14 DE DICIEMBRE

El cuartel de la Guardia Civil está ubicado en la salida Este de la ciudad. Basta desviarse a la derecha desde la Avenida del Mar, circular por varias calles entre edificios a medio construir y solares vacíos y enseguida entras en un amplio recinto enrejado.

Aparco ante un edificio blanco. Paso bajo un pórtico en cuyo dintel han grabado el lema del Cuerpo: Todo por la Patria. El lema queda tan rancio como el tricornio.

Hay un patio amplio y luego una puerta pequeña con el rótulo Destacamento de Tráfico, tras la cual se estrechan unas escaleras que ascienden hasta tres habitaciones blancas que más parecen aulas que la sede de un cuerpo policial. Pero es el destino de los cuerpos militarizados: se les exige sacrificio, después más sacrificio y después, por si acaso, un poco más de sacrificio. Luego se les dota de unos medios tristes y pobres, por si se les había olvidado que su divisa es el sacrificio.

Pregunto a un número por Alcoba, el Jefe del destacamento, con categoría de sargento. Me dice que no está, pero llama a su móvil y responde que viene en un momento.

Mientras espero, fumo un cigarrillo junto a la ventana de un pasillo. Un agente me mira con expresión de sorpresa, pero no dice nada. Sabe quién soy. Los miro hacer y les hago algunas preguntas. Son doce agentes que tienen que cubrir una extensión superior a tres mil kilómetros cuadrados. Un par de furgones para atestados. Un ordenador que desprecian los niños de diez años. Pero no pueden fumar en las dependencias. Así son las cosas.

Alcoba es bajito de estatura, hasta el punto de que me pregunto cómo pudo dar la talla para entrar en el Cuerpo, pero de carácter decidido. Una cosa compensa la otra. Se quita la gorra y descubre una calva brillante. Me da por pensar que es demasiado viejo para los servicios de tráfico.

Le digo lo que me trae por aquí.

—¿Y por qué se interesa un madero como tú en un accidente de tráfico que ocurrió hace un año?

Ni puedo ni quiero decirle la verdad, por mucho que se mosquee.

—¿Y por qué un picoleto desterrado al destacamento de tráfico como tú se interesa por lo que le interesa a un madero como yo? Sólo necesito echarle un vistazo. Dame una copia y no te entretengo más.

Alcoba es suspicaz, como buen canijo. Sonríe con una mueca, postiza como una dentadura.

—Bueno, bueno… Tú sabrás. Pero luego, espero que tú hagas lo mismo por mí.

—Tampoco es para tanto. Cualquiera diría…

—Hombre. Legalmente, ya sabes que no puedo…

—Hombre… Pues espera tú a pedirme un favor…

Alcoba sonríe, me da una palmada amistosa y ladra una orden a un agente barbilampiño que pierde el culo para encontrar el atestado cuyos datos le concreto.

—Así que es ése —dice Alcoba con sorna—. ¿Está el viejo dando por saco?

—Más o menos.

No sé a qué se refiere.

—El padre de la muerta se pasó dos meses detrás de nosotros, día y noche, haciéndonos preguntas sobre el atropello: que si esto, que si lo otro. No podíamos vivir. Tuve que pedirle al comandante que hablara con él porque se presentaba aquí a primera hora, todos los días.

—¿Qué quería?

—¿Qué iba a querer? Que dijésemos en el atestado que había sido un asesinato. No le cabía otra cosa en la cabeza.

Supongo que ya tengo a mi escritor de anónimos.

—¿Y qué pusisteis?

—Lo que sabemos. Que un coche sin identificar había atropellado a la mujer. Hicimos lo que pudimos. Es un sitio solitario y sólo estaba la gente que había en el restaurante. Pero nadie pudo identificar el coche porque salieron tras el atropello y el coche se perdía en la carretera. Sólo conseguimos saber que era grande y negro, aunque el color, de noche, no te puedes fiar… No era más que un conductor borracho. Seguro. Pero era una mujer rica y salió en todos los periódicos y en las cadenas locales. Si llega a ser una desgraciada nadie hubiera preguntado.

—¿Hay algo que no conste en el atestado?

—¿Crees que con doce hombres puedo hacer más? ¿Sabes cuántos accidentes hay en el norte de la provincia cada día? Y más en verano, cuando llegan los malditos turistas. Mis hombres concluyen los atestados en sus horas libres.

—Queréis haceros ricos.

—¿Adivinas a cuánto nos pagan las horas extra?

—Lo imagino. Casi tanto como a mí. Creo que las paga el ministro de su bolsillo.

—Aún nos debe las de año pasado. ¡Hijo de puta! Ya no tenemos ni para gasoil.

Se acerca el joven agente y me entrega un sobre con una copia del atestado.

Me despido de Alcoba con un apretón de manos. Tiene una mano pequeña y vigorosa.

Desciendo las escaleras y cuando aún no he llegado al patio, me llama.

—¿Sabes por qué el ministro ha llegado a ministro?

Sonríe como una hiena allá arriba.

—Lo imagino.

—Porque es un hijo de puta, como todos —dice. Después, riendo, da media vuelta y desaparece.

Salgo al patio. La luz de diciembre es blanca. El cielo no tiene el color azul intenso de los veranos, pero aún así hay que entrecerrar los ojos. Me pongo las gafas de sol y entro en el coche. Antes, percibo aún el olor a lumbre muerta de la noche anterior. Alguien prendió una hoguera cerca.

Dejo el sobre en el asiento y enciendo un cigarrillo. Varios agentes pasan ante mí saludando con un gesto de la mano. Muy cerca, unos operarios municipales intentan colocar unos cables repletos de bombillas de lado a lado de la calle. Las bombillas dibujan algún mensaje de la Navidad cercana.

La comisaría de Baria es un edificio céntrico, con aires de grandeza, que se construyó cuando la ciudad consiguió que instalaran una comisaría porque acababa de pasar oficialmente de los veinte mil habitantes. Eso había ocurrido veinte años atrás y Baria hoy triplica aquella cifra en habitantes censados. Entre no censados e inmigrantes habrá un treinta por ciento más, de todas las nacionalidades del mundo. Y en verano, cuando llegan los veraneantes de Madrid y los turistas ingleses y alemanes en busca del sol más caliente de Europa, supera las cien mil almas, mal contadas.

Es un edificio revestido de piedra y cemento, con una escalinata propia de un palacio que lo alza sobre la calle y cinco altas columnas que elevan su segunda planta con cierta pretenciosidad.

Treinta y ocho hombres somos todo el cuerpo de policía de Baria. Suficientes a juicio de mis superiores, quienes insisten en que aquello que no podamos hacer lo dejemos en manos de la Guardia Civil y de la Policía Municipal. Y se quedan tan panchos.

Atravieso el vestíbulo de entrada, donde Bárcenas atiende a una multitud variopinta y diversa que pide su pasaporte y sus documentos de identificación y hago que no veo el saludo casi militar que me dispensa. Caras de todos los colores se vuelven a mirarme. En algunas miradas incluso descubro la esperanza de que los atienda algún superior. Paso de largo y subo las escaleras, tan anchas como las de un ayuntamiento, hasta mi despacho. La ventana da a la calle principal, la Avenida de la Constitución, que atraviesa Baria de Oeste a Este y luego se ensancha en la autopista que lleva hasta las playas de Baria, Garrucha y Mojácar.

Medel ya está en su puesto. El inspector tiene un despacho contiguo al mío. Mucho más pequeño, por supuesto.

Echo un vistazo al atestado que me ha facilitado Alcoba. Apenas tiene otra información que una concisa descripción del lugar donde ocurrió el accidente y un croquis mal dibujado sobre la posible trayectoria del coche y de la mujer atropellada. No se recogen declaraciones de testigos relevantes, porque no los hubo o no los encontraron, aunque sí algunas fotografías. En una de ellas, se ve el cuerpo roto, tirado en el suelo. Prefiero no fijarme. He decidido que no es día de mirar mujeres muertas ni desnudas.

Oigo unos nudillos que llaman.

—¿Qué vamos a hacer con el Ladislao? —pregunta Medel desde la puerta entreabierta de mi despacho.

—¿Qué?

—¿Que qué vamos a hacer con el Ladislao? —repite.

—De momento, esperar. Ya veremos. —Le muestro el atestado y lo lanzo sobre la mesa—. Échale un vistazo y dame tu opinión.

Cuando comprueba lo que es, dice, sorprendido:

—¿De dónde lo has sacado?

—De donde estaba, joder.

—¿Has ido a la Guardia Civil?

Levanta la cabeza para asegurarse de la respuesta. Asiento.

—Así que ahora te interesa —comenta son satisfacción.

—Sólo es curiosidad —admito.

Mientras Medel lee el atestado, giro mi sillón y me quedo mirando a través de la ventana. El Mercado de Abastos está situado enfrente. Se ve deambular gente entre los soportales, entran y salen cargados de bolsas. Es un edificio chato, cuya segunda planta está ocupada por salones vacíos a los que el Ayuntamiento aún no ha encontrado destino. Se bastan con la planta baja para el mercadeo diario.

El Ladislao… No puedo estar seguro de que sea el momento adecuado para detenerlo. Un traficante pequeño o un camello gordo, no sé. De menor importancia de la que le otorgan mis superiores, en todo caso.

—Aquí no dice nada —se queja Medel, tirando el informe de Tráfico sobre la mesa—. Vaya forma de trabajar.

Giro mi sillón y me quedo frente a Medel.

—No les culpes. Tal vez no hubiera nada más que hacer tras el accidente —justifico, y pienso en los hombres agobiados que he visto hace un rato. Cualquiera se desalienta.

Medel aprovecha la menor oportunidad para dejar en evidencia tanto a la Guardia Civil como a la Policía Municipal.

—Eso y nada es lo mismo —insiste.

—Seguramente le has dado demasiada importancia a ese anónimo. Lo más seguro es que no hubiera nada y por eso nada encontraron.

—¿Y si no había nada, por qué estaba allí el detective?

—Tal vez la compañía que lo contrató también recibió un anónimo y se ha movido por eso. Como nosotros.

Medel aprieta los labios. Le pido que cierre la puerta del despacho. Después enciendo un cigarrillo y me retrepo en el sillón.

—Vamos a ver. No hay datos en ese atestado. Pero ¿has visto el dibujo?

—Sí.

Medel se muestra pensativo y luego recita:

—Hay dibujados una carretera y un restaurante…

López irrumpe en el despacho. Sabe que tiene bula conmigo.

—Comisario… Tengo que hablar con usted. Miro a Medel, que ya se levanta.

—Ahora seguimos —le digo.

Medel saluda a López y sale del despacho.

—Me han dicho que el Lucas dijo en el hospital que usted lo había llevado a un lugar oscuro para que le dieran una paliza. El parte del hospital saldrá hacia el juzgado recogiendo la denuncia.

López es un armario de uno noventa. Yo lo había retirado de las calles porque supe que teme a las armas, aunque a hostias es temible. Además, es de Baria, ha vivido aquí toda la vida y conoce a todo el mundo, de modo que es el mejor servicio de información de la comisaría. Tengo que protegerlo como a un niño. Lo tengo en una oficina, en contacto con la gente, haciendo gestiones en la calle y enterándose de lo que pasa.

—¿Qué sugieres?

—Me he enterado por mi prima, que trabaja en el hospital. Dice que Lucas lo culpa a usted personalmente.

—¿Cuándo saldrá ese documento hacia el juzgado?

—Los envían de una vez a finales de semana. Hay que hacer algo.

—Bien. Gracias, López.

López sale y entra Medel, como en un concurso. Le digo lo que me ha contado López. Medel se pone nervioso, como un mono antes de cascársela. Teme manchar su expediente, impoluto como el himen de una madre superiora.

—Luego veremos qué se puede hacer —lo tranquilizo.

Protesta, pero lo obligo a centrarse en el atestado que continúa abierto sobre la mesa.

—Hay dibujados una carretera y un restaurante. Y ante el restaurante, una amplia explanada. ¿Conoces ese restaurante, el Sierra Cabrera?

—No —responde Medel.

—Yo sí. De todas formas, se aprecia en el dibujo. La carretera dibuja una doble curva para evitar el restaurante precisamente. Si ves el lugar donde fue atropellada la mujer, verás que hay mucha distancia entre la carretera y ese punto.

—Sí, ya lo veo.

Medel busca una regla para medir la distancia.

—Debe haber casi ochenta metros, según la escala del plano.

—Tal vez algo más —le digo.

Medel se queda mirando el dibujo como si fuera una inscripción egipcia.

—Si observas la doble curva, la ese que hace la carretera, verás que para atropellar a la mujer en ese punto el coche no se salió al comienzo de la primera curva, sino que debió tomar bien la primera y salirse después, lo que es raro en la conducción de un borracho.

—Ya sé lo que quiere decir. Si hubiera sido un borracho, se hubiera salido en la primera curva, donde tiene que girar por primera vez y el giro es más brusco. Si es un chaval que va a toda hostia, por ejemplo, le hubiera pasado lo mismo.

—Puede ser que hubiera podido tomar la primera curva, que hubiera derrapado y luego perdido el control, pero es demasiado complicado y hubiera provocado mucho ruido, de modo que tal vez alguien se hubiera asomado a una ventana desde el restaurante, pero no fue así. Además, tras derrapar el coche hubiera perdido velocidad y no se hubiera adentrado casi cincuenta metros en la explanada de tierra sin control.

—¿Cree que fue intencionado el atropello, comisario?

—Yo no creo nada.

Dejo a Medel preocupándose por el Lucas y peleándose con el atestado que nada dice y voy hasta la Clínica Médico Forense, que está en un edificio anexo a los nuevos juzgados, las afueras de Baria.

Es un edificio nuevo, oficial, con rejas enormes que simulan enredaderas, paneles de madera que pegan tanto como una casa solariega en Noruega, y grandes superficies de piedra marrón. Una arquitectura impensable por la que nadie hubiera pagado con dinero de su bolsillo.

El cielo está cada vez más blanco y sólo a lo lejos se adivinan unas pocas nubes, demasiado altas para soñar siquiera que vengan a descargar algo de agua.

En toda España llueve. Pero el Sureste siempre va a la contra del resto del país. Una sequía perenne y sol casi perpetuo. Es lo que me han enseñado los viejos del lugar.

Carlos Arribas es uno de los forenses adscritos a los juzgados. Lo conozco desde que me destinaron a Baria. Cuando voy a entrar sale de su oficina un tipo renegrido y sumiso que le suplica que recuerde lo mucho que le duele el cuello.

—Otro… —es todo lo que dice señalando al paciente que acaba de salir.

—Veo que te puede el estrés.

