13 DE DICIEMBRE

La primera vez que oí llamar Paria a la ciudad de Baria fue en el ardiente verano de 2004, cuando llegué aquí. No le di mayor importancia. Acaso había oído mal. Aún no entendía demasiado bien el acento. Acostumbrado al castellano sobrio de mi Meseta y al preciso del Norte, el oído fallaba y olvidaba muchas vocales y algunas consonantes.

Sin embargo, al poco lo oí una vez más. Y al cabo de vivir aquí más de dos años, se ha convertido en un chiste recurrente. Ahora empiezo a comprender por qué. Y lo peor, comienzo a entenderlo en la casa de los muertos. Porque en Baria, los muertos ocupan el lugar de los vivos.

Viven bajo los muertos y no se dan cuenta, excepto cuando algún cuerpo cae en las galerías que socavan la muela de tierra caliza donde se alza el cementerio de Baria. Entonces, vuelve a repetirse la historia del cementerio construido sobre el antiguo poblado Fenicio: muertos sobre muertos; historia sobre historia, como los anillos de un árbol o los estratos de un talud. Y los antropólogos vuelven a Baria, regulares como las escasas lluvias, para estudiar la momia a la que han empujado los nuevos muertos. Son lluvias ácidas que corren por la tierra agujereándola como un queso, abriendo nuevas venas artríticas en la tierra áspera. El vientre del cementerio se retuerce, podrido y lento, como un tumor.

Cuando uno sube la ondulante carretera del cementerio, por la falda de la vasta meseta, puede ver los agujeros en la tierra y las puertas rotas de las cuevas, medio abiertas como bocas muertas.

El cementerio de Baria tiene las mejores vistas de toda la comarca. El valle acre y desértico hasta Sierra Cabrera, al sur. Las tierras ríspidas que lo prolongan hasta Sierra Almagrera, al norte. Al este, la desembocadura sedienta del río Almanzora alcanzando el Mediterráneo, que inverna en la paz seca de diciembre.

Los vivos se conforman con vivir bajo el Cristo que corona su extremo este, desde el cual se puede ver el esqueleto iluminado de la ciudad, como si la carne quisiese esconderse en la transparencia del atardecer.

Me entretengo distraídamente mirando un paisaje que aún no conozco del todo porque nunca deja de sorprenderme. Medel está sentado a mi lado, en el coche que utilizo cuando estoy de servicio. Un Golf GTI decomisado a un chorizo demasiado optimista. Medel calla, concentrado en el servicio de funeral que se celebra a unos cien metros de donde nos encontramos. Cuando muere un rico no basta con una misa de funeral en el aniversario de su muerte. Algunos han de distinguirse con la reiteración macabra de todo el ritual.

Unas decenas de personas rodean un mausoleo de inmaculado mármol blanco. Ante unas rejas de hierro forjado, el sacerdote reza un responso, rodeado de graves expresiones que ya se van difuminando en la luz cenicienta.

Me siento ridículo observando, sin mejor razón para ello que el anónimo recibido ayer en la comisaría: Hace un año que asesinaron a Ana Arnedo y ustedes no han hecho nada. ¿No se han fijado en lo felices que son?

Los anónimos que se reciben en una comisaría son muy poco originales: imputaciones de perversiones variopintas, acusaciones de parientes entre sí, denuncias de crímenes imaginarios, insinuaciones de desviaciones sexuales… Pero nada como éste, que convierte un desgraciado accidente de tráfico que conmovió Baria un año antes en un crimen. Si ese anónimo llegaba a los periódicos alguien iba a perder el sueño.

Ordené archivar el anónimo, tras analizarlo sin encontrar huellas, hasta nuevas noticias. Lo que significaba que después de un tiempo acabaría en la papelera. La primera lección que debe aprender un policía es que si se puede evitar que haya un caso, todo el mundo gana.

Pero Medel ha insistido. Su juventud y su entusiasmo han vencido mi resistencia. Entre otras cosas, porque no tenía nada mejor que hacer.

Ahora Medel está ensimismado, seguramente convencido de la inutilidad del empeño.

