Así que lo dije.
Lo dije y me resultó más fácil de lo que esperaba, más fácil de como debería haber sido. Hubo un momento esa noche, cuando entró en mí por primera vez, que me sentí más lleno que nunca. No trato de ser gráfico ni nada, porque no necesariamente lo digo en el sentido sexual. Bueno, sí, supongo que en cierto modo lo digo en ese sentido, ya que noté un pellizco y después dolor, pero luego lo superé y fue como si flotara sobre mí mismo, separado y elevado. Solo tenía una vaga sensación de lo que me estaba ocurriendo, pero después una oleada me sacudió de los pies a la cabeza, regresé de golpe a mi cuerpo y lo capeé en medio de una confusión de jadeos y manotazos. Cuando me corrí (sin tocarme siquiera, ¿cómo es posible?), algo estalló en mi interior al disparar hacia mi pecho, y mi cerebro, ebrio de placer, solo podía pensar en Dios creando el universo. Primero no había nada y después existía todo. Otter me sujetó mientras mi cuerpo se balanceaba y se sacudía, y por primera vez me di cuenta de que existen los terremotos buenos, que mientras dispongas de algo con lo que anclarte a ellos, el movimiento del mundo puede ser algo maravilloso. Todavía me daba un miedo atroz, pero no estaba dispuesto a dejar que eso me lo arrebatara. Ya no.
De modo que rápidamente e inevitablemente, los días pasaron.
Otter mantuvo su promesa y no intentó presionarme en nada. Creo que es debido a que Ty tenía razón, que Otter solo necesitaba oír qué era lo que sentía realmente por él. Cualquier tensión que persistiera se esfumó, y pudimos descubrir qué habíamos querido decir cuando habíamos vocalizado nuestros sentimientos recíprocos. No transcurrió ni un solo día, tanto si nos peleábamos como si no, sin que yo no supiera lo que él sentía por mí. Intenté asegurarme de que él pensara lo mismo.
Reflexionaba a menudo en lo distinto que fue para mí y él de como había sido para mí y Anna. Aún recordaba la primera vez que le había dicho a Anna que la quería. Teníamos quince años, fue dulce y lo dije de verdad, con toda la sinceridad con que un chico de quince años podría decirlo. Ella me había obsequiado con una sonrisa, luego me pellizcó en el brazo y me dijo que ya lo sabía. Entonces me sentí en la cima del mundo. Con Otter, sin embargo, superé la cima mucho tiempo atrás. Ignoraba que una persona pudiera sentir tantas cosas por otra sin llegar a estallar.
Como he dicho, Otter mantuvo su promesa, y por más que sabía que seguramente eso le suponía una carga, no podía menos que admirar su paciencia. Yo, en su lugar, probablemente me habría echado a patadas una y otra vez. No me interpretéis mal: todavía se exasperaba a veces, en momentos en los que me dejaba llevar por el pánico y estaba seguro de que todo el mundo estaba enterado de lo nuestro y murmuraba a nuestras espaldas. Pero ya nunca vi esa sombra atravesar su rostro desde aquella noche en la playa. Yo había sido el que la había causado, y era el único que habría podido llevársela.
Durante los dos meses siguientes mi vida cambió, de maneras que nunca había creído posibles.
Ty regresó de su acampada el domingo siguiente a la cita más calamitosa a la que había comparecido nunca. Hablé con él infinidad de veces durante su excursión, y por más que él preguntó, me negué a contarle lo ocurrido. Me gritaba al teléfono y exigía hablar con Otter. Yo me despedía y colgaba. Al cabo de unos segundos sonaba el móvil de Otter, y Ty seguía quejándose al ver que también contestaba yo. Aquel domingo Otter y yo fuimos a casa de los Herrera y nos hizo gracia ver a Ty sentado en el bordillo junto a sus bolsas, con el ceño fruncido y sacudiendo la rodilla con impaciencia.
—¿Y bien? —dijo cuando abrió la puerta delantera del pasajero del Jeep de Otter y se sentó en mi regazo.
Le abracé.
—Hola, Chico —dije alegremente—. ¿Cómo ha ido la excursión?
No me hizo caso y miró a Otter.
—¿Y bien? —insistió.
Otter sonrió.
—¿Te lo has pasado bien de acampada?
Ty nos miró irritado a mí y a Otter. Pude oír a Otter esforzándose por mostrarse serio. Yo trataba de pensar en cosas tristes y desagradables para mantener la risa a raya. Había empezado a reproducir una y otra vez dentro de mi cabeza la escena en la que disparaban a la mamá de Bambi cuando el Chico me sonrió maliciosamente, se volvió hacia Otter y dijo:
—A Bear le gusta que le azoten durante el sexo.
Se hizo el silencio dentro del coche, y entonces Otter ya no pudo contenerse más y estalló, lo que me hizo echarme a reír a mi vez. El Chico masculló entre dientes mientras nos miraba a los dos como si estuviéramos chiflados. Cuando por fin pudimos calmarnos (pero no antes de que Otter me lanzara una mirada henchida de lujuria que me anunció que ya hablaríamos de eso más tarde), me incliné hacia delante, envolví al Chico entre mis brazos y le conté lo increíblemente mal que había ido. Llegué a la parte en la que le dije que había recitado su poema, y se le iluminó la cara con un resplandor tal que me hizo reír de nuevo.
—¿Captaste el mensaje adicional de lo que escribí? —preguntó a Otter cuando hube terminado.
Otter sonrió y le revolvió el pelo.
—Claro que sí, Chico. Por eso te llevaremos ahora a cenar a un asador. Bienvenido a casa.
El Chico se echó a reír sin parar.
Anna y yo volvimos a hablarnos, unas tres semanas después de que el Chico regresara a casa. Surgió de la nada, por cuanto ambos aún teníamos la involuntaria intención de evitarnos uno al otro. Cada semana yo iba a trabajar y contenía el aliento cuando sacaba el horario para la semana siguiente, rezando para que estuviéramos en turnos distintos. En su mayor parte, funcionaba así. Si ella trabajaba durante el día, yo lo hacía por la noche, y viceversa. Claro que nuestros caminos se entrecruzaban de tarde en tarde, pero solo unos momentos, y nunca hubo diálogo entre los dos. Yo sabía que había sido ella quien había hecho eso, acudir al encargado de programación y pedir que trabajáramos en turnos distintos. Me sentía aliviado y triste a la vez. En aquellos breves momentos en que la veía, ambos estábamos tan ocupados ignorándonos que nunca nos tomamos el tiempo para probar la temperatura del agua, para ver si alguno de los dos sería receptivo a algún tipo de contacto. Para ser franco, por injusto que parezca, había empezado a dejar que se alejara discretamente de mí. Aún había veces en las que escudriñaba el horario y otras veces en las que suspiraba con alivio, pero eso era todo. En realidad nunca creí en ojos que no ven, corazón que no siente, pues las dos únicas personas en el mundo que se habían encontrado en esa situación (Otter y mi mamá) siempre habían estado presentes en mis pensamientos. Una de ellas había vuelto conmigo, y la otra no lo haría nunca.
