La luz del sol latía en sus sienes como el insoportable pulso de un corazón descomunal. No pudo abrir los ojos. Tenía la boca áspera como si hubiese masticado ortigas. Se llevó las manos a la mejilla. Aún le escocían los arañazos.
Lucía. ¿Dónde está?
Le costó recordar que habían vuelto a casa en silencio. Sin mirarse, sin hablar. Ella había corrido hasta la casa y se había encerrado en el dormitorio. Él tampoco quiso verla. Se quedó en el salón, mirando la inmensa noche desde el vacío de su terraza, suspendido en la negrura. Añadió mucha ginebra sola, cuanto más bebía más se excitaba y menos comprendía. Hasta que la ginebra pudo con él, muy poco antes de amanecer.
Estaba retorcido sobre un sofá. A sus pies, la botella de ginebra, vacía. Fue a la cocina y bebió agua del grifo. Sintió una arcada, pero aguantó. Se lavó la cara. Afortunadamente no había llegado Rosario. No recordó qué día era hasta un rato después, cuando volvió al salón, buscando un cigarrillo y preguntándose qué demonios había ocurrido la noche anterior, incapaz de aceptar que su temor se había confirmado.
Entonces oyó los tacones. Se volvió y allí estaba. Se había peinado y maquillado con esmero, como cualquier otro día. Incluso más elegante de lo habitual. Vestía un traje beige y una blusa fucsia.
El maquillaje disimulaba una ligera hinchazón en el labio superior. Algún golpe descargado en la oscuridad había alcanzado sus labios rojos. Lucía lo miraba detenida, serenamente.
Se sintió observado, empequeñecido.
—Me voy —dijo ella.
Salgado carraspeó. Despeinado, los ojos heridos de luz y con ojeras, sin afeitar y la ropa sucia. Su mirada era desvaída y él lo sabía.
—Quiero que te asees. Te vestirás como todos los días y acudirás a tu trabajo, como siempre. Aunque sea sábado, quiero que vayas a la oficina o a cualquier otro sitio y te dejes ver —continuó Lucía. Su tono de voz no dejaba lugar a dudas.
Salgado carraspeó y finalmente acertó a preguntar:
—¿Como siempre?
—Como siempre. No ha pasado nada. Anoche no existió. Es un nuevo día. Haremos nuestra vida normal.
—¿Vida normal? ¿Vida normal…? —Salgado fue capaz de elevar la voz, de oponer lo que creía un golpe de dignidad ante la frialdad turbia de la mujer.
Pero cuanta más firmeza quería él aparentar, más displicente y serena se mostraba ella, quien sonrió antes de pronunciar las siguientes palabras:
—No olvides que siempre puedo decir que tú lo sabías. Que lo planeamos juntos para quedarnos con todo lo suyo.
Lucía se quedó mirándolo fijamente, asegurándose de que acababa de captar el mensaje. Después, torció la boca en un gesto de desprecio, se dio la vuelta y desapareció. Salgado la oyó bajar las escaleras afilando los tacones en los peldaños de granito. Luego oyó la puerta cerrarse con contundencias de madera gruesa. Y su mundo se quedó, durante un rato, sellado como un nicho.
Era impensable la sombría frialdad de Lucía. Se quedó dando vueltas a las palabras en su mente como a brasas que quemasen en la mano. Y finalmente entendió la amenaza. La entendió con tal claridad que se sintió solo, tan sólo como jamás había estado.
Envío a Medel al Juzgado de Guardia a primera hora de la mañana, con el Ladislao y sus primos. Todos irán a prisión. La nota de prensa será muy escueta. Pero López ya se encargará de hacer llegar a algunos periodistas que el éxito de la operación ha dependido de un segundo registro llevado a cabo por el comisario Carrillo en la vivienda del Ladislao y en la contigua, de la que había sospechado como escondite. No haría falta ni media palabra más para convertirme en un policía sagaz y admirado.
Me ocupo de redactar la nota y luego llamo a mis superiores para ofrecerles toda clase de explicaciones. Que habíamos recibido un soplo apenas unas horas antes de llevar a cabo la entrada y registro y no pudimos esperar. También me justifico diciéndole al Comisario Jefe de Almería que el motivo de no haberlo llamado antes era porque hasta el segundo registro habíamos considerado un fracaso la operación.
Luego, al Delegado del Gobierno aclaro que no tenía conocimiento de que la Guardia Civil llevase a cabo un seguimiento del Ladislao, pero que si lo hubiera sabido, desde luego hubiera compartido la información. Es mentira y él lo sabe, pero lo acepta. Le pregunto si quiere estar en la conferencia de prensa que se dará mañana junto al Comisario Jefe y apenas necesita el señor delegado un segundo para olvidar todas las objeciones posibles.
Después vuelvo a llamar al Comisario Jefe y le insinúo que el señor Delegado ha sugerido la conveniencia de que debía estar acompañándolo en la conferencia de prensa. El Comisario Jefe se muestra conforme, por supuesto.
Cuelgo. Una vez solucionadas las cuestiones políticas, sólo queda un extremo que cuidar, y mucho.
Bajo al sótano. Abro el maletero del Golf, levanto la tapa de la rueda de repuesto y saco una bolsa de viaje con el dinero y la coca del Ladislao. Subo por las escaleras diciendo a todo el que me cruzo que necesito descargar la tensión después de lo del Ladislao. Cierro la puerta de mi despacho y abro la caja fuerte. Tiene una combinación y una llave, que sólo yo poseo, y que hasta ahora estaba en un cajón de mi mesa. Introduzco la bolsa y cierro la caja. Paso diez minutos redactando un informe confidencial que guardo junto a la bolsa. Tal vez no tenga que abrirla en mucho tiempo, pero si alguna vez debo hacerlo, debo dar una explicación. Coloco la llave en mi llavero y éste en mi bolsillo.
Tras cambiarme, bajo al gimnasio, contiguo al sótano. Subo a una cinta de correr, pero no más de media hora. Suficiente para darle vueltas a la cabeza y preguntarme cómo y por qué ha salido todo de esta manera y cómo he accedido a hacer un trato con un chorizo que no es de fiar.
Sudo como un cerdo, si es que los cerdos sudan. Y creo que sudo más por la preocupación que por el esfuerzo de mis piernas.
Estoy otra media hora golpeando un saco. Cuando ya me duelen todos los músculos del cuerpo, me destrozo intentando hacer flexiones. Tengo que tomar aliento tres veces.
Un rato más tarde, después de una larga ducha, vuelvo a mi despacho, miro la caja fuerte preguntándome qué estoy haciendo.
No tengo tiempo de contestarme, porque llega Medel, que vuelve del Juzgado.
—Prisión incondicional para todos —dice a modo de triunfo.
—¿Acaso lo dudabas?
—Bueno. Supongo que esta vez sí nos pondrán unas cuantas medallas —dice, ufano e ingenuo.
—No te hagas ilusiones. La rueda de prensa la darán el Comisario Jefe y el Delegado del Gobierno.
Va a iniciar una protesta, pero levanto la mano.
—Medel, yo no estoy comenzando una carrera, me basta con mantener lo que tengo.
Advierto una luz de desprecio en su mirada, pero no dice nada y cambia de tercio:
—He llamado al dueño del desguace para interrogarlo. Tardo muchos segundos en acordarme del tipo grasiento.
—Ya ha llegado. ¿Quieres interrogarlo tú?
Sé que desea hacerlo, así que lo dejo hacer.
—Estaré en la sala uno —dice antes de salir.
Miro la caja fuerte, sin comprender que Medel no le haya dirigido ni una sola mirada. Me río de mí mismo y me fumo un cigarrillo.
Cuando me levanto, las agujetas cristalizan todos mis músculos y amenazan con desgarrarlos. Resisto y miro por la ventana. Más allá hay un hermoso día de invierno, cálido y soleado. La gente entra y sale del mercado y camina por la calle sin prisa, como corresponde a una mañana de sábado en un Sur de por sí perezoso.
Desciendo hasta la pecera, que también está en el sótano. A través del cristal puedo observar a Miguel Salinas sentado ante la mesa metálica. Aunque no está detenido, Medel está haciéndose el duro. Aprieto el botón y suena su voz a través de los altavoces.
—Tienes que decirme de dónde has sacado el dinero para comprar un negocio como ése. Eras un muerto de hambre hace tan sólo un año —dice Medel.
Responde que le prestaron el dinero. Da unos nombres que Medel apunta en una libreta. Tendremos que interrogar a los prestamistas para comprobar si es verdad. Trabajo para Medel, que ahora lee unos documentos que tiene sobre la mesa. Confirman que un tal Cristóbal Ugarte, padre de Lucía Ugarte, había tenido un Range Rover del color del que tenemos en el garaje. Miguel afirma no conocer a nadie con ese nombre.
—¿Quién llevó el coche al taller?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes?
—Entonces el desguace no era mío.
—Pero luego sí.
—¿Y qué?
—Que a ese coche le has prestado atención especial. Lo tenías tras la oficina, a resguardo, y sin desguazar.
Salinas se lo piensa. Mueve la cabeza varias veces, como si no supiera lo que decir para convencer al policía.
—Cuando compré el negocio no había documentación de ese coche. Además, a veces meto gente. Pero sin contrato. Me han perdido papeles, han quemado cosas, yo qué sé.
Entro violentamente en la sala y me inclino sobre él, muy cerca de su cara, echándole todo el aliento del cigarrillo que acabo de fumar.
—El análisis de pintura en una señal de tráfico, en el lugar donde atropellaron a una mujer, coincide con la pintura de tu coche —suelto mi farol al tiempo que cargo un poco la mano, como sin querer, en su cogote, para que vaya comprendiendo que ésta no es la sala de espera de la manicura. Estira la cara en un gesto de asco. Medel se ha quedado de piedra—. ¿Sabes lo que eso significa? ¿Eh, lo sabes?
Se queda callado. Tiene la cara vuelta hacia su derecha y hacia abajo, pero de reojo no aparta unas pupilas negras, que arden, de mi cara, preguntándose qué coño estoy diciendo y hasta qué punto es cierto.
—Significa que te vamos a encasquetar un asesinato.
—Pero yo no…
—¿Y a mí qué coño me importa?
Medel y Salinas se quedan en silencio. Un silencio tan espeso que no se oyen ni nuestras respiraciones. Cuando ha pasado un tiempo tan largo que temo que nos cristalicemos, continúo, ahora muy lenta y tranquilamente, para que lo entienda muy bien:
—A mí me importa una mierda que tú atropellaras a esa mujer, ¿no lo entiendes?
