11
En que Bear se ve obligado a entrar en el océano

—¡No es cierto! —gruño mirando a Otter, que me sonríe desde su posición sobre mi pecho.

Suelta un bufido y me mordisquea suavemente el estómago, lo que hace que me retuerza.

—Sigue diciéndote eso —replica—. Todo lo que sé es que cada vez que cualquier parte de mi boca está sobre cualquier parte de tu cuerpo, pones esa cara.

Me la muestra de nuevo, poniendo los ojos en blanco y abriendo la boca, con la lengua fuera mientras jadea. Me echo a reír y le golpeo la cabeza con un cojín.

—Lo que tú digas —concedo, sonriéndole—. Si crees que hago eso porque es una buena cosa, te equivocas. Es mi cara aburrida. Ojalá supieras practicar mejor el sexo. Santo Dios, Otter, tú eres el gay aquí; creía que sabrías cómo dar placer a otro tío.

Sus ojos chispean pícaramente, vuelve a bajar los labios hacia mi estómago y creo que se dispone a lamerme en ese sitio. Me preparo para no poner esa cara (que es, por supuesto, la expresión de la cúspide del éxtasis a la que me eleva) cuando aprieta los labios contra mi estómago y sopla con todas sus fuerzas. El ruido de pedorreta resuena dentro de la habitación, y todos mis sentidos estallan a la vez, y antes de que pueda evitarlo chillo como una chica y trato de quitármelo de encima. Sus brazos me rodean mientras me mantiene inmovilizado, y puedo notar cómo sonríe contra mi torso cuando vuelve a hacerlo. Cabrón.

Finalmente se aparta de mí y se tiende boca arriba, poniéndose un brazo sobre los ojos mientras suspira satisfecho. Esa sonrisa torcida que he llegado a anhelar tanto le adorna el rostro. Mientras le contemplo, me vienen a la cabeza las palabras que dijo Creed hace unas semanas: «Ese tío lleva el corazón en la mano». Nada más cierto. Cuando Otter está disgustado o deprimido, se le ve en los ojos. Cuando es feliz, es como estar en el séptimo cielo. Y cuando esa felicidad se dirige hacia mí… bueno, digamos que sé que voy a poner esa cara en algún momento del futuro inmediato. Me río para mis adentros.

Otter levanta el antebrazo de su cara y me mira con una ceja arqueada. Niego con la cabeza y paso a ocupar mi sitio sobre su hombro. Él gruñe agradecido, me rodea con los brazos y me atrae más hacia sí.

—Eso es una chorrada, ¿sabes? —dice, su voz amortiguada contra mi pelo.

—¿Qué?

—Hace casi tres meses que pones esa cara. Lo hiciste la primera vez, y lo has hecho desde entonces. Sé lo que me hago.

Pongo los ojos en blanco y decido darme por vencido.

—Sí, sí, sí. Está bien, grandullón. Tú ganas. —Le pellizco la tetilla con suavidad, y él sisea flojito y se dobla sobre el pecho—. Haces unas mamadas de primera.

—Desde luego que sí —gruñe, apretándome la mano contra su pecho.

Nos quedamos allí tendidos un rato más, sin hablar, con el sol de media mañana de agosto entrando a raudales a través de la ventana. «Casi tres meses —pienso, divertido—. ¿Ya ha pasado tanto tiempo?». Me reprendo en broma, a sabiendas de que parezco un treceañero en su primera relación. Estos tres meses han sido tres meses más de lo que creía que duraría algo así. Desde nuestra colosal pelotera en su patio trasero, Otter y yo hemos incurrido en un entendimiento maravilloso, un entendimiento que nos permite a ambos mirar tímidamente hacia el futuro. He empezado a estudiar qué necesitaré para regresar a la facultad. Hace unas semanas, Otter volvió a coger su cámara y comenzó a hacer fotos. Incluso salió a comprarle una cámara al Chico, y esos dos han estado dedicándose a esa actividad como demonios. Resulta que el Chico es muy bueno, con gran disgusto de Otter.

Me resulta curioso ver dónde me encontraba un año atrás y compararlo con dónde estoy ahora. Todo ha cambiado, casi todo para mejor. Por primera vez en muchísimo tiempo me conformo con no saber qué puede depararme el día de mañana. Claro que aún tengo las preocupaciones que conlleva ser un hermano/padre veinteañero, y los interrogantes acerca de quién soy realmente, pero no parecen tener la importancia de antes. Últimamente he estado pensando que si las cosas pueden ser tan buenas, que si puedo ser tan feliz, ¿por qué debería entonces seguir ocultándolo? ¿Por qué debería mantenerlo en secreto de aquellos que más me quieren? Por eso he tomado la decisión que he tomado, la decisión que aún tengo que transmitir a Otter. Bueno, no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.

—Eh —digo.

—Eh, tú —responde Otter.

—Quiero decírselo a Creed.

Su mano, que hasta hace un segundo había estado jugueteando con mi pelo, se para en seco. Noto cómo se levanta su pecho cuando inspira profundamente y suelta el aire despacio. Entonces Otter se gira y me acuesta con delicadeza sobre la almohada que tiene al lado. Apoya su frente contra la mía y me mira a los ojos, buscando alguna validez a lo que acabo de decir. Le sonrío con timidez y él me corresponde, y puedo sentir su aliento cálido en mi cara.

—¿Estás seguro? —pregunta con ojos esperanzados.

Asiento pausadamente.

—Lo he estado pensando durante algún tiempo. Me he dicho que tenía que hablarle de nosotros antes de que se vaya. ¿Cuándo dará esa fiesta…, dentro de nueve días? ¿Y se marcha dos días después? —Otter asiente—. Eso me concede menos de dos semanas para reunir el valor suficiente.

Otter levanta una mano y me acaricia la mejilla con suavidad.

—¿Seguro que quieres hacer esto, Bear? Ya sabes que no te obligo a hacerlo, ¿verdad? Quiero que sea tu propia decisión, y te apoyaría en un sentido o en el otro.

—Lo sé —le digo, y es la verdad.

Otter ha cumplido su palabra. Y me hace sentir mejor saber que se da cuenta de que no tiene que ver necesariamente con nosotros, sino principalmente conmigo. Sí, Otter es mi novio y el hermano mayor de Creed, pero Creed tendrá que afrontar el hecho de que a su mejor amigo resulta que le gustan las pollas. Y no solo cualquier polla, sino la que pertenece a su hermano. Esta conversación podría tomar tantas direcciones distintas que me ha parecido más fácil intentar no pensar en esa parte.

Otter me ofrece su sonrisa y me besa en los labios.

—Bear McKenna, acabas de alegrarme el día.

Le sonrío satisfecho.

—Creía que te había alegrado el día cuando te he dejado follarme durante las últimas dos horas.

Su sonrisa se torna perversa y vuelve a colocarse encima de mí, intensificando sus besos mientras frota su cuerpo arriba y abajo sobre el mío. Sus labios abandonan los míos, me besa la mandíbula subiendo hasta la oreja y luego hace girar la lengua, lo que hace que se me contraigan los dedos de los pies y gima suavemente. Se ríe en mi oído y lo hace de nuevo. Entonces su lengua ha desaparecido, sustituida por sus labios, que susurran:

—Dios, espero que sepas cuánto te quiero.

—Lo sé —jadeo mientras me besa cuello abajo.

Con gran disgusto mío, detiene su expedición y me mira fijamente.

—¿Quieres que esté presente cuando se lo digas?

Pienso un momento antes de negar con la cabeza.

—Creo que sería mejor que estuviéramos él y yo solos. No sé cómo irá, y no quiero que estés allí amenazando con patearle el culo si reacciona mal.

—Le mataría si dijera alguna estupidez —admite Otter—. Pero en realidad no creo que le importe mucho. Es posible que lo único que le cabree sea no haberlo descubierto antes.

Asiento con la cabeza.

—Ya lo he pensado, y si tengo suerte eso será lo único por lo que se enfadará conmigo. Es la única cosa que justificaría cualquier ira. Pero no puedo evitar sentirme como si fuera a meterme en la boca del lobo.

Otter me besa en la frente.

—No te preocupes por nada. Dios no quiera que marche mal, pero recuerda que va a volver a la facultad en un par de semanas. Si se siente realmente disgustado por eso, por lo menos dispondréis de algún tiempo para resolverlo. Seguramente es mejor que hayas esperado a decírselo hasta ahora.

—¿Sí? —pregunto—. Yo también lo creía. De hecho —lanzo una mirada al despertador de la mesilla de noche—, ¿dónde está ahora?

Los ojos de Otter se dilatan un poco.

—¿Ahora? ¿Quieres hacerlo ahora?

Me encojo de hombros.

—Pues sí, antes de que me acobarde.

—Ha dicho que salía a comer con alguien y que volvería más tarde.

—¿Con quién ha estado viéndose últimamente? ¿Lo sabes? —le pregunto a Otter.

Desde el día en que Creed me había hablado de Jonah y Otter, había estado yéndose a horas intempestivas, diciendo que salía o se encontraba con amigos o iba a hacer algo. Nunca entraba en detalles, nunca se explicaba. Si se le preguntaba, sonreía y cambiaba de tema. Creed nunca había sido de los que guardan secretos, así que me desconcertaba un poco el hecho de que parecía que ambos lo hacíamos.

Otter niega con la cabeza.

—No lo sé. Nunca me lo cuenta. Creo que ha empezado a salir con alguien de aquí, pero nunca he visto a nadie venir a casa ni le he oído hablar por teléfono con nadie.

—Todo esto me resultaría más fácil si estuviera viéndose con un chico —le digo a Otter, que se echa a reír—. De ese modo no podrá cabrearse conmigo por habérselo ocultado.

—Dudo mucho que mi hermano pequeño se deje dar por el culo por un tío —dice Otter, y ambos nos estremecemos al pensarlo.

Eso sería… de muy mal gusto.

—¿Ha dicho a qué hora volverá?

—A alguna hora de esta noche. ¿Tengo que esfumarme o algo así?

Apuntalo mi resolución. Es ahora o nunca.

—¿Podrías? —pregunto a Otter—. Si regresa a tiempo, quizá podrías ir a mi casa y relevar a la señora Paquinn de sus labores de vigilancia del Chico en mi lugar. Le he dicho que volvería a las siete a lo más tardar.

—Eso servirá. Pero más vale que me llames si necesitas algo. Juro por Dios, Bear, que si Creed empieza a ponerse borde, será mejor que me lo hagas saber.

Le miro pestañeando.

—¿Por qué, para poder venir a rescatarme?

Me besa de nuevo.

—Sí, y de paso hincarle el pie en el culo.

Me echo a reír.

—Mi héroe —digo, echándole los brazos al cuello y atrayéndole sobre mí.

—¿Ducha? —sugiere esperanzado contra mi cuello.

Otter tiene la rareza (por otra parte muy excitante) de hacerlo en la ducha.

—Ducha —respondo alegremente.

Grito cuando me levanta con un brazo y me carga sobre su hombro. Pero no pasa nada. Tengo una vista espléndida de su trasero.

Quizá todo este asunto de Creed no irá tan mal como creo.

Una hora más tarde regresamos a su habitación, empapados y tremendamente agotados. No deseo otra cosa que acurrucarme bajo las sábanas con Otter, pero el Chico está en casa, y tengo que averiguar dónde se encuentra Creed. Grito a Otter cuando me azota el culo desnudo con su mano mientras estiro un brazo para sacar el teléfono de mis pantalones. Se echa a reír y se tiende en la cama boca arriba, sonriéndome y moviendo las cejas mientras se pasa una mano lentamente por el cuerpo. Se me seca la boca por un segundo mientras mi polla trata de ponerse en marcha, pero es inútil. Seis veces en cuatro horas es suficiente para dejar exhausto al más pintado, aunque el objeto de su deseo se extienda frente a él, haciendo todo lo posible por conseguir una erección. Otter sonríe satisfecho mientras me quejo y me siento en la cama a su lado, procurando no hacer caso de sus tocamientos. Abro el teléfono y me sorprendo al ver cinco llamadas perdidas. No hay mensajes de voz. No había podido oírlo sonar desde la ducha. Frunzo el ceño mientras acudo a la lista de llamadas perdidas y compruebo que el Chico me ha llamado tres veces y la señora Paquinn, las dos restantes.

Tratando de mantener a raya el pánico de bajo nivel, le muestro el teléfono a Otter. Se lo queda mirando pensativamente, estira un brazo sobre mí y coge su móvil.

—El Chico también me ha llamado varias veces —dice—. Y otro número que no reconozco.

