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En que Bear y el Chico conspiran y hacen planes (y escriben poemas malos)

—¿Qué voy a hacer? —gimo entre mis manos—. Es como si pudiera ver que soy franco y sincero en todo, pero no reconociera a esa persona. Y me temo que si no puedo hacerlo, Otter se sentirá frustrado y se irá. ¿Cómo diablos me he metido en esta situación?

Estoy sentado en el sofá de mi casa dos días después del fiasco que resultó el regreso al hogar de Creed. He estado dándome de tortas durante las últimas cuarenta y ocho horas, reproduciendo la expresión en la cara de Otter una y otra vez hasta que ya no puedo soportar verla. Así que, naturalmente, justo cuando creo que lo he superado, vuelve a aparecerse dentro de mi cabeza, y sus ojos muestran algo que no es posible expresar con palabras. La culpabilidad ha estado royéndome por dentro. No duermo ni como. No puedo funcionar a un nivel cotidiano normal como debería. Me he pasado los dos últimos días envuelto en una bruma impregnada de Otter y, a menos que consiga algún alivio temporal, voy a volverme loco. No le he visto desde que me llevé a Ty a casa esa noche. Hemos hablado por teléfono, pero estos dos días he tenido que trabajar hasta tarde y no se me ha presentado ninguna oportunidad de arrojarme a sus pies y pedirle perdón. No se me escapa lo que parezco, podéis creerme. No me he comportado nunca antes así, ni siquiera con Anna. Con ella, si alguna vez cometía una estupidez y se enfadaba conmigo, siempre sabía que me lo perdonaría. Solo tenía que dejarle su espacio, y finalmente me llamaba, al día siguiente o al cabo de una semana. Así es como funcionábamos. Pero ahora, con Otter, solo han transcurrido dos días y hemos mantenido una breve conversación en la que no se ha dicho nada importante, y estoy que me subo por las paredes. Me siento patético.

La cara que corresponde al oído hacia el que me inclino se recuesta en su silla, con las piernecitas colgando sobre el borde sin tocar el suelo. Ty se pone una mano debajo de la barbilla y se rasca la mandíbula con aire pensativo. Puedo ver que está pensando, concibiendo algo, y no puedo evitar sentir un resquicio de esperanza abriéndose en mi interior. Esa sensación es extinguida de inmediato por la idea de que estoy esperando que mi hermanito de nueve años resuelva la crisis de mi recién descubierta sexualidad y mi… novio, por el que aparentemente suspiro como si tuviera doce años. Bueno, cuando menos sé que soy patético.

—Así que hemos decidido que aún no estás preparado para decírselo a la gente —señala el Chico prosaicamente—. Y no sabemos cuándo estarás preparado, ¿verdad?

Asiento con la cabeza.

—Y sabemos que Otter te prometió que se adaptaría a tus condiciones (por injusto que sea eso), y que respetaría tu decisión de no revelar a nadie lo vuestro, ¿verdad?

Asiento de nuevo, pasando por alto su comentario.

—De modo que crees que Otter está furioso contigo porque tuviste la oportunidad de decir algo y no lo hiciste. Y tú estás furioso con Otter porque crees que te está empujando hacia ese algo aunque te prometió que no lo haría. Pero, al mismo tiempo, eres respetuoso con la situación en que le has puesto porque él no ha tenido que ocultar quién es ni con quién está durante años, y te das cuenta de que eso le agobia.

Asiento, queriendo al Chico más de lo que podría expresarle.

—Así que ahora debes encontrar un modo de volver a hacer feliz a Otter y, al mismo tiempo, hacerte feliz a ti y también asegurarte de que es una felicidad que durará hasta que estés dispuesto a confesar la verdad a personas que seguramente se enfadarán porque se la has ocultado durante tanto tiempo. Y con esto, también quieres averiguar qué necesitarías para estar dispuesto a hablar a la gente de lo vuestro, pero antes debes entender por qué flipas tanto con eso porque, a la larga, quieres que los demás sepan lo de tu relación con Otter, pero solo por el simple motivo de que quieres que Otter y tú podáis vivir sin tener que preocuparos de qué secretos guardáis y quién los conoce. —Se interrumpe y respira hondo—. ¿Crees que esto abarca el problema?

Asiento sin firmeza.

El Chico suspira.

—Bear, es evidente.

