El sargento Wilberforce aterriza en un planeta extraño y desértico. Silencio. Rocas devastadas bajo la corrosiva atmósfera de amonio. Wilberforce vaga durante días dictando observaciones a la grabadora de su escafandra hasta que le resulta patente que las observaciones son siempre las mismas, como la tierra estéril que pisa, como la línea apenas quebrada del horizonte, como el aire venenoso al otro lado de la visera. Wilberforce ya planea echarse a dormir cuando oye un sonido extraño. Afina el oído. No es un ruido: es una melodía. El sargento siente un relámpago de hielo subiéndole por el espinazo y bajándole hasta el estómago. Piensa o quiere pensar que ha sufrido una alucinación, gira la cabeza a un lado y a otro y luego se queda muy quieto, escuchando. La melodía vuelve a sonar. Wilberforce grita de pavor y emprende una carrera muy poco decorosa hacia su nave.
La pregunta es: ¿Por qué corre el sargento Wilberforce? Pues corre porque ni el humano más torpe tiene la menor dificultad para distinguir una cosa de un artefacto. Una piedra es una cosa. Un hacha de piedra es un artefacto. El ruido del viento es una cosa, aun cuando su paso por una garganta o un desfiladero pueda silbar en complicadas y enigmáticas escalas de armónicos. Pero lo que ha oído el sargento Wilberforce es un artefacto. Wilberforce no sabe nada del planeta en el que ha aterrizado unos días antes, y hasta ahora todo le había indicado que aquella esfera ocre suspendida en un lejano sistema solar no era más que un erial inerte, otro planeta muerto como los cientos de planetas muertos que había tenido la mala suerte de encontrarse en su todavía no muy larga pero ya muy aburrida vida. Puede que Wilberforce sea un tipo duro, pero ya hemos visto cómo ha salido corriendo dos segundos después de oír una melodía, y ha corrido porque una melodía es un artefacto y Wilberforce sabe que quien es capaz de diseñar una melodía lo es también de diseñar una pistola de rayos o cualquier otra perrería. Sabe más aún: sabe que quien se permite perder el tiempo componiendo una melodía no puede tener la menor dficultad para perpetrar cualquier maldad, y quién sabe qué grado de crueldad, qué nivel de refinamiento, qué plano de perfección o de arbitrariedad puede alcanzar una maldad extraterrestre, ¿no creen? Ríanse de la tortura china. El sargento Wilberforce ha deducido, sin más que oír una sucesión de doce notas, que el horrible planeta muerto será horrible pero no está muerto, que lo habita una inteligencia creativa: una capaz de apreciar la belleza pero también de deformarla, de persuadir al azar para que juegue a su favor, de aprender algo sobre el mundo y luego utilizarlo contra él, contra el sargento Wilberforce y su maldita escafandra de alta tecnología. ¿Quién puede reprocharle su huida a este nudoso aventurero espacial?
Darwin puede. Lo que vino a decir Darwin en las páginas más brillantes de la historia de la biología, El origen de las especies, es que las melodías son cosas, no artefactos. Nadie hubiera podido creérselo —casi nadie se lo creyó de todos modos— si Darwin no hubiera ofrecido, al mismo tiempo que esa idea tan extravagante, un truco para hacerla factible: la selección natural. ¿En qué consiste el truco?
Tomemos como punto de partida una melodía dodecafónica. ¿Han oído alguna? Poca gente las soporta. Una melodía dodecafónica consiste en una sucesión de doce notas de distinto nombre. Como en la tradición occidental establecida por Bach sólo hay doce notas de distinto nombre (do, re bemol, re, mi bemol, mi, y así hasta si), una melodía dodecafónica debe necesariamente contener todas las notas de la escala cromática, es decir, de la escala que resulta de tocar doce teclas contiguas del piano, sin olvidar las negras, en riguroso orden ascendente. De hecho, si uno toca así esas doce teclas (por ejemplo, pasando un codo por encima del teclado), habrá compuesto una melodía dodecafónica. Pero también la habrá compuesto si toca esas mismas doce notas en cualquier otro orden: lo único que se pide es que la melodía comprenda las doce notas, y que por lo tanto no repita ninguna.
Cuando Arnold Shönberg —el doctor Fausto de carne y hueso, según el novelista Thomas Mann— formuló este método de composición, en los años veinte del siglo XX, su intención era garantizar al compositor que el resultado iba a ser francamente atonal, es decir, carente del tranquilizador punto de anclaje armónico que había caracterizado a toda la música anterior y que seguiría caracterizando a casi toda la música posterior, incluido el rock, el pop y la vasta mayoría del jazz. Este punto de anclaje (la tonalidad) implica, naturalmente, que algunas notas (la tónica o ancla, y sus socios legítimos) se utilizan mucho más que otras. El método dodecafónico de Schönberg, que prohíbe en sus estatutos utilizar unas notas más que otras, garantiza por lo tanto una infracción permanente de la tonalidad, del anclaje en el que reposa toda música normal. Y el dodecafonismo emerge así como una rara isla de desasosiego en el apacible discurrir de la música occidental. Las melodías dodecafónicas siguen provocando en el oyente una perplejidad ansiosa, un inevitable picor de soledad y desesperanza, un vértigo metafísico que ningún otro estilo musical ha podido ni siquiera acariciar.
