17 DE DICIEMBRE

Una habitación agigantada, de techos altísimos y paredes como muros. Al fondo, un fuego tan cruel como el del Infierno se agitaba en el vientre de una descomunal chimenea. Cerca de las llamas, perversamente ajenas al brutal fuego, dos mujeres reían sin pudor. Lo llamaban con gestos obscenos y reían y reían. Él intentaba acercarse, había algo que lo impelía a ellas, pero al mismo tiempo, parecía sujeto por una cuerda invisible a un origen desconocido y no podía avanzar. Se sentía helado, a pesar de las llamas. Lo atravesó una punzada de terror al reconocer tales rostros, cincelados con precisión los rasgos, aunque algo volvía monstruosas las expresiones. Ana y Lucía cuchicheaban algo, luego lo miraban como niñas siniestras y volvían a reír.

Despertó con ardor en el pecho, como si le hubiera costado respirar mientras dormía, y un sabor agrio en la boca. Percibía un tufo lejano a ginebra bebida hacía horas.

Lucía continuaba tendida en el sofá, muy cerca de donde él había pasado la noche, ayudándose de la botella para conciliar el sueño que a ella le vino enseguida, dolorida y fatigada.

—¿Te duele?

Lucía apartó el cabello de su cara y miró a su alrededor, más pálida de lo que jamás él la había visto. Después se tocó el pecho.

—Casi nada.

Unas profundas ojeras sombreaban su rostro y le conferían un aire desvalido que lo estremeció. Salgado sintió su dolor como si fuera propio.

—Podemos volver al médico, para que te examine de nuevo —invitó él.

Ella se negó. Se levantó, sonriendo ante las molestias que le causaban los dolores, parezco una viejecita, dijo, rechazó su ayuda, insistió en que la esperara y fue hasta la cocina. Regresó un momento después con dos zumos de naranja. Le dio uno y bebió el otro mirando la mañana desde las cristaleras. Una mañana gris, nubes gordas en el horizonte.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Temprano. Olvidé correr las cortinas y la luz nos ha despertado.

—Mejor así.

—¿Por qué?

—Anoche dejamos una conversación a medias.

Lucía se volvió y lo miró a los ojos mientras hablaba. Salgado recordó la mirada de ayer, cuando apareció a primera hora, vestida como si nada hubiera pasado, dispuesta a continuar con su vida, ajena a todo. Salgado supo que volvía aquella mujer y que, hablase lo que hablase, él había perdido ya.

—¿Aún me quieres? —preguntó Lucía.

Tenía el rostro ligeramente hinchado por el sueño y el malestar y parecía algo marchita, como una flor sedienta. Se mostraba imperfecta, más carnal, más humana. Pero tan decidida… Se acercó hasta él.

—Pégame. Tal vez así te sientas mejor.

Salgado podía olería, sentir su calor. Lucía dejó el vaso de zumo sobre una mesa. Se inclinó y puso sus manos en el pecho de Salgado.

—Antesdeanoche te sentiste mejor cuando me golpeaste. Hazlo.

—No digas tonterías —se defendió él, intentando levantarse del sillón. Lucía clavó las uñas en su piel con tanta fuerza que Salgado lanzó un grito. Después lanzó la mano hasta su boca. Rasgó sus labios con las uñas. Salgado gimió. La agarró de las muñecas e intentó detenerla, pero ella también era fuerte. Se dejó caer sobre él y lo aplastó contra el sillón. Le mordió la boca. Se miraron fijamente, un instante, como gatos antes de saltar. Él comprendió aquella mirada salvaje. Soltó una bofetada.

—¿Eso es todo lo que sabes hacer? —le retó ella al tiempo que le apretó el cuello con fuerza. Con una fuerza que él no comprendía. Hasta que la congestión le hizo estallar y lanzó una bofetada que estalló en el rostro enrojecido de Lucía, quien giró sobre sí misma y cerró los ojos profundamente. Cuando los abrió, brillaban como espejos, humedecidos por las lágrimas. Lágrimas y sonrisa.

—Te excitaste, ¿verdad? En el coche —dijo ella.

Salgado se levantó con tal violencia que ella voló hasta chocar contra el sofá. Quedó en el suelo, sobre la alfombra.

—Quería matarte —dijo él.

—Y follarme —dijo ella.

—Y follarte —reconoció él.

La aplastó con su cuerpo. Ella gimió de dolor. Entró en ella, violento y abandonado. Ella le susurraba palabras ininteligibles, otras inconexas, pero él entendía que no tenía voluntad, que se deshacía en ella como si fueran la misma carne, hasta que su cuerpo se estremeció en un súbito y hondo dolor que lo arrojó jadeante, muerto, a la orilla de un lugar donde jamás estuvo. Al abrir los ojos, se sintió solo, muy solo. Pero más vivo que nunca.

Lucía emergió del duelo como si hubiera renacido de alguna clase de ausencia. Buscó unos cigarrillos y se sentó junto a él. El fuego de la chimenea era un rescoldo de brasas y pavesas que acariciaba los cuerpos desnudos.

—Tenemos que pagar —dijo—. No podemos hacer otra cosa. Dio un par de caladas al cigarrillo.

Si no fuiste capaz de dejar a Ana por su dinero, aunque me amabas, no querrás perderlo todo ahora, ¿verdad? Sólo hay que pagarle. Y todo volverá a la normalidad.

—¿Y la policía? —objetó él.

—La policía no tiene nada —atajó ella bruscamente—. ¿Quieres pensar con la cabeza? El coche no es nada. No pueden demostrar nada. Nadie lo vio. No pueden identificarlo.

—Pero me han interrogado —protestó Salgado—. Soy sospechoso para la policía.

—¿Y qué? —le cortó Lucía, enojada—. Sólo si Miguel habla tendremos un problema. Ha bastado que diga que le ordenaste deshacerse del coche para que todo se complique. Mientras Miguel esté callado, no tenemos nada que temer.

Salgado se quedó mirándola. Recordó lo que ella había dicho ayer, cuando le ordenó hacer su vida normal. Como si leyera sus pensamientos, ella dijo:

—¿No pensarás que he hecho esto para perderte ahora? Además, Miguel te amenazó. Te involucrará si no le pagas. Sabe que tú tienes el dinero.