Así pues, imaginad mi sorpresa cuando llegué al trabajo una noche para cubrir la última mitad del turno de cierre para hacerle un favor a un amigo y me encontré a Anna haciendo también el turno de cierre. Y no solo eso, sino que además sería la última empleada trabajando allí de las nueve a las once de la noche de un martes, cuando menos actividad había. Maldije en silencio cuando la vi al llegar y solté una palabrota cuando Mary, la otra cajera, asomó la cabeza dentro del despacho y anunció que se marchaba a casa.
—Está bien —murmuré, rompiendo sin querer el lápiz con el que había estado rellenando órdenes de compra.
—¿Sabes?, esta podría ser una buena ocasión para ti —dijo desde la puerta, aparentemente divertida.
—¿Una buena ocasión para qué? —pregunté, sin molestarme en levantar la vista.
—Para ir a hablar con Anna, Bear —me contestó—. No os habéis hablado desde…
Se interrumpió.
Fue entonces cuando levanté los ojos, con recelo.
—¿Desde cuándo?
Tuvo la suficiente educación para sonrojarse.
—Ya sabes —dijo, inquieta—. Desde que rompisteis y eso.
—No sabía que le incumbiera a nadie más que a nosotros —repuse con frialdad.
Mary se encogió de hombros.
—No me contó los detalles, Bear, si es eso lo que te preocupa. Lo que quiero decir es que habéis estado juntos desde antes de que supierais lo que eso significaba. ¿No crees que se merece algo?
—¿Cómo qué? —inquirí, sin molestarme en disimular la cólera de mi voz—. ¡Ella rompió conmigo!
Mary me miró fijamente a los ojos.
—¿Qué hiciste para darle motivos para hacerlo?
Bajé los ojos a los papeles que tenía delante y me puse a escribir de nuevo.
—Nada —gruñí.
Ella suspiró.
—Bear, solo… trata de no ser machista en esto. A veces lo mejor que un chico puede hacer es admitir que se ha equivocado e intentar compensarlo. ¿Sabes cuántas veces hemos roto Frank y yo?
Frank era su novio motero, el único motero en todo Seafare. Era grande y fornido (una especie de oso, si queréis) y llevaba botas con puntera de acero, zahones y una chaqueta de cuero llena de flecos. Pero decir que eres el único motero de Seafare es como decir que eres el chico más inteligente de un curso correctivo. Gran cosa.
—No es lo mismo —respondí a Mary, deseando que dejara el tema—. Esta vez se ha terminado.
—¿Quieres que haya terminado? —me preguntó con curiosidad.
Vacilé, solo un momento, pero enseguida me sentí culpable. Sí quería que terminara, y sabía que jamás regresaríamos al sitio en el que estábamos, pero que era más por mí que por ella. Aunque ella me aceptara de nuevo, y aunque yo quisiera volver, sabía que durante el resto de mi vida sería consciente de que algo fallaba, de que me faltaba una pieza fundamental de mí que completaba el rompecabezas. «¡Oooh, qué cosa más dulce, Bear! —se burló la voz—. ¡Ahora esto va mucho mejor! Buen trabajo. De nada».
—Sí —le contesté a Mary en voz baja.
Ella no dijo nada más, y cuando volví a levantar la vista se había ido. Oí su voz cuando deseaba buenas noches a Anna, y luego las puertas se abrieron y se cerraron con un chasquido y Anna y yo éramos los únicos que quedábamos para las dos horas siguientes. Empecé a consultar el reloj, descontando los segundos.
A las nueve y media sonó el teléfono.
—Gracias por llamar al Almacén. Soy Bear. ¿En qué puedo ayudarle? —dije sombríamente, con la mirada fija en el reloj mientras transcurrían unos segundos más.
—Me pones tan cachondo cuando dices eso… —respondió una voz ronca en mi oído.
Sonreí, puse los ojos en blanco y, por un momento, todo estaba bien.
—¿Eso te pone cachondo? Quizá debería leerte el pedido de verduras, a ver qué pasa.
Otter soltó una risita.
—Tráelo a casa y ya hablaremos. ¿Cómo va el trabajo?
Volví a levantar los ojos hacia el reloj. Seguían siendo las nueve y treinta.
—Pse —le respondí—. Ahora mejor. ¿Qué haces? ¿Cómo está el Chico?
Oí que Otter se pasaba el teléfono de un oído al otro.
—Bueno, quería esperar levantado a que volvieras, pero le he emborrachado, después le he dado Nyquil y le he encadenado a la cama. Quizá no tengamos más que desnudarnos cuando llegues.
—¿Qué has drogado a mi hermano pequeño para poder acostarte conmigo? —pregunté, divertido.
Soltó un bufido.
—Resulta más fácil eso que drogar a mi hermano pequeño para poder acostarme contigo. Creed no se dejaría engañar ni en un millón de años.
—Gracias por vigilarle esta noche.
—Oh, vamos. ¿Crees que has tenido que retorcerme el brazo para convencerme de que viniera? Estaba a punto de darle una paliza a Creed, así que me ha venido bien escaparme un rato.
Esto era nuevo para mí.
—¿Qué? —dije—. ¿Por qué, qué está haciendo?
Se hizo un silencio, y luego Otter suspiró a través del teléfono.
—Está siendo… Creed. —Se echó a reír, pero sonó a una risa forzada—. No deja de preguntarme qué ocurre entre Jonah y yo.
—¿Jonah? —dije, atónito—. ¿Por qué te pregunta por él?
—No lo sé. Lo saca a colación cada dos por tres, preguntándome si últimamente he hablado con él. Cree que mi supuesta «vuelta a la normalidad» tiene que ver con el hecho de que Jonah y yo volvemos a hablar. Cosa que no hacemos —se apresuró a matizar.
Sentí un aguijoneo de celos, pero lo aparté.
—Bueno, da igual —dije, tratando de ocultar la amargura de mi voz—. Dejemos que Creed piense lo que le dé la gana. Puedes venir a mi casa cuando quieras.
Le oí sonreír al otro lado del teléfono y cerré los ojos, imaginándome su cara, con sonrisa torcida incluida. Una oleada de calor me recorrió el cuerpo despacio, y me maravillé otra vez de la facilidad con que podía hacerme sentir así.
—¿Todo lo demás marcha bien? —preguntó alegremente.
—Bueno…
—¿Qué pasa?
Me levanté lo más silenciosamente que pude y miré desde la puerta hacia las cajas registradoras. Anna estaba de espaldas a mí a unos seis metros, hojeando una revista. Regresé a la silla y bajé la voz todo lo que pude.
—Anna está trabajando esta noche.
—¿De veras? ¿Ha intentado hablar contigo?
—No.
Se echó a reír.
—¿Has estado en el despacho toda la noche?
—¡No! —exclamé. Y luego—: Sí.
