3

Vangerdahast seguía dando vueltas a la melodía de la Alemanda final, mientras permanecía hundido en una de las sillas de los Marliir. Fruncía el ceño por el dolor que le producían sus miembros envejecidos. El rumor de los carruajes había cesado casi por completo cuando los últimos invitados abandonaron el patio, y Azoun no paraba de ir de un lado a otro, entre él y el calor del fuego que ardía en la chimenea.

—Veamos, majestad, creo que vais a tener que sentaros de una vez. —Vangerdahast señaló con un dedo nudoso los pies del rey—. Un anciano necesita de todo su fuego.

Azoun se detuvo ante la chimenea y se volvió para mirarlo.

—¿En qué estaría pensando?

—No sabría deciros —respondió Vangerdahast—. Quizá vuestra majestad haya olvidado que me prohibió leer los pensamientos de su hija.

—Eso no significa que no deba hacerlo de vez en cuando —replicó Filfaeril, levantándose de la cama del mago supremo, donde se había sentado a descansar.

Vangerdahast ignoró el comentario de la reina y masculló algunas sílabas de naturaleza arcana, al tiempo que gesticulaba rápidamente con los dedos. Azoun no pareció advertir que se deslizaba flotando de la chimenea, porque a continuación se acercó a la silla aunque no se sentó.

—Empieza a preocuparme la capacidad de Tanalasta para la regencia —dijo Azoun—. Primero, ese Bleth casi la engaña para que le ceda el trono…

—Tanalasta no fue la única persona a la que engañó Aunadar —dijo Filfaeril. Seguía vestida con el traje color violeta que había llevado en el baile, y se sentó en una silla junto a Vangerdahast—. Recuerdo muy bien que nos tenía encandilados. Si no le llego a llevar a la biblioteca en el momento oportuno, o si no le hubierais invitado a ir de caza aquel día, Tanalasta ni siquiera se hubiera fijado en él.

—Sólo por el hecho de que un hombre quiera conocer al prometido de su hija, no quiere decir que la obligue a casarse con él —repuso el rey, que arrugó el entrecejo, dolido por el comentario de su esposa.

—No más de lo que hemos estado presionando para que el pobre Dauneth se case con ella. —Filfaeril se volvió a Vangerdahast, que no se dio por aludido y siguió concentrando su atención en el fuego que crepitaba en la chimenea—. No me extraña que su madre diera por sentado más de lo que había.

—Sí —admitió Azoun—, supongo que yo soy el culpable… pero un padre puede animar a su hija, ¿o no? Sólo quiero que sea feliz.

—Qué esté felizmente casada —corrigió Filfaeril— y embarazada de un heredero.

—Sí, pero antes que nada, feliz —replicó el rey, mirando extrañado a su esposa.

—¿Sea cual fuere el precio que Cormyr deba pagar? —preguntó la reina.

Azoun consideró su pregunta durante algunos segundos, antes de responder:

—El precio del bienestar del reino no tiene por qué ser la felicidad de Tanalasta. Quizás haya llegado el momento de que tome conciencia de que tal vez no esté capacitada para ceñir la corona.

Vangerdahast se sorprendió tanto al oír hablar así al rey, que estuvo a punto de ahogarse con su propia saliva. Por supuesto, todos habían pensado en esa posibilidad cuando Tanalasta se vio involucrada en el asunto abraxus, aunque era la primera vez que Azoun expresaba sus dudas en voz alta.

Filfaeril no pareció tan sorprendida, y se limitó a enarcar una ceja.

—Es una decisión importante —dijo la reina en un tono inexpresivo.

—Pero no tiene por qué ser una decisión tan dura. Tanalasta tiene treinta y seis años. Cuando vos teníais su edad, ella ya había cumplido los quince años, y Foril tendría unos… —Azoun no concluyó la frase, porque al igual que su esposa, no gustaba de recordar la muerte de su joven hijo—. Quizá Tanalasta sería mucho más feliz si no tuviera que cargar con el peso de dar un heredero a Cormyr.

—Quizás —admitió Filfaeril—. Se acerca a una edad en que la elección ya no dependerá de ella, y es necesario que pensemos en el bien de Cormyr.

Vangerdahast no podía dar crédito a sus oídos. Hasta el momento, la reina había sido la principal valedora de Tanalasta, había sostenido que la princesa asumiría sus responsabilidades sin problema cuando llegara el momento. Si Filfaeril había perdido la fe en su hija mayor, ¿con qué apoyo contaría Tanalasta en todo el reino?

Azoun se acercó al fuego y miró fijamente las llamas, bloqueando de nuevo el calor que llegaba al mago.

—Tanalasta no es la misma. Quizá fuera un poco inocente cuando tuvo problemas con Bleth, pero no era ninguna estúpida. Ahora… —El rey dejó inacabada la frase, sacudiendo la cabeza apenado—. Incomodar a lady Marliir de esa forma no ha sido muy buena idea.

—Majestad, debemos recordar que Tanalasta ha tenido cierta… colaboración en ello —replicó Vangerdahast—. Creo recordar haber sacudido la cabeza cuando vos empezasteis a subir a la tribuna.

