12
En que Bear se adentra en el mar

No me acuerdo del trayecto a casa en coche.

Siempre he oído a la gente decir eso, y siempre he pensado que resulta ridículo. ¿Cómo no puedes acordarte de haber conducido hasta casa? Tienes que arrancar, parar, moverte en una dirección o en otra. Hay coches circulando por tu lado, delante, y aun así no puedes acordarte del trayecto en sí hasta que de pronto te encuentras sentado en el aparcamiento de tu piso de mierda, aferrando el volante con tanta fuerza que crees que se te partirán los dedos, haciendo caso omiso del agujero negro que se te ha abierto repentinamente en la boca del estómago, meditando por qué acabas de cometer el mayor error de tu vida pero sabiendo que se ha debido a que ahora eres padre, y los padres tienen que tomar las decisiones más difíciles, unas decisiones que no puede tomar nadie más, aunque solo sea para proteger a aquellos que se les ha confiado. ¿Cómo puedes no acordarte?

Finalmente me despejo la cabeza (¿me despierto?, ¿recobro la consciencia?) y me doy cuenta de que llevo un rato en el aparcamiento. La niebla de fuera se ha ido filtrando dentro del coche, y tengo las manos heladas y el cuello anquilosado. Cuando abro la puerta, miro la escalera que conduce hasta el umbral donde un niño me está esperando con dolor en los ojos y ponzoña en las venas. Un pie precede al otro, y de alguna manera consigo subir los peldaños.

Apenas he introducido la llave en la cerradura cuando la puerta se abre de golpe. Creed me mira fijamente, con el Chico acurrucado en sus brazos. Procuro no hacer caso del temblor de sus hombros.

—¿Qué diablos ocurre? —suelta Creed.

Estoy rendido y tengo el cerebro en modo de piloto automático. Paso despacio junto a Creed y cierro la puerta a mi espalda. Se cierra con un chasquido, y no quiero que vuelva a abrirse nunca más. Se me antoja una buena idea quedarme aquí para siempre, hecho un ovillo en un rincón, dejándome acariciar por la suave corriente. Flotar siempre es mejor que hacer daño.

—Juro por Dios, Bear, que si no me dices qué ha ocurrido, yo… —empieza Creed otra vez.

—¿Tú qué? —replico en voz baja—. ¿Qué harás?

Esto lo contiene, y entorna los ojos.

—¿Qué te ha hecho? ¿Por qué diablos ha vuelto?

—No quiero hablar de eso.

—¡Mala suerte! —exclama—. Otter trae al Chico a casa, los dos están furiosos, y lo único que me dicen es que tu madre está contigo y que trata de compensar o algo así.

Me río, pero sin humor.

—O algo así —convengo.

Sus ojos se ablandan, y por un momento me sobresalto al ver el fulgor verde y dorado en el que no me había fijado nunca. Es algo más apagado que el de Otter, pero está ahí. Aparto la mirada.

—Bear, ¿qué te ha hecho?

—¿Quieres ayudarme de verdad?

Asiente con la cabeza.

—Entonces necesito que me hagas un favor.

—Ya te lo he dicho. Lo que quieras.

—Vete a casa. —Levanto una mano antes de que pueda replicar—. Vete a casa y déjanos tranquilos por ahora. Ya sé que lo único que quieres hacer es ayudar. Lo entiendo. Y te quiero por eso. Pero ahora necesito que te alejes de mí.

No puedo decirle que es debido a que se parece demasiado a su hermano y esto me está destrozando.

Sigue pareciendo a punto de protestar, pero ve algo en mis ojos u oye algo en mi voz y encorva los hombros. Levanto los brazos y me pasa al Chico. Siento una punzada de tristeza cuando noto que mi hermano pequeño se tensa al efectuar el cambio. Creo que se resistirá, pero en lugar de eso me engancha el cuello con un brazo y hunde la cara en mi pecho. Siento cómo tiembla. Dios. Me vuelvo para enfilar el pasillo.

