13

El enjambre pendía del cielo del norte como un rebaño oscilante de oscuras motas, prácticamente invisible al recortarse contra el imponente muro formado por las dunas de Anauroch, que se erigían en espiral hacia el vestigio caótico de una solitaria torre de vigilancia.

El rastro de Alusair llevaba directamente a las ruinas.

Tanalasta no tuvo valor para expresar sus dudas; pero no era necesario. Después de cuatro días de esquivar gnolls y ghazneth en las polvorientas llanuras que separaban las Tierras de Piedra de las Marcas del Trasgo, Rowen y ella habían desarrollado un instinto natural para saber qué pensaba el otro. El explorador cogió las alforjas que cargaba al hombro, abrió las correas y tendió a la princesa la capa y los brazaletes.

—Yo no me preocuparía —dijo Rowen—. En cuanto Alusair considere que corre un peligro superior a sus fuerzas, se pondrá en contacto con Vangerdahast mediante el anillo de sello.

—¿Y cuántas veces le has visto hacerlo? —Era una pregunta retórica, Tanalasta no esperaba respuesta—. Además, ¿de qué iba a servir Vangerdahast? Con tantas ghazneth, su magia sería inútil.

—Sigo pensando que hay motivos para albergar esperanzas. —Rowen observó las lejanas motas durante unos segundos—. Si todo se hubiera resuelto, ¿qué hacen esas manchas en el cielo?

Abrochó las correas de nuevo y empuñó la improvisada pica que Tanalasta había preparado, atando la daga de hierro al extremo de una rama de olmo bastante sólida. Aunque el arma era más incómoda de llevar que una simple daga, permitiría a Rowen atacar con mayor convicción, pues podría mantener las distancias con el enemigo. La princesa se puso la capa sobre los hombros, y siguió al explorador caminando en cuclillas al amparo de la maleza polvorienta, que le llegaba a la altura de la cintura. Tendrían que cubrir un buen trecho de ese modo, pues la llanura era tan llana como un lago, y había pocos lugares donde poder esconderse.

Se movieron a trompicones, corriendo de mata en mata, agachados o a cuatro patas cuando debían atravesar terreno al descubierto. Tuvieron mucho cuidado de mantenerse ojo avizor al lejano enjambre de ghazneth, sin descuidar por ello la maleza, porque en la llanura habitaba una increíble selección de serpientes, arácnidos y escorpiones, que gustaban de esconderse en la relativa seguridad que proporcionaban los arbustos espinosos. En varias ocasiones, Tanalasta se vio obligada a retroceder de las generosas mandíbulas de un ciempiés o del aguijón enhiesto de un escorpión al que habían importunado; en una ocasión, el extremo de la pica de Rowen recibió las caricias de los colmillos de una serpiente.

A medida que se acercaban a la torre, empezaron a observar algunas motas individuales que sobrevolaban las ruinas, o que alzaban el vuelo desde detrás del muro para unirse al enjambre principal. A Tanalasta se le revolvió el estómago de miedo, y maldijo por tener que acercarse tan lentamente. Quizás Alusair y ella no estuvieran muy unidas, pero eran hermanas, y no podía dejar de pensar en un enjambre de ghazneth peleándose por el cuerpo sin vida de Alusair.

Rowen pareció advertir la inquietud creciente de Tanalasta. Corrió más deprisa y a trechos más largos, descuidando la necesidad de ocultarse a medida que se acercaban. La princesa agradeció la preocupación del explorador, pero también sabía que no serviría de nada si todas las ghazneth los veían acercarse. Ya alcanzaba a distinguir la silueta inconfundible de sus alas extendidas, y no tardarían mucho en aproximarse lo suficiente como para que las criaturas pudieran verlos entre la maleza. Tanalasta estaba a punto de advertirle del peligro, cuando el explorador se detuvo de pronto.

—Rowen, ¿qué estás haciendo? —Pensando que quizá lo había mordido una serpiente o, incluso peor, un ciempiés tigre, se acercó a su lado y lo cogió del brazo—. ¿Qué sucede?