Le doy una palmadita serena en el hombro, como a un colega. Enciendo un cigarrillo tranquilamente y doy unos pasos a su alrededor.
—Pero si tengo el coche, la muerta, y un matao al que colgarle el atropello, me pongo una medalla.
Me señalo el pecho, golpeándome el corazón con dos dedos.
—Una medalla, tío.
—Pero yo no sé nada de una mujer atropellada.
Salinas está tan blanco que parece que le hemos pintado la cara con cal. Se lleva las manos a la cabeza, como si le doliera terriblemente.
—Yo no sé nada de una mujer muerta, no sé nada de lo que dice —tartamudea.
Miro a Medel. Sabe que se lo he puesto en bandeja y hace un gesto de asentimiento con la cabeza.
—¿Funciona el Range Rover? —pregunta Medel.
—¿Cómo que si funciona? —Salinas tarda en aceptar que ahora le hemos hecho una pregunta sencilla.
—Que si arranca, si puede circular.
—Habría que repararlo. Le faltan piezas del motor.
—¿Desde cuándo?
—No lo sé. Había sufrido un accidente, ¿qué quiere que sepa yo?
—¿Y por qué no lo has desguazado durante todo el tiempo que ha estado en tu negocio?
Medel pregunta con seguridad y sin darle tiempo a respirar.
—Lo iba vendiendo por piezas, así le sacaba más dinero.
—Hace dos días el coche tenía el número de chasis perfectamente, y también estaba grabado en los cristales. Se los quitaste antesdeanoche, ¿por qué?
—¿Cómo lo sabe? —Salinas levanta la cabeza.
Le sacudo una colleja, ahora que casi se había olvidado de mí.
—¿Por qué? —grita Medel.
Salinas balbucea alguna respuesta, pero no le doy opción de inventar mucho. Cierra los ojos con fuerza mientras le echo el brazo por encima y me pego a él.
—¿Por qué has ocultado el número de chasis?
—¿Han entrado sin permiso?
No es estúpido. Ha reaccionado de la peor manera posible. Se lo dirá luego a su abogado.
—¿Y a quién cojones le va a importar eso cuando te carguemos el mochuelo de un asesinato, capullo? Tenemos un testigo.
—No pueden sab…
No quiere seguir hablando, huelo su miedo. Si antes no tenía dudas sobre lo que dijo el detective, ahora tengo la certeza.
—Venga, tío. Esto no puedes llevarlo solo —le digo, con cierta camaradería.
Salinas se lo piensa un rato. Incluso le ofrezco un cigarrillo y le doy fuego. Echa el humo con fuerza, con la misma intensidad con que se debaten sus neuronas.
—Un hombre vino antesdeayer, por la tarde —comienza—, y preguntó por el coche. Me dijo que lo desguazara en ese momento. Tenía que hacer desaparecer la documentación y el número del chasis y de los cristales.
—¿Quién es?
—Enrique Salgado se llama.
—¿Fue él quien llevó el coche al desguace?
—Ya le he dicho que no lo sé.
El detective dijo que había hostilidad de este tipo contra Enrique Salgado cuando se despedían. No cuadra con un encargo.
—¿Qué hiciste la noche del 13 de diciembre del año pasado? —pregunto.
—Estuve en el club Paraíso —contesta Salinas.
—¿Cómo es que te acuerdas tan bien?
—Porque mi cumpleaños es el catorce.
Ahora sé que he mordido algo sólido. Por primera vez pienso seriamente que podremos tener un caso.
Salimos de la pecera. Salinas se queda allí, buscando algo infructuosamente en los bolsillos de su mono.
—Se ha tragado lo de la pintura —dice Medel.
Le ordeno que deje libre al pájaro. Encerrado no nos sirve de nada. Comprobaremos su coartada y luego ya veremos. También volveremos a visitar a Enrique Salgado.
—Tiene muchas cosas que aclarar —digo.
—Ese tío no está limpio —enfatiza Medel.
Se habían citado en una cafetería céntrica de Baria. Rafael entró y buscó con la mirada a Ernesto Durán. Éste se levantó de una silla al final del local y llamó su atención. Cuando Rafael estuvo frente al detective no se anduvo por las ramas.
—¿Qué ha averiguado?
—Que su hija tenía un amante. Que tenía intención de pedir el divorcio —respondió bruscamente Durán. Estaba empezando a manejar al viejo a su antojo y no lo iba a desaprovechar.
Rafael se quedó mudo unos instantes. Después, se sentó frente al detective. Sus ojos, tan acuosos que parecían flotar en agua, se entristecieron aún más.
—No me lo dijo —reconoció. Entonces apretó los labios y añadió—. ¿Quién era el amante?
—No estoy seguro de si debo decírselo.
—Pero ahí tiene el motivo. ¡Yo sabía que no era un accidente!
—Eso no podemos afirmarlo. No tenemos pruebas.
—¡A la mierda las pruebas! Lo sé.
Rafael miró a su alrededor porque había levantado la voz. Se calmó. En ese momento, llegaba una camarera. Rafael hizo un gesto molesto por su presencia y Durán la miró con sorna y la contempló alejarse.
—Hay que encontrar esas pruebas —dijo mirando duramente a Durán.
—Recuerde que yo no trabajo para usted —aún miraba las piernas de la camarera.
—Me da igual. Le daré lo que quiera —dijo sordamente Rafael.
—¿Me está sobornando? —preguntó sarcástico Durán, volviendo a mirar al viejo.
—Llámelo como quiera.
Durán bebió un sorbo de su cerveza.
—Creo que sabemos con qué coche atropellaron a su hija.
—¿Ve? Usted puede averiguar la verdad. Nadie me hacía caso, pero…
—Pero tampoco tenemos pruebas.
—Las pruebas… ¡de los cojones! —Rafael se mordió los labios.
—¿De quién sospecha usted? —le animó Durán.
—¿De quién? ¿Quién va a ser? —Rafael tuvo que contener otra vez el tono de su voz—. El que se ha aprovechado de ella desde que le echó los ojos encima. El que se ha hecho rico a su costa.
Rafael escupía las palabras. Estaba a punto de explotar. Su rostro estaba rojo, congestionado de rabia.
—Quiero que trabaje para mí —dijo después con la rotundidad de quien no admite una negativa.
—No puedo trabajar para dos clientes al mismo tiempo en un caso. No es ético.
—Déjese de mierdas. Le daré cien mil euros si prueba que la muerte de mi hija fue un asesinato.
Durán prendió un cigarrillo. Chupó lentamente. Luego dijo:
—Comprenderá que ese contrato no puede formal izarse. Será una palabra entre nosotros.
—No necesito contratos. Consiga pruebas y entregue al culpable.
—¿Hablamos del mismo hombre?
—No hay otro. Ese hombre llevó a mi hija a la ruina el día que la conoció. Y quiero que lo pague.
—¿Y si no consigo pruebas?
—Me da igual si las consigue por las buenas o por las malas. Consígalas y le pagaré.
Durán se recostó en su silla.
—Vaya, vaya, vaya.
Rafael se había convertido en un manojo de nervios. Lo miraba tan fijamente como un enloquecido.
—El amante de su hija era Pablo Ayuso. —Rafael asintió, indicando que lo conocía—. Y la policía tiene el coche con que la atropellaron. Pronto sabré lo que han encontrado en él. El coche era de la amante de Enrique Salgado. Su actual esposa.
López nos informa del domicilio de Enrique Salgado. Nos cuesta más de media hora llegar desde Baria hasta su casa en las colinas de Mojácar. Situada en la parte más alta de las montañas que bordean la costa, se accede a ella por una carretera entre chalés y urbanizaciones. Llegamos ante una verja de cuatro metros de altura y pulsamos un timbre mientras sentimos en la cara el objetivo de las cámaras de seguridad. La puerta se abre con un zumbido.
Continuamos por un acceso de grava hasta la casa.
La planta baja es un porche amplio en el que dominan la piedra y la madera y las rejas de hierro colado. A un lado hay un cenador de hierro y sobre el porche se abre una terraza grande como una cancha de tenis. Puedo ver los destellos del agua de una piscina y unos ventanales tan amplios como los de una exposición. La casa ha sido la explosión onírica y erótica de un arquitecto sin límites.
Está rodeada de jardines tan tupidos como un bosque. Vemos a lo lejos a un jardinero deambular arrastrando una manguera. Tienen formas geométricas y abundan los árboles de hoja perenne. Enrique Salgado no quiere ver su jardín muerto.
El propio Salgado nos espera en la puerta de la casa. Viste unos tejanos arrugados y una camisa de cuadros. No es el mismo hombre que nos recibió en el centro de su imperio, con aquel traje más costoso que mi sueldo de un mes y un aire de perfección casi irreal. Ahora se observa una barriga ligeramente prominente, su cabello corto está encrespado, como si no lo hubiera peinado tras una ducha, y tiene unos arañazos en la mejilla que no ha podido disimular.
A través de las ventanas de la cocina vemos a una mujer de edad, trajinando.
Nos estrechamos la mano y entramos en la casa. El vestíbulo es un ajedrez de enormes losas de mármol blanco y negro. A ambos lados se abre una escalera en abanico que asciende al piso superior.
Enrique Salgado nos conduce, en cambio, a la izquierda; un corto pasillo y una sala amplia y ventilada cuyas ventanas dan al jardín. Hay un sofá y unos sillones alrededor de una mesa baja y una pared con estanterías donde se apilan libros que hace mucho no se tocan, aunque no haya una mota de polvo.
A un lado hay una pesada mesa rodeada de sillas, donde tomamos asiento.
Nos pregunta si queremos tomar algo. Ha perdido aquel aplomo que mostró en su despacho y no es capaz de decidir qué pose adoptar. Finalmente, busca un cenicero, enciende un cigarrillo y nos mira de lado.
—¿Qué es lo que quieren? —pregunta tajantemente, en un tono dominado más por la inquietud que por la hostilidad.
Intento aprovechar la situación. Demasiados años de policía facilitan reconocer las emociones de la gente. Ocurre algo que quiere ocultar, su mirada ya no es frontal y clara y, aunque conserva el aire vanidoso de quien se siente superior, parece extrañamente abandonado, ensimismado, sin seguridad ni fe en sí mismo.
—Nos mintió, señor Salgado.
Se incorpora como si le hubieran pinchado. Sus ojos se dilatan.
—¿Cómo? No. Yo no les he mentido.
No quiero darle un respiro.