—Quizá deberías hablar con ella —sugirió pensativamente—. Dijo que aún quería formar parte de tu vida, y sé que a veces el Chico la echa de menos.
—¿De veras? —pregunté, perplejo.
Era la primera vez que lo oía.
—Sí, lo menciona de tarde en tarde. Pregunta cómo está y si he hablado con ella.
—¿Lo has hecho?
Bufó de nuevo.
—¿Tú qué crees, Bear?
—No sé, Otter. ¿Qué le diría? ¿Siento que hayamos roto, y que no te haya hablado en un mes, pero no temas por mí, me han hincado una polla en el culo?
Se rio estruendosamente.
—No seas tan grosero —me reprendió guasón—. Si no se te ocurre nada que decir, entonces tal vez no deberías hacerlo. Pero creo que os odiaréis toda la vida si no tratáis de arreglarlo. —Se detuvo—. Pero no lo arregléis demasiado. Creo que podría perjudicarme.
—Cierto —me burlé—. Eso es lo que va a ocurrir.
—Está bien. Así pues, ¿qué tienes que perder?
—Detesto cuando tienes razón.
—Entonces debes de detestarlo mucho. Siempre tengo razón.
Gruñí.
—Eres un maldito capullo.
—Sí, pero soy tu maldito capullo, no lo olvides. Y dile a Anna que no te ponga sus sucias manos encima. No he pegado nunca a una chica, y no quiero empezar a hacerlo ahora.
Me eché a reír.
—De acuerdo —dije—. Hablaré con ella.
—Muy bien. Ya me contarás qué ocurre cuando llegues a casa.
No pude evitar sentirme algo mareado cuando dijo eso: «A casa». No «cuando llegues a tu casa», sino «a casa». Como si también fuera la suya. «Quieto, chico —me dije—. Aún no pondrás casa con él».
—Adiós, Otter —dije, sonrojándome virulentamente.
—Eh —dijo él.
—Eh, tú —respondí.
—Te quiero.
«A casa», pensé de nuevo.
—Yo también te quiero —dije en voz baja.
Otter canturreó satisfecho y desconectó.
Colgué el teléfono y miré los papeles extendidos delante de mí. Sabía que si me ponía a trabajar en ellos otra vez no me movería de allí hasta que ella se marchara. Lo que Otter había dicho, que Anna y yo lo lamentaríamos toda la vida, no dejaba de darme vueltas a la cabeza. ¿Sería verdad? ¿Uno de nosotros volvería la vista atrás un día y experimentaría una punzada de remordimiento por no haber intentado por lo menos reconstruir el puente que había existido entre nosotros? Por supuesto, nada que construyéramos ahora sería tan imponente como antes, pero ¿no se merecía ella cuando menos tener algo? Me acordé de lo que me había dicho aquella última noche que nos habíamos peleado: «Me has roto el corazón, pero era mío para darlo». Si ella había podido darme eso, entonces yo podía hacer todo lo posible por entregarle algo a cambio, por pequeño que fuera.
Suspirando, volví a levantarme de la silla y salí del despacho. Recorrí los pasillos con la mirada mientras me acercaba a ella y vi que el establecimiento estaba desierto. Anna oyó el sonido de mis pasos y levantó la vista, sorprendida. Sonreí tímidamente. Pareció desconcertada por un momento y luego me devolvió la sonrisa, con idéntica timidez. Sentí una punzadita de alivio y cubrí la distancia que nos separaba hasta detenerme a unos centímetros de ella.
—Eh —dijo.
—Eh, tú —repuse.
Recordé que Otter acababa de completar ese diálogo con «te quiero». Me reí en silencio para mis adentros, preguntándome qué pensaría Anna si pudiera oír lo que me pasaba por la cabeza.
—¿Qué pasa? —me preguntó.
—Nada. ¿Cómo te va a ti?
Anna ladeó la cabeza, como si tratara de juzgar mi sinceridad.
—Lo mismo de siempre —contestó pausadamente.
Devolvió la mirada a su revista y luego a mí, intentando decidir en qué debía concentrarse.
—Eso es bueno, ¿no? —dije, mostrándome sumamente inteligente.
—Supongo.
Un incómodo silencio cayó entre nosotros. Me retorcí las manos con fuerza, y ella se quedó con la cabeza ladeada. Traté de pensar en algo que decir y me quedé mudo al no ocurrírseme ni una sola palabra. Estaba delante de una chica a la que conocía desde los ocho años, una chica con la que había crecido, con la que me había acostado, con la que había conversado, con la que lo había hecho todo. Y ahora, al cabo de un mes, era incapaz de decirle nada. Gemí para mis adentros cuando empecé a percatarme de que aquello había sido una pésima idea. Pensé en ocho o nueve maneras de retirarme, pero ella volvió a hablar.
—¿Cómo está el Chico? —preguntó.
—¡Oh, bien! —contesté, aliviado—. Ya ha terminado la escuela, de modo que está… bien.
Asintió con la cabeza agradablemente.
—Eso es bueno.
—Sí, es bueno. —«¡Deja de decir bueno!»—. Me ha dado recuerdos para ti —mentí, pues el Chico nunca me decía nada semejante.
—Bien, devuélveselos de mi parte.
—Lo haré —dije, sudoroso.
Parecía un buen momento para huir. Agité la mano nerviosamente, y ya me había vuelto para regresar a mi cueva cuando Anna pronunció mi nombre. Me quedé paralizado, queriendo avanzar, cerrar la puerta de golpe a mi espalda y esconderme hasta que se marchara. Pero me volví.
Se le había ablandado el rostro y sus ojos eran bondadosos.
—¿Cómo estás tú? —preguntó.
—Estoy bien —respondí, forzando una sonrisa.
—Bueno, me alegro de ello —dijo en voz baja—. He estado preocupada por ti, Bear.
—¿Por qué?
—Porque eres de los que nunca se preocupan por sí mismos. Tiene que hacerlo alguien por ti —dijo con tristeza.
—No debes hacerlo —repuse—. Sé cuidar de mí mismo.
Negó con la cabeza.
—No me refería a eso. Sé que eres perfectamente capaz de cuidar de ti mismo. Y de Ty. Quiero decir, has estado haciéndolo durante años, ¿no?
—Cierto —contesté, sin saber qué añadir.
Anna suspiró.
—Así que me pregunto por qué me preocupo por ti cuando es evidente que no necesitas que lo haga. Nunca has necesitado que lo hiciera, pero aun así lo hago.
Torcí el gesto.
—Oh, vamos, Anna. Sabes que eso no es verdad.
Apartó la mirada.
—Pero tú sabes que sí lo es. No es que no quisieras que lo hiciera. Es solo que no lo necesitabas. Creo que eso fue parte de nuestro problema.
—Supongo —dije, sin saber exactamente de qué estaba hablando.
—¿Cómo está Otter? —preguntó, cambiando rápidamente de táctica.
