Tres agentes de uniforme vigilan a dos rumanos en el pasillo del sótano. Les ordeno que introduzcan a cada uno en una sala y los dejen solos un rato.
Me informan que son ilegales, que los han descubierto al llegar a la obra, a las ocho de la mañana. Uno de ellos fue contratado hace sólo tres días. El otro lleva dos semanas trabajando en la estructura que hay frente a la casa asaltada la madrugada del domingo.
Le digo a López que busque al Fliper.
El Fliper es un camello de medio pelo que se mete mucho más de lo que vende. No pasa de los treinta, pero tiene aspecto de más de cincuenta. Es pequeño y mezquino, y un tipo inofensivo que jamás ha hecho más daño a alguien que a sí mismo. Lo asustamos un poco de vez en cuando para que no nos pierda el respeto. A veces le pedimos prestado su material. Es hijo de un conocido de López y éste parece más su padre que un policía.
Dejo cocer un poco a los rumanos y en menos de una hora vuelve López con algo de caballo y un buen paquete de chinas.
—Dice el Fliper que son de Huelva —comenta López.
—Ya veremos.
Dejo de lado al rumano que lleva tres días en la obra.
Entro en la sala de interrogatorios y tiro toda la farmacia sobre la mesa. Lo mira sin comprender. Yo me apoyo indolentemente en la pared, a un lado, para que sólo pueda verme con el rabillo del ojo. Enciendo un cigarrillo y estoy cinco minutos sin abrir la boca.
—Eso no mío —dice al fin el rumano.
Como no respondo, vuelve la cabeza y busca mis ojos. Descubre a un guripa que lo mira con expresión divertida. Hace un gesto de rechazo con la mano y repite.
—No mío.
—Me han dicho que hablas español.
—Poco. Casi nada —alega.
—Un poco mucho —respondo—. Llevas más de un año en España. Y en esta empresa llevas cuatro meses. Tus colegas del andamio dicen que hablas de puta madre.
Asiente con la cabeza.
—¿Crees que si le digo a un juez que esto es tuyo me creerá a mí? ¿O te creerá a ti cuando lo niegues?
—No mío —insiste con una expresión tan inocente que casi siento lástima.
Tiro la colilla y me acerco hasta él. Le tiendo el paquete y le enciendo un cigarrillo. Me siento frente a él. Estudio su cara. No es estúpido. Es delgado, fuerte. Lleva el pelo al uno. Huele a sudor y a exmilitar.
—¿Ejército rumano?
Me mira con desconfianza.
—No. Algañil. Yo algañil.
—Algañil en España. En Rumanía, militar.
Tiene los ojos de un gris galvanizado, como si el iris fuera la rosca de un tornillo. Su cara es afilada y sobresalen demasiado los huesos de la calavera. No tengo nada mejor, así que intento exprimirlo, a ver si hay suerte.
—Te lo voy a decir simple, para que me entiendas. Sé que has sido tú quien ha vigilado la casa que hay frente a la obra donde trabajas. Tus amigos la han asaltado el domingo por la noche. ¡Con una familia dentro! —le grito.
Él se echa hacia atrás y pregunta inocentemente.
—¿Qué casa?
—No me hagas perder el tiempo. Enciendo un cigarrillo.
—Así que si no me dices quién ha sido ahora mismo, escribiremos que hemos encontrado en tu casa todo esto —señalo con gesto amplio de la mano toda la farmacia extendida sobre la mesa.
—No mío —responde con expresión de susto. Ha comprendido perfectamente.
Me levanto de la silla y recojo la droga.
—Ocho años de talego, Ciaucescu —exagero.
Me mira a la altura del pecho, sin elevar los ojos hasta los míos.
—Haz todo lo necesario para endilgarle esta mierda. Que la hemos incautado en su coche, si lo tiene. Y si no, en su casa, o donde viva. Y que se entere de que esto va en serio —le digo a López cuando salgo y le entrego la droga.
Me sorprende reconocer que aún tengo escrúpulos. Sobrevivo con migajas de amor de mi fantasma y con carne de pago cuando el rencor se hace intolerable. Aunque el destino me ha servido en bandeja a Elena, he resistido. Su última acción de gracias, cuando anoche la dejé junto a su casa, fue mucho más larga de lo razonable y mucho más corta de lo deseable. Tal vez otro día…
Mientras tanto, mato la espera con un pago sin compromiso. Es peligroso enamorarse.
Rememoro aún el calor de su despedida cuando suena el teléfono. Dejo que suene, giro el sillón y miro por la ventana la desangelada mañana de diciembre. Nubes bajas de vientre gris para un simulacro de invierno en el Sur. Continúo soñando y por fin acepto que alguien destruya la piel tersa de la soledad. Cuando descuelgo, es el Comisario Jefe de Alicante, que me felicita por la detención del tal Pacheco.
—No hay nada que agradecer —respondo—. Se llevó por delante un compañero. ¿No se ha resistido a la detención?
—Por desgracia no —dice con amargura.
Todo son efusiones.
—No puedo revelar la fuente —comento—. De todas formas, sólo fue un golpe de suerte.
Siempre me ha gustado la falsa modestia bien llevada.
Nos deseamos todos los parabienes del mundo y colgamos. Se han enterado en Madrid, es lo último que me dice.
Pues mejor que mejor.
Me descubro a solas de nuevo y disfruto un rato, fumando y mirando por la ventana, hasta que irrumpe Medel. Continúa obsesionado por la confesión de Enrique Salgado. Cree que ha resuelto el caso y no quiere dejarlo escapar.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta.
—Esperar.
—¿Sólo eso?
—No tenemos nada.
Me mira como si no pudiera creer que de mi boca brote tanta estupidez.
—¿Cómo puedes decir eso? Confesó ante mí —afirma rotundo.
Le pido que se siente y lo tome con calma. Entonces le explico:
—Tu declaración no servirá de nada. Nadie lo creerá si él lo niega. Y lo hará, seguro. Has confundido la debilidad de un momento con una confesión. Y luego todo el mundo pensará que nos lo hemos inventado porque no tenemos pruebas. Quiero que comprendas algo: ni siquiera tenemos caso.
Ahogo sus protestas con un gesto y cuento con los dedos.
—No tenemos pruebas de que se tratara de un atropello intencionado, comenzando por ahí. No tenemos pruebas de qué coche atropello a esa mujer. Y no tenemos pruebas de quién o quiénes fueron los autores, directos e indirectos, del atropello.
Medel frunce los labios. Los aprieta tanto que van a reventar.
—Ahora bien —comienzo para su alivio—. Estoy convencido de que se trató de un crimen. Y también de que algo está ocurriendo, subterráneamente, silenciosamente… Se están moviendo, como ratas. Tal vez el detective haya sido el detonante, la piedra que te dije. Además, ¿por qué, si no, Enrique Salgado iba a mostrarse asustado y confesarnos el crimen, aunque culpe a otros? Están nerviosos, quienes quiera que sean.
—Fue él. Lo que dijo es mentira. Quería el dinero de su mujer y la mató —afirma Medel—. Es tan viejo como el mundo —se lamenta.
—A pesar de todo… Da qué pensar, ¿no te parece?
—¿El qué? —pregunta.
—Que culpara a su esposa.
—La mentira de un cobarde. Está acojonado y el tío no tiene huevos. Descarga culpas. Nadie puede creer que él no lo supiera, que su mujer lo hiciera a sus espaldas. No es un crimen de mujer.
—Estás anticuado. Ahora todos los crímenes son crímenes de mujer —puntualizo.
—¡Y una mierda! Está acojonado y quiere cargarle el marrón a otro.
—Seguramente tienes razón —digo encendiendo un cigarrillo—. Pero no queda otra cosa que esperar. Vamos a ver por dónde escapan las ratas del barco.
Salgado estaba en su despacho a primera hora, nervioso como un preso en un pasillo. No había dormido. Dio mil vueltas pensando que podía haberlo perdido todo por un instante de debilidad. Se arrepintió nada más pronunciar las palabras. En ese momento supo, de forma irrevocable, que el policía no le creía. Sintió un pánico atroz. Eso quería decir que nunca podría liberarse del peso del crimen. Hasta ver la expresión de escepticismo del policía no había comprendido que nadie creería jamás que él es inocente.
No lo había seguido a partir de ese momento. Pero toda la noche temió que la policía irrumpiera en casa y lo detuviera. No acababa de comprender por qué no…
Estuvo un buen rato ante los muros de su propiedad, lejos de las cámaras de seguridad, las luces del Lexus apagadas, en total oscuridad, en total soledad.
Recordó las palabras de Lucía:
—No olvides que siempre puedo decir que tú lo sabías. Que lo planeamos juntos para quedarnos con todo lo suyo.
Pensó que no había sido capaz de calibrar el peso exacto de tales palabras. Y supo, además, que no necesitaba Lucía decir ni una de ellas para que nadie creyera en su inocencia.
Entró en la casa como un condenado. Avergonzado, callando el dolor que soportaba y el oprobio de su debilidad. Si Lucía supiera…
Pero ella se encontraba mejor y sólo deseaba que llegara el momento de pagar. Todo pasaría como una mala pesadilla, dijo cien veces.
Se abrazó a él en el sofá y se quedó dormida al rato. Salgado pensó en tomar un somnífero de los que ella había ingerido, pero el miedo a la visita de la policía, el temor de que se supiera su traición y el pavor de saber que nunca volvería ser un hombre inocente lo mantuvieron vigilante de una soledad cerrada y amarga.
No le dijo nada acerca del detective. Cuando ella hablaba todo parecía tan sencillo… Bastaba con pagar. Y él tenía el dinero. Todo el dinero del mundo. Le aterraba, además, involucrarse en otro crimen. Y le aterraba también la amenaza del detective.
Decidió que iría cuanto antes a Almería por el dinero y luego, con cualquier excusa y con la ayuda de Inma, se aseguraría de que no hubiera nadie en las oficinas en horario de tarde y desconectarían todos los sistemas de seguridad. Haría el pago en su terreno, en sus propias oficinas, donde siempre pudiera justificar su dinero en tanto éste no pasara de manos.
Cogió las llaves de seguridad de las cajas y bajó al garaje para coger el coche. En menos de una hora tendría el dinero.
—Su hija utilizaba el piso de la ciudad para verse con su amante. Los ojos de Rafael sangraban de indignación.
—¡Ese cabrón me la convirtió en puta! Durán se divirtió hurgando en la herida.
—Desde luego, no la trataba debidamente. La engañaba constantemente. Además, el propio agente de seguros se mostró sorprendido del interés con que Enrique Salgado contrató la póliza de vida para su hija.
Los ojos de Rafael se clavaron en Durán con tanta fiereza como le permitía su furor de anciano y con tanto odio como permitían acumular sus muchos años.
El detective sabía que esto era mentira. El propio agente de seguros le había dicho que fue él quien llamó a Enrique Salgado para ofrecerle un seguro de vida que evidentemente no necesitaban. Enrique Salgado había aceptado de compromiso. Así se lo había hecho saber tanto a la compañía como al propio Durán dos días antes, cuando éste se presentó en su oficina. No había mediado, desde luego, ni siquiera una insinuación por parte de Salgado para que él le ofreciera aquel seguro que luego había resultado providencial dada la desgracia del atropello de Ana, había aclarado el agente.