Lo lee en voz alta y coincide con el número del móvil de la señora Paquinn.

—¿Por qué no habrán dejado ningún mensaje de voz? —pregunto, algo más alto de lo que debería.

Empiezan a temblarme un poco las manos, Otter se da cuenta, las toma entre las suyas y me las frota con suavidad.

—Estoy seguro de que no es nada, Bear —dice Otter dulcemente—. Si fuera algo importante, habrían dejado un mensaje, ¿no?

Retira una mano, coge su teléfono, pulsa un botón y se lo lleva al oído.

—¿A quién llamas? —pregunto, tratando de calmarme.

—Al Chico —contesta, sonriéndome tranquilizadoramente—. Seguro que solo quiere saber a qué hora llegarás a casa. —Su sonrisa va desvaneciéndose cuando oigo el mensaje del buzón de voz de Ty—. Hum —murmura. Corta la llamada y marca otro número—. ¿Señora Paquinn? —dice al cabo de un momento—. Soy Otter Thompson. Estoy bien. ¿Y usted? —Muevo las manos delante de la cara de Otter, instándole a que vaya al grano—. ¿Me ha llamado hace un rato? ¿Sí? Ah, está aquí. Sí. ¿Está bien el Chico? Lo siento, quería decir Ty. ¿Está bien Tyson? —Tapa el micrófono con la mano y anuncia—: Ty está bien, Bear. —Experimento una oleada de alivio y me dejo caer sobre la cama. Santo Dios. Otter sigue hablando por teléfono—. ¿Cómo dice? ¿Ahora? Sí, puedo decírselo. Dígale a Ty que estaremos allí en unos minutos. Está bien, adiós.

Cuelga el teléfono y me mira con aire pensativo.

—¿Qué pasa? —pregunto nervioso, con una sensación de ansiedad revolviéndome el estómago de nuevo.

—Ha dicho… —Se interrumpe y vuelve la cabeza hacia un lado—. Ha dicho que tienes que ir a casa enseguida para «ayudar a resolver una situación».

—¿Una situación? ¿Qué diablos significa eso? —pregunto, al mismo tiempo que introduzco las piernas en mi pantalón corto.

—No lo sé, papá Bear. Supongo que lo sabremos en cuanto lleguemos allí.

Gimo para mis adentros. Parece que no podré hablar con Creed esta noche.

Diez minutos después, llegamos al edificio de mi piso. Otter aparca su Jeep al lado de mi coche, donde ha estado desde que ha pasado a recogerme anteriormente. Para el motor, se vuelve hacia mí y me dedica una sonrisa torcida. Quiero devolvérsela, pero no puedo; él parece saberlo y no le da importancia. Se inclina sobre la consola central y me besa rápidamente. Noto su barba incipiente áspera y deliciosa contra mi rostro. Otter me aprieta la mano, bajamos del coche, subimos la escalera y llegamos a la puerta. Vacilo antes de introducir la llave en la cerradura. No sé por qué, pero de pronto tengo una sensación muy mala acerca de lo que hay al otro lado de esa puerta. Por lo visto Ty está bien y no parece que suceda nada malo con la señora Paquinn, y no se me ocurre por nada del mundo de qué otra cosa podría tratarse. «A mí no me preguntes —dice la voz—. Esto me tiene tan desconcertado como a ti». Noto que Otter me pone una mano en la espalda y esto me infunde una pequeña dosis de valor. Abro la puerta y entro.

Nada más entrar, el Chico llega corriendo por el pasillo y se lanza a mis brazos. Me coge por sorpresa y me hace chocar ligeramente contra Otter. Noto que el Chico está temblando, me pone la cara sobre el pecho y su corazón late velozmente contra el mío. Me vuelvo a mirar a Otter, que tiene una expresión preocupada en su hermoso rostro. Me pasa los brazos alrededor de la cintura, los sube por la espalda del Chico y le acaricia tranquilizadoramente.

—¿Qué ocurre, Ty? —pregunta Otter.

Ty se aparta lo suficiente para dejarme ver sus ojos, abiertos como platos.

—Ella está aquí —susurra.

—¿Quién está aquí? —pregunto, confuso y asustado.

Ty sacude la cabeza, vuelve a refugiarse en mi pecho y respira agitadamente contra mí. No le he visto así en muchos meses.

Otter se sitúa junto a mí y me rodea con un brazo. Le miro, y él sonríe y me aprieta el hombro. Ordeno a mis pies que empiecen a moverse y finalmente lo hacen, uno detrás del otro. No hay más que ocho o nueve pasos hasta la sala de estar, pero es el recorrido más largo de mi vida. Cuando doblamos la esquina, veo a la señora Paquinn sentada muy tiesa en una silla, orientada hacia el sofá al otro lado de la estancia. Me mira y advierto algo en sus ojos, algo que no sé identificar. Creo que puede ser tristeza, o miedo, o una serie de cosas que la gente piensa cuando está a punto de caer una bomba. Sinceramente, todavía no puedo entender qué es tan malo. Ty está en mis brazos, respirando sano y salvo (aunque está aterrorizado por algo), y nuestro piso no se ha quemado, y la señora Paquinn no está muerta. Intento dejarme experimentar cierta sensación de alivio. Lo intento, hasta que oigo hablar a Otter a mi lado.

—Oh, Santo Dios —murmura.

—Hola, Bear —dice mi madre.

Creo que debo de oír alucinaciones, porque no puede ser ella. Me permito distraerme una fracción de segundo con la idea de que aún podría reconocer su voz al cabo de todos estos años. Entonces creo que veo alucinaciones cuando me vuelvo a mirar al sofá, porque resulta imposible que aquello que veo esté allí. Julie McKenna está sentada en el sofá, con la espalda tan tiesa como la de la señora Paquinn. Ahora lleva el pelo oscuro más corto y recogido en una coleta. A la mayoría de la gente eso le conferiría un aspecto juvenil, pero lo que más me impacta cuando la veo por primera vez en más de tres años es lo vieja que parece. Las patas de gallo alrededor de los ojos le marcan el rostro. Tiene las mejillas hinchadas, y da la impresión de que ha ganado peso. El feo vestido que lleva proclama a los cuatro vientos que ha sido comprado en las rebajas de Kmart, y los zapatos son anodinos y vulgares. El collar que luce brilla demasiado para ser otra cosa que plástico barato. Parece vencida, gastada por el tiempo, como si nada en su vida le haya sido favorable. Instintivamente, sujeto al Chico con más fuerza, tratando de hacerle desaparecer para que no tenga que ver nunca de dónde vino, sino solo adónde va. Mis ojos no se apartan en ningún momento de los de mi madre, y casi me horrorizo al comprobar que son lo único de ella que no se ha marchitado, lo único de ella que se mantiene igual. Parecen los mismos porque tienen el marrón de mis ojos y el marrón de los del Chico.

Noto una mano protectora sobre mi hombro y me percato que es la de Otter. Aparto un momento la vista de mi mamá y le miro. Tiene la cara tensa y los ojos duros. Mira a mi madre con odio y no hace nada por ocultarlo. Siente mis ojos sobre él, se vuelve hacia mí y me aprieta el hombro de nuevo. Su expresión abandona la ira para acogernos, a Ty y a mí, en la misma estima que nos prodiga siempre. Casi basta para quitarme el asfixiante miedo. Casi. Sus ojos recuperan la frialdad cuando vuelve a mirar a mi madre. Ella nos observa nerviosa, intenta esbozar otra sonrisa y fracasa con estrépito.

La señora Paquinn tose a mi espalda, y la oigo estornudar cuando se levanta de la silla.

—Bear, ¿puedes acompañar a una anciana hasta la puerta? —pregunta en voz baja.

Asiento, beso al Chico en la cabeza y se lo paso a Otter, cuyos brazos ya le esperan. Tan pronto como recibe a Ty, el Chico se acurruca contra su pecho, y Otter se inclina y le susurra palabras tranquilizadoras al oído. Sus ojos contradicen sus palabras, como acero dulce.

La señora Paquinn me espera en la entrada. Cuando me dirijo hacia ella, le habla a mamá:

—Ha sido… interesante volver a verte, Julie —dice con voz apagada—. Espero que sepas que Bear ha criado un niño extraordinario.

Mi madre asiente con la cabeza, pero no responde.

Sigo a la señora Paquinn a través de la puerta y la cierro suavemente a mi espalda. Se vuelve hacia mí, como aguardando mi lluvia de preguntas.

—¿Qué diablos hace aquí? —inquiero—. ¿Cuándo ha aparecido?

La señora Paquinn se estremece y se reclina contra la puerta.

—Ha llegado hace un par de horas —contesta con voz temblorosa—. Llamaron a la puerta, y Ty fue corriendo a abrir creyendo que erais tú y ese Otter. Regresó con la cara pálida, seguido por ella, toda sonrisas. Al principio no la he reconocido, pero entonces ha abierto la boca y he sabido quién era enseguida. Tyson y yo hemos intentado llamarte.

Dice esto último sin ningún tono de acusación, lo que hace que la quiera todavía más.

—Ya lo sé, lo siento. No he oído mi teléfono. —Sacudo la cabeza—. ¿Qué hace aquí, señora Paquinn? ¿Lo ha dicho?

Echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos.

—Para ser sincera, no ha dicho gran cosa, Bear. Ha dicho que ha vuelto para ver cómo les iba a sus hijos. Ha estado tratando de que Tyson hablara con ella, pero cuando ese chico no estaba al teléfono intentando llamarte, estaba acurrucado contra mí. —Abre los ojos y me mira—. Sea lo que sea a lo que ha venido, no puede ser bueno —me dice—. Ninguna madre se marcha durante tres malditos años dejando solos a sus hijos y después regresa sin querer algo.

—Mierda —murmuro.

No logro concentrarme, porque parece que todos los pensamientos que he tenido en mi vida ahora me invaden la mente. Tengo las manos sudorosas y me siento flaquear las piernas. Quiero entrar corriendo, coger a Otter y al Chico y largarme de aquí. Las palabras de la señora Paquinn acrecientan la confusión dentro de mi cabeza.

Toma mi mano en la suya y se la lleva directamente a sus labios grisáceos.

—Bear, si necesitas algo, lo que sea, ya sabes dónde estoy. Puede que ya no sea tan ágil como antes, pero llevo algún tiempo cuidando de ese chico y sé cómo proteger a las personas que quiero.

La estrecho entre mis brazos y oigo una leve exhalación de sorpresa, pero me recibe de buena gana, con unos brazos más fuertes de lo que creía. Me suelta al cabo de unos momentos y, sin mediar palabra, se dirige cojeando hacia su puerta y entra en su piso.

«Ninguna madre se marcha durante tres malditos años dejando solos a sus hijos y después regresa sin querer algo».

Vuelvo a entrar. Tan pronto como accedo a la salita, mi madre se pone en pie con expectación. Veo que Otter se ha llevado al Chico de la estancia, paso junto a mi mamá sin decir palabra y la oigo suspirar mientras vuelve a sentarse. Que la jodan. Puede esperar. Mis chicos no se encuentran en la cocina, así que recorro el pasillo y veo que la puerta de nuestro dormitorio está cerrada y la luz, encendida. Giro el pomo, pero la puerta está cerrada con llave.

—¿Quién es? —pregunta Otter con brusquedad.

—Soy yo —respondo en voz baja.

Oigo el clic del cerrojo y la puerta se abre. Miro al interior de la habitación, y el Chico está sentado en su cama, con la espalda apoyada contra la pared. Otter cierra la puerta, vuelve a echar la llave, me empuja hacia la cama, donde se encuentra Ty, nos coge a ambos entre sus brazos y nos mece suavemente. Nos besa en la coronilla. Ty aún tiene los ojos desorbitados y espantados, y siento la primera gran oleada de cólera que empieza a invadirme. Otter nota cómo me tenso bajo sus manos y procede a frotarme la espalda.

¿Cómo diablos puede estar aquí? Después de plantar a su familia por un jodido tío, ¿cómo tiene el valor de dejarse ver de nuevo, y mucho menos de respirar el aire del mismo distrito postal? Me sube la bilis, caliente y amarga, pero consigo hacerla bajar hasta que se extiende por mi estómago como una película grasienta. Tres años es mucho tiempo para dejar que la ira y el odio a alguien se enconen, y para ser sincero creía haberlos superado en su mayor parte. Sí, cuando se marchó fue un golpe terrible, dudaba de mí mismo y de todos los que me rodeaban y me preguntaba cómo demonios iba a mantener a un niño cuando yo mismo todavía lo era. Hubo días en los que alterné entre maldecirla y rogar a Dios para que la hiciera volver a casa. Con el tiempo se redujo a un dolor leve que siempre llevaba conmigo pero del que no hacía caso con extraña habilidad.