Eso me hizo plantearme si trataba de cogerme desprevenido, si intentaba hacerme decir algo. Engañarme.
—Oh, bien, supongo —respondí, actuando como si no hubiera hablado con él hacía solo unos minutos, no le hubiera oído decir lo cachondo que le ponía, no le hubiera dicho que le quería.
—¿Le ves a menudo? —inquirió ella.
Me encogí de hombros.
—Voy mucho a casa de Creed. Siempre está allí.
Me detuve, dejando que rellenara los espacios en blanco con lo que le pasara por la cabeza.
Anna asintió.
—Eso es bueno.
—¿Qué es bueno?
—Que te veas con Creed. Ya sabes, antes de que se marche —me dijo, desviando un poco los ojos.
Solo hace eso cuando no es del todo sincera, y por enésima vez me pregunté qué sabía ella, o qué creía saber. Entonces me dije que sería muy fácil abrir la boca, contárselo todo y acabar con las malditas especulaciones que por lo visto pasaban desenfrenadamente por su cabeza. Pero por más que lo intenté, hiciera lo que hiciese, mis labios permanecieron pegados y no dije nada.
Entonces las puertas volvieron a abrirse con un chasquido y entraron un par de adolescentes. Nos saludaron con un gesto con la cabeza, Anna les sonrió y aproveché la ocasión para mirarla sin que se diera cuenta. Seguía siendo hermosa. Sonreí dolorosamente cuando recordé de pronto todo sobre ella. Era como si esa parte de mí estuviera almacenada y ahora removiera entre las cajas para evocar el pasado. Me sorprendió mirándola y me observó interrogativamente, pero sacudí la cabeza y murmuré que tenía que irme. Ella se encogió de hombros, pero capté algo en sus ojos, algo debajo de la indiferencia. No sé qué era, pero estaba ahí. Volví la cabeza y me alejé. Pude notar sus ojos clavados en mi espalda. Entré en el despacho, cerré la puerta y me dejé caer contra ella al suelo, con el corazón latiéndome velozmente. Intenté evocar de nuevo aquella expresión en sus ojos para poder escudriñar en mi cerebro en busca de lo que era, pero todo lo que vi fue aquel fulgor verde dorado y quise ir a casa. «A casa».
Cuando llegó la hora de cerrar, esperé a que Anna saliera por la puerta y cerré. Cuando me volví, aún estaba a mi espalda, observándome con sus ojazos. Me miré los pies, sin saber qué decir. Tuve la sensación de que debería decir algo porque no era solo de mí de quien tenía cuidado, sino también del Chico. Ty necesitaba tanta gente a su alrededor como pudiéramos reunir, y sabía que Anna era parte integrante de su vida. Traté de pensar qué podía decir, qué podía hacer para poder hacerle entender que él (¿yo?, ¿nosotros?) necesitaba que estuviera allí. No se me ocurrió nada y empecé a ahogarme bajo una gran ola de tristeza. La oí reírse por lo bajo y levanté la mirada.
Me sonrió.
—Tú siempre pensando —dijo en voz baja—. Lo has hecho siempre. Es una de las cosas que me hicieron… —Se detuvo, casi como si pensara que era mejor no terminar la frase. Pero lo hizo—: Es algo que me hizo quererte.
—Yo todavía te quiero, Anna —susurré—. Pero… no de la manera como creo que debería.
—¿Por qué, Bear? ¿Qué te ocurre que te hace incapaz de quererme?
Allí estaba, dándome otra oportunidad, otra ocasión de nivelar el terreno de juego, de ser honesto con ella al cien por cien. Y fue entonces cuando supe con certeza que entendía qué significaba Otter para mí y yo para él. Era una constatación a la que habría podido llegar mucho tiempo atrás, si no hubiera tenido tanto miedo de lo que podía implicar. Había tenido una vaga idea, mis sospechas de que Anna sabía lo de Otter y yo, pero ese fue el momento en el que ya no pude dudar qué era lo que veía en mí, en nosotros. Abrí la boca para ser finalmente sincero con ella porque, me dije, ¿acaso no se lo merecía? De todo el mundo (aparte de Otter, claro está), ¿no se había ganado el derecho a saberlo? La conduciría por un camino sin alternativa, sin ningún rodeo. Porque, ¿sabéis?, tan pronto como se me ocurrió esa epifanía acerca de ella, me vino otra casi al mismo tiempo: supe que, sin reparar en cómo habría sucedido o cuánto tiempo habría llevado, Otter me habría encontrado otra vez o yo le habría encontrado a él. Siempre había creído que la idea del destino era para los tontos o para Celine Dion. Sin embargo, parecía que era solo cuestión de tiempo.
—Porque no puedo —dije, odiándome por no poder darle lo que pedía—. No tiene nada que ver contigo, Anna. Es cosa mía.
Asintió y apartó la mirada, pero no antes de que viera el dolor en sus ojos, un dolor que yo había causado una vez más. Me maldije en silencio, preguntándome qué demonios requería para poder decirle finalmente la verdad. Cualquier cosa sería mejor que ver aquella expresión en su cara. Cualquiera. Aunque se lo dijera, y ella me mirara de la misma forma, por lo menos entonces tendría un motivo justificado para hacerlo. Quizá podría… Quizá…
—¿Anna? —dije, con el aire atascado dentro del pecho—. Anna, yo…
—No, Bear —susurró, temblando—. No puedo hacerlo ahora. No puedo. Creía que estabas dispuesto a… decírmelo. Creía que un día podrías abrirte y contarme todo lo que me ocultas.
—Lo intento —respondí con aspereza—. ¡No me resulta nada fácil!
Sus ojos chispearon.
—¡No hace que sea más fácil si te lo guardas todo! —gritó—. ¿Cómo puedo esperar estar a tu lado si no confías en mí?
No pude mirarla. Finalmente oí sus pasos mientras se alejaba.
Tan pronto como llegué a casa, Otter vio la expresión en mi cara, me estrechó entre sus grandes brazos y me arrulló como si no fuera más que un niño. «No pasa nada —me susurró al oído—. No pasa nada». Cuando empecé a calmarme, mis pensamientos divagaron hacia la revelación que había tenido antes, la relativa a él y yo. Supe entonces que lo tenía todo en mis manos para asegurarme de que se quedara conmigo. Tenía que hacerlo todo para cerciorarme de no perderle nunca. Llamadlo destino, llamadlo suerte, llamadlo un ciclón de hormonas rabiosas, no me importa. Así como creo que Ty estaría perdido sin mí, sabía que yo estaría perdido con Otter.
Así que pasó el tiempo, y hubo días buenos y días malos. Hubo días en los que el sol brillaba tanto que me daba la sensación de mirarlo directamente. Hubo días en los que podía notar el océano lamiéndome los pies y los truenos retumbando a lo lejos, sin acercarse nunca, pero siempre advirtiendo de su presencia. Hubo días en los que me sentí más alto de lo que había estado en mi vida, pero iban seguidos por la sensación de caer a un abismo sin fin. Sin embargo, a través de todo aquello, él se mantuvo a mi lado. Me tenía atado a él, mi norte magnético, mientras mi mente iba aquí o allá. Siempre lo supe. De alguna manera siempre lo supe.
