15 DE DICIEMBRE

Nada más llegar a la comisaría, me asalta Ernesto Durán. En ese momento, recuerdo la llamada de anoche.

—Tenemos el coche —dice.

—¿Qué coche? —pregunto sin detenerme.

—Tengo el coche —rectifica Durán, que ahora camina a mi lado por los pasillos de comisaría—, con que atropellaron a Ana Arnedo.

—¿Cómo lo ha encontrado? —me detengo de repente. Realmente, me ha impresionado.

Durán cuenta en un instante que había seguido a Enrique Salgado la tarde anterior y que éste lo condujo hasta un desguace donde está el coche.

—Después de vuestra visita, me quedé esperando. Tampoco podía hacer otra cosa. Quería ver cómo reaccionaba tras ser interrogado por la policía. Y ¡Bingo!

Nos había seguido a nosotros para ver qué hacíamos. No sabía si cabrearme o felicitarlo.

—Él sabe qué coche es. No hay duda —recalca entusiasmado el detective—. ¿Por qué iba a preocuparse por un coche que está en un desguace si no fuera porque se trata del coche que atropelló a su esposa?

—Creo recordar que Enrique Salgado tiene una coartada sólida. Que estaba en casa cuando ocurrió —objeto.

Durán comenta que está claro que es un asesinato por encargo.

Yo también lo pienso.

Dejo a Durán esperando en el vestíbulo y subo a mi despacho. Llamo a Medel, que acude enseguida. Le cuento lo que me ha dicho Durán y se le ponen los ojos en órbita. Alucina.

—Mi intuición no me ha engañado —se exalta.

A veces, Medel es demasiado ampuloso en sus declaraciones. Tiene un punto de vanidad que no sabe disimular. Lo que hay que hacer hasta el interrogatorio del Ladislao es trabajo burocrático, rutinario, así que lo dejo al cargo. No puede disimular su decepción cuando me ve abandonar la comisaría.

Durán me conduce hasta el Desguace Salinas. Circula demasiado rápido, pero no voy a permitir que me deje atrás un aprendiz de policía.

Ha amanecido un día de nubes altas que dejan claro y fresco el cielo. El sol se estrella en las nubes y se difumina como la luz de una inmensa tulipa sucia.

Lo único decente del Desguace Salinas es que no se ve desde ninguna carretera principal. En una hectárea de terreno se acumulan esqueletos de chatarra. Y la única construcción, una oficina, parece construida con la misma chatarra.

Aparcamos y Durán me dice que la noche anterior había apreciado cierta hostilidad del dueño hacia Salgado. Los había espiado con unos prismáticos nocturnos. Señala dónde estaba apostado, en un recodo de la carretera.

—Prácticamente lo echó de mala manera. Lo sé por los gestos. Luego se montó en un Land Cruiser y se piró levantando tierra, como si estuviera cabreado —explica.

La verja está abierta. Hay un Land Cruiser cubierto de polvo ante la puerta de la oficina. Un hombre con un sucio mono verde sale a la calle y no le gusta lo que ve. Guarda un móvil en un bolsillo del mono.

Le pongo la chapa en las narices y balbucea al pronunciar las primeras palabras.

Se llama Miguel Salinas. Lleva un sudado mono de BP. Sus manos están negruzcas y su cara tiene tiznajos y barba de varios días. Una sombra vela sus ojos y entorna los párpados para mitigar la luminosidad del día.

Le preguntamos directamente si tiene un Range Rover en su desguace y enseguida nos conduce tras la oficina. Se trata de un Range gris metalizado, sin matrícula, sin parachoques y sin capó. El lateral derecho está abollado.

—Los que guardo bajo el techao no están tan mal —dice Miguel Salinas—. Los voy desmontando poco a poco —aclara—. Tienen muchas piezas que valen todavía. Y se trata de coches caros. Así se les saca más dinero.

Dos Mercedes de unos quince años de antigüedad, un Volvo aún más viejo y un XM harto de vivir son los coches que hay junto al Range.

Le pregunto si recuerda de dónde sacó el Range.

—No lo sé. Tendría que mirar las fichas. Pero el coche estaba aquí cuando yo compré el negocio. Muchas fichas de coches se han perdío. El dueño anterior del desguace perdió los papeles. No me dio ni uno.

Durán tiene ganas de preguntar muchas cosas, pero lo paro en seco con una mirada.

Le pregunto a Salinas si le importa que nos llevemos el coche. Protesta, se queja de que perderá mucho dinero. Le prometo que se lo devolveremos pronto, que para las comprobaciones bastará con que esté unos días en el garaje de la comisaría.

—Si me hacen un recibo —admite finalmente, de mala gana.

Le digo que sí, que lo firmaré. Así evito pedir una orden en un caso que no existe como tal. No podría justificar la petición siquiera. Miguel Salinas se aleja y entra en su oficina para preparar el recibo. Durán me lleva junto a nuestros coches.

—Ese Range Rover que hemos visto es el mismo que había anoche. Pero ahora no tiene cristales. Apuesto a que también tiene borrado el número de chasis.

—¿Por qué?

—Anoche entré tras Enrique Salgado…

—Eso es allanamiento —digo irónicamente escandalizado.

—¡No me joda! Yo vi a Enrique Salgado subido a este coche. Estuvo un rato. Luego se ocultó en él porque volvió este tío del desguace. Y esperó a que se fuera de nuevo para salir. Cuando se marchó Enrique Salgado inspeccioné el coche. Apunté el número de bastidor. Y ahora no tiene cristales. Este tío ha venido esta noche y se ha deshecho de los cristales y ha borrado el número del chasis. Seguro. ¿No ha visto la cara que tiene? Este tío no ha dormido en toda la noche.

Lo que dice el detective tiene toda la lógica del mundo. Pero aún no quiero interrogar al hombre del desguace.

Durán protesta.

—Es el momento de interrogarlo. Si pasan las horas, le dará tiempo a preparar las respuestas —insiste.

—Usted mismo ha dicho que su actitud ante Enrique Salgado fue hostil. Eso significa que no estaban concertados entre ellos o que han discutido. Así que como no sabemos nada, nada preguntaremos aún.

—Este tío ha hecho desaparecer el número de chasis y eso significa que sabe algo.

—Si es cierto lo que usted dice, sobre ese punto nunca podrá preparar una respuesta satisfactoria.

Durán se calla. Le pido el número de chasis que tomó anoche.

En menos de media hora una grúa se ha llevado el coche. Ernesto Durán se despide y sale levantando polvo del desguace.

Intenta abrirse paso un sol húmedo que no acierta a disipar la bruma, aunque ya son casi las once de la mañana. Antes de introducirme en el Golf miro hacia la oficina. Está la puerta abierta y Miguel Salinas habla por teléfono. Hace un gesto de despedida con la mano.

En cuanto llego a la comisaría llamo a López. Le describo el desguace y le pregunto si conoce al anterior dueño. Sale cinco minutos para hacer una llamada. Cuando vuelve, está ufano como un niño grande que ha hecho bien los deberes.

—Ya sé quién es, jefe: El Pringao.

Deja el mote suspendido en el aire.

—¿Y…? Que era un desastre. Llevaba sólo el negocio y no veía tres en un burro. Sería normal que hiciera las cosas sin un papel.

—Hay que asegurarse. Ese Salinas ha dicho que no le entregó ni uno.

—Pues ese Miguel Salinas sí que es un pinta… —dice López.

Me pone al tanto de quién es el fulano.

—Un putero y un chulo —dice—. Alguna hostia le he soplao, jefe. Así que ahora es el que lleva el desguace… —se queda pensativo.

Antes de que le eche humo el cerebro, le encargo que averigüe en Tráfico la titularidad del vehículo cuyo número de chasis me ha dado el detective.

Pongo al tanto a Medel y se llena de ideas en un segundo.

—Los anónimos dicen la verdad. Lo que insinúan es cierto. Ahora estamos seguros.

—Ahora no estamos seguros de nada —lo aplaco—. No tenemos más que unas pocas sospechas. Ni un dato. Ni una prueba.

Se siente decepcionado una vez más. Es su sino. Le pregunto cómo va lo del Ladislao. Dice que los primos se han negado a declarar, como preveía, y estamos esperando que venga su abogado desde Alicante.

No dirán ni media palabra hasta estar en presencia del juez. Para entonces ya habrán preparado la estrategia de defensa con su abogado. Pero no me preocupa. Tenemos las armas y la droga y se las voy a encasquetar sólo a ellos. Los tenemos cogidos por donde más duele.

—Sigue interrogándolos. Haz un trato con los primos de Alicante —digo a Medel.

—¿Un trato?

Medel no comprende que quiera hacer un trato con chorizos a los que hemos pillado con hierro y farlopa. Pero yo sé que se pondrán de acuerdo para que cargue uno con todo y los demás a la calle.

—Diles que no les imputaremos ningún delito a las mujeres si se inculpan ellos.

Aceptarán. Se lo explico a Medel. No voy por ellas. Si me allanan el camino para enchironarlos, bienvenida sea su presencia.

En cuanto al Ladislao, la cosa se ha complicado. Ya no era sólo el choro más famoso de Baria y a quien había que coger tarde o temprano. Ahora había que tener en cuenta otros aspectos. Eso era cosa mía.

Llama López a la puerta.

—Jefe —dice cuando entra.

Cierra la puerta cautelosamente a su espalda y mira a Medel. Aún tarda unos segundos en continuar hablando.

—El Lucas ha llamado a Remi Flores como abogado. Ha estado esta mañana en el hospital.

Nos quedamos callados, esperando la conclusión que todos pensamos.