Me sobresalto.

—¿Ah, sí?

Sacude la cabeza.

—No me puedo creer que hayas estado cavilando esto durante los dos últimos días y aún no hayas llegado a esa conclusión. Te he escuchado los últimos veinte minutos y hasta yo sé qué debes hacer.

—¿Qué? —casi grito—. ¡Dime qué debo hacer!

—Quieres que Otter esté contigo, ¿no?

Hago una mueca, pero lo admito.

—¿Y quieres que sea feliz?

—Sí.

—¿Y quieres poder hacer algo por él que le haga saber lo que sientes por él?

—¡Sí! —contesto, prácticamente jadeando.

—¿Y si te digo lo que debes hacer, no vas a cuestionarlo sino que harás lo que te diga porque en el fondo sabrás que tengo razón?

—¡Lo juro por Dios, Ty!

El Chico me mira fijamente a los ojos.

—Debes decirle que le quieres. No se lo has dicho nunca antes. Debes tenerlo delante, y debes decirle cuánto le quieres y que no sabes qué harías sin él.

—Bueno, tanto no sé yo —respondo con evasivas.

—¡Bear! —me grita el aspirante a ecoterrorista—. Acabas de jurarlo. Por Dios. No puedes decirle a un niño que juras algo por Dios y después no hacerlo. De hecho, podrías traumatizar mi infancia. —Se queda con la mirada perdida y una expresión melancólica en la cara—. Por no decir que seguramente nunca podría tener una relación normal cuando fuera adulto. Viviría siempre contigo y me convertiría en una solterona que solo tiene gatos.

Le miro con asombro.

—Tú detestas los gatos.

Pone los ojos en blanco.

—Sí, bueno, ahora sí. Pero no tendré más remedio. Pero creo que será inevitable. Y seguramente tendré que organizar fiestas de cumpleaños para mis compañeros felinos y hacerles pasteles de Fancy Feast. Y todo porque incumpliste tu juramento por Dios.

Me noto las manos sudorosas cuando me las froto.

—Ty —digo—, no puedo hacerle venir y decirle: «Hola, gracias por haber venido. ¿Me das tu chaqueta? Ah, por cierto, te quiero, así que, por favor, no estés enfadado conmigo». —Niego con la cabeza—. Parecería un retrasado.

—Bueno, claro que no —responde el Chico con voz pueril—. Tienes que hacer algo especial por él. Por Dios, Bear, ¿no sabes nada sobre el amor? Has tenido una novia y un novio; creo que deberías haber aprendido algo.

—Conozco el amor —replico—. Puedo ser… romántico si quiero.

El Chico se reclina en su silla, y su camiseta con la leyenda LA CARNE NO ES LIMPIA se le sube por un costado.

—Está bien —dice torciendo el gesto—. Si eres una persona tan apasionada, ¿por qué no me dices qué crees que deberías hacer?

Se entrelaza las manos sobre el estómago y me sonríe satisfecho.

—De acuerdo —digo con cierta vehemencia—. Te diré lo que haré. Voy a… Vale, espera un momento. Bueno, no, eso es patético. Podría… espera, no, creo que eso es ilegal en este estado. Podría… hacerle… ¿algo? —concluyo mirando al Chico, que me hace un gesto con la mano incitándome a continuar—. Podría… ¿hacerle la cena? Y… podría haber… ¿velas? —Asiente y vuelve a agitar la mano—. Y podríamos… hacer… ¿algo más? Demonios, Ty, ¡yo no soy una máquina! No puedo pensar algo en el acto.

Sacude la cabeza.

—Bear, eres muy afortunado de tenerme a mí —dice muy serio.

—Lo sé —le tranquilizo.

Se reclina en la silla, y me divierte ver su porte altivo mientras conduce el futuro de mi presunta vida amorosa. Tarda un poco en hablar, y eso me concede un momento para meditar la situación en la que me encuentro ahora. Si alguien me hubiera dicho hace unos años que estaría sentado en el suelo de este piso esperando a que el Chico resolviera la manera más óptima de decirle al hermano de mi mejor amigo que le quiero, habría creído que esa persona tenía una fuerte adicción al crack. Hay una agitación nerviosa en mi interior, un zumbido de impaciencia por lo que el Chico y yo estamos planeando. «¿De verdad tendré que decirle a Otter que le quiero? —pienso—. ¿Servirá eso para arreglar algo? —Constato con una pizca de diversión que nunca pongo en duda el hecho de si le quiero o no—. Bueno, por lo menos eso está claro», me digo con ironía.