Azoun se volvió a Vangerdahast con el desconcierto en la mirada.

—Creí que no estaba usted convencido de la capacidad de la princesa de la corona.

—En su momento, tampoco vos me convencíais.

—¿Por qué aprovecháis la primera oportunidad que se presenta para emprenderla entre vosotros? —preguntó Filfaeril—. ¿Y por qué la defiende usted ahora?

—Porque me parece lo más justo —respondió el mago—. La muchacha se limita a dar la cara en un momento inadecuado.

—¿Momento inadecuado? —Filfaeril entornó los ojos hasta no dejar entrever más que un par de diminutas franjas azules—. ¿Se puede saber a qué juega usted ahora, viejo malabarista? Fue usted quien sugirió la necesidad de que diéramos un empujoncito al destino, y que pidiéramos a los Marliir que aceptaran ser los anfitriones de los festejos por el cumpleaños del rey.

Vangerdahast sintió que se estaba sonrojando, pero fue incapaz de controlar su reacción espontánea.

—Es posible que esta vez haya presionado demasiado, mi señora —dijo el mago supremo en un tono de voz carente de inflexiones.

—¿Demasiado? —preguntó Filfaeril—. Si los hechiza usted con su ma…

—¡Os aseguro que no he hecho tal cosa! —exclamó Vangerdahast, enojado—. ¿Que recurra a mi magia para manipular las emociones de la princesa?

—Sólo como último recurso —gruñó Azoun—. Díganos qué hizo.

—Fue una cosita de nada. —Vangerdahast levantó su mano, presionando el pulgar y el índice para acompañar sus palabras—. Sólo fueron unas palabritas, de verdad.

—¿Susurrada a oídos de? —preguntó Filfaeril—. ¿De lady Marliir?

—Por poner un ejemplo —admitió Vangerdahast—. Pero eso no es lo importante.

—¡Ahora entiendo por qué le maltrata Tanalasta! —El rey sacudió la cabeza, incapaz de dar crédito a sus oídos—. Eso no excusa esa tontería del templo real que se le ha metido en la cabeza. La mitad de la nobleza del reino se convertirá a Chauntea aunque sólo sea por ganarse el favor de la reina, y la otra mitad se levantará en armas para defender sus propias creencias. ¿Cómo puede pretender mi hija que lo acepte sin más?

—Porque si no lo hacéis, su reputación quedará por los suelos —respondió Filfaeril. Se acercó a la chimenea para observar las llamas, lo cual privó completamente a Vangerdahast del calor del fuego—. Disculpadme por deciros esto, Azoun, pero creo que aquí somos nosotros los cortos de entendederas. Nuestra hija sabe perfectamente lo que hace.

Azoun frunció el entrecejo.

—Asumamos que eso es cier… Pero ¿con qué objeto?

—Para forzarnos a actuar, por supuesto —dijo Filfaeril—. Está claro que no quiere ser reina.

Antes de que el monarca pudiera replicar, Vangerdahast se había levantado de la silla y se había situado entre el rey y la reina.

—¡Mejor será que no saquemos conclusiones precipitadas, señora! Nadie ha oído a Tanalasta decir tal cosa.

La reina giró sobre sus talones con una vehemencia que, hasta el momento, parecía coto privado de envenenadores y conspiradores.

—¿Y a usted qué más le da, viejo intrigante? Nunca quiso que Tanalasta fuera reina, no desde que empezó a sentarse en el regazo de Alaphondar en lugar de en el suyo.

Vangerdahast hizo un esfuerzo para sobreponerse a la furia de la reina, y en ese preciso momento observó el primer atisbo de debilidad en su carácter, cuarenta años después de haberse conocido. No era la princesa quien tenía sus reservas para ceñir la corona, sino Filfaeril. La reina no podía soportar que su hija se sacrificara y sufriera al convertirse en una persona diferente, mucho más fuerte, de lo que le exigía su propia naturaleza.

Si el anciano mago hubiera conocido aquellos sentimientos hacía un año, antes de partir de viaje con Tanalasta, quizás hubiese podido cumplir sus deseos. Filfaeril era para él lo más parecido a una hermana, una esposa o una amante, y no la habría herido ni por todos los tesoros del Millar de Mundos. Pero ya era demasiado tarde. Dibujó en su rostro una enigmática sonrisa, y se enfrentó a la mirada furiosa con una fiera determinación que en realidad no sentía.

—Lo que vos decís no se ajusta a la verdad, así de simple, mi señora. Si me he mostrado duro con la princesa, ha sido únicamente porque vos y el rey os habéis mostrado demasiado blandos con ella.

—¿Qué insinúa usted, mago? —preguntó la reina, echando chispas por los ojos.

—Qué habéis echado a perder a vuestra hija, majestad. Un pecado el vuestro comprensible, excepto, claro está, por el hecho de que se trata de la princesa de la corona, heredera de Cormyr.

—¡Cómo se atreve!

