Muy bien, todos lo vimos venir.
Esto no significa que resultara más fácil.
Me despierta el sonido de un teléfono llamando cerca de mi oído. Tengo la cabeza confusa y la cama está caliente, y no deseo otra cosa que ese jodido teléfono enmudezca para poder volver a arrebujarme debajo de las sábanas y seguir durmiendo. Pero no lo hace. Sigue tocando una canción que no he oído nunca. ¿Cuándo la he puesto en mi teléfono? Saco el brazo de debajo de las sábanas a ciegas, finalmente encuentro el desagradable objeto, lo abro y me lo llevo al oído.
—Más vale que sea importante —gruño.
—¿Bear? —dice una voz, aparentemente sorprendida.
—Sí, ¿qué? ¿Quién es?
—Soy Creed.
Estiro las piernas y noto algo contra mí, pero no abro los ojos. Es demasiado bonito mantenerlos cerrados.
—Creed, ¿por qué coño me llamas tan temprano? —me quejo enérgicamente.
Se muestra extrañado.
—Esto… no, tío, no te llamaba a ti. Llamaba a Otter. ¿Por qué contestas su teléfono? —pregunta, y una mano cae suavemente sobre mi costado.
Abro los ojos de golpe, y dormir es lo que más lejos queda de mi mente.
—¿Bear? —oigo que dice una vocecilla a mi oído—. ¿Tío?
Miro al otro lado de la cama. Mi movimiento ha retirado las sábanas y Otter está tumbado junto a mí. Está tendido boca arriba, con la cabeza vuelta de costado, de cara a mí. Tiene los ojos cerrados y no le preocupa nada del mundo. Su mano sigue plantada sobre mi muslo, caliente y dura a través del tejido de la ropa que llevo puesta. Su ropa. No puedo menos que mirarle, fuerte, alto, bronceado y…, y…
—¿Bear?
—Esto… ¿sí? —digo con voz ronca, tratando de mantenerla baja.
—¿Qué estás haciendo? —inquiere Creed—. ¿Por qué tienes el teléfono de Otter?
«¡Oh, Bear! —dice la voz entre risas—. ¡Me muero de ganas de ver cómo sales de esta! ¿Qué vas a decirle? ¿Qué su hermano se ha desnudado en CUERPO y ALMA para ti? ¿Qué cuando ha terminado, no habías estado nunca tan jodidamente excitado en tu vida? ¿Qué aunque te asustaba lo que significaba, que aunque has pensado una o dos veces que su obsesión confesa te haría pedazos, que incluso más allá de todo eso no has podido evitar gemir al notar sus GRANDES Y FUERTES BRAZOS envolviéndote y al sentir cómo empezaba a CHUPARTE la LENGUA…?».
—Yo… estaba aquí porque… Otter quería prepararle el desayuno a Ty —consigo articular por fin.
Hasta a mí se me antoja una pobre excusa.
—Es muy pronto —dice Creed—. Otter nunca se despierta antes de las diez a menos que tenga que hacerlo.
«¡Maldita sea, Creed! —exclamo para mí—. ¡Cierra la boca y créete todo lo que diga!». Soy presa del pánico. Quiero despertar a Otter de un puntapié y pedirle que me ayude. Quiero colgar el teléfono, coger a Ty y salir corriendo de aquí. Quiero dejarlo con la señora Paquinn, ir a casa de Anna y suplicarle que vuelva a aceptarme. Quiero follarla hasta saciarme para poder dejar de sentir cómo se me pone dura al notar el contacto de Otter. Quiero que Otter regrese a San Diego y vuelva con su estúpido novio, al que no he conocido nunca pero no soporto. Quiero pedirle a Anna que se case conmigo, que después tengamos una casa e hijos y envejezcamos juntos, para no tener que recordar nada de esto, y si lo hago, lo evocaré con afectuoso desdén, sabiendo que no fue más que una etapa.
«¡Oh, oh! —grazna la voz alegremente—. ¿Problemas en el paraíso ya? ¡Y eso que las cosas marchaban muy BIEN! Pero, oye, ¡sigue mintiéndote de ese modo, papá Bear! Los dos sabemos que no deseas otra cosa que volver a acurrucarte debajo de las sábanas, estrechar tu cuerpo contra el suyo y olvidar cómo gira el mundo. Pero tú sigues pensando en casarte, en hijos y en un futuro que nunca será. ¿De qué sirve vivir si nunca juzgas a posteriori NINGUNA DE LAS DECISIONES QUE TOMAS?».
—Supongo que quería levantarse pronto —digo con voz débil.
Creed se ríe en mi oído.
—¿Significa eso que has logrado que deje de estar abatido?
«Podría decirse algo así…».
—Pues sí —gruño—. No creo que tengas que seguir preocupándote.
—¡Ese es mi chico! —grita a través del teléfono—. No sé qué has hecho, pero gracias a Dios has hecho algo. Ya no me siento tan mal por no volver a casa cuando dije que lo haría.
—¿Qué? —digo, escuchando a medias.
Intento sacar la pierna de debajo de la mano de Otter sin despertarle. No me sale demasiado bien, por cuanto él dobla el brazo alrededor de toda mi pierna y la abraza suavemente contra su pecho.
—Voy a quedarme aquí unos días más —anuncia Creed, del todo ajeno al hecho de que su mejor amigo está parcialmente atrapado debajo de su hermano mayor—. Ha aparecido otro amigo mío, así que no volveré hasta el viernes. Solo quería llamar para asegurarme de que las cosas marchan bien. Parece que lo tienes todo controlado.
—Sí —contesto, resignado—. Aquí todo va genial.
—Bien —dice, riendo—. Pues ya te veré cuando regrese, ¿vale? Avisa a Otter de cuándo llegaré a casa, para que no me lo encuentre follando con algún tío en el suelo de la salita.
Se me enciende el rostro. Trato de imaginarme algo así, a sabiendas de que seguramente no es el mejor momento para hacerlo. Anoche nos lo habíamos montado hasta el punto de que empecé a preguntarme qué pasaría si le quitaba la camiseta a Otter, pero me había contenido. Otter lo había respetado y parecía conformarse con estar a mi lado. En realidad no he pensado detenidamente en la… mecánica… de cuáles podrían ser los siguientes pasos. Me pasan por la cabeza imágenes a toda velocidad, y me noto la boca seca.
—Claro —digo, tratando de sacar de mis pensamientos a Otter desnudo—. Se lo haré saber.
—Gracias, tío.
Estoy a punto de colgar cuando Creed pronuncia mi nombre con excitación.
—¿Qué? —digo, irritado.
—Procura que la señora Paquinn se haga cargo del Chico el último sábado de agosto. Antes de que me vaya daremos un fiestón como jamás se ha visto en Seafare. He invitado a varias personas a venir a la ciudad, y me imagino que podría ser una especie de último despelote antes de que deba volver y hacerme adulto.
—Eso suena… guay —digo.
—¿Seguro que estás bien? Pareces extraño.
—¿Yo? —chillo—. Oh, estoy estupendamente. No hay nada que me preocupe.
—Si tú lo dices… Cuídate, papá Bear.
Y desconecta.
Suspiro y cuelgo el teléfono. Otter se echa a reír. Me asusta por un momento porque creía que aún dormía. Me suelta la pierna y se vuelve boca abajo, sujetándose el estómago entre risotadas. Le miro enfadado y me cruzo de brazos.
—¿Qué coño es tan gracioso? —pregunto, frunciendo el ceño.
—¿Aquí todo va genial? —farfulla, burlándose de mí—. ¡Parecías a punto de vomitar durante toda la llamada!
Entrecierro los ojos.
—¿Estabas despierto en toda la conversación?
Asiente con la cabeza, enjugándose los ojos.
Le doy un puntapié en la pierna.
—¿Por qué diablos no me has ayudado? —grito.
Levanto la pierna para golpearle de nuevo, pero es demasiado rápido para mí. Tan pronto como suelto el pie, se vuelve ágilmente y me lo aprisiona contra la cama. Me siento fastidiado, así que levanto las manos para apartarle de mí, pero él extiende una manaza, me coge por los brazos y me arrastra hacia la cama. Me pone los brazos a los costados, los inmoviliza con sus rodillas y se sienta a horcajadas sobre mi estómago. Sucede tan deprisa que no me da tiempo a reaccionar. Me sonríe con malicia, su intención manifiesta en el rostro. Le lanzo una mirada feroz, con una expresión de desprecio en los labios. Inclina la cabeza a un lado.
—¿Aquí todo va genial, Bear? —dice a través de su sonrisa.
—¡Quítate de encima, Otter! —exclamo.
