Los cuatro permanecían sentados, balanceándose al unísono y cruzando sus miradas, mientras el carruaje de la princesa Tanalasta daba botes por High Heath, en dirección al paso de Worg. Las sombras se alargaban, recortadas contra el polvo del camino, y en el interior del carruaje se estaba a gusto y reinaba una luz tenue.
El guardián de las marcas orientales estaba sentado en diagonal con respecto de Tanalasta, tieso como un palo, enfundado en la armadura de combate y con una mirada de curiosidad clavada en el clérigo nervudo que se sentaba junto a la princesa. El clérigo, el maestre de cosechas Owden Foley, del monasterio de Huthduth, permanecía oculto en las sombras, con la cabeza vuelta hacia el mago cuya túnica repleta de lunas bordadas lo delataba como a uno de los magos guerreros más poderosos. El mago, Merula el Portentoso, permanecía sentado en un extremo del asiento, con las manos enjoyadas cerradas sobre el pomo plateado de su bastón. Observaba a Tanalasta con una mirada subrayada por las cejas espesas, que tan sólo cabía describir como muy intensa. Tanalasta estudiaba al guardián de las marcas orientales, un hombre con rostro de caballo que en cierto modo era atractivo, enfundado en la capa escarlata y el fajín púrpura propios de su cargo. Mientras le observaba pensó que una princesa podía contraer matrimonio con alguien menos adecuado que Dauneth Marliir.
Tanalasta no amaba a Dauneth, por supuesto, pero le gustaba, y no es muy frecuente que una princesa se case por amor. Pese a ser cinco años más joven que ella, Dauneth era leal, valiente y bastante atractivo para ser un noble del reino, lo cual debía bastarle a cualquiera. Hacía un año hubiera bastado, pero ahora quería algo más. Estaba a punto de cumplir los treinta y seis años, y toda Cormyr esperaba ansiosamente que diera a luz un heredero, de modo que no podía andar por ahí perdiendo el tiempo, tenía que enamorarse de la noche a la mañana.
Razón suficiente para que deseara abdicar.
Consciente al parecer de la intensidad de su mirada, Dauneth apartó la suya de Owden.
—Mis disculpas, princesa. Es difícil mantener en buen estado estas carreteras montañosas.
—Unos cuantos zarandeos no me perjudicarán, Dauneth. —Tanalasta entornó levemente la mirada como había practicado ante el espejo de las aguas de un arroyo—. Ya no soy la muñeca de porcelana que conoció hace un año.
—Por supuesto que no —replicó Dauneth, sonrojado—. No quise decir…
—Debió usted verme en Huthduth —continuó la princesa, en un tono alegre—. Limpiando los campos, conduciendo un tiro de bueyes, recogiendo naranjas y frambuesas o buscando setas silvestres…
Tanalasta hizo una pausa mientras pensaba que era mejor no añadir: «Nadando desnuda en los lagos de las montañas».
Merula el Portentoso enarcó una ceja, y la princesa sintió que le hervía la sangre en las venas. ¿Acaso el mago podía leer sus pensamientos?
—¿De veras buscasteis setas silvestres, mi señora? —preguntó Dauneth—. ¿En el bosque?
—Por supuesto. —Tanalasta miró a los ojos a Dauneth, pensando en cómo solucionar la intromisión del mago—. ¿En qué otro lugar podría haber hecho tal cosa?
—Pues no deberíais —opinó Dauneth—. Las montañas que hay alrededor de Huthduth son territorio orco. Si una banda de exploradores llega a encontraros…
—No sabía que mi seguridad fuese cosa suya, Dauneth. Me pregunto si el rey ha compartido alguna cosa con vos de la que deba enterarme.
La mirada de Dauneth delató sorpresa ante la mujer que regresaba de Huthduth.
—No, claro que no. El rey no me confiaría nada antes de hablarlo con su propia hija, pero tengo una… razón para preocuparme por vuestra seguridad.
