10

Cuando entraron agachados en el pequeño cañón, el sol ya se había alzado en el horizonte. El terreno de la garganta era incluso más desolado que el que habían encontrado a su paso por la llanura, ya que sólo había algunos muros erosionados cubiertos de tierra y algún que otro matojo raquítico de arbustos. Hicieron un alto a unos treinta pasos del lugar por el que habían entrado, para que sus cansadas monturas pudieran beber de las aguas de un arroyuelo fangoso, paréntesis que Vangerdahast aprovechó para regresar a la embocadura del cañón y buscar a la ghazneth con la mirada. No pasó mucho tiempo antes de que viera un par de alas provenientes del oeste, que trazaron círculos alrededor de la cortina de humo que despedía el muro de fuego que había invocado, para después alejarse en la misma dirección que había seguido el orco en su huida.

Vangerdahast esperó hasta estar seguro de que la criatura había desaparecido para recorrer el cañón lo más deprisa que pudo.

—Tenemos que irnos. En unos cinco minutos nuestra oscura amiga habrá descubierto el engaño.

Rowen tendió las riendas de Cadimus al mago y se volvió hacia la montura de Tanalasta.

—Ejem… Estoy seguro de que disfruta usted compartiendo la montura de la princesa, joven, pero Cadimus es el doble de fuerte que su caballo. —Vangerdahast montó y ofreció la mano al explorador—. Iremos más rápido si monta usted conmigo.

—Buena observación.

Rowen se acercó al mago para coger su mano, pero Tanalasta se adelantó al saltar de su silla.

—De hecho, iremos más deprisa si cambiamos de montura. —La princesa extendió su mano para dar una palmada al mago en la barriga—. Rowen y yo juntos no pesamos más que usted solo. Usted montará mi yegua, y permitirá que el pobre Cadimus cargue con nosotros.

—Una buena idea —replicó el mago—, pero ya sabéis lo temperamental…

Cadimus es más bien un poco cobardica —repuso Tanalasta—. No tuve el menor problema para controlarlo en el Sendero del Rayo de Piedra… ¿o acaso ha olvidado usted quién se lo devolvió?

—De acuerdo —gruñó Vangerdahast—. No puedo permitir que perdamos el tiempo discutiendo hasta que nos encuentre la ghazneth.

Intercambiaron las monturas y reemprendieron el camino que discurría por el cañón. Al principio, Vangerdahast intentó vigilar atentamente el cielo del norte, pero no tardó en darse cuenta de lo inútil que era, pues tenían que dar vueltas y más vueltas por aquel laberinto. No pudo imaginar cómo se las apañaba Rowen para saber adónde iban. El explorador se adentraba sin titubear por recovecos y cañones laterales, que doblaban para volver por donde habían venido, antes de doblarse de nuevo y tomar una nueva dirección que era imposible reconocer. Durante un tiempo, Vangerdahast creyó que el explorador seguía algún rastro o que reconocía los montoncitos de piedras, pero cuando se atrevió a dejar de mirar al cielo no vio nada parecido.

Después de cabalgar durante casi dos horas, el cañón desembocó en una cuenca amplia y llana surcada por más de una docena de gargantas diminutas. Al llegar a ella, los tres se detuvieron sin desmontar y dieron de beber a sus caballos gracias a una fuente de agua fangosa. Vangerdahast observó el sol en el cielo y finalmente pudo determinar hacia dónde se dirigían, aunque tal información no le sirviera de nada.

—Rowen, ¿cómo sabe usted adónde se dirige? —preguntó—. Yo ni siquiera soy capaz de distinguir en qué dirección vamos.

—¿De veras está admitiendo que hay un truco que el mago supremo no conoce? —bromeó Tanalasta—. No creo que deba usted responder, Rowen.

—Hay un montón de trucos que no conozco —respondió Vangerdahast—, y gracias a vos nunca dejaré de aprender cosas.

—Éste en particular no tiene ningún secreto. —Rowen ofreció a Vangerdahast un palito plano con unas muescas grabadas en diversos ángulos a lo largo de los bordes, y le dijo—: Es un mapa grabado en una vara. Gracias a él puedes llevar el cálculo de los giros y las direcciones que has…

—Por las muescas que hay a los lados —interrumpió Vangerdahast, que examinaba la vara—. Y el ángulo confirma que ha llevado usted bien la cuenta.

—Muy bien —rió Tanalasta—. Aún le convertiremos a usted en un explorador de primera.

Vangerdahast la miró impávido y devolvió la vara a Rowen.