Trato de retorcerme y zafarme de él. Es inútil. Es demasiado grande, y el movimiento de nuestras caderas tampoco favorece precisamente mi causa.
—Yo también te deseo buenos días —dice, arqueando las cejas.
Se inclina hacia delante hasta que su cara queda suspendida a escasos centímetros de la mía. No me muevo, no queriendo ser el que demuestra debilidad. No perderé esta partida. Su nariz toca la mía y me distrae de lo que está haciendo en realidad, y cuando sube la mano y empieza a hacerme cosquillas se me saltan los ojos y me pongo a chillar como una chica. Se me queda la mente en blanco y trato de liberarme. Le grito con estridencia, pero es en vano. Sigue con su rostro cerca del mío, y hago lo único que puedo hacer: me levanto, le aprisiono el labio inferior con los dientes y tiro de él sin mucha delicadeza. Otter deja de hacerme cosquillas en el acto y no se mueve. Ladeo un poco la cabeza, amenazadoramente.
—¿Vas a parar? —pregunto a través de un bocado de Otter.
—Depende de lo que hagas a continuación —dice.
Aprieta su cara contra la mía y me toma la boca en la suya. Le devuelvo el beso al mismo tiempo que se encienden las alarmas dentro de mi cabeza. Tuerzo un poco el gesto, pues ambos sabemos como si hubiéramos hecho gárgaras con animales muertos, pero él introduce la lengua en mi boca, mis manos buscan su espalda y frotan aquel paisaje por encima de la camiseta. Se tiende sobre mí y puedo notarle duro contra mi pierna. Encuentro el sitio donde se le ha subido la camiseta desde el culo, mi mano toca piel desnuda y mi cerebro se cortocircuita de nuevo cuando deslizo un dedo vacilante bajo la cintura de su pantalón corto.
—¿Bear? —llama una vocecita desde el otro lado de la puerta cerrada.
Mi mano se para en seco. Abro los ojos como platos, y Otter se vuelve rápidamente hacia un lado. Se ciñe la sábana en torno a la cintura, pero no antes de que pueda verle la polla perfilada a través de su pantalón corto, dura y prominente contra la tela. Bajo la mirada y veo el mismo efecto en mí, y él también. Dispone de un breve momento para mirarme con avidez antes de que se abra la puerta y aparezca el Chico. Me pongo el edredón sobre el regazo antes de que vea demasiado.
—¿Qué pasa, Ty? —digo, y me sale una voz profunda y áspera.
Ty salta a la cama y se sienta en un extremo.
—¿Volvíais a pelearos, chicos? —nos pregunta acusadoramente—. Bear, me has despertado con tus gritos.
Me sonrojo y aparto la mirada.
—Esto… no —balbuceo, apartándome todo lo que puedo de Otter sin caerme de la cama—. Otter estaba…, estaba…
No sé cómo terminar. Podría estar en posesión del ecoterrorista vegetariano en ciernes de nueve años más listo del mundo, pero hay cosas que no deberían decirse ni siquiera a él. Sobre todo cuando ni siquiera sé qué diablos estoy haciendo.
El Chico me mira con expectación, y abro la boca para inventarme algo cuando Otter acude en mi rescate.
—Le estaba haciendo cosquillas —dice muy serio.
Le lanzo una mirada que le advierte que le patearé el culo más tarde, y él se encoge de hombros y exhibe su sonrisa torcida.
Ty se ríe.
—Por eso Bear parecía una chica —le dice a Otter—. Siempre le pasa cuando le hacen cosquillas.
Miro a los dos con el ceño fruncido y se ríen un poco más de mí. Otter extiende un brazo y revuelve el pelo al Chico, y Ty le dedica una sonrisa tan bonita que dejo que mi pseudocólera se esfume. Os reto a seguir enfadados cuando tenéis un falso hijo que sonríe así y un tipo acostado a vuestro lado que, hasta hace dos minutos, os hacía cosas que jamás se os habían pasado por la cabeza.
Ty salta de la cama y se encamina hacia la puerta.
—Me voy a ver la tele. Me gustaría comer unos gofres como acompañamiento —nos dice cuando se marcha.
—¡Están haciendo dibujos! —grita Otter a su espalda.
—¿Dibujos? —pregunta el Chico, incrédulo—. Otter, ya tengo nueve años, no soy un niño pequeño.
Otter me mira con indignación.
—¿Qué esperabas? —le pregunto—. Ahora tiene nueve años.
Sonríe y me tiende los brazos, pero vuelve a sonar su teléfono. Gruñe cuando se lo paso. Empiezo a seguir a Ty y ya casi estoy en la puerta cuando le oigo levantarse de un salto de la cama. Me coge de la mano, me hace girar y me besa otra vez.
Suelto un bufido y me aparto.
—¡El Chico está despierto! —le susurro.
Otter pone los ojos en blanco y una sombra atraviesa fugazmente su semblante, sin que yo pueda identificar de qué se trata. Se la sacude y muestra una sonrisa torcida. Cuando se lleva el teléfono al oído, dice «Me debes una», mientras me hinca suavemente un dedo en el pecho. Contesta al móvil, y me dispongo a volverme para irme cuando veo que la sonrisa desaparece rápidamente de su cara.
—Ah, hola —dice al teléfono—. ¿Qué pasa?
Me ve aún de pie en la habitación, tapa el móvil y dice que bajará enseguida. Asiento, salgo del dormitorio y estoy a punto de bajar las escaleras cuando le oigo decir: «¿Qué quieres, Jonah?». Esto me insta a detenerme.
¿Habéis intentado alguna vez escuchar una conversación telefónica a escondidas? Es jodido. Solo oyes una parte, y querrías poder ver a la persona que está al otro lado. No porque quieras saber qué aspecto tiene ni nada, sino porque deseas poner una cara a un nombre. Oyes que la persona que tienes cerca dice cosas como: «¿Por qué lo dices?» y «Jonah, no sé de qué me estás hablando», y lo único que puedes hacer es imaginarte qué le dicen para hacerle responder de esa manera. Tampoco sirve de mucha ayuda que empieces a sentir algo curiosamente parecido a los celos, que te corroe por dentro como si fuera ácido. Tratas de hacerle frente y desterrarlo, pero pierdes, y te envuelve por completo. Cierras los puños, aprietas los dientes y oyes que aquella persona dice: «¿Y qué esperas que haga?», y piensas: «Espero que cuelgues el teléfono, y ese pensamiento te asusta porque no sabes de dónde ha venido». La intensidad de esa sensación hace que empieces a inquietarte. Te preguntas por qué no has llegado a estar verdaderamente celoso hasta ahora (aunque en realidad no son celos; todo esto no son más que hipótesis), y comienzas a plantearte si te estarás metiendo en una situación que no puedes controlar, y empiezas a pensar que tal vez las últimas doce horas han sido un gran error y que la vida iba perfectamente hasta que cierta persona (que resulta estar hablando por teléfono con otra cierta persona) regresó a casa. Empiezas a desconfiar de ti mismo y del ocupante de la habitación contigua, que ahora dice: «¡Nunca he pretendido hacerte pensar así!», y fuerzas una sonrisa al ver la rapidez con que te está ocurriendo todo eso. Jamás lo pediste, ¿verdad? Antes estabas bien. Te iba de puta madre. Y entonces no aciertas a distinguir las siguientes palabras que se dicen, y te acercas un poco más a la habitación, sabiendo que lo que te has perdido era seguramente lo que más te interesaba oír. Cuando ya casi has vuelto a la habitación, te quedas helado porque oyes que el teléfono se cierra de golpe y oyes un suspiro. Entonces te vuelves, avergonzado, y te alejas rápidamente antes de que te pillen.
¿Os habéis encontrado alguna vez en una situación así?
Solo lo pregunto.
El domingo por la mañana, Ty me hace una petición que me pilla desprevenido. Sé que debería habérmela esperado tarde o temprano, pero cuando me lo pregunta, me deja pasmado. Quiero decir que, con todo lo que ha pasado últimamente, creía que distábamos un buen trecho de eso. Y que me aspen si no me duele.
—¿Qué quieres hacer qué? —le digo, sin poder creerme lo que acabo de oír.
Suspira y se sienta en el sofá a mi lado.
—¿Sabes que mañana no tengo escuela porque es un día de calificación para los profesores?
Asiento con la cabeza. Hoy tengo que trabajar hasta más tarde y había previsto llevar a Ty a casa de Otter antes de ir.
—Pues bien, mi amigo de la escuela quiere que vaya a pasar la noche en su casa —explica pacientemente, como si él fuera el adulto y yo, el niño.
—¿Quieres ir? —pregunto pausadamente.
Se endereza en nuestro sofá y contrae el rostro.