Tanalasta guardó silencio, lo cual permitió a Dauneth añadir algunas palabras menos presuntuosas sobre el deber de cualquier noble por salvaguardar la seguridad de un miembro de la realeza. Cuando el guardián calló, advirtió que las cosas estaban peor de lo que había esperado. Dentro de dos días el rey Azoun cumpliría sesenta y tres años, y Tanalasta estaba a punto de cumplir treinta y cinco y seguía sin contraer matrimonio, por lo que el pueblo empezaba a preguntarse si podría darles un heredero. Algunos personajes se habían tomado la molestia de acelerar el proceso, sobre todo el mago de la corte y grano en el trasero particular de Tanalasta, de nombre Vangerdahast. Sin duda, el anciano mago lo había dispuesto todo para celebrar el cumpleaños del monarca en casa de los Marliir, con la intención de apoyar el cortejo de Dauneth.
Al principio Tanalasta no tuvo ningún problema en dar las cosas por sentadas, porque sabía mejor que nadie que se agotaba el tiempo en que podría dar a luz un heredero. A lo largo del último año, la princesa había tomado mayor conciencia de su deber para con Cormyr, mientras que Dauneth había probado su lealtad como noble y su valía personal para aspirar a su mano, cuando lo del asunto del abraxus hacía quince meses. Nada la hubiera hecho más feliz que llevar al buen guardián al altar, y después empezar el desagradable negocio de concebir un heredero, por lo que la princesa se hizo a la idea de lo que tenía que hacer cuando le llegaron noticias de los festejos que iban a celebrarse en Arabel.
Entonces tuvo una visión.
Rápidamente, Tanalasta borró de su mente hasta el último vestigio de la visión para, en su lugar, imaginar a Merula el Portentoso desnudo y trinchado como un pavo, asándose a fuego lento. Si el mago espiaba sus pensamientos, quería que supiera lo que le esperaba en caso de que revelara determinadas cosas al mago supremo. Vangerdahast no tardaría en enterarse de su visión, y Tanalasta deseaba explicarle los pormenores personalmente.
Merula se limitó a mirarla fijamente.
—¿Algún problema, mi señora?
—Espero que no.
Tanalasta corrió la cortina de la ventanilla y contempló High Heath a través del cristal. Era una pequeña llanura de dorados campos ajedrezados, divididos en cuadrados por muros de piedra y moteado aquí y allá por chozas con techo de paja. Las gentes sencillas del lugar habían salido para observar el paso de la comitiva real, pero no fue hasta que hubo saludado a dos docenas de jóvenes de mirada ausente sin que respondieran al saludo, cuando la princesa cayó en la cuenta de que algo iba mal.
Se volvió al maestre de cosechas que estaba sentado a su lado.
—Owden, mire ahí fuera y dígame su opinión. No parece que las cosas vayan muy bien en esos campos de cebada.
El delgado clérigo se inclinó ante ella y echó un vistazo por la ventanilla.
—Así es, princesa. Es demasiado temprano para semejante colorido. Supongo que habrán sufrido una plaga.
—¿En todo el brezal? —preguntó Tanalasta, frunciendo el entrecejo.
—Eso parece.
Tanalasta asomó la cabeza por la ventanilla.
—¡Detengan el carruaje!
Merula frunció el entrecejo y echó mano de la cortina que tenía al lado para dar la contraorden, pero Tanalasta lo sujetó del brazo.
—¿Pretende desafiar las órdenes de una Obarskyr, mago?
Indignado, el mago se pellizcó las frondosas cejas.
—Las órdenes del mago real fueron muy claras. No debemos detenernos por ningún motivo, hasta dejar atrás las montañas.
—Entonces siga usted, si tanto interés tiene —replicó Tanalasta—. Vangerdahast no es mi dueño y señor. Quizá, suponiendo que le preste atención, pueda usted decírselo de mi parte.
El carruaje se detuvo, y un lacayo abrió la puerta. Tanalasta extendió la mano en dirección a Dauneth.
—¿Quiere acompañarme, guardián?
Dauneth no hizo ademán de coger su mano.
—Merula tiene razón, mi señora. Estas montañas no son lugar para…
—¿No? —Tanalasta se encogió de hombros y tendió la mano al lacayo—. Si tiene usted tanto miedo…
—No, en absoluto. —Al cabo de un instante, Dauneth salía por la puerta y apartaba al lacayo para ocupar su lugar, ofreciendo su mano a Tanalasta—. Tan sólo me preocupa vuestra seguridad.