Ahora ella ha vuelto, y es como si la herida se abriera y empezara a sangrar de nuevo. Pero esta vez va acompañado de algo más, algo mucho más sombrío. Trato de concentrarme en ello, sin acabar de comprender qué es. El mejor modo que se me ocurre de describirlo es que estoy ofendido, ofendido por el hecho de que esté aquí, ofendido por su atrevimiento de dejarse ver otra vez. No creo que esté necesariamente disgustado por la idea de que se encuentre realmente aquí, sino más bien por el hecho de que considere que puede aparecer así, como llovida del cielo, como si nada hubiera ocurrido. Como si los últimos tres jodidos años no hubieran transcurrido nunca. Como si yo no hubiera llegado a casa un día y encontrado una nota de nuestra cobarde madre, diciendo que lo sentía pero que debía irse, que Tom decía que ella podía conseguir un empleo, que yo siempre fui un bebé feliz y que me había dejado 137,50 dólares en mi cuenta corriente, 137,50 dólares de mi dinero que debía destinar a la facultad, pero ¿para qué necesitaba la universidad para ser escritor? Tres años de miedo, cólera, economías, tristeza, soledad, tres años de sentirme perdido, como si me hubieran abandonado y metido en una situación de la que no era capaz de salir. La amargura aumenta en mi interior, y estrecho a mis chicos con más fuerza.

—Debemos llamar a Creed —sugiere Otter al cabo de un rato—. Para que venga a buscar al Chico.

Asiento con la cabeza.

—Me parece bien…

—No —espeta el Chico.

Nos sobresaltamos los dos. Me aparto de Otter para verle bien la cara y tengo que abstenerme de apartarle de un empujón porque está visiblemente furioso. Le brillan los ojos al mismo tiempo que su boca se contrae en una mueca de desprecio, y es la primera vez que le veo esa expresión. La ira vuelve a aumentar en mi interior (¿ha desaparecido en algún momento?), y no deseo otra cosa que derribar la puerta del dormitorio, echarla a patadas de nuestra casa y arrojarla escaleras abajo. Quiero oír cómo se rompen sus huesos mientras grita al impactar contra el suelo. Ardo en deseos de romper algo, y bien podría ser ella.

—Ty —digo, sin hacer nada por contener la vileza de mi voz—. Ty, no quiero que estés aquí para esto. No tiene ningún derecho a verte.

—No me importa —gruñe—. No me iré con Creed.

Miro a Otter pidiendo ayuda. Observa a Ty con una expresión de rabia casi idéntica. Casi quiero que mi madre entre ahora, que vea cómo estamos todos, que sienta toda la intensidad de nuestra ira. Quiero que retroceda, que se vaya con el rabo entre las piernas y nos suplique perdón mientras se aleja de nuestras vidas para siempre. No se merece estar aquí. No se merece poder entrar y echar a perder la precaria estabilidad que acabamos de obtener después de tanto tiempo. No es justo.

—Otter… —empiezo a decir.

—No, Bear —replica, casi con la misma vehemencia que el Chico—. Ya sé qué vas a pedirme, y la respuesta es no. No pienso llevarme al Chico de aquí y dejarte a solas con ella. —Levanta la vista hacia mí y tiene los ojos duros y centelleantes, pero está más sosegado que el Chico o que yo—. Me he pasado los últimos tres años queriendo que volvieras sin saberlo, y ahora que te tengo no voy a dejar que afrontes esto solo. Te quiero demasiado para eso. —Se interrumpe y reflexiona. Luego levanta un brazo y vuelve a estrechar al Chico contra sí—. Os quiero demasiado a los dos para eso.

—No puedes obligarme a irme, Bear —dice Ty, su voz afilada como un cuchillo—. No puedes obligarnos a irnos. No quiero verla, pero tampoco quiero marcharme. Puedes probarlo, pero apuesto que Otter y yo podemos derribarte.

Fuerzo una sonrisa y mis chicos hacen lo mismo.

—¿Qué te ha dicho, Chico? —pregunto en voz baja—. ¿De qué hablaba antes de llegar yo?

Ty niega con la cabeza.

—Ha estado preguntándome por la escuela, quiénes son mis amigos y cosas así. —Se toca frenéticamente los ojos, enjugándose las lágrimas—. Me ha preguntado qué quería ser de mayor. También ha preguntado por ti. Mucho. Quería saber dónde trabajabas y con quién salías. Ha preguntado cuánto hace que Otter volvió y si venía por aquí.

«¿Qué diablos está haciendo? —pienso—. ¿A qué trata de jugar?».

«Cuidado, Bear —susurra la voz—. Es evidente que aquí falla algo, de modo que debes ir con cuidado».

—¿Eso es todo? —pregunto al Chico.

Asiente con la cabeza.

—No he contestado gran cosa. —Se encoge de hombros—. No creía que fuera asunto suyo lo que estamos haciendo ahora. No tiene que saberlo.

Tiene razón, y sé que es mi hermano porque está pensando exactamente lo mismo que yo. Entonces se me rompe un poco el corazón por el Chico, por tener que afrontar esa clase de obstáculo a su edad. Gimo para mis adentros al pensar en cómo le afectará esto a largo plazo. Vuelvo a maldecirla en silencio, sabiendo que está desenmarañando todo aquello por lo que nos hemos esforzado, todo lo que hemos hecho para salir finalmente adelante. De repente, echarla escalera abajo vuelve a parecer una buena idea. Cuando menos, entonces nos libraríamos de ella para siempre.

Me levanto, más preparado de como lo estaré nunca. El peso del mundo recae de nuevo sobre mis hombros y un mareo se extiende por mis ojos y me enturbia la vista. Extiendo una mano para apoyarme en algo, lo que sea. No me sorprendo demasiado al notar el brazo de Otter bajo mi hombro cuando se mueve para sujetarme. Le abrazo con fuerza, poniendo en ello todo mi empeño para que sepa cómo me siento. Parece entenderlo cuando me estrecha a su vez, y me siento aplastado, en el buen sentido. Quiero que siga agarrándome, para sacar todo el horror que se enrosca por mi cuerpo. Se aparta, me besa en la frente y se vuelve a coger al Chico. Ty recuesta la cabeza sobre el hombro de Otter, con los brazos colgando flácidos a los costados.

—Confío en que no esperes que me quede de brazos cruzados si te cabrea a ti o a mí —dice Otter cuando extiendo el brazo para abrir la puerta.

—Yo tampoco —interviene Ty.

Suelto una risita amarga.

—No esperaba menos de mis chicos —les digo, y entonces abro la puerta.

«Ni yo», dice la voz mientras enfilamos el largo trayecto por el pasillo.

De camino por los escasos tres metros que conducen a la salita, el tiempo se ralentiza y casi se detiene. Tiene que hacerlo para que pueda concentrarme en todo lo que hay dentro de mi cabeza. Oh, Dios, no quiero recordar esas cosas. No quiero pensar en ellas, pero no puedo parar, y cuando doy otro paso hacia una fría inevitabilidad, me voy hundiendo en las olas y entonces…, y entonces…

Y entonces…

«Es el día de mi quinto cumpleaños, mamá lo ha olvidado y decide emborracharse a las diez de la mañana con un tipo cuyo nombre desconozco. Tiene los ojos vidriosos cuando me recorren de arriba abajo, viéndome sentarme a la mesa de la cocina con ellos, sabedor de que no tardará en gritar ¡sorpresa! y que habrá pastel, globos y regalos. Se sirve otra copa a sí misma y al desconocido, brindan uno con el otro y luego levantan los vasos hacia mí, los vacían de un trago y se disponen a tomar otra más. Al mediodía ambos han perdido el conocimiento, y me paso el resto del día encerrado en mi habitación, leyendo a solas y experimentando un incipiente temblor».

Y entonces…

«Ahora tengo once años, y suplico a mi mamá que me deje ir a casa de Creed para volver a pasar allí la noche. Lleva tres semanas recogida en el piso, con un extraño y espeluznante ataque de depresión dando vueltas sobre su cabeza. No se ducha ni come. Permanece encerrada en su habitación y solo sale para ir a comprar cigarrillos y bourbon antes de regresar a su cueva. Tengo órdenes estrictas de ir a la escuela y volver directamente a casa, porque, dice, ¿y si me necesita? ¿Y si le ocurre algo y no estoy allí para ayudarla? Algunos días ni siquiera puedo ir a la escuela. Pero hoy Creed me ha invitado a su casa porque Otter vendrá a pasar unos días de vacaciones. “Otter estará allí —le suplico—. ¡Tienes que dejarme!”. Se queda mirándome y, por un momento, creo que ha olvidado quién soy, y me atrevo a esperar que así sea. Eso se hace añicos cuando un vago reconocimiento le atraviesa el rostro, y niega con la cabeza. “He dicho que no, Der —me dice—. ¿Y si te necesito? Podría ocurrirme algo, y tú no estarías aquí”. Da otra larga calada al cigarrillo que cuelga de sus labios. “Podría ocurrirme algo”, repite, y me doy cuenta de que se ha ido cuando se queda mirando a través de la ventana de la cocina. Salgo de la estancia para poder derrumbarme a solas».

Y entonces…

«Ahora tengo doce años y entra en mi habitación sin llamar. Aparto rápidamente el papel en el que estoy escribiendo y siento una oleada de calor en la cara. Estoy escribiendo una carta a Otter, preguntándole si, cuando él se licencie en la universidad y yo me gradúe en el instituto, podré irme a vivir con él. Es una carta que sé que no enviaré nunca, como hay docenas de cartas parecidas que están escondidas debajo de mi colchón. Mamá recorre el dormitorio con la mirada, finalmente se sienta en el borde de mi cama, agacha la cabeza y juguetea con sus manos. “Derrick, tenemos un problema —expone—. No sé cómo ha ocurrido”. No contesto, esperando que capte la señal y se marche para que pueda volver a mi carta. Espero que me deje en paz para que pueda imaginarme cómo sería llegar a adulto y que Otter y yo tuviéramos nuestra propia casa y pudiéramos hacer lo que quisiéramos sin que nadie nos lo prohibiera. Pero no lo capta. “Derrick —suspira—. Creo que estoy embarazada”. Cuando dice eso, tengo la sensación de que el techo se hunde sobre mi cabeza y cierro los ojos con fuerza, rezando a quienquiera que me escuche para que se la lleve. Para que la obligue a dejarme en paz. O, como mínimo, para que esté completamente equivocada sobre lo que acaba de decirme. No sé qué decirle y, siete meses después, tengo un hermanito y todas esas cartas siguen sin enviarse».

«Tengo trece años y, a partir de ahora, me llamo Bear».

«Tengo quince años, y mi mamá se ausenta por tres días sin decirme adónde va».

«Tengo casi diecisiete años cuando menciona a alguien llamado Tom».

Y entonces…

«Ahora estoy a punto de graduarme en el instituto, y una noche vuelvo a casa del trabajo. No hay nadie allí, trato de no dejarme llevar por el pánico y es entonces cuando la veo, la carta de tres páginas descansando sobre la mesa, llena de palabras mal escritas y promesas rotas. Hay un momento, un instante cristalino de claridad pura, y es lo más que me he acercado a la locura en toda mi vida. Siento que me estoy desquiciando y empiezo a descomponerme, y los temblores se convierten en ondas de choque, y agarro el papel en mis manos, y la magnitud es como nada que haya conocido jamás. La provocan las palabras, palabras como “Sé que esto te costará de leer” y “Tengo que irme”. Golpeo una foto colgada en la pared, que se rompe contra mi mano, y oigo: “Tom dize que Ty no puede ir” y “Le dejaré aquí con tigo”. Sangro, y lo único en que puedo pensar es en cómo lo ha concluido, cómo ha puesto fin a todo: “Por fabor, no intentes buscarme. Mamá”. Grito».

«Tengo ocho años y recojo las latas de cerveza vacías».

«Tengo seis años y me caigo, y ella no me besa la herida porque le da asco».

«Tengo nueve años, y ella dice que no puede asistir a la Noche de los Padres de mi escuela».

«Tengo doce años, y ella trae un bebé a casa».

«Tengo catorce años, y ella trae a casa un tipo al que no he visto nunca».

«Tengo diecisiete años, y ella se marcha».

Tengo veintiún años, y ella regresa.