—Creo que sí —responde por fin—. Pero si quisiera volver a casa, ¿vendrías a buscarme? —se apresura a añadir.
—Por supuesto —digo con tono hosco—. O yo u Otter, si aún estoy trabajando. —Sacudo la cabeza—. ¿Quién es ese chico? ¿De qué le conoces? ¿Le he visto alguna vez? ¿He visto a sus padres?
Pone los ojos en blanco.
—Sí, Bear. Ya te lo he dicho, es mi amigo de la escuela. Lo conociste a él y a sus padres en mi fiesta de cumpleaños. ¿Te acuerdas de Alex Herrera? Su mamá fue la que te preguntó de dónde habías sacado el castillo hinchable porque quiere uno para su cumpleaños el mes que viene. Dijiste que Alex era muy educado.
Es curioso, lo sé, pero aún no he tenido que afrontar esto. El Chico parecía conformarse con no ir a pasar la noche en casa de otro, ni ir a jugar ni nada de lo que hacen los niños normales. Claro que salía a jugar, pero nunca iba a casa de nadie. Empiezo a creer que esto será mucho más difícil para mí que para él. «¿He llegado a depender tanto de él? —pienso, aturdido—. Siempre he creído que era al revés. ¿Se sienten así los padres cuando sus hijos se marchan de casa por primera vez? Santo Dios, necesito una vida».
Antes de darme cuenta estoy hablando por teléfono con la señora Herrera, quien me dice que por supuesto que Ty puede ir a su casa, y que es un niño muy dulce e inteligente. Se pregunta en voz alta por qué el Chico y Alex no se han quedado nunca uno en casa del otro, y le digo que Ty no come carne y que si necesita algo me llame. O llame a Otter. O a Anna. O a Creed. Ty parece avergonzado cuando pido a la señora Herrera que me repita los números de teléfono. Ella dice que sí, que sabe el número del centro de intoxicaciones. Sí, sabe que no debe dejar a Ty ir solo a la playa. No, está convencida de que no se esperan lluvias, pero si llueve no le dejará salir de casa. Sí, está segura de que no necesito preparar ninguna comida vegetariana especial. Me dice que no, que no conoce la reanimación cardiopulmonar, y estoy a punto de decirle que la de hoy no es una buena noche, tal vez otro día, cuando Ty me propina un puntapié en la espinilla. Entonces anuncio a la señora Herrera que lo dejaré de camino al trabajo.
Obligo a Ty a llevarse el cargador de la batería para que pueda recargar su móvil por si necesita llamarme por algo. Dice que lo tendrá cargado por si yo necesito llamarle por algo. Preparamos su bolsa, meto cuatro mudas y él me mira con el ceño fruncido y saca algunas. Me aseguro de que se lleva su cepillo de dientes (y dentífrico, hilo dental, elixir bucal, Tylenol infantil, tiritas y pinzas). Me detiene cuando preparo un Tupperware lleno de granola de almendra porque no me perdonaré que pase hambre porque lo único que sirven es costillar de cordero en salsa de cerdo acompañado de carne picada. Me lleva al sofá y mantiene otra charla conmigo. Me siento con las manos en el regazo y asiento.
Cuando no mira, meto la granola en la bolsa.
—¿Estarás bien? —pregunta cuando salimos del aparcamiento de nuestro edificio.
Me miro en el retrovisor y veo lo pálido que estoy.
—¿Y tú? —replico; no me gusta su expresión divertida.
—Estaré bien, papá Bear —contesta serenamente—. Pero aunque decida quedarme toda la noche, ¿podré llamarte antes de acostarme?
Sonrío, digo que sí y ambos nos relajamos. No es hasta más tarde que me percato de que lo ha dicho más por mí que por él.
—¿Qué harás esta noche? —me pregunta cuando llegamos al barrio de su amigo—. Probablemente no deberías quedarte solo.
Suelto un bufido.
—¿Me tomas el pelo? —le digo—. Es mi primera noche sin que tenga que estar pendiente de ti. Saldré a divertirme.
Me mira con complicidad.
—Deberías ir a casa de Otter —sugiere mientras mira a través de la ventanilla—. Así sabré dónde estás y sabré que estás bien.
—¿Qué estoy bien? —le pregunto, estupefacto—. ¿Por qué no debería estarlo?
Guarda silencio un momento, y me dispongo a preguntárselo de nuevo cuando dice:
—Ya sé que estarás bien. Pero sé que estarás mejor si te encuentras con Otter. —Vuelve a mirarme—. ¿Tiene sentido?
Niego con la cabeza.
—Explícamelo.
Sinceramente, desconozco qué le pasa por la cabeza. Sé que no es posible que sepa lo… ya sabéis, lo nuestro (es decir, lo que estoy haciendo con Otter), pero también sé que es más perspicaz que nadie que haya conocido. Siento curiosidad por ver de qué se ha enterado.
Suspira.
—Hice prometer a Otter que te cuidaría —me dice—. ¿Recuerdas cuando nos quedamos a dormir en su casa hace un par de noches? Fue entonces cuando se lo susurré al oído.
—¿Por qué le pediste eso? —pregunto, optando por no decirle que ya lo sabía.
—Porque sí, Bear. Tú me has cuidado prácticamente durante toda mi vida, y yo aún no soy lo bastante mayor para cuidarte. Otter, sí.
Paro el coche delante de la casa de los Herrera. Aparco, cojo al Chico por la nuca y aprieto mi frente contra la suya. Él canturrea alegremente y juega con mis dedos.
—Me has cuidado muy bien —le digo en voz baja—. Más que nadie en el mundo.
Me sonríe.
—Lo intento —dice con seriedad—. Pero Otter…
Se interrumpe.
—Pero Otter ¿qué? —insisto con delicadeza.
Se encoge de hombros.
—Otter te hace sonreír. Ya sé que yo también —se apresura a decir cuando abro la boca para interponer—. Pero has estado triste mucho tiempo, y yo no podía averiguar por qué, y después lo supe.
—¿Y qué supiste, Chico?
Me mira de un modo extraño, como si no tuviera que preguntárselo.
—Estabas triste —dice— porque Otter se había ido. Pero ahora ha vuelto, y ya no estás triste. Y eso me hace esperar que no vuelva a marcharse nunca.
Sonrío tristemente a mi pequeño adulto y le beso la frente. Su amigo abre la puerta principal de la casa y la señora Herrera nos saluda con la mano detrás de él. Ty se desabrocha el cinturón y coge su bolsa del asiento trasero del coche. Abre la puerta, dice hola a su amigo a gritos, me sonríe por encima del hombro y se marcha. Le veo correr hacia la puerta principal, se vuelve y me dice adiós con la mano, y yo le devuelvo el gesto con frenesí. Entonces entran y la puerta se cierra. Arranco el coche y me alejo, sintiéndome extrañamente solo. Mi teléfono emite un zumbido, avisándome de que tengo un nuevo mensaje de texto del Chico.
«te quiero papá Bear».
—¿Que el Chico te ha pedido pasar la noche en casa de un amigo? —me pregunta Otter horas después, cuando hago un descanso—. Vaya. ¿Cómo lo llevas?
Me cambio el teléfono de oído y doy una patada al suelo.
—¿Qué quieres decir con cómo lo llevo? —digo con amargura—. Nunca he estado mejor.
Evidentemente.
Suelta una risita en mi oído.
—Eso parece. —Se interrumpe durante un momento antes de decir—: Quizá sea una buena señal, Bear. Quizá por fin empieza a confiar en el mundo otra vez.
Sé que le cuesta trabajo decir eso, porque ambos sabemos que él es un motivo importante de que el Chico perdiera esa confianza. No es todo culpa de Otter, por supuesto, pero no hay duda de que no ayudó. Se me ocurren seis cosas malas que decir, pero lo dejo. Debo de estar haciéndome mayor.
—Supongo que tienes razón. —Suspiro—. Pero creía que esto no pasaría hasta que tuviera por lo menos treinta años.
—Es bueno que pase ahora —me dice con delicadeza—. Creo que empezará a ser él mismo. Pero tú… tienes que dejarle.
—¡Ya lo sé! —exclamo, más irritado de lo que pretendía—. He querido esto más que nada en los últimos tres años, ¿sabes? Que él estuviera bien. Pero ahora que está ocurriendo… no lo sé. Creo que va demasiado deprisa. ¿Y si pasa algo? ¡No estaré allí para cerciorarme de que está bien!
Otter respira hondo.
—Bear, no puedes estar siempre pendiente de él para todo. Los dos tenéis que poder hacer vuestras cosas. Ni siquiera has tenido la oportunidad de hacer estupideces como la mayoría de la gente de tu edad.