—Cuando uno dispone de la magia, no necesita las varas.

—Excepto cuando no se puede recurrir a la magia —replicó Tanalasta.

La princesa señaló hacia la pared occidental de la cuenca, donde se proyectaba una diminuta sombra, que se alargaba o encogía en función de las características del terreno. Vangerdahast volvió la mirada hacia el camino que habían recorrido, y observó las huellas que habían dejado sus monturas al pasar por encima del barro seco:

—Tanalasta —dijo el mago supremo—. Sé que prometí no volver a mencionar el tema…

—Pues no lo haga —interrumpió la princesa con dureza—. No pienso volver a Arabel hasta que no haya hablado con Alusair.

—Escuchadme. Esta criatura es muy peligrosa. Reunamos algunos magos más y volvamos acompañados por una escolta de Dragones Púrpura.

—Y cuando el rey sepa lo que ocurre aquí y le ordene que me deje en Arabel, ¿le desafiará usted y permitirá que le acompañe?

—Supongo que no, pero lo tendré en cuenta. —El mago reanudó la marcha para adentrarse en el terreno difícil que se abría a su paso—. Cuando la ghazneth descubra nuestro rastro, no creo que tarde mucho en encontrarnos.

—Más de lo que usted se imagina —dijo Rowen—. Estas tierras se extienden a lo largo de centenares de kilómetros por la base de las montañas, y los cañones son profundos. No es fácil distinguir lo que se mueve en su interior, ni siquiera asomándose al borde, y aún menos desde el cielo.

—Espero que esté usted en lo cierto, Rowen —dijo Tanalasta—, aunque Edwin Narlok expone una teoría en su ensayo Caza de halcón, según la cual la visión de las aves de presa es mucho más aguda que la nuestra.

—No he leído ese libro —se excusó Rowen, incómodo—, pero diría que eso tiene sentido. De lo contrario, les costaría mucho cazar desde semejante altura.

—Pero la ghazneth no es un ave de presa…

—Sin embargo, debemos ser precavidos. —Vangerdahast sacó un guante de lino del bolsillo y lo plegó en su palma, donde podría cogerlo en cualquier instante—. La próxima vez recordadme que no debo apostar con vos, alteza.

—Si lo que estáis pensando es… —dijo Tanalasta abriendo los ojos desmesuradamente.

—Las apuestas son cosa sagrada —la tranquilizó Vangerdahast—. Esto es para la ghazneth. Cuando nos encuentre, atacadla con todo lo que tengáis a mano. Tendréis que ganar tiempo para que yo pueda actuar.

—Como quiera —dijo Tanalasta sin apartar la vista del guante.

Consultó el mapa de Rowen grabado en la vara, y después siguió el camino de la cuenca hasta llegar a un cañón lleno de sombras cuya boca desprendía olor a humedad. La boca era tan profunda como un pozo, y tan angosta que a menudo Vangerdahast rozaba las paredes con ambas rodillas. Incluso en el punto más ancho no cabían ambos caballos juntos, y el camino se retorcía como una serpiente. El mago no pudo imaginar peor lugar para sufrir una emboscada, y no perdió de vista el estrecho pedazo de cielo que se dibujaba sobre sus cabezas.

Vio a la ghazneth en dos ocasiones durante las cuatro horas siguientes. La primera vez fue al distinguir una V diminuta, recortada contra el cielo azul. No era mayor que su uña, y visible por tan breve espacio de tiempo que podría haber obedecido a la silueta de un buitre enorme. La segunda vez, al mago no le cupo la menor duda. Apareció sobre el cañón, tras ellos, lo bastante grande como para que sus alas y el cuerpo dibujaran una cruz inconfundible, que trazaba lentos círculos y miraba hacia abajo, buscando algo en aquel laberinto.

Convencido de que el fantasma había descubierto su rastro, Vangerdahast volvió a sugerir que lo mejor era teletransportarse a Arabel. La única respuesta de Tanalasta consistió en pedirle que les dejara la yegua, y siguieron avanzando en silencio durante el resto de la tarde. Con el sol oculto durante la mayor parte del trayecto tras un borde u otro del cañón, tuvieron cierta dificultad para calcular el paso del tiempo, pero Vangerdahast estaba convencido de que tenía que ser primera hora de la tarde cuando de pronto el suelo de la garganta se volvió más sólido. Las paredes ya no parecieron alzarse tan altas sobre sus cabezas y el aire rancio se volvió más cálido y más árido.