Salgado comenzó a sudar. Había vuelto a la realidad atroz: si Miguel lo involucraba, todo el mundo le creería.

—Yo ya pagué mi precio —dijo Lucía—. Ahora te toca a ti.

Salgado se sentía atrapado. Se alejó de Lucía y comenzó a vestirse.

—¿No tienes tanto dinero? —imprecó Lucía—. Gástalo y compra nuestra felicidad.

Natalia duerme plácidamente a mi lado, una pierna sólida sobre mi cadera. Me doy una ducha y un beso en la mejilla a Natalia. Aunque tiene instrucciones de no cobrar, le dejo una buena propina. Le prometo que volveré a verla. Y cuando lo digo, lo siento de veras.

Una hora después, entro en mi casa sigiloso como un gato y me tiendo en el sofá.

Apenas he dormido un rato cuando ella comienza a trajinar y a hacer ruido. Deambula por la casa como una sombra. Como una sombra sorda a los ruidos. Me levanto. Me doy otra ducha por hacer algo y no volverme loco. Un momento después, la observo hacer en la cocina. Ella vierte leche en un cuenco. Abre la puerta del patio y deja el cuenco en el suelo. Antes de cerrar, ya han maullado cuatro gatos. Odio a los gatos.

Ella vuelve a la cocina. Si no me hubiera vuelto tan loco como ella, diría que está sonámbula. Ni siquiera mira a donde yo estoy. Aún así, lo vuelvo a intentar, como siempre.

—Podemos ir a cualquier sitio, ¿qué te parece? Cogemos el coche y nos perdemos por ahí. Es domingo…

Como si oyera llover. Como si yo sólo fuera el espíritu del marido muerto. No lo soporto más y salgo de casa dando un portazo. Vivo con un fantasma.

—Ha habido otro robo —me dice un agente nada más entrar en la comisaría.

Lo que faltaba. Ya sé lo que eso significa. Un montón de trabajo y acusaciones de ineficacia policial. Se intensifica el dolor de cabeza. Ya no puedo quitarme las gafas de sol ni dentro del edificio. Todo lo que miro me daña el cerebro. Me escondo en mi despacho, conecto la radio local y espero el boletín informativo.

Pido un café y enciendo el primer cigarrillo del día. Deambulo por el despacho intentando concentrarme en algo concreto, pero no puedo. Busco alguna solución mirando por la ventana, pero sólo hallo desolación de calles vacías en domingo.

Afortunadamente, López viene en mi rescate. Abre la puerta y entra con el café.

—Han ocurrido muchas cosas esta noche, jefe.

—Sólo lo que sea competencia nuestra, López. Ya me enteraré de lo demás.

Busco un analgésico en un cajón. Trago un par de aspirinas con el café.

—Lo más importante: un robo.

—Me lo han dicho a la entrada.

—Es otro robo nocturno, en casa aislada y habitada. Han desvalijado los cajones. No entiendo cómo no los oyen.

—¿Y qué coño quieres que haga, López? Vamos a la casa, recogemos el testimonio de los dueños, buscamos huellas, que no suele haber, y ¿qué más podemos hacer? Nada. Nadie los ha visto llegar. Nadie los ha visto irse.

Acabo casi gritando.

—Ya lo sé, comisario. No le echo la culpa.

López para un poco. Me mira con curiosidad. Me estoy llevando las manos a la cabeza y me restriego los ojos.

Dice López que la familia está fuera, poniendo la denuncia. Antes han pasado por un centro de salud para tratar de calmarse.

Hago un esfuerzo y salgo para hablar con ellos. Los veo en la distancia, ante la mesa de un agente, contando su miedo. Se trata de un matrimonio de cuarentones. Él viste un chándal y ella tampoco se ha preocupado mucho de su aspecto esta mañana.

La mujer cuenta a gritos que sus hijos estaban en el dormitorio contiguo. Que qué les ha podido pasar.

No me siento con fuerzas. Me doy media vuelta, dejando a López con un palmo de narices.

—Dile a Medel que se ocupe.

Vuelvo a mi despacho con el dolor de cabeza sobre los hombros.

Blanca, la agente que realiza tareas de relaciones públicas, me anuncia la presencia de un periodista que quiere hablar conmigo. ¡Lo que faltaba!

Fumo un cigarrillo mirando el cielo. Está gris, como mi alma. Frío, como mi corazón. Una torpe bruma de diciembre, como mi cerebro.

Mejor no pensar, así que pulso el botón y le digo a Blanca que haga pasar al periodista.

No me ha advertido que se trata de Juan Requena en persona. Jefe, dueño, periodista estrella y editor de Tele-Mediterráneo Indalo. Alma máter de la política local. Tan pagado de sí mismo que se rasgan los espejos cuando él se mira. Viste un traje de más de mil euros y sus zapatos brillan tanto que caigo en la cuenta de lo mate que está el mármol del suelo de mi despacho.

Un periodista es como una puta. Si viene a verte no es para irse de vacío. También se diferencian en una cosa. La puta da algo a cambio.

Nos estrechamos la mano y lo invito a sentarse.

Tiene aire de antiguo progre. Cuentan que cuando llegó a Baria no tenía más que una cámara de vídeo. Ahora tiene su propio estudio y los políticos lo miman. Debe ser muy útil. Tiene noticiarios tres veces al día, como las cadenas nacionales, y durante los últimos años, en los que la vida en Baria se ha revuelto lo suficiente, más audiencia que aquéllas.

La barba recortada, dignas entradas de cincuentón coqueto y la mirada tan viva a esta hora que sospecho se sombrea la línea de los ojos.

Me pregunto si aún recordará el chiste que le conté sobre el dentista y su paciente: ¿No nos haremos daño, verdad, doctor?

—¿Qué te trae por aquí y trabajando en domingo?

—La información no tiene horarios. Como el delito —responde.

—El delito no tiene horarios. Pero yo sí —apunto.

—Hay asuntos que no pueden esperar —se queja. Veo sus manos vacías. No toma notas. No graba.