He oído decir que las parejas que se pelean son las que perduran. Esas desavenencias y discusiones fortalecen las relaciones. Seré el primero en afirmar que eso es una chorrada. Otter y yo rara vez nos peleábamos por nada, y cuando lo hacíamos, era por minucias estúpidas que uno de los dos era demasiado testarudo para dejarla correr. Hubo cosas sin importancia, sin trascendencia para nadie y para nada. Como por ejemplo que yo me planteara dejar de trabajar o que Otter dejara de hacer fotos (aunque sabía que si seguía insistiendo en eso tendríamos una buena pelotera, así que paraba siempre). Ya sabéis: cosas que son fáciles de superar y te preguntas por qué al principio estabas remotamente cabreado. Pero no pretendo afirmar que nunca tuvimos una pelea gorda, que nos dejara temblando y lamiéndonos las heridas. Lo único que recuerdo es que mientras yo le gritaba y él arremetía contra mí, deseé que se acabara. Y cuando lo hizo, ambos teníamos los ojos como platos, yo estaba mareado y no quería repetir nunca nada semejante. Si era eso lo que fortalecía las relaciones, ya me parecía bien cómo era la nuestra.
Todo empezó por culpa de Creed.
—¿Dónde está el Chico? —me preguntó Creed cuando entré en su casa un par de semanas después de mi conversación con Anna.
—Está en casa de su amigo Gage —le contesté.
Cerré la puerta a mi espalda y enseguida agucé el oído esperando oír a mi novio, al tiempo que me preguntaba por qué aún no había bajado corriendo la escalera.
—¿Gage? —preguntó Creed—. Creía que su amigo se llamaba Alex.
Puse los ojos en blanco.
—Por lo visto ha hecho otro. Juro por Dios que salen de debajo de las piedras. No sabía que fuera tanta gente a su escuela.
Al igual que intentaba trabajar en todo lo demás, procuraba dejar que el Chico fuera a lo suyo. Parecía despojarse de su antiguo yo como si fuera una piel vieja y polvorienta en la que había estado envuelto demasiado tiempo. Hacía todo lo posible por no entrometerme en el camino de su recién descubierta afinidad con todo aquello que era propio de los chicos. Hubo más pernoctaciones en casas de amigos, más salidas para jugar. Yo estaba preocupado y asustado, pero me decía constantemente que no estaba siendo justo con ninguno de los dos. Además, si él podía ir a lo suyo de vez en cuando, eso nos proporcionaba a Otter y a mí algún rato a solas muy merecido.
—Eso es genial —dijo Creed—. ¿Lo llevas bien?
Me encogí de hombros, medio escuchándole a él y medio escuchando si venía Otter.
—Creo que se lo ha ganado. Por lo menos sé que es algo que quiere hacer.
Creed asintió con la cabeza.
—Bien, eso es bueno.
Se detuvo, considerando algo que tenía en la cabeza antes de decirlo. Abrió la boca para hablar y luego volvió a cerrarla.
Me crucé de brazos.
—¿Qué?
Sonrió.
—Puede que tenga que despedirme esta noche. He olvidado que tenía planes.
Le miré con una ceja levantada. Habíamos quedado en ir a hacer una barbacoa esa noche mientras hiciera bueno. Era finales de julio y había hecho calor, calor por primera vez desde que podía recordar. El océano aún estaba muy frío, pero podríamos permanecer en la playa sin preocuparnos por helarnos el culo. Pero la marcha de Creed tenía sus ventajas. Detestaba admitirlo en aquel momento, pero me sentí aliviado por ese giro de los acontecimientos, más de lo que probablemente debería haberme sentido. Con Creed fuera de casa, Otter y yo podríamos hacer… cosas nuestras.
—¿Adónde vas? —pregunté, tratando de sacarme de la cabeza la idea de montar a Otter hasta que nos corriéramos los dos.
Creed se encogió de hombros.
—Fuera… con unos amigos.
—¿Quiénes?
—No los conoces —respondió de forma imprecisa, desviando la mirada.
Solté un bufido.
—¿Qué es lo que no me dices, Creed?
«Parece que los dos guardamos secretos», pensé, no tan divertido por aquella posibilidad como creía que me sentiría.
Agitó un brazo en el aire con su gesto de desdén característico.
—No es nada que deba preocupar a tu cabecita —dijo—. Solo saldré a ver en qué lío puedo meterme.
Me eché a reír.
—¿Seguro que no necesitas compañía? —pregunté, y acto seguido me arrepentí de haberme ofrecido.
Me salvó diciendo:
—No. Tú y Otter podéis quedaros aquí y seguramente divertiros más que yo.
—¿Estás bien? —le pregunté, al verle la frente sudorosa.
«Tal vez también tenga un novio —susurró la voz—. ¿No sería eso la auténtica definición de ironía?». La aparté de mi mente.
Creed sonrió de nuevo, y pareció una sonrisa algo falsa.
—Estoy bien, papá Bear. Como he dicho, no tienes por qué preocuparte. Seguramente me aburriré y volveré a casa temprano.
—Muy bien —dije, observándole de nuevo. Miré alrededor, molesto porque su hermano aún no había aparecido—. ¿Dónde está Otter?
Creed sacudió la cabeza, indicando que su hermano se encontraba arriba. Levanté los ojos y vi que su puerta estaba cerrada. Volví a mirar a Creed, quien se llevó un dedo a los labios y me hizo ademán de que le siguiera. Eché otro vistazo a la puerta y me puse a andar detrás de Creed. Atravesó la cocina hacia la puerta del patio, la abrió y salió. Le seguí, preguntándome de repente por qué todo el mundo parecía esconder secretos aquellos días. Cerró la puerta a nuestras espaldas y se volvió hacia mí.
—¿Y bien? —le pregunté, tratando de ocultar el nerviosismo de mi voz—. ¿Por qué tenemos que salir afuera?
—No quiero que Otter me oiga. Opina que ya me meto demasiado —contestó, sentándose en una cara silla Adirondack que había en el jardín trasero.
—¿Meterte en qué? —pregunté, sin querer saberlo.
Creed sacudió la cabeza y extendió los brazos hacia arriba y hacia atrás, estirándose.
—Ya lo sabes —dijo—. Solo tengo presente el mejor interés de Otter. No sé por qué él no lo ve así.
Hacía calor, pero sentí un escalofrío.
—¿Qué has hecho?
Se mostró sorprendido.
—Yo no he hecho nada. Santo Dios, vosotros dos pasáis demasiado tiempo juntos. Empiezas a parecerte a él.
Me encogí de hombros, sin hacer caso del comentario.
—Está bien —concedí—, ¿qué ha hecho?