—Dijo que usted no tenía ningún Range Rover. Sin embargo, su actual mujer sí tuvo uno.
—¡Ah! Bueno… Ya no lo… —se disculpa—. No era mío.
Se traiciona a sí mismo y enseguida se da cuenta.
—Quiero decir que lo tuvo antes… Hace mucho tiempo.
—No tanto —replico.
—Lucía tuvo uno, pero había sufrido un accidente meses antes. No recordaba ese coche cuando usted me preguntó.
Recobra un débil dominio sobre sí mismo. Me fijo en sus ojeras.
—¿Conoce el Desguace Salinas?
Nos mira durante un segundo. Abre la boca y luego la cierra. Se lleva el cigarrillo a los labios. No le tiembla la mano, pero su pulso no es firme.
—Sí. Es uno que hay cerca de Baria —responde.
—El dueño nos ha dicho que usted se ocupó de dejar allí el Range Rover de la que ahora es su mujer.
—No es cierto —ataja Salgado—. Ni siquiera conozco a ese hombre.
—¿No lo ha visto nunca?
—¿Verlo? Sí. Pero…
Dejamos que se sostenga sólo en el vacío. Salgado nos mira y comprende que lo sabemos.
—Cuando usted habló conmigo hace dos días… Recordé después que Lucía había tenido un coche así, un Range Rover. También dijo que el atropello pudo ser… No ser casual. —Se muerde los labios antes de continuar—. Fui a ver el lugar donde habían atropellado a Ana. Creo que no hice bien. Me impresionó. Había intentado olvidar todo aquello y sin embargo, un año después… Había allí un hombre. Señaló el lugar donde cayó el cuerpo. Supongo que estaba sugestionado por todo ello.
—Eso no explica por qué fue al desguace.
—Supongo que quería asegurarme de que el Range Rover estaba allí.
—¿Para qué? ¿No es un coche inservible?
Salgado apaga el cigarrillo en el cenicero. Lo aplasta con saña. Luego se sopla pensativo los dedos. Entonces nos mira.
—Como usted dijo lo del coche… Tuve un mal presentimiento. Pero era una estupidez. Aquel coche había sufrido un accidente unos meses antes del atropello y estaba inservible.
—Sin embargo, usted sabe que ha permanecido sin desguazar durante todo este tiempo.
—Bueno… Eso no lo sabía. No sé por qué, realmente… No me interesé por él. ¿Por qué iba a hacerlo?
—¿Cómo sabía dónde estaba el coche?
Salgado sonríe torpemente.
—Ya conocía a Lucía cuando sufrió el accidente. Supongo que quise ser caballeroso y ahorrarle molestias. Como ella estaba herida por el accidente…
—¿Llevó el coche al desguace personalmente?
—No. Sólo cursé la comunicación del accidente a la compañía de seguros. Ellos se encargaron de todo. La información no la tenía yo, sino la gestoría.
Estoy cansado de tantas vueltas.
—Antesdeanoche fue usted allí y ordenó desguazar el coche. Salgado nos mira espantado. Niega enseguida con un movimiento de cabeza.
—No. El dueño del desguace ni siquiera me permitió ver el coche. Negó que estuviera allí.
—¿Y cómo supo que sí lo estaba?
Lo piensa un segundo y luego decide contarlo todo de una vez.
—Esperé a que se fuera y entré por detrás, a través de la valla. Vi el coche. Pero no estaba desguazado ni yo he dado orden de hacerlo. Como le digo, ese hombre me dijo que no estaba allí.
—¿Por qué supone que le mintió?
—No lo sé.
El dueño del desguace nos ha dicho que usted le ordenó quitar cualquier identificación de forma inmediata al vehículo.
Advierto una señal de pánico en su mirada. Sus pupilas se dilatan, pero parecen mirar a su interior, perderse en sus pensamientos, antes de poder responder.
—No puede ser. Le digo que apenas hablamos. Ese hombre no quería hablar conmigo. Casi me echó de allí. Se mostró… grosero. Y no lo conocía. No lo había visto en mi vida.
Su versión casa con lo que había dicho el detective. Que Miguel Salinas lo trató con hostilidad.
—Señor Salgado, ¿dónde estaba la noche del 13 de diciembre del año pasado?
—No tiene explicación para lo esencial: ¿Por qué fue al desguace? —comenta Medel en cuanto salimos de la casa y subimos al Golf.
—¿Y por qué no han desguazado el coche durante un año? ¿Y por qué Salinas dice que Enrique Salgado le encargó hacerlo inmediatamente cuando, según el detective, lo trató hostilmente?
—Lo que es cierto es que con ese coche atropellaron a Ana Arnedo —concluye Medel.
—Y también es cierto que no hay pruebas de ello, ¿te das cuenta? Nadie pudo identificar el coche, así que no tenemos nada.
—Tenemos lo que sabemos.
—Que no nos sirve de nada sin pruebas —añado—. Enrique Salgado ha dicho que estaba en casa la noche del atropello de su mujer. Que estaba solo. Comprobaremos las llamadas de aquella noche. También debemos comprobar la coartada de Salinas. Este tío es el centro de todo el asunto, al igual que el coche.
Una vez en comisaría, le pido a López que localice al detective. Durán había dejado su número de móvil, así que un par de minutos después López me pasa con él. Le pido que me explique de nuevo lo que había visto a través de los prismáticos dos noches antes, la escena entre Enrique Salgado y Miguel Salinas.
Para mi sorpresa, comenta que hablaron un rato.
—¿No le pareció una actitud hostil de Salinas hacia Salgado? ¿No dijo eso?
—No, creo que no, aunque lo vi a distancia. Parecía que uno ordenaba y el otro asentía.
—¿Diría usted que ambos se conocían?
—Sí, pensándolo bien, creo que sí.
Cuelgo. Cuando se lo digo a Medel, también se extraña.
—Pero eso no fue lo que dijo ayer.
—Puede haberlo pensado mejor —explico.
—Las impresiones no se piensan. Vio lo que vio y ahora ha cambiado de opinión —dice Medel.
Y me parece que tiene razón.
Son versiones contradictorias del mismo hombre sobre los mismos hechos, sólo veinticuatro horas después.
—Vaya con el detective —digo.
—No te puedes fiar de ellos —comenta Medel. Es lo primero que nos enseñan en la academia.
—Tengo una sensación rara con este asunto —balbuceo.
—¿Rara?
—Parece que todo el mundo se mueve. Pero no lo suficiente. ¿Sabes cómo se hace para comprobar si hay ratas en un agujero?
—¿Qué se hace, comisario?
—Se tira una piedra.
Enrique Salgado vio partir el Golf de los policías y corrió hasta su móvil. Llamó a Lucía. No respondió. Volvió a llamar. Nada. Llamó a la tienda. Le atendió Maribel. Preguntó por Lucía y esperó un minuto.
—Doña Lucía está hablando por teléfono. No puede ponerse —excusó la chica.
Salgado insistió. Dijo que era muy urgente. Esperó de nuevo.
—Doña Lucía no puede ponerse ahora. Dice que después lo llamará —repitió Maribel, tras volver de consultar por segunda vez.
Lanzó una maldición y colgó. Bajó al garaje y subió al Lexus. Salió a toda velocidad. En menos de diez minutos estaría en la tienda.
Llamó al móvil de Lucía. Una, dos, tres, cuatro veces. Cuando estaba llegando al Centro Comercial, pulsó de nuevo el botón de rellamada. Lucía contestó al fin.
—¿Por qué no me coges el teléfono? Tengo que hablar contigo —le reprochó gritando.
Se oía el taconeo de Lucía en el pavimento.
—Lo único que tienes que hacer es tu vida, como todos los días.
—No puedo. Después de lo de anoche, no puedo.
Lucía no respondió. Salgado continuaba oyendo ruidos de pasos de fondo a través del teléfono. Ya podía ver la arquitectura blanca del Centro Comercial.
—Además —añadió— acaba de estar la policía en casa. Me han interrogado.
—¿Qué les has dicho? —preguntó alarmada Lucía. El taconeo se detuvo bruscamente.
—No sé lo que está pasando, Lucía. Tenemos que hablar.
—Quédate tranquilo. Todo pasará muy pronto —dijo ella y volvieron a oírse los tacones.
—Espérame en la tienda. Voy para allá —pidió Salgado.
—No vengas. Yo te llamaré —negó ella, apagando su teléfono.
Salgado lanzó una blasfemia y marcó de nuevo. Pero la llamada se alargaba y Lucía no respondió. Entonces la vio. Salía de la galería. Aún llevaba el teléfono en la mano, lo miraba y finalmente lo guardó en su bolso. Salgado la vio subir a su Z3 y salir del estacionamiento. Se introdujo en el tráfico, giró en una rotonda y tomó la salida de Garrucha. Los separaban unos cien metros. Pero había tantos coches que Salgado supo que no podría alcanzarla. La volvió a llamar, pero no sólo no respondió. Lucía había apagado su teléfono.
Sucesivos cruces con otras carreteras, salidas y entradas a urbanizaciones, rotondas que disolvieron algo el tráfico. Ahora estaba más cerca, pero aún circulaban varios coches entre ellos.
Lucía se introdujo en Baria. Callejeó hasta llegar al barrio de San Ginés. Calles amplias entre bloques de ladrillo visto de seis plantas de altura. Un hervidero de coches, motocicletas, gentes, talleres y pequeñas tiendas y comercios. Salgado perdió el rastro del coche de Lucía en una bocacalle. Dio varias vueltas por las manzanas cercanas hasta que lo descubrió aparcado ante un edificio de fachada descolorida, que había sido de ladrillo rojo y ahora era de color ocre.
Salgado detuvo el Lexus a unos cincuenta metros. Iba a bajarse del coche en el momento en que llegaba una motocicleta, que aparcó junto al Z3. Mientras se dirigía a la entrada del edificio, el motorista se quitó el casco. ¡Era el hombre del desguace!
Salgado se sintió morir. Pero también creyó que comenzaba a comprender.
Medel empuja la puerta de mi despacho. Lo sigue López. Ambos se sientan frente a mí. Aparto unos expedientes que estaba revisando. Trabajo burocrático y aburrido.
—¿De verdad crees que Enrique Salgado pudo conducir el coche? —pregunta Medel.
—No —digo.
—Yo tampoco lo creo —dice López—. En realidad, no puedo creer nada de lo que estáis diciendo. Conozco a su familia y son todos buena gente.
—Eso no quiere decir nada, López —desmiente Medel.