—No son ghazneth —respondió sin moverse.

Tanalasta observó el enjambre en la distancia, pero estaba demasiado lejos para que pudiera identificar de qué clase de criatura se trataba. Intentó de nuevo que se agachara.

—No puedes verlo bien.

—¿No? —Señaló hacia uno de los extremos de la espiral—. Fijaos en el extremo de sus alas cuando viren.

Tanalasta obedeció, y al fijarse observó un penacho blanco y apenas perceptible, como unos dedos diminutos, silueteados contra las dunas de arena.

—¿Plumas?

—Eso parece —replicó Rowen.

—Son buitres —dijo la princesa con el corazón en un puño.

—No sabemos qué significa eso —dijo apretando su brazo—. Quizá muriera uno de los caballos de Alusair.

—Demasiados buitres para un solo caballo —respondió Tanalasta.

La princesa se acercó prácticamente corriendo, mientras hacía un esfuerzo por contener su imaginación. Tanalasta no dejaba de recordarse a sí misma que Alusair había superado a una docena de criaturas tan terribles como cualquier ghazneth, que era una líder experimentada al mando de una compañía de guerreros, un par de clérigos y un puñado de magia a su disposición. Pero estas consideraciones caían en saco roto al ver la impresionante bandada de buitres que sobrevolaban la torre. Había carroña para un regimiento, y la fuente más obvia de carroña sólo podía obedecer a una compañía de caballeros cormytas.

Al acercarse, Tanalasta vio que la construcción era una de esas torres extrañas y desproporcionadas descritas en el libro de Artur Shurtmin, La Edad Dorada de los Trasgos. Levantada en bloques de piedra arenisca y oscura argamasa, el capitel tenía una protuberancia impresionante cerca de la parte superior, que se inclinaba notablemente en esa dirección, como si un gran peso tirase de ella. Estrafalarias hileras de ventanucos rodeaban la estructura principal de la torre; su presencia sugería la existencia de, al menos, ocho pisos interiores, para una altura de tan sólo trece metros.

Los muros exteriores estaban surcados de manchas rojas y anaranjadas. Rezaba la leyenda que aquellos surcos obedecían a la sangre de los cautivos que los constructores habían mezclado con la argamasa, pero Artur (cuya pasión por el tema era quizá demasiado grande para dar una opinión imparcial al respecto) sostenía que los surcos eran prueba de que los trasgos a menudo empleaban tiras verticales para facilitar la impresión de que una construcción baja era más alta de lo que parecía. Aunque Tanalasta tenía sus dudas sobre ambas teorías, la verdad del caso jamás se conocería. El Reino Trasgo desapareció mucho antes de que empezara la historia, y de él no se sabía más de lo que las ruinas esparcidas por las tierras salvajes, entre Anauroch y los Picos de las Tormentas, podían revelar.

Tanalasta intentó armarse de coraje ante la presencia de la torre de los trasgos. Por regla general, estas ruinas solían servir simplemente de entrada a un complejo de túneles, que en la actualidad estaban ocupados por toda suerte de siniestras criaturas. Quizá los buitres celebraban un festín gracias a una tribu de kobolds o trasgos bárbaros que habían sido lo bastante estúpidos como para atacar a la compañía de Alusair cuando pasó cerca.

Tanalasta y Rowen se encontraban a un centenar de pasos de la torre, cuando empezaron a oler la muerte en el aire: el fétido hedor a carne podrida, el acre olorcillo de carne quemada, el olor rancio de la tierra revuelta. Al recordar lo que Artur aseguraba en su obra sobre que los trasgos de la edad dorada siempre orientaban sus puertas hacia el sol poniente, Tanalasta se dirigió seguida por Rowen hacia la puerta oeste de la torre. Observaron las copas de algunos castaños que asomaban por encima del muro, dispuestos a mostrar sus hojas amarillentas en forma de estrella. El hedor se hizo más intenso, y también más constante. Al acercarse más, la princesa oyó el aleteo y el gorgoteo de los buitres, así como un sonido que no pudo identificar, un sonido desapacible y errático, interrumpido de vez en cuando por un martilleo ahogado y algunos chasquidos.