El funeral se desarrolla con lentitud. Antes de venir, Medel se ha enterado de toda la historia y de quiénes son los actores principales: Ana Arnedo, de treinta y cinco años, murió atropellada a la salida de un restaurante. Dejó desolados a sus padres y millonario a su marido, Enrique Salgado, de cuarenta y uno. No tenía hijos ni hermanos. El marido se había vuelto a casar seis meses después de su muerte y don Rafael Arnedo, padre de Ana, lo odia.

Cuando me lo contó, reconocí que Ana Arnedo era una víctima perfecta. Y que yo también hubiera odiado a mi yerno, aunque sólo fuera por si acaso.

—¿Has visto ese coche? —pregunta Medel tan de repente que me saca bruscamente de mis torpes ensoñaciones y me cabrea.

Señala con el dedo hacia nuestra izquierda. Descubro un Renault Laguna aparcado a unos cincuenta metros, medio oculto tras una hilera de nichos y una tumba con un marmóreo ángel flamígero que parece arrojarnos del Paraíso otra vez. Como si esto fuera el Paraíso.

Nos quedamos pendientes del Renault durante unos minutos, preguntándonos en silencio si su presencia es casualidad.

—Parece que está pendiente de nuestro funeral —admito.

Medel, que parecía haber perdido la esperanza de que ocurriera algo interesante, baja del Golf. Hago lo mismo y camino tras él. Damos un rodeo entre nichos, tumbas, lápidas y cipreses, para acercarnos por la trasera del coche.

Medel se coloca junto a la ventanilla derecha del Renault y toca con los nudillos en el cristal.

Una cabeza se vuelve hacia él. Tras largos segundos, se abre la puerta y baja una cabeza muy redonda y afeitada.

—¿Quién coño eres tú? —pregunta con mala leche.

—Inspector Medel —responde éste autoritariamente.

Medel no puede evitar el fervor de la placa, que le muestra por encima del coche en un espectacular giro de muñeca.

El hombre vuelve hacia mí un cuello grueso que sobresale de una chupa de cuero como la cabeza de una tortuga.

—Comisario Carrillo, de la Comisaría de Baria —me identifica Medel.

El hombre resopla, se encoge de hombros y acepta lo inevitable. Extrae del bolsillo posterior de sus pantalones de lona negra una cartera y se la tiende al inspector.

—Licencia de Investigador Mercantil a nombre de Ernesto Durán —recita Medel.

—¿Qué hace aquí? —le interroga.

—Estoy trabajando —responde el detective, displicente.

Medel abre la puerta del coche y coge un periódico que estaba en el asiento. Es un periódico local. Está doblado por la página en que se rememora el atropello de Ana Arnedo y se menciona el réquiem que está concluyendo cerca de nosotros.

—Al parecer, le interesan los atropellos, comisario —comenta Medel, enarbolando el periódico.

—¿Por qué? —le pregunto haciendo un gesto leve con la cabeza. Estoy tan aburrido que no saco las manos de los bolsillos.

—Por la misma razón que a usted —responde.

—Eso no es una respuesta. Durán se encoge de hombros.

—De todos modos iba a hablar con usted, comisario. Un cliente nos ha encargado una investigación sobre este asunto.

—Ustedes no pueden investigar un homicidio.

—No lo hago. Sólo investigo fraudes económicos. Una compañía de seguros nos ha encargado el trabajo.

—¿Qué compañía y por qué? —ataja Medel con una brusquedad innecesaria.

—Lo primero sabe que no puedo ni tengo por qué decírselo —replica Durán, mirándolo lentamente—. Lo segundo es muy sencillo. La muerta tenía un seguro de vida de un millón de euros. Es lo que se pagó a su marido cuando murió.

Ernesto Durán saca un paquete de cigarrillos del bolsillo de su cazadora. Ni Medel ni yo aceptamos.

—¿Y…? —pido algo más.

—Existía una cláusula en virtud de la cual si moría accidentalmente y otra entidad aseguradora debía abonar indemnización, la compañía que nos ha contratado no tendría que pagar más del 30% del capital. Ese millón se reduciría a trescientos mil euros.

—¿Qué pretende? ¿Encontrar el coche que la atropelló?

—Ya que la Guardia Civil no ha sido capaz —comenta sarcásticamente Durán, haciéndonos un gesto cómplice.