—Tú dirás.

Se arrellana en el sillón como si estuviera en su casa.

—En primer lugar, el Ladislao.

—Sobre ese asunto, el Comisario Jefe de Almería va a dar una conferencia de prensa esta mañana.

—Sí. Pero tú lo has detenido. Y yo quiero saber más.

—No hay nada más que la versión oficial.

—Supongo que sí. Pero ¿por qué la policía se ha adelantado a la Guardia Civil? Ellos venían siguiéndolo desde hace meses.

—No hay comentarios.

—¿Cómo se enteró la policía de que estaban ahí sus primos? Venían desde Alicante y se dice que nadie lo sabía.

—Nunca desvelamos nuestras fuentes de información —respondo. Aunque yo también me lo pregunto. ¿Cómo lo sabían López y José Luis?

También pienso que los picoletos me ganan en el aprecio de Juan Requena. Ya me enteraré por qué. Si algo tiene nuestra naturaleza hispánica es que nadie es capaz de guardar un secreto mucho tiempo. Me mira y sonríe irónicamente.

—Y de Lucas, ¿qué me dices? Su sonrisa se amplía como una máscara de goma.

—¿Quién? —pregunto con mi sonrisa de misa dominical, un poco en desuso.

—Sabes perfectamente a quién me refiero. Estuvo detenido el día 13. Luego salió y alguien le dio una paliza de muerte.

—¿Está muerto? No me he enterado —ironizo. Vuelve a ensanchar su cara.

—Los renglones torcidos de Dios —comenta.

Quiere darme a entender que sabe lo que ha pasado. Yo también sé de sus negocios de invernaderos con mano de obra ilegal y barata.

—Ahora recuerdo. Creo que le dieron una paliza tras dejarlo nosotros en libertad. Unos inmigrantes, si no me equivoco. De esos que trabajan como esclavos en algunos invernaderos. Ganan tan poco que lo atracarían para robarle la camisa.

Ríe de buena gana.

—¿Ha puesto alguna denuncia que tú sepas? —añado.

—La ha puesto en la guardia civil. Se ve que le inspira más confianza —me apuñala.

—Seguro. Allí lo denunció su mujer unas horas antes de que casi la matara —digo con toda la mala hostia que puedo.

—¿Puedo publicar ese comentario, comisario? Nos miramos con una sonrisa durante un rato. Cuando se levanta sé que no he ganado un amigo.

Nos despedimos ceremoniosamente. Le digo a Blanca que lo acompañe hasta la entrada. Es tan soberbio que lo entiende como un gesto de deferencia. En realidad, sólo quiero asegurarme de que se va a la puta calle.

Inmediatamente, llamo a López.

—Quiero un informe completo sobre Juan Requena. Quiero saberlo todo sobre él, lo que se sabe y lo que se comenta. Si es verdad eso que dicen sobre los inmigrantes ilegales en invernaderos de los que es propietario. Sus negocios, los legales y los otros, si los tiene.

—Pero, jefe… —protesta López.

—Ha insinuado algo sobre el Lucas. ¿Quieres que nos vayamos todos a la mierda?

Lo miro duramente y López lo acepta con la cerrada convicción de un recluta.

—Nadie debe saberlo excepto nosotros dos. No lo hagas en el ordenador de la comisaría. Tú eres el único que puede hacer ese trabajo. Y recoge pruebas. Podemos necesitarlas.

López se larga tan ancho que no cabe por la puerta.

Sobre las once recibo una llamada del Comisario Jefe de Almería. La rueda de prensa está preparada y él tan contento de chupar cámara un rato.

Ernesto Durán daba vueltas a su terca cabeza sentado en el Renault Laguna. Unos cien metros más abajo, en la misma calle, Miguel Salinas había aparcado su moto y se había metido en un bar.

Durán maldijo el domingo. Llevaba todo el día sin sacar nada en claro. Había encontrado a Miguel Salinas por la mañana en el desguace y luego lo había seguido de un sitio a otro, de una cerveza a una copa y de una copa a una cerveza. Durán intuía que nada podría esperar hoy. Mucho menos cuando descubrió, tan discreto como una flor amarilla en un ojal, un coche de la bofia, situado frente al mismo bar donde acababa de entrar Salinas. Los maderos intentaban disimular, pero estaban demasiado cerca, por eso a él no lo habían descubierto.

Durán estaba seguro de que no tardaría mucho en ocurrir algo. Y cuantas más vueltas le daba al asunto, más clara veía la solución: nadie tiene más que perder que quien más tiene.

Descuelgo el teléfono y de centralita me dicen que alguien insiste en hablar conmigo personalmente. Cuando acepto la llamada, una voz ronca sugiere que visite al Ladislao en el Acebuche, la cárcel de Almería, a donde lo ha enviado el juez, sin posibilidad de fianza por el momento.

Mientras hablo, miro la caja fuerte y pienso en el tesoro o la bomba que guardé.

Advierte la voz que debemos vernos en las oficinas, lejos de los locutorios donde todo el mundo se enteraría de la visita y donde, aunque no lo digan y el juez no lo autorice, se graban conversaciones de los internos. Nadie debe saber que nos vemos. Si se enteran sus primos, que están en el mismo módulo que él, la cagamos.

En menos de una hora estoy allí. Por el camino, aviso de mi visita y me facilitan una oficina discreta.

Cuando entro, el Ladislao ya me espera. Viste un chándal azul de cuando las pelotas eran cuadradas y hiede a sudor viejo. La oficina es tan triste como una celda. Dos mesas metálicas a juego con unas cuantas sillas, un par de ordenadores de antes de nacer Bill Gates y unos archivadores grises. En las paredes, un calendario y la ritual foto del Rey. Una ventana sin postigos deja entrar una claridad blanca, de mediodía tristón.

El Ladislao me sonríe como si fuéramos viejos colegas. De día, su rostro parece aún más deteriorado. No se ha afeitado desde que entró en el talego y el aseo no está entre sus prioridades.

—Si te maqueas en el talego te dan por culo —aclara cuando le pregunto si no se lava en el trullo.