Tanalasta se detuvo junto a la puerta y asomó la cabeza por la esquina. Se había equivocado en cuanto al número de castaños. Había uno solo, tenía un tronco nudoso y plateado, tan grueso como la cintura de un gigante y una corona de ramaje amarillento que envolvía toda la torre. Bajo la sombra que proporcionaban las ramas del árbol, había dos docenas de caballos medio muertos de hambre, atados a una cuerda, tan famélicos y agotados que apenas podían moverse para espantar a los buitres. Algunas bestias yacían inmóviles bajo una nube de moscardones y plumas negras, mientras que una maraña de armadura y hueso quemado yacía apilada al pie de la torre, junto al ventanuco del tercer piso. Cerca, una docena de pajarracos hacían de las suyas con los huesos de un caballero cormyta. Al lado del cadáver vieron una espada primitiva, cuya hoja forjada en hierro estaba cubierta por una capa de herrumbre. Diseminadas por todo el patio al pie de la torre vieron docenas de enormes montones de tierra, cada uno de los cuales correspondía a un agujero excavado recientemente en la tierra.

Oyeron un ruido ahogado, procedente del extremo opuesto del patio, y la atención de Tanalasta se centró en el movimiento de unas piedrecitas que rodaban por una de las pilas de tierra. Distinguió algo negro, cuya forma le recordó vagamente a la de una flecha. Bajo la luz, atenuada por el castaño, confundió la silueta con la de un buitre, hasta que voló un montón de tierra por encima de la montañita.

Tanalasta sintió que Rowen la cogía del brazo, momento en que finalmente reconoció la forma oscura de un ala plegada. Retrocedió un paso y se volvió hacia el explorador.

—Tendremos que tenderle una trampa —susurró.

—Yo la sorprenderé por la espalda —dijo Rowen, haciendo un gesto de asentimiento—. Con un poco de suerte no me oirá acercarme.

—Y así evitas que corra peligro —dijo Tanalasta, exponiendo el motivo de que el explorador hubiera trazado ese plan. Hizo un gesto de negación y añadió—: Si sirviera de algo, no tendría ningún inconveniente en aprobar tu plan, pero esas criaturas son demasiado rápidas y resistentes. Aunque pudieras sorprenderla (y eso es mucho decir), jamás la matarías de un solo golpe. Tendremos que hacerlo juntos.

Rowen volvió a asomarse por la esquina, y apretó la mandíbula con fuerza.

—Disculpadme por lo que voy a decir, alteza, pero debemos considerar la posibilidad de que seáis la única heredera que siga con vida. Arriesgar vuestra vida sería un delito de alta traición.

—Están vivos —dijo Tanalasta—. Y Alusair también.

—No podéis saberlo —repuso el explorador—. Han estado incinerando a los suyos, lo cual significa que si han contraído alguna enfermedad, y…

—Tienen dos clérigos, un mago guerrero y un montón de alforjas llenas de pociones mágicas.

—No teníamos pociones —dijo Rowen—. El mago guerrero murió durante nuestro primer encuentro con la ghazneth, e incluso si los clérigos siguieran con vida, a estas alturas ya se habrán quedado sin agua. Ya habéis visto en qué condiciones están los caballos; un hombre no aguanta ni la mitad de tiempo.

—Hay agua en el fondo de la madriguera, por eso precisamente construían los trasgos estas torres, para proteger sus pozos. —Tanalasta confió en que Artur Shurtmin hubiera fundamentado esta observación en un hecho más sólido que lo de la costumbre por las tiras rojizas que adornaban las torres—. Aunque Alusair haya muerto, por las excavaciones de la ghazneth podemos deducir que parte de la compañía ha sobrevivido. ¿De veras crees que los abandonaría a merced de esa criatura, estén vivos o muertos?

—Supongo que no. —Rowen le ofreció la pica—. Tomad esto: voy a ver si puedo hacerme con esa espada herrumbrosa.