—Sí, ya me dijo usted antes que tenía motivos para preocuparse por mí.
Tanalasta dedicó al guardián una agria sonrisa, y después le permitió que la ayudara a descender del carruaje, lo cual dio pie a un puñado de campesinos a boquear, ahogar gritos de emoción e inclinarse tanto que estuvieron a punto de dar con la nariz contra el suelo. Fuera del carruaje hacía una tarde espléndida, con un cielo color zafiro y un aire tan seco como la arena, y la princesa sintió cierta decepción al advertir que habían cruzado prácticamente todo el brezal. El paso de Worg tan sólo distaba un centenar de pasos; allí los campos de cebada cedían abruptamente terreno a un bosque de pinos.
Tanalasta hizo ademán a los campesinos para que dejaran de inclinarse, y después se volvió al maestre de agricultura, Owden, que salía del carruaje tras ella.
—¿Cree que sus ayudantes podrán hacer alguna cosa por salvar los campos, maestre de agricultura?
Owden observó un enorme carro tirado por bueyes que seguía al carruaje de la princesa. Una docena de monjes enfundados en túnicas de lana verde permanecían sentados y muy juntos en el carro, entre palas, azadas y demás utillaje propio de quienes rinden culto a Chauntea. Los monjes observaban los campos arruinados y murmuraban entre sí, sin duda tan preocupados como la princesa ante lo que veían.
Owden hizo un gesto para llamar su atención, y para que bajaran del carro.
—Nos llevará unas horas, princesa.
—¡Unas horas! —Merula asomó su voluminoso cuerpo por la portezuela del carruaje con sorprendente facilidad—. ¡No podemos permitírnoslo! El mago supremo…
—… No tiene por qué enterarse —interrumpió Tanalasta—. A menos que nos esté espiando en este preciso momento; y si ése es el caso, puede usted informarle de que la princesa de la corona prefiere pasar la tarde dando un paseo.
Tanalasta miró a los Dragones Púrpura que protegían su carruaje, una compañía montada en corceles que abría la comitiva y otra que cerraba la marcha en retaguardia, con las lanzas en ristre y los yelmos de acero brillantes bajo el sol. A la columna oficial le seguía una procesión interminable de carros de mercaderes, que aprovechaban la escolta de Tanalasta para asegurarse un paso seguro por las montañas. Al comprobar lo inútil que sería intentar disfrutar de un poco de intimidad con su pretendiente, Tanalasta se volvió a Dauneth.
—¿Me acompañará usted, guardián?
—A donde desee vuestra alteza —respondió Dauneth, algo incómodo.
Tanalasta hizo lo posible porque no le rechinaran los dientes de pura frustración, cogió del brazo a Dauneth y lo arrastró hasta sobrepasar la columna de jinetes que iba a la vanguardia. Aunque llevaba los hombros cubiertos por una capa de seda color púrpura, como correspondía a la realeza, por debajo lucía un traje cómodo para viajar, y un par de botas gastadas, de modo que no tardaron mucho en llegar al paso de Worg. Envió por delante al capitán de la compañía, acompañado de dos exploradores, y ordenó al resto que los siguieran a veinte pasos, aunque no pudo evitar que Merula el Portentoso la siguiera jadeante.
—Confío en que… vuestra alteza no tendrá nada que objetar a mi… compañía —jadeó Merula.
—Pues claro que no. ¿Por qué lo pregunta? —inquirió Owden Foley, que apareció por detrás de la columna de caballería. El clérigo de piel curtida guiñó un ojo a la princesa, y después cogió del brazo a Merula—. Querido amigo, qué idea tan excelente ha tenido usted al querer unirse a la pareja. A quién no le apetece un paseo para estirar las piernas. Nada como una buena caminata para mover ese corazón y echar una meadita, ¿verdad?
Merula frunció el ceño y apartó el brazo.
—Tenía entendido que la princesa le había pedido que salvara estos campos.
—Así es —replicó Owden, que hundió el codo en un gesto desenfadado en las costillas acolchadas del mago—. Pero para eso tengo a mis monjes, ¿o no?