Filfaeril estiró la mano con tanta rapidez que hubiera hecho trastabillar a Vangerdahast si Azoun no la hubiera cogido de la muñeca.

—Aún no, querida, aún no. —La mirada de Azoun también hablaba de su enojo, tanto como la de su esposa—. Antes quiero que se explique.

Vangerdahast soltó un suspiro de alivio para sus adentros y se volvió hacia el rey, ante quien inclinó levemente la cabeza. Al menos Azoun no lo golpearía, a menos que fuera para matarlo.

—En realidad es muy sencillo, majestades —dijo—. Entre la infancia y la entrada en la vida de un adulto existe un período en que uno debe rebelarse. Vos y la reina habéis sido unos padres perfectos, pero algo blandos, y vuestras hijas no han tenido contra quien rebelarse. Yo he cargado con el privilegio de representar ese papel para Tanalasta.

—¿De modo que todo este tiempo la ha provocado deliberadamente? —inquirió Filfaeril.

—Más o menos —respondió Vangerdahast, que parecía orgulloso de sí mismo—. Yo diría que no lo he hecho tan mal, ¿qué os parece?

La rapidez de reflejos de Azoun volvió a impedir que la reina pudiera golpear al anciano mago. Vangerdahast se sintió roto por dentro al comprender que la furia que leía en los ojos de la reina tardaría mucho en desaparecer. Sin embargo, hay ocasiones en que es necesario pagar un alto precio por decir las cosas tal y como son.

—Quiero que deje de hacerlo —dijo Azoun—. Por lo visto, no sirve de nada.

—Temo que ya no es posible. —Vangerdahast no disfrutó diciéndoselo al monarca—. Ahora que ya se ha dado rienda suelta a la furia de Tanalasta, ésta no desaparecerá sin más, sobre todo teniendo en cuenta que ella misma la ha alimentado durante los últimos veinte años. Tendrá que seguir su rumbo, y sin duda es preferible que esté enojada conmigo que con vuestras majestades. De ese modo, evitamos la posibilidad de una traición.

—¿Ha perdido la cabeza? —preguntó Filfaeril—. ¿Traición? ¿Por parte de Tanalasta?

—Tal cosa no sucederá —aseguró Vangerdahast—. Tal y como ya he dicho, la situación está bajo control. Tanalasta se convertirá en una reina espléndida.

—¡Y un cuerno! —repuso Azoun indignado—. Supongo que lo siguiente que me va usted a pedir, es que le permita construir ese templo real de Chauntea.

—Por supuesto que no. Lo del templo no me lo esperaba. —Vangerdahast hacía un esfuerzo por no perder la paciencia—. Pero tendré que encargarme personalmente de ello. Si empezáis a desautorizarla ante la que será su propia corte…

—¡Yo soy el rey! —rugió Azoun—. ¡Haré lo que sea mejor para Cormyr, y si es necesario negar a la princesa de la corona la construcción del dichoso templo con el que jugar, lo haré!

—¿Con el que jugar? —Vangerdahast levantó la mirada al techo—. De eso, precisamente, os estoy hablando: no es una niña, majestad. Es una princesa de treinta y seis años que necesita un marido que sea adecuado, y cuanto antes mejor.

—No me gusta nada todo esto, Azoun. —Filfaeril empezó a caminar por la estancia, en dirección a la puerta que conducía a las habitaciones que les habían asignado—. ¿Qué sabrá el mago sobre la educación de mis hijos? Yo conozco a mi hija. Ella no quiere ser reina, y yo opino que no debemos forzarla. Además, Alusair es un año menor que ella.

—¿Alusair? —exclamó Vangerdahast, perdiendo el control—. ¿Y quién hará de ella una reina? Ella sí que no quiere saber nada de la corona, y personalmente no sabría por dónde empezar para solucionar sus problemas.

—Mucho me temo que Vangerdahast tiene razón en cuanto a eso —dijo Azoun dirigiéndose a su esposa, que ya se marchaba—. Si no queremos que Tanalasta sea reina, a duras penas podremos conseguir que Alusair la sustituya.

—Entonces quizá sea preferible que adoptes a otro heredero, esposo mío, alguien a quien Vangerdahast pueda amoldar para que sea en el futuro un buen monarca —dijo Filfaeril, con una frialdad equiparable al hielo de su mirada—. Pero mucho me temo que necesitarás de una reina más joven que yo. Una que sea una década más joven que cualquiera de tus hijas, de hecho, para que puedas asegurar el tiro.

Filfaeril cerró la puerta al salir.

Azoun suspiró y se hundió en la silla donde ella se había sentado; después arrojó la corona al suelo y empezó a frotarse las sienes.

—Vangerdahast, por favor, dígame si tiene la menor idea de lo que está usted haciendo.

—Por supuesto, sire. Recordaréis cómo os ayudé a conduciros a través de…

El mago fue interrumpido por alguien que llamaba a la puerta con apremio, y sin esperar respuesta, Alaphondar asomó la cabeza por la puerta. Su larga melena blanca parecía más enmarañada de lo habitual, y a juzgar por la expresión de su rostro, cualquiera hubiera dicho que estaba rendido.