A Ty se le encienden los ojos, se endereza en la silla y da una palmada.

—¡Ya sé qué hacer! —exclama—. ¡Bear, me deberás mucho después de esto!

—¿Qué? —digo, entusiasmado y aterrado a la vez.

—Bien, has dicho que querías hacerle la cena a Otter, ¿no es así?

—Cierto.

—Y los dos sabemos que la cocina se te da sorprendentemente bien, ¿no?

—Oh, gracias. Pero es cierto.

Hace caso omiso y sigue adelante.

—Pues esto es lo que haremos…

La idea de Ty era brillante. Era algo al estilo de las películas románticas de Hollywood exageradas y cursis. Juro por Dios que el Chico conquistará el mundo cuando se haga mayor. Vale, borrad eso; seguramente lo conseguirá dentro de los próximos cinco años. Sin embargo, como he dicho, la idea era asombrosa, pero la ejecución…, bueno, la ejecución deja bastante que desear.

Maldita sea.

Bien, antes de dejar que veáis cómo hago el más espantoso de los ridículos, permitidme que os ponga al corriente de todo el tinglado.

Ty sugirió que nos lo jugáramos el todo por el todo en esto. Su filosofía era que si tienes que hacer algo como decirle a tu novio por primera vez que le quieres, más vale ser ambicioso o bien quedarse en casa. Le conté cómo Otter me lo había dicho a mí por primera vez, y no fue nada sofisticado. Me había hecho relatar la historia de unos días atrás, cuando prácticamente le había suplicado a Otter que lo dijera. Cuando terminé, el Chico comentó que le parecía fabuloso, y luego se rio disimuladamente. Yo le dije que no entendía nada. Ty respondió que me callara y le escuchara, pues no sabía de qué estaba hablando. Le dije que actuara de acuerdo con su edad. Él replicó que me aplicara el cuento. Decidí callar y escucharle. Ahora creo que solo estaba siendo obsceno.

La idea de Ty seguía consistiendo en que le hiciera una cena a Otter, pero matizó que si bien preparar una cena es bonito en sí, no basta. Dijo que teníamos que hacerlo en la playa, delante del océano y bajo las estrellas. Pretendía llevar una mesa, instalarla en la arena, cubrirla con un mantel blanco y hacer que nos vistiéramos con nuestras mejores galas (me miró con cierto desdén cuando dijo esto último y entonces me preguntó si tenía ropa elegante), poner velas y música, y mientras él hablaba traté de imaginarme todo esto en mi cabeza y fui incapaz de verme haciendo nada de eso, que en qué diablos estábamos pensando, y estuve a punto de coger el teléfono y decírselo a Otter en aquel mismo momento. Así se lo anuncié al Chico, y ya había cogido el móvil y me disponía a marcar el número de Otter cuando Ty me arrebató el teléfono y amenazó con decirle a Otter que me gustaba que me azotaran durante el sexo.

Esto nos llevó a una larga digresión en la que le obligué a explicarme cómo sabe que a determinada gente le gusta que la azoten durante el sexo. Contestó que tal vez lo había oído decir mientras veía la MSNBC. Le dije que estaba castigado sin ver los canales de noticias durante una semana. Aquí es donde toda esta consulta debería haber terminado, pero entonces me vi obligado a explicar qué es el sadomasoquismo y el bondage a mi hermano pequeño, que insistió en el tema y luego se quedó mirándome con creciente horror cuando por fin se lo expliqué. Entonces me percaté de que tal vez me había excedido, y durante los cinco minutos siguientes tuve que jurar por Dios que no había intentado ni intentaría nunca hacer nada semejante. Ahora es posible que Ty sea el único niño de nueve años que ha oído expresiones como «anillo para el pene» y fisting. Mis competencias parentales no tienen precedentes.