Pero Ernesto Durán sabía lo que le convenía. Jugando a dos bandas aseguraba un mínimo de ingresos. Para ello, debía enfurecer a Rafael Arnedo. La medida de su odio elevaría el precio.
Rafael miraba a su alrededor, receloso de los muebles y de los objetos. Parpadeó lentamente mientras posaba los ojos en el maldito piso donde su hija se humilló por culpa de Enrique Salgado.
El detective se había sentado en el sofá del pequeño salón, donde Pablo Ayuso le había contado todo lo que sabía de Ana Arnedo durante los últimos meses de su vida. Era el momento apropiado para exprimir al viejo.
—Señor Arnedo. Le voy ser completamente sincero. Sabemos que su hija fue asesinada. Pero no tenemos pruebas que demuestren que fue un crimen y no un accidente.
Rafael volvió de algún sitio muy lejano. Intentó protestar, pero Durán lo detuvo con un gesto.
—Sé quién conducía el coche. El hombre del desguace. Mientras, Enrique Salgado buscaba una coartada hablando por teléfono desde su propia casa. Pero tampoco tengo pruebas para detener e incriminar al hombre del desguace.
—¿Qué me está diciendo? —chilló Rafael, atragantándose en su propia bilis—. ¿Qué tengo que ver cómo los asesinos de mi hija se libran?
—No veo la manera, señor Arnedo.
Durán abrió los brazos en señal de impotencia. Rafael lo traspasó con la mirada, como si el mismo Ernesto Durán fuera culpable del crimen.
—Teníamos un trato —dijo Rafael.
—Pero el trato era encontrar a los asesinos. Y lo he hecho. No que fabricaría pruebas donde no las hay para meterlos en la cárcel.
Durán lanzó el anzuelo. Y por si Rafael aún no había mordido, añadió:
—Eso sería ilegal. Me estaría jugando mi carrera. Rafael se mordió los labios.
Tras un incómodo silencio, Durán miró a su alrededor. Rafael se tensó como un junco viejo, a punto de partirse.
—A no ser…
—¿A no ser qué? —exigió Rafael.
—Que esas pruebas, que no existen, se fabriquen.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, la policía lo hace a veces. Cuando sabe que alguien es culpable y no puede demostrarlo. En fin… Es una idea.
—Déjese de mierdas y lance la idea. Me está mareando para pedirme más dinero, ¿se cree que no he hecho nunca un negocio?
El detective sonrió levemente.
—Está bien. Puedo conseguir las pruebas. Ilegalmente.
—¿Cuánto?
—Trescientos mil.
Rafael se puso rojo como un tomate.
—Ya no tengo la empresa. Ese hijo de puta se ha quedado con ella. No puedo pagar tanto. Sería… mi ruina.
Rafael babeaba. Estaba cerca de una apoplejía. Parecía incapaz de controlarse. Durán prosiguió rápidamente, antes de que le diera algo y todo se fuera al carajo.
—Puede darme los cien mil acordados en cuanto consiga las pruebas. El resto me lo dará más adelante, cuando consiga de nuevo la empresa, porque es eso lo que persigue, ¿verdad?
Rafael lo miró perplejo. Durán se levantó y alargó su mano.
—¿Tenemos un nuevo trato?
Rafael tardó unos segundos, pero alargó la mano. Con asco, pero lo hizo.
Aparco ante el Centro Comercial Mojácar. La párvula de Antigüedades Hera me atiende con una sonrisa impresa en un maquillaje casi teatral. Me dice que doña Lucía no está. Le pido su teléfono pero se niega a dármelo. Quiero ser amable con ella, no hacer el numerito de la muñeca mostrando la placa. Pero la chica no cede, de modo que le digo que cierre la tienda, que se viene detenida a comisaría.
La expresión de esos ojos tan jóvenes no puede ser más dolorida. Temo ser demasiado cruel. Pero finalmente admite que la señora está constipada y que hoy no ha venido a trabajar, que está en casa.
Decido ir hasta allí mientras Medel me explica por el móvil que Miguel Salinas está de nuevo controlado, que está en el desguace. Por su parte, Enrique Salgado salió de la ciudad hace dos horas y aún no ha vuelto a su oficina.
Ella misma responde tras el ojo muerto de una cámara cuando llamo a la verja de la entrada. Dice que me esperará abajo, pues está sola en casa.
Detengo el coche con ruido de grava cara. La mujer que me espera ha perdido el aire sofisticado de nuestro primer encuentro, pero ha ganado en naturalidad y viveza. Si antes era una talla de marfil para admirar ahora es una mujer casi voluptuosa que apenas se cubre con un pantalón pirata blanco y una camisa celeste de hombre demasiado grande.
Tiene los brazos cruzados para defenderse del frío. La melena se mece al viento, como la camisa que se ciñe al cuerpo.
Me invita a entrar en la casa y me conduce a la misma sala donde interrogué a su marido.
Observo que tiene los labios ligeramente hinchados y cierta rigidez en sus movimientos.
—¿Le ha ocurrido algo?
—Nada. Un pequeño accidente doméstico. En el jardín.
—¿La ha visto un médico?
—En aquel momento. Ahora es innecesario. Bastará un poco de reposo.
Me mira con una fijeza incómoda.
—¿En qué puedo ayudarle? —pregunta Lucía Ugarte, tomando asiento e invitándome a su lado—. ¿Le apetece tomar algo?
—No, gracias.
Hay algo sutil en el aire que me comprime. Tal vez sea cierta sensación de inconsciente inferioridad ante la belleza rubia y fría de la mujer, pero siento que pierdo agilidad mental y que mis gestos y mis palabras se ralentizan y brotan estereotipados como si las pronunciara un aprendiz recitando su lección.
—Como sabe, hay puntos oscuros en todo lo que rodea la muerte de Ana Arnedo.
—Yo no sé nada de puntos oscuros —puntualiza ella—. Sólo que no se ha encontrado al conductor que la atropelló. No es la primera vez.
—Efectivamente. Ocurre a veces —admito—. Pero, en este caso, de hecho, estamos convencidos de que se trató de un asesinato.
Ni siquiera parpadea. Quise verla. Interpretar su reacción. Nada. Sólo una leve sonrisa tan indescifrable como un jeroglífico.
—Hemos acumulado suficientes indicios para confirmarlo. Y estamos en disposición de aventurar hipótesis que muy pronto se verán probadas.
Sólo consigo que se acentúe su sonrisa.
Me molesta tanto su displicencia que decido utilizar el golpe bajo al que aún no quería recurrir.
—Anoche, su marido habló con nosotros.
Intuyo ahora una ligera sombra en su mirar franco y azul. Se agita levemente en su asiento, un movimiento subterráneo.
—Dijo que la muerte de Ana Arnedo fue inspirada por usted y que el autor fue Miguel Salinas.
Mantiene la sonrisa. Pero ahora los bellos músculos de su cara se mantienen forzados, como un elástico a punto de partirse.
—No le creo —dice finalmente.
—Puede creerlo. Yo no miento. Se lo dijo al Inspector Medel. Usted lo conoce.
Lucía Ugarte gana algo de tiempo suspirando profundamente. Se humedece levemente los labios rojos con una lengua rosada y hermosa. Cuando vuelve a mirarme, ya no soy capaz de ver otra cosa que sus ojos de un bello azul mediterráneo. Están tan serenos como aguas tranquilas.
—Estoy segura de que fue una broma. Mi marido es así.
Nos quedamos mirándonos, sonriendo ambos. Ambos sabiendo por qué nos miramos y ambos sabiendo por qué sonreímos.
—Les ha tomado el pelo —ratifica, pero al decirlo su mirada se esconde un segundo. El tiempo necesario para observar cansancio o desprecio. Me pregunto si lo siente por mí y, en el ámbito del silencio que ella dejar madurar con paciencia, entiendo que no, que le he hecho daño.
He introducido una cuña en la madera.
—Debería decirle a su marido que tenga cuidado con las bromas. A veces, se parecen demasiado a la realidad.
Me levanto y me despido. Le digo que no se moleste en acompañarme hasta la puerta.
A mediodía, Salgado ya estaba de nuevo en su oficina. Había intentado descubrir si alguien le había seguido hasta Almería y en el trayecto de vuelta, pero no observó nada raro ni hubiera sido posible a la velocidad a la que circuló.
Dejó el maletín con el dinero recogido de las cajas de seguridad de los bancos en el sótano, dentro de la caja fuerte. Después, se encerró en su despacho, ordenó a Alicia que no le pasara llamadas y que ordenara a Pablo acudir inmediatamente.
Mientras tanto, llamó a Lucía.
—He vuelto. He recogido todo lo que necesitaba —dijo.
—Bien —aprobó ella.
—¿Cómo estás? —preguntó él.
—Estaba mucho mejor. Hasta hace un rato.
—¿Qué ha pasado?
—He tenido visita. El comisario.
Salgado calló. No se atrevía a preguntar. La línea se colmó de un silencio elocuente. Ella le ayudó.
—Está bien. Luego hablaremos.
—Puedes llamarlo —dijo él con voz rota—. Quiero acabar cuanto antes —Salgado quería transmitirle su angustia. La que le había llevado a un instante de debilidad. A la traición.
—Ya lo he intentado. No ha respondido.
—¿Qué quieres decir?
—Que él se pondrá en contacto con nosotros.
Lucía cortó. Salgado se quedó con el auricular en la mano. Lo colgó. Entonces llamaron a la puerta.
—¿Puedo entrar? —preguntaba Pablo, la puerta entreabierta.
Se mostraba reticente, como un traidor que sale a la luz, pensó Salgado. Y se vio a sí mismo en la postura mezquina, miserable. Él, otro traidor.
—Pasa. Siéntate.
Pablo se sentó frente a él. Salgado lo miraba a los ojos, pero su mirada se perdía más allá. Estaba pensando en sí mismo, viéndose en aquél que lo había engañado. Intuyendo cómo lo vería Lucía a él ahora.
—¿Estoy despedido?
Salgado volvió a la realidad y miró los ojos que lo interrogaban.
—Sí.
—Miriam me ha dicho que lo sabes.
—¿Cómo pudiste…?
Salgado dejó a medias la pregunta. Porque, en realidad, no se la estaba haciendo a él. Sino a Ana. Pero nadie iba a responder.
—No pasó nada —respondió, no obstante, Pablo—. En realidad, lo intenté, pero ella no quiso.
—Pero, Miriam ha dicho…
—Por fastidiarte.
Salgado abrió un cajón y buscó un paquete de cigarrillos. Encendió uno sin ofrecerle.
—Entonces, ¿no vas a comprar los terrenos de la Venta Capilla? —preguntó Pablo.
—A ti ya te da igual —respondió Salgado.
Pablo lamentó que se le escapara la opción de atrapar a Salgado. Se levantaba de su sillón cuando entró Inma en el despacho.
—Hola —dijo—. ¿Puedo saber de qué habláis? Traía unos expedientes en las manos.