No hay nadie más en la sala de espera, de modo que supongo que a las once ha acabado su terrible jornada laboral.

—Vale, pero el que abre a los muertos soy yo, no tú —replica cuando se lo reprocho con envidia.

—Por mí puedes quedarte con ellos.

—¿Qué te trae por aquí?

Le explico lo que quiero, sin mencionar el anónimo.

—Sí, yo hice la autopsia —recuerda Carlos.

Luego se queda pensativo unos segundos. Teclea en el ordenador y se queda mirándolo.

—¿Lo quieres extraoficialmente?

—Sí. Sólo quiero conocer tu informe.

—¿Por qué? Ha pasado un año.

—Un año y un día. —No se me ocurre ninguna explicación, así que recuerdo lo que me ha dicho Alcoba—. ¿Conoces al padre de la mujer muerta?

—¿A Rafael Arnedo? Claro. Lo conocía de antes, pero tras la autopsia no me habla.

—¿Por qué?

—Supongo que porque no puse que fue asesinada. Estaba obsesionado. No comprende que yo sólo hablo de la muerte desde la muerte —filosofa Carlos.

—Pues ahora, como ha sido el aniversario, se ve que ha molestado a alguno de mis superiores y quieren que le eche un vistazo. Sólo quiero convencerlo, como policía, de que no hay nada que motive sus sospechas. Así nos dejará en paz a todos.

—¿No te enteraste cuando pasó?

—Entonces no le presté atención. Oí hablar de un atropello, pero sólo se decía que había sido un conductor borracho que se dio a la fuga. Además, un atropello fuera de Baria no es de mi competencia.

—Como la mujer era la hija de Rafael Arnedo y como el marido es Enrique Salgado salió en las noticias. ¿No los conoces?

—Sólo de oídas. ¿Qué me puedes decir de la autopsia? Carlos pincha en el ordenador para imprimir su informe.

—Nada. De la autopsia no se deduce otra cosa que la mujer fue atropellada por un vehículo alto y pesado. Casi la partió por la mitad.

—Explícate.

—La víctima no vio venir el coche. Seguro que es así porque recibió el golpe por la espalda, más o menos por la cintura, de lo que deduzco que el coche era alto, y fue un impacto súbito porque provocó múltiples fracturas, pero todas limpias. La muerte era irremediable.

—¿No pasó el coche por encima?

—No. Desplazó el cuerpo muy lejos, por lo que no pasó después por encima.

—¿Cómo no oyó el coche que se acercaba? ¿No intentó girarse siquiera?

—Mi opinión es que estaba hablando por el móvil. Lo supongo porque comentamos esto en el Juzgado. El móvil apareció al día siguiente, porque alguien lo oyó sonar. Increíblemente, no se había roto. Estaba a treinta metros de donde la habían atropellado. Ello me da una idea de la violencia del impacto sobre el cuerpo y de que el aparato estaba en la mano de la víctima y salió proyectado. Volando, vamos.

Llamo a Medel y quedo con él en el restaurante. Conduzco hasta Garrucha, de allí hasta Turre y luego tomo la carretera de la sierra. Unos tres kilómetros más arriba, antes de que te des cuenta de que el paisaje amarillo del valle ha desaparecido, encuentras un edificio de una planta revestido de piedra. Está rodeado de chopos y olivos y la ilusión que provoca te hace oír el murmullo de un riachuelo. Seguramente es mentira, y el hilo de agua sólo será de un grifo, pero te lo crees.

Mientras espero a Medel, leo el informe de Carlos Arribas. La autopsia sólo confirma con desagradable y fría precisión lo que me ha dicho.

Bajo del coche y examino los alrededores. La carretera es estrecha, de unos seis metros de anchura, aunque alguien, con más voluntad que acierto, se ha empeñado en dibujar una línea central que separa irregularmente los carriles. La curva dibuja, como había transcrito el atestado, una ese completa que deja en su interior la amplia explanada situada ante el restaurante. Busco el lugar donde cayó el cuerpo de Ana Arnedo. Me convenzo de la impresión que tuve en comisaría estudiando el croquis. Cualquier coche que avance a gran velocidad tendría dificultades en tomar la primera curva. Mucho más si era un vehículo grande, es decir, alto y pesado.

Medel llega mientras estoy dando vueltas con el atestado en la mano. Aparca un Renault Clio que suena como un coche de carreras y se acerca.

—Creo que lo que hemos deducido en comisaría es cierto. Mira —señalo la primera curva—. Cualquier coche que circulara a mucha velocidad no podría tomar aquella curva.

—Es demasiado cerrada —acepta—. Pero ¿y si vino del otro lado? —pregunta Medel.

Miro hacia el lado sur, donde la carretera se pierde continuando su ascensión a Sierra Cabrera.

—No —le contradigo tras mirar de nuevo el croquis y el lugar donde cayó el cuerpo—. El coche vino desde el valle y luego continuó hacia arriba. De lo contrario, no podría haber alcanzado a Ana Arnedo por la espalda.

Le muestro el informe de la autopsia, que estudia con interés.

—El coche de la mujer estaba a la izquierda, según se sale del restaurante. Es decir, hacia el sur. Lo lógico es que se dirigiera al coche y entonces fue atropellada —concluyo, señalando con un dedo dónde está ubicado en el dibujo el coche de Ana Arnedo.

La carretera y el atestado. Nuestras miradas vagan de un lado a otro buscando una explicación.

—El vehículo no puede tomar la curva y continúa recto, —explico, más para entenderlo yo que para él—, se adentra en la explanada a mucha velocidad, atropella a la mujer y sale a la carretera otra vez, hacia la parte alta de la sierra.

—Si el vehículo era alto y grande, era más difícil para el conductor controlarlo —advierte—. Sería lógico que…

Medel se detiene, pensativo.

—Si había más personas en el restaurante, debía haber coches. Y esos coches estarían en esta explanada. Hay que ubicarlos todos para conocer la trayectoria del coche que atropelló a la mujer —razona.

En el croquis apenas se dibujan tres coches aparcados lejos de la supuesta trayectoria que hubo de seguir el que atropelló a la mujer.

Se ve que la universidad sirvió para algo.

Es cerca del mediodía y el restaurante ya está abierto, aunque sin clientela aún. La gente almuerza tarde.

Nos atiende un camarero joven que trajina tras la barra y que llama al dueño. Éste me reconoce enseguida y nos invita a una cerveza.

Se llama Gómez. Es alto y calvo y parece recién salido de un establo, aunque López dice que es un tío listo y que lleva muy bien su negocio.

—Sí. Había una reunión de un montón de gente aquella noche —nos cuenta—. Se trataba de una asociación contra el cáncer o algo así, que entregaba unos premios y hacía una recolecta. La mujer de Enrique Salgado estaba con ellos. Era la presidenta, creo. Yo la conocía bien. Venían mucho por aquí los dos.

Le preguntamos si observó algo extraño aquella noche en Ana Arnedo.

Retuerce la cara intentando componer el gesto de recordar. Evidentemente, no le hacía falta esfuerzo suplementario porque un segundo después recuerda perfectamente que un camarero que ya no trabaja en el restaurante comentó que la había visto hablando por teléfono y abandonando el local precipitadamente un instante antes de ser atropellada.

—¿Pero se fue sola? —pregunto.

—¿Y antes que los demás? —añade Medel.

—Eso parece —responde Gómez—. Al menos, eso es lo que dijeron los que estaban con ella. La gente habló mucho de esto, esa noche y los días siguientes. Como es natural. Nadie sabía por qué había salido sola ni por qué se iba antes de que terminara la cena. Sólo que la habían llamado por teléfono.

Le pedimos que nos acompañe a la explanada y nos explique cómo estaban dispuestos los coches de los clientes. Sale de detrás de la barra y nos lleva a la parte norte de la explanada. Compruebo que se pueden ver las tierras ásperas que separan Turre de Garrucha y luego el mar.

—Un camarero les iba indicando —dice Gómez señalando la tierra—. Aquí una fila y allí otra. En medio dejábamos una calle para entrar y salir. Puse un camarero para evitar que cada uno aparcara como quisiera. A veces, se monta cada lío…

Gómez nos va describiendo las filas imaginarias de coches a medida que camina hacia la parte sur de la explanada, que se va elevando ligeramente.

La idea que se forma en mi imaginación es temible.

—¿Dónde había aparcado Ana Arnedo su coche? —Medel pronuncia las palabras. Por un instante creo que han salido de mi mente.

Gómez señala un poco más allá. Sonríe como diciendo, eso ya lo iba a decir yo. Da unos pasos más y señala el suelo que pisa. Más o menos donde está dibujado en el croquis. Estamos ya en la esquina sur de la explanada. La carretera corta la tierra y sube tras un recodo hacia las cimas de Sierra Cabrera. El edificio del restaurante queda algo retirado de aquí.

—Llegó la última. Por eso su coche era el último de la fila —explica Gómez, sabiendo que se adelanta a nuestros pensamientos. Sus ojos acuosos, acostumbrados a mirar la lejanía, despiden un brillo de inteligencia natural, encerrados en una piel dura de hombre de campo.

Claro que la idea es temible. La escena cobra una vida diferente. Medel me mira y sé que piensa lo mismo. El coche que atropelló a Ana Arnedo tuvo que circular entre las dos hileras de coches aparcados para atropellarla en el lugar donde lo hizo y por la espalda.

Dibujo en el croquis las hileras de coches tal y como Gómez las ha descrito. Queda entre ambas un pasillo por donde no es fácil circular a cierta velocidad, y menos para un borracho, a no ser que…

No puedo sentir escalofríos porque Gómez se adelanta unos treinta metros, hasta el mismo límite de la explanada con la carretera. Da un pequeño brinco y de pronto parece haber perdido las piernas de rodilla para abajo.

Nos hace un gesto para que nos acerquemos. Su dedo señala una señal de tráfico tirada en la cuneta.

—Uno de mis camareros, unos días después del accidente, la encontró aquí, tirada en el brazal. Llamamos a la guardia civil por si pudiera significar algo. Nos dijeron que no la tocáramos y que vendrían a por ella, pero nada. Hasta hoy. Se me ha ocurrido que podía interesarles.

—¿Quiere decir que la tiró el coche que atropelló…?

Es una señal de doble curva peligrosa, advirtiendo a los vehículos que bajan de la sierra.

—El mismo camarero me dijo que al día siguiente había observado que la señal ya no estaba —continúa Gómez—. Un día vino hasta aquí no sé por qué y la encontró. Tal vez el coche que atropelló a la señora la tiró o pasó por encima. No lo sabemos, pero…

—Guárdala en el coche. Nos la llevamos —ordeno a Medel.

Los escalofríos se acentúan. No es sólo que corre un aire desangelado, sino que cada vez me gusta menos este asunto.

No tengo tiempo de pensar nada más. En ese momento suena el móvil. López.

—Jefe. Hay otro anónimo.

—¿Cómo?

—Que hay otro anónimo.

—¿Has tomado las medidas correctas?

—Claro, jefe. Pero antes de abrir el sobre no sabía lo que había dentro —se disculpa.

Adiós huellas, si las había. Aparecerán las del manazas de López por todas partes.

—Léelo.

—«Pregunten a Enrique Salgado si alguna vez ha tenido un Range Rover». Esto es lo que dice, comisario. Nada más.

Un vehículo grande.

De vuelta en comisaría, dejamos la señal de tráfico a López para que la envíe a analizar por las raspaduras que presenta y lo que parecen restos de pintura.

El anónimo recibido esta mañana, como el anterior, es una cuartilla holandesa, de papel común, que se puede adquirir en cualquier sitio. La han enviado en el interior de un sobre de color marrón.

López ha ido a Correos y ha sabido que ambos anónimos los depositaron en un buzón del barrio del Albaicín, en la parte alta de la ciudad. López me dice que no hay nada cerca que pueda tener una cámara de seguridad, así que adiós idea lúcida. Además, las letras han sido trazadas con una plantilla, por lo que no hay examen caligráfico que valga.

Las oficinas de Megasur S. A., la empresa que dirige Enrique Salgado, están ubicadas en una antigua casona rehabilitada del centro de Baria. Se trata del mayor holding inmobiliario de la provincia. López se ha encargado de informarnos: cualquier piedra que se mueve en la comarca de Baria, cualquier zona recalificada en la costa o cualquier proyecto inmobiliario de importancia pasa por las manos de Enrique Salgado, dueño absoluto de la empresa desde la muerte de su esposa.

La casona, un palacete, ha recobrado el viejo esplendor: suelos y escalinatas de mármol de Macael, lienzos y grabados con antiguas escenas de caza, artesonados de estilo mudéjar, esculturas en mármol de Carrara. Y, por supuesto, la más moderna tecnología. Pululan empleados por los salones y pasillos de la planta baja. A la derecha, un pórtico deja ver un jardín de árboles centenarios y con una palmera más alta que el edificio. Tras ella se observa un ventanal con arquitectura de hierro. Adivino que esa ventana, que controla todo el edificio a través del jardín interior, y también la calle, corresponde al despacho al que nos conduce un empleado tan discreto como educado.

Subimos una escalera imperial y, en la segunda planta, esperamos ante una puerta de madera tan gruesa como una viga.

Había oído hablar de Enrique Salgado. Pero nunca antes había prestado más atención a lo que se decía de él que a cualquier otro chisme. Sabía, como toda la ciudad, que es multimillonario y tiene un considerable poder económico. Así que se puede decir que no sé sobre él más que lo que López nos ha adelantado un rato antes. Preferiría que no nos hubiera dicho nada, porque es difícil no tener prejuicios cuando uno interroga a un hombre que se ha hecho rico pegando un braguetazo y, ¡oh, causalidad!, su rica esposa fallece atropellada por un vehículo sospechosamente desconocido.

Cuarenta y pocos años. Casi dos metros de alto. Pelo negro cortado a cepillo. Ojos ovalados y oscuros. Barbilla grande y con la sombra azul de las barbas muy pobladas, pero con rasurado de profesional. Ancho de hombros y con cierta tendencia a aflojarse. Asiduo del pádel y el golf y la sauna cinco veces en semana.

Viste un traje azul marino de, al menos, dos mil pavos. No mucho más que sus negros zapatos italianos. La camisa es de un discreto color malva y la corbata gris azulada. Usa pillacorbatas y ostentosos gemelos de oro con la misma naturalidad con la que yo llevo la nariz sobre la boca.

Alarga la mano cordialmente. Es tan perfecto que temo se ensucie al estrechar la mía.

—Buenos días. Soy Enrique Salgado —voz grave, varonil.

—Comisario Camilo —digo. Y tengo que aclararme la garganta para que me salga una voz a su altura—. Inspector Medel.