—Es lo que ha estado haciendo, Bear. Vamos, ya le has visto. Ha estado brincando por aquí durante los dos últimos meses como si no le preocupara nada. No quiere decirme qué ocurre. Y por lo que me has dicho —añadió, mirándome fijamente—, tampoco te ha dicho nada a ti.
—Quizá no haya nada que decir, Creed. ¿Acaso una persona no puede ser feliz sin tener un buen motivo para ello?
Se echó a reír.
—Podría ser, pero no. No en el caso de Otter. Deberías saberlo tan bien como yo. Ese tío lleva el corazón en la mano. Si hay algo que le haga feliz, lo demuestra. Y si hay algo que le hace pedazos, también lo demuestra. ¿Te acuerdas de cuando llegó?
Asentí con la cabeza.
—No le había visto nunca así —dijo Creed, paseando la mirada por el jardín trasero—. No sabía qué hacer. Pero entonces me marché un par de semanas, regresé, y le vi como no le había visto nunca otra vez. Pero es todo lo contrario, ¿vale? Como si hubiera encontrado lo más grande del mundo y ahora estuviera en el séptimo cielo. Al principio creí que era bipolar o algo así, pero no se le ha pasado. Hace dos jodidos meses que está muy contento y sonrosado. Quiero saber qué diablos ha ocurrido para que se haya vuelto así.
Me miré las manos, procurando ocultar la sensación de bienestar que había empezado a calentarme el cuerpo. «Es por mí —pensé, llenándome de asombro—. Tu hermano está así por mí».
En aquel instante me decidí, y me disponía a contárselo todo a Creed cuando dijo:
—Creo que es por Jonah.
—¿Jonah? —dije, incapaz de ocultar el veneno que contenía mi voz.
Creed, sin embargo, no pareció advertirlo.
—Sí, creo que él y Jonah han empezado a arreglar las cosas, y eso es lo que le está pasando. Le pregunto al respecto, y naturalmente lo niega como el cabroncete que es, pero le oigo hablar por teléfono de tarde en tarde. Nunca logro entender lo que dicen, por más que me esfuerzo. Pero ¿qué más hay? No puede decirse que se folle a nadie aquí en Seafare. O está conmigo o está contigo. Y puedo garantizarte que no es ninguno de los dos el que hace que esté tan atolondrado y alegre.
Mi mente no quería computar.
—¿Habla por teléfono con Jonah? —pregunté como un idiota.
Creed me lanzó una mirada, completamente ajeno al hecho de que el agua del mar me había subido hasta la altura de las rodillas en unos segundos. No podía oír la tormenta que se cernía sobre la costa porque estaba dentro de mi cabeza. Está siempre dentro de mi cabeza.
—De vez en cuando, sí —me respondió—. Pero, como he dicho, no quiere contarme nada al respecto.
—¿Por qué querría hablar con él? —pregunté, más a mí mismo que a Creed.
—¿Y por qué no? —repuso Creed, perplejo—. Jonah era su novio. Otter no es la clase de persona que puede olvidar a alguien sin más.
Estas palabras me sonaron, y entonces me acordé de que Otter había dicho lo mismo justo después de la primera vez que tuvimos sexo. Estábamos tendidos en mi cama, y me explicó que no podía librarse de alguien tan aprisa, no cuando había formado una parte importante de su vida. Recordé que me había entristecido al pensar que yo no formaría nunca esa parte del pasado de Otter y que experimenté leves punzadas de celos. Sin embargo, eso no era nada en comparación con lo que sentía ahora mismo. Ni de lejos.
Tenía los dientes apretados cuando dije:
—¿De modo que crees que todo es debido a Jonah? ¿Crees que Jonah es el motivo de que sea feliz?
«¡NO ES ÉL! —quise gritar—. ¡JAMÁS VOLVERÁ A SER ÉL! ¡SOY YO QUIEN HACE FELIZ A OTTER! ¡ES DEBIDO A MÍ, HIJO DE PUTA!».
Pero por supuesto, como es natural y previsible, no dije nada.
Creed se encogió de hombros.
—Como he dicho, Bear, no sé qué otra cosa podría ser. Solo habla con nosotros, con el Chico y con Jonah. Sé que no es por nada que nosotros hayamos hecho. Así pues, por eliminación, ¿quién queda?
Bueno, yo sabía que se equivocaba, o por lo menos eso es lo que traté de decirme. No podía ser Jonah, porque era yo. Yo era el motivo de que Otter hubiera cambiado, el motivo de que hubiera sido feliz durante los dos últimos meses. Diablos, para empezar había sido yo quien le había hecho volver a casa. «Volvió a casa por mí». Jonah ya no formaba parte de esto. O eso había creído yo. «¿Por qué diablos está hablando con Jonah? —pensé sin poder evitarlo—. ¿Por qué diablos habla con él, y por qué diablos no me ha dicho nunca nada al respecto? ¡Todo eso queda en el pasado! ¡Se supone que todo eso es cosa de su pasado!». Pensé que tal vez se debiera a que se sentía infeliz conmigo por alguna razón. Pensé que se debía a que yo no era tan bueno en la cama como Jonah. Pensé que se debía a que de hecho estaba manteniendo a Otter dentro del armario. Pensé que se debía a que le había hecho prometer que fuera discreto con lo nuestro. Pensé muchas cosas, cada una más irracional que la anterior, pero no podía evitarlo. Ya lo he dicho antes: yo no he sido nunca un tipo celoso. Con Anna, sabía que cualquier tío que intentara ligársela no iría a ninguna parte. Más tarde siempre nos burlaríamos de ellos. Con Anna, eso nunca fue un problema. «Entonces ¿por qué lo hay con él? —preguntó la voz—. Si le quieres como nunca has querido a nadie en tu vida, ¿por qué no puedes confiar en él acerca de esto?».
No supe responder.
—¿Bear? —dijo Creed, rescatándome de la tormenta—. ¿Estás bien?
—Sí —murmuré, sin ser del todo verdad.
—Me ha parecido por un segundo que iba a perderte —dijo, mirándome con fijeza—. Daba la impresión de que estabas a punto de vomitar.
—Creed, hay algo que debo decirte.
Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas.
—¿Qué, Bear? —preguntó Creed.
Ya estaba. Ese iba a ser el momento. Iba a ser la ocasión de que se lo dijera. Iba a contarle algo que debería haberle dicho hacía ya mucho tiempo. Se lo merecía. Era mi hermano. Me había conocido en mis peores momentos y en los mejores. Me abrazó mientras lloraba cuando mi madre se marchó. Si pudo hacer eso, ¿cómo no podía aceptar lo que ahora me disponía a revelarle? Mi mente estaba descontrolada, y quemaba, pero Dios, tenía que hacerlo.
—Siento no haberte dicho… —comencé, pero fui interrumpido cuando la puerta del patio se abrió a mi espalda y apareció Otter.
—Eh, ¿qué pasa? —Me obsequió con su encantadora sonrisa torcida—. No te he oído llegar.