Accedemos a la salita y vemos que se ha movido del sofá para contemplar las fotografías que tengo colgadas en la pared. La mayoría han sido hechas por Otter, y muestran a Anna, Creed, el Chico y yo en diversas etapas de la vida. Hay algunas individuales, y otras en las que salimos todos. Pero aquella en la que se fija ahora me hace vacilar: es una que el Chico ha tomado hace unas semanas. En ella, Otter y yo estamos en la playa, el sol se está poniendo a nuestra espalda y Otter tiene un brazo sobre mis hombros y mira directamente a la cámara, con una sonrisa capaz de iluminar el mundo entero adornándole el rostro. Yo también sonrío de oreja a oreja, pero estoy concentrado en él. Mi cara dice muchas cosas en ese momento congelado, y me pongo nervioso cada vez que viene Creed, casi hasta el punto de que quiero quitarla. Pero no lo he hecho ni lo haré. Nos oye entrar en la estancia y se vuelve hacia nosotros.

Otter lleva al Chico y se sienta en el sofá, y Ty se coloca con la espalda recostada en el pecho de Otter y sus piernecitas entre las grandes piernas de Otter. Este apoya la barbilla sobre la cabeza de Ty y da una palmadita al asiento del sofá a su lado. Me muevo presuroso y sin dudar y ocupo mi lugar junto a mis chicos. Mamá vacila un momento, como no sabiendo qué decir ni qué hacer. Avanza despacio y se sienta en la silla que hasta hace poco había ocupado la señora Paquinn. Nos mira a Ty y a mí, y espero que se percate de lo bien que estamos, o por lo menos estábamos hasta que ha aparecido ella. La mano de Otter descansa cómodamente sobre el sofá entre su pierna y la mía, y puedo notar su dedo, invisible por la posición de nuestras piernas, rozándome el muslo de forma tranquilizadora. Le lanzo una mirada, él me la devuelve y el fulgor verde dorado me dice que todo irá bien.

—¿Cómo estás, Bear? —pregunta mi madre por fin.

—Estoy bien —le contesto con frialdad—. Estamos bien.

Asiente con la cabeza, mira nerviosa a Otter un breve instante y luego a mí.

—Me alegra oírlo —dice en voz baja, retorciéndose las manos en su regazo—. Ya me lo suponía, pero siempre es bueno comprobarlo con mis propios ojos.

—¿Qué quieres? —pregunto, sintiendo una indeseada curiosidad que se mezcla con la ira.

Vuelve a mirar a Otter y luego dice, en un tono casi de disculpa:

—Tal vez sería mejor que esto quedara en la familia.

Otter suelta un bufido.

—Pues no será así, Julie. Puedes decir perfectamente lo que tengas que decir en mi presencia.

—Oliver, no creo que esto sea asunto…

Lo intenta de nuevo, pero se detiene cuando Otter la interrumpe.

—Lo que tú creas no tiene demasiada importancia para mí —dice, mirándola con el ceño fruncido—. Tanto Bear como Tyson me quieren aquí y, mientras así sea, no me iré.

Ella suspira y me mira pidiendo ayuda, con esa expresión suplicante en su cara que he visto infinidad de veces. Noto que la piel debajo de mi ojo se contrae involuntariamente, y pienso con espanto que se imaginará que le estoy haciendo guiños. Pero no lo hace, y creo que sabe que no recibirá ayuda de mí. Quiero a Otter aquí. Necesito a Otter aquí. La molesta mirada suplicante de mamá se desvanece y nos quedamos con la mofletuda expresión de timidez que ha persistido en su cara desde que hemos llegado. Pero hay algo debajo de ella. Algo más profundo.

—Bueno, Bear —dice, con la voz algo quebrada—, ¿qué has estado haciendo?

—¿Qué quieres? —vuelvo a preguntar, ahora en tono enfático.

Mi madre sacude la cabeza.

—¿No puedo hacerte una simple pregunta sin que me eches la bronca? Ty ya me ha hablado de la escuela y de sus amigos, y solo quiero oír cómo te van las cosas a ti.

—No, no lo he hecho —interviene Ty.

—Ya sé que no, Chico —digo, dándole unos golpecitos en la pierna.

Mamá se muestra ofendida.

—Mirad —dice irritada—, pese a lo que hice, pese a lo mal que reaccioné, aún soy vuestra madre. Aún me preocupo por vosotros dos más de lo que os podríais imaginar.

—Vaya, gracias —me burlo, esforzándome por no gritar—. Sin duda eso me ha ayudado mucho durante estos tres años cuando trataba de dormir por la noche.

Sus ojos chispean.

—No fue fácil para mí, ¿sabes? —dice con vehemencia—. Tomar esa decisión fue lo más difícil que he tenido que hacer nunca. Desde entonces me he arrepentido cada día, pero cuanto más trataba de encontrar una solución, más tiempo pasaba, y se ha vuelto cada vez más difícil.

—¿Quieres hablar de lo difícil que ha sido para ti? —pregunto, incrédulo—. ¿Quieres venir aquí, a mi casa, y hablar sin parar de lo complicada que ha sido la vida para ti? ¡Tú no sabes nada de lo que es pasar apuros!

—¡Hice lo que creía que era mejor! —grita—. ¡No estaba en situación de ser una buena madre para ninguno de los dos! ¡Era mejor irme que quedarme aquí y estropear también vuestras vidas!

Noto que empiezo a temblar, oigo truenos en mis oídos y siento relámpagos recorriendo en zigzag por toda mi espina dorsal.

—¿Qué creías que era mejor? ¿Cómo pudiste pensar que lo que hacías sería mejor? ¡Dejaste a tu hijo de seis años con uno de diecisiete! ¿De qué manera podía eso ser mejor?

Niega con la cabeza y trata de levantarse, pero vuelve a sentarse enseguida. Se retuerce las manos, que empiezan a ponerse rojas, y nos lanza miradas furtivas a los tres. Me pregunto qué es lo que ve ahora, y sé que si me encontrara en su situación estaría temblando de los pies a la cabeza.

—Estaba siendo egoísta. ¡Ahora lo sé! —exclama—. No fue justo para ninguno de vosotros y…, y quiero que sepáis que no creo que pueda perdonármelo nunca.

Cuando termina de hablar veo unas lágrimas incipientes en sus ojos, pero eso no hace sino irritarme más si cabe.

—¿Es por eso que has venido? —gruño—. ¿A pedirnos perdón?

—Yo… no lo sé, Bear. Creía que…, que si volvía…

Vuelve la cabeza y levanta una mano para secarse el ojo, y veo que se le corre el maquillaje. Me vienen ganas de ponerme en pie, echarle las manos al cuello y estrangularla hasta oír un estertor en su garganta cuando exhale el último suspiro.

—No deberías estar aquí —digo—. Si has venido a ver cómo estábamos, ahora ya lo sabes. Tienes eso para apaciguar tu jodida conciencia.

—No utilices ese lenguaje conmigo, jovencito —me espeta—. Aún soy tu madre, y no permitiré que me hables así.

—No creo que puedas imponerle lo que diga o deje de decir —suelta Otter—. Perdiste ese derecho hace mucho tiempo, Julie, cuando huiste cobardemente.

Ella vuelve su irritación contra él.

—No hablaba contigo, Oliver —dice, molesta—. Además, ¿desde cuándo participas en discusiones familiares como esta? ¿No tienes tu propia casa adonde ir? ¿O te apetecía venir de visita a los barrios bajos?

—¡No le hables a Otter de ese modo! —grita el Chico de repente.

Yo apenas me inmuto, pero mamá retrocede bruscamente en su asiento y creo que va a caerse de bruces. Miro a Ty y veo que ha recuperado la expresión de pura furia en su rostro, y la dirige contra su madre.

—¡Es más de mi familia que tú!

—Ty, esto es cosa de mayores —dice ella apretando los dientes—. ¿Por qué no vas a tu habitación y hablamos más tarde?

—¡No le digas lo que debe hacer! —le grito—. ¡Renunciaste a eso cuando te fuiste!

—¿Qué otra cosa podía hacer? —replica ella—. Si me hubiera quedado todo se habría ido al infierno, y quién sabe dónde estaríamos ahora.

—¡Nos las habríamos arreglado de alguna forma! —exclamo—. ¡Siempre lo hicimos! ¡Por más difíciles que se pusieran las cosas, nunca huiste de tu jodida familia! —Me detengo, con las manos temblorosas. Tanto Ty como Otter tienen ahora sus manos sobre mi pierna, y me doy cuenta cuando los ojos de mi madre se fijan allí—. Pero te diré una cosa —continúo—. Puede que tengas razón. Puede que lo mejor para ti fuera marcharte. Puede que fuera lo mejor para todos nosotros. Sé que te habría odiado todavía más que ahora si nos hubieras arrastrado contigo al abismo.

—Yo no quería… —susurra, con las lágrimas ya desbordadas—. No pude ver otra manera…

—Eso ya ha quedado claro —dice Otter con sequedad—. Ahora ¿por qué no contestas la pregunta de Bear? ¿Por qué has venido?

Mamá vuelve a fulminarle con la mirada antes de bajar la vista hacia sus manos.

—Ya os lo he dicho: quería ver cómo les iba a mis hijos. Necesitaba asegurarme de que estaban bien. Últimamente he estado pensando en vosotros dos más de como lo he hecho en mucho tiempo. —Se estremece y sigue adelante—. Ya sé lo que parece, creedme. No pretendo ser dura de ninguna manera. Pero… sea lo que sea lo que sintáis por mí ahora mismo, todavía sois mis hijos, y yo… no lo sé. Creo que es culpabilidad o es otra cosa, pero últimamente no consigo quitaros de mi cabeza. A veces me parece veros andando por la calle, y sé que no es posible, pero aun así corro detrás de vosotros y, por supuesto, cuando llego allí, no sois vosotros. Ni siquiera se os parecen.

Otter y yo nos miramos con los ojos como platos, recordando la historia que me había contado de su estancia en San Diego cuando estaba obsesionado conmigo.

—Es curioso —sigue diciendo mamá—, pero se me metió en la cabeza que tenía que volver a casa y ver a mis hijos. Pensé que quizá podría aprender a ser una buena madre y que… —Se detiene y levanta la vista hacia mí, con los ojos brillantes—. ¿Tiene sentido algo de lo que digo? —pregunta en voz baja.

—Lo tiene —admito, negándome a hacerle saber por qué—. Te entiendo más de lo que te imaginas. —Sacudo la cabeza cuando empieza a mostrarse esperanzada—. Pero es demasiado poco, demasiado tarde. Sea lo que sea lo que esperabas hacer aquí, se ha terminado.

—¿No puedes perdonarme? —pregunta con un hilo de voz.

—Algún día, tal vez. ¿Ahora? No. No puedo. Y tu presencia aquí no ha hecho más que empeorarlo. Creo que es mejor para todos que te marches.

—¿Ty? —dice sumisamente, y la odio por ello.

El Chico niega con la cabeza.

—No te quiero aquí. Papá Bear me ha cuidado más de como tú lo has hecho o podrías hacerlo nunca. Solo tengo nueve años, pero puedo verlo. —Me echa una mirada, le sonrío y eso le confiere valor para continuar—. Ha tenido que cuidarme durante mucho tiempo y por fin las cosas empiezan a ir bien. Yo he hecho lo que he podido por cuidar de él, y creo que lo he hecho bien.

—Desde luego, Chico —le susurro, y él sonríe.

Levanta la vista hacia Otter, que le besa en la frente, y vuelve a mirar a su madre.

—Y entonces Otter regresó porque se dio cuenta de que quería a Bear, y Bear le quiere, y no necesitamos que nadie nos diga cómo ser una familia.

Se interrumpe, y entonces su cara empalidece.

Seguramente como la mía.

Los ojos de mi madre chispean. Se queda mirando al Chico, luego se fija en Otter y en mí y sacude la cabeza.

—¿Que Bear qué? —pregunta en voz baja.

—Nada —me apresuro a responder—. Debes irte.

Cuando me mira a continuación, hay algo en sus ojos, algo que no logro identificar. Me llena de zozobra porque lo que más se le parece es el triunfo. Da la impresión de que acaba de ganar algo, y se me hiela el corazón en el pecho. Me noto la piel fría y húmeda.

—Oí… algo sobre ti —le dice a Otter, con una voz impregnada de evidente asco—. Antes de irme, alguien me dijo que te habían visto entrar en un bar de maricas en Portland. No me lo creí. Les dije que era imposible…, que tú no podías ser así.

—No tienes ni idea de lo que… —empieza a decir Otter, con los ojos centelleantes.