—Encantado —saluda efusivo apretando la mano de Medel. Nos invita a sentarnos en un sofá de cuero beige tan suave como la piel de una quinceañera y nos ofrece tomar algo. Nos negamos y despide con un gesto al empleado que nos ha conducido hasta él, quien cierra la puerta con la discreción de un mayordomo inglés.

La luz de la mañana es tamizada por unas cortinas tan gruesas que deben pesar una tonelada. Observo el ventanal que vi desde el corredor. Ha respetado las vidrieras antiguas que se incrustan en la orfebrería de hierro. A un lado, una terraza más amplia que mi casa reina sobre la Gran Vía de Baria, la calle más señorial de la ciudad. El suelo de madera brilla de rojo sangre. Las paredes, también de madera, pulidas como un espejo. Una mesa de despacho de madera tan noble que seguro tiene la sangre azul. Enrique Salgado nos muestra unos dientes de diseño.

—Precioso edificio —comento.

El halagado propietario mira a su alrededor con un gesto algo ampuloso.

—Es romántico. Me gusta. Lo hemos rehabilitado. Era la casa de un marqués. Si la hubiera visto hace tan sólo cinco años no la reconocería.

—Han hecho un buen trabajo.

—No es funcional. Tuvimos que comprar el edificio que había a la espalda para construir nuestras oficinas. Cuarenta despachos, parking, departamentos técnicos…

—Creí que tenía las oficinas abajo —digo.

—Sólo las comerciales. Por la imagen. Las oficinas de administración y los despachos de ingenieros, arquitectos y demás están en el edificio nuevo. Además, demasiada gente puede dañar este palacio.

—Las cosas bellas son frágiles —comento. Una cosa lleva a la otra y he pensado por un momento en mi mujer. Le encantaría entrar aquí y ver y tocar la belleza que nos rodea. En realidad, mi voz ha sonado tan triste como mi pensamiento.

Enrique Salgado cambia de tercio, lanzando una mirada subrepticia a su Omega de oro.

—Díganme en qué puedo ayudarles, comisario.

—Como sabrá, aún no hemos encontrado al conductor del coche que atropelló a su esposa.

Una educada mueca de disgusto se dibuja en sus gruesos labios.

—Vaya, creí que venían por otra razón.

—¿Otra razón?

—Sí. Hace un par de semanas despedimos a uno de nuestros vendedores. Lo habíamos sorprendido quedándose parte de las comisiones de ventas de una de nuestras promociones de la playa. Creí que era por esto.

—No sabíamos nada al respecto.

Enrique Salgado se muestra pensativo durante unos segundos.

—Creí que lo de mi mujer era cosa de la Guardia Civil.

—En principio sí. Pero sus amplias competencias les impiden a veces detenerse en casos concretos. De vez en cuando les echamos una mano.

En realidad, no tenemos razón alguna para estar aquí. Ni siquiera tenemos un caso. He tenido que dar instrucciones a López para que envíe la señal de tráfico a analizar bajo un expediente incorrecto. Así, si no llegamos a ninguna parte, nadie hará preguntas. El caso no existe. Pero Enrique Salgado tampoco pregunta más.

—Bueno —admite—. Sé que no ha habido progresos en este año que ha transcurrido desde entonces. Supongo que ocurre en muchos casos. Un conductor borracho que atropella a una persona y se da a la fuga. Si no hay testigos, imagino que es imposible averiguar quién fue —abre las manos, en un gesto de comprensión y fatalidad.

—Realmente es complicado… Si me permite hacerle algunas preguntas sobre lo ocurrido, tal vez podamos avanzar en la investigación.

—¿Aún no han cerrado el caso? Se lo agradezco.

—¿Puede contarnos lo que hizo usted la noche del 13 de diciembre del año pasado?

—Bueno…

Eleva la cabeza instintiva pero sutilmente, como si le hubiera lanzado el amago de una bofetada. Medel tampoco esperaba una pregunta tan directa y siento su instinto que se afila como las uñas de un gato.

—Estaba en casa, porque no había querido ir con Ana a esa reunión. Era de una asociación contra el cáncer que presidía. Ana hacía muchas obras de caridad. No supe nada hasta que me llamó la Guardia Civil tras el accidente.

—¿Y no ha recordado nada desde entonces que pueda ayudarnos?

—No sé qué podría recordar. No estaba allí.

Dejo suspendido el silencio unos segundos. Luego, sin haberlo premeditado antes, lanzo las palabras.

—Mire… Aún no sabemos si se trató de un accidente o fue intencionado.

La insinuación le sienta como un repentino dolor de muelas. Se endereza bruscamente.

—¿Qué quiere decir? ¿Intencionado? ¡Eso es imposible! Decido seguir en línea recta.

—¿Tiene usted enemigos?

Enrique Salgado resopla y recompone su expresión.

—Por favor, comisario. La competencia en mi negocio no es tan dura.

—¿Alguien que pudiera guardarle rencor? ¿Un empleado despedido, por ejemplo?

—No. Por supuesto que no…

Antes de que pueda pensar con claridad y nos mande a paseo, golpeo de nuevo.

—¿Y su esposa, tenía enemigos? Tal vez un antiguo novio despechado…

—¿Rencor a Ana? Imposible. No había discutido con nadie en toda su vida.

—¿Lo sabía usted todo de su esposa? Ahora, Enrique Salgado no disimula su enfado.

—¡Por supuesto! No sé qué quiere insinuar.

—No quiero molestarle, señor Salgado. Pero es mi obligación. Dejo apaciguar las aguas unos segundos.

—Mire… Hay algunas cosas en todo esto que son extrañas —juego con mis manos buscando comprensión y una explicación al mismo tiempo, como un cura en un aprieto.

—¿Extrañas?

Enrique Salgado se remueve en su asiento, pero parece amortiguar la impresión. Se sujeta la corbata y se aclara la garganta antes de dedicarme una mirada de atención tan intensa como la de un vendedor de seguros.

—A veces, hay casos que no me dejan dormir. Deformación profesional, supongo —inspiro profundamente y pongo la expresión de sinceridad y pesar adecuados—. Y éste, desde que lo conozco, es uno de esos casos.

Respira hondo, encajando mis palabras hasta el fondo.

—¿Por qué, comisario? Quiero saberlo.

—He revisado el atestado que levantó la Guardia Civil de Tráfico. El lugar donde ocurrió el atropello. El punto donde cayó el cuerpo de su esposa. Luego, he estudiado la autopsia. Hemos ido al lugar, hemos pateado la explanada que hay ante el restaurante Sierra Cabrera.

—¿Qué quiere decir con todo esto? —pregunta ofuscado.

—Quiero decir que no cuadra la forma de ocurrencia del atropello con un accidente casual.

Deja espesar el silencio y traga saliva. Se levanta, perdiendo la mirada en algún lugar. Busca en un mueble y saca de un cajón un paquete de cigarrillos. Enciende uno y vuelve a sentarse. Al fin habla.

—No sabía que la policía tuviera dudas al respecto. No sé qué decir.

Me levanto súbitamente. Se sorprende tanto que parece asustado. Pero enseguida reacciona y se planta frente a mí.

—No pretendo molestarle, señor Salgado. Pero le ruego que intente recordar algo que pueda ayudarnos.

Doy un paso pero él se adelanta. Tiene tantas ganas de que nos vayamos que en dos pasos está ante la puerta de su despacho. Ha perdido aplomo. Ya no es el hombre seguro de sí mismo que encontramos un rato antes. No es la primera vez que observo esa reacción en personas interrogadas por la policía. Supongo que es la primera de nuestras ventajas.

—Tal vez haya algo en la vida de su esposa que usted pueda recordar y que nos ayude.

—No acierto a comprender qué puede haber. Le aseguro que ella… Es demasiado sórdido y cruel lo que está diciendo —se defiende.

—Lo que es sórdido es atropellar a una persona y darse a la fuga. Siento ser tan crudo, pero lo pienso así.

Le tiendo la mano.

—Espero que nos volvamos a ver en circunstancias más agradables.

Me devuelve el saludo. Pero su apretón ahora es desvaído. No está para recordar las instrucciones del buen ejecutivo. Ahora me fijo en sus manos, demasiado pequeñas para el tamaño de su cuerpo, y siento la mezquina satisfacción de encontrarle algún defecto. Se olvida de estrechar la mano del inspector.

Tiene una mano en la puerta, deseando cerrarla a mis espaldas, pero antes le suelto:

—Por cierto. ¿Ha tenido alguna vez un Range Rover? Parpadea varias veces, tan anonadado como si le hubiera escupido.

—¿Cómo?

—Un Range Rover.

—No. Nunca he… ¿Por qué?

—Le quedamos muy agradecidos por su atención —corto tajantemente—. Nos ha gustado mucho su oficina —añado mirando a mi alrededor.

Enrique Salgado se olvida de indicarnos el camino de vuelta a la calle. Medel y yo bajamos taconeando en venerables peldaños de mármol.

Cuando salimos a la calle, el tráfico está en todo lo suyo. Se acerca el mediodía y la gente camina con urgencia como si tocaran retreta. El sol calienta más que en ningún otro momento del día y no hay que dejarlo escapar. Pero para mí el cielo se ha subido tan lejos que no siento calor alguno. Está blanco. Como si estuviera vacío.

—Has disfrutado como un pervertido —me dice Medel en cuanto llegamos al coche.

—¿Qué te hace pensar que un pervertido disfruta más que cualquier otro?

—Se supone, ¿no? Por eso es pervertido.

Lo dejo estar y caminamos un rato por las aceras repletas de gente.

—Es un antiguo rencor de clase. Me joden los tíos tan ricos. Y encima guaperas.

—Pura envidia —comenta Medel.

—Por supuesto.

—No te has ganado un amigo. Cuando reaccione, se va a cabrear —dice.

—Tal vez no le dejemos reaccionar.

—Ahora eres tú el que cree lo que dicen los anónimos.

—No creo nada más que lo que veo, como Santo Tomás.

—Entonces, ¿qué significa esto?

—Significa que no sabemos nada y que si queremos saber algo será rompiendo puertas.

—Tal vez no haya nada que saber, dijiste ayer —comenta con sarcasmo, satisfecho consigo mismo, pues él insistió en prestar atención al asunto.

—Ya veremos. Lo que pasa es que uno siempre quiere creer que los ricos son depravados, ¿no crees?

Enrique Salgado se sentía noqueado. Como un boxeador a quien el rival ha sorprendido con un gancho a la mandíbula y aún no sabe si está de pie o tendido en la lona. Cerró la puerta cuando salieron los policías y, moviéndose lenta y torpemente, se acercó hasta su mesa y se sentó. Durante un rato fue incapaz de hacer nada, sólo mirar sin ver lo que tenía ante los ojos. Alguien llamó a la puerta. Creyó que los golpes nada tenían que ver con él, que se producían muy lejos, hasta que vio a Inma plantada ante su mesa.

—¿Podemos celebrar la reunión? —inquirió Inma—. ¿Llamo a Pablo?

—¿Cómo? —dijo Salgado, saliendo de su estupor.

—Que si continuamos la reunión. ¿Qué te ocurre?

Salgado no respondió. Inma esperó unos segundos, se mordió los labios y finalmente se decidió a preguntar:

—¿Qué te ha dicho la policía?

Despegó los labios, como si arrancase a hablar, pero no dijo palabra alguna. Salgado tenía confianza en Inma, mucha confianza. Pero no tanta para confiarle esos pensamientos que cruzaban por su mente desde que se fueron los policías. Ésos no.

—¿Ha ocurrido algo malo? —quiso saber ella.

—No, no —esquivó Salgado.

—¿Entonces…?

Inma dejó la pregunta en suspenso. Como él no respondiera, insistió:

—¿Han venido por lo de Ana?

—Sí —reconoció él.

—¿Han encontrado el coche que la atropelló?

—No… Aún no.

—¿Qué te han dicho?

—Lo siento.

Salgado pareció volver en sí. Se levantó bruscamente y pareció decidido a hacer algo, pero se paró en seco a unos pasos de su mesa de despacho. Abrió un cajón y extrajo una cajetilla de tabaco, como había hecho cuando estaban allí los policías. Encendió un marlboro.

—Inma… —comenzó. Pero se contuvo de pronto, como si se arrepintiese de lo que iba a decir.

—¿Qué es, Enrique?

La muchacha cerró la puerta del despacho, buscando la reserva que le decidiese a hablar.

—Tú eras amiga de Ana, ¿verdad? —comenzó.

—Claro. Ya lo sabes.

—Y, si supieras algo de ella, ahora… Ahora que no importa, ¿me lo dirías?

—No sé a qué te refieres, Enrique. ¿Qué quieres que te diga? Salgado calló. Se sintió repentinamente avergonzado por lo que iba a decir. No quería comentar algo así con su empleada, por mucha confianza que tuviera en ella. Pero sí podría hacer otra cosa. ¿Podrías hacerme un favor?

—Claro —respondió Inma.

—Pero sin decirle nada a nadie.

—Me estás asustando —dijo Inma.

Salgado sonrió, intentando restar importancia a lo que iba a decir.

—No te preocupes. No tiene importancia. Sólo quiero que… ¿Recuerdas el coche que tenía Lucía antes… hace un par de años?

—No.

—Lo dimos de baja en Tráfico a través de nuestra gestoría, cuando sufrió el accidente.

—Ah, sí. Ya me acuerdo. Pero…

—Sólo quiero que vayas a la gestoría y pidas la documentación que tengan acerca del coche.

—¿Todo?

—Sí. Todo lo que tengan. Que no se queden con copia. Asegúrate.

—De acuerdo, luego…

—No. Por favor. Hazlo ahora mismo.

Inma acusó la sorpresa en silencio. Luego dejó sobre la mesa unas carpetas que llevaba en la mano y caminó hasta la puerta.

—Y no le digas nada a nadie, por favor —insistió imitando sin éxito un tono desenfadado que disimulase su ansiedad.

—Descuida —respondió Inma, leal hasta el extremo a Enrique Salgado, como siempre.

Cuando la chica salió, Salgado apagó la colilla que casi le quemaba los dedos. Encendió otro cigarrillo inmediatamente y respiró hondo. Dio unos pasos hasta la balconada. La luz resbalaba por las altas terrazas de los edificios, por el tejado antiguo e inclinado de la Iglesia. Las campanas de su torre daban los cuartos. Las campanadas sonaban a muerto, pensó.

La visita de los policías le había dejado una herida abierta. Quería saber por qué escocía tanto, ahora, un año después. Pero no se engañó a sí mismo. Pulsó un botón del interfono que había sobre su mesa y ordenó a una secretaria que llamase a Pablo.