—No tardaremos en dejar atrás las tierras difíciles —dijo Rowen—. Ya queda poco para llegar al lugar donde estuve con Alusair por última vez.

—¿En una de las tumbas abiertas? —preguntó Tanalasta, que no esperó la respuesta del explorador—. Será muy interesante.

Vangerdahast estaba a punto de citar aquel aforismo sobre el gato y su curiosidad, cuando oyó un golpe seco a su lado. Miró hacia abajo y vio un cráter de diez centímetros en el fango seco, y un fulgor de oro apenas visible en el fondo. El mago frunció el ceño, intentando imaginar cómo una moneda de oro había acabado allí, después levantó la mirada.

—Cuida… —gritó alarmado.

Una forma cuadrada se adentró en el cañón a trompicones y lo golpeó en el pecho. De pronto sus pulmones se quedaron sin aire, y sus pies abandonaron los estribos. Se encontró tendido de espaldas, respirando a grandes bocanadas y gimiendo de dolor. Todo en el cañón fueron gritos, magia luminosa y cascos de caballos que volaban de un lado a otro, y finalmente se dio cuenta de que seguía tendido en el suelo mientras la batalla seguía su curso.

Vangerdahast se sentó como pudo y encontró un torso sin piernas ni cabeza desparramado sobre sus piernas. Empujó horrorizado aquel cuerpo, y entonces reconoció la armadura hedionda del orco que había utilizado como señuelo. Tan aturdido estaba que no pudo apreciar la ironía de que la ghazneth se lo hubiera devuelto.

Los cascos de un caballo golpearon el tobillo de Vangerdahast. Un dolor lacerante subió por toda su pierna antes de que cogiera la herradura y apartara a la bestia de un empujón. Oyó la voz de Tanalasta, que recitaba el único encantamiento que sabía, y un relámpago de luz dorada iluminó las paredes del cañón. Vangerdahast sacudió la cabeza para despejarse, y vio las botas de Rowen pasar al otro lado del caballo, momento en que se le ocurrió pensar que debía hacer algo antes de que la ghazneth los matara a todos, uno tras otro. Abrió la mano y descubrió que el guante había desaparecido.

—¡Vangerdahast! —gritó Tanalasta—. ¡No podré aguantar mucho más!

Vangerdahast asomó la cabeza y vio que Cadimus se volvía de lado en el cañón, con la princesa cabalgando a su lomo, señalando a la parte alta del cañón, mientras se golpeaba las muñecas sin que eso sirviera de nada. Había utilizado los brazaletes para realizar una descarga de rayos mágicos y el único hechizo de combate que conocía para disparar otra, por lo que pasaría algún tiempo antes de que pudiera atacar de nuevo. Los brazaletes sólo necesitaban unos minutos para recuperar su carga mágica, pero en el fragor del combate unos minutos eran una eternidad. El mago siguió con la mirada la dirección en que señalaba Tanalasta, y pudo distinguir a la ghazneth.

Era demasiado grande como para volar en aquella garganta tan angosta, de modo que la criatura descendía por la pared del cañón, con la cabeza por delante y las alas enormes encogidas a ambos lados del cuerpo. Ya había recorrido la mitad del camino, y sus ojos blancos observaban el suelo del cañón, donde Rowen permanecía de pie para enfrentarse a ella tan sólo con la espada y una daga herrumbrosa.

Sería más fácil de lo que Vangerdahast había pensado. Extrajo una bolita de telaraña pegajosa que guardaba en un bolsillo de la capa y la arrojó contra la criatura mientras murmuraba el hechizo. Ante el sonido de su voz, la ghazneth volvió la cabeza hacia donde se encontraba el mago, y al verlo se impulsó a sí misma desde la pared y cayó con las garras extendidas para abrir en canal a Rowen. La telaraña se abrió sobre el muro, pero logró atrapar a la criatura por una rodilla e, inesperadamente, consiguió detenerla.

Vangerdahast suspiró aliviado, después se puso en pie y encontró el guante bajo su montura. Logró recuperarlo pese a tener que esquivar las coces, y sacudió el polvo que lo cubría. Entonces sopló en la abertura del guante y susurró un encantamiento. Los dedos se inflaron una vez, abandonó sus manos y empezó a flotar en el aire, ante su mirada. El mago sacó del bolsillo un vial lleno de moscas disecadas, y colocó uno de aquellos insectos diminutos en la palma del guante flotante.