—Tienes que dejarme ayudarte —dice Creed con desesperación en la voz. Miro hacia atrás, a pesar de una columna de sal, y parece casi tan desorientado como yo. Añade—: Recuerdo la última vez que pasó esto, lo testarudo que fuiste, lo fuerte que tuviste que ser. Te recuerdo, Bear. No podéis hacer esto los dos solos. Por favor.

—Estamos solos —respondo.

Recorro el pasillo, entro en el baño y cierro la puerta a mi espalda.

Transcurre el tiempo. Hasta que:

Se estremece en mis brazos.

—Lo ha hecho ella, ¿verdad? —le oigo susurrar.

No sé qué decir.

—Lo ha hecho ella. Lo ha hecho ella. ¡Lo ha hecho ella! ¡Lo ha hecho ella!

La última frase le sale como un sollozo, rompiendo a llorar.

Recupero la voz.

—Lo siento, Chico. He hecho lo que debía para protegerte.

No sé si me oye porque todavía está salmodiando «Lo ha hecho ella, lo ha hecho ella» en voz baja, meciéndose en mis brazos. ¿Ha sido siempre tan pequeño?

—Lo siento. Pero tengo que velar por tu seguridad. Tengo que asegurarme de que nadie pueda apartarte de mí. ¿Lo entiendes? —Mis palabras son quedas, porque sé que si las dijera más alto parecerían falsas—. Me hice una promesa el día que ella se fue. A través de toda la rabia que sentía, de todo el miedo que tenía, la culpa, hice una promesa. ¿Sabes qué prometí, Chico?

Sigue meciéndose. «Lo ha hecho ella, lo ha hecho ella».

Levanto las manos y se las pongo suavemente en la cara, apaciguando sus movimientos. Sus ojos se clavan en los míos, y me pregunto cuánto puede aguantar un niño, aunque se trate del Chico, antes de desmoronarse. Apoyo mi frente contra la suya.

—¿Sabes lo que prometí? —pregunto. Niega con la cabeza y una gotita de agua cae de sus pestañas—. Me prometí que ocurriera lo que ocurriese, fuéramos a donde fuésemos, fuera lo que fuese lo que se interpusiera en nuestro camino, siempre serías lo primero en mi vida.

Gime en voz baja.

—Prometí que irías a la escuela, que siempre tendrías lo que necesitaras. Prometí que pondría todo de mi parte para que te sintieras orgulloso de mí y para convertirte en alguien de quien siempre estuviera orgulloso.

—Pero…

Sacudo la cabeza.

—Calla. —Le beso la frente, y sus brazos pequeños vuelven a rodearme el cuello—. Nunca quise que volvieras a pasar por lo que nos hizo ella. Pensé que sería lo bastante fuerte por los dos. Quise darte lo que yo nunca tuve. Y…

Y no puedo continuar porque las palabras se me han atascado en la garganta. Sus manos se aferran a mi nuca, me siento invadido por la ira y la desesperación y vuelvo a agarrarme a él.

—¿Terremotos? —me susurra al oído—. ¿Papá Bear?

Asiento con la cabeza. Nadie me conoce mejor que él.

Baja de mi regazo, me coge de la mano y tira. Me conduce hasta la bañera y nos metemos dentro. Él vuelve a acomodarse en mi regazo y las lágrimas empiezan a caer, y notamos que el mundo tiembla a nuestro alrededor, que el océano sube de nivel a nuestros pies. Finalmente nos dejamos arrastrar por la corriente, adondequiera que nos lleve.

«Lo has hecho tú —susurra la voz. La siento subir despacio desde la negrura y revolotear detrás de mis ojos, chispas saltando en la oscuridad—. Cuando eches la vista atrás, cuando los recuerdos y las caras de los afectados empiecen a desvanecerse, recuérdalo: lo has hecho tú. Por lo menos siempre te quedará eso, ¿no? ¿Verdad, Bear? Oh, Bear. Lo has hecho tú».

En alguna parte suena un teléfono.