—Seguro que estabas poniéndote tierno por teléfono —bufó Creed—. Santo Dios, Otter, no sé por qué no nos hablas de Jonah. Sé que estabas charlando con él por teléfono. Hasta Bear está de acuerdo conmigo. ¿Verdad, Bear?
Creed me miró y me guiñó el ojo, y quise darle un puñetazo en el cuello.
—Verdad, Creed —respondí con voz hueca, con el agua a la altura del pecho.
—¿Lo ves? —dijo Creed, riendo—. Ahora date por vencido y cuéntanoslo. ¿Cuándo conoceremos a la futura consorte de Otter Thompson? Podrías traerle aquí. ¿Te imaginas la cara que pondrían mamá y papá? ¡Sería divertidísimo!
Creed estalló en otro ataque de risa, sin darse cuenta de que era el único que le veía la gracia. Noté los ojos de Otter sobre mí, y por más que no quisiera, me volví hacia él. Tenía una expresión sorprendida, triste y recelosa al mismo tiempo. Retrocedió un poco al advertir qué había en mi semblante, y no hice nada por impedirlo. «Por poco —pensé amargamente—. He estado a punto de ser sincero por fin».
«¿Qué te lo impide? —preguntó la voz—. Todavía puedes arreglarlo. Dile a Creed que se calle la boca un jodido segundo y cuéntaselo. Hazle entender que nadie, ni él ni desde luego Jonah, puede hacer feliz a Otter como tú. No es demasiado tarde para decir la verdad. Nunca es demasiado tarde para decir la verdad».
Pero no lo hice, y al principio no pude entender por qué. Miré a Otter, él me miró a mí, Creed no paraba de reír y entonces lo comprendí: el motivo de que yo no dijera nada era que Otter no había hecho nada para negar lo que había dicho su hermano. Se quedó allí, mirándome boquiabierto, y no hizo nada por rebatirlo, nada por borrarlo. Apreté los dientes, saboreando la presión que ejercía sobre mi mandíbula. Tenía truenos en los oídos y agua marina en la nariz. Me sentía como si me ahogara.
—Bueno, ya veo que serás tan franco como siempre —dijo Creed, consultando su reloj—. Tengo que salir de aquí para ir… a hacer lo que he dicho que tenía que hacer.
Tomé nota de la vacilación en su voz, pero se la llevó la marea. Creed se levantó, me dio unos golpecitos en la espalda y dijo que me vería más tarde. Se rio entre dientes cuando propinó a Otter un puñetazo en broma en el hombro y pasó por su lado. La puerta del patio se cerró detrás de él. Oí el tintineo de sus llaves a través del cristal, y entonces la puerta principal se abrió y se cerró. Oí arrancar el coche. Oí el coche alejándose. Oí todo esto por encima de la tormenta que se desataba dentro de mi cabeza y mi corazón.
Otter suspiró, se me acercó y se acuclilló frente a mí. Normalmente, cuando hacía esto, siempre me parecía un gesto encantador. Pero esta vez le fulminé con la mirada.
—Bear —dijo, extendiendo el brazo para coger mi mano.
—No —le gruñí, apartando mi mano como si fuera a escaldarme.
Me levanté y pasé por su lado, dispuesto a regresar al interior de la casa (¿para entrar?, ¿para huir?), pero antes de que pudiera alcanzar la puerta Otter me sujetó por el brazo. Me debatí en vano para liberarme. Su enorme zarpa me tenía bien aferrado, y finalmente me volví para dirigirle una mirada feroz.
—¿Adónde vas? —me preguntó con nerviosismo en la voz—. ¿Ibas a marcharte sin siquiera hablar de esto?
—Me parece —le espeté frunciendo el ceño— que si quisieras hablar de esto, ya lo habrías hecho. Dime una cosa, Otter: ¿cuántas veces has hablado con Jonah?
Siguió aprisionándome el brazo con fuerza. Sus ojos eran duros.
—Bear, no es lo que tú crees —me dijo con voz apagada—. Sea lo que sea lo que te da vueltas a la cabeza ahora mismo, tienes que pararlo.
—¿Por qué no puedes contestar la pregunta? —le grité de repente. Le vi retroceder, pero no me soltó—. ¿Cuántas veces? ¿Por qué diablos hablas con él?
—Hablo con él de vez en cuando —admitió Otter, y me di cuenta de que trataba de mantener la voz serena—. No es nunca de nada importante, Bear. Ya te lo dije antes. No puedo echar a alguien de mi vida sin más. Yo no soy así.
Seguí mirándole irritado, y entonces había dos Otters, luego cuatro, y noté el amargo escozor de unas lágrimas enojadas formándose en mis ojos. Él también las vio, su rostro se ablandó y la presión de su mano sobre mi brazo remitió.
—¿Le has hablado de mí? —pregunté, deseando que el agua desapareciera de mis ojos. No lo hizo—. ¿Le has hablado de nosotros?
De todas las preguntas que podía haber formulado, sabía que esta era la que le hacía más daño. Ya conocía la respuesta antes de que él contestara y liberé mi brazo de su mano. Me aparté de él y apoyé la frente contra el cristal de la puerta del patio, que estaba frío y duro. Una de las lágrimas enojadas me desafió, saltó de mi ojo, aterrizó en mi mejilla y siguió resbalando hacia abajo.
—¿De qué hablas con él? —inquirí—. ¿Qué es tan jodidamente importante que tienes que hablarlo con él?
Oí que Otter exhalaba ruidosamente a mi espalda, pero provenía del mismo lugar que ocupaba antes. Eso significaba que no trataba de acercarse a mí. Bien.
—Ya te lo he dicho, Bear. No puedo cortar…
—¡No es eso lo que he preguntado! ¿De qué habláis?
—No importa, Bear —dijo con voz queda—. De todos modos no me creerías, viendo que ya has tomado una decisión. ¿Desde cuándo has dejado de confiar en mí?
Me volví hacia él.
—¿Desde cuándo has decidido no hablarme de llamadas secretas con tu ex novio? —le espeté.
—No te he dado nunca ningún motivo para no confiar en mí.
—Hasta ahora —le escupí—. Me has mentido.
Desde algún lugar en mi interior, la voz me gritaba que le escuchara, que me calmara y le dejara decir lo que tenía que decir. La aparté de un empujón.
Entonces Otter me miró, y supe que le había herido.
—Bear —dijo en voz baja—, ¿qué crees que podría ocurrir? Él está en California. Yo estoy aquí. Contigo. Eso no cambiará.
—Entonces ¿por qué necesitas hablar con él? —le pregunté enfurecido—. ¿Qué te da él que yo no pueda darte?
Y he aquí, chicos y chicas, la gran pregunta, el pensamiento que me rondaba por la cabeza. Me figuraba que la única razón de que Otter hablara con el estúpido y jodido Jonah (además ¿qué clase de nombre es ese?) era que obtenía de él algo que no podía recibir de mí. ¿Qué podía ser?, preguntaréis. No tenía ni puta idea, pero era eso de lo que me di cuenta, era el temor que más temía.