—Nada importante —repuso Salgado—. Pablo ya se iba.
Inma y Pablo se cruzaron, pero éste no devolvió la mirada. Ella interrogó con su expresión a Salgado, quien miró hacia otro lado. Sin embargo, en ese momento, la puerta se abrió bruscamente. Salgado sintió que su cara se quedaba rígida de estupor, como si la hubieran recubierto de cemento.
Desde la puerta, Alicia se disculpaba:
—Lo siento, don Enrique. No he podido…
A su lado, Miguel Salinas los miraba a todos desde la oscuridad de sus gafas de sol, una mueca burlona en la boca.
—¿Podéis salir, por favor? —pidió Salgado.
Pablo, tras un instante de vacilación, se quedó mirando fijamente al hombre que acababa de irrumpir en el despacho. Éste le devolvió una mirada oscura y Pablo salió. Inma, en cambio, se acercó a Salgado y se inclinó hacia él.
—¿Quieres que llame a la policía? —preguntó en voz baja.
—No.
Salgado se levantó y se quedó mirando al hombre del desguace. Inma dejó los expedientes que llevaba en la mano, acercó el teléfono al centro de la mesa y salió.
Miguel Salinas se acercó a Salgado y, mientras se levantaba las gafas hasta apoyarlas en la frente, dijo:
—He dicho a la policía que me pagaste por desguazar el coche rápidamente.
Salgado se sentó. Salinas sacó un paquete de Camel de su chupa de cuero y lo encendió. Dejó vagar su mirada por el despacho.
—Así que esto es… Joder, cómo vives.
—No has debido venir aquí.
—¿Es que no puedo comprar una casa? Esto es una inmobiliaria, ¿no?
—No. Es una promotora.
—Lo mismo da.
Salinas expulsó una larga bocanada de humo.
—¿Qué quieres?
—Sabes lo que quiero. Quería asegurarme de que te lo había dicho muy claro. Como te protege tanto…
La insinuación le dolió. Era un desprecio y el otro no lo ocultaba. Enrique Salgado se esconde detrás de su mujer. O de un policía, como anoche.
—No has debido venir aquí —repitió.
—Quería estar seguro de que recibes el mensaje. Dinero —Salinas rozó las yemas de sus dedos—. Mucho dinero.
Salinas jugaba con las gafas de sol y con el cigarrillo. Añadió:
—Es lo único que puede salvarte de la cárcel. Y a la puta de tu mujer.
—¡No hables así de ella! —protestó Salgado.
—¿Por qué no? Si la conozco muy bien.
Salgado sintió que le subía la sangre a la cara. Un sudor helado le ruborizaba y, al tiempo, le enfurecía como jamás lo había estado. Una corriente nerviosa le quemaba la columna vertebral.
—Has abusado y has pegado a mi mujer —dijo con la voz contundente y fría.
—No lo sientas. Es una bruja.
—Y has asesinado a una mujer inocente —soltó entre dientes.
—Ya veo lo triste que estás. Mira lo que has conseguido gracias a mí —respondió cínicamente.
—¡Hijo de puta!
—Sí. —Salinas se inclinó hacia él violentamente. Salgado se echó hacia atrás como si hubiera intentado golpearlo—. Pero tú no eres mejor que yo. ¿Por qué no devuelves todo esto? Sabes cómo lo has conseguido. Devuélvelo.
Humillado, Salgado dijo:
—Debería llamar a la policía ahora mismo.
—¿Por qué no lo haces? Tengo uno pegado al culo desde ayer.
Salgado comprendió que la policía los seguía a los dos. Sintió una punzada de tensión en las piernas.
—¿Y los has traído hasta aquí?
—Lo perderé en cuanto salga. Tranqui, colega. No pueden seguir la moto por las calles estrechas. Son unos capullos.
—Pero por qué los has traído.
—¿Aún no lo entiendes? Eres más estúpido de lo que pensaba. Quiero que sepan que he estado aquí. Adivina qué van a pensar.
Salgado abrió la boca para protestar, pero era inútil y, además, no sabía qué decir. Se sentía como un trozo de barro en las manos de aquel hombre. Salinas aplastó el cigarrillo en el suelo de madera y lo estrujó con el tacón de su bota. Después, miró a Salgado, de nuevo parapetado tras las gafas negras.
—Una palabra mía bastará para salvarte —dijo, y rompió a carcajadas—. ¡Cómo son los curas! Una palabra mía y te enviaré a la cárcel. Y perderás todo esto, capullo. Y Lucía también irá a la cárcel. La condenarán dos veces. ¿Sabes que ayer intentó matarme? Con un cuchillo, como un gitano. ¡Paya mala! —ironizó.
—No tienes pruebas de nada —se defendió Salgado.
—¿No? Puedo contar cómo ocurrió todo. Cómo se planificó, quién llamó a la muerta para que saliera del restaurante, con qué coche se hizo, aunque esto ya lo sabe la policía. Pero yo tengo la pieza que les falta. La tapa del radiador y el capó con la sangre de tu mujer. ¿Cómo se llamaba?
Helado, Salgado era incapaz de hacer frente a aquel hombre. Se sentía igual de vulnerable y triste que anoche, ante el policía.
—Una palabra mía y los dos acabaréis en el talego —repitió Salinas.
—Tú también —acertó a defenderse Salgado.
—Pero yo puedo negociar. Puedo entregar a dos asesinos, ¿comprendes? Saldré en unos pocos años. Yo también tengo abogado.
—¡Si pudiera…!
—¿Qué?
—Te mataría con mis propias manos.
Levantándose, Salinas lo miró fijamente a los ojos. Después, concluyó:
—No tienes cojones. Escóndete detrás de tu mujer y paga. Sólo así podrás dormir tranquilo.
Se ajustó los vaqueros y se metió las manos en los bolsillos. Plantado ante Salgado, dijo:
—Quiero un millón. Esta noche. Ni un minuto más. Después, me perderé y nadie sabrá de mí.
—Darte dinero ahora es peligroso. Si nos descubre la policía, es como confesar el crimen —alegó Salgado.
—Tendrás que correr ese riesgo. Apunta un teléfono. Cuanto te lo aprendas de memoria, tira el papel.
Miguel recitó un número de móvil y Salgado tomó nota.
—Es un teléfono seguro. A las nueve de esta noche. Y no me jodas, tío rico —dijo Salinas con el índice extendido, admonitorio.
Caminó hasta la puerta, pero se detuvo antes de salir.
—No me jodas o iremos todos a la cárcel. Y añadió:
—Un millón, tío rico. Entonces salió del despacho, dando un portazo.
Salgado recordó entonces, con alarma, que no le había hablado de hacer el pago aquí. Se levantó con la intención de hacerle volver, pero en ese momento entró Inma.
—Estás pálido, Enrique. ¿Qué ocurre? ¿Quién es ése? Salgado no respondió. Sintió la garganta tan estrecha que pensó se iba a asfixiar. Entró al baño anejo al despacho y cerró la puerta. Inma oyó correr el agua. Entonces, se acercó a la mesa y pulsó el botón del interfono. La diminuta luz de advertencia se apagó.
Salió Salgado del baño con una toalla en la cara. Aún tenía la frente y las manos húmedas. Observó la mirada ávida de Inma y volvió a entrar en el baño. Salió un momento después, más dueño de sí mismo.
—¿Quién era ese hombre, Enrique? ¿Qué quería?
—Nada de tu incumbencia —respondió.
—Pero estoy preocupada —se quejó la chica.
—No es nada. Sólo un impertinente, ya lo has visto.
—¿Puedo ayudarte?
—No.
—Pero algo podré hacer. Lo que sea, Enrique. Sabes que haría lo que fuera necesario.
—Yo lo solucionaré —chilló Salgado. Inconscientemente, se sentía también cobarde ante Inma, como si hubiera quedado expuesto, crudamente desnudo, ante ella. Se aclaró la voz y repitió suavemente—. Ya lo solucionaré, no te preocupes. Déjame solo, por favor.
Inma se acercó hasta él. Lo miraba tan fijamente que él se sentía incómodo.
—Sabes que haría cualquier cosa por ayudarte. ¿Lo sabes, verdad?
Salgado se evadió sentándose a su mesa y mirando el ordenador.
—Lo sé —respondió—. Y te estoy muy agradecido. Pero no es nada.
Hubo un largo silencio. Inma lo miraba fingir que se interesaba por lo que aparecía en la pantalla del ordenador. Luego, giró y caminó hasta la puerta. Desde allí, se volvió a mirarlo.
—Cualquier cosa, Enrique. Recuérdalo.
Me exaspera el ambiente navideño. Música, luces. No participo de la fiesta. No se puede disfrutar la Navidad sin una familia. Y yo no la tengo.
El tráfico es lento a la entrada de Baria. La gente va y viene sin prisas, entra y sale de las tiendas, lleva bolsas de plástico o papel repletas y se oyen, a través de los altavoces municipales, los villancicos ñoños que rocían las calles de una bondad impostada y falsa.
Cuando por fin aparco ante la comisaría, me quedo unos minutos completamente inmóvil, en el interior del Golf. Hasta que un agente sale:
—¿Le pasa algo, comisario?
Le hago un gesto y se vuelve despreocupadamente.
Lucía Ugarte herida. No fue el jardín. Ni hablar.
Salgo del coche y entro en la comisaría. Subo a mi despacho y enseguida llegan las malas noticias, como todos los días.
Me dicen que han perdido a Miguel Salinas. Maldigo todo lo que me rodea. Me dicen que antes, ha visitado las oficinas de Megasur S. A.
El laberinto comienza a aclararse. Lucía Ugarte herida. Miguel Salinas visitando a Enrique Salgado. Enrique Salgado confesando asustado.
Ordeno que busquen al detective. Debo hablar con él.
Entra Medel. Me dice que me espera una sorpresa.
No me gustan las sorpresas, aunque me levanto y lo sigo hasta su despacho.
Hay un hombre sentado. Viste un traje gris perla y una camisa blanca con bordados. La corbata azulada le ahoga el cuello en un nudito y la raya de los pantalones es más recta que la moral de una abuela.
Medel se sienta de nuevo frente a él. Yo me quedo a un lado, de pie. Me suena el tipo, pero no sé de qué.
—Haga el favor de repetir al comisario lo que me ha dicho, señor Ayuso.
Se remueve en su asiento para situarse frente a mí. Alguien le ha dado un cursillo de ventas, porque si no fuera una declaración policial pensaría que se insinúa, de fijos que tiene los ojos en los míos.
—Como le he dicho al inspector Medel, soy, bueno… Era subdirector financiero de Megasur S. A.
—¿Hasta cuándo? —le interrumpo.
—¿Cómo?
—¿Desde cuándo no es subdirector financiero?
Carraspea, gana tiempo para deslizar la respuesta lo más suavemente posible. Intuye que le va en ello su credibilidad.
—Hasta hace unas horas.
Nos miramos Medel y yo. Él lo advierte.
—¿Lo ha despedido hoy? —le pregunto.
Asiente.
—¿Por qué?