Mientras Vangerdahast hacía todo esto, la ghazneth profirió una letanía de maldiciones incomprensibles y batió sus alas contra la ladera de la garganta, intentando librarse de la telaraña que la había atrapado. Al ver que no conseguía nada, forcejeó girando sobre sí misma con intención de emprenderla a golpes con la telaraña. El filamento se partió con un ruido seco e imperceptible, momento en que el fantasma cayó a plomo de espaldas contra la pared. Rowen se abalanzó sobre la criatura en cuanto cayó, apartó sus alas con dos golpes de espada, y después se arrojó a fondo daga en mano, con intención de hundirla en su cuello.

Un grito sobrenatural reverberó en las paredes del cañón. La ghazneth giró sobre sí misma, golpeó con el ala al explorador, al que arrojó por los aires contra el cañón para ir a dar contra Cadimus. Tanalasta y Rowen cayeron al suelo con el caballo en una confusa maraña, momento que aprovechó el fantasma para ponerse en pie. Aunque el agujero del pecho, cortesía de Vangerdahast, se había cerrado por completo, la daga herrumbrosa seguía clavada hasta la empuñadura, manando una sangre oscura alrededor de la hoja.

—¡Rayos del rey! —gritó Tanalasta.

Cuatro rayos dorados pasaron junto a Vangerdahast, pero la ghazneth se había protegido con una de sus alas antes de que los rayos la alcanzaran. El apéndice adquirió una tonalidad blancuzca, mostrando el entramado de cartílagos en forma de abanico.

Vangerdahast cerró la mano y señaló a la criatura, momento en que el guante volador se cerró alrededor de la mosca que tenía en la palma y se dirigió hacia el lugar indicado por el mago. Cubriéndose con el ala, la ghazneth se dispuso a incorporarse. El mago guió el guante para que evitara el ala, y después bajó la mano e hizo ademán de propinar una bofetada. El guante extendió sus dedos y enganchó de una palmada la mosca en la cabeza del fantasma.

—¡Luz! —ordenó Vangerdahast.

Un globo de luz mágica engulló la cabeza de la ghazneth. La criatura profirió un grito y retrocedió de un salto, moviendo la cabeza como loca, pero no consiguió desprenderse de la luz.

Vangerdahast bajó su mano y cerró los dedos como si esgrimiera con fuerza la empuñadura de un cuchillo. El guante desapareció tras el ala del fantasma, y un gruñido fruto de la sorpresa recorrió todo el cañón. El mago movió su mano arriba y abajo. El guante subió y bajó al ritmo de su voluntad, cogiendo el cuchillo herrumbroso de Rowen y salpicando las paredes de la garganta con chorros de sangre oscura.

La ghazneth profirió un grito y bajó su ala, revelando sin tapujos el aura brillante que había engullido su cabeza. Aleteó como una loca, pero su empeño por atrapar el guante flotante fue inútil. No podía ver nada en el interior de aquel globo dorado, salvo la intensa luz amarillenta. Vangerdahast movió la mano sin perder un segundo: la daga herrumbrosa trazó un arco en el aire y se hundió en la caja torácica de la criatura. La ghazneth se dobló sobre la herida, de la que manaba abundante sangre, y emprendió la huida por el cañón, rozando las paredes con las alas mientras profería alaridos de rabia.

Vangerdahast salió corriendo tras ella, pero la criatura era rápida como un león. Antes de dar el tercer paso, el mago fue consciente de que jamás la alcanzaría y se dio la vuelta para ver a Tanalasta montada en su yegua, y tendiendo la mano a Rowen para que subiera a la grupa. Aunque el explorador no había sufrido herida alguna, parecía aturdido por el golpe. Cadimus estaba detrás de la yegua, con los ojos abiertos como platos y atontado, pero poco más. Vangerdahast tomó las riendas del caballo y se encaramó a la silla.

—¡Adelante! —Aunque uno de los hechizos de luz de Vangerdahast solía durar todo un día, sospechaba que la ghazneth no necesitaría tanto tiempo para absorber la magia del hechizo y volver más rabiosa que nunca—. ¡Como podéis suponer, eso no la matará!

—Sí, pero al menos está herida. —Tanalasta hincó los talones en los flancos de la yegua, que emprendió el galope por el cañón—. Algo hemos conseguido.

Vangerdahast la siguió, desplazando el guante para recuperarlo. Temeroso de perder la daga de Rowen, cogió el arma ensangrentada de la mano mágica. Descubrió sorprendido que se trataba de un arma sencilla forjada al hierro. Los demonios odian el hierro, pero la ghazneth no era un demonio, no podía serlo. Limpió el arma en la manta que colgaba de las alforjas y la sujetó a su cinturón. Después, cogió con fuerza el guante suspendido del aire y lo guardó en el bolsillo correspondiente.