El sargento Wilberforce se lo habría pensado mucho mejor antes de salir corriendo si lo que hubiera oído en el planeta muerto hubiera sido una melodía dodecafónica (al contrario que algunos oyentes en las salas de conciertos contemporáneas, que huyen despavoridos a bajada de batuta). La razón es que las melodías dodecafónicas no necesitan mucho diseño y por lo tanto pueden, concebiblemente, generarse de una forma más o menos espontánea. Si la especie humana llega a desaparecer de la Tierra, un mono podrá todavía componer una melodía dodecafónica sin mayores problemas. Por ejemplo, robando las doce piezas metálicas de un xilofón de juguete y tirándolas al aire para que luego caigan al suelo en cualquier orden. De hecho, cada vez que el mono repita esa operación obtendrá una melodía dodecafónica distinta, y la mayoría de los músicos profesionales manifestarán embarazosas dificultades para salir airosos de un test que les pregunte: ¿Es esto una melodía de Schönberg? ¿De Anton Webern? ¿De Alban Berg?
Casi nadie, sin embargo, tendría la menor dificultad para responder a otro test que, sobre los mismos sonidos generados por el mono, les planteara: ¿Es esto una melodía del maestro Rodrigo, o de Duke Ellington, o de Igor Stravinsky? Hasta el más duro de oído pondría ahora su crucecita en la casilla del no. El mono y su xilofón pueden hacerse pasar por Schönberg, pero no por el maestro Rodrigo, porque la melodía dodecafónica de Schönberg es casi una cosa, y la del maestro Rodrigo es evidentemente un artefacto.
Lo que nos dice Darwin es que la melodía del maestro Rodrigo no es en realidad ningún artefacto. Nos dice que es también una cosa, como la melodía de Schönberg. Nos dice que el tema del Concierto de Aranjuez es meramente una cosa, que nadie lo ha compuesto, que nadie lo ha diseñado. La melodía del maestro Rodrigo no necesita de ningún maestro Rodrigo: simplemente, se ha desarrollado a partir de la melodía dodecafónica de Schönberg —a partir de casi una cosa— en pequeños pasos graduales. Y ahora viene lo más importante: cada paso gradual surgió por mero azar pero acabó imponiéndose porque suponía una pequeña ventaja sobre la melodía precedente, y por lo tanto le fue comiendo el terreno hasta sustituirla por completo y convertirse en la melodía dominante. Sólo dominante, por supuesto, hasta que la tercera variación aleatoria con cierta ventaja viniera a sustituir a la segunda. Ésta es la idea revolucionaria de Darwin. No que la vida evoluciona —algo que otros científicos plantearon antes que él, y que en cualquier caso ya no duda ninguna persona sensata y medianamente informada—, sino que evoluciona de esa forma gradual y desnortada, a base de ínfimas mejoras sucesivas.
Insistamos en esta idea fundamental. Lo realmente sorprendente, lo casi inaceptable de la teoría de Darwin, no es que nos diga que la melodía dodecafónica puede evolucionar hasta crear el tema del Concierto de Aranjuez. Lo casi inaceptable es que nos dice que esa evolución ocurre del siguiente modo ciego y estúpido: las piezas del xilofón caen al suelo y generan una melodía dodecafónica; esa melodía varía un poco, al azar, cada vez que alguien la toca; la inmensa mayoría de esas variaciones son inútiles, pero cuando, por mero azar, surge una versión de la melodía que es algo más tonal que la original (por ejemplo, porque resulta tener tres notas seguidas que forman un acorde aceptable), la variación se impone sobre el original; y vuelta a empezar. Tras miles o millones de ciclos de ínfimas mejoras graduales de este tipo, obtenemos el tema del Concierto de Aranjuez (o cualquier otra melodía magnífica). Así es como se compone el Concierto de Aranjuez sin necesidad de ningún maestro Rodrigo.
He escrito «o cualquier otra melodía magnífica». La melodía dodecafónica original puede, en efecto, evolucionar en muchos sentidos diferentes simultáneamente. El resultado serán muchas melodías magníficas, cada una de ellas evolucionada por mejoras aleatorias y graduales, pero cada una con un resultado final diferente aunque igualmente impresionante: el Concierto de Aranjuez, el concierto para violín y orquesta de Bartok, Round midnight de Thelonius Monk, Giant steps de John Coltrane. Todas estas melodías son tan impresionantes como en la Tierra lo somos los humanos, los leopardos, las moscas y las bacterias del tifus. Ésta es otra percepción fundamental del evolucionismo: que todos los seres vivos actuales, por muy diseñados que parezcan para cada problema especializado, proceden por ramificaciones sucesivas de un solo organismo simple, primordial, primitivo, de poco más que una mera cosa.
Para no abusar de la música, propongo a los lectores otro ejercicio darwiniano que ilustra el mismo punto. Consiste en partir de un mal pareado, como por ejemplo:
El cielo fugaz espera un infierno
De un tenue hoy que no es eterno
y convertirlo en uno bueno, como por ejemplo:
El hoy fugaz es tenue y es eterno.
Otro cielo no esperes, ni otro infierno
No empiecen todavía. Tengan en cuenta primero que la transformación debe hacerse mediante pequeños pasos graduales y ciegos (no vale mover siete palabras de una vez y cada una a la posición que mejor le viene al jugador). Y lo más crucial: cada pequeño paso debe implicar una mejora respecto al verso anterior. Como «mejora» no vale el mero hecho de que se parezca un poco más al pareado final. Cada pequeño paso debe ser por sí mismo un pareado un poco mejor que el anterior. ¿Ven ahora el problema? Pues adelante.