Conoce la rivalidad entre la Policía y la Guardia Civil, competencia que se extiende a todo el país, como la de dos hermanos que juegan a ver quién consigue que papá lo quiera más. El detective quiere halagarnos con ello.

—Si el coche no fue identificado, pagará el Consorcio, de modo que su cliente se ahorra igualmente el dinero —objeta Medel.

—La póliza es clara. Ya lo intentaron, y nada. El abogado del viudo los obligó a pagar toda la cantidad.

—¿Por qué han esperado un año para hacer esta investigación? —digo.

Por primera vez, Durán no parece tener una respuesta inmediata.

—Yo hago el trabajo cuando me lo encargan —responde encogiéndose de hombros.

Le devolvemos su cartera.

—Muy bien. No se extralimite. —Le digo una fórmula que no significa nada y me doy media vuelta para volver a nuestro coche.

Medel ya está a mi lado cuando la voz del detective nos sorprende.

—Comisario. ¿Por qué le interesa el atropello de Ana Arnedo?

—Nos gusta la paz de este sitio. Venimos a meditar de vez en cuando —respondo sin volverme.

Se hace de noche. Sobre el mar hay una franja de nubes en las que rebota el sol rojizo del ocaso. Parecen montañas fantasmales sobre las aguas casi negras. Viene del mar una brisa húmeda que cala los huesos.

—Quiero que encargues a López que se entere dónde se aloja este tío. Y que mire por ahí a ver qué hace —digo.

Medel asiente, firme, como si le hubiera encargado una misión muy importante.

Desde nuestro coche nos concentramos de nuevo en la ceremonia. La gente se despide de los familiares y del sacerdote y se dirigen a la salida del cementerio. Los más rezagados son una pareja de ancianos que identificamos como los padres de la mujer atropellada, pues todo el mundo se muestra consternado en su presencia. El hombre, con ademanes imperativos, urge a su esposa para abandonar la puerta del mausoleo.

Arranco. Avanzo lentamente por caminos de grava hasta la salida. El Renault Laguna de Ernesto Durán ha desaparecido. En ese momento, comienza a vibrar mi móvil.

Enrique Salgado estaba con la puerta del Lexus abierta, despidiéndose de Inma, su persona de máxima confianza en la empresa, cuando se acercó Rafael Arnedo. El viejo tenía casi ochenta años y escaso cabello blanco que esa tarde había ocultado bajo un sombrero de fieltro de los que ya no se ven. Asió del brazo a Salgado, llevándolo aparte.

—Tenemos que hablar de negocios —espetó el viejo, acercando mucho su cabeza al pecho del otro.

Salgado se percató del olor pulcro, pero aviejado como cuero, y se quedó mirando los ojos acuosos, gastados. Lo sobresaltó el furor que vio en ellos.

—Tenemos que hablar, mucho de qué hablar —repitió el viejo.

—Podemos hablar cuando quieras, aunque ahora no es el momento —reprochó Salgado.

Le entristecía la actitud de su antiguo suegro.

—¿Quieres que lo haga mi abogado? —insistió el hombre viejo.

—Ya tenemos edad para hablar personalmente. No somos niños ni estúpidos —replicó Salgado.

—Me voy. Me espera mi mujer —dijo el viejo, soltándolo del brazo tan bruscamente como lo había asido.

Salgado se acercó a la anciana que esperaba tímidamente un poco más allá y la besó en las mejillas.

—Me han gustado mucho las flores que has llevado —dijo ella.

—Eran sus favoritas —dijo Salgado, su mano acariciando el brazo de la mujer.

Rafael Arnedo subió al Mercedes y lanzó al chófer una orden que sonó como un insulto. Su mujer subió al coche atropelladamente. Un segundo después, Salgado vio alejarse las luces traseras.

—Podía haber sido peor.

Le sorprendió la voz de Inma a su espalda.

—Por lo menos, conservo el afecto de su madre —aceptó Salgado. ¿Te importa?

Él lo pensó un instante antes de responder.

—Sí, claro —dijo finalmente.

—Águeda es una bendita —comentó Inma.

Dice Rafael que tiene que hablar conmigo de negocios. ¿Sabes a qué se refiere?

—No me ha dicho nada.

—Pero sigues viéndolo a menudo, ¿no es cierto?