—No soy lo bastante fuerte para manejar una pica. —Tanalasta rechazó el arma—. Además, no quiero arriesgarme a que la ghazneth advierta la desaparición de la espada. Eso echaría a perder mi plan.

—¿Plan? —preguntó Rowen, enarcando una ceja.

—La treta de la reina. —Tanalasta sonrió, henchida de confianza—. Boreas Kaspes la utilizó para ganar el desafío del rey en 978 del Calendario de los Valles.

Rowen observó dubitativo a la princesa hasta que ella le explicó su plan. Asintió a regañadientes y admitió que podía funcionar. Aportó algunos consejos y le mostró cómo rodar sobre sí mismo sin hacerse ningún daño al arrojarse al suelo. Entonces la princesa montó guardia mientras él recurría al talón para cavar una trinchera a uno de los lados de la puerta. En cuanto hubo terminado, le tocó el hombro y la empujó de nuevo detrás del muro.

—Recordad que no se trata de una partida de ajedrez —susurró—. Si la ghazneth hace cualquier movimiento inesperado, no tendréis oportunidad de pensar en vuestro siguiente movimiento.

—Me limitaré a actuar —asintió Tanalasta.

La princesa caminó hacia la puerta, pero se lo pensó mejor y se acercó al explorador para besarlo en los labios apasionadamente. No lo soltó hasta mucho después de que se recuperara de la sorpresa inicial, e incluso entonces continuó hasta que su mente empezó a pensar en otras cosas que no tenían nada que ver con la ghazneth.

—Suerte —dijo Tanalasta, medio ahogada, mirando a Rowen a los ojos.

—Sí, soy muy afortunado.

El explorador la cogió entre sus brazos y la empujó contra el muro del patio. Tanalasta sintió los salientes de piedra arenisca contra su columna, la excusa que necesitaba para apretar su cuerpo contra el del explorador, y al cabo de unos segundos la princesa sintió una necesidad urgente de satisfacer sus deseos que hubiera sido un pecado negar. Recorrió con sus dedos el torso de Rowen y sintió que él hacía lo propio con el suyo; deseaba tanto que acariciara todos los rincones secretos de su cuerpo… Fue entonces cuando se dio cuenta de que habían elegido el peor momento para su primer beso.

Haciendo alarde de una gran fuerza de voluntad, deslizó sus manos entre sus cuerpos y apartó el pecho del explorador. Éste no pareció darse cuenta de lo que estaba haciendo, quizá porque no ponía mucho empeño en ello. Rowen deslizó una de sus manos alrededor de su cintura para acariciarle la espalda, en realidad, un poco más abajo, y con la otra acarició su pecho blando y acogedor, momento en que a la princesa le temblaron las piernas. Se dejó llevar durante un breve instante y después hizo acopio de coraje y se apartó de él.

—Espera…

Cuando vio que lo empujaba del pecho, una mirada horrorizada cruzó el semblante de Rowen, que trastabilló sonrojado hasta las orejas.

—¡Perdonadme, mi señora! Creí que… —El explorador tenía clavada la mirada en la punta de sus pies, al parecer incapaz de terminar la frase si miraba a Tanalasta—. Creí que vos queríais…

—Y quería… Quiero. —Tanalasta sonrió y cogió su mano, pero se guardó mucho de acercarse al explorador—. Pero será mejor que tengamos la cabeza despejada, ¿no crees?

Rowen asintió, y por su rostro cruzaron expresiones sucesivas de humillación, alivio y nerviosismo.

—Será mejor que… Es que no había sentido nada… Es decir, nunca me habían besado así.

—¿Esperabas menos de una princesa? —Tanalasta sonrió abiertamente, después observó la pasajera expresión de culpabilidad en la mirada de Rowen—. ¿O acaso ya lo habías hecho antes?

Rowen desvió la mirada y quiso responder, pero Tanalasta levantó rápidamente la mano para que guardara silencio.

—Olvídalo.