Hay un momento de claridad engañosa, esos valiosos segundos entre despertar y estar despierto en los que todo está bien, porque se ha hecho borrón y cuenta nueva. El mundo tiene sentido porque no es un lugar con dolor y rabia. Es solo pura locura cuerda, perfectamente imperfecta. Entonces se impone la lógica, las sinapsis se disparan, los músculos se mueven, el corazón se deja notar a medida que los vasos sanguíneos se constriñen y se contraen, y me acuerdo de todo. Tengo los ojos pegajosos y anquilosados. Me noto la garganta como si hubiera tragado pólvora, mi cabeza es víctima de una resaca provocada por un alcohol que no he bebido. Obligo a mis ojos a abrirse.

Todavía estoy en la bañera. Solo.

El teléfono suena otra vez, y me golpeo la cabeza contra la jabonera de la pared cuando intento moverme para sacarlo del bolsillo.

Me acobardo, y mi dedo se dobla dolorosamente cuando se engancha en la tela de los vaqueros. Me arde el tobillo. Maldigo, arranco el teléfono del bolsillo y los unos y ceros de la pantalla anuncian: «Anna. Anna. Anna». Pulso la tecla de ignorar. Es mucho mejor poder pulsar la tecla de ignorar que no hacer caso de un teléfono que suena.

—¿Tyson? —digo con voz herrumbrosa.

El baño está en penumbra, la puerta entreabierta y la luz del sol se filtra por la rendija, iluminando un cepillo de dientes. Me levanto despacio y no tardo en descubrir por qué la gente no pasa la noche durmiendo sobre porcelana. Abro la puerta del baño y entrecierro los ojos por la luz. Parece que es por la mañana.

—¿Chico? —digo, esta vez un poco más alto.

No hay respuesta.

Hago caso omiso del pulso acelerado de mi corazón, saltando aquí y allá. Recorro el pasillo hacia nuestro dormitorio. Desierto. El de ella también. Miro en la cocina. En la salita. En el balcón. Miro dentro de los armarios. Debajo de la mesa, encima de la mesa.

—¿Tyson?

Mi móvil vuelve a sonar. Anna.

Corro a la puerta principal y la abro. Salgo al frío aire de la mañana y miro desesperado a mi alrededor. Alguien se ríe. Pasa un camión. Hay un televisor encendido cerca. Una sirena. Un perro ladra. Un estornudo y un bocinazo. Esta mañana parece normal. Es mentira. Aporreo la puerta contigua a la mía. Nada. Vuelvo a llamar.

Se abre un poco y el ojo de la señora Paquinn mira hacia fuera. Se dilata al verme, y la puerta termina de abrirse del todo. Una mano sujeta el cuello de la bata.

—¿Bear?

—¿Está aquí? —pregunto, abrumado—. ¿Está Tyson aquí con usted? ¡Chico! —grito detrás de ella.

La mujer niega con la cabeza.

—No está aquí, Bear. No le he visto desde que lo dejé contigo anoche.

—¿Se… ha ido? —le digo o le pregunto. No sé exactamente qué hago—. No puedo encontrar…

Da un paso adelante y me abraza, pero tomo el camino de mayor resistencia y me quedo paralizado entre sus brazos. «Ahora no es momento de abrazos —pienso—. El momento de los abrazos no es este».

—No te preocupes, querido. Le encontraremos. No puede haber ido lejos.

Y dicho esto ya no puedo tenerme de pie y caigo hacia delante. Ella es pequeña pero fuerte, mucho más fuerte de lo que parece. Me agarro a ella y me da unos golpecitos en la nuca. Huele como debería hacerlo una anciana, a flores rancias y a caramelos de dulce de azúcar con mantequilla pasados.