—Sí. Al menos una vez por semana paso a saludar a Águeda. Lo agradece. Está muy sola desde entonces.

—Y Rafael no creo que ayude mucho.

—Más que consolar, todo lo contrario… —Inma asintió con la cabeza, lamentándose.

—Sabía que estaba molesto por haberme vuelto a casar. Pero hasta ahora no había mostrado esta actitud tan agresiva —dijo Salgado.

—Ahora está saliendo de la depresión que le produjo la muerte de Ana. No sé qué es peor, si la depresión o esto. Parece siempre a punto de estallar. No sabemos nunca cómo va a reaccionar —explicó Inma.

Salgado se encogió de hombros, aceptando con fatalidad la actitud del viejo.

—No creo que pretenda hacerte daño. Sólo está dolido —añadió la chica.

—¿Quieres que te lleve a la ciudad? —preguntó Salgado.

—No. He venido con Pablo.

Salgado pudo ver a Pablo junto a su coche, al otro lado de la explanada que se extiende ante la puerta del cementerio.

—Mañana nos veremos en la oficina —se despidió Salgado.

—Hasta mañana —respondió la muchacha.

Salgado la vio alejarse. Esperó. Quería ser el último en irse del cementerio.

La llamada era de Elena Silva, una funcionaría del servicio de Asistencia Social del Ayuntamiento de Baria. La había alertado su propia suegra, diciéndole que Lucas había salido en su búsqueda. Elena, atemorizada, gritaba que su exmarido se dirigía hacia su casa de la costa.

Llamé a comisaría y ordené que dieran una vuelta por allí. Un rato después López me dice que lo han encontrado, en las inmediaciones de la casa de la mujer, agazapado en su coche.

Lo encuentro sentado en la pecera.

Sobre Lucas pesa una condena de alejamiento, de modo que podemos detenerlo.

Es lo primero que pregunta:

—¿Estoy detenido?

Ha salido hace un mes de la cárcel. Ha cumplido tres años por lesiones. Aún recuerdo la visita desesperada de Elena cuando supo que Lucas sería puesto en libertad. Me asaltó en el pasillo de la comisaría. Nadie hubiera podido detenerla. Tuve que llevarla a mi despacho. Entre lágrimas, me contó la triste historia con todo detalle. Le prometí que la ayudaría. No conseguía calmarla, así que accedí y le di mi teléfono personal, el que sólo tienen en comisaría.

Cuando se marchó, quise estar seguro de la verdad de lo que contaba y busqué su expediente. Lo que vi aún me provoca náuseas.

Hice algunas llamadas. Todos los funcionarios de la cárcel que habían tenido trato con el tal Lucas aseguraron que cumpliría su amenaza en cuanto saliera.

Lo miro ahora y veo que tiene la boca apretada y el gesto obcecado. Sé que esto no es para él sino una dilación molesta. Está decidido a matar a su exmujer y lo hará a la menor oportunidad.

—¿Qué hacías en esa urbanización? —pregunta Medel.

—No sabía que ella vivía allí. ¿Cómo iba a saberlo? No me ha visitado en la cárcel —responde sarcástico.

Mientras Medel lo interroga, ratifico mi convicción: no tiene solución. Ese hombre está enloquecido y ya sabe el final de la historia. Si la cárcel le ha servido de algo, ha sido para aprender.

—¿Qué hacías ante la casa de Elena? —pregunta otra vez Medel con irritada impaciencia.

Una vez que ha lanzado su excusa, nada más tiene que añadir. Lucas calla.

—¿Por qué la esperabas? ¿Qué querías hacerle? —Medel pregunta con la fe desmayada del que espera una respuesta de Dios.

Lucas se limita a mirar fijamente la mesa desnuda que tiene ante sí.

Veo la escena como si estuviera muy lejos y muy cansado: un policía sin esperanza y un detenido que ha aprendido latín en tres años de cárcel y que sabe que le basta aguantar el tirón unas horas, unos días, unas semanas o unos meses en el peor de los casos, para salir de aquí y continuar su tarea.

Entro en la pecera. Lucas me mira sin expresión alguna. No me conoce. Cuando él fue detenido, yo aún no estaba destinado en Baria. Hago un gesto a Medel para que se retire y éste observa con interés la carpeta que llevo en las manos.