Treinta años, la cabeza afeitada como hacen algunos calvos jóvenes y el cuerpo fornido de los devotos del gimnasio. Las mejillas estaban tan rasuradas que brillaban. Pablo Ayuso tenía los ojos pequeños, la frente alta, la nariz estrecha y los labios esbozando una sonrisa tan leve que había que conocerlo mucho para adivinarla. Tres años de ejecutivo en la empresa no lo habían hecho mejor. No era brillante, aunque sí útil.

Algo destelló en su memoria y Salgado cayó en la cuenta de que sólo su amistad con Ana le había servido al ejecutivo para estar cerca de los órganos de poder de la empresa. No recordó ningún otro mérito.

Pablo se sentó frente a él, displicente, con la actitud de quien se ufana de la confianza de su jefe. Salgado miró unos ojos grises, de iris casi transparente, como los de un gato.

Lo pensó dos veces antes de decidirse, calibrando el grado de confianza que merecía el empleado. Éste interrumpió sus pensamientos, incómodo en el silencio.

—Como te he dicho esta mañana, he añadido un estudio de costes. Los terrenos, en su conjunto, pueden ascender a dos millones y…

—Sí. De acuerdo —cortó Salgado con un gesto de la mano.

Pablo no ocultó su satisfacción porque Salgado aprobara su proyecto. Sonrió abiertamente, pero al ver la expresión absorta de su jefe, preguntó:

—¿Ocurre algo? No parece que te pongas muy contento. No hay más problema que…

—No es eso —cortó Salgado de nuevo. Permanecieron en silencio un rato. Finalmente, Pablo dijo:

—Me han dicho que ha estado aquí la policía. ¿Qué te han dicho? Parece que te ha afectado mucho.

Salgado se dio cuenta de que un cigarrillo ardía en el cenicero lentamente.

—Sí que vuelan las noticias en esta empresa —se quejó Salgado. Aplastó el cigarrillo con rabia.

—¿Te han dicho algo sobre Ana?

—¿Por qué preguntas eso? —replicó Salgado, mirándolo bruscamente a los ojos.

—Bueno. Supongo que… —se atropelló Pablo—. No tenemos ningún otro problema. ¿Han averiguado algo?

—Aún no han cerrado la investigación.

Salgado se preguntó por qué de pronto se mostraba reticente para hablar con Pablo cuando un momento antes estaba decidido a hacerlo.

Al oír el nombre de Ana se sintió como si le hubieran pinchado y no manara sangre.

—Han mencionado que el atropello de Ana pudo ser deliberado —dijo de pronto, sorprendido de oírse cuando un instante antes estaba seguro de no querer confiarle nada.

—¡Eso es imposible! —saltó Pablo.

—Dicen que… no lo saben. Sólo es una hipótesis, pero deben investigarlo. Eso han dicho.

—¡Bah! —se reclinó Pablo de nuevo en su silla—. ¿Han venido un año después sólo con eso? No han encontrado nada. Sólo están justificando su incompetencia.

Salgado hizo caso omiso de sus comentarios. Comprendió que le habían hecho daño las palabras del policía. Mucho más daño del que podría haber esperado.

—Han preguntado si conocía la vida de Ana.

—¿Qué quieres decir?

—No sé. Supongo que había aspectos de su vida que yo desconocía. Tengo que reconocer que durante el último año antes de… del accidente, no le presté mucha atención. Querían decir que tal vez Ana tenía amistades… O un amante, ¿sabes? Algo que yo desconociera.

—¿Qué saben ellos? —escupió Pablo.

—No me han dicho nada. Sólo han preguntado.

—En tal caso, no debes preocuparte. Ya te lo he dicho. Sólo son palos de ciego para ocultar su negligencia por no haber encontrado al maldito borracho que la atropelló.

Salgado encendió otro cigarrillo. Hacía mucho que no fumaba tanto. Hizo un silencioso gesto afirmativo.

—Han conseguido ponerte nervioso —reconoció Pablo.

—Me ha sentado fatal. Como una patada en el estómago —aceptó Salgado. Pero luego añadió—: Me pregunto si lo sabía todo sobre Ana. Tú eras amigo de Ana. Salías con ella y con Marian…

Pablo respiró hondo antes de hablar.

—Nunca se sabe todo de otra persona. Aunque esté muy cerca de nosotros.

—¿Qué quieres decir?

—Que todos tenemos secretos. No podemos vivir sin secretos. No tienen por qué ser malos o sucios. Pero es difícil conocer el fondo del corazón de otra persona.

—¿Crees que Ana… pudo tener una vida oculta para mí? El otro se removió incómodo en su sillón.

No digo eso. Digo que quién puede saberlo… —Pablo abrió mucho los brazos—. En todo caso, ya no tiene importancia.

Después se quedó mirando a su jefe. Éste se enredaba en el humo de su cigarrillo. Pablo se levantó.

—¿Puedo contar con que haremos la operación? Salgado elevó la cabeza.

—Sí. La haremos.

Pablo salió del despacho. Salgado ni siquiera se acordaba ya de él.

Rafael Arnedo se encontraba sólo en casa cuando sonó el timbre. Su mujer había salido a hacer una de esas innumerables e inútiles tareas que la mantenían ocupada. Por supuesto, Patricia, la asistenta, había ido con ella. Él prefería la soledad. Y pensar. Pensar mucho. Así que abrió la puerta de mal talante y se encontró frente a un hombre de mediana estatura, calvo y de anchos hombros.

El hombre se presentó como Ernesto Durán, investigador mercantil.

—Detective privado, vamos —explicó Durán.

Rafael lo miró fijamente, el tiempo necesario para concluir que su visita no podía tener otro motivo que aquél que le quitaba el sueño desde hacía un año. Lo invitó a entrar y lo condujo hasta su despacho, una habitación reservada al final de la casa, buscando una intimidad innecesaria o un formalismo inútil.

Se sentaron frente a frente, ante una antigua y vetusta mesa de madera.

—Soy detective privado —insistió.

Extrajo del bolsillo interior de su cazadora una cartera y se la mostró. Rafael examinó la tarjeta de identificación y se la devolvió.

—Dígame —soltó Rafael.

A su mente acudieron tantos pensamientos sin compartir, acumulados durante un largo año de angustia, que sintió tensos los músculos de la cara.

—Sé que usted ha intentado encontrar a la persona que atropelló a su hija. Por eso estoy aquí —dijo sin más preámbulos el detective.

Rafael sintió que una oleada de indignación acudía a su pecho y subía hasta su boca. Era tan caliente que le quemaba. Emitió un abrupto gemido y se le humedecieron los ojos de pura rabia.

—Durante un año he intentado que me escuchen. Pero nadie hace nada —se quejó, la voz honda y ronca.

—Lo sé —respondió Durán—. Tal vez yo pueda ayudarle.

—Pero si no me dice para quién trabaja, no puedo confiar en usted. Tal vez me esté engañando —adujo Rafael.

Ante el recelo del viejo, Durán abrió las manos. No le hacía falta saber más para manejar a aquel anciano.

—Su hija tenía contratado un seguro de vida. Yo trabajo para la compañía de seguros.

—¿Un seguro de vida? —saltó Rafael—. Mi hija tenía treinta y cinco años y una salud de hierro. Tenía dinero y no tenía hijos de cuyo futuro preocuparse.

—Pero habían contratado la póliza. De eso no hay duda.

—¿Ella? No lo creo. No se ocupó de nada práctico en toda su vida. Mi hija…

—La póliza la contrató su marido. Catorce meses antes de su muerte —explicó Durán.

—¡Catorce meses…! —repitió Rafael, en el tono reflexivo de quien encuentra una explicación.

Durán, que quería tener a su favor incondicionalmente al viejo, continuó hurgando en la herida:

—La póliza tenía una carencia de doce meses. Es decir, si fallecía de muerte no natural durante el primer año no tenía derecho el marido a percibir ni un euro.

—¡Catorce meses…! —repitió Rafael, con los ojos duros y la mirada perdida mucho más allá del rostro del detective—. Entonces su marido se embolsó todo el dinero de la póliza. ¿Cuánto era?

—No puedo darle datos concretos. Mucho dinero.

—¡Maldito sea!

Durán sacó un paquete de cigarrillos. Lo mostró solicitando permiso para fumar. Rafael hizo un gesto, aunque no dio muestras de advertir lo que quería el detective, absorto en sus deducciones. Durán encendió un cigarrillo mientras esperaba que la información hiciera su efecto, que se cociera lentamente en el cerebro del viejo. Exhaló el humo de una larga bocanada.

—No quiero que me entienda mal y ponga palabras donde yo no he dicho nada —continuó al fin—. Sólo le informo de la situación y de que estoy obligado a llevar a cabo una investigación. Le ruego su colaboración.

Concluido el formulario, el anciano que tenía ante él era un saco del que extraer todo lo que hubiera. Así que fue directo.

—¿Sospecha usted que el atropello de su hija pudo ser intencionado?

—¿Sospechar? Me he pasado un año diciendo a la Guardia Civil que no podía tratarse de un accidente. Hasta un viejo como yo se daba cuenta. Pero ellos nada… Me veían como un incordio. Malditos sean ellos también.

—¿Sospecha usted de Enrique Salgado?

—Era un muerto de hambre. Mi hija se encaprichó de él. Fue un error —gritó sordamente.

—¿Cree que podría estar interesado en la muerte de su hija?

—No tuvo escrúpulos para seducirla. No sólo se ha quedado con la empresa que regalé a mi hija, sino que le hizo una póliza de seguro… —Rafael se contuvo súbitamente, como si no quisiera dejar escapar la fuerza contenida de sus palabras.

—¿Sabe si eran felices en su vida matrimonial?

Rafael miró al detective como si quisiera atravesarlo con los ojos.

—Es un mujeriego. Se lo dije a Ana, pero sólo conseguía que se enfadara conmigo. Como si yo tuviera la culpa. Un maldito putero ¿No ha visto con quién se ha casado ahora?

—¿Tenía amantes Enrique Salgado mientras estaba casado con su hija?

—Todavía tengo amigos —dijo Rafael, altivo como el rey que se niega a reconocer que ya no le queda reino alguno—. Y puedo asegurarle que tenía amantes. Ésta es una ciudad pequeña y todo se sabe.

—¿Alguna mujer en concreto? —insistió Durán.

—Que yo sepa, la zorra con la que se ha casado. Tuvo un lío con ella antes de que… mientras estaba casado con mi hija.

—¿A pesar de que usted se lo dijo, su hija no hizo nada?

—No. Sólo se enfadaba conmigo. Mi hija era débil, como su madre. Si veía un problema, tiraba por la acera de enfrente. Nunca la vi hacer nada… Aunque unos meses antes de su muerte…

—¿Sí? —incitó Durán.

—Me pidió las llaves del piso que tengo en el centro de la ciudad. Y me dijo que no se lo dijera a nadie. Ni siquiera a su madre. Y mucho menos a su marido.

—¿Ha estado usted allí recientemente?

—No. Mandé a mi asistenta para que lo limpiara. Lo venderé. No lo quiero…

—¿Me dejará una llave? No perderíamos nada por echar un vistazo —dijo Ernesto Durán.

Recibo una llamada en el móvil. Número oculto. Suena tres veces y se corta. Vuelve a sonar otras tres veces y corta de nuevo. Vuelve a llamar una tercera vez y corta también a la tercera llamada. No es necesario responder. Sé de quién se trata.

Voy solo. Hay cosas que no debe saber un subordinado. Entre otras razones, porque tal vez entonces sea tan buen o mejor policía que tú.

El bar La Peineta está situado en el Barrio Alto, entre el Albaicín y la zona antigua de la ciudad, alrededor de un castillo árabe del que apenas quedan cuatro ruinas y bajo la muela del cementerio. Calles estrechas de casas de dos plantas y puertas de madera por las que escapan las cortinas, balcones y rejas con macetas. Los coches aparcados desordenadamente apenas permiten circular.

La casa donde está el bar no se distingue de las otras de la misma calle. Sólo un antiguo y pequeño letrero sobre la puerta. El bar tiene el aire pueblerino que José Luis no permitirá nunca que pierda. Antes se cortaría las venas. Alguien remilgado podría decir que hay mugre en los rincones. José Luis no es susceptible ante esos comentarios. Responde que si ha ido bien de este modo durante veinte años, ¿para qué cambiar?

Para que nadie sospeche de él acudo a comer las especialidades de la casa al menos dos veces por semana. De modo que es frecuente verme por allí.

—Buenas tardes —saludo a los parroquianos, casi todos jubilados que pasan allí varias horas al día entre vasos de cerveza, vinos y tapas de pulpo y pescaíto frito.

Me devuelven el saludo con el respeto y la consideración que merece mi cargo. Es bueno que no sepan de la misa la mitad. Así te respetan más. Pero esto ocurre con casi todos los cargos, no sólo en la policía.

Hay un par de parejas jóvenes al otro lado de la barra donde me acodo. José Luis me saluda con cierta displicencia, como hace siempre. Un simple gesto y un sonido que no es una palabra, más bien un gruñido. No le gusta que digan que simpatiza con la bofia. Él tiene sus antecedentes y un pasado, de los que está orgulloso, y que merecen un respeto. No siempre ha sido un aburrido y buen ciudadano.

Me sirve una cerveza con mucha espuma que rebosa sobre el mostrador de madera, tan pulida del uso que es suave como seda.

José Luis siempre va en mangas de camisa, no importa el tiempo que haga fuera. Los brazos cortos, fuertes, recubiertos de vello, parecen aprisionar los vasos y las botellas como si los fuera a estrangular.

Me pongo a leer el periódico sobre la barra. Al poco, José Luis deja una tapa junto a la cerveza como quien tira una moneda con desgana. Los modales no son lo suyo y si encima exagera…

Le digo que me quedaré a comer y responde que pase al comedor.

Es ésta una habitación interior, excavada en la roca de la parte trasera de la casa, sin ventanas, recubierta de ladrillo y con el techo pintado de cal. Apenas caben cuatro mesas apretujadas. No hay nadie más.

Me siento acompañado de mi cerveza y un periódico. Acude José Luis un segundo después. Cierra la puerta a su espalda.

—¿Qué? —dice.

—Estuviste en una hoguera de Santa Lucía, creo.

—Por supuesto. No me despegué de la hoguera en toda la noche —responde con toda naturalidad—. Lo justo para mear.

—Entonces no hay problema —replico, preguntándome aún por qué me ha llamado en tal caso.

José Luis se vuelve hasta la puerta, la abre y da un grito.

—¡Ya voy!

Algún parroquiano que se impacienta y llama. Seguro que ahora no mete prisa. José Luis va derecho al grano.

—Me han dicho que el Lucas quiere denunciarte.

—Ésa es noticia vieja.

—Habrá que hacer algo.