Cuando por fin volvió a mirarme a los ojos, sabía que la única manera en que podía recobrar su confianza (diga lo que diga, sé que ahora el Chico cree que me gusta que me azoten) consistía en llevar adelante su plan. Me pregunté en voz alta cómo íbamos a conseguir que Otter se pusiera ropa elegante y fuera a la playa sin darle ninguna pista de lo que se estaba cociendo. El Chico dijo que llamaría a Otter y le indicaría cuándo y adónde ir. Traté de escabullirme sin mucho entusiasmo de nuevo argumentando que si alguien nos veía, ¿no daría eso al traste con nuestro propósito de guardar el secreto? El Chico respondió aduciendo que ambos conocíamos un pequeño tramo de playa al que nunca iba nadie. ¿Y Ty? ¿Dónde estaría mientras yo hacía todo eso? Parece que esa era la ocasión perfecta para que me preguntara si podía ir a esa maldita acampada con Alex y su familia el miércoles, al salir de la escuela. Me di cuenta de la habilidad con que el Chico había urdido ese plan, y me habría sentido fastidiado si no hubiera sido tan bueno.

Miércoles. ¿Algún día ha parecido nunca tan siniestro? Miér-co-les. Le dije al Chico que creía que «miércoles» era la denominación en latín de Satanás, y que seguramente no deberíamos hacerlo entonces porque podía traer mal fario. Entonces el Chico procedió a explicarme que la palabra «miércoles» proviene de la expresión latina Mercurii dies y que significa «día de Mercurio», que en la mitología romana era un dios muy importante del comercio (jamás sabré cómo demonios sabe estas cosas). Luego me dijo que dejara de comportarme como si fuera una chica. Esto le hizo gracia, y me preguntó, entre risas, si yo era la chica en mi relación con Otter. Fruncí el ceño y le tiré un cojín a la cabeza.

Así que el Chico llamó a Otter y le indicó adónde tenía que ir y qué ropa ponerse. Intenté escuchar la conversación, pero Ty me lanzó miradas irritadas hasta que se encerró en el baño, abrió el grifo y la ducha y descargó la cisterna reiteradamente para ahogar sus susurros. Yo aporreé la puerta y grité que Al Gore le patearía el culo por malgastar tanta agua. Al cabo de cinco minutos salió y me dijo que, en primer lugar, Al Gore dejó de ser influyente cuatro años atrás, y segundo, que no había revelado nada a Otter. Pero añadió que había una nueva condición y era que no podíamos llevar zapatos. Arqueé una ceja al oírlo, y él dijo que eso no pretendía ser más romántico, sino más práctico. Comentó que Otter había tratado de averiguar qué tramaba, pero el Chico le hizo prometer que no le haría más preguntas a él ni a mí. Otter lo prometió.

Repasamos todo lo que tenía en mi armario, y Ty iba desanimándose cada vez más a medida que íbamos adentrándonos entre los percheros. Finalmente sacó la última prenda del armario, con la habitación en completo desorden, y se sentó en el suelo sacudiendo la cabeza y preguntando por qué no tenía ni un solo traje. Le dije que no era lo bastante pretencioso. Replicó que yo ni siquiera sabía qué significaba aquella palabra. Le dije qué significaba. Masculló durante unos minutos hasta que abrió los ojos como platos, se levantó de un salto del cráter de ropa que había hecho y enfiló el pasillo a la carrera. Le oí dirigirse hacia la antigua habitación de mamá. Esto me extrañó, porque nunca entra allí por nada. Me levanté y le seguí. Vi que había abierto la puerta del armario. Me pregunté qué buscaba, porque nuestra madre se había llevado la mayor parte de su ropa, y aunque no lo hubiera hecho, yo no tenía intención de ponerme nada suyo. Abrí la boca para decirle al Chico que sí, que me disponía a decirle a un tío que le quería, pero eso no significaba que tuviera que hacerlo ataviado con un vestido de segunda mano y tacones. Antes de que pudiera hablar, soltó una interjección triunfal y se apartó del armario, sosteniendo un esmoquin que estuvo de moda veinte años atrás. Había olvidado que estaba allí. Pertenecía al papá de Ty y se había quedado allí con otras cosas cuando él y nuestra madre habían dejado de hacer lo que quiera que hubieran estado haciendo. Mi mamá había dicho que no tenía valor para tirarlo y que creía que Ty quizá se lo pondría el día de su boda. Recuerdo que miré a mi madre con cierto respeto. Desde luego, se extinguió de inmediato cuando siguió diciendo que quería que Ty lo llevara el día de su boda como recordatorio para no ser nunca un maldito hijo de puta cabrón como lo fue su padre.