Otter sacudió la cabeza.
—No me puedo creer que pensaras… Bear, yo te quiero. ¿De verdad crees que diría eso y haría algo que lo comprometiera?
—No estás… contestando… la pregunta —lo apremié.
Su mirada volvió a endurecerse, y vi un tic que le contraía la mandíbula.
—¡Está bien! —me gritó, con rabia desbordada—. ¿Quieres saber de qué hablamos? ¿De verdad quieres saberlo, Bear? ¿Quieres saber lo que he estado haciendo por él?
De repente, no quise saberlo. No por lo que había dicho, sino porque nunca había visto a Otter ponerse así. Pero ya era demasiado tarde.
—Cada vez que me llama, cada jodida vez, contesto al teléfono. Sé dónde me meto cuando lo hago, pero aun así lo cojo. ¿Y sabes qué dice, Bear? Cada vez que me llama es para regañarme, es para herirme, es para machacarme. Respondo al teléfono, y él me chilla, me grita y me odia, y yo se lo permito. ¿Quieres saber por qué? Lo hago porque creo que es la única forma de que lo supere. Creo que si le dejo acuchillarme con sus palabras, llegará un día en que se rendirá. Lo hago porque a pesar de lo que tuvimos, a pesar de lo que tengo ahora, sigue siendo mi amigo. Y los amigos no se abandonan uno al otro solo porque las cosas se tuercen. Pues sí, hablo con él, y sí, me duele cada vez que lo hago, pero no porque esté enamorado de él, ni porque albergue algún deseo secreto de volver con él. Duele porque yo le he vuelto así. Le he vuelto una persona rabiosa, y por eso creo que lo único que puedo hacer es dejar que descargue su maldita ira sobre mí. Me lo merezco, ¿no? ¿No es cierto? Sé que parece ridículo. Créeme, lo sé cada vez que suena mi teléfono y veo que es él. No quiero contestar, pero tengo que hacerlo porque es culpa mía que sea como es.
Intenté interrumpirle, detener lo que había iniciado, pero me fulminó con la mirada cuando abrí la boca y esta se cerró por sí sola.
—Así que le dejo decir todo lo que le apetezca hasta que se siente mejor, y entonces se va. Podría haber parado esto hace mucho tiempo, Bear, lo sé. Pero ¿quieres saber qué me dijo? ¿Qué me dijo para obligarme a hacer esto cada vez que llama? Dijo que quería venir aquí. Que quería venir a Seafare para hablar cara a cara. Sí, quiero que sea feliz. Quiero tratar de ser su amigo, pero lo hago porque no quiero que venga aquí. Si lo hace, te verá, y no quiero que eso ocurra. Pero no de la manera en que estás pensando.
Respiró entrecortadamente y quise que parara. Deseé desesperadamente que callara. Ya no podía soportar su ira, aquella sensación ácida que me provocaba en el corazón y en el estómago. Pero aún no había terminado.
—No quiero que venga aquí y te vea porque tengo miedo de que te ahuyente de mí. Haría todo lo que estuviera en mi mano para garantizar que no sucediera nunca, pero tengo miedo, Bear. Temo que le echaras una mirada y que pasara esto, lo que está pasando ahora. La expresión de tu cara, la postura en que te encuentras, dispuesto a darme un puñetazo. Debería haber sabido que ni siquiera tendría que estar él aquí para ahuyentarte. Y por eso lo siento. Te quiero demasiado para mostrarte mi pasado, porque no quiero recordar ningún tiempo en el que no estuvieras tú. Aquellos tres años que pasé fuera, con él, no fueron nada en comparación con lo que tengo ahora. Pero necesito que confíes en mí, Bear. Nunca haría nada para hacerte daño intencionadamente. Lo lamento si lo sientes así.
Entonces guardó silencio, con lágrimas en los ojos y la mirada fija en el suelo. Luego se dirigió hacia la salida, y ya abría la puerta del patio cuando le sujeté por el brazo.
—¿Adónde vas? —susurré con voz ronca, devolviéndole sus propias palabras—. ¿Te disponías a irte?
—Bear —dijo, con la voz forzada en un tono de advertencia.
—No, Otter —repuse, sacudiendo la cabeza—. Ahora me toca hablar a mí. Mírame. ¡Mírame! —Lo hizo—. No me importa lo que creas ni por qué lo haces, pero no quiero que vuelvas a hablar con él. —Empezó a interrumpirme, pero le corté—. No porque esté celoso ni porque me preocupe que pueda separarte de mí, sino por ti. Por lo que te está haciendo. Nadie debería tener que pasar por eso. No me importa que creas que tú le has vuelto así ni que creas que necesita esto para poder olvidarte. Tienes que dejar de pensar que has convertido a la gente en algo que no quiere ser. Está enfadado, Otter. Está muy cabreado, y si sigues hablando con él solo continuará así para siempre. Y no voy a permitirlo. —Mi voz se redujo a un gruñido—. Nadie volverá a hablarte nunca de ese modo, no mientras yo esté contigo. —Le chispearon los ojos al oír esto, y vi una sonrisa contrayéndole las comisuras de la boca—. Eres mío, ¿me oyes? Mío. Juro por Dios que si tiene intención de venir aquí, o de llamarte para volver a meterse contigo, me va a oír. ¿Entiendes? ¿Me entiendes, Otter? Te quiero con locura, y nadie volverá a hacerte eso jamás.
Me sentí acalorado y sudoroso, sus ojos chispearon de nuevo y la sonrisa estaba allí, airada y orgullosa, y era mía. Era para mí. Me saltó encima, le cogí entre mis brazos y le estreché contra mí, y lloró. Lloró contra mí como yo lo había hecho contra él una y otra vez, y le acuné, le mecí, le susurré: «Mío, eres mío», y él lo soltó todo.
Para cuando hubo acabado, los dos estábamos temblando, los dos nos estremecíamos. Se me revolvía la garganta, y le estreché más fuerte contra mí. Cuando por fin sus sollozos remitieron, se retiró y me besó. Noté la presión de su rostro hinchado contra el mío, y la intensidad de su beso hizo que me pusiera a temblar de nuevo mientras me empujaba contra el cristal. De repente ambos llevábamos demasiada ropa encima, y entonces desapareció, y nos mecimos juntos, y él me mordisqueó el hombro mientras yo le chupaba el cuello, y cuando eché la cabeza hacia atrás y me incliné hacia él, le oí gemir: «Mío, mío, mío». Yo lo recogí, y se convirtió en un cántico hasta que ambos gruñíamos, salivábamos y nuestras pollas estaban en su mano, y nos corrimos al mismo tiempo, y juro por Dios que el hormigón tembló, se onduló y finalmente se agrietó bajo nuestros cuerpos.
«Mío».
La siguiente vez que llamó Jonah, Otter no contestó.