Medel sale y me siento frente a Lucas. Lo miro fijamente, pero él no me devuelve la mirada. Después abro la carpeta y dejo ante él las fotografías de Elena torturada. Su hazaña de hace tres años. Las dispongo en abanico para que pueda verlas con detalle, todas ellas. Los ojos hinchados y negros. La boca rota y los dientes desaparecidos. El torso y los pechos negros de los hematomas, deformados por los golpes. También los muslos y los glúteos. Nada que ver con la mujer atractiva que lloraba de terror hace un mes. La violencia nos transforma y nos devuelve la condición de bestias. También a las víctimas, que es lo más triste.

No digo nada. Él tampoco abre la boca. Pero observo que mira las fotografías. Lo hace con interés. Pero en sus ojos no hay un destello de lástima ni de arrepentimiento.

Ya no tengo ninguna duda.

Recojo las fotografías y las devuelvo a su carpeta. Salgo de la pecera sin decir ni una palabra.

Ernesto Durán condujo su Renault Laguna lentamente por la circunvalación de Baria, tras el Lexus de Enrique Salgado. Dejaron atrás la ciudad y tomaron la carretera de la costa hasta Mojácar. Salgado condujo hasta el final de las urbanizaciones y tomó una calle que sube una montaña. Un kilómetro más arriba, una enorme verja de hierro se abrió para él. Durán se detuvo unos cien metros más allá, para evitar las cámaras de seguridad. Tras los altos muros de piedra vivía Enrique Salgado con su nueva esposa. Pero esta noche Durán no tenía nada más que hacer allí.

Se trataba de un chalé amplio, con jardín en los cuatro costados cercado por un muro de piedra y una verja de hierro negro. La construcción era de una planta, nada ostentosa, a pesar de haber sido Rafael Arnedo quien se había enriquecido con la promoción de aquellos terrenos al este de Baria, que pronto se habían llenado de más chalés y de urbanizaciones de tríplex. La casa tenía amplios ventanales que se abrían al jardín y una imponente puerta de madera de roble de al menos diez centímetros de grosor.

Águeda acudió a abrir la puerta.

—¿No está Patricia? —preguntó Inma nada más entrar en la casa.

—Rafael le dijo que se tomara el día libre. Como no íbamos a estar —explicó Águeda mientras la conducía por el recibidor, llevándola de la mano.

Luego detuvo sus pasos y, con voz queda, dijo:

—Hemos ido al cementerio los primeros. Pero Enrique ya estaba allí. Lo hemos visto al llegar, pero no nos hemos acercado.

Brillaban los ojos de la anciana, cuya alegría porque su hija fuera aún amada la hacía temblar de emoción. Águeda bajó la voz a medida que se adentraban en el interior de la casa, hasta casi convertirla en un susurro.

—Sé que la quería. Le ha puesto flores. Por eso he convencido a Rafael para que no diera un escándalo. Pretendía montarlo esta tarde, sobre todo si llevaba a… Menos mal que ha ido solo.

Águeda respiró hondo, como si le faltara el aire en los cuatros pasos del vestíbulo.

El salón tenía los postigos cerrados. A un lado, una mesa de gruesa madera negra y patas torneadas creaba el ambiente invivible de una estancia antigua. Enfrentada, una chimenea donde ardían las brasas de unos gruesos troncos, ponía algo de calor. Alrededor de la chimenea, varias estanterías repletas de libros antiguos, periódicos y planos y esculturas y dos sofás con sendas luces de lectura. Bajo una de ellas, sentado aún pero vuelto hacia la puerta por donde ella entraba, la esperaba Rafael Arnedo, los ojos agrisados por la edad sobre unos lentes en la punta de la nariz. Rafael se levantó y fue a su encuentro.

—Creí que no ibas a venir esta tarde. Como te has ido con él —reprochó.

—Que haya salido del cementerio con Enrique no significa que no nos quiera —se picó Águeda.

—Por supuesto —ratificó Inma—. Tienes que tomarte las cosas de otra manera, Rafael. Enrique no es un criminal —dijo después de darle un beso al anciano.

Rafael volvió a su asiento, resentido.