Ty abrió la cremallera de la bolsa que contenía el esmoquin y olía un poco a rancio, pero el Chico dijo que Febreeze exterminaría cualquier hedor. Le dije que no pensaba ponérmelo. Respondió que me callara y que me lo probara. Lo hice, y cuando me planté frente al espejo, el traje me quedaba sorprendentemente bien (¿de qué otra forma podría ir este cuento de hadas?). Me quedé pasmado al ver el magnífico aspecto del reflejo que me devolvía la mirada. Habíamos prescindido de la pajarita porque era de tela escocesa (o por lo menos Ty había prescindido de la pajarita porque era de tela escocesa; en mi opinión daba un aire muy retro) y también de la faja a juego. Lo que nos quedaba era un esmoquin negro con una camisa blanca que Ty me obligó a ponerme. Empecé a hacer malas imitaciones de James Bond en el espejo, y Ty me advirtió que si hacía eso en la playa con Otter me quedaría solo para siempre. Paré. Cuando miré al Chico para ver si me daba su aprobación, sonrió y dijo que estaba casi presentable.

Lo rociamos pródigamente con Febreeze.

Los siguientes días transcurrieron en estados alternos de pánico y preparación. Otter me llamó tropocientas veces para preguntarme qué estábamos tramando el Chico y yo, y luego me hizo jurar que no le diría a Ty que había roto su promesa. Le contesté que no sabía de qué estaba hablando. Me llamó embustero. Yo le llamé gilipollas. Me preguntó si podía venir a casa, pero le dije que no, que estaba ocupado. En realidad estaba ocupado preparándome para todo aquello, pero tampoco quería verle hasta el día de autos. No quería estropear la sorpresa, sabiendo en realidad que no deseaba vomitar sobre él cuando apareciera en mi piso. Otter llamó una hora después, mostrándose receloso, y nuevamente exigió saber por qué Ty le había dicho que se pusiera un esmoquin sin zapatos y fuera a la playa a las ocho de la noche siguiente. Le repetí que no tenía ni idea de qué estaba hablando. Gruñó a través del teléfono, en voz baja y entrecortada, y acabó siendo la primera vez que he tenido sexo telefónico. Un asunto sucio.

Ty aprobó el menú (todo frío, lo cual facilitaría la preparación y el traslado a la playa) y el corte de pelo (intenté escabullirme, pero le dijo a Sam, el tipo que me había estado cortando el pelo desde que era un bebé, que me lo dejara lo más corto posible sin que se me vieran las ideas; cuando hubo terminado, yo estaba pelado y horrorizado y el Chico sonreía satisfecho). Aprobó la mesa (una mesa de juego grande y negra de la tienda de muebles), el mantel (blanco) y las velas (largas y ahusadas; yo quería que fueran perfumadas, pero dijo que esas son para cuando la gente come carne y tiene que cagar; no me tomé la molestia de explicar que yo hago ambas cosas). Aprobó la música (un hilo musical de fácil escucha que no estorbara la conversación), las flores (yo dije que nada de flores; él dijo que, tanto si es gay como heterosexual, a la gente le gustan las flores, y convinimos dos rosas) y mi etiqueta (por lo visto, según el lord británico dieciochesco que parece estar atrapado en el cuerpo de mi hermano menor, mis modales a la mesa dejan algo que desear, y por increíble que pueda parecer, los codos no corresponden nunca a una mesa). Yo le hacía básicamente las veces de chófer mientras nos desplazábamos de un lado a otro, preparando todo lo que ya tenía previsto dentro de su cabeza. Lo único que dejó a mi cargo era qué le diría exactamente a Otter (pero me recomendó que fuera escueto y dulce. Ah, y también que lo dijera después de comer. Y que le mirara a los ojos. Y que no pusiera los codos sobre la mesa cuando lo hiciera. Y que acaso debería rimar, ya que estaban aprendiendo poesía en la escuela).

Así pues, mientras llevaba a mi hermanito y pensaba en su noche de ensueño en la que iba a entregar a Otter la llave de mi corazón (palabras literales suyas, no mías), me dejaba llevar por el pánico en silencio y componía versos malos. Normalmente se me da bastante bien escribir poemas y letras de canciones que jamás cantaré, pero aquello era espantoso. Por ejemplo:

Yo te quiero

Tú me quieres

Doy gracias a Dios

Soy muy feliz

Y el preferido de Ty (al que contribuyó):

¡Otter! ¡Otter! ¡Otter!