—Ruego excuséis esta interrupción, sire, pero una multitud de clérigos de alto rango se ha presentado en el patio de los Marliir.

—Sin duda han venido para ofrecerse a establecer templos reales por cuenta propia —aventuró Azoun.

El sabio supremo de la corte se miró la punta de los pies.

—Yo más bien diría que han venido para algo más que ofrecerse a ello.

—He aquí el comienzo. —El rey exhaló profundamente, antes de agacharse a recoger la corona del suelo—. ¿Alguna otra cosa?

—Así es, sire. Merula el Portentoso solicita vuestro permiso para celebrar una entrevista con Vangerdahast, sobre los problemas que se derivarán de la subversión de los magos guerreros en favor de…

—Dígale a Merula que más tarde hablaré con él —interrumpió Vangerdahast—, y asegúrele que la posición de los magos guerreros no corre ningún peligro.

Azoun miró a Vangerdahast por el rabillo del ojo.

—¿Estamos muy seguros de nosotros mismos, no es así?

—Bastante seguros —replicó el mago, dando a entender una mayor convicción de la que sentía realmente.

El sabio supremo no se había retirado.

—¿Algo más? —preguntó Azoun.

—Me temo que sí, majestad. El duque Marliir exige que lo recibáis en audiencia —dijo Alaphondar—. Está molesto porque le pidierais ser el anfitrión de una fiesta en la que Tanalasta anunciaría que no pensaba casarse con su hijo.

—Por supuesto. Acompáñelo usted aquí. —Azoun dio un hondo suspiro, jugueteando con la corona entre las manos—. Señor mago —dijo observando a Vangerdahast—, para cuando termine el día, estoy convencido de que tendrá usted un plan para resolver el brillante lío que ha orquestado.

—Por supuesto, sire. —Vangerdahast cogió la corona, y la puso tan inclinada sobre la cabeza de Azoun que cualquiera hubiera dicho que el monarca había celebrado su cumpleaños por todo lo alto—. Será como habéis ordenado.

Los establos olían a paja, cuero y a escarcha del amanecer, y también al resultado del trabajo duro y honesto que algunos se habían guardado de mantener oculto a los ojos de Tanalasta durante buena parte de su vida. Cuando regresara a Suzail, echaría en falta el olor que deriva del esfuerzo, aunque sabría dónde podría encontrarlo cuando el aroma del ramillete de perfumes y prevaricaciones de palacio se volviera demasiado embriagador. Tanalasta deslizó las riendas por el cuello de la mula, ajustó las cinchas y tendió las riendas al maestre de agricultura Foley, que seguía sentado en el pescante del carro. Los demás monjes permanecían arrodillados en el vehículo, con sus herramientas y equipo, ansiosos por enfrentarse a una jornada de trabajo.

El rumor de unos pasos procedentes del exterior reverberó en el interior del establo. Tanalasta se volvió y vio acercarse a sus padres bajo la luz tenue del amanecer. Los seguían Vangerdahast y la habitual cohorte de guardias. Aunque el sol apenas tardaría una hora en brillar en lo alto, parecían soñolientos a juzgar por las bolsas que lucían bajo los ojos, y también porque no se habían peinado con el celo habitual.

—El rey y la reina —dijo Owden—, y no parecen muy contentos.

—Yo no aventuraría tanto sólo por su aspecto —repuso Tanalasta—. No es costumbre en palacio levantarse antes del amanecer. —No hacía mucho que Tanalasta hubiera considerado el hecho de levantarse tan temprano como una interrupción innecesaria del sueño—. Seguro que Vangerdahast ha pasado toda la noche intentando convencer a mis padres de que deben oponerse a la creación del templo real.

El rostro de Owden adoptó una expresión afligida, pero Tanalasta le sonrió para que se relajara, antes de acercarse a la salida del establo y saludar a sus padres.

—Majestades, no esperaba veros levantados tan temprano.

—¿No? ¿Entonces pensabas escabullirte amparada en la oscuridad?

El rey lo preguntó con ironía, pero a nadie se le escapó el reproche en el tono de su voz. Tanalasta pudo advertir que existía cierto distanciamiento entre sus padres y el mago de la corte. Aunque por regla general los tres eran inseparables, Azoun y Vangey apenas se miraban, mientras que su madre permanecía ligeramente apartada de ambos. Tanalasta se inclinó ante su padre, respondiendo a la irritación del tono de su voz.

—Es costumbre de las gentes de Chauntea levantarse temprano —a medida que así hablaba, los guardias reales formaron un pequeño círculo alrededor del grupo, para evitar que ninguno de los muchachos que servían en el establo pudieran oír la conversación—. Hemos recibido inquietantes noticias de Tyrluk. La plaga afecta a diez granjas situadas alrededor del pueblo, y la cosecha estaba a punto de perderse cuando partió el mensajero.

Owden Foley pasó de largo junto a un guardia para ponerse junto a Tanalasta.

—A este paso, majestad, todos los campos entre Carretera Alta y Cuerno Alto quedarán completamente arruinados en diez días.