—Eso no importa —interrumpo—. Lo que él sea no será nunca asunto tuyo. —Respiro hondo—. Lo que yo sea ya no es asunto tuyo. No puedes volver a imponer cómo debemos vivir nuestras vidas.

—Soy tu madre —espeta—. ¡Yo te traje a este mundo, así que me da más derecho que a ti! —Su boca se contrae en una mueca de desprecio, pero esa es mi madre, aunque pueda ver que por debajo sonríe—. Además —añade, desviando los ojos hacia el Chico—, también soy su madre. ¿A quién crees que escuchará la gente, Bear? ¿A un niño como tú que se ha pervertido, o a una madre que no desea otra cosa que ver a su hijo pequeño criándose lejos del asqueroso estilo de vida que pareces haber adoptado?

—Debes irte —gruñe Otter, dejando al Chico a un lado como si se dispusiera a abalanzarse—. Ahora. Ya me he hartado de oírte.

Mamá se hincha todo lo que puede, tratando de parecer más grande, y tengo que reconocerle ese mérito. Si Otter me mirara como lo hace ahora con ella, saldría corriendo y no me detendría hasta llegar a otro estado. El Chico está intercalado entre nosotros, pero puedo notar cómo tiembla Otter. Es como si su piel estuviera viva, agitándose y arrastrándose sobre sus huesos. Enseña los dientes y hay saliva colgándole del labio. El fulgor verde dorado ha desaparecido, fundido en una negrura casi absoluta. Tiene la frente arrugada y las narinas dilatadas, y lo único que quiero hacer es quedarme sentado y dejársela a él. Se lo merecería. Pero no puedo permitir que Otter haga esto. No puedo dejar que libre mis batallas en mi lugar. También sé que si sucumbe a esa locura que parece lamerle los pies no tardaré en seguirle, y no quiero que Ty nos vea así. Tomo una decisión, y duele, duele más de lo que creía. Solo hace unas horas que ella ha vuelto, y da la impresión de que ya está ganando.

Tiendo una mano y cojo a Otter por el brazo. Su cara de enojo se vuelve hacia mí y, por un momento, recibo lo más recio del ataque que ha destinado a mi madre. Casi me levanto y salgo huyendo, pero encuentro cierta determinación para apartar ese impulso y me sorprendo cuando ni siquiera me inmuto. Otter respira agitadamente un instante más, luego su rostro se ablanda, sus ojos se tornan más brillantes, sus labios se relajan y ha vuelto conmigo, y me alegro. Vuelvo la cabeza a la izquierda y le hago seña de que me siga. Él asiente, coge la mano del Chico y nos levantamos del sofá. Mi madre parece querer hablar, pero le lanzo una mirada y desiste. Otter sigue a Ty, quien a su vez me sigue a mí, y les conduzco a la puerta principal. Sé que mi madre escucha con atención, confiando recoger todo lo que pueda. Salimos y cierro la puerta a nuestras espaldas.

—¿Adónde vamos, Bear? —pregunta el Chico con voz débil.

Suspiro.

—Nosotros no iremos a ninguna parte, Ty. Tú irás con Otter a su casa y me esperarás allí. —Los dos empiezan a protestar en el acto, pero levanto una mano y se callan a la vez. Miro a Otter, quien parece a punto de volver a hablar en cualquier momento—. Tienes que sacarle de aquí —digo—. No quiero que el Chico oiga cualquier odio que ella desee manifestar. Llévatelo a tu casa. Sácale de aquí, Otter. Por favor —insisto cuando empieza a protestar—. Hazlo por mí.

Encorva los hombros y rodea con un brazo los del Chico, pero este se lo quita de encima.

—No, Bear —gruñe Ty con indignación—. Tenemos que hacer esto juntos. Has dicho que lo haríamos juntos…

—Ya sé que lo he dicho —le interrumpo bruscamente—. Pero eso fue antes de que viera en qué clase de persona se ha convertido. No tienes que estar aquí para esto, Chico. No quiero que estés aquí para esto. Tienes que dejar que me encargue yo.

Sus ojos escrutan los míos, y no debe de gustarle lo que ve porque su cuerpo empieza a imitar el de Otter, derrotado y abatido.

—Llévatelo a casa —susurro a Otter—. Llévatelo de aquí y te prometo que os seguiré tan pronto como me libre de ella.

Otter asiente y comienza a tirar del Chico hacia la escalera, pero Ty se zafa de él y me rodea la cintura con sus brazos, con la cabeza apretándome el estómago. Me inclino y le abrazo con todas mis fuerzas, tratando de hacerle olvidar este día. No sé hasta qué punto lo consigo.

Al cabo de un minuto le suelto y me dispongo a volver a entrar, cuando él me sujeta por la muñeca y me estira hacia abajo. Noto su respiración caliente y urgente en mi oído.

—Prométeme que cuando vengas a buscarme todo será igual que antes. Prométemelo.

Sonrío con tristeza.

—Te lo prometo, Chico. Hasta ahora he cuidado de ti, ¿no?

Asiente con la cabeza.

Me enderezo y miro a Otter, que parece mayor, más viejo de como le he visto nunca. Aún encorva los hombros, y no sé si ha oído lo que ha dicho el Chico. Extiendo un brazo y le tomo la mano. Él levanta la cabeza y veo que tiene los ojos anegados de lágrimas indignadas.

—Eh, nada de eso —le reprendo, tendiendo una mano para secarle afectuosamente los ojos.

—Ty —susurra él con voz ronca—. ¿Puedes esperarme junto al coche?

Ty nos mira a los dos, y me pregunto qué ve. El Chico coge mi mano libre y besa el dorso, lo cual me conmueve como nunca había creído posible. Siento que mi respiración empieza a atascarse dentro del pecho y trato de dominarme antes de que sea peor. El Chico baja las escaleras y, cuanto más se aleja, más pequeño parece. Es como si menguara cada vez más y fuera a desaparecer si aparto la mirada.

Cuando Ty ya no puede oírnos, vuelvo a mirar a Otter, que parece haber recobrado cierta determinación y autodominio. Le sonrío, él levanta la cabeza de nuevo y me doy cuenta de que lo del autodominio es mentira. Sus ojos vuelven a ser negros, me pongo a sudar y creo que está a punto de irrumpir en el piso para despedazarla miembro a miembro. Empiezo a abrir la boca, pero se me escapa el aire de golpe cuando me estrello contra la pared exterior del piso. El cuerpo y la cara de Otter se aprietan contra los míos, y su beso es violento y peligroso. Puedo notar sus dedos clavados en mi espalda y sus dientes rechinando contra mis labios. Aunque mi madre se encuentra a no más de cinco metros, siento que me excito. Otter se percata a su vez, y gruñe contra mi cara. Levanto las manos y se las pongo detrás de la cabeza, atrayéndole más hacia mí. Me besa los labios, luego sigue mi mandíbula mordisqueando y lamiendo hasta llegar a mi cuello, y noto sus dientes hundiéndose suavemente en la piel. Entonces empieza a chupar. Recuesto la cabeza contra la pared a la vez que pongo los ojos en blanco, y empiezo a alejarme flotando sobre una corriente oceánica. No hay tormenta, pero ahora estoy sumergido del todo. No es tan malo como creía.

Finalmente Otter se aparta, y puedo sentir la suave quemazón en mi cuello donde sé que ha dejado su marca. Levanto los ojos hacia mi novio y veo cómo la lujuria se fuga una vez más de los suyos. Apoya su frente contra la mía. Nos quedamos así durante lo que parecen horas, él exhalando mientras yo inhalo, y me lleno de Otter, de aire que antes estaba dentro de él y ahora está dentro de mí. Noto una gota que me cae sobre la mano y abro los ojos, justo a tiempo de ver otra lágrima cayendo de los suyos.

—Ahora lo sabrá —murmura en mi cara—. Ahora sabrá que eres mío.

Le sujeto el rostro entre mis manos y le beso con delicadeza.

—Desde luego que sí —le digo.

Se aparta repentinamente, hunde las manos en los bolsillos y se encamina hacia la escalera. Pongo mi mano sobre el pomo y le veo alejarse. Cuando llega abajo se vuelve, como ya sabía que haría. Dios, me encanta lo previsible que es Otter.

—Te quiero, papá Bear —me dice con voz serena.

—Lo sé —respondo—. Creo que siempre lo he sabido.

Asiente con la cabeza momentos antes de desaparecer en la oscuridad.

—¿Desde cuándo? —farfulla mamá cuando regreso a la salita—. ¿Cuánto hace que vivís en pecado?

Suelto un bufido.

—¿Pecado? Vamos, madre. —Me siento en el sofá y la miro con odio mientras se pasea de un lado al otro delante de mí—. Nunca has sido demasiado religiosa, así que seguramente no es una buena idea que empieces a serlo ahora. Solo te avergonzarás más de como ya lo has hecho.

Se para frente a mí, mostrándose incrédula.

—¿Te preocupa que me avergüence? ¡Fíjate en ti! ¡Yo no te crié para te convirtieras en la buscona de Otter! —me chilla—. ¡Tú no eres un marica, Bear! ¿Qué diablos te ha hecho?

Vuelve a retorcerse las manos, y creo que no tardarán en caérsele.

—No me ha hecho nada —respondo con el ceño fruncido—. Bueno, nada que no quisiera que me hiciera. —Es un golpe bajo, lo sé, pero no puedo menos que experimentar una arrolladora sensación de júbilo cuando la veo retroceder con los ojos como platos—. Y no digas «marica». Ty dice que esa palabra es grosera, y le creo.

—¿Desde cuándo? —pregunta con una mueca, reanudando sus paseos delante de mí.

—¿Desde cuándo qué, madre?

—¿Desde cuándo ha estado pervirtiéndote?

Entorno los ojos.

—Métetelo en la cabeza ahora mismo: no me ha hecho nada que yo no quisiera.

—¡Tú no eras así cuando yo estaba! —protesta—. ¡No te habría dejado nunca convertirte en esa…, esa cosa que pareces creer ser!

—¡En ese caso seguramente fue bueno que te marcharas! —le bramo—. ¡Y si crees que de haberte quedado las cosas habrían ido de un modo distinto, entonces eres aún más estúpida de lo que creía!

—No…, no… —balbucea—. No te atrevas…

Me levanto de un brinco y sitúo mi cara a unos centímetros de la suya.

—¿Que no me atreva a qué? —La miro con desprecio, notando cómo se me contrae el labio, y sé que tengo el aspecto de Otter hace solo unos momentos. Un orgullo feroz me recorre de abajo arriba, comenzando en los dedos de los pies y subiéndome por la espina dorsal—. ¿Que no me atreva a qué? —repito, en voz baja y vehemente.

—La Biblia dice…

—¡He dicho que dejes esas chorradas! —le grito—. ¿Quién diablos eres tú para entrar en mi casa y decirme qué está bien y qué está mal? ¿Quién diablos crees que eres?

Ella trata de erguirse en toda su estatura, que no ha sido nunca demasiado imponente.

—Sé quién soy —replica con voz temblorosa—. Y sé quién eres tú… o quién eras. Antes eras mi hijo, y ahora lo único que veo es…, es este maricón plantado delante de mí.

Cuando dice esto último, necesito hacer acopio de todas mis fuerzas para no extender el brazo y golpearla en la boca. Y aun así casi no basta. Me lo imagino mentalmente: mi puño impactaría en su cara y la sangre saldría despedida mientras su boca se rompe y su nariz se hace pedazos. Retrocedería tambaleándose y se tropezaría con la mesita situada detrás de sus piernas. Caería hacia atrás, se daría de cabeza contra la mesita, se le abriría y se quedaría allí tendida sin moverse. Esto me hace estremecer aún más que su presencia aquí. Me hace estremecer el conocimiento de que podría hacer esto y no sentir ni una pizca de remordimiento. Cierro los ojos y trato de deshacerme de la mareante sensación de vértigo que amenaza con apoderarse de mi mente.

—¿Qué es lo que quieres? —pregunto, intentando mantener la voz serena.

—Te diré qué es lo que no quería —responde con desdén—. No quería llegar a casa y encontrarme con…

—Esta no es tu casa. Contesta la pregunta.

—Bear —grita con voz aguda y quejumbrosa, como recuerdo que era antes—. Ya te lo he dicho, ¡solo quería ver a mis hijos!

—Ya sé qué es lo que has dicho. —Sigo teniendo los ojos cerrados—. Pero mentías. ¿Qué quieres?

—No tengo por qué quedarme aquí y permitir que me hables de ese modo —dice, y noto que se aleja—. No me merezco ese trato —murmura, casi para sí—. Todavía soy tu madre, y sé qué es lo que te conviene.