—¡Yo no necesito hacer estupideces! —replico—. Estoy muy a gusto haciendo lo que he estado haciendo durante los últimos tres años. Nos ha mantenido vivos hasta ahora, ¿no?
Comienzo a respirar con dificultad, acusando la negrura de la desesperación. No digo a Otter que no he podido concentrarme en todo el día. No le he dicho que he mirado mi teléfono cada minuto durante las últimas cuatro horas. No le digo que ya he llamado a casa de los Herrera y he hablado con la señora Herrera, quien me asegura que todo va bien. Sé que Otter tiene razón: en realidad no he tenido la oportunidad de hacer nada. He estado tan atado cerciorándome de que Ty estuviera bien que no me he concentrado nunca en lo que quiero. Sí, ha habido momentos en los que he experimentado pequeñas oleadas de resentimiento, pero he aprendido a contener esos sentimientos antes de que puedan significar nada. Pero aun así… ahora que por fin tengo la oportunidad de hacer algo por mi cuenta (aunque solo sea por una noche), ¿por qué deseo que todo vuelva a ser como antes?
—Bear, solo está en casa de un amigo suyo —dice Otter, mostrándose divertido y exasperado a la vez—. Creo que estará bien. Y sé que tú estarás bien.
Sacudo la cabeza. Una vez más, la gente no lo entiende.
—Supongo —murmuro.
Le oigo sonreír a través del teléfono.
—Así pues, ¿qué vas a hacer esta noche?
No había pensado en ello. Se me presenta una velada entera sin obligaciones, sin que tenga que preocuparme por el bienestar de otra persona. Me estremezco cuando siento la soledad mordisqueándome los talones.
—No lo sé —digo a Otter malhumoradamente—. Supongo que me iré a la cama y trataré de dormir un poco.
Bufa en mi oído.
—Solo lo he preguntado por educación. Me ha parecido descortés pedirte que vengas aquí cuando salgas del trabajo.
—No lo sé, Otter. No creo que fuera una compañía demasiado agradable esta noche.
—¡Bear! —me brama, y hago una mueca—. ¡No me vengas con sandeces!
—Mi casa queda más cerca del sitio donde está Ty si necesita algo —pretexto—. Me sentiría mejor si tuviera por lo menos eso.
—Muy bien —responde—. Entonces iré yo a tu casa.
—Otter… —murmuro, a punto de decirle que no.
Pienso que solo estoy aparentando, porque existe un hambre intensa y sombría que se ha apoderado de mi mente. Es la idea de que Ty no esté conmigo. Es la idea de quedarme solo por una vez. Es la idea de no tener que guardar silencio o preocuparme por lo que el Chico está haciendo en la habitación de al lado. Este anhelo me atraviesa de parte a parte, y hago bien poco por sofocarlo. Me siento mal, avergonzado y sucio, pero no puedo pararlo. Me vienen a la cabeza pensamientos espontáneos y me sonrojo de lo lindo, dando gracias a que nadie puede leerme los pensamientos y ver lo depravado que soy. Lo horrible que soy. Cómo me comporto como un… lo que sea.
—No aceptaré un no por respuesta —gruñe Otter en mi oído, lo cual no ayuda a aplastar el monstruo que ruge dentro de mis entrañas.
Me siento mareado y me preguntó qué me pasa.
«A ver si lo adivinas —dice la voz dulcemente—. Sin embargo, creo que ya hemos superado eso, ¿no? ¿Por qué no haces lo que sabes que quieres hacer? Siempre habrá lugar mañana para el remordimiento. Pero hasta entonces…».
Pienso de forma incoherente en demonios y sus lenguas plateadas.
—Está bien —digo dócilmente.
Otter exhala en mi oído, y suena bien.
—Iré a tu trabajo antes de que salgas y cogeré algo para cenar —me dice alegremente.
—¿Vas a prepararme la cena? —digo, esforzándome por no sonreír como un idiota—. ¿Otra vez?
Le oigo reír.
—Te veré dentro de unas horas.
—Está bien.
—Eh —dice.
—Eh, tú.
—Estoy orgulloso de ti. Lo sabes, ¿verdad?
Y cuelga.
Pongo los ojos en blanco y devuelvo el teléfono a mi bolsillo. Extiendo los brazos, pienso más cosas inconcebibles y tengo que obligarme a parar. No creo que andar por ahí con la polla dura sea demasiado conductivo a una buena atención al público.
Me dispongo a levantarme cuando veo un coche conocido entrando en el aparcamiento. Ordeno a mis piernas que se muevan, sabiendo que es una estupidez porque tendré que verla sea como sea. Mis piernas no obedecen. Me sujeto a los bordes de la mesa y me obligo a levantarme, con lo que me golpeo las rodillas contra la barra metálica que hay debajo. Siseo de dolor y vuelvo a sentarme. Me dispongo a intentarlo de nuevo cuando ella baja del coche y se lleva la mano a la frente para protegerse los ojos del sol. Me mira directamente, y desde mi posición puedo ver que Anna vacila.
Solo han pasado unos días desde que la vi por última vez, pero me parece una eternidad. Había estado tan ensimismado en mi sufrimiento por Ty que ni siquiera se me había ocurrido consultar el horario para ver si Anna trabajaría esta noche. Camina despacio, como si ambos estuviéramos pensando que tiene que pasar por mi lado para entrar en el establecimiento. Me digo que estoy haciendo el tonto, que volveríamos a vernos otra vez, que solo era cuestión de tiempo. Por todos los santos, trabajamos juntos. Me quedo mirándola un momento antes de bajar los ojos y encontrar una peca interesante en mi brazo derecho que merece toda mi atención. Tengo pensamientos deslavazados sobre cómo, en cuanto me vea la cara, lo descubrirá todo. Le bastará una mirada y lo verá allí escrito, como si tuviera un rótulo de neón encendido en la frente proclamando que soy un MARICA, que he estado haciendo MARICONADAS y que voy a hacer MARICONADAS OTRA VEZ. Gimo para mis adentros y me paso las manos por la cara. Pienso que quizá, cuando las retire, ella habrá desaparecido, dentro del supermercado o fuera del planeta. Francamente, no sé qué sería mejor.
Pero no pasa de largo, ni tampoco se esfuma. Se sienta en el otro extremo de la mesa. La oigo crujir, maldigo en voz baja y pongo las manos sobre la mesa. Me atrevo a mirarla y me siento algo envalentonado. No sonríe con desprecio ni retrocede cuando me devuelve la mirada.
—Eh —dice, pareciendo casi tan nerviosa como lo estoy yo.
—Eh, tú —respondo, felicitándome al ver que me sale una voz normal—. Parece que trabajas esta noche.
«Eso ha sonado muy inteligente».
Asiente con la cabeza.
—Sí, hoy cierro yo. ¿No lo has visto en el horario?
Niego con la cabeza.
—Supongo que no.
Anna juguetea con una de sus uñas.
—Bueno, ¿cómo va?
—Ah, ya sabes… —empiezo a decir.
Y acabo mentalmente: «Ah, ya sabes, lo de siempre. Me he acostado en la cama de Otter dos o tres veces. ¡Oh, no te preocupes! En realidad no hemos hecho nada. Salvo contarnos historias de ti. Y de mí. Y de él. ¿Sabías que me ha estado queriendo mucho tiempo? En realidad se fue porque me necesitaba tanto que le causaba dolor, y creía que estaba proyectando. ¿Te acuerdas de cuando te lo decía a ti? ¿Qué estás proyectando? Pues bien, él también lo creía. Pero en su caso era tan terrible que lo utilizó como excusa para tomar las de Villadiego, pero luego regresó, y todavía no acabo de entender por qué. Ah, y es posible que nos lo hayamos montado. Y es posible que me haya gustado. Y eso después de que tú y yo rompiéramos hace… ¿cuánto? ¿Dos días? ¿Tres? ¿Después de haber estado juntos desde segundo curso? En fin, ya sabes, lo de siempre».
—Ya sabes —repito—, lo de siempre.
Anna asiente de nuevo.
—¿Eso es bueno o malo?
Me encojo de hombros.
—Ninguna de las dos cosas, supongo —contesto sinceramente—. Es… lo que hay.
—¿Cómo está Ty? —pregunta.
Tiro cuidadosamente de un desconchón en la pintura de la mesa.
—Está bien. Pasará esta noche en casa de un amigo.
Sus ojos se dilatan ligeramente.
—¿Un amigo de la escuela? Caray, Bear. ¿Cómo le has convencido de que haga eso?
Suelto un bufido.
—No le he convencido de nada. Me lo ha pedido él.
De repente una sombra de preocupación se extiende sobre su rostro. Me conoce demasiado bien, y maldigo otra vez.