—Por ese motivo es por lo que mantenemos existencias de emergencia en los graneros del rey. —Azoun ignoró al maestre de agricultura y siguió observando a Tanalasta—. No hemos visto a la princesa en todo un año. Preferiría que no huyera de esta…

—¿En diez días, decís? —interrumpió Vangerdahast, dirigiéndose a Owden—. Muy rápido, ¿no le parece?

—Esta plaga es la más rápida que he visto —asintió Owden, hosco—. Si no actuamos rápidamente, toda Cormyr perderá la cosecha del año.

—¿De veras? —Vangerdahast se acarició su larga barba, y se volvió a la real pareja—. Majestades, quizá tengamos ante nosotros un problema que exige toda nuestra atención.

Azoun frunció el ceño, confundido.

—Ayer mismo, usted me dijo que Merula el Portentoso…

—Temo que Tanalasta esté en lo cierto respecto a él —replicó Vangerdahast, volviendo a interrumpirlo—. A menos que queráis destripar un dragón, o a una compañía de orcos durmiendo a la bartola, Merula el Portentoso es un zarandeador de varitas.

El rey y la reina intercambiaron una mirada de incredulidad.

—¿Disculpe? —dijo la reina.

—Merula no distinguiría una plaga de una erupción cutánea —respondió Vangerdahast—. Me aseguró que la plaga no se extendería más allá de las montañas, y al día siguiente ya la tenemos en Tyrluk. Tratándose de plantas, lo mejor que podemos hacer es confiar plenamente en el maestre de agricultura.

Tanalasta se preguntó qué estaría tramando Vangerdahast, y frunció el ceño cuando el anciano charlatán se dirigió de nuevo a Owden.

—Maestre de agricultura Foley, ¿cuál puede ser el origen de esta plaga?

—Primero apareció en las montañas, y tiene sus raíces bajo la superficie. —Owden se acarició la barbilla con expresión pensativa, antes de añadir—: Podría tratarse de un hongo de las cuevas propagado por los orcos. Esas asquerosas criaturas pasan buena parte de su tiempo gateando por las cavernas, y una banda errante podría suponer la explicación de por qué la enfermedad parece reproducirse en lugares distantes entre sí.

—Excelente observación, Owden… si me permite ser tan informal —dijo Vangerdahast.

—Por supuesto, señor mago supremo —respondió Owden.

—Llámeme Vangerdahast, por favor, o Vangey si así lo prefiere. No es necesario guardar las formalidades cuando hablamos en privado. —El anciano mago miró de reojo a Tanalasta, y aprovechó la oportunidad que se le brindaba para añadir—: Como ya sabrá, a menudo se me conoce por «el muy condenado y viejo Agitavaritas».

—¿En serio? Primera noticia —dijo Owden, mintiendo de maravilla. Tanalasta había pasado los primeros diez días de estancia en Huthduth quejándose del mago y poco más, y lo consideraba un tributo a la paciencia del maestre de agricultura el hecho de que no le pidieran que se fuera—. La princesa siempre habla de usted con tal respeto que cualquiera pensaría que es su padre.

—Qué amable por su parte exponerlo de esa forma.

Tanalasta sospechaba del tono educado de Vangerdahast, y estudió a sus padres para ver si descubría por qué el mago se había empeñado en granjearse la amistad de Owden. Incluso bajo la aurora rosácea que a esas alturas iluminaba la entrada a los establos, sus expresiones traslucían la misma confusión que ella sentía.

—Majestad —dijo Vangerdahast, volviéndose hacia el rey—, quizá debamos enviar un mensajero a Cuerno Alto para que tripliquen las patrullas de búsqueda de orcos, y se ocupen de alejar a esas bestias de Cormyr. Si me permitís tomar prestados algunos exploradores de los Dragones Púrpura, también instaré a los magos guerreros para que despachen algunos equipos y sellen cualquier caverna en la que puedan haberse refugiado los orcos.

—Lo cual le permitirá afirmar que han sido los magos guerreros quienes han impedido que se extendiera la plaga —repuso Tanalasta—. Ya veo por dónde va, viejo ladrón.

Vangerdahast se volvió hacia ella con una expresión de inocencia dibujada en el rostro.

—Intento impedir que se extienda la plaga —dijo—. Creí que era eso lo que vos queríais.

—Por supuesto —aseguró Tanalasta—, pero si de veras cree que podrá utilizar el conocimiento de Owden para restar méritos al templo real…

—Vangerdahast no está robando méritos a nadie —dijo Azoun—. No habrá ningún templo real.

—¿Qué? —Tanalasta giró sobre sus talones para enfrentarse a su padre, y lo hizo tan rápido que algunos guardias se pusieron nerviosos—. ¿Habéis permitido que Vangerdahast os convenciera de ello, sin escucharme antes? Eso no es justo.

—De hecho, Vangerdahast no ha dicho una sola palabra en contra de tu templo real —dijo el rey—. Tu madre y yo apenas nos habíamos retirado del baile cuando algunos clérigos de alto rango empezaron a reunirse en el patio de armas de los Marliir, insistiendo en que el palacio debía establecer templos reales para cada uno de sus dioses y diosas.