—Aún así. He hablado con algunas de las personas que estaban sentadas cerca de Ana Arnedo, como me ha pedido, comisario. No ha sido nada fácil esquivar su curiosidad. Querían saber por qué me interesaba.
—¿Qué les has dicho?
—Que era rutina. Que el padre está molestándonos. Se lo han creído.
—Bien.
—Dicen que nada les llamó la atención excepto que, un momento antes de irse, Ana Arnedo recibió una llamada a su móvil.
—¿Qué hora era? —pregunto.
Consulta un bloc pequeño, azul, de hojas cuadriculadas.
—Alrededor de media noche.
—¿Y qué pasó?
—Al parecer, se puso muy seria y, de repente, se levantó y cogió su bolso para irse. Le preguntaron qué le ocurría y no dijo nada. Y es raro, porque era una chica muy educada.
Medel y yo nos miramos.
—Parece claro que alguien la llamó para que saliera del restaurante —deduce Medel.
Fuera la esperaba el coche para atropellarla.
—Hay algo más —añade López—. Mi mujer conoce a Marian del Pozo. Era la mejor amiga de Ana Arnedo. He ido a verla. Y dice que llamó a casa de Ana sobre las once y media para hablar con ella. Y que respondió el marido. Estuvo hablando con él unos minutos.
—Si eran tan amigas, ¿por qué no sabía que Ana no estaba en casa?
—Porque Marian acababa de llegar de viaje. Llevaba varios días fuera.
—¿Estuvo hablando varios minutos con él?
—Sí. Por cierto, que no podía quitármela de encima para que le dijera por qué estamos investigando ahora.
—Lógico que se mosquee —dice Medel.
—Como no sabía qué decirle, no le he dicho nada.
—Conviene llevar esto con discreción —digo.
—Esa mujer odia a Enrique Salgado —comenta López.
—¿Por qué? —pregunta Medel.
—Le culpa de todos los males de su amiga. Dice que era un sinvergüenza que la engañaba constantemente.
—Lo único que nos faltaba era una resentida metiendo las narices en nuestra investigación —digo resoplando.
—Ahora sí te tomas en serio este asunto —afirma Medel.
—Sí. Pero no quiero que se entere nadie. Podemos hacer el ridículo.
Lucía abrió la puerta con su propia llave. Enseguida la estremeció ese olor a cosa vieja y a cerrado que aborrecía hasta la náusea. Era un piso barato de finales de los setenta. Los suelos hacía mucho que habían perdido el color y las paredes necesitaban librarse del vetusto papel floreado.
Dejó el bolso sobre la mesa de formica de un comedor barato y pasado de moda. Luego fue a abrir una ventana, dejando corrida la cortina para no ser vista desde los idénticos y feos edificios de enfrente. Suspiró cuando el aire fresco penetró en la casa. Recogió el bolso y volvió sobre sus pasos y entró en la cocina. Abrió el bolso y comprobó que todo estuviera en su sitio. Respiró hondo al darse cuenta de que le temblaban las manos. Abrió el grifo del fregadero y se mojó las sienes.
Entonces oyó la cerradura. Un segundo después, Salinas estaba frente a ella. Vestía unos tejanos y una camiseta bajo una cazadora de cuero negra. Llevaba el casco de la moto en la mano.
—Has sido puntual —dijo él.
—Me moría de ganas de verte —replicó cáusticamente Lucía.
Salinas se le acercó y la asió por la cintura, atrayéndola.
—Dime: Miguel, te he echado tanto de menos.
—No podía vivir sin ti —respondió ella, simulando una triste actuación.
Lucía se deshizo del abrazo y buscó un cigarrillo en su bolso.
—Tranquilo. Dame unos minutos. Tengo que hacerme a la idea.
—No hay prisa. Además, hoy tenemos que hablar.
—¿Hablar, de qué? ¿Sabes hablar?
Salinas se apoyó en la pared y levantó un dedo amenazador.
—No deberías tratarme así.
—Ya —dijo Lucía con resignación—. ¿Dónde será hoy?
—En el dormitorio. Quiero estar cómodo.
Lucía salió de la cocina. Se iba quitando la blusa.
—¿No sería menos peligroso que con el dinero que te he dado buscaras una puta?
—Las tengo cuando quiero. Pero no conozco ninguna que huela como tú.
—¿No huelen bien las putas?
—También he conocido otras que no lo son —advirtió él, acercándose.
—No lo creo —replicó ella.
—¿Quieres dejar el cigarrillo?
—Espera. —Lucía se apartó de él y entró en el dormitorio. Dejó el cigarrillo sobre la mesilla de noche.
—Se quemará —se quejó Salinas.
—No creo que dure tanto —replicó Lucía mientras acababa de desnudarse. Después se tumbó en la cama, esperándolo.
Salinas la miraba con odio.
—Maldita zorra —dijo, mientras se inclinaba sobre ella. Lucía sintió los labios pegajosos sobre sus pechos.
—¿Por qué no desguazaste el coche inmediatamente, como te dije? Eres un estúpido.
—¡Cállate!
Salinas se debatía contra su cuerpo como si estuviera peleando con un enemigo.
—¿Por qué tienes el labio hinchado? —preguntó al tiempo que intentaba besarla. Le excitaban tanto sus labios, siempre rojos, tan llenos—. ¿Te gusta el sexo duro?
Ella lo rechazó y volvió la cabeza.
—Sólo un imbécil puede dejar el coche a la vista de cualquiera —atacó.
Salinas suspiró hondo y entró bruscamente en ella. Lucía reprimió un gemido. Se mordió los labios y movió las caderas. Miguel respiraba agitado, como si estuviera haciendo un enorme esfuerzo. Escondía la cabeza contra la almohada, porque ella le prohibía besarla, y se debatía consigo mismo durante unos minutos. Después se rendía al brutal deseo y se deshacía como un azucarillo en la piel tan suave, tan dulce, de la mujer que odiaba y deseaba con un furor animal.
Lucía lo empujó de los hombros para quitárselo de encima. Aún le quedaba una calada al cigarrillo. Miró la mesilla de noche y le dio asco. Entró el cuarto de baño y tiró la colilla al retrete.
—Como tú eres una pija niña rica —decía él desde el dormitorio—. ¿Sabes lo que valía ese coche para mí? Casi tanto como me pagaste, avariciosa.
Unos minutos después, se reunieron de nuevo en el salón.
—¿Por qué me has llamado con tanta urgencia? —preguntó Lucía, mientras encendía otro cigarrillo.
—Vengo de la comisaría.
Por primera vez, Lucía lo miró fijamente.
—No me gusta cómo van las cosas. Ese policía aprieta mucho. Y sabe cosas —continuó él.
—¿El comisario?
—Sí.
—¿Qué sabe?
—Que fue con ese coche. Eso es seguro. Lo saben —admitió él abriendo los brazos. Se dejó caer en un sillón de tela marrón.
—No entiendo cómo han podido llegar hasta el coche —se preguntó Lucía en voz alta.
—Ese marido tuyo los llevó allí. Seguro.
—¿Pero por qué fue él hasta allí? Eso es lo importante, lo que motivó sus sospechas. ¿Por qué buscó el Range?
—Lo único que sé es que la cosa se pone fea. Saben que antesdeanoche le borré el número de chasis.
Lucía intentaba comprender a toda prisa. El anónimo que le mostró Enrique. Tal vez hubiera otros… ¿Pero, quién? ¿Y cuánto sabía quién los hubiera enviado? Luego pensó otra vez en el maldito coche:
—Sólo pueden saberlo si alguien ha visto el coche antes y después —concluyó.
—¿Qué quieres decir?
—Que alguien vio el coche antes de que le quitaras el número. Alguien vio el coche esa noche y por eso al día siguiente supo que lo habías quitado.
—Tuvo que ser tu marido.
—No. Él no se lo hubiera dicho a la policía.
—¿Entonces…?
—Alguien ha puesto a la policía tras nosotros.
Salinas forzó una expresión de temor que no pudo disimular.
—Desde que estuvo en el desguace supe que habría problemas. No lo reconocí hasta que estuvo ante mis narices.
—Lo importante es saber quién ha puesto a la policía sobre la pista del coche. En cuanto la policía le preguntó por un Range Rover, Enrique fue directamente a buscar el mío.
—¿Quieres decir que puede haber alguien que está intentando jodernos?
—¿Qué le has dicho a la policía? —Lucía se plantó ante él.
—Les he dicho que tu marido me dijo que lo desguazara inmediatamente.
—¿Por qué has hecho eso? Eres imbécil. Lo has convertido en sospechoso —gritó Lucía.
—¡No me grites! Ya era sospechoso, ¿es que no lo ves? Y tenía que darle un aviso.
Lucía lo miró desconfiada.
—¿Qué quieres decir?
—Necesito pasta para abrirme.
—Ya te he pagado yo. Y te ha pagado de muchas maneras —advirtió Lucía.
—Me da igual. Quiero dinero de tu marido. Él tiene mucho. Tengo que darme el piro. Esto no me gusta.
Lucía se apartó de él y estuvo pensativa durante largos minutos, perdida la mirada tras la ventana entreabierta. Podía ver el edificio de enfrente, igual de vetusto, igual de sucio, igual de triste, como si hubiese un espejo.
—¿Dónde vas a ir?
—A Cuba. Tengo un amigo allí. Podría vivir de puta madre con dinero.
Lucía aplastó el cigarrillo sobre un cenicero. Se mordió los labios.
—Tienes que irte, sí. Debes desaparecer —admitió.
—Quiero un millón de euros —soltó él. Lucía se le quedó mirando, incrédula.
—Tú eres tonto —dijo.
El hombre le devolvió la mirada. Sentía que ahora también la dominaba a ella. Sonrió.
—¿Sabes cómo podría vivir en Cuba con un millón?
—¿Lo dices en serio? —la expresión de Lucía mudó de incredulidad a estupor—. Eso es imposible. Es mucho dinero. No tengo ese dinero.
—Pero tu marido sí. Y lo quiero ya —dijo rotundamente.
—Nunca te dará ese dinero.
—¿No? —Salinas se levantó ágilmente y se plantó ante ella—. Cuando le diga que irás a la cárcel. Y que él también irá, lo pagará tan rápido que ni lo vas a ver.
—Tú serás el primero en ir a la cárcel —le retó Lucía.
—Te equivocas. —Salinas hablaba casi divertido. Por primera vez desde que la conoció sentía que la dominaba—. Yo no lo hice.
Lucía dio un paso hacia él.
—Repite eso.
—Que yo no lo hice.