Habían doblado al galope dos esquinas muy cerradas, cuando Tanalasta profirió un grito y tiró de las riendas. Aunque esperaba encontrar una banda de orcos bloqueando el paso, porque era imposible que la ghazneth hubiera superado los efectos de su hechizo de luz tan deprisa, Vangerdahast introdujo la mano en la capa y cogió un pedazo de azufre mientras se colocaba junto a la princesa. A veinte pasos de distancia, el cañón estaba bloqueado por una enorme puerta de acero.

—¡Por las nueve puertas del infierno! ¿Qué hace ahí esa puerta?

Rowen se incorporó para mirar por encima del hombro de Tanalasta, y después cerró los ojos y sacudió la cabeza para aclarar las ideas.

—¿Está seguro de que es por aquí? —preguntó Tanalasta.

—Es por aquí —replicó Rowen—. Será una ilusión. En una ocasión nos encontramos con una justo antes de abrir la segunda tumba.

—¿Una ilusión? —Vangerdahast agitó la mano en dirección a la puerta y masculló una letanía de sílabas místicas—. ¡Desaparece!

La puerta desapareció instantáneamente y en su lugar apareció una figura oscura y rechoncha de grandes ojos rojos y una nariz enorme, roja de tanto beber. Ceñía una corona deslustrada, sobre un pelo largo y enmarañado, y el agujero que tenía por boca tan sólo podía adivinarse entre la barba cerrada que cubría buena parte de su cara gracias a cuatro colmillos amarillentos y la lengua que se agitaba inquieta.

—¿Qué? ¿No llaman? —graznó el hombrecillo. Levantó los brazos al cielo en un gesto extraño que Vangerdahast no comprendió muy bien—. ¿Hacen desaparecer mi puerta?

El extraño personaje estaba desnudo como dios lo trajo al mundo, tenía una piel brillante del color de la obsidiana y una barriga del tamaño de una olla sopera. En sus dedos lucía unas uñas rotas y amarillentas, unas alas plegadas tras los hombros, y una interminable procesión de parásitos sobre el vello de su cuerpo.

—Otra… —Vangerdahast estaba tan sorprendido, que apenas pudo vocalizar la pregunta—. ¿Otra ghazneth?

—¡Por supuesto! —Tanalasta parecía más emocionada que asustada—. Han abierto tres tumbas.

—Tres… que sepamos —precisó Vangerdahast.

La ghazneth batió sus alas. Cuando los apéndices dieron contra las paredes del cañón, lanzó una rabiosa maldición y empezó a caminar hacia ellos.

—¡Ya está bien! —Vangerdahast soltó las riendas y extendió el brazo para coger a sus compañeros por la muñeca—. Agarraos.

—¡Yo no! —exclamó Rowen, abriendo desmesuradamente los ojos.

El explorador se libró del mago, cogió la daga del cinto de Vangerdahast y saltó de la yegua. La ghazneth acortó la distancia hasta acercarse a diez pasos.

—Rowen… —Tanalasta rebulló en la silla de montar.

—Éste es mi lugar, y debo cumplir con mi deber —replicó el explorador, apartándose del caballo.

Tanalasta observó a la ghazneth, cuya lengua sinuosa asomaba por entre los colmillos, mientras se disponía a saltar sobre ellos. Vangerdahast se estiró sobre Cadimus para coger al explorador.

—Déme la mano —ordenó el mago—. ¡Ahora!

Rowen se apartó. La ghazneth cacareó como una loca y se elevó en el aire. Vangerdahast volvió a sentarse en la silla e imaginó los establos de palacio en Arabel. Tanalasta profirió un grito, se agachó y soltó su mano mientras el mago recitaba el encantamiento. Una gran oscuridad los envolvió y algo pesado y duro golpeó a Vangerdahast desde arriba. Entonces sintió que caía en un agujero muy profundo.

Tuvo la impresión de que tardaba mucho en alcanzar el suelo. Ya no sentía ningún peso a la espalda. Cada vez estaba más desorientado, más mareado, y ya no podía precisar el paso del tiempo. Tenía la sensación de que seguía cayendo, y pensó que quizás eso era lo que uno sentía al morir, ni dolor, ni miedo, tan sólo una oscuridad inmensa y repentina, con la salvedad de que aún tenía la sensación de que algo caliente y asqueroso lo tenía cogido por el cuello, de que algo húmedo se frotaba contra su mejilla.