No puedo evitar empezar a pensar en esta mujer. Esta mujer menuda que ha presenciado desde la primera fila el drama de sus vecinos de al lado durante los tres últimos años. Esta mujer que aparentemente lo dejaría todo si necesitara que vigilara a Tyson. Las preguntas surgen al azar en mi mente, y me avergüenzo de no conocer las respuestas. ¿Cuándo murió su marido (¿Gerald? ¿Jonathan?)? ¿Por qué no tiene hijos? ¿Por qué hace lo que hace por mí? ¿Qué demonio posee a esta mujer para estar aquí de pie a primera hora de la mañana, sosteniéndome mientras me derrito, mientras el cóctel químico que es mi persona se sacude y se agita? Y entonces, todo esto desaparece en un instante cuando mi verdadero temor sale a la superficie, algo que he estado barajando desde que he gritado por primera vez el nombre de mi hermano pequeño.

—¿Y si ella se lo ha llevado? —gimo.

Me empuja hacia atrás y me sujeta el rostro en sus manos, con los ojos encendidos y la voz gélida como el hielo:

—Entonces lucharemos como demonios para recuperarle. Cueste lo que cueste.

Mi teléfono vuelve a sonar. Anna. Mierda, joder.

La señora Paquinn baja los brazos cuando conecto la llamada.

—Anna, ahora no es el momento —digo bruscamente—. Ty ha…

—Está aquí conmigo —me interrumpe—. Bear, ¿qué pasa? Estaba aporreando mi puerta, y Creed dice que tu madre estuvo ahí.

—¿Qué él… qué?

Miro impotente a la señora Paquinn. Ella da un paso y me coge el móvil de la mano.

—¿Anna? Soy la señora Paquinn. Bien, querida, gracias por preguntar. ¿Y Tyson? Ajá. Ajá. No, no sé de qué se trata. No. No. Mientras esté fuera de peligro. Ajá. Bear estará bien. Solo ha tenido un pequeño susto. No, yo le llevaré. No creo que deba conducir un vehículo ahora mismo. Muy bien. Adiós.

Cierra el teléfono y me lo devuelve.

—¿Está con Anna? —deduzco con brillantez.

Asiente con la cabeza.

—Por lo visto se ha presentado esta mañana, aporreando su puerta. Está en su casa, sano y salvo. Ahora cierra la puerta y te llevaré con él. —Extiende el brazo al interior de su piso y coge las llaves del coche de la mesilla que hay junto a la entrada. Cuando se vuelve, ve que no me he movido—. Derrick, ahora.

Cierro la puerta, ella me da la mano y me conduce escalera abajo. Hay mucha luz fuera. Trato de entrar en razón, trato de recobrar el control. «Está a salvo —me digo—. No se lo han llevado. Está a salvo». Los mayores interrogantes me inundan la mente, como por qué ha ido a casa de Anna y por qué ella ya estaba enterada de lo sucedido por boca de Creed. No puedo contestarlos ahora mismo, así que los aparto.

—Podemos coger mi coche —murmuro cuando la señora Paquinn me hace doblar la esquina hacia el aparcamiento.

Suspira con delicadeza.

—Es muy amable de tu parte, pero no pienso caer en tu trampa mortal. Me altero cada vez que veo que tú y Tyson subís para ir a algún sitio, porque sé que un día volveréis a casa y empezará a arder.

Aún no creo estar bien de la cabeza porque no logro entender qué quiere decir.

—¿Arder?

—Arder —confirma—. No, podemos coger mi coche. Me lo compró mi marido poco antes de fallecer, que Dios lo tenga en su santa gloria. En realidad nunca tuvimos cosas bonitas, no de esas que son importantes de verdad. Pero un día vino a casa en ese hermoso coche con una sonrisa en la cara como no le había visto jamás. Me dijo que, le pasara lo que le pasase, se iría sabiendo que tenía que llevarme a todas partes como una princesa.

—Pero ¿no está su coche hecho una mier…?

—¡Cierra la boca, Derrick McKenna! No eres demasiado mayor para lavártela con una pastilla de jabón.

Sus ojos chispean hacia mí, y veo la sonrisa que asoma detrás de las arrugas de su cara.

—Sí, señora.