Abro los ojos de golpe y ya he tenido bastante.

—¿QUÉ COÑO QUIERES? —grito, y se me desgarra la garganta cuando salen de ella estas palabras.

Me adentro aún más en el océano. A lo lejos, los truenos retumban a través del cielo, y mentalmente miro hacia el horizonte y veo formarse unos nubarrones enormes. El viento sopla suavemente sobre mi cabeza, trayendo consigo el presagio de lluvia. «Bear —susurra la voz—. Bear, tienes que ganar la orilla. Tienes que ganar la orilla antes de que llegue la tormenta. Si no lo haces, serás arrastrado y ni siquiera yo podré seguirte hasta allí».

Mi madre me observa con temor, y por primera vez en mi vida me alegro de que se fuera cuando lo hizo. Oh, he sentido cosas que bordeaban el alivio que experimento ahora, pero durante los últimos tres años esta abrumadora sensación de justicia nunca ha prevalecido tanto en mi mente. Ella ha dicho que, si se hubiera quedado, Otter y yo nunca habríamos sido Otter y yo, y por más que me gustaría negarlo, tengo la horrible sensación de que está en lo cierto. Otter se habría quedado aquí, yo habría ido a la facultad y las posibilidades de que Otter y yo nos hubiéramos alineado tal como lo hemos hecho quizá no se habrían dado nunca. Y, para empeorar las cosas, habría dejado al Chico aquí con ella. Por supuesto, me habría dado de tortas y me habría regañado todos los días por hacer eso, pero creo que lo habría hecho de todos modos. Si ella se hubiera quedado, muchas cosas serían distintas, muchas cosas estarían fuera de sitio en el mundo. Jamás habría encontrado las últimas piezas del rompecabezas para encajarlas y completar el cuadro. Nunca habría podido ver al Chico convertirse en lo que es ahora. Ahora entiendo que nunca podré odiarla del todo, porque me hizo el mejor regalo: me dio mi familia.

—Mamá —suspiro, mi beligerancia agotada—, creo que debes irte. No quiero seguir haciendo esto contigo. Creo que debes irte y no volver nunca más.

—Bear —responde ella, estremeciéndose—, no puedo dejarte aquí de este modo. No ahora que sé que necesitas a tu madre más que nunca. —Sacude la cabeza—. Tengo que estar aquí para ti.

—No te necesito —le digo con toda la delicadeza de que soy capaz—. No te he necesitado en mucho tiempo. Has dicho que has venido a ver cómo nos iba al Chico y a mí. Ya tienes tu respuesta. Lo has visto con tus propios ojos y puedes volver allí de donde has venido sabiendo que los dos estamos bien. Y siempre lo estaremos.

Da la impresión de que extenderá los brazos y me sujetará los hombros, y por un momento creo que se lo permitiré. Creo que le devolveré el abrazo. Creo que será el último contacto que seguramente tendré con ella. Si Ty quiere intentar encontrarla algún día, es cosa suya. Esta será la última vez que vea a mi madre, y por triste que parezca, será lo mejor. Me marcharé de aquí e iré a casa de Otter, dejaré que mis chicos me envuelvan en sus brazos y quizá lloraré un poco, pero maldita sea, creo que me lo he ganado. Creed estará allí, seguramente al corriente de los tejemanejes de la familia McKenna, y le miraré a los ojos y le confesaré que estoy enamorado de su hermano. Él me mirará con extrañeza por un momento y se volverá hacia Otter, que sé que exhibirá su sonrisa torcida, después me mirará de nuevo y una sonrisa le partirá el rostro. Se echará a reír, sacudirá la cabeza y me regañará por no habérselo dicho antes. Ty le explicará que es por eso que no puede seguir diciendo «marica», y Creed se le acercará y abrazará al Chico hasta romperse la espalda, y entonces nos instalaremos todos en la salita y nos pasaremos el resto de la noche hablando. Ty se quedará dormido en el sofá entre nosotros, y Otter me mirará con ojos soñolientos y me tenderá la mano. Se la cogeré, él me conducirá a su habitación, Creed se reirá entre dientes y nos advertirá que será mejor que no oiga nada obsceno, nosotros nos reiremos de su comentario y Otter cerrará la puerta a mi espalda.

Las luces se apagarán, pero los primeros albores grises que solo pueden encontrarse en la costa de Oregón se filtrarán tenuemente a través de la ventana. Habrá sombras en las paredes que jugarán y bailotearán sobre la piel de Otter mientras le quito despacio la camiseta por la cabeza. El cuello de la camiseta se enganchará en su nariz, tendrá los ojos ocultos y los brazos extendidos por encima de la cabeza, y me inclinaré y le besaré con delicadeza. Notaré que sonríe contra mi boca y terminaré de quitarle la camiseta. Me tomará en sus brazos, con los bíceps flexionados, calientes y duros contra mi cuerpo. El resto de nuestra ropa desaparecerá, y cuando entre en mí sé, lo sé, que el océano volverá a evaporarse, las nubes se alejarán y habrá estrellas fugaces en el cielo, y yo gritaré contra él, y él gruñirá algo sospechosamente parecido a «Te quiero», y sabré que es verdad. El chasquido de piel contra piel resonará dentro de mi cabeza, y me sentiré arrastrado hacia un límite en el que no he estado nunca, y entonces los dos nos precipitaremos y estaremos volando. Más tarde jugará con mis cabellos y yo me dormiré en mi sitio sobre su hombro, oyéndole decir: «La lucha por ti es todo lo que he conocido nunca», y, cuando sueñe, será con él porque ella me lo regaló. Ella me dio la oportunidad de encontrarle, y por eso nunca podré odiarla del todo.

Sonrío a mi madre y empiezo a levantar los brazos.

—Me llevo a Ty —declara.

—¿Qué tú… qué? —digo, seguro de haberla entendido mal.

—Tyson, Bear —dice—. Me llevo a Tyson. Me doy cuenta de que no volverás a ser como eras, como deberías ser, así que no tengo elección.

—No puedes —susurro.

Me observa con serenidad.

—Puedo y lo haré —afirma con frialdad—. Soy su madre, solo tiene ocho años y me pertenece.

—Tiene nueve, zorra estúpida —replico—. Y jamás te lo llevarás de aquí. Esta es su casa, y Otter y yo somos su familia.

—Trata de impedírmelo —dice, y me hinca un dedo en el pecho—. Ya te lo he dicho, Bear. ¿A quién te parece que creerá la gente? ¿En quién confiarán? Yo soy su madre y tú…, tú eres una deshonra. Apenas sabes cuidar de ti mismo, y mucho menos de un niño.

—Lo he hecho suficientemente bien durante los últimos tres años —jadeo, oyéndome el pulso de la sangre en los oídos—. ¿O ya lo has olvidado? ¿Has olvidado que fuiste una cobarde y lo dejaste todo? ¿No crees que la gente hará preguntas acerca de ti?

Se encoge de hombros, y la sensación de pegarle surge de nuevo.

—Que pregunten lo que quieran, Bear. Diré que estaba enferma y tuve que irme. O que tuve que marcharme a trabajar y te dejé a ti a su cargo. O un montón de cosas que se me ocurran. No dejaré que críes a mi hijo. Es demasiado tarde para que te salve a ti, pero eso no ocurrirá con Tyson.

—Tú nunca harías eso —digo, incrédulo—. No eres tan despiadada para hacerle eso. Si te lo llevas de aquí, acabarás con él, y juro sobre todo lo que tengo que estoy dispuesto a morir antes que dejar que lo hagas.

Me sonríe, mostrando unos dientes amarillentos.

—A la larga le estaría ayudando. Se dará cuenta. Al principio me odiará, pero un día entenderá por qué hice lo que hice. Tyson descubrirá que todo en lo que te has convertido le habría llevado por el mismo camino. Me dará las gracias y me querrá, porque soy su madre.

Niego con la cabeza.

—No te dejaré hacerlo.

—No tienes elección, Bear —replica—. Deberías haberlo pensado antes de caer en el pozo. Habrías podido impedir que esto ocurriera. En cierto modo, todo esto es culpa tuya.

—No —digo, no queriendo creerla.

No tiene razón. No puede tener razón. La tormenta ruge con fuerza sobre mi cabeza, y me parece oír la voz dentro de mi mente, pero no logro entender lo que dice y luego se esfuma, desaparece arrastrada por el viento.

—Sí —dice ella—. Sí, y ahora, si no te importa, llama a Otter y dile que vuelva a traer a Tyson aquí. Si no lo haces, llamaré a la policía, y que sean ellos quienes decidan.

—Les contaré todo lo que has hecho —amenazo enérgicamente—. No te saldrás con la tuya. Me diste un poder legal firmado para la tutela de Tyson.

Me mira arqueando una ceja, lo cual le estira el cutis, y por un momento parece unos años más joven y veo a mi mamá en esa mujer plantada frente a mí. Estoy a punto de ceder, pero me percato de que pese a quien crea que es, disfruta apretando el lazo, oprimiéndome hasta que empiezo a ahogarme.

—¿Verdad que sí? —exclama—. Como mínimo, la policía vendrá, tú dirás lo que tengas que decir y yo diré lo que tenga que decir, ¿y qué crees que pasará entonces? Lo único que tienes es un poder legal ilegalmente autenticado mediante acta notarial que entró en vigor antes de que cumplieras dieciocho años. ¿Crees que le dejarán quedarse aquí, Bear? Te echarán una mirada y verán que no eres más que un niño y que has pecado contra Dios, y todos sabrán en qué te has convertido. Y puedes decir lo que quieras de mí. Tal vez le dejen venir conmigo o tal vez no. Si no lo hacen, Bear, se lo llevarán de aquí y le meterán en algún sitio hasta que todo esto se resuelva. ¿Cómo crees que estará Tyson en una casa de acogida? ¿Crees que le instalarán con una familia que le quiere? ¿Una familia cuya brújula moral no gira sin control? Nos lo quitarán a los dos, pero podré soportarlo. Por lo menos no estará aquí. Por lo menos no estará aquí contigo.

Tengo los ojos desorbitados y la boca seca, y no se me ocurre ni una sola palabra que decirle. «¿Es eso lo que ocurriría? —pienso—. ¿De verdad me lo quitarían? ¡No puede tener razón en eso! ¡Solo lo dice para asustarme! Nadie, ni siquiera ella, es tan cruel. Sabe qué le haría eso al Chico. De alguna manera lo sabe, y que me aspen si voy a permitir que eso ocurra».

—No puedes hacer esto —repito.

Sonríe de nuevo y acaba de apretar el lazo.

—Puedo y lo haré. Pero… —Hace una pausa, como meditando—. Quizá no debería llegar a eso.

—¿Qué? —pregunto, confundido.

«¡Cuidado, Bear! —oigo gritar a la voz—. Oh, Dios, no lo hagas…».

—Si tú y yo podemos llegar a un acuerdo, tal vez me lo repiense —dice, volviendo a pasearse delante de mí.

Observo claramente que sus lágrimas se han secado del todo, y pienso que todo esto no ha sido más que un juego. Pienso que, de alguna manera, lo ha planeado hasta el último detalle. Que, de alguna manera, siempre ha sabido de nosotros.

—¿Qué acuerdo? —pregunto con voz queda.

Se detiene frente a mí.

—Si dejo a Ty aquí contigo tienes que prometer hacer algo por mí. Si haces esta cosita, prometo quitarme de en medio. Prometo marcharme de Seafare, y no tendrás que volver a verme nunca.

—¿Qué es?

—Terminar con Otter —responde con frialdad—. Esto ya ha durado bastante. No permitiré que mi hijo sea un marica. Ni permitiré que críes a Tyson para que sea un marica. Le dirás a Otter que has cambiado de opinión y que no quieres volver a verle. Dile que regrese a San Diego.

¿San Diego? ¿Cómo sabía…?

—No hablas en serio —susurro.

—Hablo muy en serio, Bear —dice—. Sé más de lo que crees, y no dejaré que mis hijos me deshonren de ese modo. Si haces solo esto por mí, puedes quedarte a Ty aquí contigo y yo me mantendré alejada. Pero —añade, clavándome el dedo en el pecho otra vez— si me voy y me entero de algo distinto se habrá terminado, y volveré aquí tan deprisa que la cabeza te dará vueltas. Te quitarán a Ty, y puedo prometerte que no volverás a verle nunca más.

—¿Por qué haces esto? —murmuro, notando cómo me brotan las lágrimas.

Ella sacude la cabeza.