—Pues no sabría decirle —farfulló Merula.
Owden se limitó a sonreír de oreja a oreja y seguir charlando sobre los efectos saludables del sol de la montaña y el aire fresco de los pinos. Tanalasta sonrió y agradeció en silencio al clérigo que hubiera ido en su ayuda. Mientras el maestre de agricultura siguiera ensalzando los beneficios derivados de la vida en la montaña, Merula no tendría ocasión de inmiscuirse ni en su conversación ni en sus pensamientos.
Tanalasta caminaba en cabeza por la carretera, a buen paso. El camino ascendía empinado junto a una montaña desprovista prácticamente de vegetación, por lo que no tardó en dejar atrás los jadeos de Merula, aunque fueran reemplazados por los jadeos del guardián de las marcas orientales.
—Si me lo permitís, princesa, habéis cambiado tanto desde… —Dauneth hizo una pausa, sin duda destinada tanto a reconducir el comentario, como a recuperar el aliento, y después continuó—: Desde la última vez que os vi.
Tanalasta lo miró abiertamente.
—De acuerdo, Dauneth. Puede decirlo.
—¿Disculpad?
—Puede decir: «Desde que Aunadar Bleth os tomó el pelo» —dijo Tanalasta con desenfado, sin dejar de caminar—. Todo el reino sabe que intentó casarse conmigo para arrebatarnos la corona. De veras, es insultante que se comporte como si fuera la única persona que no supiera lo que ocurrió.
—Estabais sometida a una gran presión —respondió Dauneth, rojo como la grana—. Habían envenenado a vuestro padre, y…
—Era una condenada niñita. Estuve a punto de perder el reino, y sólo yo tuve la culpa. —Pese a lo pronunciado de la subida, Tanalasta no mostró signos de fatiga. Un año en Huthduth había bastado para prepararla de cara a tareas más duras que una simple caminata por la montaña—. Al menos eso es lo que me dijo Vangerdahast. Le juro que no sé por qué razón no pidió a mi padre que nombrara princesa de la corona a Alusair.
Dauneth enarcó una ceja.
—Quizá porque comprendió lo mucho que os serviría la experiencia de lo sucedido. —El guardián pareció pensativo, y añadió—: O, ya que hablamos con sinceridad, quizá sea porque conoce a vuestra hermana. ¿Os imagináis a Alusair como reina? Ningún hijo de la nobleza estaría a salvo, porque los llevaría a morir en la guerra o los mantendría encerrados en su alcoba.
Tanalasta lo miró boquiabierta.
—¡Vigile su lengua, señor! —Sonrió y dio una suave palmada a Dauneth en la espalda—. Está usted difamando a mi hermana pequeña.
—¿De modo que la princesa de la corona está dispuesta a admitir sus propias debilidades, pero cierra los ojos ante las de los demás? —Dauneth sacudió la cabeza—. No os servirá de nada. De hecho, atenta contra el espíritu de la tradición del soberano. Después de todo, quizá deba tener una conversación con el anciano Vangerdahast.
—No creo que eso sea necesario. —Tanalasta bajó el tono de voz y se acercó un poco más—: Bastará con que lo mencione en presencia de nuestros acompañantes. Sin duda, basta con que Merula oiga cualquier cosa para que Vangey lo sepa al momento.
—¿De veras? —Dauneth volvió la mirada para observar al grueso mago, que parecía tan fatigado por la subida como por la interminable cháchara sobre la naturaleza de Owden—. No sabía que el mago supremo fuera un mirón.
—Ésa es una de las cosas a las que tendrá usted que acostumbrarse, si…
Tanalasta no terminó la frase, como si temiera tanto dejar claro que iba a conceder su mano a Dauneth como aceptar que no le quedaba más remedio que hacerlo.
El guardián era un hombre de armas y sabía aprovechar una oportunidad cuando se le presentaba.
—¿Si qué, mi señora?
Tanalasta se paró en seco y se volvió para mirar a Dauneth a los ojos, lo cual obligó a la comitiva de soldados y mercaderes a detenerse. Tan sólo Merula y Owden mantuvieron el paso, de hecho el mago parecía más dispuesto que nunca a escuchar su conversación, mientras que el clérigo parecía empeñado en captar su atención con cualquier comentario sobre la naturaleza que pudiera ocurrírsele.