¡No lleves vacas al matadero!

Tengo que decirte que te quiero

Debería habértelo dicho antes

¡Y tú no deberías probar las carnes!

Ty me preguntó si captaba el mensaje subliminal de su poema. Le contesté que era claro y contundente.

Así pues, llevado por el pánico, preparé la noche más sofisticada y prodigiosamente aterradora de mi vida. Pensé que dispondría de suficiente tiempo para hacer todo lo que debía hacer. Pero entonces llegó el miércoles, y dejé a Ty en la escuela para su último día. Después ya era la tarde del miércoles, recogí a Ty de la escuela, le llevé a casa de los Herrera y lo dejé allí. Anduve aturdido todo el tiempo que transcurrió entre que le acompañé a la escuela y le recogí. Antes de apearse, me hizo revisar la lista, y una vez que estuvo satisfecho de que me había acordado de todo (y después de decirle por tres veces que no pensaba utilizar su poema) me dio un abrazo, me susurró al oído que me quería y me dijo que volveríamos a vernos el domingo cuando regresaran. Para que os hagáis una idea de lo nervioso que estaba, solo le hice prometer dos veces que me llamaría para hacerme saber que estaba bien. De acuerdo, y dos veces en el coche de camino hacia allí. En realidad se lo dije cuatro veces, y fue cuando estábamos aparcados delante de la casa de su amigo, pero vamos, puedo ser un desastre sin dejar de ser un buen hermano mayor.

Volví a casa y durante un par de horas estuve andando de acá para allá. Luego, como no tenía más remedio, lo cargué todo en el coche y me dirigí hacia la playa. Cogí el poema de Ty, por si acaso. El trayecto hasta allí me llevó escasamente unos diez minutos, pero fueron los diez minutos más largos de mi vida. Solo empleé quince minutos en descargar el coche, pero fueron los quince minutos más largos de mi vida. Tardé veinte minutos en disponerlo todo, y fueron los veinte minutos más cortos de mi vida. Para mi horror. Ya eran las ocho menos cuarto, me cambié apresuradamente en el mismo coche y me rocié con una colonia que había elegido Ty. Empecé con un chorrito, pero no me pareció suficiente, así que acabé echándome sin querer otros seis.

Regresé a la playa con la intención de esperar, oliendo a un accidente en la sección de perfumería. Cuando coroné el promontorio que presidía el lugar en el que había puesto la mesa, los últimos rayos de sol se proyectaban sobre el océano. Bajé los ojos y vi el mantel blanco ondeando suavemente en la brisa, la luz de las velas parpadeando, y oí la música ascendiendo tenuemente hacia mí, y de repente comprendí por qué Ty es un genio. Era perfecto. Todo en aquel escenario era perfecto para un reality show de citas.

Esperé en la playa, y a las ocho en punto oí un coche que se paraba. Cogí una flor, me situé delante de la mesa, levanté la vista hacia la loma y vi a Otter alcanzando la cima, donde yo había estado momentos antes. Vestía también un esmoquin, y sonreí divertido al comprobar que no llevaba pajarita, faja ni zapatos, como obedeciendo órdenes. Bajó la mirada hacia mí, y su sonrisa fue tan amplia que casi partió el mundo en dos. Descendió lentamente del promontorio y se plantó frente a mí. Le hice una leve reverencia (por Ty) y le ofrecí la rosa. Se echó a reír por lo bajo, la aceptó y me besó intensamente en los labios, y fue agradable, y me percaté de cuánto le había echado de menos durante los últimos días y cuán dispuesto estaba a hacer cualquier cosa por él. Si Creed hubiera aparecido entonces, se lo habría contado todo. Si Anna hubiera aparecido entonces, lo habría dicho de todos modos.

Justo cuando se apartaba, con la sonrisa torcida en el rostro, el fulgor verde dorado, conteniéndome en una mirada tal que estuve a punto de soltarlo de repente, me di cuenta de que le quería pura y llanamente. No es cosa de lógica ni de función. Es cosa de mi corazón.

Así pues, todo es perfecto, ¿no? Hasta el último detalle. Todo iba muy bien. Y entonces todo sucedió a la vez.

—Esto, ¿Bear? —me dijo Otter.