—Todos estáis a su favor. No necesito oír nada de vosotras. Sólo queréis que lo deje en paz y no lo haré.

El viejo se sentó y cogió un periódico y lo extendió con rabia ante sí.

—¡Que no es un criminal! —gruñó.

—Que se haya casado con otra mujer no lo convierte en un criminal, Rafael. ¡Por Dios! —le recriminó Águeda.

—¡Tú qué sabrás! —replicó él despectivamente.

Águeda aprovechaba estos momentos en que Inma estaba presente para afirmar cosas que, en soledad, no hubiera tenido valor o ánimo para discutirlas a su marido.

—Y me niego a que sigas hostigándolo. No quiero vivir mis últimos años en el odio —se atrevió a añadir.

—¿Qué más te da? Él no es tu hijo —replicó.

—¡Pero ha sido el marido de mi hija! —gritó Águeda, todo lo exasperada que podía estar una anciana que sabía que lo tenía todo perdido. Sólo su conciencia le exigía intentar librar la última batalla: que su marido olvidara y pudieran morir en paz.

—Esto duele aunque no sea tu hijo, Rafael —terció Inma, que sabía que Águeda había llegado al final de su lucha—. No deberías perder la perspectiva. Sólo se trata de un hombre que se ha casado una vez que ha quedado viudo.

—¡Viudo y rico! —protestó airadamente Rafael.

—Que sea rico lo decidisteis Ana y tú —dijo Inma.

—Eso es verdad —ratificó Águeda lánguidamente.

—No pidió nada, no pidió nada… ¡Cómo si no lo hubiera esperado!

—Ni siquiera sabía quién era Ana cuando le pidió salir con ella —señaló Águeda—. Me lo contó Ana muchas veces, hija.

—¡Bah! —replicó con despecho Rafael.

Se levantó bruscamente y salió de la habitación. Inma pensó en su frágil aspecto de ahora. Apenas unos años antes era un hombre a quien no se le escapaba detalle de sus negocios. Desde la muerte de Ana era un anciano ensimismado y rencoroso.

—Perdónalo —dijo Águeda—. Está trastornado, ya lo sabes.

—No importa. Lo que voy a hacer es prepararos la cena y no volver a hablar más del asunto —concluyó Inma mientras se quitaba el abrigo.

Lucas firma la última hoja del formulario en la cual declina llamar a un abogado porque es puesto en libertad. No ha habido detención oficial. Sus labios dibujan una leve sonrisa desde que me ha oído decir:

—Te vas a ir, por esta vez.

Seguramente espera una advertencia. Pero no le doy más que silencio.

—Aún no le quitéis las esposas —digo a Matías, el agente que se ha encargado con López de su detención.

Lucas me mira, perplejo.

—¿Por qué? —pregunta.

—Porque te voy a llevar al centro de la ciudad y quiero ser yo quien te las quite. En mi coche continuarás esposado hasta que te bajes.

—Quiero llamar a alguien —dice.

—Si no estás detenido, hombre —replica divertido Matías.

—Pues deme mi móvil.

—Ya te lo dará el comisario. No seas impaciente —responde Matías.

Intenta protestar, pero Ávila, que ha sustituido a López tras la detención, le dice que se calle, que tardará un momento en ser libre. Ávila y Matías buscan mis ojos, pero no dejo que los encuentren.

Mientras concluyen los trámites, espero a la puerta de la comisaría.

La noche es fría. El viento trae la humedad del mar hasta el centro de la ciudad. La calle está desierta. Cuatro coches patrulla ocupan sendas plazas de aparcamiento. A unos cincuenta metros a la derecha, una plaza cuyas luces se desvanecen en la neblina. Hasta aquí no llegan los ecos de la fiesta. El ayuntamiento ordena proteger el centro. Pero por encima de los edificios uno puede adivinar el resplandor de las hogueras.

Matías me dice que todo está listo. Le digo que bajen a Lucas al sótano.

Marco un número en mi móvil. Le digo al hombre que contesta y que no pregunta quién llama dónde deben esperarme. Cuelgo y entro en el edificio. Bajo hasta el sótano. Lucas está nervioso, entre Matías y Ávila. Éste lo consuela.

—No te quejes. El comisario no lleva a todo el mundo en su coche.