—¿No has escuchado ni una sola palabra de lo que he dicho? Por Dios, Bear, parece que aún tengas cinco años. Te lo he dicho: ningún hijo mío es un maricón. Ningún hijo mío será nunca un maricón. No pienso tolerarlo.

Parpadeo para reprimir el escozor en mis ojos.

—¿Te das cuenta —le pregunto con voz débil— que te odiaré para siempre por esto?

Sus ojos se enternecen y las arrugas alrededor de su boca desaparecen, y por un momento, solo un momento, pienso que todo esto es un sueño, que hemos retrocedido en el tiempo y ella no se ha marchado, Ty no ha nacido y yo tengo seis años, esperando que mi madre me diga algo dulce, esperando que demuestre que me quiere.

—Podré soportarlo —dice, sonriendo—. Por lo menos sabré que he salvado tu alma.

—Él luchará por mí —replico, a sabiendas de que es el último recurso—. Otter sabrá que pasa algo, y luchará por mí.

Asiente con la cabeza.

—Seguramente. Las personas como él son blandas. Por eso, Bear, tienes que hacer que te crea. Por eso tienes que asegurarte de que no querrá luchar por ti.

—Luchará por mí —murmuro.

—Que lo haga, entonces. Ya sabes qué hay en juego.

—No puedes hacer esto.

—Soy tu madre, Bear. Puedo hacerte lo que quiera.

—Te odio.

—Lo superarás con el tiempo.

Agacho la cabeza.

—No puedes… —digo, sabiendo que sí puede.

—¿Quién es más importante para ti? —pregunta amablemente—. ¿Quién te necesita más?

Levanto los ojos y miro a la mujer que me dio la vida pero no me ha enseñado nada sobre ella.

Esta vez no se arredra.

—¿Tenemos trato? —pregunta.

Llamo a la puerta. Siento la madera bajo mis manos, pero no puedo oír el sonido que hace, porque finalmente se ha desatado la tormenta y el viento aúlla en mis oídos cada vez que intento salir para coger aire. Vuelvo a bajar la mano junto al costado cuando otra ola rompe sobre mi cabeza y me sumerge. El agua me entra por la nariz y sé que me estoy ahogando. Quiero llegar a la superficie, pero no puedo. Está demasiado lejos y requeriría más esfuerzo del que mi cuerpo puede usar.

La puerta se abre, Creed aparece ante mí y dice algo torciendo el gesto. Sus palabras son silenciadas por el estruendo de la tormenta y el batir del océano. Entro y murmuro algo; tampoco sé qué. Él trata de agarrarme el brazo, pero me lo quito de encima y subo despacio las escaleras. Sé que quiere seguirme, pero no lo hace. Llego a la puerta de Otter y pongo mi mano sobre el pomo. Lo noto frío bajo mi piel, el trueno retumba en las profundidades de mi cabeza y mi corazón y pienso que si hoy habrá un momento para que me salve, será este. Lo único que necesitaré es sacar la cabeza fuera del agua y tomar una bocanada de aire. Bastará con una. Intento subir, y entonces una voz dentro de mi mente repite mi límite…

«¿quién es más importante para ti? ¿quién te necesita más?».

… y no es la voz, sino su voz. Algo me sujeta por el tobillo y me sumerge aún más hacia el fondo.

Giro el pomo, el pestillo se libera y la puerta se abre. La luz del pasillo se vierte al interior de la habitación oscurecida y se derrama sobre la cama donde Otter y el Chico están tendidos. Otter tiene la cabeza ladeada, inspira larga y profundamente y sé que está dormido. El Chico sube y baja con cada inhalación desde su posición sobre el pecho de Otter. El fondo marino se mueve bajo mis pies, y sé que no tardará en abrirse y tragarme. Entro despacio en el dormitorio y sacudo al Chico con suavidad. Sus ojos se abren al instante y escrutan la habitación con cansancio hasta posarse en mí. Su sonrisa es cauta, y sé que está tanteando el terreno para ver cómo estoy. Reúno las fuerzas que me quedan y le sonrío a mi vez, y debe de bastar porque se relaja visiblemente. Me llevo un dedo a los labios para indicarle que guarde silencio. Asiente con la cabeza y se suelta lentamente del abrazo de Otter. Este se mueve un poco en sueños, un mechón de pelo le cae sobre la frente y se me parte el corazón. El Chico se dirige hacia la puerta y se vuelve a mirarme. Le sigo y cierro la puerta a mi espalda.

Ty me da la mano y bajamos las escaleras. En el piso de abajo Creed aguarda con los brazos cruzados, taconeando con impaciencia. Nos ve y pone los ojos en blanco.

—¿Qué diablos ocurre? —gruñe—. ¿Tu madre?

Me encojo de hombros.

—¿Qué coño quería, Bear? ¿Dónde coño ha estado?

—Creed, necesito que me hagas un favor —digo.

Mi voz suena baja y oxidada, como si no se hubiera usado en años.

—Lo que quieras, Bear. Ya lo sabes.

Sujeto la mano de Ty con más fuerza.

—Necesito que lleves a Ty a casa. Tengo que hacer una cosa antes de poder ir.

Noto que el Chico me tira de la mano, bajo la mirada hacia él, él ve algo en mis ojos y así, sin más, lo sabe. Abre los ojos como platos, le tiembla el labio inferior y la acusación en su mirada es casi imposible de soportar.

—¿Qué has hecho? —susurra—. Oh, Bear. ¿Qué has hecho?

—Lo único que podía hacer —le contesto, y una lágrima se escapa de su ojo.

—Me lo has prometido —dice enfadado—. Me has prometido que no cambiaría nada.

Creed nos mira a uno y otro, desconcertado.

—¿Qué? ¿Qué cambia? ¿Qué diablos ocurre, Bear? ¿Qué tienes que hacer? Tu mamá ya no está en tu casa, ¿verdad? Porque si está allí, juro por Dios que patearé su jodido culo y…

Sacudo la cabeza y le interrumpo.

—Se ha ido. Ha vuelto allí de donde ha venido. —Vuelvo a mirar a Ty—. Ve con Creed, Chico —le digo en voz baja—. Él se ocupará de ti hasta que llegue a casa.

—¿Qué has hecho? —grita, lo que hace que Creed retroceda de un salto. Yo ni me inmuto—. ¿Qué coño has hecho, Bear?

—He hecho lo que debía, Ty —respondo con voz queda—. He hecho lo que debía, para mantenerte a salvo. No espero que lo entiendas.

Sus ojos empiezan a suplicar mientras vuelve a agarrarme la mano.

—¡Sea lo que sea, podemos solucionarlo! —implora—. ¡Sea lo que sea lo que haya hecho, ahora se ha ido! Podemos arreglarlo de nuevo.

Niego con la cabeza, y ahora sus lágrimas fluyen libremente.

—Ve con Creed, Chico.

—¿Bear? —dice una voz desde lo alto de la escalera.

El terremoto empieza. Lo noto sacudiéndome el cuerpo, y todas las cornisas que he hecho, todos los refugios que he construido se rompen y salen volando. Unas dagas se clavan en mis ojos, me vuelvo y veo a Otter de pie al final de la escalera, con los cabellos de punta en todas direcciones, frotándose la última pizca de sueño de los ojos. Me sonríe, pero su sonrisa se desvanece poco a poco cuando ve en mí lo mismo que ha visto el Chico.

—Otter, algo no va bien —anuncia el Chico en voz alta—. Algo va mal, y Bear me ha prometido…

—Creed —digo—. Por favor, lleva a Ty a casa. Llegaré enseguida.

—¡No! —grita el Chico cuando Creed le levanta en brazos—. ¡No, Creed! ¡Tú no lo entiendes! ¡Tienes que detenerle! ¡Tienes que detener a Bear!

Creed me mira impotente. Le señalo la puerta, y el Chico rompe en sollozos.

—¡La odio! —chilla—. ¡La odio! ¡No puedes dejar que se salga con la suya, Bear! ¡No puedes dejarle ganar!

Hay más, mucho más, pero es abofeteado cuando Creed cierra la puerta tras ellos. Oigo que Otter baja rápidamente las escaleras. Mira a través de la ventana hacia el camino de entrada. Momentos después, su cuerpo se ilumina cuando se encienden los faros del coche de Creed. Le oigo salir marcha atrás y luego se hace el silencio.

—¿Qué ocurre? —pregunta Otter de repente, volviéndose hacia mí—. ¿Qué diablos era todo eso? ¿Qué ha pasado con tu madre?

Le miro y tiene una expresión pétrea, los ojos recelosos. Me duele todavía más que me mire de ese modo, pero sé que la situación no va a mejorar. Respiro hondo y abro la boca para hablar, para decir lo que he ensayado apresuradamente, pero se me atasca en la garganta. Me atraganto, noto la presión de acero fundido contra mi estómago, es afilado y abrasador y creo que me desgarrará. Me doblo hacia delante sujetándome el vientre y oigo que Otter corre hacia mí. Entonces me rodea con sus brazos y me acuna, como hace siempre cuando el mundo es demasiado ruidoso, cuando las aguas amenazan con crecer. No sabe que ya me he ido. No sabe que ya es demasiado tarde.

—No pasa nada, Bear —me susurra al oído—. Todo irá bien. Estoy aquí, y todo irá bien…

—No, no irá bien —jadeo, y me separo de él por la fuerza.

Otter se tambalea hacia atrás y mantiene el equilibrio justo antes de caerse de culo. No pretendía empujarle tan fuerte, pero siento que empieza a rescatarme de las profundidades. Noto que comienzo a subir, y sé que si emerjo a la superficie será imposible hacer esto, me será imposible ejecutar esta farsa. Ahora Ty depende de mí, más que nunca, y no puedo permitir que Otter me saque para coger aire.

—¿Qué ocurre, Bear? —insiste, con la mirada dura de nuevo—. ¿Qué te ha pasado?

—Ya no puedo estar contigo —respondo, sabiendo que no puedo retirarlo.

Cierro los ojos con fuerza y trato de retomar mi respiración, intentando mantenerla bajo control. En la oscuridad, veo la tormenta resplandeciendo con intensidad sobre la superficie. Un relámpago zigzaguea a través del cielo, y parece una estrella fugaz. Aún no he llegado tan lejos para saber que es mentira.

Otter suelta un bufido.

—¿Qué? De eso ni hablar, Bear. Pero ha sido un buen intento.

—Ya no puedo estar contigo —vuelvo a decir—. No es lo que soy.

—¿Qué te ha dicho? —me espeta.

—No me ha dicho nada —le contesto—. Esto no tiene nada que ver con ella.

—¡Y un cuerno! —gruñe.

Noto una corriente de aire y creo que es el viento otra vez, pero entonces siento el aliento de Otter en mi cara y sé que está de pie frente a mí. No abro los ojos. No puedo.

—¿Qué ha hecho, Bear? ¡Solo han sido un par de horas! ¿Qué coño te ha hecho?

—Por favor, Otter —susurro.

—¿Por favor qué? —dice irritado—. ¿Te dejo a solas con ella a mi pesar, y ahora estás aquí delante de mí, sin siquiera mirarme a los ojos, diciéndome que no quieres estar conmigo? Desde luego que haré preguntas. Desde luego que te obligaré a explicarlo todo. No te escaparás tan fácilmente. ¡No te quedarás aquí soltando tus estúpidas chorradas!

Abro los ojos de golpe y, por primera vez esta noche, estoy enfadado con él. Irracionalmente, pero enfadado. No sé qué esperaba que ocurriera, pero el modo en que brota en mi interior me provoca náuseas. Quiero pegar, soltar patadas, arañar y morder, y por más que trato de decirme que tiene todo el derecho a actuar así, todo el derecho a exigir una explicación que no sea una mentira descarada, no puedo evitarlo. Es como si todos los capilares se hubieran reventado detrás de mis ojos porque no veo más que rojo.

—¡No son estúpidas! —le grito, con saliva saliendo despedida de mis labios—. ¿Por qué no lo entiendes, Otter? ¡Ya no puedo hacer esto contigo! ¡No sé quien soy!

No se mueve, no se inmuta por mi voz alzada; es como si se hubiera convertido en piedra.

—¿Qué coño quieres decir con que no sabes quien eres? —gruñe—. ¿Con quién crees que estás hablando, Bear? Te conozco mejor que nadie en el mundo. Sé cuándo mientes.

—Solo nos estábamos engañando, Otter —digo, con toda la frialdad de que soy capaz. Entonces algo dentro de mí se remueve y cae en el abismo que se ha abierto en mis entrañas, y no creo que vuelva a recuperarlo nunca—. Esto…, eso que hemos tenido, ha estado mal. Ha sido un error.