—Ya lo solucionaré. Se ve que el trabajo no fue lo suficientemente bueno.

José Luis se pone rojo de indignación.

—¡Me cagondiós que no! ¿Qué hay que hacer? —se pregunta—. ¿Matar al cabrón ése?

—No te preocupes. Ya lo solucionaré —digo, mirando el periódico, despreocupado.

—A nosotros no nos reconoció —comenta.

—De eso estoy seguro. ¿Os habéis pasado?

—Hombre… Según se mire. Podrá denunciarte, pero… Creo que su exmujer podrá estar tranquila.

—De eso se trataba. Lo mío va en el sueldo. Y tengo el abogado gratis.

Bebo de mi cerveza y le hago el pedido. Otra jarra de cerveza, una ración de pulpo a la plancha y otra de pescaíto frito. Pero eso ya lo sabía él. No toma nota. Se vuelve para salir, pero mira al exterior y vuelve a cerrar.

—Los picos están al caer.

—¿De qué hablas?

—Del Ladislao.

—¿Cómo al caer? Eso iba para más adelante.

Ahora sí que dejo el periódico y lo miro a la cara. La cara ancha y de piel gruesa de un pescador que dejó el mar por un agujero con grifo de cerveza y barra.

—Ya no. Han venido sus primos de Alicante. Están en su casa. Están trajinando algo. Es ahora o mañana puede ser tarde.

—Vale. Vale.

José Luis sale del comedor. Lo oigo quejarse de las prisas. Nadie replica.

—¿Y yo qué le hago si no sabe siquiera lo que quiere comer, joder? —le grita a alguien—. Ya ni la policía sabe lo que quiere —deja caer asegurándose de que yo también lo oiga.

Me quedo pensativo un rato. ¡El Ladislao! Los primos. Tengo que hacer algo o me lo levanta la Guardia Civil. En realidad, no hay nada que preocupe más a un madero que un picoleto.

Pero esto tampoco debe saberlo nadie.

Marian había sido la mejor amiga de Ana desde que eran niñas. Tenía ahora treinta y tantos años muy bien llevados que a Salgado le habían parecido en algunas ocasiones demasiado atractivos. Tenía el cabello castaño y rizado, los ojos risueños y dos hoyuelos en las mejillas que se acentuaban al sonreír. Era de mediana estatura y tenía de todo, sin estridencias pero en su sitio.

Salgado la vio llegar hasta su mesa. Pero hoy no pensó en las piernas que se veían bajo su falda ni en el colgante que se perdía en el inicio de sus pechos, entre las solapas de la blusa.

Marian lo saludó y se quitó la chaqueta de cuero a juego con la falda. Tenía un salón de belleza y lo utilizaba a conciencia. Pero él pensaba en otra cosa, aunque se levantó a saludarla y no volvió a sentarse hasta que lo hizo ella. Todo un caballero.

Marian lo miró con curiosidad, pero era discreta y esperó a que Salgado le explicara el motivo de su llamada. No era frecuente que se vieran desde que Ana había muerto. Y, especialmente, desde que Salgado se había casado, meses después, con Lucía. Estaba claro que la amiga de Ana lo miraba con recelo.

De modo que hicieron unos cuantos comentarios sobre el tiempo que hacía que no se veían. La había citado en El Rey, el mejor restaurante de la ciudad. Pensó que después del tiempo transcurrido y de su boda con Lucía no sería suficiente una conversación rápida para saber lo que lo atormentaba desde hacía unas horas.

—Eras la mejor amiga de Ana —explicó, y dejó el comentario a medias.

Un camarero acudió con un Martini que había pedido Marian. Salgado bebía una copa de vino.

—Quiero que me hables de ella —continuó.

—¿Que te hable de ella? ¿A qué te refieres? —la mujer compuso una expresión muy forzada de extrañeza.

Salgado se puso nervioso por segunda vez en un día. Y eso era mucho para alguien que no lo había estado en años.

—Desde… Desde el accidente… Tengo la sensación de que me pierdo en un vacío, ¿comprendes? No lo había pensado claramente. Pero hoy alguien ha mencionado que… Tal vez no lo sabía todo de Ana. Y me siento desorientado. Quiero hacer memoria y sólo encuentro vacío. En los últimos tiempos estábamos algo distanciados, no sé si lo sabías. Yo siempre estaba trabajando o viajando por motivos de negocios. No sé. Tengo la sensación de que algo se me escapa.

Salgado percibió claramente la expresión de desagrado de Marian ante sus falsas palabras. Ella, además, no se esforzaba nada en disimular. Bebió de su Martini con desdén.

—¿Por eso me has invitado a comer?

—Sí.

—He visto llorar muchas veces a Ana —espetó Marian, dejando la copa sobre la mesa.

Salgado se quedó mudo. No esperaba una reacción tan hostil.

—Podía habértelo dicho por teléfono en un minuto —continuó ella.

—Lo que quiero que me digas no se puede decir por teléfono —alegó él.

—¿Y qué quieres saber?

—Lo que realmente sentía, lo que la emocionaba. Si tenía ambiciones o inquietudes que yo desconocía.

—¡Que tú desconocías! No me hagas reír.

—¿Qué quieres decir?

—Ella quería un hijo —dijo agriamente Marian—. Lo quería tanto que no podía comprender cómo tú no aceptabas. Siempre tenías una excusa. Siempre había que dejarlo. Y el tiempo pasaba.

—Quizá lo pidió en mal momento, no sé… —se excusó Salgado.

—Todos eran malos momentos para eso.

—Yo quería saber…

—Es triste que un marido tenga que preguntar esto a la amiga de su esposa.

—Es cierto. Pero quiero oír algo que no sepa.

Marian lo miró fijamente. Luego bajó los ojos.

—Ana te quería muchísimo —reconoció.

—Lo sé. Pero su imagen se derrumba en mi memoria. Hay ámbitos de su vida que… ¿Crees que tuvo secretos para mí?

Marian sonrió. Ahora comprendía perfectamente. Enrique Salgado no quería decir expresamente… Pero lo había dicho.

—¿Qué mujer no tiene secretos? —respondió Marian, con una sonrisa que quería ser enigmática. Ahora se estaba divirtiendo, a su costa.

—Me refiero a aspectos de su vida que yo no…

—Sé a lo que te refieres —atajó Marian, repentinamente seria—. ¿Qué pretendes con ello?

—Aún no lo sé —mintió Salgado.

—Si he aprendido algo en esta vida, es que a veces es mejor no saber —concluyó Marian.

—¿Por qué?

—Puede ser doloroso. ¡Que se lo digan a ella!

—Pero es necesario saberlo —insistió él.

—¿Para quién? Nada puede cambiar ya —objetó Marian recogiendo su bolso.

—Es cierto, pero… —comenzó a decir Salgado. Marian se levantó, dando por zanjada la conversación.

—Es mejor que lo dejes. Ana, como cualquier mujer, hubiera querido tener una familia de verdad. Y más atención del hombre al que amaba. Y ese hombre eras tú. Cualquier otra cosa, es secundaria.

—¿Qué estás insinuando? ¿Qué cosa es secundaria? —pidió Salgado mientras se levantaba también.

—Es de muy mal gusto que me hayas invitado a comer para pedirme que traicione a mi mejor amiga, aunque esté muerta. Adiós, Enrique.

Marian se volvió y salió del restaurante. Salgado supo que había perdido el segundo asalto del día.

Traicionar. Marian había mencionado la palabra traicionar, y ésta se retorcía en la mente de Salgado como un ratón en una jaula. No podía deberse a una casualidad o a una expresión deficiente. Marian era una mujer cultivada y se expresaba muy bien. Demasiado bien. Había algo que no sabía. Él, que tan ufano había estado durante sus años de matrimonio, tan seguro de la devoción de Ana que su actitud había sido displicente y chulesca a veces.

Y eso no era lo peor. Lo peor era el documento que había sobre su mesa.

Salgado había vuelto al despacho tras la frustrada comida con Marian. Y había encontrado lo que esperaba.

Se trataba de la documentación de un Range Rover. El coche del padre de Lucía, pero que usaba ella. El que tuvo hasta unos meses antes del atropello de Ana, cuando Lucía sufrió un accidente, una salida de vía con vuelco. Lucía dijo que no quería saber nada más del coche, que le había cogido manía, que se ocupara él. Salgado, galante, no lo dudó un segundo. Encargó a su gestoría y a su abogado las cuestiones administrativas y legales, la baja del coche en Tráfico y su traslado a un desguace y las gestiones con el seguro.

Ahora lo tenía todo sobre su mesa. Toda la documentación, fotocopiada, en la cual se podía leer perfectamente el modelo de vehículo, el color, sus características, la fecha del accidente y el nombre y dirección del desguace donde finalmente fue depositado.

Salgado dio instrucciones de que no le pasaran llamadas y apagó su teléfono móvil. Se encerró, deambuló de un lado a otro, dando tantas vueltas por su despacho como algunas malditas coincidencias por su mente. Cuando por fin comenzaba a anochecer, salió sin despedirse de nadie.

Condujo con prisa, a demasiada velocidad para una carretera de montaña. En más de una ocasión tuvo que frenar bruscamente y rectificar la trazada de las cerradas curvas que conducían hasta el restaurante Sierra Cabrera.

Cuando vio las luces del local, se detuvo a cierta distancia. Gómez lo conocía y no quería que lo viera por allí. No había vuelto desde entonces.

Cayó en la cuenta de que nunca se había preguntado si volvería a este lugar, o lo que sentiría en caso de hacerlo.

Se bajó del coche. Cerró el cuello de un tres cuartos de piel y caminó entre las sombras. Apenas unos pocos coches estaban aparcados ante la fachada del restaurante. Desde sus ventanas brotaba una luz triste que ponía un punto de penumbra en la explanada. Salgado caminó por ella lentamente, aplastando la hierba y la grava con sus zapatos. Miró a su alrededor. Noche, viento, soledad. Le pareció un mal lugar para morir. Se acordó con tristeza de Ana.

—¿Busca algo?

La voz estalló a su espalda. Salgado se volvió, inquieto. Un anciano lo miraba fijamente.

—¿Cómo dice? —preguntó Salgado.

—¿Busca algo? —repitió el hombre.

—No. Nada. Gracias.

Salgado se alejó unos pasos, pero se sentía observado. Se preguntó si lo habría reconocido.

—Esta mañana ha venido la policía —comentó el hombre. Salgado no dijo nada.

—Me lo ha dicho mi hijo.

Imaginó que sería el padre de Gómez.

—Hace un año atropellaron aquí a una mujer —continuó el hombre, con esa molesta tenacidad en la conversación de los ancianos.

—El coche rompió una señal de tráfico que había allí —explicó el anciano señalando el ángulo que dibujaba la carretera un poco más arriba—. La policía se ha llevado la señal esta mañana.

Salgado emitió un gruñido, pero no fue una respuesta, ni una pregunta. No era más que irritación por la presencia y las palabras del intruso.

—¿Conocía usted a la mujer? —preguntó el anciano concentrando su atención en él y mirándolo fijamente.

—Sí —se sorprendió reconociendo Salgado.

El anciano pareció comprender porque se quedó perplejo y no dijo nada más. Salgado se alejó hasta su coche. El anciano permaneció quieto, mirándolo mientras se alejaba. Salgado pensó que Gómez lo sabría cinco minutos después. Sintió vergüenza, aunque no sabía si por haber venido ahora o por no haber venido mucho antes.

Sólo conozco dos remedios contra el estrés. Uno no puedo tenerlo. No puedo esperarlo ahora de mi esposa. En realidad, no ha habido «un mejor momento» desde hace mucho, desde mucho antes de venir a Baria. Desde aquel largo tiempo en el Norte. A pesar de todo, no pierdo la esperanza. Aunque cada día me pregunto por qué.

La segunda es conducir un rato, hasta una playa solitaria. Si es posible, la de Macenas. Apagar entonces el móvil y mirar el mar. Es algo que no se puede hacer en verano. Entonces, el Mediterráneo estalla de calor y las gentes parecen peces fuera del agua, de modo que no hay un momento de sosiego. Es necesaria la llegada del otoño y luego del invierno para disfrutar del mar como de un placer o una droga, en solitario.

Macenas oculta mi coche y esconde mis pensamientos. La pirámide del castillo es un anacronismo de piedra a punto de ser devorado por los tiempos. Lo mismo que yo.

Entorno los ojos y veo el mundo gris del atardecer en el que se confunden el cielo y el mar. El oleaje pone una música monótona y triste a mis pensamientos. Y esa música tiene letra.

La letra dice que tengo que solucionar el asunto de Lucas. Pero que puede esperar a mañana. Porque esta noche hay una prioridad: el Ladislao. O voy por él o los picoletos me lo levantan como a una perdiz.

Enciendo el móvil y llamo a Medel. Se queja de no haberme podido localizar en las últimas horas. Le corto diciéndole que todo puede esperar pero que esta noche tenemos acción. Le explico que vamos a ir a por el Ladislao. Medel esboza una protesta, es demasiado precipitado.

—Llamaré a los especiales —dice.

—Nada de eso —atajo.

Masco su miedo a pesar de que sólo hablamos por teléfono. Su silencio es ácido, como mi temor.

—No hay tiempo. Tenemos que hacerlo nosotros. Esta noche. Bastará con ocho hombres. Elígelos tú mismo.

Corto sin darle tiempo a reaccionar. Ni quiero ni puedo darle más razones. Sé que cumplirá las órdenes y que cuando yo vuelva de sentir el mar, con la serena pasión que provoca el miedo, como les ocurría a los gladiadores, todo estará preparado.

Cierro los ojos y puedo oír, con un estremecimiento, el chasquido de las armas al montarlas.

Enrique Salgado conducía a demasiada velocidad huyendo de Sierra Cabrera. Como lo había hecho cuando ascendía en busca de esos fantasmas que asaltaban su imaginación: Ana en la explanada del restaurante, alucinaciones de atropellos, sórdidos desprecios de Gómez cuando el viejo le contara, insidiosas insinuaciones del policía que necesitaba atajar inmediatamente.

Le costó dar con el lugar. El desguace se hallaba tras un recodo de la vieja carretera que conducía a Almería, ya casi en desuso desde que se construyó la autopista, a unos diez kilómetros de Baria. Estaba rodeado de campos sumergidos en la penumbra. Un lugar solitario.

No era una empresa nueva ubicada en el ordenado y cuadriculado polígono industrial de Baria. Era una vasta parcela de terreno rectangular, vallada a la buena de Dios, que en su parte frontal tenía una verja de hierro comido por la falta de cuidados y luego una pequeña oficina de paredes bastas con un largo techo de Uralita que se prolongaba hacia atrás. Un sucio tubo de neón iluminaba la puerta de chapa de la oficina. El resto, esqueletos de coches apilados, motores desguazados y chasis desventrados.