—Bueno… Creo que ha sido porque no acepto algunos de sus… planteamientos.
—¿A qué se refiere?
Me está empezando a cargar la sorpresa de Medel.
—Se iba a realizar una operación importante y él quería cometer un delito fiscal, ya sabe.
—¿Dinero negro?
Asiente de nuevo, con gravedad, como si nos estuviera contando los terribles secretos de alcoba de su madre.
—Vaya noticia. Un promotor inmobiliario utilizando dinero negro —comento.
El tipo comienza a impacientarse y busca comprensión en la mirada de Medel.
—Dígale al comisario lo que me ha contado a mí —insiste éste.
—Eso intentaba —comenta impaciente y molesto—. Quería decir que esta mañana, lo que no es nada usual, ha ido a Almería. Solo.
—¿Y…?
—Pues que no es normal.
—¿No puede ir a Almería solo? ¿Necesita una niñera?
—Allí es donde tiene las cajas de seguridad —ataja. Y se detiene, sabiendo que ahora sí le prestaremos atención.
Nos mira alternativamente. Entonces añade:
—Además, luego ha ocurrido algo extraño. Cuando estaba con él…
—Antes de que lo despidiera… Me lanza una mirada asesina.
—En ese momento —aclara—. Ha irrumpido en su despacho un hombre. Un macarra, más bien. Con chupa de cuero y gafas negras.
Miguel Salinas. Concuerda con lo que sabemos.
—Y lo ha hecho de una manera… Ha entrado por la fuerza, sin que nadie le permitiera el paso. Y, lo más extraño, él no ha dicho ni media. Se ha quedado como un pasmarote, nos ha pedido que saliéramos…
—¿A quiénes?
—A Alicia, su secretaria, a Inma y a mí.
—¿Quién es Inma?
—La persona de confianza de Enrique Salgado. Vicepresidenta de Megasur S. A.
—Querría hablar a solas con ese hombre.
—Eso no es normal en él. Es muy orgulloso, si alguien se atreve a irrumpir así en su despacho, normalmente lo hubiera echado de mala manera. Seguro.
Nos quedamos todos en silencio durante largos segundos, mirándonos.
—¿Y a qué conclusión llega usted? —pregunta Medel.
—No me queda más remedio que concluir que ha ido a Almería por dinero para realizar alguna operación sin control de la empresa.
El tipo da palos de ciego. Acierta a medias, en su intento por consumar una venganza mínima y miserable. Pero es seguro que Enrique Salgado no ha ido a Almería a hacer turismo. Ha ido a por dinero. Pero no para pagar un maldito solar. Para pagar el silencio de un crimen.
—¿Tiene esto algo que ver con la muerte de Ana? —pregunta de pronto.
Medel me mira con una expresión de perplejidad tan franca que aunque le contásemos otra historia, el tipo sabría que ha acertado.
—¿Por qué lo pregunta? —le digo.
—Porque es mucha casualidad. El otro día me asaltó un tío que era detective privado. Me hizo muchas preguntas sobre ella.
—¿Usted la conocía bien? —pregunta Medel, sin disimular cierta ansiedad.
Esboza una sonrisa leve, obvia, porque quiere que nos percatemos, pero contenida, como conviene a un caballero.
—La conocía muy bien.
—¿Y usted qué le dijo?
—Que Ana quería divorciarse, justo un poco antes de morir.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque éramos amantes.
Nos mira a los dos, con cierta dosis de vanidad.
—¿Por eso lo ha despedido?
Asiente con la cabeza repetidamente.
Medel le pregunta, tan impulsivo cuando cree que ha encontrado algo, que si firmaría una declaración. No acaba de comprender que no existe el caso como tal y que, de no cazarlos en el momento del pago, seguiremos sin tener nada.
Le digo al señor Ayuso que le agradecemos su información. Medel se entretiene aún un rato con él, le promete que investigaremos y luego lo despide.
Me encuentra en mi despacho.
—¿Qué hacemos?
—Lo evidente. Vigilar porque alguien va a pagar. Es nuestra única oportunidad.
En ese momento, un agente llama a la puerta.
—Comisario, me dicen que no hemos podido localizar al detective. Está visto que hoy no es nuestro día.
A medida que se acercaba la hora, Enrique Salgado se mostraba más angustiado. No había querido ir a casa en ningún momento. Tendría que encontrarse con Lucía, y ella sabía lo que había ocurrido anoche. Se sentía incapaz de sostener su mirada.
Pasó la tarde encerrado en su despacho, pensando, intentando concentrarse en lo que había de hacer, dándose ánimos para convencerse de que, al fin y al cabo, no era más que otra transacción más, un negocio. Y él era muy bueno haciendo negocios.
Le había pedido a Alicia un móvil de la empresa, en desuso desde hacía mucho. Y a las seis de la tarde ya había llamado por primera vez al teléfono que le había dado Salinas. Pero nadie había contestado. Volvió a llamar media hora más tarde. Pero tampoco respondió nadie, sólo la maldita operadora.
Pensó que tal vez, para mayor seguridad, conectaría el teléfono a última hora, cuando se acercase el momento del pago. Pero no podía evitar accesos de pánico. Sentía que no controlaba nada, que todo se le escapaba, como arena de las manos. Iba a desgastar el reloj, de tanto mirarlo.
Entró en el baño. Se lavó la cara con agua fría. Luego se puso el abrigo y se sentó a esperar. Confiaba en poder convencerlo, una vez contestase al teléfono, para que acudiera a la cita aquí, en su oficina, donde él podría sentirse más seguro. En cuanto cambiase de manos el dinero, el hombre del desguace debería desaparecer. Había dicho que perdería fácilmente a la policía en su moto. Seguro que podría hacerlo. Se le veía acostumbrado a ese mundo.
Habló con Lucía varias veces. Le contó la visita de Salinas. Ella lo pensó un rato.
—Sólo quería asustarte —concluyó. Él se mantuvo en silencio.
—Sigue sus instrucciones. Haz todo lo que te diga —dijo Lucía. Colgó.
Salgado se dio ánimos. Volvió a llamar a Miguel Salinas. Sin embargo, tampoco respondió esta vez.
La hora se echaba encima y él no había resuelto nada.
Comenzó a sudar y a maldecir.
Estaba solo. Completamente solo.
Por fin, a las ocho de la tarde, decidió bajar al sótano. Debía recoger el dinero. Pensó que era un estúpido. No había previsto cuánto espacio ocuparía un millón. Miró a su alrededor. No quería llevar su propio maletín. No quería entregarle nada suyo a aquel hombre, excepto el dinero. Encontró en un armario de otro despacho una vieja cartera de cuero negro. La vació por completo. Luego bajó al sótano.
Los pasillos vacíos le producían escalofríos. Como ayer, cuando acudió sólo y lo sorprendió el detective. ¡El detective! Tal vez debió llamarlo y encargarle el trabajo. Pero también ese pensamiento le produjo un ataque de terror. Y Lucía no lo hubiera aprobado. Ella sólo quería pagar. Compra nuestra felicidad, había dicho.
Salgado abrió la puerta del sótano. Encendió la luz mortecina, dejó a un lado la cartera vacía y sacó del bolsillo las llaves de la caja fuerte. Marcó la combinación, introdujo la llave y abrió la caja.
Miró varias veces, con detenimiento. Había documentos, bonos, pagarés, contratos… ¡¡Pero no había dinero!! Volvió a mirar para convencerse. Durante una décima de segundo estuvo seguro de que era una alucinación provocada por el temor. Introdujo la mano en la caja. Pero no tocó ni un solo billete.
Pasar dos horas sentado en un coche, vigilando una puerta, es un auténtico martirio. Medel tampoco habla mucho. Está contrariado porque no hemos podido encontrar a Miguel Salinas. Lo toma como algo personal.
—¿Dónde se habrá metido ese cabrón? —pregunta cada diez minutos.
—Ese tío es de Baria. Toda su familia es de Baria y también sus amigos. Tiene al menos veinte sitios donde esconderse. Tendremos que esperar a que aparezca —digo—. ¿Y dónde coño estará el detective? —le devuelvo la pregunta.
—Tal vez ha dejado el caso y se ha largado.
—No creo.
Las oficinas de Megasur S. A. están vacías. Luces de emergencia iluminan ligeramente las ventanas. Sólo el ventanal que da a la Gran Vía, donde está el despacho de Enrique Salgado, permanece con la luz encendida. Él es el punto más vulnerable de la cadena, como había demostrado la noche anterior, cuando se confesó ante Medel. Y es quien tiene el dinero. Siguiendo el dinero llegaremos hasta el final. Se lo digo a Medel.
—Entre perros anda el juego —bromea—. A ver si pasa algo pronto, coño —dice agitándose en el asiento.
Por fin, poco después de las ocho de la noche, la luz del despacho de Enrique Salgado se apaga. Quince minutos después, vemos salir el Lexus. Llovizna y sus faros alumbran las gotas de lluvia que caen lentas y oblicuas, mecidas por un ligero viento. Circula hacia la salida sur de Baria. Lleva un móvil pegado a la oreja, pero su boca no se mueve.
Me cuesta seguirlo entre el intenso tráfico, pero pronto comprobamos que nos dirigimos a Mojácar. Conduce nervioso. A empujones. Vemos el parpadeo constante de sus luces de freno. Atraviesa Garrucha y la carretera de la costa y luego las playas de Mojácar y, por fin, enfila la cuesta que conduce hasta su casa. Lo seguimos hasta la gran verja de hierro. Aparco el coche lejos de la cámara de seguridad que vigila la entrada.
—Tal vez no esté en lo cierto Pablo Ayuso. Si esta mañana ha ido por dinero, sería para hacer el pago pronto. No cuadra que venga a su casa —razona Medel.
—O quizá hayan acordado más tarde la entrega. O ha venido por más dinero.
—¿Por qué no les hemos pinchado los teléfonos? Me quedó mirándolo, incrédulo ante tanto candor.
—¿Y con qué excusa se lo pedimos a un juez? Ni siquiera tenemos un caso abierto. ¿No lo entiendes, joder? Además, no creo que sean tan estúpidos. Cambiarán de teléfonos.
Echo el asiento hacia atrás y me dispongo a pasar un largo rato ante la casa de Enrique Salgado.
—Desde luego, esta noche nos vamos a divertir —comento resoplando.
—¡No está! ¡No está!
Salgado lanzaba maldiciones. Se dejó caer en el sofá. Escondió la cara entre las manos.
—No podemos hacer nada. ¡Alguien me ha quitado el dinero de la caja fuerte!
Lucía resopló. Dio unos pasos enérgicos, encendió un cigarrillo y se quedó mirando la lumbre que ardía lentamente en la chimenea.
—Ha sido Pablo. Sin duda. Ha sido él. Lo he despedido esta mañana. Quien te traiciona una vez te traicionará dos veces. ¡Qué estúpido he sido! ¿Por qué me miras así?
Lucía se giró sobre sí misma y dejó de mirarlo.
—Claro. Ahora lo entiendo —continuó él—. Piensa que no puedo denunciarlo por robo. ¡No es posible que esté pasando esto!