—Tú no podrías maquearte ni en una clínica de Marbella.

El Ladislao se ríe de buena gana y muestra tres dientes de mal color. Dos funcionarios que lo custodian sonríen y, a un gesto mío, salen discretamente al pasillo.

—De todas formas, me tienen miedo. Soy el Ladislao —dice sacando pecho—. Además, creen que tengo el sida.

Por su aspecto, yo también lo sospechaba. Las mandíbulas son una línea blanca afilada, soterrada bajo la barba de punta, y los ojos se han hundido aún más, como los del Dómine Cabra.

—He dicho que he dao positivo en la prueba.

—¿Y no ha sido así?

—No. Yo no tengo sida. Tengo hepatitis.

—Demasiadas jeringuillas, Ladislao.

Se encoge de hombros, dando a entender que ya qué más da. Nos sentamos frente a frente, separados por una mesa. Me pide un cigarrillo y cuando lo prende fija sus ojos en mí.

—Usté y yo podemos hacer tratos —dice.

Me echo hacia atrás. No por lo que dice, sino porque con el humo de su cigarrillo me llega su aliento.

—Otros apaños amás que el que llevamos entre manos —añade. Da otra calada y continúa:

—He pensao que se quede la farlopa y el parné pa usté. Lo miro con cara de póquer.

—¿No me diga que no lo había pensao, eh?

Al sonreír, sus dientes dejan claro que debe visitar al dentista. Se lo hago notar.

—Así podrás salir de vez en cuando de la cárcel. Te darán un paseo hasta Almería.

Se descojona de risa. Las arrugas verticales de la cara se le estiran tanto que los pelos de la barba parecen escarpias.

—Yo tengo lo que usté necesita. Y usté tiene lo que yo necesito.

—El otro día llegamos a un acuerdo porque te entregaste. Si no es algo así, no me interesa nada tuyo.

—¿Qué ha hecho con el costo? ¿Y con el jayere?

—Ya veremos lo que hago. Tal vez lo presente al juez y te metan más años.

Su sonrisa se evapora.

—No me joda —apunta muy serio—. Además, ya no puede. Pongo cara de cansancio.

—A ver si te enteras, Ladislao. Yo soy el comisario de Baria. Mi carrera es intachable. Yo puedo hacer lo que me salga de los cojones. El que no puede eres tú.

—Yo mantengo el trato —afirma.

—¿Qué quieres ahora, Ladislao? No me habrás hecho venir para nada.

—Si hay que ir se va, pero ir pa ná…, ¿eh, comisario?

—Déjate de chistes. No es lo tuyo.

Sonríe y apura la colilla. Hincha los pulmones y la tira al suelo. Inmediatamente, me pide otro cigarrillo.

—Le puedo dar a alguien de vez en cuando.

—¿A cambio de qué?

—Que me despeje el territorio.

El Ladislao cree que Baria es suya. No me extraña. La controla desde hace diez años.

—¿También tenías ese trato con mi antecesor?

—¿Con quién?

—Con el anterior comisario.

Hace un gesto de asco. Escupe al suelo.

—Era un mal bicho. Un viejo de mierda que no se enteraba de ná. En eso tiene razón.

—Si me sobra algo, Ladislao, son confites.

—Y una mierda —protesta—. Sólo cosas chicas. Gentuza, que nunca se entera de ná.

Hago como que lo pienso. El Ladislao espera mi respuesta.

—Aclárame que quiere decir eso de «despejar tu territorio».

—Yo me entero de to lo que pasa en Baria. Si llega alguien nuevo a quitarme el sitio, se lo digo y usté lo detiene.

—¿Y yo qué gano dejándote a ti al mando?

—Que yo tengo limpia la ciudad. No vendo en los colegios. No mato a nadie… A nadie honrao… To ordenao.

Lo miro durante largos segundos. En realidad, no pienso en su oferta, que aceptaré inmediatamente. Y la mantendré mientras interese. Quiero mirarlo para que piense que no me gusta lo que oigo. Enciendo un cigarrillo y me hago el desinteresado.

—No puedo detener a todo el que venga a Baria —considero.

—Pero yo les hago una trampa y se lo entrego con pruebas.

Sé que puede hacerlo. Tiene hombres que pueden incriminar a cualquiera, clientes que le deben favores, todo un submundo a su servicio. Lo que yo necesito. El trato está hecho. Miro la pared durante dos minutos, por lo menos.

—¿Sólo gano eso? ¿Paz de espíritu?

Veo en su cara que no le gusta lo que acaba de oír. Me he puesto más duro de lo que esperaba.

—Si quiere más parné…

Súbitamente, a pesar del mal olor, pego mi cara a la suya.

—Vuelve a intentar sobornarme y te pateo la cabeza.

—¡Eh! ¡Eh! —recula y pone las manos—. Eso sí que lo he entendió bien…

Vuelvo a mi sitio y continúo mirándolo. Titubea y, finalmente, dice:

—También puedo darle otras cosas… Cuando me entere.

—¿Cómo qué?

—Puedo decirle dónde se esconde uno que mató a un policía en Alicante.

Empiezo a oír música celestial.

—Antes hay que resolver dos problemas.

El Ladislao se me queda mirando. No comprende que no acepte aún.

—Necesito un escondite para lo que me has dado. No puedo llevarlo encima.

—¿Quema, eh?

Sonríe. Me prometo a mí mismo que no le daré pie a sonreír una vez más. No es nada agradable su boca abierta.

El Ladislao habla de una casa en Mojácar. Es suya, pero nadie excepto su mujer y su hijo lo saben. A la puerta de la cárcel me espera un coche. Me darán las llaves y la dirección. El maldito cabrón sabía que iba a aceptar. A juzgar por lo que había hecho con la casucha donde lo detuvimos, es un experto en casas camufladas.

—Necesito información. Me interesan sobre todo las mafias que están viniendo a la costa —digo.

Se echa hacia atrás como si le hubiera mentado al diablo.

—Yo en eso no me meto. Es chungo. Yo trabajo na más que con chorizos, que es lo mío.

—Entonces, ¿cómo quieres que te despeje el territorio?