Y le da una palmadita en la espalda. Luego le pone la mano en la cabeza y lo introduce en la parte trasera del Golf, que tiene las lunas tintadas.

—Hay un detective privado que ha venido a Baria. Lo hemos descubierto en el cementerio. Se llama Ernesto Durán. Échale un ojo —le digo a Matías—. Medel se lo ha dicho también a López.

—¿Hacemos un informe?

—No. Sólo oler un poco.

Subo al Golf. Acabo de arrancar cuando llega corriendo Medel. Ávila y Matías no saben si impedirle que se acerque al coche. Al fin y al cabo es su superior.

—¿Dónde vas? —espeto cuando acerca su cabeza a la ventanilla.

—Quiero ir contigo. He acabado mi turno y no quiero dejarte sólo con este tío.

—No hace falta que me acompañes. Está esposado. Lo dejaré ir y me iré a casa.

—Es igual. Quiero ir contigo —insiste.

—No debes venir —replico.

—¿Es una orden?

Nos miramos a los ojos durante un instante demasiado largo. Calculo las consecuencias de que me acompañe. Tarde o temprano habrá que saber si se puede contar con él.

—Está bien.

Medel entra en el coche. Introduzco la marcha y salgo del edificio. Ávila y Matías se quedan mirando hasta que subimos la rampa del garaje.

Media hora es lo convenido.

—¿Dónde te dejo? —pregunto a Lucas.

—Donde sea —responde desabridamente.

Enfilo hacia la salida de Baria. Luego tomo la circunvalación de la ciudad y aprieto el acelerador. Hago un poco de tiempo.

—¿Dónde vamos? —pregunta Lucas.

Medel respira hondo y se mueve en su asiento como si no acabara de encajar. Me mira de reojo.

Entro en el polígono industrial de Baria. Circulo por las calles vacías. Los edificios y las grandes naves de metal parecen muertos. Un coche de seguridad nos sigue un par de minutos, hasta que salgo del polígono y vuelvo a la circunvalación, en sentido contrario.

Me desvío por carreteras secundarias. Cortijos que permanecen a oscuras, campos negros.

—¿Dónde vamos? —pregunta de nuevo Lucas, inquieto.

Pero esta vez ha tenido que aclararse la garganta para que no se le quiebre la voz. Puedo oler su miedo. Huele a sudor frío.

—¿Tienes miedo? —le digo—. El miedo es bueno. Nos hace comprender el temor de los demás.

La sombra que viaja detrás se mueve de un lado a otro. No responde, pero se siente enjaulado como un perro.

La plaza de toros de Baria está rodeada de soportales bajo los cuales enormes bolsas de oscuridad nos ocultan. Apago el contacto. Siento la mirada de Medel pendiente de mí.

—¿Qué es esto? No tienen derecho. Lléveme ahora mismo a la ciudad —exige muy digno Lucas en un arrebato de valentía.

No respondemos. Forcejea con las manivelas, pero no puede abrir las puertas.

—¿Qué coño es esto? —grita.

Enciendo un cigarrillo. Abro la ventanilla del coche. Le tiendo el teléfono.

—Tu móvil.

Lo recoge con avidez, como si el aparato pudiera depararle un destino mejor del que teme.

La tierra que rodea la plaza de toros, de día, es del color del albero. Oigo unos pasos en la tierra y huelo el polvo. De pronto, la puerta trasera del Golf se abre y un grito de Lucas es sofocado de un golpe. La puerta se cierra y oigo arrastrar su cuerpo.

—¿Qué significa esto? —exclama Medel.

Apenas lleva seis meses con nosotros. Tiene el furor de los novicios y no conoce la palabra desencanto. Eso lo hace peligroso. El pobre es universitario y conoce la calle tanto como un obispo.

—¿Qué significa esto? —insiste. Como no respondo, continúa.

—Había oído rumores, pero no creía que pudiera ser cierto.

Tiro la colilla y arranco de nuevo. Medel clava la mirada al frente. En cada barrio arden las hogueras de Santa Lucía. Los vecinos se reúnen la noche del 13 de diciembre, prenden hogueras con arbustos y zarzales, con muebles viejos o con carbón comprado en la ferretería los que han perdido la costumbre de salir al campo. Luego, sobre las primeras ascuas asan patatas y carne y chorizo y morcilla. Y beben y comen hasta la madrugada. Los niños hacen hachos con hilos de esparto que prenden en las hogueras y danzan con ellos, cantando, amenazándose, persiguiéndose, dibujando en la noche con sus puntas de fuego.