—Ese abogado es un cabrón. Si lo ha llamado es porque hay escándalo —apunta López, como si no me hubiera dado cuenta.

—Y eso significa que me va a denunciar —digo yo.

—Y a éste también —aclara López señalando con poca educación a Medel.

—¿A mí? —se indigna Medel.

—¿Por qué te extraña? —le digo.

—Pero si yo no… —se detiene de repente, como si ahora comprendiera.

—También estabas allí, ¿no? —digo tranquilamente. Creo que estoy sonriendo mientras se lo digo.

Medel me mira en silencio. Ahora comprende que al haberle permitido subirse al coche lo he involucrado en las acciones del CSI. Ve la mierda tan alta que se ahoga. Ve volar por los aires su carrera. Y Medel es un joven policía ambicioso, que usa mucho la corbata.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunta.

—Nada —digo.

Medel y López se quedan pasmados. Esperaban una respuesta contundente.

—¿Cómo que nada?

Medel parece más indignado conmigo que con el Lucas de los cojones.

—Un poco de publicidad gratis nos irá bien —comento.

—¿Cómo que bien? No voy a permitir que ese hijo de puta nos ponga en la picota. La policía de Baria no…

Casi grita y tengo que llamarle la atención. Se calma un poco. Se levanta de un salto, se acerca a la ventana y mira la calle. Luego se da media vuelta y nos mira.

—¿Y si hablo con él?

López me mira. Ha puesto unos ojos tan inocentes que se diría que no oye ni entiende nada de lo que está pasando.

—Bueno. Yo no tengo inconveniente —le invito, encogiéndome de hombros.

Medel se dispone a marcharse. Pero antes de salir, se gira hacía mí.

—No puedo creer que te dé igual. Si nos denuncia…

—Si hubieras estado en el Norte, como yo, no te preocuparía tanto la opinión de la gente.

Mi mentira ha sido convincente. Medel se va aplastando el pasillo. López me mira, expectante. Pero yo no tengo que darle más explicaciones.

—A ver si ha llegado la información de Tráfico —le digo.

Antes de que se vaya, le pregunto:

—¿Qué sabes del hijo del Ladislao?

López se aferra a la puerta como si la necesitara para mantenerse derecho.

—Bueno. No sé mucho. Es raro, porque el Ladislao siempre lo ha tenido fuera del negocio.

—¿Por qué es raro?

—Normalmente, utilizan a los menores como camellos porque no les pasa nada si los cogemos. Son inimputables. Pero él, nada de nada. Nunca. Como si su padre lo hubiera tenido alejado de todo. Además, es buen estudiante.

—Eso sí que es raro. ¿Qué edad tiene el zagal?

—Unos catorce años. Nos miramos, pensativos.

—El Ladislao quiere mucho a su hijo —dice López.

Es triste que un hombre tenga que registrar su propia casa. Aunque, en realidad, Enrique Salgado no se sentía triste. Se sentía humillado. Buscaba algo, pero no sabía qué.

Había descubierto un vacío en su vida anterior y no sabía cómo llenarlo. Ana había sido una esposa correcta. Lo había amado, de eso estaba seguro. Ella le había dado todo lo que tenía.

¿Y él? ¿Qué le había dado él? Le había dado un amor considerado al principio. Un matrimonio estable luego. Un estatus «de señora de» con el que ella se sentía completamente satisfecha. Ana era una mujer antigua en muchos sentidos. En demasiados sentidos, le había reprochado él en ocasiones.

Y cada uno comenzó a interpretar su papel. Él era cada vez más el gran empresario, lo que más anhelaba para quitarse el sambenito de braguetazo, de aprovechado. Ella, a vestirse elegante para cualquier cosa, a aparecer en todos los actos públicos dedicados a una buena causa y a adornar su indolencia de ocupaciones grandilocuentes y vacías.

Y a medida que aumentaban sus responsabilidades en la empresa, que era de Rafael y que éste había donado a su hija tras su primer infarto, para retirarse a descansar y a ver crecer los nietos que nunca le dieron, Enrique Salgado se distanciaba de ella, quien dependía emocionalmente de él cada vez más. Y cuanto más lo precisaba Ana, peor, pues él necesitaba entonces una vía de escape.

Es tan fácil como tener una cena de trabajo, como realizar un viaje de negocios o cerrar un trato. Siempre hay una ocasión propicia para que aparezcan mujeres.

El cuadro de familia inmóvil que veía cada vez que recordaba su vida con Ana se había resquebrajado. Se había quedado sin fondo que lo sustentara. Enrique Salgado no comprendía por qué ahora necesitaba urgentemente saberlo todo acerca de Ana, cuando había pasado un año de su muerte. Sentía remordimientos por no haber sufrido más. Pero los había ocultado sin esfuerzo en el fondo de su corazón.

Tal vez intentara encontrar en lo que Ana pudiera haberle ocultado una compensación a su deslealtad con la que aplacar cierto sentimiento de culpa. O tal vez sólo era una excusa para ocultar su vanidad herida. O tal vez buscaba una explicación a la insidia lanzada por el policía. Porque si la idea de que Ana hubiera sido atropellada deliberadamente, de que hubiera sido ¡asesinada!, era terrorífica, mucho más lo era profundizar en las sospechas que nacieron un segundo después de que el policía le preguntase por el coche.

Salgado miraba el antiguo dormitorio donde había dormido con Ana. Apenas se habían amado allí, porque Ana había muerto tan sólo unos meses después de que la casa estuviera construida.

Lucía había respetado el dormitorio. Estaba tal y como había estado en vida de Ana. Le extrañó que una mujer permitiera el recuerdo de otra de una forma tan evidente. Pero también recordó que no había entrado en la habitación desde entonces. Lucía, astuta, había dejado allí el testimonio de su pasado. Para que él no lo rozara siquiera. Y comprendía que era como si la casa tuviera una habitación menos y su corazón y su memoria un compartimento innecesario y olvidado.

Nunca hasta ahora había pensado en esto. Pero era cierto que a veces había tenido la sensación de que Lucía se adelantaba a sus propios deseos, a sus propios pensamientos. Comprendía su naturaleza humana como si la viera a través de un cristal.

Rebuscó en los cajones de una cómoda y en el vestidor y no encontró más que ropas de Ana. Pensó que debía pedirle a Rosario, la cocinera, única empleada que ahora permitía Lucía además del jardinero, que se encargara de hacer desaparecer todo aquello.

Las ropas de Ana exhalaban un aire siniestro, evocando el cuerpo muerto que ya nunca volverían a vestir.

En el tocador había múltiples cajitas de joyas y complementos de lujo de todas clases. Salgado recordó vagamente algunos artículos, una pulsera, un reloj de oro que él le regaló, unos pendientes y una sortija de diamantes. El resto, a pesar de su abundancia, nada le decía. Como si los hubiera visto en el escaparate de una joyería.

Salió del dormitorio y recorrió la casa, esperando que se le ocurriera algún lugar donde Ana hubiera podido ocultar algo, una carta, un regalo dedicado. Pero comprendió que aquello era estúpido. Jamás antes se le hubiese ocurrido pensar que Ana guardara secretos y las vagas elucubraciones no se debían sino a la exasperación en que vivía desde la visita de los policías.

Entró en la cocina. Rosario estaba limpiando pescado y enjuagando verduras. Una luz tamizada entraba por un ventanal y atravesaba la habitación desnudando el aire. Salgado entornó los ojos al mirar la ventana.

—Las ropas de Ana, Rosario. Debería usted quitarlas del vestidor. No tiene sentido…

La mujer le ayudó.

—Claro. Las pondré en otro sitio.

Salgado no quiso decir que debía tirarlas. O regalarlas. Rosario había trabajado para Ana durante varios años y la quería mucho. No quería parecer desconsiderado. Salgado se sirvió un poco de agua.

—¿Está enfermo, señor? —preguntó Rosario. Nunca había tenido mucha confianza con él y le seguía llamando señor.

—No, ¿por qué?

—Como no ha ido a trabajar.

—Estoy buscando algo.

La mujer dejó el cuchillo sobre una encimera de granito que ocupaba el centro de la cocina.

—¿Puedo ayudarle? Si me dice lo que es.

Rosario tendría unos sesenta años. Era gruesa y fuerte. Tenía la piel muy blanca y el cabello gris. Sus ojos eran pequeños pero inquietos. Salgado se preguntó lo que pensaría si le dijese…

—Estoy buscando unos documentos que debió tener la señora… Ana.

—¿Qué clase de documentos?

—No estoy seguro, Rosario. Puede que… ¿No sabe usted donde guardaba ella sus cosas más íntimas? ¿O las más importantes?

—¿Ha buscado en el dormitorio?

—Claro. Por eso he visto toda su ropa que…

Rosario se limpió las manos en el mandil blanco que le cubría el pecho y le llegaba hasta las rodillas. Salgado observó que la mujer emitía un chasquido antes de comenzar a hablar, como si lo estuviera pensando.

—A veces, señor, la vi guardar cosas en el mueble de la entrada.

—¿Qué mueble?

—El paragüero antiguo que compraron en Madrid. El que hubo que restaurar. Hay un cajón en el interior. Aunque no sé qué pudo guardar allí. La señora no tenía secretos —dejó caer.

—Claro que no, Rosario —se disculpó Salgado—. Es que he perdido algo y tal vez ella lo guardó.

El amplio vestíbulo. Mármol y maderas. El suelo de granito negro. Dos amplias escaleras se elevan hasta el piso superior en semicírculo, una a cada lado. Bajo la escalera se abre un hall que da paso al piso inferior. Y entre el hall y la escalera, Ana colocó un paragüero de finales del XIX, debidamente restaurado, con el que se había encaprichado.