—Lo mío es al por menor.

—¿Chorizos de mierda? ¿Eso es todo lo que me puedes dar? No me interesa, Ladislao.

Se queda con la cabeza baja, mirando el suelo de terrazo, algo sucio.

—Además —le animo—. Te enteras de cosas. ¿Te crees que voy a hacer un trato contigo y te voy a despejar el camino sólo porque me digas algo que yo sabré una semana después? Sabes que soy el segundo, después de ti, que se va a enterar de si alguien viene a vender mierda a tu territorio. Por lo tanto, esto no vale nada sin el resto de información.

Se lo piensa.

—Bueno. Pero no me meta. Le digo lo que me entere, na más. Y si hay alguien chungo, me protege.

—Yo no protejo chorizos, Ladislao.

Tiró la colilla a un rincón.

Nos quedamos en silencio un rato. No nos miramos. Como si estuviéramos solos, cada uno a su bola.

—Vale —dice al fin—. Escribe, jefe.

Escribo los datos del asesino del policía. Luego le pregunto cómo lo sabe. Sonríe, otra vez. Dice que su primo lo había dicho.

Me levanto para irme.

—¿Tenemos un trato, jefe?

Alarga la mano. Se la miro. No me gusta.

—Entre caló y caló no hay Buenaventura, Ladislao.

Nos miramos a los ojos. Recoge velas y se guarda la advertencia en un parpadeo. Luego guarda también la mano.

Camina hacia la puerta, pero antes se me ocurre preguntarle algo más.

—¿Sabes algo de la mujer que atropellaron el año pasado?

Le digo el nombre de Enrique Salgado. Sabe quién es, como todo el mundo de Baria. Sabe que a su mujer la habían atropellado.

—Mi mujer me lo dijo. Y que luego se casó con otra. Como si fuera un culebrón.

—¿Sabes quién la atropelló? —le insisto.

—Yo no me meto en las cosas de los ricos —ataja—. Eso es un mundo mu complicao.

Salgo de la cárcel. Dejo atrás el aire afligido de sus muros gruesos y marrones. Subo a mi coche. No veo a nadie, pero cuando salgo a la carretera, ya adivino su presencia. Pone el intermitente para entrar en la primera gasolinera. Yo hago lo mismo. Un hombre agitanado baja de un Renault Megane con más achaques que un geriátrico y se encamina hacia los servicios. Lo sigo. Una vez dentro, me entrega, sin decir palabra, un sobre. En una hoja en su interior, mal escrita, está la dirección de la casa de Mojácar. Alguien ha escrito, además, la palabra harmario. También hay unas llaves.

Cincuenta minutos después llego a Mojácar. La casa repite el mismo patrón que la casa de Baria. Es la primera que se adhiere al casco blanco y abigarrado del pueblo en el flanco de más difícil acceso. A un lado, el campo; al otro, ya las callejuelas empinadas, estrechas y sinuosas. Se ve que el Ladislao elige siempre la primera. Es más fácil controlar los alrededores.

No se accede por la carretera principal que lleva al pueblo, sino por un camino lateral que se pierde entre campos. He tenido que preguntar en una gasolinera y aún así dar cuatro vueltas antes de encontrarla.

Me encuentro unas pitas, una higuera y una almuzara. Dan paso a una terraza de cemento donde se alza la casa, encalada como una novia. Observo la calle que asciende desde la casa del Ladislao, pero sólo veo postigos cerrados y silencio.

Si piensa el Ladislao que voy a utilizar el escondite que él ponga a mi disposición o que me voy a quedar con su mierda y su dinero, ya puede esperar. Doy unas cuentas vueltas por los alrededores y me largo por donde he venido. Me detengo en una gasolinera antes de Baria y, en el bar, tomo una cerveza y un bocadillo.

Respiro hondo cuando aparco frente a la comisaría.

Al primero que veo al bajar del coche es a López.

—¿Qué haces aquí? Es domingo todavía.

—Estoy con el informe del robo —explica.

—¿Y Medel?

—Está siguiendo a Enrique Salgado o a Miguel Salinas.

—¿Tan mal andamos de gente?

—Peor. Por eso estoy echando una mano. De todos modos, la otra opción era ir a comer a casa de mi cuñada. Y cocina de pena. Y encima hay que poner buena cara y comérselo todo. Si no comes, porque no comes, y si comes, encima te ponen más porque se creen que te gusta…

—Bueno, déjalo ya.

Nos adentramos por los pasillos de la comisaría.

—¿Por qué no responde al teléfono, jefe?

—También es domingo para mí, ¿no?

—Bueno.

Entramos en mi despacho y me lanzo sobre mi sillón. Suspiro.

—¿Está cansado, jefe?

—Hay cosas que cansan más que otras. Saco una nota del bolsillo.

—López. Llama a la Comisaría de Alicante que corresponda. Dales esta dirección y diles que allí está un tal José Pacheco según ha sabido el comisario Carrillo, de Baria.

—¿Quién es ése? —pregunta López.

—Un cabrón que mató a un policía. Hazlo ahora mismo.

—¿Cómo lo sabe, comisario?

—Porque soy comisario. Si no lo supiera, haría tu trabajo. ¿Qué os creéis, que llevo todo el día tocándome los huevos?

López sale escopeteado. No está acostumbrado a que le pare los pies. Soy demasiado condescendiente. Se pone nervioso sólo de pensar en la posibilidad de que cojan al asesino de un compañero.

Entra por la ventana una claridad mortecina, de tarde que se vence. Pero el mustio resplandor es suficiente para herirme los ojos. Me siento tan cansado que no puedo recordar cómo se está cuando uno se siente bien.

Vuelve López un instante después, satisfecho de haber enviado el mensaje y con ganas de ajetreo y comentario.

—Les echaron un gas tóxico, dice la familia —comenta. Le pregunto de qué habla.

—Del robo, jefe. Parece mentira.

—¡Ah! El único gas tóxico que utilizaron es el terror de saber que hay alguien en la oscuridad de tu dormitorio —respondo—. ¿Tienen servicio?

—No. Una chica española que va a limpiar dos veces por semana.