Una oleada de calor subía por su pecho y se estrelló en la garganta de Lucía.
—¿He estado acostándome contigo todo este tiempo y no fuiste tú?
—Se lo hubiera dicho igualmente a tu marido. De todos modos, tenías que hacerlo. Y ha estado de puta madre, ¿no?
—¿Quién conducía?
—Nadie que te importe.
Lucía lanzó una bofetada que se estrelló en el rostro de Salinas.
—¡Maldita guarra! —gritó él, a quien el golpe pilló de sorpresa.
La aprisionó entre sus brazos, de modo que ella no pudiera escaparse, aunque se debatía inútilmente. La alzó y la llevó hasta el dormitorio, tirándola sobre la cama y aplastándola con su cuerpo.
—Es la última vez —dijo mientras agarraba las muñecas de Lucía con sus manazas—. Haz que te recuerde con cariño.
Cinco minutos después, Lucía se levantó. Tenía lágrimas en los ojos.
—Quiero el dinero el lunes —dijo Miguel desde la cama—. El lunes por la noche. Ni un día más. Si no tengo mi dinero escribiré a la policía todo lo que sé y me perderé.
Lucía se vistió en silencio.
—Y también diré que tu marido lo sabía. Él también irá al talego.
—No puedo conseguir tanto dinero en tan poco tiempo —se defendió Lucía.
—No quiero tu dinero. Quiero el suyo. Y él tendrá que pagar —dijo Salinas, y se dio la vuelta en la cama. Apagó la luz. Un leve resplandor entraba por la persiana—. Cierra al salir, cariño.
Lucía llegó hasta el salón. Acabó de vestirse. Se dirigió hasta la puerta. Abrió… Y cerró de un portazo. Se quitó los zapatos. Entró en la cocina. Abrió el bolso y extrajo unos guantes y un cuchillo afilado. Se dirigió con cautela hasta el dormitorio.
Miguel era un bulto bajo las mantas.
Lucía dio dos silenciosos pasos y levantó el cuchillo.
Un golpe sordo que pareció romper su espalda la hizo saltar hasta el otro lado de la cama. De su pecho escapó un gruñido. No podía respirar, no podía moverse. Salinas saltó sobre ella.
—¿Querías matarme? —chilló sordamente, fuera de sí—. ¿Querías matarme como a un cerdo?
Lanzó una patada al cuerpo tendido. Luego un puñetazo, y otro. Al hombro, al costado, al muslo. Lucía quedó paralizada, acurrucada en el suelo, plegándose dolientemente. Salinas cogió el cuchillo que había caído sobre la cama. Lucía levantó patéticamente las manos, los ojos empañados de lágrimas, gimiendo.
El brazo de Salinas, amenazante, se quedó suspendido una eternidad.
—¡Vete, puta! Después de esto, te juro que si no tienes el dinero lo contaré todo antes de que me mates.
Lucía se arrastró fuera del dormitorio, se levantó dificultosamente y salió del piso, perseguida por la mirada de odio del hombre.
Observó enseguida algo raro en su actitud. Lucía atravesó la calle lentamente. Salgado corrió hasta ella, la alcanzó antes de que subiera al Z3. Lucía no se dio cuenta de su presencia hasta que él apretó su brazo. Ella emitió un gemido de dolor.
—¿Qué significa esto? —preguntó él, apagando la rabia que sentía para no llamar la atención de las gentes que pasaban por la calle.
La introdujo en el coche y él se sentó al otro lado.
—¿Qué significa esto?
Se quedó mirando su perfil, escondido tras unas gafas de sol.
—Me has estado engañando desde el principio. Todo ha sido una mentira. Nunca hubiera imaginado que tú también pudieras traicionarme.
Ella no dijo nada. Salgado sintió deseos de abofetearla, pero temió su reacción, como la de la noche anterior, a la vista ahora de todo el mundo, y sólo consiguió morderse el labio y lanzar una maldición.
—Primero Ana y ahora tú —continuó.
—Yo no te he engañado —replicó Lucía con voz débil.
—¿No? Ése es el hombre del desguace. Supongo que él conducía el coche. Claro, por eso tú estabas lejos de Baria aquella noche, para tener una coartada.
—Yo no te he engañado —repitió Lucía.
—Lo he visto con mis propios ojos. Has entrado en el edificio y él ha llegado un segundo después.
—Pero nunca te he engañado. Te amo demasiado —dijo Lucía, girando la cabeza hacia él, aunque las gafas escondían su mirada.
—No puedes decir eso. No después de lo que ahora sé. Debes estar loca.
Unas lágrimas se deslizaron por el rostro de Lucía. Salgado las vio resbalar desde la sombra oscura de las gafas hasta los labios rojos.
—Tenía que hacerlo. Me dijo que si no accedía a acostarme con él te lo contaría todo. Y yo no quería que tú lo supieras, ¿comprendes?
—¿Cómo quieres que te crea? Todo el cuerpo de Lucía tembló.
—Si no me crees, déjame. Baja del coche y vete.
Entonces gimió con fuerza. No podía soportar más el dolor. Se llevó la mano al costado. Abrió mucho la boca. Le costaba respirar.
—¿Qué te ocurre?
Ella apretó los labios e intentó contener un grito de dolor. Salgado levantó su blusa y descubrió un enorme cardenal en el costado.
—¿Qué ha ocurrido ahí arriba? Lucía rompió a llorar.
—Me ha pegado. Me ha pegado una paliza —sollozó.
Aparcamos el coche frente a un pequeño taller situado en el extremo más alejado del cuadriculado y moderno polígono industrial de Baria. Es la nave más pequeña de todas las que hemos visto. Apenas hay media docena de coches situados a la entrada y un par de ellos en el interior, donde se afanan dos mecánicos. Uno levanta la cabeza desde el motor de un Citroën y se acerca hasta nosotros. Medel pregunta por Cortés y el hombre se presenta. Medel le muestra la placa.
—¿Qué pasa? —pregunta con recelo.
Se trata de un hombre joven, de menos de treinta años, bien parecido si no le faltaran las dos paletas. El hueco negro se abre en cuanto despega los labios y los sonidos salen silbando.
—¿Eres amigo de Miguel Salinas? —pregunta Medel.
—Sí, bueno… Lo conozco.
—¿Lo conoces o sois amigos?
—Bueno…
Cortés quiere reservarse la palabra amigo hasta saber de qué va todo esto. No sabe si le conviene seguir siéndolo. Al fin y al cabo, quien pregunta es la bofia.
—¿En qué quedamos?
El otro mecánico es un chaval de apenas dieciséis años que desvía la mirada cuando me fijo en él. A lo largo de las paredes se alinean toda clase de herramientas y bajo ellas hay neumáticos, restos de motores, tubos de escape, un barril con aceite.
A la derecha hay una pequeña oficina.
—Bueno. Si Miguel tiene un coche en el desguace y quiere arreglar una pieza para venderla, la trae y yo se la arreglo. Pero no somos socios. Si él necesita algo, me llama y ya está —está explicando Cortés.
—¿Te ha traído alguna vez un Range Rover para arreglarlo?
—¿Uno de esos de lujo? No. Sólo trae piezas. Un cuadro que no funciona, una bomba, un carburador, cosas así.
—¿No tienes más negocio que éste? —pregunta Medel.
—Claro. Tengo bastante trabajo, no crea.
—Miguel dice que le has prestado dinero para comprar el desguace. Cortés casi se ruboriza. Se muerde los labios, pero no con las paletas.
—Bueno. Le presté un poco. Yo quería entrar en el negocio del desguace, pero luego… Le he dicho que se quede el negocio para él y que me devuelva el dinero.
—¿Cuánto le prestaste?
—Veinte mil.
—Pero el desguace valía mucho más. ¿De dónde sacó el resto?
—No lo sé —responde Cortés, encogiéndose de hombros.
Nos despedimos y subimos al coche. Ambos nos preguntamos de dónde ha sacado Miguel Salinas el resto del dinero para pagar un negocio que vale cinco veces más. Entonces llama López. Oímos su voz a través del manos libres.
Ha hablado con alguien que también estaba con Ana Arnedo aquella noche.
—Se llama Matías. Es un señor mayor que estaba en el servicio cuando Ana salió del restaurante. Oyó un ruido y fue el primero en acudir. Vio la silueta de un coche, y, ¿sabe lo más curioso, comisario? Que le encantan. Conoce todos los modelos. Asegura que era un todoterreno. Y posiblemente un Range Rover, aunque cuando él salió se alejaba a toda velocidad y no pudo distinguirlo bien.
—¿Se lo dijo a alguien? —le pregunto.
—Sí. A la Guardia civil, pero nadie tomó nota porque no podía identificarlo con seguridad.
—¿Por qué se te ha ocurrido hablar con él, López? —le pregunto, picado por la curiosidad.
—Porque Marian, la amiga de la muerta —explica—, me dijo que Matías había sido el primero en acudir.
—¿Le has dicho por qué le preguntabas?
—No, comisario. Me he hecho el encontradizo. Es jubilado y siempre está en los mismos sitios. Y le he tirado de la lengua. No se ha dado cuenta de nada.
—Buen trabajo, López.
Sé que ahora López no cabría en el uniforme, si llevara uniforme.
—Y otra cosa, comisario —dice la voz metálica de López.
—Dime.
—He hablado también con el Pringao.
—¿Quién? —pregunta Medel.
—El Pringao —repite López.
—El dueño anterior del desguace —le aclaro.
—Dice —continúa López— que mientras él fue el dueño nadie llevó un coche de ésos. Que sería después.
—¿Cuándo le vendió el negocio? —inquiero.
—Hace año y medio.
—Justo en el momento en que el Range de Lucía Ugarte sufrió el accidente —comenta Medel—. ¿Y cómo le pagó?
—Le pagó sólo diez mil en efectivo. El resto, a la firma de la escritura. Que se firmó hace menos de un año.
—Justo después del atropello —revela Medel como si hubiera encontrado la solución a un enigma.
—Gracias, detective López.
Oigo un rumor al otro lado del teléfono. López no sabe cómo agradecer el elogio.
—Buen trabajo otra vez, López.
—Gracias, jefe.
Se corta la comunicación mientras salimos del polígono industrial y enfilamos la autopista hasta la siguiente salida, donde está nuestro próximo destino.
—Hay pocas personas alrededor de ese coche, comisario. Eso significa que el asesino está cerca.
—Déjate de frases —me quejo.
—Quiero decir que tiene que ser alguien que ha estado cerca del coche.