Salgado examinó el mueble por todas partes y no descubrió más cajón que uno frontal donde apenas cabían otra cosa que una linterna y las llaves del sótano. Se agachó. Miró a un lado y luego al otro, pero no vio nada más. Entonces apareció Rosario.

—Perdone, señor.

Rosario alargó la mano y abrió un cajón que había pasado inadvertido a Salgado.

—Vaya. No lo he visto —reconoció él.

—Está tan bien hecho que las juntas de la madera no se ven —dijo la mujer.

Era un cajón más amplio donde se insertaba el cajón aparente que Salgado había abierto, ensamblados como cajas chinas.

—¿Quiere el señor un café?

—No, gracias.

Rosario se marchó a la cocina. Salgado extrajo el cajón completo y lo dejó en el suelo. Sólo había una pequeña cámara fotográfica digital. Salgado ahora estaba seguro de que nunca encontraría nada. Ana era… demasiado aburrida.

Devolvió el cajón a su sitio. Con la cámara en la mano se dirigió hacia el salón. Miró la terraza. Podía ver el mar, tan sereno como una noche de verano, pero gris como una llanura de pizarra.

Dejó la cámara sobre un mueble y se dirigió a la terraza. Pero de pronto se detuvo. Volvió sobre sus pasos. Manipuló la cámara y pronto pudo ver las últimas fotografías que se habían tomado con ella.

Ana con un hombre en Las Ramblas de Barcelona, apenas tres meses antes de su muerte. Ana con ese mismo hombre frente a la Sagrada Familia, el mismo día. Ana y el hombre en la Barceloneta, junto al Puerto Olímpico. La fecha y las horas grabadas en el ángulo inferior.

La actitud de ambos invitaba a pensar que…

La última fotografía, Ana sorprendida casi desnuda en lo que parecía una habitación de hotel, despejaba cualquier duda de un manotazo.

Salgado se preguntó si le sorprendía. Lo pensó durante un rato y concluyó que no. Como si lo hubiera estado esperando. O como si lo deseara, en el fondo, para mitigar su remordimiento. Se sentía tan helado, tan distante de todo aquello, que le sorprendió la crueldad de sus emociones.

Le digo a Medel dónde voy y salta de la silla para seguirme. No quiere perdérselo, ya que casi ha terminado el papeleo de los primos del Ladislao. Han aceptado el trato y se tragan el marrón. Las romís a la calle, a cuidar de los churumbeles y a convertirlos en unos buenos choros el día de mañana.

Salimos de comisaría y subimos al Golf. Yo conduzco, como casi siempre, y Medel no para de hacer preguntas, como siempre.

—¿El coche está a nombre de quién?

—Del padre de la actual mujer de Enrique Salgado.

—Pero has dicho que el coche no tiene matrícula ni número de bastidor.

—Alguien se los habrá quitado, ¿no?

—¿Y cómo sabes tú la matrícula si ya no está?

—El detective entró anoche en el desguace y dice que entonces sí estaba el número de bastidor. Lo anotó y me lo ha dado para su comprobación.

—Pero no hay pruebas de que el coche que tenemos en el sótano sea el mismo al que corresponde ese número de chasis.

—En realidad, no.

Salimos de Baria. Bordeamos la costa hasta Mojácar. Urbanizaciones, campos de golf, hoteles de lujo, el Mediterráneo inverna en un otoño apacible.

Lucía Ugarte tiene su negocio en el Centro Comercial situado al pie de Mojácar, junto a la playa. Arquitectura imitación árabe, blanca y surcada de callejuelas repletas de boutiques caras, joyerías y tiendas de muebles de diseño, bancos, restaurantes de demasiados tenedores, galerías de arte y la tienda de antigüedades de su propiedad.

Aparcamos en lugar prohibido y bajamos del coche. Medel masculla las preguntas y se siente derrotado antes de tiempo.

—Pero entonces no tenemos nada —comenta mientras caminamos.

—Claro que no tenemos nada. ¿Qué quieres si ocurrió hace un año?

—¿Crees lo que dice ese detective?

—Él tampoco tiene nada.

—Pero, entonces, ¿qué hacemos aquí?

—Me intriga todo esto.

Descubrimos la tienda en una esquina del complejo. «Antigüedades Hera». Nombre de diosa. La cruel esposa de Zeus, que se vengaba de las amantes, forzosas o consentidas, de su marido.

Una chica muy joven nos atiende. El maldito maquillaje que oculta su piel la hace parecer mayor, pero los ojos y su cuerpo delatan su edad posadolescente. Alguien le ha enseñado buenos modales.

—¿Puedo atenderles, señores?

Mientras habla camina hacia nosotros como una modelo y nos mira fijamente a los ojos. Pregunto por Lucía Ugarte.

—Doña Lucía está ocupada —responde—. Tiene…

Le muestro la placa con un movimiento de muñeca magistral, como el de un mago enseñando la carta imposible en un juego de manos. Queda tan fascinada que apenas puede replicar. Vuelve sobre sus pasos. Nos fijamos en su culo perfecto y no queremos que se acabe el paseo. Entra en una oficina situada al fondo de la tienda.

Apenas nos da tiempo a reparar en los objetos distribuidos para su exhibición y venta. Muebles de ebanistería y de hierro forjado, relojes de pared, adornos de cristal y de bronce y de plata, lámparas, esculturas, cuadros, tapices. Todo huele a clase y a dinero.

Como la mujer que avanza hacia nosotros. Parece surgir de la nada, porque todo lo que queda tras ella, a medida que avanza, desaparece. Esta mujer eclipsa lo que ocurre a su alrededor.

Viste una falda negra de terciopelo y una blusa encarnada. Las piernas han sido muy bien torneadas y la blusa contiene la carne que no puedes dejar de imaginar.

—Buenos días.

Nos tiende la mano. Su tacto es suave y firme. No podía ser de otro modo.

Sonríe. Intento adivinar si sus labios rojos están maquillados. Tiene unos inmensos ojos azules que me recuerdan el mar que acabo de dejar a mi espalda y el resto de sus rasgos son los de una muñeca de porcelana.

—Me ha dicho Nati que son ustedes policías.

—Así es. ¿Podemos hablar con usted un momento? Medel se ha quedado mudo, pasmado.

Nos invita a pasar a su despacho. La seguimos y las cosas van recobrando su presencia. Ahora vuelven a estar en su sitio, pero todas giran alrededor de sus pasos, como los planetas alrededor del Sol.

Su despacho tiene tanta clase que no podría describirla sino un crítico de arte. Maderas nobles, suelo de mármol que brilla como un espejo, cuero en las sillas de hierro, esculturas y cuadros que abruman.

Se sienta frente a nosotros y cierra un catálogo tan pesado que habrán necesitado un árbol entero para cada hoja. Dice algo amable, pero sólo soy capaz de registrar su sonrisa.

Tras una vacilación de un segundo, no soy muy sutil.

—Deseamos saber si es usted propietaria de un vehículo. Un Range Rover gris metalizado, matrícula 9859 KMA.

Espera unos segundos antes de responder.

—No recuerdo la matrícula. Pero tuve un Range Rover. Aunque el propietario era mi padre.

—¿Guarda documentos de ese coche?

—No. ¿Por qué iba a hacerlo?

—¿Puede decirnos qué hizo con él?

—Sufrí un accidente hace un año y medio aproximadamente. El coche quedó destrozado y no sé nada más.

—¿Conoce el Desguace Salinas?

—¿Un desguace? No. Por Dios. ¿Qué iba a hacer yo en un desguace?

Se ríe y muestra unos dientes blancos, pequeños. Su sonrisa ensancha su cara, haciéndola menos perfecta, pero más viva. No puedo imaginar alguien a quien no le guste esa sonrisa. Tampoco yo puedo imaginarla en un desguace.

—¿Por qué no reparó el coche? —pregunta Medel, que ha debido despertar.

—Mi marido me recomendó no arreglarlo. Nunca quedan bien. Responde sin mirarlo, concentrando en mí su mirada. Yo me defiendo como puedo.

—¿Conocía entonces a su marido?

—Sí. Enrique y yo éramos amigos. Él se ocupó de todo.

Dejo suspenso el silencio unos segundos. Pero ella lo interrumpe.

—¿A qué viene ahora preguntar por ese coche?

Sus ojos son francos como una ventana abierta al cielo. Guarda la sonrisa en los labios mucho después de que las palabras se acaben, hasta que le respondo.

—Puede ser que ese coche se utilizara fraudulentamente tras el accidente —digo.

—No entiendo —responde.

Antes de que pueda hacerme otra pregunta, continúo:

—¿Nadie le ha hablado del coche desde entonces?

—No, ¿para qué?

La miro fijamente unos segundos. Tengo más preguntas. Muchas más. Pero camino sobre barro. Acaricio la idea de volver a verla. Mejor que pasar por estúpido acumulando preguntas inciertas.

—Me gusta —digo al tiempo que me echo hacia atrás en la silla y cruzo las piernas y pongo cara de satisfacción.

Parece sorprendida por mi repentino cambio de actitud. Medel no puede ya más con su cara de no enterarse de nada.

—La tienda —aclaro—. Lo que usted vende. Sonríe, aliviada.

—Hola, Marian.

Marian lo miró con expresión de fastidio.

—No tengo nada de qué hablar contigo. Si vas a seguir con lo de ayer, es mejor que te marches.

La había sorprendido cuando cerraba su negocio, un salón de belleza y estética en el centro de Baria.

—¿Puedo invitarte a comer? —preguntó Salgado.

—No.

La mujer echó a andar. Salgado se puso a su altura.