—¿No tienen relación con extranjeros? ¿Ni un jardinero? ¿Ni el panadero? ¿Ni un chapuzas que les haya hecho algún trabajo?

—No. Se lo he preguntado veinte veces. Ninguna relación.

—Pues alguien vigiló la casa. Alguien informó a los que entraron. No sería por casualidad.

López hace un gesto de desaliento.

—No tenemos nada. Es un callejón sin salida. He pasado la información a Madrid. Será uno más para la estadística.

Me fastidia dejar el asunto así. Se me ocurre de pronto:

—¿Hay obras cerca de la casa?

—Sí. Están haciendo una casa enfrente. Como para no fijarme, me han pedido que quitara el coche para dejar pasar una hormigonera.

—Comprueba enseguida qué empresa es y a quién tiene empleado. Si te dice que no tienen extranjeros, te vas a la obra y los controlas. Y si los tienen, te los traes. Como sea.

—¿Y si tienen papeles?

—Te los traes también.

—No creo que sirva de mucho. Coño, jefe, hay obras en toda la ciudad. Miras Baria de lejos y no ves más que grúas.

—Inténtalo de todos modos. No perdemos nada.

Lo que había dicho Lucía no admitía réplica. Todo había ocurrido por el dinero de Ana. El dinero que lo atrapó. Para casarse con una mujer de la que no estaba enamorado. Para no dejarla cuando se enamoró de Lucía. Lucía lo había comprendido. Lo había comprendido tan bien que su lucidez provocaba terror.

Pensaba en esto mientras conducía hasta las oficinas de Megasur S. A. Tenía que comprobar cuánto dinero quedaba en la caja. Dinero. Dinero. Dinero. De no ser por el dinero de Ana no tendría que pasar por esto. Temía cómo podía acabar todo. Podía ser un desastre.

Entró en el parking situado bajo el edificio de Megasur S. A. Descendió la rampa y aparcó el Lexus en mitad del espacio casi vacío. Sólo tres o cuatro coches que dejaban algunos empleados. La soledad del garaje le comunicaba un aislamiento total. Ahora no estaba Lucía a su lado para transmitirle su seguridad y su fuerza.

Se apeó del coche. Un ruido lo sobresaltó. Sólo era la puerta del parking, que se cerró con un portazo metálico que, de ordinario, en medio del ruido diurno, pasaba desapercibido y que ahora, sin embargo, sonó como un cerrojazo.

Caminó por los pasillos desiertos. Las oficinas, a oscuras, tenían un aire clandestino. Se sentía como un ladrón.

Cogió en su despacho un maletín y bajó al segundo sótano, abrió una puerta que tenía tres cerrojos y encendió una luz cenital, tan lechosa que todo se veía borroso. Sólo Inma, Pablo y él tenían acceso a esta habitación y al interior de la caja. Tendría que pedirle sus llaves a Pablo y cambiar la combinación de la caja.

Abrió la caja fuerte. Revisó por costumbre o por distraer su mente algunos documentos y contratos, bonos y pagarés, y después extrajo una vieja cartera de cuero. Contó el dinero según los fajos. Cuatrocientos sesenta mil.

Mañana tendría que ir a Almería, visitar varias oficinas bancarias y sacar de las cajas el resto.

Sintió una siniestra satisfacción tocando el dinero. De no ser por él tampoco habría conocido a Lucía, reconoció. Lucía. Lucía. Lucía. Cuyo amor lo había colmado tanto, lo había saciado tan plenamente.

El dinero en sus manos era una mezcla turbia de terror y amor, de muerte y de carne viva.

Volvió en sí tras su turbación y dejó el dinero donde estaba, cerró la caja y apagó la luz.

Volvió a oír sus pasos resonando por los pasillos vacíos. Cerró puertas y volvió al garaje. Abrió el Lexus y sintió que era un alivio largarse de allí.

—Buenas noches —dijo una voz, de pronto, a sus espaldas.

—¿Quién es usted? —preguntó, girando sobre sí mismo, tan asustado que sintió un escalofrío súbito y agudo como una fría corriente eléctrica. Un sudor helado le empapó el cuerpo en un instante. No estaba preparado para esto. Esto no, por Dios.

El hombre salió de detrás de una columna. Se encontraba a unos metros de él. Se acercó lentamente. Cuando estuvo muy cerca, le tendió una tarjeta.

—Ahí lo pone. «Ernesto Durán. Investigador mercantil».

Salgado dio un paso hacia atrás y quedó atrapado entre el Lexus y el hombre. Pero éste se detuvo, esperando con la mano tendida, mientras él comprendía el gesto que en un principio le pareció absurdo. Por fin, cogió la tarjeta.

—¿Qué quiere? Éste no es lugar para hablar —dijo, reponiéndose.

—Se equivoca. Es el lugar idóneo.

Durán intentó tranquilizarlo.

—Sólo quiero hablar con usted.

Luego fue directo al grano.

—La policía está convencida de que el atropello de su primera esposa fue un asesinato.

La luz del garaje se apagó de repente. Salgado apretó el mando a distancia del Lexus. Las luces del coche los iluminaba débilmente, como si estuvieran en una pecera. Durán continuó.

—Y hay muy pocos sospechosos, señor Salgado. Sólo dos personas se beneficiaron de la muerte de su esposa. Usted y la que era su amante.

Durán prendió un cigarrillo mientras esperaba su reacción.

—¿A esa conclusión ha llegado usted solo? —dijo Salgado.

—No me menosprecie. No le conviene. Sé de quién se sospecha y por qué. Sé quién conducía el coche, cómo se pagó el trabajo. La policía está cerca de ustedes.

—La policía no tiene nada —atajó Salgado, evocando inseguro las palabras de Lucía.

—¿Eso cree? Está usted en manos de un indeseable. Ese hombre, Miguel Salinas, lo venderá en cuanto la policía le apriete las clavijas. Lo he estado siguiendo. Y sé que su mujer lo visitó ayer. Usted también lo vio. Les está chantajeando, ¿verdad?

Salgado no respondió.

—Su silencio lo dice todo. No soy estúpido, señor Salgado. ¿Qué quiere?