—¿Cómo lo llevas? —me pregunta en voz baja.
—¿Yo? Oh, estoy bien —digo, tratando de sonreír. Me sale como una especie de mueca—. Sabía que iba a ocurrir tarde o temprano, ¿no?
Ladea un poco la cabeza.
—Seguro que sí —dice despacio—. Pero me pregunto por qué ha decidido hacerlo ahora.
Casi le digo estúpidamente que se debe a que el Chico cree que me siento seguro y feliz ahora que Otter está en casa. Que empiezo a constatar que la única razón por la que empieza a comportarse como el Chico que es reside en que tiene a alguien que le prometió que cuidaría de mí. No creo que fuera muy bien recibido, así que me limito a decirle que no lo sé.
Pregunta por Creed, y yo pregunto por su mamá. A ambos les va bien. Me dice que ha recibido sus notas de la facultad, y que son buenas. Yo le explico que he introducido comida en la bolsa del Chico para que no pase hambre esta noche. Me cuenta que anoche asistió a una hoguera en la playa con unos amigos suyos. Le digo que debió de ser divertido. Confirma que lo fue. Ninguno de los dos dice nada acerca de Otter ni nada sobre ella y yo, y cuando creo que ya no puedo sentirme más incómodo, Anna mira su reloj y anuncia que debe entrar a fichar o llegará tarde. Le digo que entraré en un minuto. Se levanta y parece querer añadir algo más. La miro con expectación y sé que contestaré a lo que ella diga, pero cambia de opinión, sacude el pelo y entra. No mira hacia atrás.
Cuatro horas más tarde estoy sentado en el despacho principal, intentando rellenar unos papeles para los proveedores de verduras. Esta noche hay poca actividad, y ya he mandado una cajera a casa. Había dicho a Anna que podía irse también si quería, pero me ha respondido que necesitaba hacer horas. Ha aparecido el gerente nocturno, y he aprovechado la ocasión para encerrarme en el despacho y fingir que estaba ocupado. Me he dicho que era porque estaba ocupado, que no pretendía esconderme de nadie, pero una parte de mí mismo me tenía por un farsante. Estoy guardando unos papeles en un archivador cuando oigo una risita relajada a mi espalda.
Me vuelvo y veo a Otter apoyado en la puerta, como suele hacer. Lleva puestos unos vaqueros, botas negras y una camiseta negra ceñida debajo de una chaqueta de cuero que apenas puede disimular el hecho de que es fornido bajo todo ese atuendo innecesario. Le miro con admiración y pienso que los tíos heterosexuales saben apreciar cuándo otro tío es atractivo, así que no puedo ser tan gay, pero la mayoría no concluye sus pensamientos queriendo ver lo fornido que es un cuerpo sin toda esa ropa.
—¿Qué es tan gracioso? —digo cuando vuelve a reírse entre dientes.
Sonríe.
—Estás muy sexy con un delantal.
Me precipito, siseando. Paso por su lado y miro por encima de sus anchas espaldas, cerciorándome de que no lo ha oído nadie.
—No digas esas cosas —le recrimino, frunciendo el ceño—. ¡Estamos en mi trabajo!
¡Por lo menos yo me había reservado mis pensamientos obscenos!
Arquea una ceja.
—¿Por qué no? Puedes decirles que soy el hermano mayor gay de tu mejor amigo que ha vuelto a la ciudad.
Se levanta el cuello de la chaqueta, saca un peine imaginario del bolsillo de atrás y empieza a pasárselo por la cabeza. Le miro irritado un momento más antes de resoplar con disgusto.
—¿Qué haces aquí? —gruño mientras él cruza los brazos sobre el pecho.
Parece sorprendido.
—Te he dicho que vendría cuando salieras. Te he dicho que cogería algo para ce…
—¿Otter? —dice una voz a su espalda.
Dios me odia.
Él se vuelve y ve a Anna de pie junto a la puerta. No puedo ver su reacción, pero no vacila en avanzar para abrazarla. Ella sonríe, pero no antes de mirarme por encima del hombro de Otter. Esa mirada dice muchas cosas, pero no sé leerlas. Me pregunto, no por primera vez, qué sabe Anna, o cuando menos qué cree que sabe. Procuro no estremecerme al pensarlo.
—¿Cómo estás? —pregunta a Anna.
Gimo para mis adentros. «¿Cómo crees que está? —quiero gritarle—. ¡Hemos roto hace cosa de tres días por ti! ¡Piensa por un jodido segundo!».
Anna me sorprende cuando dice:
—Estoy bien. —Parece sincera. Me lanza otra mirada furtiva y yo aparto la vista hacia la pared, que de repente se ha vuelto muy interesante—. ¿Qué haces aquí? —pregunta a Otter.
Él se encoge de hombros.
—He pensado en pasarme. Estaba por aquí cerca y quería coger algo de comida. Creo que ya me he comido todo lo que había en casa.
Ella se echa a reír y yo me erizo.
—Eso es bueno —le dice—. Estoy contenta de volver a verte, Otter. Me alegro que hayas decidido quedarte algún tiempo esta vez. ¿Has pensado en cuánto estarás aquí?
Otter niega con la cabeza.
—En realidad no había pensado en eso. —Me mira por encima del hombro. Es una mirada rápida, no dura más de un segundo. Como una especie de guiño—. Supongo que me quedaré todo el tiempo que me quieran.
Anna le mira con los ojos ligeramente entrecerrados.
—Siempre te queremos aquí, Otter. ¿No es cierto, Bear?
Mascullo algo en ese sentido.
—Olvídalo —le dice a Otter—. Se ha pasado toda la noche encerrado en este despacho, tratando de evitarme.
—No te estoy evitando —le espeto—. Tenía trabajo urgente que hacer.
Ella me sonríe con dulzura.
—Claro que sí.
Otter nos mira a los dos y arquea una ceja. Trato de contenerme para no aporrearlos a ambos.
—¿Tienes planes para esta noche? —pregunta Anna a Otter—. Podríamos ir a tomar café o algo cuando salga del trabajo. Ya sabes, para ponernos al corriente.
—¿Otro día? —le pregunta él—. Tengo… cosas que hacer. Pero nos veremos pronto, ¿vale?
Anna sonríe de nuevo y asiente con la cabeza.
—Claro. —Vuelve a mirarme—. Bear, ¿no te marchas? ¿Por qué no acompañas a Otter mientras hace la compra?
Tengo una mano sobre la grapadora, y me dispongo a lanzársela a uno de ellos (no me importa a quién) cuando Anna le da otro abrazo a Otter antes de volverse y alejarse. Otter la sigue con la mirada un momento y después se vuelve hacia mí.
—Bear, deja esa grapadora antes de que te hagas daño —dice, observando mi brazo levantado.
—Anna parece… estar bien —comenta Otter mientras subimos los comestibles por la escalera.
Manejo torpemente las llaves mientras intento abrir la puerta.
—Supongo —murmuro.
Encuentro la llave correcta, abro la puerta y enciendo la luz de la salita. Él entra, deja las bolsas sobre la mesa, se vuelve hacia mí, me coge las bolsas de las manos y las deja junto a las suyas. Entonces me atrae entre sus brazos, y procuro no protestar demasiado. Pongo la cabeza sobre su hombro y me encorvo contra él. Me planta una mano en la parte inferior de la espalda y me rodea los hombros con el otro brazo. Me siento seguro cuando estoy con él así, pero eso es algo que no quiero decirle porque apenas puedo decírmelo a mí mismo. Es una sensación extraña poder estar tan en conflicto con algo, pero esa discordia parece esfumarse tan pronto como me recuesto cómodamente sobre él. Solo llevamos unos días haciendo lo que estamos haciendo, pero no importa. Me siento seguro.
Retrocede un poco.
—¿Cómo estás? —me pregunta.
—¿Sinceramente? —pregunto, y él asiente—. Ha sido un día muy extraño.
—¿Es la primera vez que has visto a Anna desde que rompisteis?
Asiento con la cabeza y me aparto. Me siento a la mesa con cansancio.
—Creo que lo sabe —digo en voz baja.
—¿Qué sabe? —pregunta mientras empieza a llevarse los comestibles.
Vacilo. No había querido decir eso en voz alta. No había querido sacar ese tema, pero este pensamiento me ha estado dando vueltas por la cabeza desde que la he visto. Me había encerrado en el despacho para evitarla, pero no porque creyera que pudiera averiguar nada de mi rostro. Lo he hecho porque sé que Anna puede calarme casi mejor que nadie. Me he escondido de ella para no tener que mirarla mientras me miraba a su vez.
Suspiro.
—Sabe… esto —digo, extendiendo los brazos—. Sabe lo… nuestro.