Salgado marcó otra vez el número que le había dado Salinas. Escuchó desesperado las llamadas, hasta que se agotaron.
—Este hijo de puta no responde. No lo entiendo, seguro que es el número correcto. Lucía —llamó—. El tío del desguace no responde. No sé qué ocurre. Y ahora, sin dinero…
Lucía salió de la habitación. Volvió unos minutos después, vestida con unos tejanos, unas botas sin tacón y una cazadora. Aún se movía lentamente, dolorida.
—¿Dónde vas? —preguntó Salgado.
—Déjame las llaves de tu coche. Es más rápido que el mío.
—¿Dónde vas? —repitió.
—Hablaré con él —dijo Lucía—. Yo lo convenceré.
—No puedes ir sin dinero.
—Y menos si la policía le ha contado lo que hiciste anoche —saltó Lucía violentamente.
Salgado movió la cabeza a un lado y a otro, lamentándose.
—No sé qué me ocurrió. Me seguían… No lo entiendo.
Como Lucía no dijo nada, Salgado se dirigió hasta ella.
—Perdóname. Por favor. Te prometo que no volverá a ocurrir. Sólo fue un instante de debilidad.
—Dame las llaves —insistió ella.
—Iré yo. Le prometeré que le voy a pagar. Lo haré, Lucía —repuso él.
—Si vas tú, no aceptará —negó ella.
—¡Pues lo mataré!
—¡No!
Lucía gritó y asió a Salgado por el pecho.
—No puedes matarlo, ¿comprendes? No puedes hacer nada. Sólo pagar. Si lo matas, estamos perdidos. Prométele que le pagarás todo lo que pida. Júrame que lo harás. No intentes nada, por el amor de Dios.
Salgado lo hizo. En el fondo de su corazón, respiró hondo. Lucía buscó un paquete de cigarrillos. Encendió dos.
—Tengamos calma —dijo.
Y puso en los labios de Salgado uno de los cigarrillos.
Lucía se paseó por el salón lentamente.
—Sólo podemos hacer una cosa. Pagar. Y si ahora no tenemos dinero igualmente debemos acudir a su encuentro, ofrecerle lo que tenemos y prometerle que pronto tendrá todo lo que ha pedido. No podemos hacer nada más.
—Pero iré yo. Tú te quedarás aquí.
—No. Yo debo hablar con él. Me escuchará. Sé cómo…
—Intentaste matarlo el otro día —la interrumpió Salgado—. No te escuchará. Te teme más que a mí.
—¿Te lo ha dicho? Salgado asintió.
Lucía lo estuvo pensando.
—Además, te lo debo después de lo de anoche —añadió Salgado. Lucía miró su reflejo en las cristaleras del salón.
—Llámalo —resolvió.
—Lo he intentado. Pero no responde —manifestó Salgado.
—Dame su número de teléfono.
Salgado lo hizo.
—¿Vas a llamarlo desde tu propio móvil?
—Es el menor riesgo que podemos correr —indicó ella.
Lucía marcó el número. Tras varios tonos de llamada, saltó la operadora.
Buscó otro número en la agenda de su móvil.
—Tampoco responde su teléfono habitual —protestó. Lucía apretó los labios y Salgado lanzó una maldición.
—No queda más remedio que buscarlo —instó Lucía—. Sólo hay un sitio donde puede estar. El piso donde nos veíamos. Dijo que nadie sabe que lo tiene. Sólo iba allí cuando…
Un descomunal luminoso anunciaba la construcción y venta de doscientos dúplex en el paraje de Las Redondas, a quinientos metros de la playa. Las estructuras de las primeras cuarenta viviendas destacaban en la oscuridad de la noche como fantasmas de lo que un día muy cercano iban a ser. Largas series de casitas idénticas multiplicadas como células de un cáncer, vendidas a precio de oro a quienes soñaban con el caluroso Sur. Media Europa fría estaba dispuesta a pasar al sol, como lagartos, sus últimos y desangelados años.
Escogió el lugar porque lo conocía muy bien. Todos los días acudía a las obras que promocionaba Megasur S. A. Eligió para el encuentro una de las viviendas piloto. Había tres y decidió que la última, la más alejada de la entrada de la urbanización, a la que aún se accedía por una explanada de tierra, sería la idónea. Era el lugar más discreto. Sin testigos. No había más vigilancia que un coche de seguridad privada, que se encargaba principalmente de otras urbanizaciones ya habitadas, y que pasaba dos veces durante la noche, ya de madrugada. Así habían contratado el servicio y conocía perfectamente su organización.
No le había costado tanto convencer a Miguel Salinas para que acudiera al encuentro. Fue más fácil de lo que había previsto. Dijo que Enrique Salgado no podía realizar la entrega personalmente, era seguido por la policía y suponía un riesgo innecesario. Acalló las protestas del hombre. O se hacía a su manera o no vería la pasta. Salinas había cedido. Él también tenía puntos débiles, pensó.
Luego, se habían visto discretamente en la ciudad a primera hora de la tarde. Se citaron en una esquina. Salinas acudió en una motocicleta. No tuvo que quitarse el casco. Ella le entregó un teléfono nuevo y le obligó a darle el teléfono cuyo número él por la mañana había proporcionado a Salgado. Mantuvieron la hora del encuentro que él había fijado.
Si Miguel Salinas receló al principio, cuando llegó a la casa subrepticiamente, por la parte de atrás, intentando anticiparse si alguien acechaba, enseguida se confió al descubrir a la chica sola.
—Cierra las ventanas y da la luz —ordenó Miguel.
—No. Cualquier luz podría verse a mucha distancia y llamaría la atención. Nos basta así —declaró Inma.
Se encontraban en el salón del dúplex piloto. Veinte metros cuadrados con pequeños muebles de diseño hábilmente distribuidos para que la casa resultara apetecible a los posibles compradores. Todo ello a la luz del luminoso que convertía la Urbanización Las Redondas en lo más cercano que se podía estar del Paraíso y que penetraba por las ventanas sin persianas.
Cuando las pupilas se hubieron habituado, la penumbra cobró vida y los espacios y los muebles delataron con volúmenes apagados su presencia.
—¿Has venido sola? —quiso asegurarse Salinas.
—Claro. En eso hemos quedado. Puedes registrarlo todo si quieres.
Salinas se dirigió al interior de la casa. Abrió puertas y sólo encontró espacios vacíos. Subió al piso superior y un momento después estuvo de vuelta, más confiado. Se dejó caer en un sofá. Se despatarró y sonrió a la chica.
—¿Y mi dinero?
—¿Has hablado con alguien desde que te llamé?
—¿Y a ti qué te importa?
—Si has hablado con alguien no habrá trato. No te daré el dinero.
Se quedaron mirándose unos segundos. Salinas sonreía.
—Dame tu teléfono —dijo Inma. Él no se movió.
—Enciende tu teléfono.
Inma agarró la bolsa con el dinero, que había dejado a sus pies, y se giró para salir.
—Espera —atajó Salinas.
Sacó del bolsillo de los tejanos el móvil, lo encendió y lo tendió a Inma. Ella lo observó con detenimiento, buscó las últimas llamadas. Nada.
Podía haber usado otro teléfono, pero era un riesgo que debía correr.
—Sé que se puede rastrear un móvil, no soy idiota —se quejó él. Inma dejó el móvil sobre una mesa de tresillo que los separaba y dio un paso atrás, desconfiada. Él sonrió una vez más, seguro de sí mismo. Hizo ademán de levantarse.
—Mi dinero —dijo tendiendo la mano hacia la bolsa.
La muchacha se mantenía a cierta distancia de él y lo rechazó con un gesto. Se mantenía rígida, nerviosa, las manos en los bolsillos de una parca oscura.
—Aún tienes que hacer algo más para ganarte este dinero.
—¿De qué coño estás hablando? ¿Tu jefe no te ha dicho que lo puedo joder?
—Tú no vas a joder a nadie —negó ella.
Inma sacó la mano derecha del bolsillo de la parca y la mano no estaba sola. Algo brillaba en ella. Un pequeño instrumento de metal que relucía en su guante negro como moneda sobre el asfalto.
Tardó muchos segundos en verla. La penumbra y la incredulidad le obligaron a forzar la vista. Cuando por fin cayó en la cuenta de lo que era, Salinas gruñó como si hubiera recibido un golpe. Se quedó rígido, pegada la espalda al respaldo del sofá.
—¿Qué vas a hacer?
—¿No te lo esperabas, eh? No te preocupes —le tranquilizó Inma—. Te vas a llevar el dinero. Pero tienes que hacer una cosa antes.
—¿Qué cosa?
—Es una garantía.
Salinas se levantó violentamente y dio un paso adelante, pero ella reaccionó tan rápido que plantó la pistola ante su cara. Nadie erraría un disparo a esa distancia. Él se volvió a sentar, lentamente.
—¿De dónde has sacado esa pistola?
—Mi abuelo era del Somatén —respondió Inma—. Me enseñó a manejarla.
—¿Qué coño quieres? —preguntó con los dientes apretados.
—Quiero saber la verdad.
Un silbido del viento en las ventanas del piso de arriba atravesó el silencio. Salinas veía el rostro de la muchacha envuelto en penumbra y sólo eran unos rasgos difuminados. No comprendía cómo podía haberse dejado engañar de esa manera. Pero esa misma tarde, cuando la vio en la esquina, esperándolo tan inquieta y frágil como una colegiala… Sí, tenía un rostro angelical. Una muchacha de piel clara y rasgos nítidos, suaves. Y, además, le adelantó diez mil euros. Salinas pensó con rabia lo que piensan todos los hombres engañados: todas las mujeres son igual de brujas, todas la misma puta. Lucía casi lo mata y ahora… Salinas sintió un estremecimiento.
—Tendrás que contarme toda la verdad. Desde el principio —dijo ella.
—¿Para qué?
Porque de ese modo, si a pesar de llevarte el dinero se te ocurre contar algo a la policía, yo tendré una prueba contra ti. De nada te serviría llegar a un acuerdo con ellos para traicionar a Enrique Salgado. Tú también irías a la cárcel muchos años.
—¿Me has oído esta mañana?
—Pulsé el botón del interfono que conecta con mi despacho. Lo sé todo.
—¡Eres una puta…! —Salinas se mordió los labios.
—¡Y tú un puto asesino! Y recuerda una cosa: Ana era amiga mía. No me disgustaría pegarte un tiro.
La voz de la chica cobraba matices siniestros en la penumbra. Inma puso una grabadora sobre la mesa. A Salinas no sólo le temblaba la voz, también sintió frágiles las piernas, a pesar de estar sentado.
—Cuando me lo hayas contado, cogerás tu dinero y te irás —lo tranquilizó Inma.
Si hay algo que jode a un policía es darte cuenta enseguida de que has metido la pata hasta el fondo. Cuando veo salir una motocicleta de gran cilindrada por la verja comprendo inmediatamente que la vamos a perder. Las calles y las carreteras tortuosas que rodean Mojácar hacen imposible seguirla.