—Todas las cuerdas tienen un punto débil. El suyo es el conductor del coche, el hombre que lo hizo. Si falla la cuerda por ahí, nada los podrá salvar. Terminarán en la cárcel. Su maravillosa vida de rico, su magnífica casa, sus coches caros, su bella mujer.

—¿Para quién trabaja? Durán sonrió.

—Me contrató la compañía con le abonó el seguro de vida. Más de un millón. ¿No lo esperaba, verdad? Se ha convertido en un asesino incluso para una triste compañía de seguros.

Ambos se miraron lentamente.

—¿Qué sugiere que haga? —preguntó Salgado.

—Contrató al hombre equivocado. El hombre del desguace es un chorizo de poca monta. Esto le viene grande. Cuando esté maduro, y estoy seguro de que la policía lo ha dejado suelto para que haga algún movimiento, lo detendrán, le presionarán, le ofrecerán un trato y se ablandará como mantequilla. Y le aseguro que falta poco para que eso ocurra.

Salgado miró la tarjeta que tenía en la mano. Durán la señaló.

—Una llamada suya y el conductor no será un problema. Usted y su bella esposa podrán dormir tranquilos el resto de sus días.

—¿A cambio de qué?

—Usted cobró más de un millón de euros. Quiero la mitad. En Suiza, claro. Usted sabrá hacerlo. Ni siquiera le pido nada por anticipado.

Se hizo un silencio espeso.

—Soluciono el problema. Y sin prisas, unas semanas después de que todo se tranquilice, usted paga. Me fío de usted.

Durán tiró la colilla. La aplastó con la punta del pie.

—Una llamada, recuérdelo. Una llamada y la pesadilla habrá concluido.

Durán dejó que las palabras calasen hondo, como una lluvia espesa.

—Salga usted de aquí. Después saldré yo.

Salgado subió al Lexus. Arrancó. Durán se acercó al coche y llamó su atención. Salgado bajó el cristal.

—Por cierto. La policía lo está vigilando. Están detrás de usted. Es un Renault Clio azul aparcado frente al edificio, un poco más arriba.

Salgado se quedó atónito, la boca ligeramente abierta, con una expresión estúpida en la cara. Durán aprovechó.

—Ya le decía que están esperando que cometan algún error. No sea estúpido. Marque mi número.

Tocó Salgado inconscientemente el bolsillo de su chaqueta, donde había guardado la tarjeta que le dio el detective.

—Si no lo hace, le haré daño yo también —amenazó Durán.

Salgado aceleró. Quería salir de allí cuanto antes.

Ceno en el club de Mike. A veces prepara un sándwich para los pocos habituales. No se lo he pedido, pero él lo trae con una cerveza. Cuando termine, me servirá la copa que he pedido. No admite réplica.

Luego se ocupa de sus invitados. Mike ha hecho la obra buena del mes: tres pelanas aporrean sus instrumentos sobre la tarima. Podrían bastarse con la quincalla que llevan en las orejas, las muñecas, la nariz y los dedos. Además, tocan una guitarra eléctrica, un bajo más alto que el canijo a él adosado y una batería.

Han intentado remedar algunos temas clásicos y se parecían a su original tanto como una danza guerrera al Réquiem de Mozart. Pero ilusión no les falta.

Enrique Salgado giró a la derecha, por la Gran Vía, en busca de la salida de Baria hacia Garrucha y Mojácar. Vio el Renault Clio aparcado frente a las oficinas de Megasur S. A., pasó junto a él y pudo fijarse en el hombre sentado al volante y que disimulaba trajinando la radio. Salgado creyó reconocerlo como el inspector que lo había visitado junto al comisario.

Sintió un estremecimiento. El sudor se pegaba helado a la nuca y a la espalda. Giró el mando de la calefacción y elevó varios grados la temperatura interior del Lexus.

Había caído por completo la noche. Sintió con aflicción que se avecinaba la noche más larga del año, y lo tomó por un mal presagio. El cielo se había cubierto y lloraba unas gotas gordas y agónicas que manchaban el parabrisas y ennegrecían el asfalto.

Comprobó por el retrovisor que el Clio lo seguía. Dio varias vueltas al azar, en algunas manzanas, antes de salir de Baria, y allí estaba siempre, sus faros como unos ojos acusadores en el retrovisor. Sintió un ataque de pánico. El detective tenía razón. Sólo podían seguirlo porque lo consideraran sospechoso de asesinato. Y, siendo así, estaban a la espera de un error. Una luz súbita y terrible se encendió en su mente. El pago. El pago sería el momento más peligroso. La prueba que la policía necesitaría. Nunca podría justificar el pago de esta cantidad a un individuo como el del desguace.

Si muriera.

Acarició la idea. Pero entonces tendría el mismo problema con el detective. Y éste parecía aún más peligroso, aún más listo. ¿Cómo se había introducido en el garaje? Y lo que es más escalofriante, ¿cómo había podido averiguarlo todo?

Salgado se estremeció de terror. Ya no bastaba la confianza de Lucía para tranquilizarlo. Había cosas que ni ella podía controlar. La furia del hombre que la había golpeado. La astucia del detective. Estaban en sus manos. Y sólo podía optar por pagar y arriesgarse a ser detenido, o mandar asesinar y tener pendiente otro crimen. Salgado dio un frenazo. Estuvo a punto de saltarse un semáforo en rojo a la entrada de Mojácar y atropellar a un peatón que paseaba un perro en la oscura noche. Le recriminó el peatón y Salgado optó por apartar su coche a un lado. Cerró con fuerza los ojos. Se llenaron de lágrimas. Abrió la puerta del coche y dio varias arcadas con el cuerpo fuera. Pero fueron inútiles. No pudo expulsar nada, ni siquiera el pavor que se había apoderado de él.

Entonces reparó de nuevo en el Clio. Se había situado tras él, a cierta distancia.

Bajó bruscamente del Lexus y caminó decidido hasta el Clio.

—¡Yo no fui! —gritó, deteniéndose a unos metros—. Mi mujer… Lucía pagó a ese hombre del desguace… ¡Yo no sabía nada!