Otter se detiene, luego saca una lata, la deja sobre la encimera y se vuelve hacia mí con los brazos cruzados.
—¿Por qué lo crees, Bear? —inquiere, con una cara amable y pensativa.
Me encojo de hombros.
—Por ciertas cosas que ha dicho —murmuro.
—¿Tan malo sería que lo hiciera? ¿Que supiera «esto»?
Descargo un puño sobre la mesa, lo que sorprende tanto a Otter como a mí.
—¿Qué es esto? —le pregunto con vehemencia—. ¿Qué estamos haciendo, Otter?
—No lo sé, Bear —contesta sinceramente—. No dejo de preguntarme lo mismo.
Tuerzo el gesto al oír estas palabras.
—¿De veras? ¿Crees…, crees que es algo malo?
Se ríe entre dientes, se agacha y se arrodilla frente a mí. Pone sus manos sobre las mías en mi regazo.
—Eh —dice.
—Eh, tú —respondo incapaz de apartar la mirada, esperando que conteste.
—No creo que sea nada malo —dice muy serio—. Te dije que aceptaría lo que quisieras darme, siempre y cuando, al final de todo esto, siga siendo tu amigo. Eso será siempre una prioridad, y espero que lo entiendas.
—Lo entiendo —le digo—. Pero ¿podrías conformarte con que fuéramos solo amigos? Ya sabes, después de…
Piensa un momento antes de decir:
—Bear, lo creo de veras, sí. Ya te lo he dicho, y pase lo que pase siempre seré sincero contigo.
Esbozo una sonrisa.
—¿Aunque sea malo?
Se ríe.
—Aunque sea malo. Siempre deberías oír la verdad de mí.
—¿Puedo decirte una verdad? —pregunto, respirando hondo. Asiente con la cabeza—. Tengo miedo, Otter. De todo… esto. ¿Y si no sé quién soy? —Aparto la mirada—. No quiero hacerte daño.
—¿Crees que podrías?
—No quiero hacerlo —susurro, sujetándole las manos—. Acabo de recuperarte, y no quiero hacer nada que te predisponga a alejarte. Pero ayer por la noche y hoy he probado una cosa, y me preocupa.
—¿De qué se trata, Bear?
Se lo cuento. Le explico que anoche, después de asegurarme de que el Chico estaba dormido, encendí el ordenador y me conecté a internet. Le cuento que traté de mirar… tíos y eso. Empecé por gente famosa. Luego entré en páginas de citas y miré fotos de hombres. A continuación pasé a imágenes pornográficas. De tíos haciéndose cosas que jamás se me habían pasado por la cabeza. Finalmente reuní el valor suficiente para clicar en un vídeo y, tras cerciorarme de que el volumen estaba bajo, me puse a verlo entero. Nada. No me excité en ningún momento.
Y hoy, en el trabajo, mientras hacía mi turno y entre mi inquietud por Anna y el Chico, había mirado algunos de los tipos que entraban en el supermercado. Los había bajos y altos, gordos y flacos, más viejos y más jóvenes, musculados y sin músculos. Y ni uno solo de ellos me había llamado la atención. No fue hasta que Otter apareció con el atuendo que llevaba que sentí cierto interés.
Mientras le cuento esto, su expresión permanece inmutable, y deseo abrazarle por eso. Podría reírse, bufar o mostrarse disgustado conmigo, pero no hace nada de eso. No se mueve hasta que he terminado, y aun entonces me mira a los ojos pensativamente, y vuelvo a experimentar ese anhelo, y me pregunto si estoy estropeado, si soy anormal o qué. Estoy a punto de decirlo para improvisar un chiste cuando él se levanta y aprieta sus labios contra los míos. Al principio me siento estupefacto, pero cierro los ojos, subo las manos, tomo su cabeza entre ellas y le paso los dedos por el pelo. Suspiro dentro de su boca cuando se abre, y me explora con su lengua. Noto sus manazas frotándome las piernas suavemente, y entonces se separa de mis labios y besa la línea de mi mandíbula hasta llegar a mi cuello, que mordisquea con delicadeza. Mi espalda se arquea lánguidamente al sentir esa sensación, y estoy a punto de devolverle el favor cuando él se aparta.
—¿Has sentido algo ahora? —pregunta.
Asiento, con los ojos como platos.
—¿Y qué significa eso? —dice mientras me aparta un cabello de la cara.
Vacilo antes de contestar en voz baja:
—No lo sé.
Se sienta en el suelo, cruza sus largas piernas delante de él y se mira las manos, absorto en sus cavilaciones. Me empapo de él mientras puedo. Su pelo rubio está creciendo y le cae sobre la cara. Se lo echa hacia atrás con una de sus manazas. Inspira hondo, y veo cómo su pecho se hincha despacio debajo de la camiseta. El modo en que está doblado ahora mismo le hace parecer menudo, pero sé que es solo una ilusión. Tiene la nariz algo torcida, como su sonrisa, pero eso no empaña su imagen. De hecho, hace que resulte aún más atractivo. Una incipiente barba rubia le recorre las mejillas. No puedo verle los ojos, pero sé cómo son: oro en verde. Estira un brazo y se rasca el cogote, y me percato de lo fuertes que son sus brazos, incluso debajo de la chaqueta. Trato de recordar su tacto cuando me rodean. Trato de imaginármelos contra mi piel desnuda. Su mano frotándome suavemente el pecho. Se detendría en mi corazón, solo para sentir cómo late, pero luego seguiría adelante, con un dedo pasando con suavidad (pero no demasiada) por mis tetillas. Percibiría su calor contra mí, y el verde-oro brillaría, y su boca caería sobre la mía, y habría estrellas…
Con un grito entrecortado, me levanto de la silla y caigo sobre él. Más aprisa que nunca (es como si me hubiera esperado siempre), sus brazos suben y se doblan a mi alrededor. Oprimo los labios contra los suyos, y tengo los ojos abiertos, y los suyos están abiertos, y nos miramos, y él se endereza y me atrae más contra sí, y mis manos están aquí, allá, en todas partes, y como no quiero parar me mezo y me estrujo contra él. Jadea un poco y contraataca con renovada energía. Puedo sentirle debajo de mí y de repente estalla en mi interior un dolor, una comezón que exige rascarse. Es casi suficiente para echar a un lado todas mis inhibiciones. Casi. Respirando con dificultad, me siento, con sus brazos descansando en torno a mi cintura, sus garras sobre mi culo. Me mira con los ojos entrecerrados, y no puedo evitar reír a través de mi pánico. Sacude la cabeza para quitarse la confusión de encima y suelta una risita.
—¿A qué venía eso? —pregunta.
Me sonríe agradecido.
Me encojo de hombros, tratando de no hacer caso de lo excitado que estoy.
—Es curioso, Otter. Es evidente que siento algo por ti, pero ¿por qué será que nadie más me provoca lo mismo?
Me estira hacia delante y me besa la nariz. Hace cosquillas y quema al mismo tiempo.
—No lo sé, Bear. Quizá no debería intentar discernir por qué no sientes algo por otros tipos. Significa que te tendré para mí solo.
Gimo y le doy un puñetazo en el brazo.
—Eso no ayuda para nada.
Le miro, y me corresponde con su sonrisa torcida. Sus ojos me demuestran lo que siente por mí y quiero encogerme de miedo, pero me esfuerzo y consigo apartar esa sensación. ¿Cómo puede ser que me haga esto? No es humanamente posible que yo sea… así solo para una persona, ¿verdad? No es así como funciona la biología. Pero, por otra parte, no he sentido nunca esta necesidad con nadie. «Ni siquiera era tan intensa con Anna», pienso sombríamente. Es como si Otter hubiera encendido un fuego debajo de mí y después me hubiera dejado al sol. Una vez más pienso en lo que Anna me pidió al término de nuestra pelea y me pregunto si es eso lo que vio. Me ha visto con Otter bastantes veces, pero ¿fue algo que hice? Es evidente que nunca antes había actuado así con él. ¿Cómo podía percatarse Anna? ¿Y por qué no puede hacerlo nadie más?
—Bear —dice Otter, rescatándome de mi ensimismamiento—. Ya vuelves a pensar demasiado. Deja de intentar analizarlo todo continuamente.
Pongo los ojos en blanco.
—Solo pensaba en algo que dijo Anna —respondo casi sin darme cuenta.
Parece que soy incapaz de impedir que mis pensamientos me salgan de la boca por nada del mundo.
—¿Qué dijo?
Me separo de él, me dirijo a la encimera y procedo a desempaquetar el resto de los comestibles. Trato de ganar tiempo, intento inventarme algo en mi cabeza que parezca remotamente plausible, pero sería mentira, y no puedo mentirle por más que me esfuerce. Puedo omitir la verdad, pero sería incapaz de mirarle y ser deshonesto. Daría la impresión de que me tiene dominado, y me sonrojo en silencio.