Doblamos la última esquina y hace tintinear las llaves cuando nos dirigimos hacia su Cadillac de principios de los ochenta. Tiene una línea ostentosa y un color difícil de describir. La señora Paquinn se acerca a la puerta del pasajero, la abre y espera a que suba. Suspiro y trato de recordar si he ido alguna vez en coche con ella a alguna parte. Procuro olvidar todos los casos que he oído de una conductora anciana irrumpiendo en un mercado abarrotado de gente. Me siento y se levanta una fina nube de polvo a mi alrededor cuando mi culo rebota en el asiento. Cierra la puerta de golpe y rodea la parte delantera del vehículo. Su espalda llega casi a la altura del techo del Cadillac. Pienso que tal vez esto sea una mala idea, pero su amenaza de lavarme la boca con jabón desecha cualquier objeción que pueda plantear. Sube al coche y me quedo mirándola, porque su cabeza apenas asoma por encima del volante.

Me sonríe y echa el asiento hacia delante, lo que hace que se aplaste el pecho contra el claxon, que emite un bocinazo irritado. La señora Paquinn se ríe entre dientes, busca en la guantera de la puerta y saca unas gafas de sol que le cubren todo el rostro. Parece un actor de los años veinte con la cara maquillada de negro. El coche cobra vida con un rugido y busco a tientas mi cinturón de seguridad. No lo hay.

—Esa cosa se rompió hace años —me dice mientras se abrocha su cinturón—. Al final lo corté y lo quité. Pero ten la plena seguridad de que cada vez que Tyson viaja en este vehículo va siempre seguro en el asiento de atrás.

Quiero trasladarme al asiento de atrás.

Sonríe de nuevo y pisa el acelerador.

Minutos después descubro que es como ser llevado por una mujer que cree que el mundo se acabará si no pisa el acelerador a fondo y que por lo visto no existe ningún asidero al que agarrarme dentro de un Cadillac de principios de los ochenta de color mierda.

La señora Paquinn me mira de soslayo y debe de advertir la palidez en mi cara, porque dice:

—Oh, querido, tienes que tranquilizarte. ¿No te he contado que hacía carreras de coches cuando era jovencita?

Noto que mis hombros se relajan ligeramente.

—No, creo que se ha saltado esa parte… —mascullo entre dientes.

—Ah, bueno. Porque nunca he hecho carreras de coches, y habría sido mentira.

Intento encogerme en el asiento, pensando que, después de todas las desgracias que me han acaecido en las últimas veinticuatro horas, sería un final perfecto quedar despachurrado contra el parabrisas.

Se vuelve a mirarme y estamos a punto de atropellar una simpática familia de cuatro miembros.

—Bueno, ¿tengo que fingir que no soy entrometida o vas a contarme lo que pasó con Julie?

Sacudo la cabeza y mis manos se aferran a las esquinas del asiento.

—¿A qué cree que vino aquí? A joderlo todo como… ¡oh, Dios mío, cuidado!, como hace siempre.

Termino la frase débilmente cuando está a punto de alcanzar por detrás un coche detenido. Sin embargo lo esquiva, metiéndose entre el tráfico, y dobla la siguiente esquina a la misma velocidad.

—Eso ya me lo puedo imaginar, Bear. Debo admitir que me costó mucho trabajo dejaros solos con ella anoche. Pensé que no ocurriría nada porque ese Oliver estaba con vosotros. Es todavía más grande que mi Joseph, que Dios lo tenga en su santa gloria.

Al oír mencionar ese nombre, me olvido de que estamos viajando a noventa kilómetros por hora por vías urbanas. La tristeza sustituye el miedo.

—Bear, cariño. ¿He dicho algo malo? Esa expresión en tu cara me está rompiendo el corazón.

Niego con la cabeza.

—No tendrá nada que ver con el hecho de que anoche te tuviera aprisionado contra la pared delante de la puerta de mi casa morreándote, ¿verdad?