—Y ¿por qué no? —preguntó Tanalasta sin elevar el tono de su voz. Owden permanecía a su lado, inalterable. Habían decidido de antemano que la mejor estrategia era que Owden mantuviera un aire de paciente confianza en sí mismo—. Siempre y cuando cada iglesia pague el coste de su construcción, no veo qué mal puede causarse a los demás dioses.

Filfaeril observó a Tanalasta como si su hija estuviera loca.

—¿Favorecer al Príncipe de las Mentiras? ¿O a la Doncella del Dolor? —La reina sacudió la cabeza como si fuera incapaz de dar crédito a sus oídos—. Quizá tú misma deberías erigirte en primera acólita real de Loviatar, porque no sabes el disgusto que estás dando a tus padres.

Tanalasta guardó silencio, no porque no hubiera preparado una respuesta ante semejante argumento, sino porque le había sorprendido oírlo en boca de la reina, en lugar de la de Vangerdahast. Antes, su madre siempre la apoyaba contra el mago, y el hecho de ver cómo intercambiaban los papeles la había cogido desprevenida. Sonrió a uno de los muchachos que trabajaban en los establos, que en ese momento pasaba cerca con dos cubos llenos de leche de cabra, e inmediatamente clavó sus ojos en su madre.

—El término «real» implica el apoyo de un miembro de la casa Obarskyr, ¿o no? —Tanalasta reprimió el tono de su voz porque no podía hablar a la reina de ese modo—. Tengo la suficiente fe en la familia como para creer que ni siquiera el nuevo Serafín de las Mentiras de Cyric podría haber dispuesto algo parecido.

—Y yo comparto esa fe —dijo Azoun. Al contrario que Filfaeril, el rey hablaba con voz firme y paciente—. Pero hay otras consideraciones a las que debemos dar preferencia. Primero, ya sabes cómo se apuntan los nobles a cualquier cosa que hacemos.

—Pues hay caprichos mucho peores, digo yo.

—Quizá, pero debemos también pensar en los magos guerreros. Considerarán un grave insulto a su habilidad y lealtad el que la corona autorice, de pronto, el establecimiento de una nueva orden de magos.

—No debería ser necesario recordar a la princesa de la corona el importante papel que los magos guerreros desempeñan en el bienestar del reino —añadió la reina. El amanecer se había tornado amarillo, y bajo la luz dorada Filfaeril parecía más un serafín celestial enfadado que la madre de Tanalasta—. Ni de los peligros que derivarían de minar su posición, creando un ambiente de discordia. Esta misma mañana, he oído a varios magos tachar a tus monjes de «pedigüeños mágicos» e «hijos de mamá».

—No lo hacen con mala intención, por supuesto —se disculpó Vangerdahast—. En cuanto se presente la oportunidad, hablaré con ellos sobre el uso de semejantes epítetos.

—No es necesario —dijo el maestre de agricultura, que no pudo disimular la indignación del tono de su voz—: Comprendo sus celos… bueno, su resentimiento.

Vangerdahast se limitó a sonreír ante lo que todos sabían que era un desliz intencionado, y Tanalasta empezó a temer que su madre pudiera tener razón. Si Owden no podía manejar a Vangerdahast cuando se mostraba tan simpático, temblaba sólo de pensar en la terrible enemistad que se desataría entre ambos cuando el anciano mago diera rienda suelta a su indignación.

—Si la corona debe temer las consecuencias que derivarían del malestar de los magos guerreros —dijo Tanalasta a la reina—, entonces es probable que no sean un factor tan importante para el bienestar del reino. —Sonrió en dirección a Vangerdahast—. Estoy convencida de que podemos confiar plenamente en la destreza del mago supremo para mantenerlos controlados. De veras, sería una lástima que la política nos impidiera hacer lo que es mejor para el reino. El propio Vangerdahast ha señalado que tan sólo los clérigos de Chauntea pueden tratar una crisis como ésta.

Incluso estando como estaba, de buen humor, aquello fue demasiado para Vangerdahast.

—Eso no es exactamente lo que he dicho, jovencita. Una plaga sin importancia como ésta no supone una crisis para un reino como Cormyr.

—Y tampoco nos interesa que lo parezca —precisó Azoun—. Crear una nueva organización para responder a ella no hará sino fomentar esa impresión. Provocará un pánico generalizado que desembocará en robos, saqueos y otras tropelías. Lo siento, Tanalasta. Tendrás que anunciar que Chauntea ha pedido a Owden y a sus clérigos que regresen a Huthduth.

—Pero el caso es que no ha sido así —replicó Tanalasta—. La diosa nunca haría tal petición.