Arranco rápidamente y me pongo en marcha. Circula despacio, baja hasta la carretera de la costa y luego gira en la rotonda del Centro Comercial y sube hasta el pueblo. Allí, gira en una esquina, se mete en una costanilla y nos toma el pelo. No podemos seguirlo.
—¿Qué hacemos? —pregunta Medel.
—¿Has tomado la matrícula?
—Sí.
—Pues tenemos que seguir buscando. Hay que echar todo el mundo a la calle. No quiero a nadie que no haga lo posible por encontrarlos. A Enrique Salgado y a Miguel Salinas. También al detective, a Durán, o como se llame. Tal vez pueda ayudarnos. Otra patrulla tendrá que venir a vigilar la casa de Enrique Salgado. Que comprueben quién hay ahora y a qué hora vuelve. Que no se muevan hasta nueva orden.
—¿Eso es todo?
—Sí. Y ahora, dame el dinero —apremió Salinas.
—¿Quién conducía?
—Nadie que te importe.
—¿Qué sabe él de Enrique Salgado?
—El hombre que conducía no sabe nada de nadie. Hizo su trabajo y se largó. No es de aquí. Es de muy lejos. Cobró y se largó —insistió Salinas, cada vez más nervioso—. Ahora dame mi dinero.
Inma lo pensó. Concluyó que podía ser cierto. Tal vez el otro hombre no fuera un problema. Recogió la grabadora y la guardó en el bolsillo. Lanzó la bolsa con el dinero.
Salinas la recogió y abrió la cremallera.
—¡Eh! ¡Eh! —repitió. Contaba los montones recogidos con una goma—. Aquí sólo hay cien… Ciento veinte mil.
—Es lo que te voy a dar esta noche.
—¿No me oíste, puta? —gritó él enfurecido. Hizo ademán de levantarse del sofá.
En ese momento sonó un disparo. Salinas se quedó helado. Una llamita surgió de la tela del sofá, entre sus piernas.
—Siéntate —dijo Inma, cuya voz cobraba de nuevo esos ecos siniestros.
Él obedeció.
—Ciento veinte mil —repitió Inma—. Y si te portas bien y dentro de dos semanas estás lejos de la policía, donde nadie pueda encontrarte, te daremos otros ciento veinte mil. Pero tendrás que estar en el extranjero. Yo personalmente te llevaré el resto del dinero.
—Eso no fue lo que dije —protestó Salinas. Pero su voz se quebró y ella supo que aceptaría.
—Un millón es demasiado para un paleto como tú. Esto te viene grande, ¿no te has dado cuenta?
Salinas sabía que perdía la partida. Inma también lo supo, porque prosiguió, cada vez más segura de sí misma.
—Si dentro de un año estás en lugar seguro, en el extranjero, por supuesto, y no has sido detenido ni te has metido en líos, tendrás otros ciento veinte mil. Y así durante ocho años. Hasta completar el millón.
—¿Por qué me voy a fiar de vosotros?
—Porque no tienes más remedio. Porque si no lo haces como te digo, no verás un euro. Sólo te llevarás una bala. Y si sales de aquí con vida, contrataremos a alguien que te mate en la cárcel. No llegarás a juicio. La vida de un mierda como tú no vale más de cinco o seis mil euros.
Salinas estaba convencido de que la chica cumpliría su palabra.
—Os voy a joder a todos —dijo con ira.
—Entonces morirás y no verás un euro. Si haces lo que te digo, todos seremos libres y tú tendrás mucho dinero. Elige.
Cerró con rabia la cremallera de la bolsa.
—Está bien. Pero si no recibo el dinero como dices, os mataré a todos. Y a ti la primera, puta.
—Otra cosa antes de irte —la voz de la muchacha sonó serena y burlona—. Bebe.
—¿Qué?
—Que bebas. A tu lado hay una botella de coca-cola. Quiero que bebas.
Una mesita de rincón, junto al sofá. Sobre ella, una botella de coca-cola de medio litro.
—Bébete la coca-cola. Entera.
—¿Estás loca?
—No. Tienes que hacerlo. Es lo último que te pido.
—No la beberé.
El sudor se le quedó congelado. No era la detonación, mínima en el arma de pequeño calibre, sino el siniestro silbido y el humo que, como si lo hubiera quemado con una colilla, brotaba de la tela del sofá, a medio palmo de su brazo izquierdo. ¡Bebe!
Destapó la botella.
—¿Qué es? —preguntó desconfiado.
Inma estiró la mano con la pistola, amenazante. Él comenzó a beber. Ella esperó a que bebiera más de media botella. Sus silencios eran más terribles que sus palabras. Lo sabía y no dijo nada mientras lo oía tragar a golpes. Cuando hubo acabado, Miguel dejó la botella sobre la mesa.
—¿Qué coño es esto?
—La coca-cola tiene un somnífero. Tardará dos horas en hacer efecto. Ahora te irás a un lugar seguro. Esconderás el dinero y dormirás toda la noche. Y mañana buscarás la manera de salir del país. ¿No querías Cuba? Puedo hacerte llegar el dinero allí fácilmente.
Después, hizo un gesto dando a entender que el encuentro había terminado. Salinas se levantó, se echó al hombro la mochila y salió de la casa piloto.
Ella lo vio desaparecer en la oscuridad. Esperó un buen rato, hasta estar segura de que Salinas se había largado y no había peligro. Tendría que volver mañana, a primera hora, para llevarse el sofá. Unos operarios lo cargarían en una furgoneta, lo llevaría a la casa de campo del abuelo, siempre vacía, extraería las balas y luego le prendería fuego.
Fue a la cocina, abrió la puerta del fregadero, sacó la mochila con el dinero de Enrique Salgado, mucho más pesada que la que le había dado a Salinas y, vigilante, salió del dúplex. Su coche estaba muy cerca y en un momento estaría en su casa, lejos de tanta sordidez.
Salinas mascullaba maldiciones. Algún día se enterarían de quién es él. Si no cumplían… Los rajaría a todos, personalmente. Primero a esta putilla, luego al mierda de Enrique Salgado, que enviaba a una mujer en su lugar y, finalmente, a la peor de todos, a la puta más grande, a Lucía Ugarte. La puta fina que lo volvía loco y lo engañó. La zorra que casi lo mata.
Gruñó y lo pensó con calma. En realidad, no estaba detenido. Podía irse a Cuba y, desde allí, ¿quién le impedía confesarlo todo y mandarlos a la cárcel? Pero… ¿y si pagaban? Sí, pagarán, concluyó, cabreado aunque satisfecho.
Había ocultado la moto lejos del lugar de encuentro, tras unos bidones de agua, junto a la estructura de una pequeña parte del futuro Paraíso. Era la séptima casa comenzando por el final. Sí, pagarán.
Ahora estaba seguro. Era el miedo. Tenían tanto miedo que incluso no se atrevían a pagar. Pero pagarán, ya lo creo que pagarán…
La putilla sabía manejar una herramienta… De pronto, lo asaltó un pensamiento terrible. ¿Y si lo hubiera envenenado? No, se sentía bien. Sólo era un somnífero. Un somnífero para asegurarse de que no haría ninguna tontería durante toda la noche. Ella también tenía miedo. Tal vez temía que él pudiera seguirla después. Pero no era estúpida. Tenía razón. Lo primero, un buen escondite y después…
Salinas oyó un ruido a su espalda. Se volvió, agitado. Una sombra tras él. Muy cerca.
—¿Quién…?
Lo último de lo que tuvo conciencia es de que la había cagado. Fue una intuición fugaz como una alucinación. Suficiente para sentirse aterrado. Tanto que no fue capaz de sentir el golpe en la cabeza antes de caer redondo al suelo.
Llegamos a la comisaría a las once de la noche. Recibimos una llamada de la patrulla que ha ido a la casa de Enrique Salgado. Sólo estaba la esposa. Les ha dicho que ha discutido con su marido y que éste se ha marchado en la moto. No sabe adónde.
—Quiere dar una explicación plausible de su ausencia, por si es necesaria más adelante —dice Medel.
Tampoco Ernesto Durán está en su hotel. Ya nada me extraña. Si algo se está moviendo, el detective no se lo va a perder. Presiento que nos lleva ventaja. Lo llamamos al número de móvil que dejó en comisaría, pero sólo responde la operadora.
Otras tres patrullas están buscando a Miguel Salinas. Nadie sabe nada de él. Ni sus amigos en los bares de su barrio, ni sus padres, ni sus putas en los clubes habituales.
—Está pasando algo y nos lo estamos perdiendo, Medel —digo con impaciencia.
—Me cago en la puta —es toda su respuesta. Y se repantiga en el sillón, gruñendo desesperado.
—Y todo por mi culpa —digo con los dientes apretados.
Quizá lo esperaba, pero Medel no me quita la razón. Me llaman del sótano. Huele a sudor y a cena fría. Leandro y Damián están fumando, los restos de su comida esparcidos por la mesa.
—Nada, jefe. Como si fuera sordo.
Damián se levanta y golpea el cristal y le grita por el altavoz.
—¡¡Nada de descansar!! Siéntate bien.
—¿Le habéis dado de cenar?
—Un bocadillo —dice Damián, volviéndose a sentar.
—No lo hemos dejado en todo el día. No lo hemos llevado a la celda. Todo el día en la pecera, sentado más rígido que una estatua —dice Leandro.
El rumano continúa sentado a la mesa de interrogatorios. Apoya los codos y a pesar de que le ha gritado Damián, se apoya como si fuera a dormir.
Entro en la sala. Le tiro la cajetilla de tabaco y, sin mirarme siquiera, coge uno. Le tiro el mechero y lo enciende.
—¿Crees que merece la pena cargar ocho años de talego por tus colegas?
No responde. Fuma con tanta avidez que casi se acaba el cigarrillo en dos caladas. Tiene la barba dura y está pálido, como si llevara mucho más tiempo alejado del sol. Pero no hay destellos de debilidad en su mirada de apagados ojos grisáceos.
—¿Harían ellos lo mismo por ti?
De nuevo dejo caer el silencio mientras fuma. Acaba su cigarrillo y le ofrezco otro. Lo acepta sin palabras.
—¿Te enviarán dinero a la cárcel durante tantos años?
De nuevo espero.
—Sabes que no harán nada de eso.
Me siento frente a él. Huele mal.
—Eres un pringao. Te voy a enchufar las drogas que has visto esta mañana.
—No mía —protesta, la mirada dura.
—A mí me da igual. Yo sé a lo que te dedicas. Y si no te meto en la cárcel por una cosa lo haré por otra. Tú verás, ocho años.
Le muestro ocho dedos.
—Piénsalo. Tienes mucho tiempo para pensarlo. Tres días aquí se hacen muy largos.
—Quiero un abogato.
—Lo tendrás cuando yo diga.
Salgo de la pecera y advierto a los agentes que no duerma en toda la noche.
—¡Joder, jefe! —protestan.
—Que no duerma. Ni un minuto.
Detuvo la motocicleta frente al edificio donde días antes siguiera a Lucía. La disimuló lo mejor que pudo en la oscuridad que proporcionaba una farola rota. De todos modos, la calle estaba tan desierta y callada como un cementerio.