Medel bajó del coche.

—¿Cómo? ¿Qué dice?

No supo en ese momento si lo que mojaba el rostro de Salgado eran lágrimas o lluvia.

—Tiene que venir conmigo y firmar una declaración —dijo Medel, entendiendo por fin.

—Tiene que saberlo el comisario —dijo Salgado.

—Tranquilícese. Tiene que venir conmigo y firmar una declaración —invitó Medel, la mano tendida.

Salgado lo miró durante un segundo eterno, súbitamente rígido, como si de pronto hubiera reparado en algo olvidado. Se dio la vuelta y corrió hasta su coche. Aceleró hasta perderse por las calles de Mojácar mientras Medel llamaba urgentemente por teléfono.

Me lo explica aceleradamente. Le pido más detalles y lo repite.

—¿Te ha firmado una declaración? —le pregunto dos veces.

—No —repite Medel—. Pero…

—¿No ha querido?

—No. Entonces se ha dado la vuelta y se ha marchado corriendo.

—Entonces no nos sirve de nada —lamento, aunque me irrita su insistencia.

Nunca perderá esa tenacidad que da cierta clase de inocencia. Un poli dice que una noche el sospechoso de asesinato confiesa que los verdaderos culpables son… Se reirían de mí desde el fiscal hasta los abogados de los acusados si me presentara con eso ante un juez. Aunque cosas peores se han visto…, bastando el testimonio de un policía y ninguna otra prueba que lo corrobore para condenar a muchos. Pero no es el caso de Enrique Salgado. Ni de Lucía Ugarte. Ellos pueden pagarse una bonita presunción de inocencia. Y pagársela al paria del desguace.

Se lo digo por tercera vez y lo mando a acostarse. Mañana será otro día. Como no se queda tranquilo, admito que por la mañana comentaremos el asunto. Así lo dejo pensando un rato.

He tenido que salir a la calle para hablar con él. Cae una llovizna lenta y gruesa. En Baria la lluvia es un acontecimiento y siento que purifica el ambiente. Y mi alma. Si es que tengo. Pero es tan débil la lluvia que debo esperar un poco para mojarme a gusto antes de volver al local.

Los entusiastas, sin duda amigos de instituto de los músicos, vocean y aplauden sin reparos y se palmean con el tal Johnny, que da nombre al grupo y que toca la guitarra. Ahora se les ha unido una cantante. Se trata de una chica ancha de caderas, ancha de culo, ancha de tetas y ancha de cara. Pero cuando comienza a cantar los jadeos de los otros tres parecen elevarse y aquello parece blues de verdad. Me dejo calar por la sorpresa. Suena como una imitación digna de Shirley Bass. No hará carrera en los Estados del Sur pero le agradezco el rato que pasa cantando. Consigue que me olvide de todo. Hasta Mike se me acerca con una sonrisa en los labios.

—¿Qué te parece?

—¿Puedo comprarme la chica?

—¿Para qué? —pregunta sorprendido.

—Me gusta. Canta bien.

—Eso pienso yo. Les he prometido una noche al mes si trabajan duro.

—¿A ellos también?

—No quería ser cruel.

—Bueno. Vale la pena intentarlo, por ella.

Mike se aleja. Esta noche pone más copas que en toda la semana anterior. El Baria City Blues no es un local muy frecuentado. Sólo algunos habituales, casi todos gente entre los treinta y cinco y los cincuenta y cinco. Los que nos hemos educado en la música del Imperio. El Imperio sigue siendo el mismo, pero por desgracia la música no. Ahora se educan con esa mierda de rap, que sirve para que cualquier imbécil se suba a un escenario.

Haber intuido la verdad del caso de Enrique Salgado me produce una sensación agridulce. Me planteo la veracidad de lo que ha confesado a Medel y concluyo que no lo sé. Pido a Mike mi tercera copa y, mientras tanto, voy al servicio.

Paso ante Estela, que es como se llama la cantante, y que inicia un soul sin música, de mérito, que me acompaña. Cuando vuelvo a mi mesa hay alguien esperándome: el rostro de mujer dulce de Elena Silva. Cabello negro corto, frente despejada, unos pendientes mínimos en unas ojeras deliciosas, una nariz pequeña, unos labios delicadamente dibujados que sonríen, unos pómulos suaves y unos ojos que brillan en las luces indirectas del Baria City Blues como esmeraldas.

Sólo con verla allí sentada sé lo que busca.

Mike nos observa de reojo. Descubro en su expresión que ella le ha preguntado cuándo encontrarme aquí. Aunque simula un encuentro casual y no sabe cómo decir lo que quiere. Pero Mike viene en su ayuda y nos pregunta si la señora desea algo.

Es suficiente, porque ya estoy obligado a invitarla. Y lo hago con un embarazo en el vientre que me recuerda otras épocas, demasiado lejanas. Mientras, Estela se atreve con Georgia in my mind. Pienso que la chica se merece un premio, aunque mi capacidad crítica es nula cuando me hacen feliz.

Le pregunto a Elena si le gusta el club, si viene mucho por aquí. Luego comento lo bien que canta la chica, hago un comentario sobre los acompañantes y Elena sonríe.

Cuando lo hace, no puedo evitar que me venga a la memoria el rostro magullado, tan distinto, de las fotografías que vi hace tan sólo unos días. Lamento comprobar cómo nos cambia la violencia, pues hace difícil entender que aquella mujer humillada sea la misma que ahora está sentada, hermosa, junto a mí.

Ella intuye mi pensamiento con su clarividencia de mujer exapaleada, porque enseguida coloca su mano sobre la copa, baja la mirada y dice lentamente:

—Le estoy muy agradecida.

—¿Por qué?

—Por lo que ha hecho con Lucas.

—Sólo lo detuve. Lo interrogué un poco. Nada más.

Elena eleva los ojos y sonríe. Pero su rostro está triste. Es como si viera su corazón helado. Pone su mano sobre la mía. Es muy suave.

—Gracias.

Claro que lo sabe. Y yo sé que ella lo sabe. Y soy el caballero andante ante su dama. Su mano me redime de tanta porquería. Bendita seas.