La noche mordía los últimos vestigios de claridad y un viento frío aceleraba desgarrones de nubes a punto de llorar. A través de un ventanuco y de la puerta entornada de la oficina se filtraba una luz amarilla.

Salgado aparcó frente a la verja y se acercó hasta la oficina caminando sobre grava. En el atardecer ya más negro que azul aún se recortaban los perfiles de los esqueletos de acero, amontonados como basura.

Llamó con los nudillos a una puerta metálica sobre la cual un letrero anunciaba «Desguace Salinas». Salgado oyó la voz de un hombre, que no hablaba con él.

—Puedes traerlo… Pero no te doy más de trescientos euros. Mañana te envío la grúa.

Cuando Salgado empujó la puerta, el hombre hizo un gesto invitándolo a entrar y continuó su conversación telefónica. Luego, sin mirarlo, buscó un bolígrafo en un bolsillo del mono verde que vestía y deletreó un teléfono y una dirección. Una mesa barata, unos sillones con la tapicería atigrada de manchas de grasa y varias estanterías con piezas de coche y un archivador gris. De la pared encalada y sucia colgaban posters de paisajes idílicos y un calendario con una tetona nórdica.

El hombre del mono verde apagó el móvil y lo guardó en un bolsillo. Salgado ya estaba frente a él.

El hombre lo miró de arriba abajo. Salgado quiso ver una sombra de disgusto cuando sus ojos se encontraron, pero no estuvo seguro.

—Quería saber si un pariente trajo un coche a este desguace hace algún tiempo —comenzó.

El hombre no respondió. Desvió la mirada, como si buscara algo.

—¿Es usted el dueño del desguace? —preguntó Salgado.

—Soy Miguel Salinas —respondió como si se tratase de algo evidente.

No era muy alto y tampoco debía pasar de los treinta. Tenía profundas entradas, el pelo negro cortado al uno y unas patillas largas como las de un róker. En la oreja derecha un pendiente discreto. Sus ojos eran oscuros y opacos, y la mandíbula fuerte.

Miguel Salinas desvió la mirada hacia un reloj de cocina que colgaba de la pared. Luego lo confirmó en su propio reloj de pulsera.

—Quería saber si un pariente mío dejó un coche hace un año y medio aproximadamente —repitió Salgado.

—No tenemos tanto tiempo los coches. Esto es un desguace —replicó el otro.

—Sólo quería saber si lo trajeron aquí. Seguro que lo recuerda.

—¿Por qué? Aquí entran coches a diario.

—Pero éste era un Range Rover, un coche muy caro.

—Sé qué modelo es —espetó Salinas—. Pero nunca ha entrado un coche así en mi negocio.

—¿Está seguro? Me han asegurado que lo habían traído a este desguace —insistió Salgado.

—Le digo que aquí entran coches todos los días. Tengo que irme —cortó.

Salinas dio un paso a un lado y evitó a Salgado. Se dirigió hasta el archivador, cerró una pequeña caja de caudales y se volvió.

Los dos hombres se miraron. Un par de segundos. Más de lo necesario.

—Tengo que irme —repitió Salinas.

—¿No podría comprobar la matrícula?

La insistencia de Salgado le hizo dudar y abrió la boca para decir algo. Pero rectificó y no dijo nada. Cogió un manojo de llaves que estaba sobre la mesa y finalmente explicó:

—No tenemos archivo de hace tanto tiempo.

Mientras hablaba se dirigió hasta la puerta de la oficina. Esperó unos segundos a que saliera Salgado.

—Buenas noches —dijo ya en la calle, y le dio la espalda mientras cerraba la puerta y daba dos vueltas a la llave en la cerradura.

Cuando se giró, Salinas se encontró frente a una fotografía iluminada por el tubo de neón.

—¿La ha visto alguna vez? —preguntó Salgado con la mano extendida y la fotografía ante los mismos morros del otro.

—Si la hubiera visto alguna vez la recordaría mejor que a un coche —replicó abruptamente Salinas.

Dio dos pasos para alejarse en dirección a un Land Cruiser aparcado un poco más allá, y luego añadió en voz alta, sin volverse:

—Pero rubias como ésa las hay a montones.

Salgado vio al hombre subir al Toyota. Arrancó, le devolvió una mirada mientras giraba en redondo y salió a la carretera, donde se perdió un instante después. Salgado se quedó junto al Lexus, sintiendo el silencio que lo rodeaba. Subió al coche y arrancó, dio media vuelta y nada más salir a la carretera, a unos treinta metros, encontró un camino de tierra. Introdujo el coche por el camino, se detuvo y permaneció unos minutos si hacer un solo movimiento. Finalmente, encendió la luz de cortesía y alumbró unos documentos que había sobre el salpicadero. No había duda. El coche había sido traído al Desguace Salinas. La dirección también coincidía, por supuesto. Apagó la luz. Encendió un cigarrillo. En la fotografía, Lucía tenía el pelo color caoba. Era de dos años atrás. Pero ella era rubia. ¿Cómo lo sabía el hombre del desguace?

Respiró hondo. Sintió que las piernas le temblaban un poco, como si hubiera corrido varios kilómetros sin descanso. Entonces supo con claridad lo que iba a hacer a continuación.

Buscó en el maletero la linterna de emergencia. Caminó a lo largo del vallado del desguace. Giró noventa grados siguiendo su perímetro. Pronto encontró un fallo en la fina alambrada. La tela metálica había sido aplastada por la caída de un viejo Simca. Salgado pisó chapa oxidada y se adentró en el Desguace Salinas. Avanzó entre calles de chatarra de tres metros de altura. Tenía intención de entrar en la oficina. No sabía cómo, pero…

Tras la oficina, el techo de uralita se prolongaba sobre una estructura metálica, sin paredes. Allí había varios vehículos, menos deteriorados que los otros. Entre ellos, un Range Rover. Se detuvo, la boca abierta de estupor: mirar aquel coche era como descubrir una bestia agazapada en la maleza.

El coche no tenía matrícula. La carrocería estaba abollada, especialmente en su lateral derecho, precisamente donde había recibido los daños cuando Lucía sufrió el accidente. Habían quitado el capó y la calandra delantera. Un faro estaba roto. Buscó con la linterna y en una esquina de la luna delantera encontró el número de serie. Lo apuntó en su mano. Abrió la puerta y entró en el coche. Estaba sucio, pero era tal y como él lo recordaba. Buscó en la guantera, pero no había nada, sólo un olvidado juego de bombillas.

De pronto, una luz atravesó el interior del coche. Salgado sintió un escalofrío, brutal como un navajazo. Entonces oyó la voz de Salinas, que gritaba:

—¿¡Cómo quieres que esté!? Ese tío ha venido preguntando por el coche. Sí… Claro que es el puto coche, ¿cuál va a ser?… No lo esperaba. ¿Qué querías que dijera?…

La luz se apagó con tanta violencia como se había encendido. Oyó un portazo que dejó ecos en el silencio. En la retina de Salgado se grabó la ventana que comunicaba la oficina con la parte trasera de la nave. Y en su mente quemaban las palabras que había oído.

No supo luego rememorar cuánto tiempo había estado sentado en el Range Rover. Sólo sabía que no recordaba, que tenía que imaginar cómo abandonó el coche, con movimientos lentos y simiescos, torpes, como si nadara en la oscuridad en lugar de caminar.

Una vez en el Lexus volvió a la realidad. Sintió frío y conectó la calefacción. Tosió y respiró hondo muchas veces, como si llevara mucho rato sin hacerlo. Arrancó y se alejó del Desguace Salinas con tanto sigilo y miedo como un ladrón novato.

Por eso no pudo ver el coche que le seguía. Por eso no había podido ver la sombra que lo observaba escondida entre los restos de coches desguazados.

Ernesto Durán era un hombre paciente. Y como tal, estaba acostumbrado a estar solo. Por eso hablaba consigo mismo cuando estaba contento. En cambio, si estaba cabreado, apretaba la mandíbula y se mantenía al borde de la cólera, pues sabía que la concentración y la violencia eran su ventaja. La mayoría de la gente teme a la violencia. Por eso, siempre gana el que menos miedo tiene. Y Ernesto Durán no era un hombre miedoso.

—El zorro conduce al lobo hasta el corral de las gallinas —masculló exultante.

—Bien. Muy bien. Te mereces un diez, Ernesto —se contestó. Cuando el coche de Enrique Salgado se perdió tras la alta verja de su casa, el detective dio media vuelta y volvió al Desguace Salinas. Inspeccionó el Range Rover con todo detalle. Lo fotografió. Luego salió del desguace y marcó un número.

Pablo respiró hondo antes de llamar el timbre. Resonó muy lejano, tras la gruesa puerta de madera maciza.

Unos minutos después, apareció Rafael. No estaba acostumbrado a tantas visitas el mismo día. Con gesto adusto, tras mostrar su sorpresa, le hizo pasar.

Pablo lo siguió hasta el interior de la casa. No vio a Águeda.

Como si descubriera su pensamiento, Rafael aclaró:

—Águeda ha salido. Si quieres algo de ella…

—Perdona que haya venido a estas horas —se disculpó Pablo—. Pero es mejor así, quiero hablar sólo contigo.

Rafael lo miró con curiosidad. Sabía, naturalmente, quién era. Pero Pablo Ayuso había comenzado a trabajar en la empresa sólo dos años antes, cuando él ya estaba apartado, por lo que no se conocían muy bien. Como a todos los nuevos en la empresa que fue suya, Rafael lo miraba con desconfianza, aunque sabía que había sido un buen amigo de Ana.

Entraron en el despacho de Rafael. La habitación olía a humo. Había un postigo abierto, que Rafael se apresuró a cerrar.

Tomaron asiento. Rafael tras su mesa de trabajo y Pablo donde había estado sentado el detective.

—No sé cómo te va a sentar lo que te vengo a decir, pero es necesario. Si te molesta, basta con que me lo digas y me iré. Y no volveremos a hablar más del asunto —comenzó Pablo.

A Rafael le sorprendió el tuteo tan directo, pero no dijo nada.

—¿De qué se trata?

—Lo que tengo que decirte es confidencial. Yo corro mis riesgos viniendo a hablarte de estos asuntos.

—¿A qué riesgos te refieres?

—Si se supiera lo que te voy a decir perdería mi trabajo… como poco.

Rafael lo miró con detenimiento. Se levantó, cerró la puerta de su despacho y volvió a sentarse. Miró a Pablo, a la espera.

—Corrígeme si me equivoco: Desde la muerte de Ana, Enrique controla la empresa. Tu empresa —recalcó.

Pablo pudo ver cómo se dilataban las aletas de la nariz del viejo.

—Enrique controla el setenta y cinco por ciento del capital social. Tú sólo el veinticinco por ciento. Testimonial. Con una simple ampliación de capital, te deja fuera de juego cuando quiera —añadió.

—¿Adónde quieres ir a parar? —atajó Rafael.

—Sólo hay una manera de recuperar la parte de tu hija: presionando a Enrique para que te la venda.

—¿Y por qué lo iba a hacer?

—Para no ir a la cárcel.

Rafael se retrepó en su sillón. Empezaba a oír música celestial, aunque aún no conocía la letra. Antes, un detective que investigaría la muerte de su hija. Ahora, alguien que podría ayudarle a vengarse. Por primera vez, desde aquel fatídico día, Rafael se sintió vivo.

—Es complicado —advirtió Pablo sonriendo.

Rafael iba a decir algo, pero se mordió los labios. Pablo continuó.

—He convencido a Enrique para que compre los terrenos de la Venta Capilla. Valen dos millones. Cuando esté totalmente convencido, que lo estará muy pronto…

—¿Por qué? —atajó Rafael.

—El otro día coincidí con Lucía.

—¡La puta…! —dejó caer Rafael, que no perdía oportunidad.

Es ambiciosa. Le expliqué lo de los terrenos y le pedí que convenciera a Enrique. Creo que lo hará.

—Sigue —exigió Rafael.

—He hablado con el vendedor. El hijo del dueño, que es el que dispone, es amigo mío, aunque nadie lo sabe. Tiene convencido a su padre para vender. Sin embargo, se pagará un precio algo elevado por los terrenos. Y lo que es mejor, no se hará la operación si no es con una gran parte en dinero Be. Esta operación quedará documentada. Y tú tendrás acceso a ese contrato y a la documentación con los pagos realizados por Enrique. Habrá cometido un delito a la Hacienda Pública.

A Rafael todo aquello no le parecía tan importante. En su rostro se dibujaba la decepción.

—¿Y qué? Todos hemos pagado en dinero negro. Es el padrenuestro de un promotor inmobiliario.

—Pero si tú tienes ese contrato en la mano, podrás presionarle. Lo denunciarás si no accede a lo que le pides. La cantidad que se pagará en negro será muy elevada. Al menos, seiscientos mil. Un delito. Lo he consultado con un abogado. La pena para ese delito es de cárcel, de uno a cuatro años. No hay posibilidad de remisión condicional de la pena porque superaría los dos años y medio. Enrique no tendrá más que dos opciones: o venderte su paquete de acciones o afrontar un proceso que no podrá ganar. Además, con la Ley de Sociedades en la mano podrás revocar su cargo, por haber cometido un delito.

—No lo creo. Luego empiezan los abogados a enredar y a recurrir y no pasa nada.

—Sí pasará. Yo estaré en la operación y lo grabaré todo. Grabaré al vendedor con una confesión de lo que ha recibido en dinero negro. Y tú dispondrás de todo ello. Con la suficiente publicidad, nadie se atreverá a parar el proceso. También cuento con amigos periodistas.

Rafael calló un rato. Pablo lo miraba. Tras aquella cabeza anciana había una tormenta.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Rafael. Pablo se tomó su tiempo.

—Tengo mis motivos.

—¿Sólo eso?

—También quiero dos cosas. Un veinticinco por ciento de la empresa y convertirme en el administrador.

—¿Y una vez que pase esto, por qué tendré que darte todo eso?

—Porque te habrás vengado de Enrique y porque no puedes llevarte la empresa a la tumba.

Rafael se molestó.

—También puedo venderla y pegarle fuego a los billetes. O regalarlos a los niños de África.

—Lo harás con tu parte. Quiero la mía.

Rafael abrió un cajón de la mesa. Sacó un paquete de Camel. Encendió un cigarrillo sin ofrecer siquiera a Pablo. No le gustaba aquel trepa. Pero tal vez… Si funcionaba… Se pondría en un aprieto al cabrón de Enrique Salgado. Toda la mierda que le salpicase le parecía poca. Tenía que pagar de algún modo. Y no tenía otra cosa que las promesas vagas de un detective y un traidor ambicioso. No tenía nada que perder.