—Ya lo sé todo. Era Pablo.

—Vaya. Te has dado prisa. Eres un buen detective —comentó Marian, sarcástica.

—Ana fue muy descuidada.

—Tal vez quería que la descubrieras. Así al menos le hubieras prestado algo de atención.

Pasaban cerca de unas galerías comerciales. Salgado las señaló.

—Deja al menos que te invite a una cerveza. Quiero hablar contigo.

Marian detuvo la marcha. Suspiró.

—No he venido a reprocharle nada. Sólo quiero saber cosas.

Marian se adentró con indisimulada displicencia en la galería comercial. Llegaron hasta una taberna vasca y Marian se sentó ante una mesa situada en un rincón. Salgado fue a la barra y volvió con dos cervezas.

Salgado la miró y se preguntó por qué apenas la veía con hombres a pesar de ser una mujer atractiva.

—¿Querías mucho a Ana, verdad?

Marian dejó caer las gafas de sol que llevaba sobre la frente y oscureció su mirada. No tenía hermanos. Había sido amiga de Ana desde que eran niñas. Probablemente, Ana era lo más parecido a una hermana que no había tenido nunca.

—Creía que ella me amaba. De pronto, me he dado cuenta de que era una desconocida —confesó él.

—No era una desconocida. Sólo era una mujer despechada. Tú nunca has sido un buen marido —le recriminó con acrimonia Marian.

—La culpaba a ella, créeme. Quizá fui un egoísta, pero pensaba que Ana… Se lo merecía.

—No intentes justificarte. Lo tenías merecido. Una mujer tras otra y Ana, mientras, sufriendo.

—Ana… En fin, Marian. No sé cómo decirlo. Era como si ella me empujara de su lado.

—¡No lo intentes! No conmigo —saltó con rabia, oponiendo una mano enojada.

Salgado recordó que unos años antes Marian había sido engañada y eso la había marcado. Se lo contó Ana alguna vez.

—Todos los hombres se justifican de la misma forma. Cualquier excusa es válida. No. No te voy a compadecer por ello. Eres un… —Marian escupía las palabras.

—Vale. De acuerdo —aceptó Salgado—. Pero… necesito saber si hubo algo más.

—¿Si te engañó otras veces? Debería haberlo hecho, pero no. No lo hizo. Sólo cuando se sintió demasiado dolida.

Salgado bebió de su cerveza. Le costaba tragar, como si se le hubiera cerrado la garganta. Se sentía humillado, pero necesitaba saberlo todo.

—¿Duró mucho?

—¿Lo de Pablo? Sólo unos meses.

Advirtió cierta satisfacción en el tono de Marian. A medida que él se sentía más confundido, ella se vengaba sutilmente por su amiga.

—¿Cuándo fue?

A Marian le costó responder.

—Poco antes del… final.

Cayó un pesado silencio entre ellos.

—Al mismo tiempo que tú —añadió Marian.

Salgado la miró a los ojos y lo único que descubrió fueron dos cristales negros.

—¿Crees que me quería aún?

—¿Qué es? ¿Remordimiento u orgullo? Ana te quería. Demasiado. Pablo insistía en que pidiese el divorcio.

Marian se levantó. Cogió su bolso.

—No estoy segura de que Pablo fuese sincero. Ella aceptó. ¿Sabes que llegó a firmar una demanda de divorcio? Pero se arrepintió. No quería divorciarse de ti. Aún me pregunto por qué.

Salgado la vio alejarse y salir del establecimiento. Sentía un agujero que le ardía en el vientre, como una úlcera.

Era un edificio nuevo, de cinco plantas, situado en el centro de Baria, a la espalda de la comisaría. Tenía grandes balcones y una terraza que daban a un parque. Los bajos estaban ocupados por comercios y la gente caminaba por las anchas aceras sin prisas, mirando los escaparates de un estudio de fotografía, de una óptica y de una tienda de instrumentos musicales. Ernesto Durán aparcó su coche frente al edificio y esperó unos minutos. Un coche aparcado junto a la zona infantil del parque le había llamado la atención. Recordó que había visto uno igual en el cementerio, durante el responso por Ana Arnedo. Era un deportivo de dos plazas de color rojo. No había apuntado la matrícula, pero no podía haber muchos coches como ése.

Durán entró en el edificio con las llaves que le había entregado Rafael Arnedo. Subió hasta el tercer piso. Abrió la puerta de la vivienda señalada con la letra D.

Se encontró en un salón con cocina americana y una cristalera que daba a la terraza. Entonces oyó ruidos en el interior de la casa. Se mantuvo alerta. Luego cerró con cautela. A la izquierda había un pasillo y una puerta abierta que daba a un aseo. Durán avanzó lentamente por el pasillo que concluía en un dormitorio con cama de matrimonio, sendas mesitas de noche, un armario y un tocador sobre cuyos cajones un hombre se inclinaba.

—Vaya, vaya, vaya.

El hombre dio un respingo como si le hubieran pinchado en el culo.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?

La sorpresa y el miedo desfiguraron su rostro cuando gritó. Durán ató cabos con la rapidez de un marino.

—Así que engañando al jefe con su esposa. Pablo tardó un segundo en reponerse.

—No sabe lo que dice. Durán obvió su excusa.

—No creo que a Enrique Salgado le haga mucha gracia saberlo, aunque ella esté muerta.

Ernesto Durán dio un paso hacia el otro. Ahora recordaba el coche que le resultaba familiar. Había visto subir a este tipo al coche al salir del cementerio.

Pablo reculó hasta que chocó con la pared. El detective puso la cara muy cerca de su acojonada expresión.

—¿Qué está buscando?

Pablo hizo un ingente esfuerzo por su dignidad.

—¿A usted qué le importa?

Durán se acercó aún más. Prácticamente lo aplastaba con su cuerpo contra la pared.

—Has entrado con tu propia llave. Éste era el piso de Ana Arnedo. Y yo quiero saber qué buscas.

Pablo se hubiera caído al suelo de no estar encajado entre la pared y el cuerpo asfixiante del detective.

—Sólo… Quería llevarme mis cosas.

—¿Cosas? ¿Qué cosas?

Pablo dijo entre dientes que aún quedaba ropa suya en el armario. Durán lo soltó y miró en el interior del mueble y, por supuesto, no había ropa de hombre. Abrió los cajones y sólo encontró algunos objetos sin importancia. Pablo se había sentado en la cama.

—¿Qué buscabas? Es la última vez que te lo pregunto.

La voz de Durán adquirió de repente una ronquera amenazadora. Pablo sintió que aquel hombre lo intimidaba. Tomó aliento.

—Una cámara de fotos —respondió.

—Explícate.

Pablo dijo que le había regalado una cámara de fotos a Ana durante un viaje que hicieron a Barcelona tres meses antes de que Ana fuera atropellada. Era un viaje de una asociación a la que pertenecían ambos. Nadie imaginó nada. En esa cámara se guardaban fotografías de su relación.

—¿Por qué has esperado un año para buscarla?

—Porque la he buscado por todas partes y no la encuentro. Algo debió decirle la policía a Enrique porque se ha mosqueado y está preguntando cosas que antes ni se le pasaban por la cabeza.

Durán lo miró violentamente. Le dijo que saliera al salón. Aquí repitió el registro. Tampoco encontró nada. Pablo lo miraba desde un sofá. Cobró algo de color y de valor.

—¿Quién es usted?

Durán no respondió. Pero cuando concluyó la inspección, se volvió hacia Pablo, encendió un marlboro y lo miró con sorna.

—Vaya, vaya, vaya…

Dejó colgado el silencio en la expresión de desconcierto de Pablo. Un poco después, añadió:

—Cuéntame lo que sepas de Enrique Salgado.

Cuando vio sus pupilas dilatadas supo que le diría la verdad.

Medel dejó el coche en el aparcamiento que rodea el hospital de Baria. Esperaba encontrar poca gente en las horas primeras de la tarde, cuando ya el horario para las visitas y consultas externas ha concluido y sólo quedan los enfermos y unos pocos parientes.

El sol aclaraba el día y disipaba por primera vez la bruma. La luminosidad hacía brillar los coches aparcados.

Caminó hasta la entrada. Suspicaz como era, buscó cámaras de seguridad. Sólo una en la puerta. Desvió la cara al entrar. Un vestíbulo amplio y vacío. López le había dicho el número de la habitación. Subió a la tercera planta y buscó el departamento de traumatología. La habitación se hallaba al final de un pasillo idéntico al resto de pasillos. Los arquitectos de hospitales construyen laberintos en lugar de edificios. Medel pensó que la confusión aumentaba la sensación de indefensión de pacientes y familiares. Y eso es bueno para la Administración.

Se cruzó con algunas personas que no le miraron a la cara. Algunos pacientes daban un patético paseo colgados de una percha de suero. Iban prácticamente desnudos bajo batas casi sueltas. Brazos y piernas enyesados, arquitecturas metálicas sobresaliendo de la carne. Parecía una romería de lisiados.

La habitación trescientos treinta tenía la puerta entornada. Medel miró discretamente. Alguien dormitaba en un sillón. Se veía el inicio de dos camas. Una estaba vacía.

Medel comenzó a sudar. La calefacción excesiva y la impaciencia, el olor irremediable de los hospitales. Sintió una arcada.

Estuvo un rato deambulando lo más discretamente posible por el pasillo. Encontró una habitación vacía y se introdujo en ella. Allí esperó un cuarto de hora. Luego salió de nuevo al pasillo. Para quien lo viera no era más que un familiar de otro paciente.