Otter se me acerca por la espalda, me quita la comida de la mano y la deja. Me agarro al borde de la encimera y trato de no tambalearme cuando me sobreviene una oleada de vértigo. Sé que, si me lo pregunta, le confesaré lo que ella dijo. Una parte de mí quiere hacerlo. La otra parte, no. Decir cosas para que las oigan los demás no me ha llevado nunca a ningún sitio.
—¿Qué dijo, Bear? —insiste.
«Mierda», pienso. Tengo los nudillos blancos cuando respondo:
—Pues… preguntó si habías flirteado conmigo.
—¿Cuándo fue eso? ¿La última vez que os peleasteis?
No hay recriminación en su voz como me esperaba. Creo que ahora sabe que no se lo conté todo.
Arriesgo una mirada, y veo que su cara es amable. Esto me anima un poco.
—Sí. Me preguntó eso y… algo más.
—¿Qué más?
—Preguntó si…
Las palabras se atascan en mi garganta y no sé si puedo seguir hablando. No quiero dejarle helado ni nada de eso. Dos tíos no deberían mantener jamás una conversación así. No debería haber llegado nunca a esto.
«Entonces ¿por qué cuesta tanto, Bear? —susurra la maldita voz—. Si no debería ser así, ¿por qué tienes tanto miedo? ¿Crees que él sentirá asco? ¿Qué saldrá por la puerta otra vez y no volverá? ¿Qué habrás pasado por todo esto para nada? Quizá lo haga; o quizá no. Pero si no preguntas nunca, si no dices nunca lo que hay en tu corazón, entonces más vale que te rindas ahora. Nunca dejarás de ser nadie».
Intento hacer caso, pero no puedo evitarlo.
—Da igual —digo enérgicamente—. No tiene importancia.
Paso por su lado para ir a ninguna parte más que allí donde estoy, pero me sujeta por el brazo y me detiene en seco. Le maldigo en silencio y procuro no resistirme.
—A estas alturas ya deberías saber que esto no va conmigo —dice con severidad—. Sea lo que sea, podrías decírmelo. Hará que todo esto resulte mucho más fácil.
Suspiro, molesto.
—Otter, ¡no puedes hacerte una idea de lo difícil que es para mí! Tú crees que por el mero hecho de que me he comportado así contigo me resulta fácil de hacer. —Parpadeo furiosamente cuando las lágrimas amenazan con brotar—. Tú no sabes lo que es —prosigo con aspereza— poner en duda todo cuanto he hecho. ¡Esto no tiene sentido para mí! ¿Por qué solo te quiero a ti? Si en teoría soy… eso, ¿entonces por qué no me llama la atención nada más? ¿En qué diablos me convierte eso?
—Ojalá pudiera decírtelo —responde bruscamente—. Ojalá tuviera una explicación para ti que nos dejara satisfechos a los dos. Solo me quieres así, estupendo. Debería hacerme sentir en la cima de este jodido mundo. —Respira entrecortadamente—. Pero no es así. Me hace preguntarme si tenía razón al pensar que te influencié de algún modo. Que yo te he hecho así.
Pongo los ojos en blanco.
—Creo que eso es una solemne tontería.
Suelta una risa temblorosa.
—Ya lo sé —admite—. Pero ¿cuál es la alternativa? Tú no puedes ser… gay para una persona, Bear. No funciona así.
—Yo no soy gay —me apresuro a decir, y acto seguido me siento como un imbécil.
—Nunca he dicho que lo fueras —me tranquiliza Otter—. Tú eres tú. No podría pedir más, ni esperaría menos. Además —añade, riendo entre dientes—, detesto las etiquetas. Tú no necesitas que te etiqueten de ninguna manera.
Pienso mucho, pero solo un momento.
—Si te cuento lo que dijo, ¿podré preguntarte algo?
Asiente con la cabeza.
—Lo que quieras. Ya lo sabes.
Me vuelvo hacia él, no precisamente porque quiera hacerlo, sino por miedo a no ver su cara cuando hable a continuación. Tengo que saber qué piensa.
—Anna me preguntó si habías flirteado conmigo —declaro—. Le dije que no porque en realidad no creía que lo hubieras hecho nunca. Pero entonces me preguntó otra cosa, y es por eso que creo que lo sabe. Por eso te llamó después de pelearnos, porque vio algo en mis ojos o me oyó decir algo que parecía falso.
—Muy bien —dice, sin soltarme el brazo.
—Me preguntó si… —«¡DILO, GILIPOLLAS!»—. Me preguntó si estabas enamorado de mí.
Me sale de golpe, y me siento bien al decírselo a alguien, al sacármelo del pecho. Solo han pasado unos días y había intentado no darle demasiadas vueltas, pero debía de pasar más tiempo allí del que creía porque enseguida noto que se me quita un peso de encima.
—No sabía qué hacer, así que me acojoné y le grité. Me dijo que mentía. —Ahora me cuesta trabajo respirar, pero no quiero parar, no puedo—. Entonces me preguntó si estaba enamorado de ti, y me sentí presa del pánico, Otter. Me dejé llevar por el pánico. Contesté que no enseguida, y no sé qué significa porque me sentí culpable en el acto, y quise retirarlo porque parecía algo definitivo.
Quiero mirarle, pero no puedo. Todavía no.
—Aún estaba furioso contigo por haberte ido y haber vuelto. Estaba enfadado porque parecía que, aunque habías vuelto, todavía nos peleábamos, y guardaba dentro todo ese odio. No sabía cuánto tiempo te quedarías. No sabía si me despertaría y habrías vuelto a marcharte. No sabía por qué no pudiste contestarme cuando te pregunté por lo que había dicho Anna, que creías haber perdido la única posibilidad de ser feliz. Pensaba que era yo. Pensaba que había hecho algo malo para ahuyentarte de ese modo. Pero ni siquiera entonces pude mantenerme al margen. ¡No me he sentido tan confuso ni tan en conflicto con nada en toda mi vida!
»No dejo de preguntarme qué habría ocurrido si no hubieras vuelto nunca. ¿Y si Otter hubiera decidido no regresar nunca más? Y eso me asusta, porque sé que aún estaría allí donde estaba. No sé si eso es bueno o malo. No estaba tan mal donde me encontraba antes. Quería a Anna. Quiero a Anna. Pero ya no es como antes, aunque han pasado muy pocos días, y eso me afecta. Ella ha estado a mi lado más tiempo que tú, pero aquí estoy, manteniendo esta conversación contigo y no con ella. Estoy triste porque tengo que mentirle. Sé que le importo, pero no sé si podría llegar a entender esto. ¿Cómo podría hacerlo cuando yo mismo soy incapaz?
Oigo gruñir a Otter, y sé que está a punto de intervenir, de interrumpirme y consolarme como hace siempre. Sacudo la cabeza una vez a modo de advertencia, sabiendo que si no acabo ahora, no lo haré nunca. Él suspira, pero no habla.
—Tengo que mentir a Creed. No puedo decirle que me he pasado los últimos tres días embelesado con su hermano. No soporto verle mirarme así. Se sentirá dolido porque creerá que no he podido recurrir a él con esto, y tendrá razón. Se sentirá defraudado. Pensará que no he podido confiar nunca en él. Y luego está la parte que te concierne a ti. Tú eres su hermano, y yo soy su mejor amigo. No puedo hacer nada que le haga daño.
Ahora las palabras me salen más deprisa.
—Y luego está el Chico. ¿Te dije que me preguntó si eras gay? Eso es lo que de alguna manera inició toda la riña entre Anna y yo. Le dijimos la verdad, pero ¿cómo puedo decirle eso acerca de mí? Ni siquiera sé qué soy. ¿Cómo puedo esperar criarle como es debido si ni siquiera me entiendo a mí mismo?
»Y tú. Oh, Dios, todo se reduce a ti. Tú me das más miedo que ninguno de los demás. Me da miedo que ahora me escuches y pienses mal de mí. Me asusta que no sea nunca capaz de darte lo que quieres, que te hayas construido una imagen mental de mí de la que no pueda estar nunca a la altura. Me da miedo que lo entiendas y te marches, y que vuelva a quedarme solo.
Respiro hondo.
—Pero lo que más me asusta de todo es que Anna pueda estar en lo cierto. Me dijiste que te parecía que la lucha por mí era todo lo que has conocido nunca. Pienso mucho en eso y en alguna parte dentro de mí, en algún lugar secreto que solo puedo vislumbrar de vez en cuando, sé que tienes razón. Lo sé porque yo he estado luchando para que volvieras a casa. He gritado, he ansiado y he rezado para que volvieras a casa, y ha llevado mucho tiempo, pero ahora es como si no te hubieras ido nunca, y me cuesta trabajo hacer encajar eso dentro de mi cabeza.