—La vieja fiesta pagana. Sin embargo, esta noche de Santa Lucía es la más hermosa de Baria —comento.

Medel calla. Conduzco de una calle a otra. No me acerco demasiado para no ser reconocido y verme obligado a compartir la fiesta. Me basta con verla. Huele a fuego.

Junto a algunas hogueras han dispuesto un equipo de música y las gentes bailan. Algunos, sin reconocernos, nos invitan a que nos acerquemos. Hago un gesto de agradecimiento y continuamos hasta la siguiente.

—¿No me vas a dar una explicación? —pregunta Medel en un tono sosegado que me sorprende.

Estoy demasiado viejo y cansado para intentar convencerlo. Pero admito que necesite una justificación.

—Ese hombre va a matar a su exmujer. Y ni tú ni yo podemos impedirlo.

—Pero tiene una orden de alejamiento.

—¡Venga ya! ¿Qué coño le va a importar la orden de alejamiento si piensa matarla?

—¡Pero es ilegal lo que haces! —replica.

—¿No sabes decir más que obviedades?

Permanece en silencio un rato, hasta que me ataca donde más duele.

—Y no creo que sirva para nada.

—Tal vez —admito.

Vemos una última hoguera. Es el barrio de San José Obrero. Las casas aquí son más pobres. Casi todas de una planta, salpicadas de viejos edificios del Movimiento. Pisos baratos en los que casi no quedan ya españoles. Vemos a grupos de inmigrantes en torno al fuego. Hay de todos los colores. Las llamas brotan con fuerza. La pobreza es buen combustible. El viento mece las lenguas de fuego mucho más altas que las casas.

—¿Dónde te dejo?

—Cerca de comisaría —dice Medel.

—Entonces, ¿para qué has venido?

—Creía que no lo ibas a hacer.

—Hecho está.

—Es peligroso.

—No te preocupes por tu carrera. Tú no estás conmigo. Además, Ávila y Mateo han visto a Lucas largarse por su propio pie de la comisaría.

Aparco junto a la acera. Con la mano en la manivela, Medel pregunta.

—¿Cómo llamas a esto?

—CSI.

Medel me da por perdido y baja del coche. Pero antes de dar tres pasos se vuelve.

—¿Qué significa? Cabrones Sin Identificar.

No le hace mucha gracia y se aleja.

Siempre me ha gustado la soledad. Es especial en las noches de invierno en Baria. Tiritan sus luces de humedad y brilla el asfalto como si hubiese concluido una lluvia triste.

Conozco sus barrios, sus rincones, incluso sus casas. Dos años son suficientes para un policía. Baria me hace llegar sus secretos, incluso aquellos que no me interesan. Basta a un policía visitar un bar para conocer los crímenes de sus vecinos. A veces, tengo la sensación de que no quiero ver ni oír. Temo dejar una ciudad limpia como un médico teme un cuerpo sin gérmenes.

Las hogueras se apagan lentamente, abandonadas como un campo de batalla. El humo asciende recio desde las cenizas. Los restos de los hachos se esparcen a su alrededor como hijos muertos. Por las calles principales, los camiones de la limpieza arrastran la suciedad con cañones de agua. Tengo la sensación de que algo ha concluido. Sólo entonces estoy preparado para volver a casa.

Sé lo que encontraré. Puedo reproducir cada sonido, cada gemido, antes de cerrar los ojos. Ha ocurrido tantas veces: Aparcar el coche lejos de casa para amortiguar el ruido del motor. A pesar de vivir en un bungalow junto a la playa, debo tomar estas precauciones. Abrir la puerta de mi propia casa con el sigilo de un ladrón. Quitarme los zapatos para evitar el roce de las pisadas. Desnudarme en el cuarto de baño más alejado de mi dormitorio. Acostarme luego con el secreto de un pervertido junto al cuerpo que no emite más sonido que un chasquido de fastidio.

Aún me pregunto por qué demonios me acuesto a su lado.