—Vale. Lo haremos.

—Tenemos que ir a Viena —dijo Lucía.

Salgado la observó detenidamente, ahora que ella estaba de espaldas, dejando una botella de vino junto a la ventana de la cocina. Lucía se había empeñado en no permitir que hubiera servicio en la casa después del atardecer.

—Estas horas son sólo nuestras —había dicho—. No podemos permitir que haya extraños.

Y había tenido razón. Durante sus horas de intimidad siempre parecía que estaba a punto de suceder algo nuevo, imprevisto. Ella lo había conseguido. ¡Qué diferente de la aburrida vida con Ana!, reconoció Salgado con cierto sentimiento de culpa. El mismo que le remordía cuando recordaba que apenas había sentido su muerte, su ausencia. Y que incluso se había alegrado unos meses después, cuando Lucía le dijo que tenían que vivir juntos, sin esperar ni un día más. Había habido muchos cambios desde entonces. No los evidentes que cualquiera esperaría: que cambiase los muebles o las cortinas o la decoración. Sino mucho más importantes y sutiles. La vida con Lucía era nueva, era viva, era intensa. No había más que música, o silencio. O el crepitar del fuego en la chimenea. Un fuego innecesario en una zona cálida como ésta, pero ella se empeñaba en prenderlo. Así parece un refugio, y es más íntimo, repetía siempre.

—¿Qué serías capaz de hacer por mí? —preguntó Lucía unos días antes del aniversario de la muerte de Ana.

Surgió la pregunta del silencio. Pues Lucía insistía en que las palabras debían elevarlos sobre la mugre de la vida. No hablaba innecesariamente.

Lucía sabía manejar los silencios como nadie que hubiera conocido. Eran silencios sutiles. Lo miraba y nada decía. Pero había algo inefable en su mirada que Salgado nunca descubrió y que ella no explicaba.

—Si te lo dijera, perdería el misterio. No tendría gracia.

No insistió más. Pero ahora, ella se acercó a la chimenea. Encendió un cigarrillo y, unos segundos después, sintiéndose observada, se volvió. Descubrió su mirada clavada en ella, pensativa.

—¿Serías capaz de matar por mí? —preguntó bruscamente. Salgado tardó unos segundos en digerir la pregunta.

—El otro día no quisiste decir qué serías capaz de hacer por mí. Evadiste la respuesta —aclaró ella.

—Mataría a quien intentara hacerte daño, por supuesto —respondió Salgado.

Lucía sonreía, colgada de la respuesta durante segundos. Salgado sentía a veces que ella se elevaba y debía mirarla desde abajo, como si estuviera muy lejos de él. No comprendía del todo a aquella mujer que había enaltecido su vida como si lo escondiera durante la noche en un trozo de Paraíso. Salgado quiso decir algo. Pero se enredaba en la necesidad de explicar una respuesta vulgar y en la angustia de ignorar si lo que había ocurrido esa noche en el desguace significaba algo.

—No lo harías —dijo Lucía tristemente—. Creo que no lo harías. La mayoría de la gente se asusta, tiene miedo. Miedo a llegar a sus límites, miedo a lo que puedan decir, a no dar de sí lo que de ellos se espera.

—Si una persona te va a hacer daño, te defiendes —replicó Salgado, los ojos de Lucía muy fijos en los suyos.

—No me refiero a eso. Te costó casarte conmigo porque hacía unos meses que había muerto Ana. Te preocupaban más las apariencias que lo que yo sintiera. Eso es cobardía.

—No era eso, solamente que…

Lucía se acercó y le puso un dedo en los labios. No quería oír lamentables excusas. Cambió de tercio bruscamente, mientras se acercaba al mueble bar.

—Tengo entradas para el concierto de Año Nuevo.

Salgado reconoció que sus aspiraciones para el día de Año Nuevo hasta convivir con Lucía nunca habían ido más allá de pasar la resaca de Nochevieja lo mejor posible. Ésta no era su vida. Era la vida que Lucía había elegido. Temió no estar a la altura. Lo había temido muchas veces, pero le daba miedo formularse la pregunta.

Lucía volvió con un vaso ancho repleto de hielo y un dedo de whisky. Se lo dio a Salgado. Llevaba una blusa ligera y unos pantalones ajustados que resaltaban las caderas y descubrían los tobillos y sus pequeños pies. Acababa de cenar y sus labios permanecían tan rojos como si los hubiera maquillado hacía un instante.

—Labios Rojos… —evocó Salgado, pensativo, expresando sin querer un pensamiento.

Lucía sonrió. Su mirada azul era como un espejo. Se sentía desnudo ante esos ojos inmensos. Lucía se puso de puntillas y lo besó.

—Quiero enseñarte algo —dijo, cogiéndolo de la mano.

Lucía se sentó en un sofá de cuero blanco junto al hogar de la chimenea. Salgado sintió un golpe de calor en el rostro, pero se sentó a su lado. Ella buscó una caja que había sobre una mesita. Sacó una pieza de cristal que estaba perfectamente embalada.

—Me ha llegado hoy. Quería que la vieras antes de ponerla a la venta.

Siempre lo hacía, si pensaba que merecía la pena. Sólo ponía a la venta en su tienda de antigüedades aquellas piezas que ellos desestimaban.

Era un busto de mujer. Tallado en cristal. Crecía desde las caderas sobre un pedestal que semejaba una roca marina. La cabellera se enredaba en la imaginara brisa y los brazos se retorcían sobre la cabeza, ambiguamente, imposible saber si de dolor o placer.

—¿Te gusta? —preguntó Lucía. Salgado la cogió entre sus manos.

—Pareces ensimismado esta noche —comentó Lucía.

—Me gusta, pero no creo que sea mejor que otras que ya hemos tenido antes.

—Pensé que la querrías para ti —comentó ella algo decepcionada.

Salgado se levantó y buscó un cigarrillo. Cuando lo encendió, miró por la ventana.

—Ayer vi a Pablo Ayuso. Me comentó que vas a comprar Venta Capilla. Es un lugar hermoso. Podría hacerse algo bonito allí, pero no vulgar… —dijo ella, cambiando de conversación y embalando la figura de delicado cristal.

Salgado abrió la puerta corredera y salió a la terraza. No quería oír hablar de trabajo. Ni comentarlo. Su mente estaba demasiado ocupada en otras cosas. Pensó que estaba realmente enamorado de su casa. Subida a una colina que le pertenecía enteramente, a sus pies descendían las luces de las calles y las urbanizaciones de Mojácar, hasta la playa. A él nadie podría quitarle sus vistas al mar.

Corría una brisa fría que levantó las cortinas como penachos. Sintió un escalofrío. Pero necesitaba estar allí solo, alejarse del influjo azul de sus ojos y del contacto rojo de sus labios para poder pensar. Porque aquella sospecha estaba clavada en su pecho como un dolor.

«¿Qué serías capaz de hacer por mí?», había preguntado.

Y la pregunta se enredaba en la sospecha como un cáncer en la carne.

¿Qué significaba lo que había vivido esta tarde en el desguace? Aún estaban los documentos en el Lexus. Se miró la mano. Donde había estado escrito el maldito número de chasis del Range Rover ya no quedaba rastro. Se había lavado las manos muy bien.

Pero era el mismo maldito número.

Un ruido le hizo volverse. Lucía estaba al otro lado de la terraza, alejada de él, en la penumbra, mirando el mar. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y sostenía un cigarrillo. Su pelo no era ahora color caoba. ¿Cómo lo había sabido aquel hombre?

—¡Una noche desangelada! —digo tiritando.

El viento se ha llevado girones de nubes hacia el este y ha traído la humedad del mar sobre el que hay un cielo raso, oscuro. Las escasas luces esparcen una penumbra amarilla y sucia. Miro las calles, aún en la lejanía, con aprensión.

Se masca la tensión. No soy el único asustado. Todos lo estamos. Pero el jefe debe disimular. Un escalofrío recorre mi espalda cuando me pongo el chaleco antibalas.

Medel ha escogido ocho hombres, los mismos que hubiera elegido yo. Diez debemos ser suficientes.

Nos dirigimos lentamente hasta el barrio de San Gabriel, en cuatro vehículos camuflados y una lechera detrás, que se quedará a la espera hasta que todo concluya, dispuesta a llevarse a los detenidos.

El barrio de San Gabriel está situado al sureste de la ciudad, en una hondonada. Una calle asfaltada y vacía —nadie quiere construir en los solares cercanos al barrio— conduce a este gueto desde el centro de Baria. El resto, caminos de tierra que lo circundan, con casuchas esparcidas, solares vacíos y bancales abandonados.

Aparcamos a cien metros de la casa del Ladislao. Uno de los coches se acerca un poco más y se detiene. No vemos a ningún machaca.

La casa del Ladislao es de una planta, guarecida tras una tapia miserable que dejó de ser blanca hace mucho. Una luz tenue ilumina el portalón de madera vieja de la entrada, de cuarterones sucios. Las ventanas, de madera barata, están cerradas y no escapa ni un hilo de luz por sus cierres defectuosos.

Las casas vecinas están deshabitadas porque nadie quiere vivir cerca del Ladislao.

Martín y Bastia inspeccionan los coches aparcados frente a la casa. El Ladislao deja coches viejos esparcidos por la calle y esconde en ellos pequeñas cantidades de material, de modo que cualquier aprehensión supone una coartada de consumo propio y no nos sirve de nada. Martín, escondido tras uno de los coches, nos hace una señal:

—Despejado —dice entre dientes.

—¿No había machacas? —pregunto extrañado de que el Ladislao no tenga guardia.

Martín dice que no y se concentra en la casa, mientras yo huelo algo raro en el ambiente. Pero ahora no puedo pensar. Sabemos que se trae algo gordo entre manos. Lo sabemos nosotros y lo saben los picoletos. Acertar con el momento adecuado es poco menos que una cuestión de suerte. Y no voy a dejar las papeletas de la lotería en manos de la competencia. Tal vez nos adelantemos. Tal vez acertemos.

Lo que sabemos es que los primos del Ladislao han venido del Levante. Y suponer que han venido de vacío es como esperar que donde hay bestias no haya mierda.

Avanzamos pegados a las paredes. Tres hombres se acercan por detrás a la casa, desde los campos sucios y oscuros, y guardan una posible huida por la retaguardia. Otros tres hombres se acercan a la casa bordeando la tapia. Llevan los chalecos antibalas y las escopetas y metralletas en las manos. Medel y López están sentados en mi coche y esperan. Entrego la orden de registro a López, que está lívido como un cadáver, y busco las sombras, avanzando agazapado, siguiendo a Bastia.

Empuño la pistola. Musito una sorda orden y después, cuando ya Martín no me mira, mis labios dibujan una desesperada oración.

Los tres hombres que nos han precedido abren el portalón y entran en el patio de la casa. Tras ellos entramos Bastia y yo. Miro hacia atrás y observo a Medel, con una escopeta en las manos, que se agazapa tras un coche, guardándonos la espalda. Tras él, dos casas antiguas de una planta, parecen abandonadas, los postigos cerrados.

Un gesto mío y un disparo de recortada vuela media puerta. Una patada estrella lo que queda contra la pared y entramos dando voces y disparando al techo, del que se desprenden yeso y astillas de madera. Los focos de las linternas arañan la oscuridad y descubren movimientos de cuerpos tendidos que recuerdan a reptiles huyendo bajo el cieno.

Los cogemos durmiendo. Me sorprendo de encontrar una cama y dos cuerpos atemorizados en la primera habitación. Bastia y yo apuntamos a la cama mientras Martín y otros dos hombres corren por los pasillos con las armas a punto, gritando.

Enfoco la linterna y descubro una calavera que me mira con los ojos abiertos como platos. Es el Ladislao.

Levanta los brazos y comienza a gritar.

No distingo sus palabras. Entre las voces de Martín, los ruidos y la tensión, lo que dice es incomprensible. Comprendo que trata de hacerse entender a voces. Seguramente alertando a los que están dentro. Tal vez grita en caló.

Bastia pulsa un interruptor y estalla la luz en el rostro del Ladislao. Es la primera vez que nos vemos cara a cara. Ya no parece una calavera. Sólo un hombre enfermo, que se calla repentinamente pero no aparta sus ojos de mí.

Bastia pega un tirón de las ropas de la cama. Descubre una gorda en camisón. Las tetas se le desparraman como sacos de harina. La mujer grita tanto que por un instante perdemos la noción de la realidad.

—O se calla o la dejo sin dientes —le grito.

Entonces el codo de su marido se estrella en su boca y la mujer se calla tan repentinamente como un aparato al que le quitas la electricidad. Un hilo de sangre brota de sus labios, la escupe con menos desprecio del que observo en su mirada cuando eleva sus ojos negros.

El Ladislao ni siquiera mira a su mujer. Es una paya gruesa que apenas puede taparse las enormes y blancas tetas con el camisón.

Seguimos oyendo voces en el interior de la casa, pero ahora se disgregan entre silencios muy hondos. Precaución y avance se suceden como pasos en arenas movedizas.

Le hago un gesto y Bastia avanza por los pasillos, por si alguien lo necesita.

De pronto, apenas han pasado treinta segundos desde que entramos, estalla una ventana y enseguida vemos a Alex y Leandro entrar en la casa, con las escopetas en la mano.

—Mirad adentro. Esto está controlado —les digo.

Oigo los gritos de Martín. Le grita a alguien que salga con las manos arriba o disparará. Sé que lo hará. Repite la amenaza tres veces. No obtiene respuesta. Oigo una sorda explosión y luego toses y voces, y me llega el olor acre de los gases. Doy orden de salir inmediatamente. Antes, damos unos culatazos a las ventanas para que circule el aire.

El Ladislao y su mujer se quedan de pie ante la tapia de su casa. Luego van saliendo un primo canijo y con cara de mala leche que ya está esposado y luego otro, éste mayor que el primero, grueso y bajo, con el pelo revuelto y bigote. Una segunda mujer es puesta también frente a la tapia. Entre todos, organizan un buen concierto de toses.

Tras ellos sale Martín. Lleva una máscara de gas y arrastra a un gitano renegrido que parece haber dejado de respirar.

—Llama a una ambulancia —digo a Medel, a quien descubro a mi lado.

Medel repite la orden y Bastia corre hasta mi coche. Veo el rostro de Medel. Tiene los ojos desencajados y la mandíbula apretada. Imagino que mi rostro debe expresar el mismo temor. Procuro calmarme mirando a Martín. Se quita la máscara de gas. Tiene el rostro cansado, con expresión de tensión, pero siento vergüenza ante su ausencia de miedo. Martín arroja la máscara a un lado y le da una patada al cuerpo del gitano tendido a sus pies. Me mira, pero no es para pedirme disculpas.

