ramblas de la comarca, agrietados como terrenos recién arados.
Aprieto el botón de audio, pero sólo oigo gemidos.
El olor de un hombre encerrado es indescriptible. Los ojos del rumano se arrugan tanto que creo que los ha cerrado. Pero se levanta con una agilidad desalentadora en cuanto me ve y se sienta ante la mesa de interrogatorios.
Arrojo papel y lápiz sobre la mesa, entre ambos.
Ciaucescu mira los útiles y luego a mí. No está tan cansado como mis hombres. Ellos han dormido sus turnos y no sirven ni para esconderse. Este hombre lleva encerrado treinta y seis horas y podría aguantar noventa más. Por ahí no vamos a ninguna parte.
—Ocho años —le digo.
—No mío —repite.
—Da igual, ¿no lo entiendes? Si yo escribo en mi informe que es tuyo, que lo hemos encontrado en tu casa o en tu coche, el juez me cree. Y son ocho años, Ciaucescu.
—No soy Ciaucescu.
—Ni yo Franco.
—Pareces como él. Policía española, mafia —insulta.
—Puede. Pero el juez me cree a mí, y el marrón, ocho años —hago el gesto con ocho dedos otra vez— es para ti. Cárcel, ocho años, tú —y lo señalo directo con el índice al pecho.
Resopla, gime, se da puñetazos en la cara, como lo he visto antes desde afuera. Sabe que mi amenaza es cierta.
—Hay una manera de evitarlo, Ciaucescu.
Me mira con un interés que no puede disimular, aunque continúa dándose golpes de pecho.
—Si apuntas en ese papel quiénes son los que entraron en la casa… Verás. Haremos lo siguiente: apuntas quiénes son y dónde puedo encontrarlos. Yo te dejo ir libre. Por la mañana, estarás en la obra. Dirás a todo el mundo que has estado enfermo. Y tu jefe también lo dirá. Si quieres, te hago papeles del hospital. Una borrachera de dos días y dos días en una cama de hospital. Tus amigos se lo creerán.
El Ciaucescu me mira con la boca ligeramente abierta, como debió escuchar a su abuelo cuando era niño y le contaba cuentos.
—Y te prometo que no detendré a tus amigos, ni haré uso de esa información, hasta dentro de tres días. No te relacionarán con su detención. Ni siquiera sabrán que has estado detenido.
Por la expresión de su cara, sé que le interesa, pero también que tiene miedo. Así que le abro una puerta.
—Está bien. Lo dejaré por lo menos una semana.
Se queda mirando sus manos, que ahora están escondidas bajo la mesa, en su regazo.
—Piénsalo, Ciaucescu —digo antes de salir y dejarlo solo, cocinando sus pensamientos.
Constato mi fracaso en la investigación del crimen de Ana Arnedo, que sí me he tomado en serio aunque lo haya disimulado. Constato los errores cometidos que han desembocado en la muerte de dos personas, muertes que pude evitar de haber sido mejor policía. Constato que no soy capaz de sacarle a un desgraciado el nombre de sus compinches. Me siento como si me estuviera arrastrando.
Deseo largarme cuanto antes, pero cuando voy a salir de comisaría me llama la atención el agente Campos.
—Comisario, ha venido un chico a poner una denuncia contra Mike, el dueño del Baria City.
—¿Cómo?
—Pues que como son amigos…
Nunca lo he pensado así. Compartimos momentos, soledades. Pero ahora que lo dice Campos, seguramente es lo más parecido a un amigo que tengo en Baria.
—Creí que querría saberlo —continúa Campos.
—¿Qué ha pasado?
—Le ha dado una bofetada a un chaval.
Campos se gira ligeramente, para indicarme a un par de chavales que están sentados ante una mesa para interponer una denuncia.
—¿Por qué?
—El chaval se ha empeñado en poner un disco de Bisbal en su local. ¡Joder! No sé qué decir.
—¿Me oye, comisario?
Camino hacia los chavales. Me miran llegar con la esperanza grabada en el rostro juvenil, barbilampiño el de uno de ellos, una barba hirsuta el otro.
—¿Habéis querido poner un disco de Bisbal en el Baria City?
—Sí —dice el de la barbita.
—Sólo un par de canciones —circunscribe el otro.
—Debía haberos pegado un tiro.
Sus rostros jóvenes esculpen la expresión del susto con la agudeza de un artista. Creían haber encontrado comprensión y la cosa deriva por unos derroteros imprevistos.
—¡Comisario! —suelta Campos.
Los chavales se miran, miran a Campos, me miran a mí. Sus ojos dan tantas vueltas que casi me marean.
—¿No sabéis que el Baria City Blues es un Templo?
—¡Humm!
—Si en ese momento estoy yo allí, os pego un tiro, no me conformo con una bofetada.
—Esto es increíble —dice el barbilampiño al otro.
—A ver, los bolsillos —les ordeno.
Ahora sí que se miran. Pero ya no están extrañados. Están acojonados.
—Campos, coge las llaves del coche y traete los perros, que van a oler un poco.
—Pero… —comienza a decir el de la barbita—. Pero…
—¿No queréis Justicia? Pues vamos a hacerla para todos. Los bolsillos. Si estáis limpios, le ponemos la denuncia al tío ése y lo llevamos a juicio. Y si no estáis limpios o el coche huele a María, os empapelo ahora mismo, os tengo detenidos hasta mañana y luego hablamos con el juez. Y, por supuesto, después le ponemos la denuncia al tío de la bofetada.
Se quedan mudos. Sus caritas gritan que lamentan haberle dado tanta importancia. Desvían la mirada al suelo, luego se miran entre sí, agitan sus pies como si el suelo quemara. Por fin les doy una salida.
—Campos, encárgate de registrarlos. Y del coche. Y luego, por supuesto, de su denuncia contra el señor del Baria City.
Me doy media vuelta y salgo. Ya se encargará Campos de que se vayan sin ganas de volver.
Me siento en el coche y me río un buen rato a gusto. Los músculos de mi rostro no vuelven a su circunspección habitual, mal encarado y con mala leche. Me duelen de tanto reír. Se ve que no estoy acostumbrado. Se lo tengo que agradecer a Mike.
Salgo de Baria y conduzco como un ancianito con cataratas por la carretera que lleva hasta Garrucha y luego hasta mi casa. Abro la ventanilla del coche. La brisa fría y húmeda estremece mi cuerpo, pero siento que lava algo.
Cuando entro en casa estalla el silencio. Me hace tanto daño que siento ganas de llorar. Afortunadamente, mis lágrimas se han agotado hace mucho, en el Norte. Me siento en el salón, minúsculo en comparación con el de Enrique Salgado. Pero yo también veo el mar. Y oigo el oleaje todas las noches. Y lo huelo. Él nunca podrá acercar su mansión tan cerca del mar.
Me desnudo y me meto en la cama, junto a mi fantasma.
Sólo cuando pasan unos minutos puedo oír su respiración. Es tan silenciosa que a veces temo que haya muerto. Algunas veces pongo la mano en su espalda para comprobar si aún entra aire en su cuerpo. Pero ella se aleja, imaginando que busco algo que ya di por perdido.
Por eso me sorprende tanto cuando se da media vuelta y me abraza. Posa su cabeza sobre mi hombro. Sólo estamos abrazados, pero su olor me hace olvidar el olor del mar.