Finalmente vio salir a alguien de la habitación trescientos treinta. Era una mujer gruesa, casi anciana. La siguió por el pasillo y vio que subía a un ascensor.

Volvió sobre sus pasos y empujó la puerta con cautela. Unos pies sobresalían entre las sábanas de una de las camas.

Lucas estaba dormido. Tenía la muñeca derecha vendada. Una goma de suero pinchada en su brazo izquierdo. Un collarín mantenía rígido su cuello. Un apósito cubría su ceja izquierda y la nariz estaba hinchada como una berenjena.

Medel lo observó con detenimiento y cierta prevención. Los labios habían engordado como el hígado de una oca, el ojo hinchado estaba cerrado y apenas se distinguía del hematoma que lo rodeaba. El CSI había hecho un trabajo a conciencia.

Medel apretó la bolsa de suero. Un gemido surgió desde lo más profundo del sueño de Lucas. Un movimiento involuntario de su mano izquierda donde ahora el suero entraba como un turbión de agua sucia después de una borrasca.

Lucas entreabrió el ojo derecho. Medel acercó la boca a su oreja. Le dio con los nudillos sobre el apósito de la ceja, para terminar de despabilarlo. Lucas chilló entre dientes. Medel habló en un susurro.

—No te acuerdas de nada. Saliste a la calle y te atacaron unos inmigrantes.

Lucas emergió del sueño bruscamente. Ahora sí estaba despierto. Su respiración se agitó. Su ojo sano buscaba una explicación. Medel continuó hablando lentamente, tranquilamente, como un padre paciente al niño revoltoso.

—Una palabra de más… Una denuncia contra la policía… Y la próxima vez será la última.

El cuerpo de Lucas se tensó bajo las sábanas. El terror le impedía moverse, pero su cuerpo se agitaba epilépticamente.

—¿Me entiendes?

Medel pegó otro apretón a la bolsa. Lucas gimió de nuevo. Dijo «sííí» con un sonido que se extraviaba en los abultados labios como pies en el barro.

—Te atacaron unos inmigrantes, ¿has comprendido?

Lucas movió la cabeza en señal de asentimiento. Medel pudo ver una lágrima que brotaba de su ojo izquierdo y abrillantaba la carne entumecida. Decía que sí una y otra vez, aunque apenas podía mover el cuello. Medel soltó la bolsa de suero.

—¿Sabes una cosa? Basta dejar que entre aire en el catéter para que estés muerto.

Medel le dio un toquecito en el hombro y añadió con cierto aire de fatalidad.

—Es tan fácil matar a una persona. Lucas lloraba en silencio.

—No vuelvas la cabeza.

Lucas obedeció y Medel salió sigilosamente de la habitación.

No debería haber subido al coche del comisario. Pero reconoció que siempre le podía más la curiosidad que la prudencia. Había oído rumores. Y quería saber si era verdad.

A lo hecho, pecho. No iba a dejar que el cabrón del Lucas le jodiera su carrera.

Habitualmente almuerzo solo. Es un ejercicio saludable. Se come poco y se piensa mucho. Para esto, nada como un chiringuito de playa en invierno. Uno se siente impregnado de nostalgia frente a los ventanales que dan al mar. El Viento Sur es un buen lugar. Apenas hay gente y sólo se oye el oleaje salpicado de ruidos lentos de la cocina.

Pido un par de raciones de salmonetes y un litro de cerveza.

Compruebo que, como casi siempre, no tengo una idea precisa de lo que está ocurriendo. Repaso los hechos: los anónimos, el extraño atropello, un tipo que se hace rico gracias al braguetazo que dio con la muerta y una mujer espectacular que ahora comparte su riqueza y su felicidad. Y el sorprendente descubrimiento del coche, si lo que dice el detective es cierto.

Lucía Ugarte tuvo un Range Rover, como el del desguace. Pero nadie pudo identificarlo la noche del atropello.

Alguien encendió la mecha y han ocurrido muchas cosas. Pero, a decir verdad, aunque quiero creer que estoy ante un crimen, no estoy seguro de si me dejo llevar por mis prejuicios y todo esto no es más que una sucesión de casualidades y sospechas sin fundamento. O de simples infundios.

En realidad, no hay nada. Únicamente la belleza de Lucía Ugarte sobrevolando las ensoñaciones de un hombre sólo como la sombra de las gaviotas sobre la playa melancólica.

Pido un café y enciendo un puro. Fumo un rato vaciando la mente y buceando en mi intuición. El atropello de Ana Arnedo queda en un segundo plano. No tengo tiempo de jugar a los acertijos. Tampoco quiero pensar en el Ladislao. Lo que propone no se puede aceptar con la razón, hay que aceptarlo con las vísceras. Luego, se acierta o no.

Pienso en ello mientras conduzco camino de la comisaría. Me he reservado el interrogatorio del Ladislao. El trabajo burocrático está hecho. La actividad policial ha dejado de ser detectivesca para convertirse en una gestión burocrática del delito. Ya no existen los crímenes que se resolvían fruto de la deducción, de la inteligencia o de la intuición. Ahora se descubre la verdad a través de pruebas científicas y de la estadística. Nos limitamos a recopilar datos y éstos nos conducen a la solución. Los delincuentes ayudan, suelen salirse poco de la estadística y no tienen imaginación. Por eso me atrae el misterio de la muerte de Ana Arnedo. Casi deseo que se trate de un crimen para romper la monotonía.

Además, si finalmente se trata de un asesinato y no descubrimos al culpable, al no conocerse públicamente nadie lo tendrá en cuenta. Mi expediente y mi estadística particular no se van a resentir.

Un grupo de gitanos se congregan ante la puerta de la comisaría. Parece un funeral. Me miran con odio. Son los familiares del Ladislao y de sus primos. Me quito las gafas de sol y los reto con la mirada. Deben saber que eres peor que ellos.

Intento descubrir algún chaval de catorce años entre la gente, pero no lo veo.

López se presenta en mi despacho como un sargento chusquero. Dice que el Ladislao está ya en la sala de interrogatorios. Lleva allí tres horas, esperándome. Le digo que lo pase a la última sala de las tres que hay en el edificio. Es la única que no tiene cristales ni micrófonos.

López comenta excitado que están llamando de todos los periódicos de la provincia y de las emisoras de radio y televisión locales, preguntando por la detención del Ladislao. Le doy órdenes tajantes de no decir ni media. Ya emitiremos una nota de prensa.

López me informa también, sin venir a cuento, de que ha llegado de Gobernación la orden de vigilar una manifestación la semana siguiente.

—Una manifestación por el agua. Quieren pedir agua. ¡Dicen que van a venir más de cien mil personas! —dice López.

—Otras cien mil personas no caben en Baria —le replico.

—Supongo que mandarán a los antidisturbios —advierte López.

—No te preocupes. Puedes ir a la manifestación.

—No era por eso, comisario —se queja.

Entra Medel. Se sienta frente a mí. López y yo nos quedamos mirándolo.

—Llevaré al Ladislao a la sala tres —dice López tras un largo silencio, porque Medel no abre la boca. Luego se pira.

—¿Por qué a la sala tres? —pregunta Medel.

—Porque lo voy a hacer yo.

—Pero yo…

—Lo siento. Después podrás leer su declaración.

Medel se queda callado unos instantes. Cuando voy a salir, dice lo que estaba reprimiendo desde que entró.

—Creo que he resuelto un problema.

Me dejo caer de nuevo en mi sillón y espero.

—He ido a ver a Lucas.

Me limito a seguir mirándolo.

—Pero tranquilo que nadie me ha visto —aclara.

—¿Y…?

—Simplemente, he hablado con él. Creo que le dieron la paliza unos inmigrantes.

—¿Ha prometido que no matará a su exmujer? —pregunto.

—No.

—Entonces no has resuelto ningún problema.

Me levanto y me abro. Hay cosas más importantes que hacer.

El Ladislao tiene mal aspecto. Su aire de Cristo después de la Pasión se ha acentuado tras la noche en la celda. Tiene la piel del color del cuero y tan arrugada como un pellejo viejo. Los ojos se le han hundido en las cuencas y el pelo encrespado parece más escaso. Huele a sudor frío y a encierro.

Me siento frente a él y enciendo un cigarrillo. Sobre todo para apartar el mal olor. Más humo vendrá bien para dejar de olerlo del todo y le ofrezco otro. El Ladislao enciende su cigarrillo haciendo pantalla con las manos esposadas.

—Aquí estamos seguros. Te he traído a esta sala porque no hay cristales ni micrófonos.

El Ladislao mira a su alrededor. Luego se agacha y busca bajo la mesa metálica, anclada al suelo, que nos separa.

—No te voy a tomar declaración ahora. Primero quiero que hablemos.

—El trato sigue en pie —dice.

—Yo no hago tratos con chorizos.

—Sí los hace —afirma.

—¿A qué te refieres?

—Lleva dos años en Baria. Y yo lo conozco.

—No nos habíamos visto.

—Pero los dos nos conocemos, ¿verdad?

En eso tiene toda la razón.

—¿Qué quieres?

—Ya se lo dije. Yo le doy algo a cambio de algo.

—Tus primos se han tragado el marrón.

—¿Cómo?

—He dejado a las mujeres.

—¿Las iba a pringar?

—Claro.

Se queda pensativo un instante, mirándome. Como anoche, me está midiendo.

—Contra mí no tiene ná —suelta.

El Ladislao fuma de su cigarrillo y baja los ojos. No quiere retarme. Espera que yo asuma la verdad: que si él quiere, estará libre mañana mismo, en cuanto lo ponga en manos del juez.

—¿Qué me ofreces?