—Pero…

—No quiero oírlo. —Tanalasta sacudió la cabeza—. Podría cambiar de opinión sobre rescatar a esa cerda.

—Pero…

—¡Es una orden, Rowen!

Tanalasta se deslizó por la esquina y franqueó la puerta, con los brazaletes en la mano. En un extremo del patio, el ala de la ghazneth asomaba por detrás del montón de tierra que había excavado. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de la princesa, y durante un instante deseó que Rowen se hubiera mostrado remiso a llevar a cabo su plan. Sin embargo, era él quien correría más riesgos, pero Tanalasta no estaba acostumbrada a servir de cebo y no podía evitar pensar en que quizá cometería un error que terminara con la muerte de ambos. Se aseguró de llevar la capa sobre los hombros, y después se dirigió en zigzag hacia la espada herrumbrosa, contando los pasos desde el momento en que atravesó la puerta.

Cuando contó hasta diez, Tanalasta se ciñó los brazaletes, dibujó mentalmente el rostro de su hermana y cerró el broche de la capa. Sintió un hormigueo en los dedos que asían el metal. La imagen de Alusair se tornó ojerosa y macilenta. Tenía bolsas oscuras bajo los ojos, las mejillas hundidas, y parecía estar tumbada de espaldas en un lugar muy oscuro. Cuando Tanalasta no halló indicio alguno de percibir la presencia mental de su hermana, la asaltó el pánico y estuvo a punto de gritar de rabia.

Mientras la princesa se esforzaba por dominar su miedo, la cabeza envuelta en sombras de la ghazneth asomó sobre el montón de tierra. Se volvió hacia la puerta y la miró con unos ojos borrosos inyectados en sangre. Tanalasta dio rienda suelta al horror que la embargaba y profirió un grito, que permitió a Rowen comprender que la había descubierto.

Los buitres respondieron levantando el vuelo a través de las ramas del castaño, mientras la ghazneth subía por la montaña de tierra para extender sus alas sin dejar de mirar a Tanalasta. La princesa giró sobre sus talones y echó a correr hacia la puerta.

En su mente, la mirada de Alusair se tornó menos cristalina.

«Frente a la torre, con Rowen», transmitió Tanalasta. Pese a haber pensado en el mensaje una docena de veces después de describir su plan a Rowen, a la princesa le resultó muy difícil mantener la concentración, acosada por la ghazneth que iba tras ella. «Espada de hierro a veinte pasos del rastrillo, a la izquierda. ¡Juntas en esto!».

La imagen de Alusair pestañeó dos veces.

«¿Tanalasta?».

Pero la princesa no pudo responder. La magia de la capa le permitía enviar un solo mensaje, y breve, al destinatario, y éste debía responder con idéntica brevedad. Cuando llegó a la puerta, sus oídos estaban inundados por el aleteo de las alas de la ghazneth. Observó la modesta trinchera que Rowen había excavado como había podido y se arrojó al suelo como le había enseñado el explorador, rodando sobre el hombro para no hacerse daño. Un crujido estalló a su espalda. Tanalasta se puso en pie y profirió un grito de triunfo.

Pero fue un grito más bien breve.

Vio a Rowen junto a la puerta, con el extremo de la pica hundido en la trinchera, el hombro pegado al palo y el otro brazo cogido alrededor del arma y hundido en la cadera para mantener el arma en posición. Habían atravesado a la ghazneth de parte a parte como habían planeado, pero no estaba tan malherida como Tanalasta había esperado. El fantasma se deslizaba por el palo de la pica para arrancárselo al explorador de las manos.

Aunque esta ghazneth estaba tan desnuda como las dos anteriores, tenía un aspecto más aguerrido, un pecho amplio, anchos hombros y un rostro de luna masculino. Tenía tres cuernos como de cabra en la cabeza, era cejijunta y lucía una nariz porcina y chata de la que salía un aliento oscuro y envenenado cada vez que exhalaba. Tenía los brazos tan largos que, pese a encontrarse a medio camino de la pica, Rowen tuvo que inclinarse a un lado cuando le lanzó un zarpazo para esquivarlo.