Marcó el número seguro que le había dado Salinas. Quería rogarle, explicarle, prometerle que pagaría. Pero la operadora respondió con maquinal repetición que el teléfono no estaba operativo.
Después marcó el teléfono que le había dado el detective, pero también respondió la maldita operadora. Ya lo había llamado cinco veces en las últimas horas, y nada. No se lo había dicho a Lucía, pero era su as en la manga. La opción del detective. Salió de casa con esa intención, dejarlo todo en sus manos y luego pagarle, hasta el último céntimo. Y ahora también esa posibilidad se había evaporado.
No le quedaba más remedio que entrar en el edificio y buscar al hombre del desguace. No podía fallarle otra vez a Lucía. Por fin, se decidió y anduvo con el casco sobre la cabeza. Había de subir al sexto b. El edificio tiene seis plantas, había indicado ella.
Una puerta barata de aluminio y cristal. Salgado empujó con violencia, bruscamente, y el postigo cedió. Encendió la luz del vestíbulo. Se dirigió al ascensor y subió a la última planta. Se quitó el casco.
Cuatro viviendas por planta. Buscó la puerta marcada con la letra b. Se detuvo, esperando que la luz de las escaleras concluyese su tiempo.
Una vez a oscuras, golpeó son suavidad la puerta del piso. Se sentía vulnerable en la oscuridad.
Nadie respondió. Pegó la oreja a la puerta, pero no se oía más que silencio.
Sintió que le temblaban las piernas. La puerta cerrada, el silencio hondo, la oscuridad casi perfecta, le producían un pánico insuperable. Subió unos escalones con la misma ahogada desesperación de quien busca la superficie del agua. Se sentó en las escaleras. Algo más arriba, por la puerta de la terraza, se filtraba una claridad mínima. Sintió que sus pulmones cogían algo de aire, pero sus ojos ardían en la penumbra.
Lloró. Lágrimas que terror, que vertió en silencio.
De pronto, una luz brutal arrasó sus ojos. El ruido del ascensor parecía el crujido de algo terrible irrumpiendo en el silencio.
Salgado se puso en pie y subió hasta la puerta de la terraza. Quiso salir, pero estaba cerrada con un candado. Oyó descender lentamente el ascensor. Luego, un ruido de puertas y las correas metálicas que elevaban la caja. Se detuvo en la cuarta planta con escándalo metálico.
Pasos, la puerta del ascensor que se cerró.
—Abre de una puta vez.
La voz llegó rotunda y violenta. Pudo oír el ruido de un llavero, una llave en la cerradura. Una puerta que se abría. El hosco resoplido de alguien.
—Ya está —dijo otra voz, más débil.
—Vamos —apremió la voz dura.
La voz. La misma que lo asaltó en el garaje. La voz del detective. El asesino que se había ofrecido. El hombre en quien había depositado esperanzas de salvación. Pero eran dos. ¿Qué hacía el detective con el hombre del desguace si él no lo había contratado?
La puerta se cerró y la luz se apagó tan bruscamente como se había encendido. Salgado bajó lentamente las escaleras. Prestó atención a las otras casas, pero de allí sólo brotaba una quietud de espanto. Se acercó a la puerta del piso de Salinas, lentamente. Pegó la oreja a la madera barata de la puerta. Sólo un sordo murmullo. Apoyó la mano y la puerta se abrió un centímetro, un clic apagado, invitándolo a entrar. La vieja puerta de chapa no había cerrado bien.
Se adentró en el piso. Una luz iluminaba alguna estancia interior y alumbraba el pasillo. Las botas de suela de goma ensordecían sus pasos.
Oyó un gemido. Luego la voz del detective.
—Levanta.
El ruido de un cuerpo que cae.
—He dicho que te levantes —ordenaba Ernesto Durán.
—Por favor… —la réplica era tan apagada que Salgado no pudo reconocer la voz, aunque sabía a quién pertenecía.
—¿Cuánto hay aquí? —preguntó el detective.
—Ciento veinte mil —respondió Salinas, aunque tardó una eternidad. Era la voz de alguien herido. Salgado se acercó cautelosamente a la habitación de la que procedía la luz.
—Bien —dijo Durán tras unos segundos—. Ya no son tuyos. Mi primera entrega a cuenta. ¿Quién te los ha dado, Enrique Salgado?
—No. Esa putilla que trabaja con él —respondió Salinas.
—¿Quién?
—Una empleada.
—¿Cómo es?
—Morena. Joven…
Durán lo dejó estar.
—Es un estúpido. Está acabado, ¿sabes? —dijo Durán—. Le ofrecí un trato.
—Por favor. Lléveme a un hospital. Me duele…
—¿Quieres tomarme el pelo?
—No puedo soportarlo. Me arde la barriga. Me sube…
Salgado avanzó la cabeza y pudo ver a Salinas sentado en un sofá.
Tenía las manos cruzadas sobre el vientre y las piernas encogidas y sangre en la nariz y la boca. Durán estaba en pie, frente a él.
—No estoy fingiendo —suplicó Salinas.
Su voz se mezclaba con sangre y saliva, encharcada.
—No irás a ningún hospital hasta que cerremos el trato. Si no haces lo que quiero, irás al cementerio, ¿está claro?
—Haré lo que quiera, pero lléveme al hospital, por favor. Me dijo que era un somnífero.
—¿La chica te ha dado algo?
Salinas asintió.
—Un somnífero —murmuró.
Durán levantó la cara del otro con violencia.
—Entonces no es tan grave. ¿Recuerdas lo que te he dicho?
—Sí, sí…
Durán sacó una grabadora del bolsillo de su cazadora y la mantuvo ante Salinas, muy cerca de su boca.
—Quiero que declares que Enrique Salgado te contrató para matar a su esposa. Tiene que ser él, ¿entendido? De la otra puta, ya me encargaré yo. Tenemos que asegurarnos de que Enrique Salgado vaya a la cárcel.
Salinas asintió con la cabeza. Sus párpados estaban hinchados.
—¿Y yo?
—¿Tú? ¿Eres estúpido? Irás a la cárcel. Cerrarás un trato con el fiscal, como te he explicado. Le entregarás a Enrique Salgado. Tendrás dinero, un buen abogado, pocos años de cárcel y salvarás la vida, ¿qué más quieres?
Salinas lanzó un largo gemido. Se retorció con fuerza sobre el sofá. Durán lo sentó de nuevo de un manotazo.
—Repite lo que te he dicho.
—Esa puta me ha envenenado —musitó Salinas. Durán le soltó una hostia.
—No me hagas perder el tiempo. Si te vas a morir, con mayor motivo tienes que hacer la declaración. Vamos.
Salinas hizo un esfuerzo y habló ante la grabadora.
—Enrique Salgado me contrató para matar a su esposa. Salgado comprendió. El detective no había recibido su llamada. Y ahora… pero ¿por qué hacía esto? ¿Sólo por su cliente? No podía llegar tan lejos. A no ser que… Claro, Rafael. Alguien le estaba pagando. Lo que él no había pagado, lo estaba pagando otro. Y quien más lo odiaba era…
—¡Espere!
Salgado irrumpió en la habitación al tiempo que Durán giraba sobre sí mismo, desenfundaba veloz y le apuntaba con una pistola. Ambos se quedaron quietos, mudos, unos instantes.
—Vaya, vaya, vaya, —dijo el detective—. ¡A quién tenemos aquí! No le esperaba. No es su ambiente.
—Lo he llamado muchas veces esta noche.
—Demasiado tarde. Lo apagué mientras vigilaba al pájaro —dijo señalado a Salinas—. Además, la policía no dejaba de llamar. Y usted no llamó, de modo que ya había tomado mi decisión.
—Acepto el trato —dijo Salgado. Durán guardó la pistola.
—Por poco —advirtió a Salgado—. Hoy no es tu día de suerte —le dijo a Salinas—. No tiene nada que temer —le dijo ahora a Salgado—. Hay una mujer en una habitación de hotel, no en el mío, por supuesto, que jurará sobre la Biblia que estuve con ella toda la noche. —Se miró el reloj y sonrió—. Ahora seguramente estará haciendo mucho ruido en la cama y gritando para que la oigan bien los vecinos. Y usted ¿tiene coartada?
—No.
—Tendremos que pensar una. Pero antes…
Durán se volvió hacia Salinas, que apenas podía hacer otra cosa que agarrarse el vientre y gemir.
—¿Tienes guardados los restos del coche?
—¿Qué? —preguntó Salinas elevando pesadamente la cabeza.
—Los restos del coche. El capó. Tenía que tener sangre. Donde está o te pego un tiro.
—Enterrados.
—¿Dónde?
—Donde la valla… está rota.
Durán miró a Salgado y le guiñó un ojo.
—¿Tenemos un trato?
Salgado asintió. Durán le tendió la grabadora.
—Entonces, esto le pertenece.
Salgado se guardó la grabadora en el bolsillo.
Durán miró a su alrededor, pensativo.
—Espere un momento.
Diciendo esto, salió de la habitación.
Se le oyó caminar de prisa, abrir algunas puertas.
Salinas lo miraba ahora con ojos suplicantes, húmedos de terror, heridos como los de un animal que intuye el final. Salgado no podía mirar esos ojos, tan diferentes de los que lo habían humillado esa mañana. Estaba sudando. Estaba helado.
Durán volvió.
—Hay que darse prisa —dijo. Salinas sufrió una arcada.
—No… —dijo débilmente.
—Apague la luz y cójalo de las piernas —ordenó.
Salgado apagó la luz y Durán corrió una cortina. La luz de la calle se filtró, blanquecina como la de un flash tristón.
—Se ve que la chica le ha dado algo —dijo Durán—. Pero no sé lo que es.
Salgado se acercó, temeroso.
—Entonces, ¿va a morir?
—No lo sé. ¿Quiere correr el riesgo de que no muera?
El silencio de Salgado lo decía todo. Durán había asido a Salinas por las axilas y lo elevaba.
—Ayúdeme de una vez. Después buscaremos una coartada para usted.
Salgado agarró las piernas. Sentía como si fueran de plomo. Apenas podía con ellas. Pero Durán tiraba del cuerpo.
Entraron a una cocina cuyos volúmenes se intuían en la penumbra, una claridad mínima que entraba a través de una cristalera. Salieron a una terraza pequeña que daba a un patio de luces.
—No… No…
Salinas intentó gritar. Durán le tapó la boca y el cuerpo cayó al suelo. Las piernas de Salinas se escurrieron de las manos sudorosas y asustadas de Salgado. Durán forcejeó con él. No le dejó gritar. El muro de la terraza no llegaba más arriba de la cintura. Durán incorporó a Salinas al tiempo que le tapaba la boca. Salinas pataleaba torpemente. Durán respiraba agitadamente. El cuerpo de Salinas se inclinó por encima del borde, al vacío. Durán dio un tirón y Salinas quedó, con la última fuerza que le quedaba, asido a la cabeza afeitada y dura del detective, que también se inclinó al vacío y aplastaba las piernas y la cintura en el borde del muro, para no caer. Salinas quiso gritar, pero su voz era rota, y sólo salían gemidos y chillidos huecos y tristes. Salgado no lo pensó. Hubo algo que lo excitó. Un instinto que le hizo saber que era su única oportunidad. Empujó con todas sus fuerzas la espalda del detective. Quedó éste suspendido en el aire un instante muy largo, pero luego dio un grito que rasgó el silencio de la noche y Salgado vio los cuerpos caer, asidos uno al otro, pesados. Un golpe sordo y quebrado. Salgado miró al fondo del patio. La penumbra permitía vislumbrar dos cuerpos tendidos en la postura de dos amantes que descansan.