—Y el que más cerca está es Miguel Salinas.
—Y compró un negocio que pagó, sin justificar de dónde sacó el dinero, justo tras el atropello.
Asiento con la cabeza.
—Es hora de comprobar su coartada —sentencia Medel.
—Vigílalo. A él y a Enrique Salgado. Que los sigan discretamente.
Habían pasado la tarde en la consulta de un médico. Le habían contado que se había caído en los jardines de casa. El médico le había hecho una radiografía y no tenía nada roto, pero los hematomas iban apareciendo en el costado, en los brazos, en la pierna.
—Afortunadamente, no se ven —dijo Lucía.
Luego habían ido a casa.
Salgado permanecía en silencio, confuso entre el sentido deber de cuidar a Lucía herida y el miedo que le provocaba la verdad. Sería mejor no saberlo, se dijo, angustiado. Había sido muy feliz mientras la ignoraba.
Rosario preparó la cena y luego se fue. Lucía se puso ropa cómoda y se tendió en el sofá. Le pidió que encendiera la chimenea y se quedó mirando largo rato las llamas. Salgado preguntó si necesitaba una almohada, o tal vez una manta, si quería un calmante, dio vueltas de un lado a otro, encendió un cigarrillo, lo dejó en un cenicero, buscó un vaso de agua que puso junto a ella y encendió otro cigarrillo sin acordarse del primero, que aún ardía cerca del filtro, dejando un aliento insano en la habitación.
—Ese hombre conducía el coche, ¿no es cierto? —se atrevió a preguntar finalmente, con voz opacada por la ansiedad, que le cerraba la garganta como una mano que estrangulara.
Lucía cerró los ojos lentamente.
—Necesito que me lo digas.
—¿Para qué?
—¿Le pagaste para que lo hiciera?
Lucía no dejó de mirar el fuego. Un enorme leño crepitaba en el hogar de la chimenea.
—¿O estabais de acuerdo y sólo buscabais mi dinero? Ahora sí lo miró con atención. Con atención y desprecio.
—¿Eres tan estúpido que no puedes comprender? Lo hice por ti, porque te amo y quería vivir contigo. Él no es mi amante.
—Pero has dicho…
—He dicho que he hecho cosas para evitar que tú lo supieras. Eso no es amar.
—Pero has estado acostándote con él.
—No era más que una mancha escondida en un vestido nuevo.
Tras el anterior silencio absorto de ella, descubría ahora Salgado, de nuevo, a la Lucía que esta mañana le ordenaba asearse y salir al mundo como si nada hubiera ocurrido. La mujer cuyos tacones resonaban en las escaleras de granito como una réplica inapelable.
Se acercó a ella y dejó el cigarrillo. Le temblaban las manos. Estaba aterrado.
—¿Por qué tuviste que hacerlo?
Lucía lo observó detenidamente. Él se sentía intimidado y frágil, reflejado en aquellos inmensos ojos azules como una mariposa en el microscopio del coleccionista. Pero, al mismo tiempo, sentía que necesitaba decir algo, hacer algo, lo que fuera, que no dejara las cosas así, vacías, tan huecas como se sentía él. Salgado comprendió vagamente, instintivamente, que él no era más que un perfil que Lucía había rellenado a su antojo desde que se conocieron.
—Si no lo has comprendido ya, no creo que lo comprendas nunca —dijo ella serenamente, y dio un trago del agua que él le había traído.
—¡Pero quiero entenderlo, maldita sea, dímelo! —estalló él, forzando una cólera que no dejaba de ser, en el fondo, sumisa.
—Te lo he dicho cada uno de los días que he estado contigo —reveló ella Suspiró, desengañada de que él no entendiera.
—No me vengas con frases. Eso no significa nada. Podías haberlo dicho… Yo podía haber pedido el divorcio —protestó él.
—¡Mentiroso! —gritó ahora Lucía, lo que le provocó un golpe de tos—. ¡Mentiroso! —repitió gimiendo y llevándose la mano al costado.
Sus ojos se habían llenado de lágrimas.
—¡Eres un cobarde! No lo hubieras hecho. Eres demasiado codicioso y eso hubiera supuesto perderlo todo. Te dije que yo tenía dinero, pero claro, no tanto como ella. Te dije que te dejaría, y lo hice. —Lucía dejó asentarse el silencio durante largos segundos, como quien espera que caiga el polvo.
Lo vio en la memoria, aquel día. Lo dejó plantado. Quiso amenazarle en serio con no volver a verlo. Y para intentar olvidarlo, salió. Sola. A todas horas. Como una buscona. Y conoció a Miguel. Y se humilló con él.
Hasta que supo, unos días después, que no podría soportarlo. Y la idea más atroz fue tomando cuerpo. Y Miguel, que quería demostrarle lo macho que era, que ocultaba bajo una pátina de hosquedad la fascinación que sentía por ella, se espantó al principio, pero luego conspiró, hasta el final.
Permanecieron callados un rato.
—Pero no puedo estar sin ti —reconoció finalmente con voz débil.
—¿Quieres decir que la mataste por mi culpa? —afirmó, más que preguntó, Salgado.
—¡Culpa! ¡Culpa! Todos somos culpables. Somos culpables por amarnos. Ella culpable por no saber amarte y permitir que te enamoraras de mí. Además, te engañaba. Yo lo supe.
—¿Cómo?
—Debíamos seguirla… Era Pablo.
—¿Y por qué no me dijiste nada?
—¿Para qué? De todos modos no iba a durar mucho —reconoció cínicamente, con una mueca triste.
—He sido un títere en vuestras manos —admitió Salgado.
—Todos te hemos amado demasiado.
Lucía cerró los ojos, dolorida.
—Ahora me pregunto si te lo mereces —añadió.
Salgado se levantó. Estaba sudando, no podía soportar el calor que desprendía el fuego. Le quemaba la cara y las manos. Salió a la terraza.
Respiró hondo. Bajo la bóveda oscura, sintió que el amor que había recibido le pesaba como un manto de plomo, como una maldición. Lucía apagó la luz del salón. Salgado se volvió a mirarla, a través de las ventanas. Ahora, sólo una luz indirecta la iluminaba. En la penumbra, su cuerpo tendido en el sofá, hizo que Salgado recordara muchas cosas.
Volvieron nítidos los recuerdos de las primeras veces que se vieron, aquellos encuentros clandestinos en los que la deseaba con una pasión que no había sentido nunca y ella no se dejaba. Primero él debía cumplir un ritual ridículo, pero que acabó siendo tan necesario y vivo como una liturgia. Sólo entonces podía amarla. Y cuando lo hacía, ya se había convertido en algo más que deseo y carne, el sexo había cobrado alma y, por primera vez en su vida, Enrique Salgado atisbó lo que era el amor.
—Quiero que me ames de esa otra manera —decía ella.
Era como recuperar la juventud más inocente. Como era él antes de emputecerse con el dinero de Ana. ¡Qué curioso! Se casó con Ana por su dinero y la despreció precisamente porque no era capaz de resistir la atracción del dinero que esa misma mujer le entregó. Se sintió patético, indigno del amor de Lucía. Porque ahora sabía que su codicia había impelido a Lucía y había provocado la muerte de Ana.
Se engañó a sí mismo durante un tiempo creyendo que nada le importaba excepto Lucía. Y fue el periodo más feliz de su matrimonio. Pero cuando ella le pidió que dejara a Ana, no fue capaz. Lo perdería todo. Y comenzó a dar largas, a no querer preguntarse qué le importaba más, si el dinero o Lucía.
Por eso se alegró de la muerte de Ana. Se sintió liberado. Ahora no tendría que elegir. ¡Qué lejos quedó ese terrible momento, seis o siete meses antes, cuando Lucía lo había dejado! Creyó que no podía soportarlo. Semanas de tristeza y soledad. Porque Lucía cumplió su palabra. Y cuando habían pasado dos semanas sin verla y ya no podía más, se había acercado a la tienda de antigüedades. Y había entrado en la oficina de Lucía, que no quería salir a recibirlo. Y le había dicho que no podía estar sin ella, que todo debía continuar como hasta ahora, que no era suficientemente valiente para dejarlo todo y huir, pero la amaba furiosamente. Y ella le había tocado la cara con sus pequeñas manos y le había dicho, con lágrimas en los ojos, premonitorias del horror:
—¡Mi amante triste!
Ahora sabía que en ese momento había decidido la suerte de Ana.
Salgado sabía también que no sería fácil, a partir de ahora, mirarse al espejo y ver su cara, la de verdad. Se sintió tan desnudo que pensó que jamás antes, en toda su vida, había sido sincero consigo mismo.
Unas manos lo abrazaron por detrás. Sintió un escalofrío seguido de un intenso calor al tiempo que el cuerpo de Lucía se estrechaba al suyo.
—Cariño. Tenemos que pagarle.
Supo que lo haría. Haría todo lo que ella dijera. Porque ella lo había colmado de pasión y de miles de cosas que ni siquiera sabía que existieran, igual que se llena de buen vino un pellejo viejo.
Pero no lo había descubierto ahora. Lo supo anoche, en aquel lugar incierto, sumergidos en oscuridad, en el interior del coche, cuando habían luchado y se había excitado tanto que alcanzó una plenitud imposible de explicar y difícil de confesar. Sólo la vergüenza y el miedo le habían impedido estallar.
El Paraíso es un antiguo hotel reconvertido en puticlub. Su licencia de negocio de hostelería da cobijo a una treintena larga de chicas que pagan la habitación y se llevan, además del importe del servicio, una comisión por cada copa. El dueño del hotel no tiene que preocuparse de buscar clientela. Sus huéspedes lo hacen por él. Y muy bien.
En cuanto nos ven entrar se miran entre sí, alarmadas. Algunas nos conocen y las que no, nos huelen en la expresión de sus colegas. Nuestra presencia las alerta como una serpiente a un perro.
—¿Vienes mucho por aquí? —pregunto a Medel mientras nos acodamos en la barra, con el estilo chulesco de los habituales.
—Alguna vez he venido, ¿qué pasa?
Me sorprende su respuesta. Aunque aún puedo darle unos cuantos consejos, que dejo para mejor ocasión.
—Si te gustan estos sitios, deberías elegir uno más discreto, más alejado de tu jurisdicción.
—Donde no me conocen, no me tratan igual.
—Como quieras —concedo—. Allá tú.
Nunca hubiera supuesto que Medel oliera a gorrón.
Un camarero se acerca hasta nosotros. Hago ademán de sacar la cartera para mostrarle la placa, pero levanta la mano.