—Un buen caso. Usted se pone los galones, porque va a pillar al Ladislao. Y yo salvo a mi hijo.

Veinte mil euros y un kilo de farlopa. Yo lo encontraré todo esta noche. Detendré a su hijo, a quien pondré en manos de la Fiscalía de Menores. Luego tendré que encargarme de que lo envíen a un centro lejos de los primos del Ladislao.

Si no acepto, quedo como un imbécil. El Ladislao a la calle. Nadie valorará la detención de los primos. Y se me echará encima la Guardia Civil, porque les pisé su investigación.

Salgo de la sala tres. Ordeno que trasladen al Ladislao a otra sala. Él negará cualquier posesión de droga o armas. Luego, yo pondré en evidencia su mentira encontrando lo que hemos acordado. El zagal reconocerá después que el dinero y la droga son de su padre.

Dejo a Medel peleándose con las negativas del Ladislao.

El Ladislao me ha dado un teléfono. Entro en mi despacho y cierro la puerta. Marco el número. La voz de su hijo es demasiado ronca para tener sólo catorce años. Pero no sólo es madura su voz.

Luego llamo a López. Acude corriendo. Le gruño que cierre la puerta. López comprende que pasa algo grave y se arma de su expresión favorita de sorpresa e inocencia. Es tan falsa como una máscara de carnaval.

—Cuando quieras que realicemos una operación, me lo dices directamente. No me venga con falsos chivatazos ni historias —le grito sordamente para que nadie nos oiga.

—No sé de qué me habla, jefe —protesta López.

—Del Ladislao. Claro que lo sabes. Y José Luis también. ¡Me habéis tomado el pelo con eso de que la Guardia Civil se me iba a adelantar!

—Pero, comisario…

López deja sus excusas en el aire. Se sienta frente a mí.

—Comisario. Hemos tenido que hacerlo. Si no… Esto era un baño de sangre. Los primos del Ladislao habrían matado a toda la familia.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque conociéndolo, habría dicho que se mataran entre ellos.

—¡Joder, López! —ahora sí grito—. ¿Tan cabrón soy?

—No quería decir eso comisario.

—¿Tan mal policía soy?

López se piensa la respuesta.

—No. Es demasiado bueno, comisario.

Salgado miraba el horizonte desde la ventana de su despacho. Reflejos tangentes del sol inclinado enrojecían los tejados, el campanario de la iglesia, las azoteas de la ciudad.

Pensaba en la traición de Ana. En cómo la había ido despreciando hasta que ella cayó en la vileza de castigarlo con la misma moneda. Debió sentirse tan sucia. Ahora no sentía amargura ni celos. Se lo merecía, como había dicho Marian.

Pero aún así… se sentía humillado. No tenía derecho, pero no podía evitarlo. ¡Y, además, con Pablo! ¡Pablo!

Volvió rápidamente a su mesa de despacho y pulsó un botón del interfono.

Respondió Alicia, su secretaria.

—Alicia, ¿ha venido Pablo?

—No, señor. Ha llamado diciendo que estaba enfermo.

Salgado lo maldijo. Quería mirarlo a los ojos. Después de todo lo que le había dado, menudo hijo de puta.

Sonó el teléfono. Alicia anunció que lo llamaba Lucía. Salgado echó una excusa y colgó. Un segundo después volvió a sonar. Era Alicia. Lucía había dejado el recado de que a las diez debían estar en la fiesta.

No lo recordaba. Una fiesta en un nuevo hotel de Mojácar. Luego, unas copas. Se sintió anticipadamente cansado. Se sentó ante su mesa de despacho. Abrió un cajón y buscó un cigarrillo. Le gustaba estar en su despacho. Le daba seguridad. Los muebles de madera noble, los cuadros, las amplias vistas de la ciudad desde su ventana, producían la sensación de hallarse unos metros sobre la superficie rastrera de la calle. También su dinero, el que Ana había puesto a su disposición y él había multiplicado.

Sin embargo, el engaño de Ana amargaba como el recuerdo de una enfermedad antigua. Y asomaba la nariz el temor por Lucía. No lo podría soportar. Lucía…

Levantó un portafolios. Miró un sobre grisáceo. Unas letras gruesas, realizadas con plantilla, indicaban que era «Para entregar personalmente». No tenía remite.

Extrajo una cuartilla del sobre. La volvió a leer: «¿Aún no se ha dado cuenta? Pregunte a su mujer dónde estaba la noche del atropello de Ana». Su mente se había bloqueado. No podía comprender qué significaba aquella nota anónima, hasta qué punto… quién… Le horrorizaban sus propios temores: el coche que había mencionado la policía, su visita al desguace, la reacción del hombre.

Salgado entró en el cuarto de baño adosado a su despacho. Se lavó la cara con agua fría. Se enjuagó la boca muchas veces, como si la tuviera sucia.

Había intentado averiguar quién había traído el mensaje. Pero había llegado en el correo ordinario. Su nombre y la dirección de la empresa estaban en el sobre. Lo había abierto él. Nadie más lo había leído. La insinuación no podía ser más evidente. No quería verla, pero estaba allí, como una mancha en el pecho. Se sentía encallado, como un barco entre el cieno. Debía hablar con Lucía. Debía aclararlo todo y olvidar esta pesadilla.

El Centro de Acogida Baria está situado en la carretera que lleva al interior del valle, a unos cinco kilómetros de la ciudad. Allí ya han acabado los cultivos intensivos y se extiende entre ásperos páramos, sospechosamente parecidos a un desierto.

Consta de una valla de obra menor y alambre y tres edificios. Uno central, donde hay una oficina y un comedor y un dispensario, además de varias aulas vacías, y dos a cada lado, donde se ubican los dormitorios de hombres y mujeres. Unas garitas para los servicios de seguridad están situadas a la entrada del centro.

Aparco frente al edificio central. Conocí al director nada más llegar a Baria. En realidad, me presenté a él y le pedí que cada vez que le enviasen un grupo de inmigrantes, me llamase. Sólo quería hacerles una revista. Tarde o temprano encontraré al que busco. Sé que entrará en el país una y otra vez, aunque sea expulsado. Y si algo intuyo con certeza sobre mi destino es que algún día lo volveré a encontrar. Y entonces…

El director se llama Salvador. Un nombre muy apropiado para quien ejerce su labor. Salvador Aguilar. No llega a los treinta años y aún conserva, seguramente por eso, una fe implacable en el mundo y en los hombres.

Me recibe agradablemente. Me aprecia porque sabe que no tomo represalias gratuitas contra sus alumnos y que los dejo en paz y les permito moverse por la zona para buscarse la vida. A cambio, me sirve de fuente de información para un ambiente que, en principio, a nosotros nos está vedado.

Me estrecha la mano y me dice que los nuevos están en el dispensario, pasando revisión médica. Aunque ya fueron examinados hace dos días, cuando llegaron a las playas de Granada en una patera, Salvador insiste en que se les haga un nuevo reconocimiento. Están bien, en general, añade.

Cuando me dispongo a ir al dispensario comenta que ha oído lo de la detención del Ladislao. Me da la enhorabuena y dice que es lo mejor que puede pasar para las calles de Baria.

—No estés tan seguro —respondo.

Le explico que si el Ladislao está fuera de la circulación no sabemos quién vendrá a ocupar su puesto. Y que puede ser mucho peor.

Me mira sin acabar de entenderlo. Luego sonríe y me suelta lo de siempre:

—¿Cuándo me vas a contar por qué haces esto?

—Algún día —le digo.

Le doy una palmada en la espalda y camino hasta el dispensario.

Hay quince personas en total. En la patera han llegado casi cuarenta, pero el resto han sido diseminados por otros centros. Están sentados en bancos corridos pegados a la pared, esperando turno para pasar ante un médico y una enfermera, que los atienden en una sala contigua. La mitad moros, la otra mitad, subsaharianos negros.

Ninguno es el hombre que busco.

Hay tres mujeres y me dirijo a ellas en primer lugar. Saco una fotografía del bolsillo de mi americana y se la muestro. Les pregunto en mi rudimentario francés y en el no menos torpe inglés si conocen al hombre de la fotografía, si ha cruzado el Mediterráneo con ellos. Miran la fotografía sin interés y mueven la cabeza a un lado y a otro.

Voy pasando la fotografía ante los demás. Cuando llego al último, tiene la cabeza cubierta con la capucha de un anorak. Quito la capucha de un tirón. Es una mujer. Tiene la piel color chocolate, muy fina, tanto que parece tensada. El cabello negro se pega a su cráneo, corto y ensortijado. Tiene los labios gruesos y brillan sus pómulos, ligeramente elevados. Los ojos miran fijamente, con orgullo de reina negra.

Me alejo de ella, que no despega los labios. Me sigue con la mirada. Me detengo en la puerta del dispensario y espero. Ella se aburre de mirarme y desvía los ojos al suelo.

No se hacen largos los minutos observándola. Cuando se levanta para entrar en la enfermería, me deslumbra su presencia. Y eso que sólo viste, bajo el anorak, una falda sucia y larga hasta los pies.

Ya son más de las diez de la noche. No he querido volver a la comisaría. Quiero estar solo. Me tomo un par de cervezas en un bar de carretera y espero hasta la hora convenida. Entretanto, me llama Medel y me dice, frustrado, que no le ha sacado ni media palabra al Ladislao. No tenemos nada contra él, se queja. Apenas respondo, evasivo, y corto.

Barrios como el de San Gabriel hay en todas las ciudades. Habitados por gitanos, ahora proliferan también inmigrantes de todos los colores. Pero el Ladislao ha seguido siendo el rey, aunque hasta él sabe que cada vez está más desdibujado su poder. No le reconocen los ponis, por miles, que apenas se drogan con otra cosa que no sea alcohol barato. Ni los moros, que manejan más costo que él, ni los negros, que van a lo suyo. Y a los eslavos, hasta el Ladislao les guarda el aire.