Oh, mierda. Vuelvo la cabeza de golpe hacia ella y, aunque quiero rogarle que no pierda de vista la carretera, no advierto odio ni repugnancia en sus ojos. Solo hay amor, y está destinado a mí.

—No debería haber visto eso —murmuro.

—No vi gran cosa —me tranquiliza—. Oí un golpe fuera, miré por la ventana y os vi a los dos. —Extiende el brazo y me da unos golpecitos en el muslo—. Debo admitir, sin embargo, que nunca creí que viviría lo suficiente para ver a un Oso siendo vapuleado.

Suelta una risita en voz baja. Sonrío tímidamente y pienso en lo negros que tenía los ojos, cómo se me había cortado la respiración al notar sus manos sobre mí, con la espalda apretada contra la pared del piso. Cómo su aliento se había convertido en el mío, y cómo había querido escupir, sisear y restregarme contra él allí mismo. «Te quiero», había dicho él.

«Lo sé. Creo que siempre lo he sabido».

No debería pensar en estas cosas. No puedo pensar en…

(Oh, Dios).

Por un momento me he ido, remontándome días y semanas atrás. Rebobino más allá del terremoto, del océano, de la fealdad que fue mi cobardía, más allá de ella. Estoy con él.

«Me sonríe desde su posición entre mis piernas, con el pecho oprimiéndome la polla mientras recuesta la cabeza sobre una mano y traza formas sin sentido sobre mi estómago con la otra. Sus largas piernas se extienden suspendidas sobre el borde de la cama.

»—Muy bien, ¿qué he dicho esta vez? —pregunta.

»Me encojo de hombros.

»—No lo sé. ¿Cómo diablos puedo saber lo que escribes? Esto es ridículo.

»Pone los ojos en blanco.

»—No es ridículo. Tú eres ridículo.

»Vuelve a trazar las formas.

»Cierro los ojos, tratando de concentrarme en el movimiento de su dedo. Va más despacio, y de nuevo no tengo ni idea de lo que intenta decir. Los nervios de mi piel hormiguean mientras él escribe y escribe. Sus manazas son como el fuego. Gruño en voz baja y doblo la espalda, tratando de aliviar la presión que se acumula en mis costados. Le oigo soltar una risita y le noto bajar el pecho.

»—¿Qué he dicho esta vez? —susurra mientras restriega su pecho contra mí.

»No es justo.

»—Más vale que digas cuánto deseas mi polla en tu boca, o te daré una patada en los huevos —jadeo.

»—No. Probemos un modo distinto.

»Esta vez usa la lengua. Me olvido de la escritura.

»Me remonto…

»… más lejos y es dos…

»Es dos días antes del lascivo concurso de ortografía. Estoy en el trabajo y suena el teléfono. Incluso antes de cogerlo, sé que es él.

»—Hola —dice excitado—. ¡Hoy me he olvidado por completo de decírtelo! Aún no he dejado de probar las carnes.

»Sonrío.

»—Yo también te quiero —digo, sintiéndome retrasado y alborozado al mismo tiempo.

»Ni siquiera miro alrededor para ver si alguien está escuchando.

»Luego es…

»… más atrás y…

»… y despierto…

»… despierto junto a él, con su aliento cálido en mi cara, su brazo enroscado alrededor de mi cuello. Su corazón late en mi oído. Me muevo con delicadeza para poder recostar la barbilla sobre su tetilla y levanto la vista hacia él, deseando que se despierte, queriendo ver el fulgor verde y dorado con el que acabo de soñar. Y entonces es magia, es magia, es magia porque justo en aquel momento abre los ojos y me sonríe soñoliento.

»—Eh.

»—Eh, tú.

»Extiendo un brazo y está listo para mí, el apetito empieza a tomar forma, y pienso que nunca encajaré tan bien con nadie como encajo con él.

»… más atrás (¿cuándo?, ¿por qué?).

»Han pasado unos días desde que le dije que le quería por primera vez. En cada ocasión que me ve es como si fuera la primera.

»—Eh —dice—. Sabes que lo sabía, ¿verdad?