Intentando ignorar el hecho de que un millar de ojos la observaban, Tanalasta cogió la mano de Dauneth y respondió a su pregunta:
—Si vamos a hacer lo que mi padre y Vangerdahast desean que hagamos… claro que antes debemos confiar lo bastante el uno en el otro como para ser capaces de hablar honestamente, sin tapujos.
—Estoy convencido de que la princesa me considera una persona muy honesta —replicó Dauneth, con seriedad.
—Por supuesto. Nadie pondría en duda su honestidad, después del asunto del abraxus. Pero no me refería precisamente a ese tipo de honestidad.
Consciente de la cercanía de Merula, Tanalasta reemprendió la marcha. Estaban a punto de alcanzar la cumbre. De un momento a otro esperaba encontrar la cresta del paso de Worg, y divisar en la distancia las torres enormes de Cuerno Alto.
Dauneth apretó el paso para mantenerse a su altura.
—¿A qué os referís, alteza?
—Llámame Tanalasta, por favor. Si ni siquiera puedes llamarme por mi nombre…
—No quería faltaros al respeto —dijo Dauneth, a la defensiva—. De hecho, no me habíais dado permiso para hacerlo.
—Pues ahora tienes mi autorización.
—Excelente. Entonces, ¿a qué os referíais, Tanalasta?
La princesa levantó la mirada al cielo, preguntándose cómo iba a decir lo que pretendía decir sin que sus palabras parecieran una orden, y sin dar a entender que era la misma tontita que había estado a punto de permitir que Aunadar Bleth se apoderara del reino ante sus propias narices. Tanalasta albergaba pocas dudas de que Dauneth, educado conforme a los cánones tradicionales de la nobleza, consideraría que su intención de casarse por amor era tan improbable como la consideraba Vangerdahast. Por otro lado, era ella quien había planteado la necesidad de hablar con franqueza, de modo que a duras penas podía pedirle a Dauneth que hiciera tal cosa, cuando ella no estaba dispuesta a hacerlo. Tanalasta respiró profundamente y empezó.
—Primero, Dauneth, deben existir confianza y respeto.
Dauneth apretó los labios, y Tanalasta pensó que había empezado con mal pie.
—¡Oh, no, Dauneth! Yo siento toda la confianza y respeto por ti, como cualquier otra persona en su sano juicio. —Tanalasta hizo una pausa para elegir cuidadosamente las siguientes palabras—. A lo que me refiero, es… que, bueno, debe ser un sentimiento mutuo.
Dauneth frunció el ceño.
—Yo confío en vos, alte… esto, Tanalasta. Pues claro que os respeto.
—Si eso fuera cierto, ahora no me mentirías.
—¡Señora! Jamás os mentiría.
—¿De verdad? —preguntó Tanalasta, que moduló el tono de voz para dar a entender que tenía sus dudas—. ¿De veras respetas mi buen juicio, después de lo sucedido con el abraxus? ¿Confiarías el reino en manos de alguien a quien resulta tan sencillo manipular?
Dauneth quiso responder sin pensar, pero entonces sus ojos brillaron al comprender a qué se refería la princesa.
—Entiendo lo que queréis decir.
Tanalasta sintió un dolor agudo en la boca del estómago, que de inmediato achacó como la punzada del orgullo herido, así como la prueba de que Dauneth prestaba atención a sus palabras. Hizo un esfuerzo por sonreír, pero no pudo cogerse del brazo de Dauneth.
—Ahora veo que eres una persona honesta. Gracias.
—Desearía decir que no se merecen, pero en tal caso faltaría a mi deber. ¿De veras queréis que me comporte así?
—Es un principio.
—Un principio —repitió Dauneth, aturdido. Tiró de la tela de la capa de viaje de la princesa, y añadió—: Si queréis que sea honesto, ¿os importaría que os dijera que el gris no os sienta bien?
Tanalasta apartó su mano de un manotazo.
—Dije que fueras sincero, no que te comportaras con rudeza —rió—. Después de todo, no dejo de ser una princesa y espero que me trates con la cortesía debida.