—No tiene nada que ver con Owden o Chauntea, ni siquiera con tu decisión de venerar a la Madre —dijo Filfaeril—. El caso es que éste no es el mejor momento para establecer un templo real. No debiste anunciarlo sin consultarlo con nosotros, y estoy segura de que ya lo sabías. El hecho de que intentaras obligarnos a ello es… tan imperdonable como que Vangey te incomodara de esa forma en su empeño por que contraigas matrimonio antes de que sea demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde? —Aquella pregunta le había salido del alma, porque su madre había tocado una fibra sensible. Se volvió a Vangerdahast, y le dijo—: Eso es lo que se ha propuesto, volver a mis propios padres contra mí para conseguir su objetivo.

Vangerdahast enarcó sus pobladas cejas, y el dolor se dibujó en el brillo oscuro de su mirada.

—Lo siento, mi señora, pero no tengo la menor idea de a qué os referís.

—Un matrimonio a cambio de un templo real. ¿Es ése el trato? —Tanalasta miró a sus padres—. Si lo único que se me permite dar al reino es un hijo, entonces al menos hagamos las cosas bien. Confiad en mí, porque os aseguro que sería preferible dejar mi campo en barbecho, a que siembre un hombre al que no ame.

Azoun palideció y miró a su alrededor en el patio del establo, para después hacer algunos gestos con la cabeza y ordenar a los guardias que lo despejaran. La reacción de Filfaeril fue muy diferente. Aunque tenía los ojos empañados en lágrimas, dedicó a Tanalasta la misma mirada dura, capaz de silenciar a las duquesas de lengua viperina y a los mariscales bregados en cien mil batallas.

—La decisión de tu padre no se debe a ninguna sugerencia de Vangerdahast. —Le tembló la voz, pero dio un paso al frente para acercarse a su hija y añadir en un tono aún más duro—: Al rey le preocupa Cormyr. Ha llegado el momento de que dejes de ser tan egoísta y hagas lo propio.

—Majestad —suplicó Vangerdahast con los ojos muy abiertos—, no deberíais.

En la mano del mago apareció una bolita de algodón, pero Filfaeril lo cogió por la muñeca antes de que pudiera recitar el encantamiento.

—¡Vangerdahast! —exclamó Filfaeril en tono amenazador—. Si lanza ese hechizo de silencio, ni siquiera Azoun tendrá suficiente poder para que mantenga usted la cabeza sobre los hombros.

La bolita de algodón desapareció en la manga del mago.

—Quizá, pero ya ha tenido veinte años para encontrar un marido que le gustara. Ahora tendrá que apañarse con Dauneth Marliir —dijo mirando a Tanalasta.

Owden Foley se puso junto a la princesa.

—Majestad, si me permitís intervenir, creo que hay algo que deberíais saber.

—¡No, Owden! —Tanalasta cogió por el hombro al maestre de agricultura y lo empujó hacia un guardia—. Llévese de aquí a este hombre.

—Nada de eso —dijo el rey, que hizo un gesto a Owden para que se acercara—. ¿Hay algo que deberíamos saber acerca del estado de Tanalasta?

—¿«Estado», padre? —preguntó ésta—. Si hubiera algo que vos deberíais saber, creo que…

—Estoy hablando con Owden —replicó Azoun.

Tanalasta observó furiosa al clérigo.

—Ya ha oído usted cuáles son los deseos del rey.

Owden tragó saliva y después volvió a mirar a Azoun.

—Sire, creo que deberíais saber que vuestra hija no piensa en otra cosa que no sea Cormyr. De hecho, cuando la invitación de lady Marliir llegó a Huthduth, me dijo que volvía a Cormyr para desposarse con un hombre al que no amaba.

—Entonces, ¿por qué no lo ha hecho? —inquirió Filfaeril.

—Temo que sea culpa mía. —Owden se miraba las puntas de los pies—. Le aconsejé que sería mejor reina para Cormyr si esperaba hasta encontrar un hombre al que amara.

Tanalasta tuvo que hacer un gran esfuerzo para ocultar su sorpresa, porque, hasta entonces no se había dado cuenta de la fértil imaginación del maestre de agricultura. La verdad era que Owden le había deseado lo mejor y le había dicho que, a juzgar por lo que se sabía del mozo, Dauneth Marliir era un hombre estupendo. Fue entonces cuando ella salió a dar su último paseo y tuvo la visión, por lo que Owden Foley no tuvo que convencerla de nada.

Filfaeril abrió unos ojos como platos al oír las palabras del maestre de agricultura.

—En estas presentes circunstancias, su consejo podría ser considerado un delito de alta traición.

—O simplemente un buen consejo. —Azoun miró ceñudo en dirección tanto de Filfaeril como de Vangerdahast—. Eso debe decidirlo Tanalasta, y sólo ella. Lo que ella no puede decidir es el destino del templo real. Anunciará que desde Huthduth se ha llamado a los clérigos de Chauntea para que regresen.

Vangerdahast sacudió la cabeza con fuerza.

—Pero, majestad…

—Y confiaremos en nuestros magos guerreros para que resuelvan el problema de la plaga —interrumpió Azoun levantando una mano—. Aunque se tomen su tiempo para solucionar el problema, las gentes de Cormyr se sentirán reconfortadas con su presencia.