«¡OTTER! —brama repentinamente la voz dentro de mí—. ¡OTTER! ¡NO LE HAGAS CASO! ¡ES UN FARSANTE! ¡OH, OTTER! ¡ESCÚCHAME, POR FAVOR! ESTÁ MINTIENDO…».

Cesa cuando la remeto en ese lugar secreto dentro de mí.

—¿Un error? —dice Otter con incredulidad—. ¿Cómo que ha sido un error? ¿Cómo puedes plantarte delante de mí y decir eso? ¿Qué te ha hecho, Bear? ¿Qué te ha impuesto?

—¡Nada! ¡Se ha ido, Otter! ¿Por qué diablos tendría que hacer esto si ya se ha marchado?

—Muy bien —dice, apartándose de mí—. Muy bien. Vamos.

—¿Vamos? ¿Adónde vamos?

Empieza a subir las escaleras.

—Me cambio e iremos a tu casa. Iremos allí para que pueda comprobar que se ha marchado. Y entonces llamaremos a todos los hoteles de Seafare para cerciorarme de que no se ha instalado por aquí cerca. Me estás mintiendo, Bear, y juro por Dios que averiguaré por qué.

Le sigo.

—¡No iremos a ninguna parte! —grito a su espalda—. ¿Por qué no puedes entenderlo?

—Porque el Bear que conozco nunca haría esto. El Bear que conozco nunca se rajaría de algo así. De mí.

—Entonces es evidente que no me conoces tan bien como crees —replico con el ceño fruncido.

Siento que mis entrañas se derriten. Levanto un brazo para intentar detenerle. Mi mano le sujeta por el brazo, y ya estoy pensando en la siguiente frase que podría soltarle, cómo herirle allí donde más duele. La odio y la odiaré el resto de mi vida. Noto que su brazo se tensa, pero no tengo tiempo de prepararme aunque sé qué es lo que vendrá. Me pregunto si habría podido pararlo aunque lo hubiera hecho.

—Bear —le oigo decir.

Su voz tiene un deje que no acabo de identificar. Entonces se gira, libera el brazo de mis manos y al hacerlo me golpea en el pecho sin querer. Intento evitar caerme hacia atrás, pero la gravedad es un fenómeno curioso. Nunca funciona cuando piensas en ella. Trato de alcanzar la barandilla. Trato de alcanzarle a él, y veo que abre los ojos como platos al mismo tiempo que estira los brazos, pero cuando llegan al lugar que ocupaba yo, ya he caído hacia atrás. Me tomo un momento, mientras estoy suspendido en caída libre, para pensar en lo jodido de esta situación, y luego trato de hacerme un ovillo, pero mi espalda golpea uno de los peldaños, mis brazos salen despedidos en una dirección, mis piernas en otra, y se me corta la respiración mientras ruedo escaleras abajo. «¡La moqueta! —pienso, histérico—. ¡Gracias a Dios por la moqueta!». Se ha acabado antes de que tenga tiempo de entender que lo ha hecho. Me quedo tendido boca arriba, mirando al techo y preguntándome cómo ha podido llegar a esto.

—¿Bear? —le oigo susurrar.

Mis ojos le encuentran aún de pie en lo alto de la escalera, y le veo temblar de horror. Mi cuerpo se somete a un chequeo preliminar, tratando de localizar las partes doloridas, tratando de atrancar las escotillas contra las inevitables oleadas de dolor por si hay algo roto.

—¿Bear? —repite.

—Oh, Dios —murmuro.

Oír mis palabras parece hacerle más efecto que nada. En un abrir y cerrar de ojos ha bajado las escaleras y está a mi lado, y me permito admirar la rapidez con que se mueve. Se arrodilla y tiende las manos, pero se detienen justo antes de tocarme. Es casi como si tuviera miedo de hacerlo, como si fuera a desintegrarme bajo su tacto.

—Dios mío, Bear —gime—. Santo Dios, ¿estás bien?

El chequeo diagnóstico ha concluido, y estoy casi seguro de que lo único que hay roto dentro de mí son mi corazón y mi alma. El cuerpo parece estar bien, o por lo menos todo lo bien que puede estar un cuerpo después de decirle a la única persona a la que ha querido de verdad que se ha terminado y después de caerse por un tramo de escaleras. Esto me resulta gracioso de un modo morboso y retorcido, pero la risa se atasca en mi garganta y tomo aliento ásperamente.

—Yo no…, no quería… —dice Otter, con los ojos muy abiertos y brillantes.

—Lo sé —murmuro. ¿De veras lo sé? Quiero creer que sí.

Por fin me pone las manos encima y me palpa de arriba abajo, tratando de localizar algún hueso roto, alguna herida sangrante. Cierro los ojos un momento, a mi pesar, y disfruto del contacto de sus manos sobre mí a través del leve dolor, que ya ha empezado a asomar su fea cabeza. La mano de Otter llega a mi muslo y lo toca suavemente, y sin querer me doblo sobre él, incapaz de evitarlo. Sé que él se percata de ello, porque contiene la respiración y su mano me sujeta con más fuerza. Una corriente eléctrica fluye de las yemas de sus dedos y no puedo evitar gemir. Él lo oye, y de repente sus manos están por todo mi cuerpo, noto la presión de sus labios contra los míos, su boca caliente y áspera mientras su lengua penetra entre mis labios. Levanto las manos para envolverle el cuello y bajarle sobre mí cuando vuelvo a oírla advirtiéndome, cuando oigo su detestable voz dentro de mi cabeza, y es como si estuviera a mi lado y quiero gritar, pero sé que eso no la apartará de mi mente, no la ahuyentará, y…

«quién es más importante para ti».

… suena fuerte, retumba por todo mi ser, y dejo de sujetarle la cabeza. Dejo de hincarle tanto dentro de mí que no pueda salir nunca, porque…

«puedo prometerte que no volverás a verle nunca más».

… si no lo hago, no podré acabar con esto, no podré ser quien Tyson necesita que sea, y por eso está ahí, la pregunta que viola mi cabeza y susurra con tanta fuerza…

«quién te necesita más».

… una y otra vez, y encuentro mis manos sobre su pecho y le aparto de un empujón. Oh, sí, cómo le aparto.

—No —digo—. No, Otter.

Se cae de culo, y yo gateo para escapar de él. Ahora me duele el cuerpo al moverme, y sé que mañana estaré hecho polvo. Tengo que reprimir un grito cuando piso con fuerza sobre el tobillo derecho y siento una llamarada de dolor, vítrea y reluciente. No creo que esté roto, pero desde luego tiene una fuerte torcedura, y me alejo de él cojeando, consciente de lo ridículo que debo de parecer, de lo ridícula que debe de ser toda esta situación. Tengo que salir de aquí. Debo marcharme antes de que ocurra algo más de que arrepentirme. Nada puede impedir que me vaya ahora.

—¿Por qué, Bear? —dice él, con la voz rota y triste.

Nada, supongo, excepto eso. Me paro. Y me vuelvo.

—¿Por qué? —repite cuando no me atrevo a mirarle.

—Otter —suspiro profundamente—. Ya… te lo he dicho.

Una lágrima logra escapar de mi ojo, y la enjugo rápidamente antes de que la sigan otras.

—No te creo.

—Entonces no sé qué más decir.

—Di la verdad.

—Esta es la verdad, Otter.

Me tiembla la voz, y me esfuerzo por dominarla.

—No, no lo es. Hace dos horas me querías. Hace dos horas creía que harías cualquier cosa por mí porque sabías que yo haría cualquier cosa por ti.

—Te quiero, Otter. Pero no del modo que tú deseas.

Eso no me lo perdonaré nunca.

—Tampoco me lo creo. De hecho, no me he creído ni una sola palabra de lo que has dicho desde que has llegado aquí esta noche.

—¿Qué más quieres que diga? —pregunto.

«¿quién te necesita más?».

—Quiero la verdad, Bear. Creo que, por lo menos, me la merezco. Creo que después de todo por lo que hemos pasado, de todo lo que he hecho para recuperarte, me he ganado ese derecho.

—Vuelve a casa, Otter —digo, queriendo detenerme pero incapaz de hacerlo cuando me imagino a Ty siendo alejado de mí, siéndome arrebatado.

—¿Qué?

—Vuelve a San Diego. Regresa y encuentra tu vida.

Mis palabras me hacen estremecer, sabiendo que me obsesionarán durante el resto de mi vida, sabiendo que este momento quedará para siempre grabado en mi memoria.

—Eres un cobarde.

—Ya lo sé —susurro, casi sin querer.

—Entonces ¿por qué? —pregunta.

Le oigo ponerse en pie. Le miro y veo que da un paso vacilante hacia mí, y luego otro, y otro. Tiene los ojos húmedos y duros, y nunca me ha mirado de esa manera, ni siquiera cuando más enfadado ha estado. Está herido y dolido, y lo he provocado yo. Yo he hecho que ocurriera, pero sé que no puedo hacer nada para borrarlo, para enmendarlo. Esta noche le he herido, está sangrando ante mis propios ojos, y soy lo que él ha dicho: un cobarde.

—Otter, deja que me vaya —murmuro—. Deja que me marche de aquí. Ya no puedo soportarlo. No puedo hacerlo…

—He luchado por ti —dice, su voz reflejando la expresión de sus ojos, y da otro paso—. Toda mi vida he luchado por ti.

—Lo sé.

Hago una mueca, mi estómago se contrae de nuevo y empieza a dolerme la cabeza.

—La lucha por ti es todo lo que…

—No lo digas —le interrumpo—. No me digas eso.

Otro paso.

—Diré lo que me salga de los huevos —me gruñe—. Te quiero, siempre te he querido, y lucharé por ti. Puedes decir lo que te apetezca, pero volveré a luchar por ti.

Otro paso.

—No —digo, buscando la última pizca de determinación que me queda.

Otro paso.

—Sí —dice él.

El océano empieza a bajar, los truenos se alejan y estoy perdiendo el control, pero apenas me importa. Quiero que él me salve. Quiero que me impida ahogarme, y tengo tiempo de pensar que quizás esto irá bien, que tal vez sea mejor que estemos juntos porque juntos podemos combatirla, juntos podemos conseguir que todo aquello con que ha amenazado no llegue a ocurrir. Un rayo de sol penetra las nubes, y siento que empiezo a entrar en calor cuando Otter da otro paso, y puedo ver que sus ojos se enternecen apenas un poco, y en ese momento sé que le necesito más de como he necesitado nunca a nadie. Da el último paso, se planta frente a mí, miro el fulgor verde dorado y pienso que todo podría ir bien, que podríamos lograrlo, que podemos crear nuestra vida en este rincón del mundo y nadie volverá a molestarnos, y envejeceré con él, y sé que es posible. Sé que es perfectamente lógico. Sé que es inevitable, ¿y quién soy yo para negarlo, quién coño soy para impedirlo? Pero precisamente eso es lo que hace que duela mucho más.

Y es por eso que sé que no puedo correr ese riesgo.

Retrocedo un paso y me sumerjo en las profundidades, sintiéndome ahogarme con la amarga agua salada que baja abrasándome la garganta. Noto el fondo turbio, mis manos se hunden en su cieno y veo enterrado mi último gramo de determinación, la última parte de mí que puede mirar el fulgor verde dorado como si no significara nada, como si no me hubiera cambiado para siempre, como si no me hubiera afectado profundamente una y otra vez. Pero eso es lo que tiene el océano: siempre estará allí, hagas lo que hagas.

—Esta cosa —digo en voz baja—, esta obsesión que tienes por mí debe terminar.

Parpadea como si hubiera levantado un puño delante de sus ojos, y sé que esta vez le he tocado la fibra, y me afecta, pero no tengo más remedio que hacerlo. Tanto si ha querido confesárselo como si no, se ha obsesionado conmigo, hasta el punto de cegarle a casi todo lo demás. Una parte de mí se ha incrustado en él, haciéndole casi imposible concentrarse en su propia vida. Lo sé, porque él me ha hecho lo mismo.

El zumbido en mis oídos se intensifica, y no tengo más remedio que percatarme de que se parece mucho a escuchar las olas dentro de una concha.

—No te creo —dice, haciéndose oír a través del bramido, aunque solo sea por un momento—. No escaparás de esto. No puedes.

Sé que tiene razón y es entonces cuando me vuelvo y salgo por la puerta, notando cómo la bilis de agua salada me sube por la garganta hasta alcanzarme la cabeza.

Otter no me sigue.