—Buenas noches, comisario —dice marcando mucho las eses. Es español, pero de muy lejos. En trescientos kilómetros a la redonda de Baria no hay ningún lugar donde se hable tan fino. Siento un mordisco de nostalgia y recuerdo vagamente mis orígenes, también lejanos.
—Sabe quiénes somos —dice Medel, como si fuera una obviedad y yo un poco espeso de reflejos.
—¿Qué quieren beber? —pregunta el camarero. Tiene las manos muy grandes y los dedos muy finos. Es alto y muy delgado. Y tiene una boca grande en un rostro de Cristo del Greco.
—Lo de siempre —responde maquinalmente Medel.
—¿Qué es lo de siempre? —le pregunto mientras me quedo mirándolo.
—Un gin-tónic.
—Otro para mí —digo mirando al camarero.
—Enseguida.
Llama a una rubia madura, oxigenada, de formas amplias. Más comedida en el vestir que las otras, supongo que está retirada y sólo trabaja de camarera. Nos sirve las copas en un instante.
Paseo un poco la mirada y no veo nada nuevo bajo el sol. Varios haraganes en un rincón, que ni siquiera invitan a las chicas. Algún solitario maduro en la otra barra, poniendo a prueba la paciencia de una guapa eslava. Un tipo treintañero, con aire de comerse el mundo, dándole el pico a una mulata.
Saco la cartera, esta vez para pagar, pero el camarero lo ataja de un plumazo:
—Invita la casa —dice. Sonríe a Medel—. ¿Qué le trae por aquí, inspector?
Medel le dice lo que buscamos. Le pregunta si conoce a Miguel Salinas, el que tiene un desguace a la salida de Baria. El camarero responde que sí, que viene de vez en cuando. Explica que Miguel nunca ha tenido una chica fija, que pica aquí y allá y todas lo conocen. Añade que casi siempre va pasado de vueltas. Se señala la nariz y sorbe unos mocos ficticios. Medel le pregunta por la noche del trece de diciembre del año anterior, la noche de Santa Lucía. El camarero se lo piensa un rato.
—Hace un año. Es mucho tiempo.
Nos pide con un gesto que esperemos y le dice algo al oído a la rubia, quien sale de la barra y se pierde tras una cortina.
—Por ahí está la escalera —aclara Medel.
—Conoces bien la casa. Medel se encoge de hombros.
El local es amplio, repleto de luces cálidas. La música no es estridente y permite la charla. Cuento rápidamente unas quince mujeres y porque es demasiado temprano. Por la pinta, ni una española. Observo un grupo de cinco, de aire eslavo, que están charlando en un rincón como manijas tras la compra. Hay tres mulatas sentadas una tras otra, como piezas de dominó, en altos taburetes, que me miran con intención. Lamento ser el comisario de Baria. Otra vez será.
Tres negras entran y salen haciendo bailar la cortina tras la que se perdió la rubia. Y dos mujeres de aire magrebí se mecen la una a la otra, atrapadas entre una máquina tragaperras y un altavoz, contándose algo entre cuchicheos. También me devuelven una mirada que lo contiene todo y que me deja herido.
—Aquí nos lo van a decir todo —comenta Medel, con el optimismo engreído de quien se considera importante.
Lo miro con una expresión de lástima y sorna, pero estoy cansado de darle lecciones gratis. Que aprenda solo. Ya tiene edad.
—Quieren estar a bien con nosotros. Seguro que nos dicen todo lo que saben —insiste.
Es cansino oír permanentemente las bobadas de Medel.
En ese momento vuelve la rubia oxigenada. La acompaña una preciosidad color chocolate, menuda pero de proporciones perfectas, que se planta frente a nosotros. El camarero se acerca a la chica y le dice, a través de la barra y de forma que podamos oírlo claramente.
—Responde a todo lo que te pregunten. —Luego añade, dirigiéndose a nosotros—. Se llama Silvia. Es amiga de Miguel.
El camarero se aleja unos metros y se queda bajo los anaqueles repletos de botellas, observando discretamente la evolución del negocio.
Medel le pregunta a Silvia por Miguel Salinas. Silvia responde con un español dulzón del Caribe. Es dominicana. Dice que Miguel venía mucho a verla, pero luego había cambiado de chica. Es por rachas, un rabaneras, dice, un día le da por una cosa, otro por otra.
Doy unos pasos y le busco un taburete. Se eleva considerablemente cuando se sienta y cruza las piernas. La muñeca es aún más bonita tan de cerca.
—¿Tiene siempre dinero? —pregunta Medel.
Tiene la carita de facciones mínimas y perfectas, como una muñeca de porcelana, y la piel marrón es suave como terciopelo. Tiene unos labios ligeramente carnosos y los ojos marrones demasiado grandes para su cara de estampa.
Silvia responde que sí, que Miguel siempre tiene dinero y que gasta mucho. Medel le pregunta por la noche del trece de diciembre del año anterior. Sorprendentemente, Silvia no la ha olvidado.
—¿Cómo voy a olvidar? —dice, mostrando una lengua rosada y una sonrisa lenitiva que sanaría a Lázaro antes que cualquier palabra.
Cuenta Silvia que aquella noche Miguel había llegado temprano, sobre las nueve. Que estaba muy alegre, que no paraba de dar gritos, de meterse en la cabina para poner discos y de invitar a todo el mundo. Dijo que era su cumpleaños. Luego subió con una chica. Bajó media hora después y continuó bebiendo y metiéndose cosas —Silvia señaló su nariz— en los servicios cada diez minutos.
Medel le pregunta por qué recuerda con exactitud la fecha. Silvia hace un gesto, como pidiéndole que espere, que ya cuenta. Medel no tiene paciencia para dejar hablar a la gente.
Silvia reacomoda su trasero en el taburete. Las urgencias de Medel no le agradan, así que me mira a los ojos cuando descruza y vuelve a cruzar las piernas. Porque le presto toda la atención del mundo y también para saber si me he quedado con el cante. Tendría que ser ciego o estar muerto.
Satisfecha, continúa diciendo que sobre media noche Miguel estaba tan volcado que se subió a la barra, bailó sobre ella, dio patadas a las copas y se peleó con un cliente porque le había tirado el cubata. Luego volvió a subir a la barra y se desnudó. Hizo un striptease y se quedó en calzoncillos.
—¿Se comportaba así habitualmente? —pregunto.
—No. Siempre era alegre, pero como esa noche no.
Le damos las gracias. Silvia añade que Miguel volvió hace tres noches y la buscó. Le resultó raro, porque hacía tiempo que pasaba de ella. Estaba nervioso, la invitó a dos copas, pero no paraba de mirar el reloj. Luego sacó la conversación del año anterior, que si se acordaba de aquella noche, de las locuras que hizo y todo el rollo. Dijo que era el 13 de diciembre, el día antes de su cumpleaños. No quiso subir con ella y se dio el piro.
—¿Un poco como con prisas, sabe? —concluye Silvia.
Después mira al camarero, que le hace un gesto casi imperceptible, y se despide de nosotros. Salta del taburete como una niña traviesa y antes de darme la espalda me mira a los ojos. Mantengo su mirada. El giro de su pequeño cuerpo es tan largo como un adiós.
Se acerca el camarero y nos pregunta si necesitamos algo más. Le decimos que no y salimos, escoltados por las miradas de todos los presentes.
Subimos al coche y volvemos a Baria. Medel no puede esperar más y larga todo su optimismo.
—Está claro que quería tener una coartada y se encargó de que todo el mundo supiera dónde estaba. Y que ahora, hace tres días, ha venido a recordarlo. Precisamente para que nadie se olvide.
—Supongo que desde que Enrique Salgado apareció por el desguace y preguntó por el coche, se puso en guardia y quiso asegurarse —confirmo.
—Tenemos que detenerlo. Lo sabe todo y si le apretamos…
—No vamos a hacer nada, Medel.
Se queda atónito, mirándome. Conduzco lentamente por las calles solitarias de Baria. Ha caído la noche, tan temprana, tan implacable. La oscuridad y el deseo frustrado me ponen de mala leche. Maldigo la ciudad que queda tan vacía al caer la noche que parece fantasmal.
—No tenemos nada, Medel.
—Pero sabemos muchas cosas —protesta.
—Saber para un policía no significa tener un caso. Sabemos cosas. Pero no tenemos ni una prueba.
Guardo silencio unos instantes, mientras Medel se rebulle en el asiento de al lado, y luego recapitulo.
—El coche no nos sirve de nada. Sabemos que atropellaron a Ana Arnedo con él, pero no tenemos ninguna prueba. Miguel tiene una coartada sólida. Y sabemos que Enrique Salgado también, porque estaba en su casa y lo podrá ratificar una persona que lo odia. Así que, ¿qué tenemos?
Aparco junto a la acera. Medel tiene su domicilio cerca. Parece abatido. Aprieta los ojos reconcentrado, intentando rebatir mentalmente mis conclusiones.
—Además, si no tenemos nada, lo mejor es dejarlos libres —explico—. Tal vez cometan un error o se delaten, qué sé yo. Estaremos esperando —lanzo esta esperanza, a ver si la acepta como una limosna.
Se queda a medio camino, con un pie fuera del coche, pensando en lo que le he dicho.
—Si los detenemos —continúo— no tendremos nada, porque enseguida sus abogados pondrán en ridículo nuestras sospechas. Entonces estarán más en guardia y les bastará con estarse quietos para que nos olvidemos de ellos. Sólo presión, Medel, sólo presión y seguirlos, como te he dicho. El resto es cosa de su mala conciencia. O de su codicia. O de lo que sea.
El Golf es una bestia domesticada. Siente mi frustración y se detiene ante el Baria City Blues. Como no hay aparcamiento, subo el coche a la acera. La Policía Local está cerca. Me ven. Los miro sin saludarlos. Hemos tenido nuestros más y nuestros menos. Y no voy a preocuparme por unos alguaciles venidos a más.
Suena algo desconocido para mí. Es jazz del bueno, así que no lo identifico.
Mike está al final de barra, pero esta vez no está leyendo. Se distrae mirando discos. Oigo jaleo. Al fondo del local hay un grupo de gente. Recuerdo con pena que es sábado. Hasta Mike hace hoy negocio. Puedo ver a tres hombres y cuatro mujeres. Todos están en la frontera de los cincuenta y sus gritos no se corresponden con sus elegantes trajes y vestidos. Parecen adolescentes avejentados que acabaran de ser despedidos de una boda. Se abrazan, hacen lastimosos remedos de bailes, beben. Una de las mujeres se acerca a Mike. Habla con él un minuto. Mike asiente con la cabeza. La mujer repara en mi presencia. Tiene una mirada lenta y vidriosa, que se detiene pegajosa en mi cara. Yo también la miro. Es guapa. La mujer se da la vuelta y se une al grupo. Continuo mirándola, preguntándome cuánto tiempo tardará en darse la vuelta para comprobarlo. Un segundo.