Volvió la luz en cuanto hubo desaparecido. Vangerdahast vio por el rabillo del ojo el flanco pardusco de Cadimus que pasaba junto a su nariz, y después fue a parar de cabeza contra el suelo blando y fangoso. Todo se le vino encima, y se encontró enterrado bajo una montaña de cuero negro, hediondo y crujiente.

El mago permaneció en el suelo durante un breve instante, que le pareció una eternidad, mientras la cabeza le daba vueltas. Intentaba discernir dónde se encontraba y a qué obedecía el hedor que percibían sus fosas nasales. Oyó voces que gritaban sorprendidas, hombres, también algunas mujeres, y cobró conciencia de un dolor lacerante que lo atenazaba en mitad de la espalda.

Vangerdahast hundió los dedos en el suelo blando, y pudo arrastrarse lentamente. Creyó oír un ruido metálico, similar al que hace una persona enfundada en una armadura. Algunas voces empezaron a parecerle familiares. El mago siguió arrastrándose y de pronto se sintió liberado del peso. Se puso de rodillas y vio el repulgo del vestido de una mujer, y no menos de cincuenta patas de caballo que lo separaban de las paredes blancas y enyesadas de un establo: de pronto lo recordó todo.

Vangerdahast levantó la cabeza y vio a una compañía armada en toda regla de Dragones Púrpura. Los acompañaban varias personas que le eran familiares: un hombre alto de barba gris, enfundado en un traje de montar polvoriento, que ceñía una corona dorada en la cabeza; un mago de cejas pobladas con rostro pétreo; una belleza rubia de ojos azules como el hielo; un clérigo envarado, de rostro chupado y piel curtida. Azoun, Merula, Filfaeril, Owden… Todos ellos lo observaban con una mirada en la que se fundían el horror y la confusión.

Algo aleteó junto a Vangerdahast, y al mirar en aquella dirección vio la punta de un ala negra de cuero que se agitaba en el aire.

—¡No! —Se puso en pie agitando la mano para apartar a sus amigos, y se dio la vuelta para enfrentarse a la ghazneth—. ¡Guardaos de…!

Una mano negra descargó un golpe en su cara, y se vio volando por el establo. Cayó a una docena de pasos delante de Cadimus, sobre el estómago, con un pitido intenso en los oídos y un hilo de sangre brotándole de una herida en la cara. Su campo de visión se estrechó. Sacudió la cabeza para aclararse las ideas y hundió la mano en su capa.

Una docena de Dragones Púrpura lograron espolear sus monturas para interceptar a la ghazneth. La criatura oscura pasó entre los soldados como un águila a través de un campo repleto de ardillas, apartó de un manotazo la espada con que lo amenazaba el rey Azoun y se acomodó ante la silla de montar donde se encontraba el rey.

—¡Usurpador!

La ghazneth arrancó la corona de la cabeza de Azoun, y hundió sus asquerosas garras en su armadura, levantándolo de la silla como si fuera un muñeco de trapo. Vangerdahast sintió náuseas, y la oscuridad empezó a cerrarse a su alrededor. Apretó con fuerza los dientes y cogió su vara favorita, confiando en mantener al margen a la oscuridad.

Unos cuantos Dragones Púrpura se interpusieron ante la ghazneth, atacándola con los aceros. Con algunos golpes de las alas oscuras se las apañó para mantenerlos a raya, pero los magos guerreros ya habían emprendido una batería de hechizos de rayo y fuego. La ghazneth plegó sus alas y lanzó un rugido que no era sino una risa estruendosa, porque los hechizos se habían estrellado contra sus defensas. Saltó por encima de los guardias y aterrizó junto a Filfaeril. La magia de los magos guerreros se interrumpió. La reina profirió un grito de terror y la criatura la ocultó bajo sus alas.

El campo de visión de Vangerdahast seguía estrechándose cada vez más. Sacó la varita de la capa.

—No tienes por qué tener miedo, querida —dijo la ghazneth. Después cacareó bajo las alas—. Jamás haría daño a una reina… ¿O sí?

La criatura levantó el vuelo con Filfaeril en sus garras. La visión de Vangerdahast se estrechó hasta convertirse en una delgada línea. Agitó la varita en el aire en dirección a la reina, y gritó la palabra mágica que liberaba el hechizo cuando la delgada línea se convirtió en oscuridad.