Las tres últimas casas antes de la del Ladislao están deshabitadas. Sin embargo, están mejor conservadas que la suya.

Desde la casa del Ladislao parte un camino asfaltado que lleva hasta la general. Paso de largo y medio kilómetro más adelante doy la vuelta. Aparco a cierta distancia. Espero diez minutos dentro del coche, con las luces apagadas. Después, me dirijo hasta la casa con la pipa en la mano. Antes de llegar a la puerta, que ha sido reparada con una chapa de aluminio, se abre discretamente. Me ha visto llegar sin que yo haya sido capaz de advertirlo.

Apenas hay luz en la habitación. El hijo del Ladislao se hace a un lado y me deja pasar. López dijo que tenía catorce años, pero es demasiado grande y grueso para su edad. No se parece a su padre.

—Enciende la luz —digo.

El muchacho cierra la puerta.

—Se supone que estoy haciendo un registro legal.

Enciende la luz y disminuye el frío eléctrico que corre por mi nuca. Recupero una respiración normal cuando compruebo que estamos solos en la habitación. Veo la ventana machacada anoche, por la que entraron mis hombres. Me enderezo como un jorobado que, de pronto, se quita la chepa de encima.

El chico, sin decir ni media, sale de la casa, al patio que hay detrás. Unos muros desbastados y rotos, maleza sin cuidar. Salta el muro que rodea el patio por su parte más baja, da un rodeo y entra en la casa contigua. Enciende la luz.

—No se puede ver la luz desde la calle —dice.

Es la voz ronca del teléfono. Si no lo sabes, no la asocias con un niño.

—¿Tú estabas aquí anoche?

Asiente.

—Joder. Sois más astutos que nosotros.

—Mi papa es el más listo —afirma, orgulloso.

—Lo sería mucho más si no se metiera la mierda que vende —replico.

El muchacho no rechista. La habitación donde nos encontramos es un salón profusamente amueblado, recargado, como imagina uno que le gustan las cosas a la mujer del Ladislao.

—¿Vivís aquí?

—Sí.

—¿Cómo no nos hemos dado cuenta?

—Porque no abrimos las ventanas.

El Ladislao no se priva de nada. La televisión de plasma tiene tantas pulgadas que parece una pantalla de cine. El sistema sound round se despliega por toda la habitación. Alrededor de la televisión hay dos sofás de cuero negro. En el centro, una mesa de madera, brillante, sobre la que hay dos figuras de Lladró y unos tapetes con bordados. Apuesto el sueldo de un mes a que el Ladislao no se gastó un duro en las figuras.

Sobre la mesa también hay dos paquetes envueltos en papel.

—¿Cómo te llamas?

—Sebastián.

—¿Sabes dónde vas a ir a partir de mañana?

—Sí.

—¿Estás conforme?

—Sí.

Sebastián se acerca a la mesa y abre los paquetes. En uno hay montones de billetes. En el otro, casi un kilo de farlopa. Lo pienso unos segundos. Después le pido a Sebastián otro sobre. Introduzco la mitad del dinero y la mitad de la reina blanca.

—¿Por qué hace eso?

—¿No te lo ha dicho tu padre? No lo vamos a desperdiciar todo.

Sebastián inicia una protesta, pero lo miro bruscamente por primera vez y calla.

—Se lo puedes decir a tu padre —digo.

Volvemos a la casa vieja. Sebastián señala un escondite que no habíamos podido encontrar la noche anterior. En el patio, en un rincón, camuflado bajo tierra, hay una antigua llave de paso con una puertecilla metálica.

Introduzco un paquete y cierro la trampilla. Dejo a Sebastián en la casa y vuelvo al coche, donde escondo el resto del dinero y de la farlopa. Entonces llamo a la comisaría. Cuando vuelvo a la casa, unos minutos después, Medel ya está en camino con un coche patrulla.

El hotel donde se celebraba la fiesta se llama Estrella del Sur. Es pequeño, de tres estrellas, por lo que no es muy lujoso, pero está situado en un buen lugar, cerca de la playa de Mojácar. El dueño había comprado varios edificios de cierta antigüedad y con ellos había construido un hotelito coqueto cuya clientela estaba garantizada durante todo el año. Sol a buen precio para ancianos nórdicos que vienen en oleadas, como niños de un colegio.

Después de la cena una orquesta comenzó a tocar en el salón y se abrió la barra. Salgado pidió un whisky solo y salió a la terraza, escabullándose de la gente y de la música.

Desde la terraza casi se podía tocar el mar. Bastaba cruzar la carretera. A la izquierda, la línea de edificaciones y luces se ceñían a la costa como un vestido estrecho. Y si girabas la cabeza a la derecha podías ver Mojácar subido a su cerro como un helado de nata en su cucurucho de galleta.

Soplaba una brisa húmeda y fría. Salgado se sintió más despejado. Demasiado vino en la cena. Cerró los ojos. Cuando los abrió, Lucía estaba a su lado. La brisa ondulaba su cabello. Se miraron en silencio. Salgado no sabía cómo empezar. Pero sabía que tenía que decirlo. De lo contrario, se iba a volver loco.

—¿Qué estarías dispuesto a hacer por mí? —se adelantó Lucía.

La maldita pregunta, se dijo Salgado. Empezaba a intuir qué significaba y le horrorizaba.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Estoy romántica esta noche —dijo Lucía.

Se acercó a él. Lo abrazó. Se puso de puntillas y le besó el mentón. Luego se dio la vuelta y se alejó.

—¿Qué serías capaz de hacer por mí? —preguntó él antes de que Lucía abandonara la terraza.

Lucía se volvió a mirarlo, sonriendo.

—Todo. Soy una romántica —dijo.

Luego se perdió entre el ruido y la gente del salón.

Dejo a Medel en comisaría, exultante, catalogando las pruebas y redactando el informe que concluirá que el comisario Carrillo ha vuelto a la casa del Ladislao y ha encontrado gran cantidad de dinero y de droga.

Estoy dispuesto a ser un pequeño héroe. A partir de mañana.

Hemos avisado al Centro de Menores y a la Fiscalía y se encargarán de Sebastián en un par de horas. Aún así, Medel le ha tomado declaración. Quería que todo se quedara atado. No quería sorpresas. Sebastián ha reconocido, como le había ordenado su padre, que estaba en la casa y en posesión del dinero y la droga, y que pensaba venderla por instrucciones de su padre. Tiene garantizada una pequeña temporada en un centro de menores, lejos de los primos del Ladislao.

Cuando salgo de comisaría es la una de la madrugada. Esta noche tampoco me ha llamado mi mujer. Ya sé lo que eso significa. Así que conduzco un rato, dando vueltas por Baria, sin querer salir de la ciudad, como si algo me retuviera o una idea me rondara por la cabeza, pero sin acabar de dar con ella. Aún llevo la mitad del dinero y de la farlopa del Ladislao en el coche.

Aparco junto al Baria City, sobre la acera. Aunque no haya clientes, siempre está abierto.

Se encuentra en el casco antiguo de Baria, entre casas de dos plantas con puertas de madera y balcones de hierro negro y una iglesia, cuyos cimientos son una de las paredes del club.

Mike, un inglés de unos treinta y cinco años, había comprado una casa vieja, la había vaciado, había escarbado hasta encontrar espacio suficiente y había puesto un pub con cierta clase. Había cubierto las paredes de madera, el suelo de parqué, y las mesas y las sillas, así como la tarima para las actuaciones en directo, eran imitación exacta de las que uno podía ver en una revista de música de los años cincuenta. En las paredes, espejos antiguos y posters de músicos legendarios, desde Louis Amstrom hasta el Miles Davis de sus primeros años.

Cuando entro, suena Charlie Parker. Descubro a Mike al final de la barra, leyendo un libro y bebiendo un bourbon. Debería fotografiar esa estampa, porque será como lo recuerde siempre.

Me saluda y se pone a preparar un gin-tónic. Mike no es muy hablador, pero hemos echado un buen rato alguna vez.

Se queja del mal tiempo. Para Mike, que no haga sol y al menos veinte grados es mal tiempo. Comento que aún tendrá que aguantar un par de meses, pero que no está nada mal tener ocho meses de verano al año.

—Por eso no me voy —comenta.

Echa los cubitos en un vaso ancho. Luego añade limón. Tiene un acento inglés inconfundible, como el de un anuncio.

—He oído que has detenido al Ladislao.

Le digo que sí, que aún está en comisaría. Mike vierte la ginebra y pone una tónica junto a la copa. Bebo ginebra sola antes de mezclarlo. Es tan fuerte que aparta los malos pensamientos.

—Para que lo haga otro, mejor que lo hagas tú. No quiero que lo haga la guardia civil.

—¿Por qué?

—Los odio. Ellos siempre ponen las multas cuando voy con mi coche.

Mike tiene un Camaro que no cabe por algunas de las calles de Baria.

—También odio a los Policías Locales. Vienen a cerrarme el local y me inspeccionan todo.

Alarga las ces tanto que parece que no va a poder terminar la palabra.

Acaba Parker.

—¿Puedes ponerlo otra vez? Mike asiente.

Entonces se me ocurre. Sabe Dios que no lo digo inocentemente.

—¿Sabes lo que he visto esta tarde?

Comienza a sonar Now’s the time y Mike vuelve junto a mí. Le describo lo mejor que puedo la mujer que he descubierto en el Centro de Acogida. La descripción se queda corta, muy corta.