»Podría fingir que no sé de qué está hablando, pero no se dejaría engañar.

»—Lo sé.

»Me besa en la frente.

»—Lo noté desde el principio.

»Me dice que me quiere.

»Susurra que la lucha por mí es todo lo que ha conocido.

»Lo sé. Oh, Dios, claro que lo sé, y…, y…, y…

»… y…

»… entonces…

»… voy…

»… hacia delante».

Casi hemos llegado a casa de Anna.

—Así que se trata de eso, ¿verdad? De Oliver —dice la señora Paquinn—. ¿Qué te dijo ella, Bear?

«¿Quién es más importante para ti? ¿Quién te necesita más?».

—Dijo lo suficiente.

Me quedo mirando por la ventanilla el resto del trayecto.

Enfilamos el camino de entrada a la casa de Anna. Me dispongo a abrir la puerta cuando la señora Paquinn me coge suavemente del brazo. Me vuelvo a mirarla.

—Sea lo que sea lo que haya pasado, sea lo que sea lo que ocurra, saldremos de esta —declara—. Juntos. Sé que eres fuerte, y sé que eres valiente, pero nadie debería pasar por esto solo.

—¿Y usted? —pregunto como un bobo—. Usted está sola.

Se echa a reír.

—Oh, Bear. Contigo, Tyson y todo lo demás que existe en mi vida, ¿cómo puedo estar sola?

La puerta principal de la casa se abre de golpe y sale el Chico. Da la impresión de que no puedo bajarme del coche lo bastante aprisa. No es hasta que corro hacia él, no es hasta que me salta a los brazos, cuando finalmente me percato de lo asustado que estaba. Cuando te dejas llevar por el pánico, es envolvente, aterrador, gélido. Me aparto un paso de él y caigo en la cuenta de lo cerca que he estado de perder la cabeza. Ty me solloza al oído cuánto lo siente, y yo noto su cuerpecito apretado contra mí e inhalo profundamente, aspirando su aroma, y ahora sé lo perdido que estaría sin este Chico entre mis brazos. Le aparto y le limpio la cara con torpeza, secándole las lágrimas. Él levanta la mano y me enjuga las mías. Tomo esas manitas entre las mías, las aprieto contra mis labios y cierro los ojos. Su frente toca la mía.

—Oh, papá Bear —dice con voz ahogada por la emoción—. Por favor, no te enfades conmigo. Solo he ido a buscar ayuda. No soy más que un niño. No puedo cuidar de ti yo solo. No pretendía hacerte enfadar.

—Me cuidas muy bien —respondo con brusquedad—. No estoy enfadado. Solo me he asustado un poco. Creía que te habías ido.

Esto hace que empiece otra vez, y llora contra mi cuello. Le abrazo más fuerte, susurrándole al oído hasta que deja de sollozar y comienza a hipar. Le paso una mano por el pelo. Vuelve a llevarlo demasiado largo. Necesita que se lo corten. Tendré que pedir hora. Empiezan a temblarme las manos. No sé por qué.

Miro por encima de mi hombro y veo a Anna de pie junto a la señora Paquinn, las dos con los ojos enrojecidos y la cara humedecida. Y, por supuesto, al lado de Anna está Creed, con los ojos sospechosamente brillantes. Se pasa el antebrazo por el rostro y, cuando lo baja, sus ojos han perdido el fulgor. Lo que hay ahora en ellos es determinación. Lo sabe. Y si él lo sabe, Anna también.

Joder.

Noto un tirón en la barbilla y miro al Chico, acurrucado en mis brazos. Tiene la nariz llena de mocos y la cara hinchada, pero sigue siendo lo más maravilloso que he visto nunca. Y si puede saber lo que hay entre Otter y yo y aun así mirarme como si yo hubiera creado el mundo, significa que algo debo de hacer bien.

Suspiro y devuelvo la atención a mi pequeña familia, de pie delante de mí.

—Supongo que hay ciertas cosas de que hablar. ¿Podemos ir adentro?