—¡Rowen, agáchate! —exclamó Tanalasta, señalando con la mano el pecho de la criatura.

—¿Qué? —Rowen se agachó y volvió a esquivar una garra enorme, después intentó remover la pica para ensanchar la herida que atravesaba el pecho de la criatura—. Soy lo único que se interpone entre vos y…

—¡Obedece! —ordenó Tanalasta. Sin esperar a comprobar que el explorador hubiera obedecido, dio una palmada en los brazaletes—. ¡Rayos del rey!

Una descarga recorrió los brazos de la princesa, y Rowen se echó cuerpo a tierra en cuanto cuatro haces dorados surgieron de las puntas de los dedos de Tanalasta.

La ghazneth fue tan rápida como sus compañeras a la hora de plegar las alas para protegerse de la magia, pero la pica que atravesaba su pecho le impidió usarlas como hubiera sido su deseo y no pudo protegerse del todo. Los haces mágicos de Tanalasta encontraron un hueco, sorprendieron a la criatura en el esternón, y la arrojaron hacia atrás a través de la puerta.

La ghazneth cayó de espaldas y rodó sobre sí misma, partiendo la pica en dos. Tras ella, Tanalasta distinguió una docena de figuras que surgían de la torre de los trasgos. Entonces la criatura volvió a ponerse en pie como pudo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Rowen, intentando incorporarse con la misma rapidez que su enemiga.

En esta ocasión no fue necesario insistirle. Se agarró a lo que pudo mientras la princesa metía la otra mano en el bolsillo de huida de la capa. Después de un instante de oscura desorientación temporal, se encontró en el interior del patio, junto al esqueleto que Tanalasta había visto desde la puerta, rodeada por los supervivientes ojerosos, hambrientos y sucios de la compañía de Alusair. Rowen y ella observaban el extremo partido de la pica que asomaba por entre las maltrechas alas de la bestia.

—¡La espada! —exclamó Tanalasta, señalando el suelo.

Rowen profirió un juramento, y entonces la princesa se percató de que el arma había desaparecido.

La ghazneth se volvió hacia ellos, extendiendo sus alas para detenerlos. Alusair salió de la sombra que le proporcionaba el castaño, con intención de hundir la espada de hierro en el cráneo de la criatura. Pero sus pies rozaron una de sus alas, y alertó a la bestia. Ladeó la cabeza y la hoja herrumbrosa de la espada cayó junto al cráneo, cortándole limpiamente una oreja y hundiéndose en la clavícula.

La ghazneth profirió un aullido de dolor, recurrió al brazo para quitarse a Alusair de encima y después se volvió para rematar la faena. Tanalasta recordó el hechizo del rayo, pero Rowen ya había cogido la punta de la pica rota y se abalanzaba sobre la espalda de la criatura con la daga en alto.

El explorador realizó la carga hundiendo la daga a través del caparazón de cuero de las alas hasta dar con la espalda de la criatura. El fantasma rugió de nuevo y se volvió para enfrentarse a él, pero entonces Alusair volvió a atacarlo por la espalda con la espada, lanzando una estocada tras otra contra sus alas y patas. La ghazneth se volvió de nuevo, pero se limitó a apartar a la princesa de un manotazo y salió corriendo por la puerta como alma que lleva el diablo.

Tanalasta se acercó corriendo a su hermana. Alusair yacía tendida boca abajo sobre el barro, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada.

—¡Alusair! ¿Me oyes? ¿Estás bien? —preguntó Tanalasta después de arrodillarse junto a ella, y apoyar su cabeza en el regazo.

—¿Cómo voy a estarlo? ¿Nunca te ha golpeado una de esas criaturas? —Alusair abrió uno de sus ojos castaños y miró fijamente a Tanalasta—. Por los Nueve Infiernos, ¿qué diantre haces tú aquí? ¡Éste no es lugar para una princesa de la corona!

—No, Alusair, no lo es —respondió Tanalasta, esbozando una sonrisa al comprobar que su hermana se encontraba bien.