—¿Qué me quieres decir con eso? —pregunta Mike.

—Nada. Sólo que me ha impresionado.

Mike da unos pasos y regresa con su bourbon.

—¿Qué será de ella? —pregunto un poco al aire cuando vuelve a mi lado.

—¿De verdad parece una reina?

—Es alta y delgada. Su cuerpo me recuerda esas esculturas de madera que venden los negros en los mercadillos. Es como la idea estilizada de un cuerpo de mujer. Ya la verás.

—¿Por qué dices que ya la veré?

Lucía caminaba a su lado, taconeando firmemente en la acera. Reconocía sus pasos y la firmeza con que apretaba los labios cuando se encontraba contrariada. Apenas le había ocurrido un par de veces desde que la conocía. Recordó ahora, cruel es la memoria, la discusión del día antes de que Ana muriera atropellada, cuando Salgado creyó que todo había terminado. Ella le exigió una decisión:

—No voy a ser tu amante eternamente. Tienes que elegir: ella o yo. Salgado se negó a elegir. Pedía más tiempo. Siempre pedía más tiempo. Y ella estaba cansada. Nunca le había dicho «Te quiero», pero los dos sabían la fuerza del vínculo que los unía. Salgado había tenido muchas mujeres, especialmente desde que adquirió posición y dinero. Pero no hubo más desde que conoció a Lucía.

Había sido en una reunión de trabajo. Ella acompañaba a un antiguo socio suyo. Salgado estaba harto de darle vueltas a un trato que no acababa de cerrarse y salió de la reunión. Lucía esperaba a su amigo. Estaban en el hall de un hotel de Granada. Salgado se acercó, más por ser amable que por otra cosa. Charlaron un rato. Salgado no volvió a la reunión.

Lucía dijo que tenía una tienda de antigüedades en Mojácar. De las antigüedades pasaron a hablar de arte. Salgado siempre había querido tener una galería y en ese momento decidió que la montaría. Le gustaba considerarse un pintor fracasado. Así que no pudo tomar sino como el mejor halago que le habían hecho en su vida, cuando ella dijo:

—No esperaba encontrar ninguna sensibilidad en este ambiente de especuladores.

Salgado le contó una versión muy maquillada de su matrimonio con Ana, del infarto de su suegro, que había motivado que la empresa recayera en sus hombros como una maldición bíblica. Cuando comprobó que había una atracción recíproca, quiso largarse con ella.

—Al fin y al cabo, los de ahí adentro no discuten más que de dinero —dijo.

Lucía ya no se despegó de él en todo el viaje. A partir de aquel momento, Salgado acudió con frecuencia a Mojácar en busca de un local donde montar la galería. Hasta que la abrió. Lucía se encargó de buscar pintores y escultores jóvenes ansiosos de exponer.

La inauguración fue recogida en los periódicos de toda la provincia como un acontecimiento cultural. Enrique Salgado era un nuevo mecenas. Se regodeó comentando ante los periodistas su devoción por el arte, sus antiguos deseos truncados, su intención de ofrecer a los jóvenes las oportunidades que él no había tenido y se revistió de una película de artista fracasado condenado a la vileza de la opulencia que le satisfacía onanísticamente tanto como una mentira piadosa a un niño.

Allí estuvo, hasta el final, Lucía. Y ocupó, en esa noche de íntima satisfacción, el lugar que debió ocupar Ana, quien pensaba que todo aquello no era más que una manía, una forma tonta de tirar el dinero.

Acabaron en un hotel de Almería. Salgado quiso abalanzarse sobre aquella mujer tan hermosa. Pero ella se negó. Tendría que dibujarla primero. Y se desnudó frente a él, quien se sintió ridículo con un lápiz en la mano, intentando infructuosamente encontrar aquel bello cuerpo en las cuartillas con membrete del hotel.

No podría presumir ante los amigos de su primera noche con Lucía. Pero ella lo ganó para su causa, porque era el primer gran deseo ferviente que no podía obtener.

Subieron al coche. Salgado arrancó. Lucía permanecía en silencio, obstinadamente. Nada más había ocurrido entre ellos durante la velada en el hotel, excepto que Salgado apenas le dirigió la palabra y cuando lo hizo fue para preguntar insistentemente:

—¿Qué serías capaz de hacer por mí?

Ambos sabían que no bastaba cualquier respuesta. Y Salgado, en cuanto salieron del hotel y se encontraron a solas, tuvo miedo de repetir la pregunta. Temía la respuesta.

Mientras conducía de vuelta a casa, Salgado recordó las múltiples veces que se veían en la trastienda de su galería de arte o en cualquier hotel de Almería o Murcia. Ella lo obligaba a dibujarla. Después comenzó a llevar acuarelas a los encuentros. Y después lienzos y pinceles y pintura. Los encuentros eran cada vez más prolongados. Sólo después de dibujarla o pintarla, tenía derecho a amarla.

Dio un volantazo y, en lugar de continuar camino de casa, Salgado tomó la carretera de Turre. Fue un impulso. Pero quería saber y, al mismo tiempo, estaba aterrado.

—¿Dónde vamos? —preguntó Lucía después de unos minutos.

Su voz sonó alarmada. Y seguramente fue ese temor que embadurnaba sus palabras como aceite lo que lo impulsó a continuar, ya sin dudarlo.

—¿Por qué no vamos a casa? ¿Qué haces?

Cruzaron Turre y luego tomó la carretera de Sierra Cabrera.

—Quiero enseñarte algo —acertó él a decir con la boca seca. Lucía se hundió en el asiento.

La carretera de la sierra se cerraba sobre sí misma como un laberinto. Disminuyó la velocidad, la hondura de la noche era inmensa y el mar a lo lejos un infinito vacío negro. Parecía que no iban a llegar nunca.

Pero al final aparecieron las luces del restaurante. Y Salgado frenó. Se quedó parado en mitad de la carretera, mirando hacia el restaurante que, por supuesto, a aquellas horas estaba cerrado y a oscuras.

Salgado sacó el anónimo del bolsillo de su chaqueta. Lo mostró a Lucía. Ésta encendió la luz de cortesía y lo leyó. Luego lo arrugó y lo tiró al suelo.

—¡Mierda! —y apagó la luz con rabia.

Salgado estuvo observándola un rato, en la penumbra.

—¿Qué significa esto? —preguntó al fin.

—¿Qué crees que significa? —respondió ella.

—Yo no puedo imaginarlo. Es demasiado horrible. Lucía estalló, colérica.

—¿Demasiado horrible? ¿Te ha parecido demasiado horrible mientras has estado conmigo? ¿Qué es lo que no te ha gustado? Te he dado la vida que querías y no tenías valor para conseguir tú solo.

Lucía volvió la cabeza y miró al frente, a la oscuridad y a la fachada turbia del restaurante.

—No puede ser… No puede ser… —dijo Salgado lentamente.

Sólo entonces Lucía se volvió a mirarlo.

—Te he dicho que soy una romántica. ¿No lo has comprendido?

Salgado salió del coche.

—Baja —exclamó—. Quiero que hagas lo que hiciste aquella noche.

Lucía lo miró. Movió la cabeza con fatalidad, pero finalmente se sentó al volante.

—Repite lo que hiciste aquella noche —ordenó Salgado.

Lucía le pidió un cigarrillo. Lo encendió. Miró el vacío de la noche. Esperó, mientras él miraba su perfil y se agitaba, nervioso.

Lucía suspiró. Luego tiró la colilla a la carretera y apretó el acelerador.

El Lexus salió disparado como si hubiera recibido un obús en su parte trasera. Circuló primero por el asfalto, el acelerador a fondo, cada vez más veloz, hasta que salió del asfalto bruscamente. El coche derrapó en la tierra, pero Lucía lo controló y giró hacia el edificio. Salgado tuvo la sensación de que en una décima de segundo se estamparían contra el muro del restaurante. En el último segundo Lucía dio un volantazo y el coche salió disparado de nuevo hacia la carretera. La noche se llenó de chirridos de neumáticos, de olor a polvo, de silencio luego, cuando Lucía, algo más allá, detuvo el coche. Apagó el contacto y la oscuridad los inundó como si se hubieran sumergido en el fondo del mar. Salgado no veía estrellas, no veía luna. Sólo oscuridad y el aliento agitado de Lucía. Sintió pánico. Sólo esa respiración a su lado.

—¿Estás satisfecho? ¿Se ha aliviado tu sentimiento de culpa?

—¡Puta!

Siguió un largo silencio en la oscuridad. Hasta que sintió un manotazo en la boca, y unas uñas que le rasgaron la mejilla. La yema de sus dedos se llenó de una humedad que no podía ser otra cosa que sangre.

—¡¡Puta!!

Lucía rugió como un animal y Salgado sintió encima una fiera que le mordía, unas manos que le arañaban. Quiso defenderse, pero la respiración animal de la mujer y la oscuridad total lo habían paralizado.

Sólo después, un torpe movimiento de su brazo hizo que el codo se estrellara en el cuello de Lucía. El abrazo brutal de la mujer se desvaneció lentamente. Lucía se quedó inmóvil y en silencio.

Salgado la empujó a un lado y bajó del coche. Las luces interiores del Lexus hirieron sus pupilas, dilatadas por la oscuridad y el terror. Le robó aire a la noche fría. Cuando, por fin, su corazón comenzó a latir a un ritmo soportable, se puso al volante.

Sólo los ahogados sollozos de Lucía que, sin embargo, parecían provenir de muy lejos, se oían en el interior del vehículo.

Salgado arrancó y volvió a la carretera. Resbalaban sangre y sudor por su mejilla.