—¿Sí? —respondí, mirándole a los ojos.

—Hay una gaviota comiéndose nuestra cena —me dijo, y fue lo más romántico que había oído nunca.

—Lo sé, Otter. Y es por eso que he hecho todo esto. Prometí a Ty que no lo diría ahora, pero tengo que hacerlo. Otter, te… Espera, ¿una qué?

Señaló por encima de mi hombro. Me volví y vi que una gaviota se había posado sobre la mesa y picoteaba la comida que yo había dispuesto con tanta delicadeza y esmero. Abrí los ojos como platos, chillé de cólera y eché a correr hacia el estúpido pájaro que lo estaba estropeando todo. Otter se reía a mi espalda, y tuve la intención de matar al pájaro y luego a él. Llegué a la mesa y me puse a dar palmadas con fuerza, tratando de ahuyentar a la gaviota. Despegó de un salto y volvió a aterrizar sobre la mesa. Agité las manos frente a ella, hinchando el pecho para parecer más grande. El pájaro se asustó, retrocedió y tumbó los vasos y dos velas. Estas cayeron sobre la mesa y prendieron fuego al mantel en el acto. La gaviota batió las alas, empezó a levantar el vuelo y tiró las otras dos velas, que encendieron el lado opuesto del mantel. Me quedé paralizado, con la mirada fija en la mesa, oyendo al pájaro alejarse volando y oyendo la estruendosa risa de Otter detrás de mí. El reproductor de CD pasó a otra canción, una versión descafeinada, de hilo musical para ascensores, de Achy Breaky Heart de Billy Ray Cyrus, y no supe cómo la velada podía ir peor. Cogí un vaso y corrí hacia el océano, resuelto a conseguir agua marina para extinguir el fuego con el fin de poder sentarnos y comer la cena que la gaviota no se había zampado. O pisoteado. O defecado encima. Llené el vaso hasta arriba, y cuando regresaba para verter el agua el cielo sobre nuestras cabezas se abrió. Las nubes, que tan lejanas parecían cuando había llegado allí, se habían cernido sobre nosotros y ahora descargaban una lluvia como no había visto nunca caer del cielo. Me quedé a medio metro de la mesa, con el vaso en la mano, contemplando cómo las llamas se apagaban bajo la lluvia. Achy Breaky Heart enmudeció cuando el reproductor de CD se cortocircuitó con un chisporroteo, y lo único que podía oír era la lluvia y a Otter tratando de recobrar el aliento cuando su risa se extinguió.

Y es ahí donde estamos ahora. Una idea brillante, una ejecución pésima.

Otter se me acerca, aún riéndose entre dientes, con el pelo aplastado contra la frente y la chaqueta del esmoquin calada hasta la piel. Se planta frente a mí, me quita el vaso de la mano y lo deja sobre la mesa. Me sostiene el rostro con su mano, se inclina hacia delante y me besa suavemente en los labios. Se aparta, dibuja su sonrisa y me levanta una mano; veo que todavía sujeta la rosa y ahora la pone en mi mano. Vuelvo a mirarle a los ojos.

—Otter, Otter, Otter —murmuro.

—¿Sí, Bear? —dice él maravillosamente.

—No lleves vacas al matadero —digo.

Arquea una ceja.

—¿Cómo?

Respiro hondo.

—Te… quiero y sé que debería habértelo dicho antes.

Sus ojos se dilatan ligeramente.

—Espera, ¿qué? ¿Qué tú… me…?

Sacudo la cabeza.

—Pero no debes probar las carnes.

—Bear, ¿qué diablos? ¿Has hecho… una rima?

Asiento con la cabeza.

—Lo he escrito yo. Ty me ha ayudado. Ha aprendido poesía en la escuela.

Se inclina y me besa de nuevo; su boca sabe a lluvia. Vuelve a apartarse, pero solo lo suficiente para poder hablar. Abro los ojos, los suyos están abiertos y, Dios mío, lo son todo.

—¿Era para mí? —susurra sobre la lluvia.

—Sí.

—¿Y has querido decir lo… que acabas de decir?

No vacilo.

—Sí, he querido decirlo. Te quiero, Otter.

Apoya su frente contra la mía.

—Yo también te quiero, Bear —dice.

Y entonces sus labios se posan sobre los míos, estamos ardiendo y abrasamos el mundo.