La luz de una ventana imprimió la visión en la retina de Salgado. Alguien se había despertado y abría una ventana. Salgado se retiró tan bruscamente que su espalda chocó contra la pared. Oyó una voz.
—¿Qué ha sido eso?
Salgado entró corriendo en el piso, buscó el casco y la mochila con el dinero. Intentó mirar en la penumbra, asegurarse de que no había ninguna otra cosa que delatase su presencia. Pero el pánico le impidió quedarse un segundo más. Salió del piso, bajó las escaleras corriendo, intentando amortiguar las pisadas. Se puso el casco antes de salir a la calle y correr hacia la moto. Arrancó, dio gas y se perdió por la calle más oscura que vio.
—Soy Enrique. Abre.
Inma vestía una bata rosada sobre un pijama turquesa. Era el mismo cuerpo, la misma cara de muchacha noble que siempre había conocido. Pero el brillo de su mirada era distinto. Había perdido la franqueza que él había conocido. Había ganado un punto de orgullo que chispeaba en sus pupilas.
—¿Qué hora es? —preguntó Inma.
—Las dos de la madrugada. Pero debes recordar que son las doce de la noche —respondió Salgado.
—¿Qué quieres decir?
Salgado mostró la mochila con dinero.
—Que ambos necesitamos una coartada para esta noche. Inma se retiró de la puerta.
Caminaron por un pasillo hasta un saloncito coqueto, rosa pálido. Salgado dejó el casco sobre una silla.
—¿Tienes un cigarrillo? —dijo, dejándose caer en un sofá.
Inma buscó en un mueble y volvió con un paquete de marlboro. Le dio un cigarrillo. Luego le dio fuego. Ella encendió otro. Inma salió de la habitación y un momento después volvió con un cenicero.
Salgado señaló la bolsa y la mochila con dinero.
—¿Y bien?
El rostro de Inma hizo una mueca apenas perceptible. Un gesto leve, casi elegante, de cansancio o asco. Salgado apenas reconocía a la muchacha. La había contratado cinco años antes. Un compromiso con un amigo al que no supo decir que no. Inma se había ganado su confianza con una lealtad sin fisuras y una eficacia indiscutible en todos sus cometidos. Además, era la primera empleada que no había trabajado jamás con Rafael. Imaginaba que todos pensaban de él que era un advenedizo y guardaban cierta lealtad al viejo.
—¿No te sorprende ver el dinero aquí?
—Sí. Estoy sorprendida.
Inma dio una calada a su cigarrillo.
—¿Has sido tú quien ha sacado el dinero de la caja fuerte, no es cierto?
—Sí.
—Creí que había sido Pablo. Para joderme. Tenemos una deuda pendiente. Lo sé. Inma aplastó el cigarrillo en el cenicero y tomó asiento a su lado. Lo miraba ahora con cierto desenfado frío, cínico.
—¿Lo sabías? ¿Por qué nunca me dijiste nada? —preguntó él. Porque Ana era amiga mía.
—Pero…
Salgado supo que no tenía derecho a protestar. Además, te lo merecías. Tú la engañabas todo el tiempo.
Inma cruzó los brazos sobre el pecho y se levantó bruscamente. Dio varios pasos por la habitación, agitada. Súbitamente, había perdido el aplomo de unos minutos antes.
—Yo sabía muchas cosas. Y sé muchas cosas. ¿Te crees que porque callo no me entero de nada?
Su voz era dura, soterraba un chillido de rabia.
—No quiero hablar de eso. Ahora no me importa…
—¿No te importa? ¿No te importa lo que sufría Ana? ¿No te importa lo que pensamos los demás? Sólo te importa ella…
—¿Qué quieres decir?
Inma cogió el paquete de cigarrillos, lo arrugó entre los dedos y al final extrajo uno. Respiró hondo mientras tragaba el humo. Se acercó a una ventana, retiró una cortina y miró el cielo. Era un cielo bajo, marrón, sucio, de nubes gruesas que reflejaban la luz opaca de la ciudad.
—Oí sus amenazas. Cuando entró ese hombre en tu despacho dejé abierto el interfono que conecta con mi despacho. Tú no podías pagar. Si te hubieran descubierto hubiera significado la cárcel. Yo tenía acceso al dinero. Y tenía también el teléfono de ese hombre. Tú estabas en el baño. Asustado, supongo.
Dejó transcurrir unos segundos antes de continuar.
—Yo podía hacerlo sin riesgo. Nadie me vigila. Sólo he intentado ayudar.
Se volvió hacia él. Salgado no podía mantener aquella mirada, entre acusadora y triste. Ocultó el rostro entre las manos.
—He ido a verlo —dijo Salgado.
—¿Adónde? ¿Con qué dinero?
—No tenía dinero. He ido con las manos vacías.
—¿Y qué ha ocurrido?
—Estaba allí un detective. Intentaba arrancarle una confesión a Salinas.
Salgado sacó la grabadora de un bolsillo. Pulsó el botón y oyeron la voz de Salinas.
—«Enrique Salgado me contrató para matar a su esposa». Inma se sentó junto a él.
—¿Es eso verdad, Enrique? ¿Es eso verdad?
—Te he dicho que no. ¿Es que nadie puede creer que soy inocente? Inma apretó afectuosamente sus manos. Luego, extrajo la cinta de la grabadora, la puso en el cenicero y la quemó. Mientras la veía arder, dijo:
—Yo sí te creo. Por eso te he ayudado.
—Y no ha servido de nada —se quejó Salgado—. Ha sido mucho peor.
—¿Qué ha ocurrido después?
Salgado se levantó bruscamente. Le faltaba el aire. Dio unos pasos sin dirección. Se llevó las manos a la boca. La restregó como si la tuviera muy sucia. Levantó el puño, pero lo dejó caer antes de golpear algo. Finalmente, se decidió:
—El detective que te he dicho. Salió a un patio. Debió oírme cuando estaba escondido. Y tras él salió Salinas. No me vieron. Pelearon. Y cayeron al vacío.
—¿Han muerto los dos?
Inma esbozó una sonrisa de triunfo. Se acercó hasta él y le puso las manos en el pecho.
—Entonces no tienes nada que temer. Si Salinas te delataba, estabas perdido. Todos lo hubieran creído. Era demasiado perfecto para no ser verdad —arguyó ella.
—Tienes razón. No podía hacer nada para evitarlo. Sólo pagar. Y lo intenté —convino él.
—Siempre he creído en tu inocencia, Enrique. No podía pensar otra cosa de ti. Y no me he equivocado —afirmó. Para luego contraponer, sombría—. Ahora sólo puede involucrarte ella.
Salgado buscó algo a lo que asir la mirada. Ella insistió.
—¿Es eso lo que te detiene, verdad? Salgado suspiró. Evitó mirarla.
—¿No me respondes?
Inma se elevó, se puso de puntillas, lo abrazó. Lo besó en los labios.
—Ahora ya lo sabes —dijo—. No podía vivir callando más tiempo. Me estaba volviendo loca.
Lo besó de nuevo.
—Después de Ana… Debí ser yo…
Es duro ver el cerebro de un hombre derramarse como puré por el suelo y escurrirse luego lentamente por un desagüe. Si son dos, es mucho peor.
La dura cabeza de Ernesto Durán no ha podido con las losetas de terrazo barato. El forense se inclina sobre él. Uno siempre teme advertir cierta sensación de regodeo en los de su clase y eso te pone en guardia. Éste no es una excepción. Por una vez en mucho tiempo tiene algo extraordinario que llevarse a la mesa de autopsias. Entre ahogados, accidentes de tráfico y algún suicida, apenas cae un cadáver como Dios manda en Baria.
No hay buena luz aquí —comenta ajustándose las gafas de concha a la nariz con el dedo índice—. Pero hay señales de lucha en ambos cuerpos.
Braulio, el forense de guardia, camina inclinado, como si ya oliera el festín. Es alto, grueso, maduro, medio calvo y algo sórdido. Y no es sórdido porque sea forense. Es forense porque es sórdido.
—¡Joder! No sabes lo mejor —comenta mientras se detiene en el cuerpo de Salinas.
—¿Qué? —le pregunto.
—A éste lo han envenenado.
Medel y yo nos quedamos de piedra.
—¿Mientras caía? —pregunto sarcástico, única defensa que me queda tras comprobar mi fracaso como policía: un crimen sin resolver y dos cadáveres más.
—No seas burro, comisario —responde, serio, Braulio—. El tío iba hasta arriba de veneno. Ya decía yo que ese tufo no era de los sumideros. Estoy seguro de que es matarratas. O un pesticida. Esto huele a mujer.
—Venga ya. No seas antiguo, Braulio. Hoy las mujeres y los hombres matan igual —comento.
—De eso nada —responde—. Esto huele a mujer. Veneno. ¡Hummm! Braulio acerca la nariz a la boca de Salinas.
—Se huele poco. La dosis no debía ser muy alta. Deduzco que no tenían intención de que hiciera efecto inmediato. Esto se sale de lo normal —dice con aire de triunfo—. Por la mañana te lo aseguro —continúa—. Y la confirmación oficial, ya sabes cómo funciona esto, por lo menos una semana.
—Podremos seguir el rastro del veneno —aventura Medel.
Braulio lo mira con lástima.
—Aquí hay venenos de éstos en cada casa. Con los cultivos que hay, todo el mundo tiene pesticidas. Y no digamos matarratas.
Dejamos a Braulio con sus clientes y subimos al sexto piso. López nos espera allí, libreta en mano.
—Pareces Colombo —le digo. A él no le hace ninguna gracia y replica.
—El piso estaba a nombre de la abuela de Miguel Salinas. Por eso no lo encontrábamos.
Un piso barato, de puerta de chapa, paredes deslucidas, en algunos tramos aún cubierta de papel azulado con arabescos de flores de hace treinta años. Huele a cerrado y a polvo antiguo.
Salimos a la terraza desde la que han caído los cuerpos, con cuidado de no tocar o pisar demasiado. Vemos los cuerpos, que esperan al juez para el levantamiento. Braulio, codicioso, los vela. Luego entramos a un salón destartalado, mal amueblado, que huele a rancio. En el sofá hay restos de sangre.
—Hay señales de lucha, comisario —dice Medel.
Echo un vistazo desanimado a todo lo que me rodea.
—Me voy. Que vengan los de la Científica. Que busquen indicios de una tercera persona por toda la casa —les digo a Medel y a López.
—¿Tercera persona?
—Si Salinas estaba bajo los efectos de un veneno, no creo que pudiera arrastrar consigo a un hombre fuerte como Durán.