Tanalasta empezó a perder el rumbo. Las duras palabras de Filfaeril la habían herido tan profundamente que estaba desorientada y no podía concentrarse, por lo que no pudo evitar pensar que había hecho algo terrible para que la reina estuviera tan molesta con ella. Lo cierto es que el apoyo inesperado de Vangerdahast no pudo compensar el enfado de su madre. Además, había visto aquella sonrisa de cobra hechizar a sus oponentes en demasiadas ocasiones, como para ahora caer en sus redes.

Azoun asintió en dirección a Owden.

—Le agradecemos el que haya recorrido usted tan largo camino, maestre de agricultura, pero deberá usted acompañar a sus clérigos de vuelta a Huthduth. Tanalasta se encargará de dar las explicaciones pertinentes.

La expresión de Owden reflejaba su profunda decepción, pero hizo una profunda inclinación para mostrar su obediencia, después se volvió y cogió las manos de Tanalasta para despedirse. Mientras el maestre de agricultura se despedía de ella, apenas pudo oír sus palabras porque de pronto sintió el peso de la mirada de su madre, y al volverse hacia ella vio sus pálidos ojos observándola fijamente. La gélida expresión de la reina hizo que retrocediera un paso de forma involuntaria, momento en que la furia de Tanalasta si cabe redoblada, volvió a hacerse con las riendas. No importaba lo que su madre pudiera creer: la princesa estaba haciendo lo mejor para Cormyr, y permitir que nadie le dijera lo contrario supondría un desastre para el reino.

Cuando Owden se dirigió al establo, Tanalasta lo cogió del brazo.

—Maestre de agricultura Foley, el rey comete un error. No voy a dar ninguna explicación para justificar su marcha.

Al oír aquello, el rostro de Azoun adoptó una expresión amenazadora.

—¿Me desafías?

Tanalasta miró a su madre y observó que el labio inferior de la reina empezaba a temblar.

—Debo mostrarme fiel a mis convicciones, sire —repuso.

Owden palideció mientras el rey se sonrojaba como la grana.

—Princesa Tanalasta, no hay ninguna necesidad de discutir por…

—El caso es que sí que hay una razón, maestre de agricultura —replicó Tanalasta—. Cormyr le necesita a usted y a sus clérigos… Tanto ahora como en el futuro.

—Yo soy el rey —dijo Azoun en el tono neutro que empleaba cuando estaba a punto de perder el control—. Mis convicciones determinan las necesidades de Cormyr.

—Y ¿qué sucederá cuando os vayáis, padre? ¿Debo pedir a Vangerdahast que os levante de la tumba para saber cuáles son las necesidades del reino? —Tanalasta sacudió la cabeza—. Debo hacer lo que creo más correcto… y debo hacerlo ahora, porque estoy convencida de que en el futuro no tendré otra oportunidad.

Vangerdahast dio un hondo suspiro y masculló algunas palabras ininteligibles, mientras Filfaeril se llevaba la mano a la boca. La furia desapareció de su mirada, pero volvió un instante después cuando miró a Vangerdahast. Azoun se limitó a mirar fijamente a Tanalasta con una expresión cada vez más dura, mientras hacía lo imposible por no perder el control.

—Quizá pueda libraros de semejante peso, princesa —dijo finalmente el rey—. Os recuerdo que tengo dos hijas.

Tanalasta hizo un esfuerzo por no trastabillar.

—Lo sé.

—Bien —celebró el rey—. Vangerdahast ha sido incapaz de ponerse en contacto con Alusair. Acompañarás a tus clérigos hacia las Tierras de Piedra para buscarla y le dirás que debo hablar con ella urgentemente. Debe regresar a Arabel lo antes posible y llevar una vida acorde con la que corresponde a la heredera de la corona.

Tras pronunciar estas palabras, Azoun giró sobre sus talones y se dirigió hacia la mansión, dejando a Vangerdahast y Filfaeril inmóviles y boquiabiertos. Las lágrimas empañaron la mirada de la reina, que hizo ademán de extender sus brazos hacia Tanalasta, cuando de pronto se echó las manos a la espalda y se volvió hacia el mago supremo de la corte.

—Maldito sea —dijo en un tono de voz tan sereno, que aún pareció más terrible—. ¡Maldito sea, mentiroso hijo de Cyric!

Vangerdahast se encogió de hombros, y de pronto pareció tan viejo como la propia tierra de Cormyr.

—Os dije que ya era demasiado tarde —susurró. Las arrugas de sus ojos cansados enrojecieron y se humedecieron, mientras observaba sus nudosos brazos como si se concentrara con todas sus fuerzas para evitar coger a la reina de las manos—. Yo la acompañaré. No me apartaré de ella ni un solo momento.

—¿De veras cree usted que eso me tranquilizará? —La reina miró de nuevo a Tanalasta, se volvió y siguió a Azoun.

Tanalasta permaneció inmóvil, intentando comprender lo que había pasado, cuando sintió que Owden la cogía del brazo. Hizo un gesto para librarse de la mano, pues para su sorpresa no necesitaba de su apoyo.

Nunca en su vida se había sentido tan fuerte.