Mike deja los discos y se acerca.
—Están contentos —comento.
—Sí —reconoce Mike con fastidio—. Y más que se van a poner.
—¿Quién es la rubia que hablaba contigo?
—No la conozco, pero viene con ellos.
—¿Qué quería?
—Gloria Gaynor —dice pronunciando el nombre tan correctamente que hasta que no comienza a sonar I will Survive no logro entender lo que ha dicho.
Mike se vuelve hacia el grupo, que jadea la música.
—¿Qué quieres? —pregunta después.
—Lo de siempre, pero esmérate esta vez. Acabo de tomar una copa y parecía el brebaje de una bruja.
—¿El qué?
—Veneno —aclaro—. Haz bien tu trabajo.
Coloca un ancho vaso sobre la barra, luego la botella de ginebra azul, busca los cubitos más cúbicos y duros y después friega el limón. Tarda varios minutos en raspar la cáscara verde y frotarla por los bordes del vaso. Escancia la ginebra y busca un agua tónica helada. Por fin, ensarta un trozo de cáscara de limón en el cristal.
—¿Ok?
—Ok.
Mike sonríe.
—No te esperaba esta noche.
Mientras respondo, reconozco que no quiero ir a casa. Tengo miedo a otro fracaso.
—¿Tenía que venir? —le respondo.
—Será mejor que veas algo. De todas formas, te vas a enterar. Mike sale de la barra y se pierde por una puerta que dice «Privado». Vuelve un par de minutos después. Pero no viene solo.
Junto a él, anulando su presencia como una reina a su porteador, camina la diosa color chocolate que había descubierto el día anterior en el Centro de Acogida. Un vestido de una pieza y no necesita más. Deja al descubierto sus hombros, moldea su cintura y sus caderas y descubre sus piernas un poco más arriba de las rodillas. Un par de pendientes de madera se bambolean al compás de sus pasos. Mike la ha subido a un par de tacones discretos, suficientes para mecerla como el viento la vela de un barco.
No digo nada, pero estallo por dentro.
—Fue tan fácil como coger la fruta de un árbol —explica Mike para justificarse.
Era carne de deportación.
—¿Me denunciarás?
Miro a la mujer a los ojos. Me mira fijamente. Me ha reconocido y huele a policía. Me rindo. En su país no la espera sino la miseria de la que ha huido. Veo a Mike a su lado y me parece poco para esa diosa africana.
—Sólo un hombre sin pasión podría pedirle documentos a esta mujer.
Mike sonríe. Creo que no me abraza porque le da vergüenza.
—¿Se quedará contigo?
—No lo sé —dice con tristeza anticipada, encogiéndose de hombros.
—¿Habla español?
—No, pero lo entiende. Habla portugués.
—¿De dónde eres? —le pregunto a la mujer.
Ella se limita a mirarme. Sin expresión el rostro. Esperando tal vez la fatalidad. Qué importa de dónde sea, me pregunto.
Mike se la lleva. Le va explicando quién soy yo y que no tiene nada que temer.
Uno de los hombres del grupo la ve y se acerca. Monta un número, pero Mike se vuelve y le para los pies. Luego, se pierden tras la misma puerta por la que han aparecido. Me alegro de que la mujer haya caído en manos de Mike.
Me relajo conduciendo a ciento ochenta. En menos de una hora estoy en Almerimar.
Sólo voy cuando la frustración acucia hasta lo insoportable. Como un alcohólico melancólico, que soporta el deseo de beber hasta un cierto límite y luego bebe lentamente, con tristeza.
Es un lugar discreto. Una barra americana donde cada copa cuesta treinta euros. Un benjamín de champán, sesenta. La mejor manera de reservarse el derecho de admisión.
Mejías ha pasado por toda clase de negocios. Y se ha decidido finalmente por éste. No hay problemas legales. Tiene mucho cuidado con las mujeres que emplea y las trata bien. No salen con cualquiera. Hay que tener mucho pedigrí para que Mejías te permita llevarte una de sus chicas.
Me recibe con los brazos abiertos y me invita a una copa.
—¿Qué te trae por aquí?
—Necesitaba aire fresco. Ya sabes… Mi mundo, allí arriba, es demasiado pequeño —respondo.
—¿Cómo sigue el levante? ¿Tan anárquico como siempre?
—Cada vez más.
Nos conocemos desde hace varios años. Le hice un favor que él aún agradece, exageradamente. Una vez le habían cogido una chica demasiado joven. Yo supe que él había sido engañado. Bastaba ver a la chica para comprobar que podía hacerse pasar por mayor de edad. Sus quince años parecían veinticinco. Un documento ghanés falsificado lo había inducido a engaño. Obvié el asunto y Mejías no tuvo problemas. La chica fue devuelta a través del Centro de Acogida.
Me cuenta cómo está el negocio. Cómo va la competencia. Le pregunto por los clubes de Baria, para que me ponga al día. No los conoce a todos, pero en general son de gente seria.
—Profesionales —dice— nada de mafias ni mierdas de ésas.
—¿Y el Paraíso?
—Es de uno que parece un Cristo Crucificado —responde—. Trabajó conmigo de camarero un tiempo. Un tío legal. No hay cosas raras. El Regalao, le dicen.
—¿Por qué?
—No lo sé —dice. Y luego pregunta—. ¿Cuántos hay?
—Cinco locales, a día de ayer y que sepa el comisario de Baria, así que puede haber más —digo.
—Es buena señal —confirma Mejías. Y filosofa—. Un poco de puterío es el mejor síntoma de una sociedad satisfecha.
—Pues la de Baria debe estar muy satisfecha —ratifico.
Mejías llama mi atención de una palmada en el brazo. Se apagan las luces y se ilumina un rincón. Hay una barra metálica anclada al suelo y al techo. Un foco ilumina el escenario y una escultura rubia, que más tarde comprendo que es de carne y hueso, brota de las sombras y comienza a ejecutar un número que es mitad contorsionismo, mitad gimnasia y algo de fantasía. Finalmente, se queda desnuda y perfecta.
—¿Qué quieres esta noche? —pregunta Mejías cuando concluye el número, la rubia perfecta se evapora y el rincón vuelve a su anonimato.
—Tú ya me conoces —digo, sin poder evitar el embarazo.
Mejías llama a una chica con un gesto. Ella deja un minuto después la barra y al hombre con el que bebe. Las protestas de éste se apaciguan enseguida, en cuanto otra chica ocupa el lugar de la primera con la sincronización de una carrera de relevos.
Me presenta a Natalia. Lituana, de melena castaña y profundos ojos verdes. Sus rasgos no son perfectos, sino algo angulosos, pero sé que Mejías la ha elegido por algo.
Le dice que soy un gran amigo suyo. Luego le susurra algo al oído y le entrega unas llaves.
Natalia me sonríe, dice que vuelve enseguida. Un momento después aparece vestida de calle, ciñéndose un bonito abrigo que hace juego con sus ojos.
Me despido de Mejías y Natalia sube al Golf y me dirige hasta una urbanización cercana al mar. Aparcamos ante un dúplex con un jardín en la entrada, muros blancos y ventanales de persianas venecianas. A un lado, una escalera sube al piso superior. El resto de viviendas que nos rodean parecen tan abandonadas y solitarias como la nuestra.
Natalia abre y da la luz y taconea por los pasillos, abriendo y cerrando puertas y comprobando que todo está bien. Me pide que la espere en el salón, que me ponga cómodo. Se trata de una habitación amplia, con ventanas que dan a la calle y desde las que se ve el oscuro mar. Abro una y dejo que entre el aire frío de la noche. Me suelto un botón de la camisa y respiro hondo, en espera de la mujer.
Ella se debate en el interior de la casa. Oigo grifos y agua correr.
Natalia sale un rato más tarde, se ha quitado el abrigo y puedo observar tranquilamente su figura esbelta, aunque cuando se acerca a mí, su cara no supera la altura de mi pecho. Sonríe.
—¿Quieres beber algo?
—Claro.
—No tardaré mucho —dice mientras busca las bebidas.
Cuando pone sobre la mesa el gin-tónic, se disculpa y vuelve al interior de la casa. Bebo tranquilamente, comprobando cómo una melancolía serena de apodera de mis miembros, que cada vez pesan más. Bebo y respiro hondo, fumo un poco, cierro los ojos. Hace mucho que no tenía un respiro.
De pronto, siento la mano de Natalia en la mía. Me invita a seguirla.
Me lleva hasta un aseo de fantasía. Luces tan tenues que parecen acariciar, un ritmo lento de agua que termina de llenar una bañera de harén. Las manos de Natalia me desnudan casi sin tocarme.
—Me ha dicho Mejías que eres muy amigo suyo.
—Sí. Pero me alegro de que no esté aquí.
Natalia ríe con ganas. Habla muy bien y entiende a la perfección el idioma. Incluso la ironía.
Me introduce en el agua como si fuera un niño. Luego, se desnuda lentamente, con la naturalidad con que un hombre sueña ver a una mujer.
Natalia es buena conversadora. Me cuenta su vida en su país, su título de enfermera, inútil allí, su vida en España, no la esperada, pero tampoco tan mala como la de otras, la suerte que tuvo de conocer a Mejías.
—¿Te chulea?
—Él no. Otros sí, pero ya pasó.
—Lo siento, no te lo preguntaba como policía.
—Lo sé.
Natalia se acerca, me besa. Me sorprende la naturalidad con que se comporta, como si fuéramos antiguos amantes. No hay afectación en sus movimientos, ni en sus poses, ni en los besos ligeramente picantes de sus labios.
—Ven —dice.
Sale del agua y se ciñe una toalla. Hago lo mismo y me conduce hasta un dormitorio. Me pide que la espere unos minutos. Guardo la ropa y la pistola bajo la cama. Miro por la ventana y veo un campo de golf sumido en la más áspera oscuridad. Me alegro de estar aquí, con Natalia.
Cuando vuelve, me ordena que me tienda en la cama. Un segundo después, siento sus piernas leves en mi espalda, sus manos en mi nuca.
Me siento cansado, como una pantera herida.