Medel llama a Damián, que se había quedado apostado a la espalda de la casa. Llega en un segundo. Luego, comprueban si se puede respirar ya dentro de la casa y entran para registrarla. Martín se queda conmigo, esposando a los detenidos.

Miro a mi alrededor y compruebo con sorpresa que no se ha encendido una sola luz en todo el barrio. Nadie quiere mirar. Nadie quiere saber nada.

El Ladislao protesta porque los tenemos frente a la pared, ya esposados, casi desnudos. Dice que es inhumano tener a su mujer y a su prima desnudas delante de los chapas.

Martín se le acerca por detrás.

—Si no te callas, me la follo ahora mismo.

El Ladislao capta enseguida el mensaje y se calla. El primo del bigote comienza a decir algo, pero Martín de un salto se sitúa junto a él y el otro se calla como si le hubieran cortado el cuello de un tajo. El más joven masculla insultos. Martín le da una patada en la rodilla y cae al suelo.

—Dile que se calle —ordena.

Y señala a la prima del Ladislao, que está soltando maldiciones gitanas entre dientes. Martín, por si acaso, se sitúa tras la prima, una mujer más joven que la del Ladislao, con el pelo negro recogido tras la nuca y su cuerpo traslúcido bajo el camisón traspasado de luz. Martín le hace la señal de la Cruz y le grita al oído:

—Que le pase a tus hijos el doble, asquerosa.

La gitana se calla súbitamente.

Enciendo un cigarrillo. Trago saliva y suavizo mi garganta. Ya domino la voz lo suficiente para llamar al juez y confirmarle que la operación de entrada y registro ha ido bien, sin heridos. Aún es pronto para decirle lo que hemos encontrado, pero cumpliremos el trámite esperando al secretario del juzgado. Le digo al juez que enviaré un coche para traer al secretario. Me callo que sólo lo haré cuando todo haya acabado.

Entro en la casa y encuentro que la primera habitación, donde dormía el Ladislao con su mujer, parece sacada de una foto antigua, de hace treinta o cuarenta años, de un cortijo pobre. Tiene el techo de yeso y cañas y maderos resquebrajados y al aire. Paredes encaladas, alféizares bastos y ventanas de madera reseca. Además de la cama deshecha, un sofá viejo, una tele antigua y una mesa camilla donde falta una vieja al brasero para que la imagen sea completa. Unos cuantos retratos y un calendario es todo lo que cuelga de las paredes.

—Vaya una mierda de casa —comento.

—Estos gitanos viven como animales —dice Bastia—. ¿No huele?

—Sólo puedo oler a gases y a pólvora —digo, pero porque no quiero comentar que también huelo un olor más poderoso, más antiguo, más profundo: olor a humanidad cruda. Olor a celdas, olor a barracones, olor a refugiados. Olor a derrota.

El resto de las habitaciones sigue el mismo patrón.

—¿El Ladislao vive aquí? —pregunto, aunque sé de sobra que eso es lo que dicen los informes.

—Estos drogadictos no saben tener nada mejor —responde Bastia, que me precede por un pasillo—. El Ladislao es listo, pero consume su propia mierda y eso lo pierde —comenta.

En las habitaciones ocupadas por los primos del Ladislao encontramos armas, dos automáticas, una Walter p22 y una Star de nueve milímetros. También hay una repetidora del doce, con los cañones recortados. Pero lo mejor está en sus equipajes. Suficiente farlopa para meterlos en chirona varios años.

Pero no encontramos nada en el resto de la casa. De modo que el Ladislao se va a escapar, aunque trinquemos a los primos.

Estamos buscando durante más de dos horas.

Entretanto, el Ladislao y sus primos y las mujeres han sido conducidos a la habitación de la entrada, sentados en sillas y en el sofá viejo mientras procedemos al registro. Ninguno de ellos habla durante todo el rato más que algún comentario quejándose del trato que les dispensamos.

Mis hombres entran y salen, y cada vez que veo sus rostros observo una expresión más abatida. Y yo sé lo que eso significa: críticas internas y fracaso ante la opinión pública porque seguimos sin tener pruebas contra el mayor traficante de Baria.

Por eso me sorprende no encontrar una mueca de satisfacción en la cara aviejada del Ladislao. Tiene los ojos anclados en el suelo.

A medida que nos invade el desánimo y que damos por perdido el esfuerzo, menos ganas tengo de presionarle. Sé que no podré con él. Es perro viejo y mis advertencias, camufladas de consejos, no sirven de nada. Él sólo dirá lo que le convenga.

Finalmente, tan sólo encontramos unos puñados de billetes y un par de gramos de coca en la cocina, junto al azúcar, como si fuera un condimento más. También hay una papelina de heroína. Siento cómo el Ladislao se me escurre entre los dedos. Ya me lo habían advertido. Es más listo que el hambre. No recuerdo quién lo dijo, pero fue nada más llegar a Baria y acertó de pleno.

Acepto que sólo hemos cogido a los primos. Armas, un kilo de farlopa y una bolsa de pastillas.

Cuando damos por concluido el registro, vuelvo a la habitación de la entrada. Los primos están sentados, con las manos esposadas a la espalda, frente a una pared. Las mujeres están también esposadas, pero sentadas en el sofá, y alguien les ha echado una manta por encima.

Nos maldicen entre dientes.

El Ladislao se encuentra tras ellas, en una silla. López está apoyado en la pared, callado. Mira al Ladislao y luego me mira a mí. De pronto, se va hacia los primos, como si estuvieran haciendo algo.

—Mira la pared —dice a uno.

El primo canijo se endereza y mira la pared.

El Ladislao busca mi mirada. Mueve la cabeza señalando la calle. Tiene que hacer el gesto tres veces para que entienda. Tal vez me estoy volviendo estúpido.

—Ven conmigo —le digo, asiéndole violentamente del brazo.

Lo arrastro hasta la calle, dejando atrás las protestas de las mujeres y de los primos, a quienes López y los otros intentan hacer callar. Cuando estamos frente a su casa señala un coche situado al otro lado de la calle.

Al llegar, trastabilla, da tres malos pasos y se estrella contra la chapa del coche. Grita.

—¿Qué les estás haciendo a mi marío, joputa? —grita la mujer desde la casa.

—¡Cállate! —se oye la voz de López.

El Ladislao mira a su alrededor.

—Tenemos que hablar solos.

Martín y Alex que fumaban fuera de la casa, nos miran. Les hago un gesto para que vuelvan a lo suyo y me llevo al Ladislao tras el coche. Ellos piensan que voy a macerarlo un poco y se meten en la casa.

—¿Qué coño quieres? No me hagas perder el tiempo y no me vengas con mierdas o te hincho a hostias —le advierto al cadáver andante que tengo delante. Puedo abarcar el grosor de su brazo en mi mano, como si fuera el de un niño.

El Ladislao tiene los ojos oscuros y unas ojeras que le parten la cara en vertical. Resaltan los pómulos y la nariz como si estuvieran esculpidas en piedra. Tiene los labios finos y resecos.

Está callado unos segundos, mirándome como si me estudiara. El Ladislao sabe quién soy yo y yo supe nada más llegar a Baria quién es él. Pero nunca nos habíamos visto de cerca. Nunca habíamos hablado. Yo había estado esperando mi oportunidad y él había continuado con sus negocios. Nos llegó un soplo. Parecía que planeaba comprar más cantidad de la habitual. Interpretamos la visita de sus primos como el momento oportuno. Esperábamos cogerlo esta vez y hemos fracasado.

—No tienes na contra mí, jefe —dice el Ladislao. Hay un brillo de sorna en su mirada.

Sé que es verdad, pero reconocerlo es una humillación.

—Lo que has pillao era de mis primos. Así tiene que ser.

—¿Y si pongo que la mitad era tuyo? Puedo hacer el informe como me salga de los cojones.

—Pero eso no es verdad.

—¿Y a quién le importa cuando se manda al talego a un chorizo de mierda como tú?

El Ladislao mira la casa. Me pide un cigarrillo.

—Te puedo decir donde tengo las cosas.

Tras pensarlo, le doy el cigarrillo. Quiero oír lo que sigue.

—¿Qué quieres decir?

—¿Le has cogió bastante a mis primos?

—No te entiendo, Ladislao.

—Que si has cogió bastante a mis primos para enchironarlos cinco años por lo menos.

—¿Tienen antecedentes penales?

El Ladislao asiente.

—No van a tener… —me mira como si yo fuera imbécil.

—Entonces sí. Los tengo por la farmacia y las herramientas.

—Yo no tengo antecedentes penales —dice el Ladislao.

En la penumbra quiero observar una sonrisa en sus labios. Está satisfecho de sí mismo.

—Lo sé. Nunca te han cogido.

—Pero ahora sí quiero que me cojan.

Debo poner cara de tonto, porque el Ladislao comprende que no lo sigo.

—Tienes que pringarme, tío. Pero yo te diré dónde está lo gordo y un buen dinero. Eso para ti. Serás un héroe, que has pillao al Ladislao. Pero me tienes que jurar una cosa.

—¿Qué?

—Que protegerás a mi hijo.

Medel me llama y se acerca a nosotros. Levanto la mano en señal de que espere. Medel se vuelve hasta la casa.

—Yo no tengo nada que ver con tu hijo. Dime qué coño quieres.

—Si yo no voy al trullo, mis primos pensarán que hay algo raro y me dan voleta. Y si no pillas el material, los primos de mis primos vendrán a por él y se llevarán por delante lo que pillen.

—Y el material lo tiene tu hijo.

Un tío listo, el Ladislao. Podemos ganar todos. Menos los primos. Vale.

—¿Dónde está el material?

—¿Me lo juras por tu hijo? ¿Juras que protegerás a mi hijo?

—Yo no tengo hijos.

—Dime que lo harás.

—Te voy entendiendo, Ladislao. Y no tienes más opción que confiar en mí. Así que empieza.

El Ladislao me dice dónde esconde el material. Y dónde hay dinero. Y lo que espera de mí. Y dónde está su hijo. Lo dice atropelladamente. Entre frase y frase pega una patada a la chapa del coche y grita, como si yo lo estuviera trabajando a base de bien.

Cuando lo agarro del brazo para volver a la casa, se tira al suelo y comienza a gritar. Que lo deje en paz, que no le pegue más.

—Pégame —pide en voz baja.

Le doy una patada en la boca, donde sangre con facilidad y otra en el estómago. Hay gestos que no se pueden fingir. El Ladislao se retuerce sobre el suelo. Gime. Ahora no simula.

Vienen Medel y López corriendo desde la casa. Me separan del Ladislao.

—El muy cabrón ha intentado sobornarme. ¡Me cago en tus muertos! —le grito al Ladislao, al que ya arrastra López hasta la casa mientras Medel me sujeta.

López intenta calmar al Ladislao, que no hace más que gritar entre barboteos de sangre «m’han matao», «m’han matao», y llora como un niño. Me mira como si fuera el mismísimo Demonio. Entro en la casa, seguido de Medel, que teme que haga una locura. Me acerco al Ladislao. López me mira como si fuera a matarlo. Le agarro la cabeza y la echo hacia atrás de un manotazo.

—En la comisaría te trabajaré a gusto, pedazo de mierda.

Los primos vuelven la cabeza y lo miran con pesar. Las mujeres lloran, haciendo saltar sus tetas dentro de los camisones.

—Tapa eso —le digo a López señalando a las mujeres—. Afuera con ellos. Recogedlo todo. Estoy hasta los cojones de esta puta noche.

Encargo a Medel que traiga por fin al secretario judicial para que levante acta.

López se acerca y me pasa su teléfono móvil.

—Una llamada de comisaría, jefe.

El agente me dice que un detective llamado Ernesto Durán dejó hace horas un mensaje urgente para mí. Ha dejado un número de teléfono. Cuelgo antes de que añada algo más. ¡A quién coño le importa ahora el detective de una compañía de seguros!

Salgo a la calle, a esperar al secretario judicial. Son casi las dos de la madrugada. Todo ha ido más rápido de lo que esperaba. Miro al cielo. Sólo negrura honda, muy alta, muy lejos.

Llega la lechera con las luces de emergencia. Pone una triste nota de color en la miseria que nos rodea.

Enciendo un cigarrillo y me quedo mirando la casa del Ladislao. La casa contigua permanece oscura y cerrada como un secreto.

El secretario judicial escribe el acta con tanta prisa como si fuera a propagarse un incendio en la casa. A las tres estamos ya en comisaría y esta noche sólo se le tomarán las huellas y se leerán sus derechos. El Ladislao no pide un médico y nadie le insiste. Todos piensan que me ha cogido miedo.

Llego a casa a las cuatro de la madrugada. Antes de abrir la puerta, camino hasta la arena de la playa. Casi me mojo los pies. Recuerdo un sueño recurrente, uno de los pocos que tengo o que recuerdo. Un mar que, de pronto, se queda quieto, sin vida. Me asusta. Vuelvo la mirada hacia mi casa. Es un bungalow algo anticuado, situado entre Garrucha y Mojácar, en el interior de una curva que describe la carretera. Alguien, cuando era legal construir tan cerca de la playa, había levantado una pequeña urbanización de bungalows con porches y jardincito, de paredes blancas y ventanas azules. No vale mucho, pero me encanta vivir tan cerca del mar.

Abro la cerradura con tanto cuidado como un randa. Las farolas de hierro negro que hay en la urbanización esparcen luz suficiente para mantener en penumbra el interior de la casa. Puedo ver claramente la distribución de volúmenes en la oscuridad. Respiro pesadamente y me despojo de la pistolera. Enciendo un cigarrillo junto a la ventana.

Miro el mar, aunque no encuentro respuesta a lo que me pregunto. Pero oigo su respiración como si fueran los propios pulmones de la noche. Y una especie de esperanza convertida en el sueño de su cuerpo envuelto en oscuridad se apodera de mí. Me odio a mí mismo cuando no me domino, cuando ella es más fuerte.

Entro en el dormitorio y me siento en la cama, desnudo. El relieve de su cuerpo bajo las sábanas al alcance de mi mano. Siento su calor y su respiración. Miro la ventana situada enfrente, rendido de antemano. Sé que abre los ojos y me mira. ¡Por Dios! Lo sé porque donde sus ojos miran arde mi piel. Pero luego oigo cómo se vuelve sobre sí misma y se aísla. Es como una bofetada.

Necesito amarla. Y la necesito más aún porque he sentido miedo.

Me levanto y me voy con mi deseo y mi rencor. Me tiendo en el sofá, escondido en un saco de dormir. Abro un poco la ventana, a pesar del frío, para oír el oleaje.