«Díselo —susurra la voz—. Ya has llegado hasta aquí. ¿Qué tienes que perder?».
«Todo», pienso.
—No se lo he dicho nunca a nadie, pero cada vez que me he sentido triste, solo, enfadado o disgustado, rezaba a Dios para que te hiciera volver. Le prometía que haría lo que Él quisiera con tal de que franquearas mi puerta. Tú eras lo único que me hacía sentirme seguro cuando los terremotos amenazaban con tragarme. Necesitaba que regresaras porque cuando no estás aquí no tengo casa. Por eso me enfurecí tanto con Anna, me asustó tanto lo que había dicho. Se había acercado más a la verdad de lo que yo había hecho nunca, y no sabía qué otra cosa hacer.
»No puedo prometerte gran cosa, Otter. Quiero hacerlo, pero no puedo. Puedo prometer que aceptaré esto día a día. Puedo prometer que intentaré contártelo todo. Puedo prometer que trataré de hacerte sentir lo que tú me haces sentir a mí. Quiero que estés seguro y protegido, y quiero ser yo quien lo haga porque a veces, oh, Dios, a veces, la lucha por ti es todo lo que he conocido nunca. Y estoy muy cansado de luchar. Estoy cansado, Otter, pero si tú estás aquí conmigo sé que todo podría ir bien. Sé que puedo dar otro paso.
Me detengo, agotado, exculpado, aterrorizado.
Me arriesgo a mirar a Otter. No veo horror ni compasión como temía. No. Lo que veo es un orgullo apasionado, una mirada desorbitada que me deja sin aliento. Se mueve deprisa y me coge en brazos, y antes de que pueda protestar me lleva por el pasillo hacia mi habitación. Tengo tiempo de pensar en lo extraño que resulta que encaje tan bien donde estoy. Me deja con delicadeza sobre la cama, retrocede, se quita la chaqueta, la echa al suelo y salta sobre mí. Su boca me asfixia, abro los ojos y lo único que puedo ver es él y yo, y somos lo único que queda en el mundo. Su avidez se desborda y me aprieto contra él, le abro la boca con mi lengua y gimo un poco. Estoy harto de esperar y preguntarme, así que cojo el dobladillo inferior de su camiseta y se la saco por encima de la cabeza. Se esfuerza por quitársela y ambos oímos que se rasga, pero no paramos, nos trae sin cuidado, seguimos adelante. Mi camiseta ya no está, ha desaparecido como por arte de magia. Se tiende sobre mí y asalta mi boca otra vez, y huelo a quemado porque los cables vuelven a cortocircuitarse dentro de mi cerebro. Noto su piel tibia contra la mía, luego está caliente y finalmente arde. Jadeo cuando baja la cabeza desde mi boca, me pasa la lengua por el pecho y la agita maliciosamente contra mis tetillas. Echo la cabeza hacia atrás y me agarro a los bordes de la manta.
Entonces hace otro truco, y de repente mis pantalones ya no están y la ropa que había debajo ha desaparecido. Manejo torpemente la hebilla de su cinturón y oigo que alguien susurra: «Te necesito, te necesito», y no sé cuál de los dos es, pero no importa. Sus pantalones bajan y su polla sale disparada como un resorte, y antes de que pueda hacer nada extiende todo su cuerpo contra el mío. Pienso que el frotamiento bastará para volverme loco. Hay muchas cosas que quiero hacer, pero no sé cómo. Extiendo los brazos hacia él, pero me los coge, los inmoviliza sobre mi cabeza y dice: «No, Bear, no. Ahora es para ti. Solo para ti», y asiento, y su boca desciende otra vez, más abajo del pecho, y le pongo las manos en el pelo cuando me besa el estómago, el costado, el hueso de la cadera.
Entonces mi polla está dentro de su boca, y ¿es eso lo que se siente? Oh, Dios, ¿cómo no podía saber que sería algo así? Balbuceo ternezas incoherentes y me adentro más en su garganta. Pongo los ojos en blanco y cuento las estrellas que pasan a toda velocidad, y hay una, y hay dos, y luego hay un cielo entero repleto de estrellas y muy reluciente. Arqueo la espalda de nuevo y digo: «Otter, oh, mi Otter», y entonces él se levanta y vuelve a besarme dulce, maravillosa, dolorosamente. Noto su respiración alterada en mi boca, y la mía es igual, pero no pasa nada porque solo estamos él y yo, Bear y Otter, y en ese momento me trae sin cuidado lo que piense nadie, lo que sepa nadie. No me importa qué ha ocurrido en el pasado ni qué puede suceder en el futuro. Lo único que me importa es sentir su corazón latiendo contra el mío, y pienso en lo curioso que resulta que los dos latan acompasadamente hasta el punto de parecer que somos una misma persona, una misma mente y un mismo todo.
Pero quiero ir más lejos, quiero entrar en él y quedarme allí para siempre, y así lo digo, o cuando menos lo insinúo tanto como mi mente lo permite. Asiente con la cabeza; el sudor le gotea de la frente sobre mi pecho. Lo lame y después me levanta sobre él, se tiende boca arriba y dice algo acerca de su bolsillo, está en su bolsillo. Bajo una mano y encuentro un tubo de algo («¿cuándo ha conseguido esto?»), algo que no conozco porque mi mente está frita y es incapaz de formar ningún tipo de comprensión. Me produce una sensación fría cuando Otter me lo aplica, lo noto viscoso y efervescente, y mi piel está viva y ruidosa, y él está vivo debajo de mí. Le pongo las manos a ambos lados de la cabeza mientras se recoge sus grandes piernas hacia el pecho. Noto que me sujeta y me guía al mismo tiempo que me sonríe, con la misma sonrisa torcida de siempre, y sé que este es Otter. Este es Otter, y está en casa. Se inclina y me besa con delicadeza, encuentro su lengua, y entonces, de repente, una estrechez me envuelve la polla, y es una sensación caliente, extraña y maravillosa. Presiono despacio porque no quiero hacerle daño, pero él me gruñe, suelta un gruñido grave y hambriento, y empujo hasta que mis caderas topan contra él. Gime, y pongo mi frente contra la suya porque la lucha por él es todo cuanto he conocido, tanto si lo he sabido siempre como si no. Entonces empuja a su vez, y me mezo contra él y él se mece contra mí, y cierro los ojos con fuerza. Y mientras pronuncia mi nombre una y otra vez en mi oído, lo único que veo son nuevamente las estrellas, y todas y cada una de ellas son doradas, y todas y cada una son verdes, porque todas y cada una son del color de sus ojos.
Algún tiempo después (está bien, no mentiré. No es tanto tiempo después; no he durado mucho) estoy tendido sobre él, con la cabeza recostada sobre mis manos cerca de su pecho. Se ha arrimado a la pared que está detrás de mi cama, con su mano otra vez en mi pelo. Me esfuerzo por no pensar en lo que acabo de hacer, en qué me convierte eso, y en su mayor parte lo consigo. Ayuda a ello el hecho de que él me mira, con los ojos llenos de asombro. No puedo evitar sonreír como un idiota, me arde la cara y la hundo contra él, y se ríe bajito. Empieza a hacer frío en la habitación, pero Otter irradia contra mí y suspiro, aparentemente satisfecho por primera vez en mucho tiempo.
—Bueno… ha estado bien —dice, divertido.
—¿Sí? —pregunto, pareciendo un niño esperando un elogio.
—Sí —responde.
Sonrío contra él. Hay un ruido blanco dentro de mi cabeza del que tendré que ocuparme tarde o temprano, pero por ahora guarda silencio. Por ahora, me permite saborear este momento.
—¿Y qué significa eso? —le pregunto.
Y entonces le lamo, con un movimiento rápido de mi lengua.
Se ríe de nuevo, con un sonido estruendoso que noto salir de él.
—Bear —dice con voz pueril—, significa lo que tú quieras que signifique. Podemos instaurar nuestras normas ahora. No tiene que ser nada que ya exista. Somos lo que queramos ser.
Pienso por un momento. «¿Lo que yo quiera que seamos? Ni siquiera sé qué quiero ser yo». El ruido en mi cabeza se intensifica un poco.
—¿Qué quieres tú que seamos? —le pregunto, tratando de hacer caso omiso de la repentina inquietud que siento.
—Quiero que seamos felices —contesta en voz baja—. Y para conseguirlo, tienes que ser feliz. Con esto. Conmigo. —Sonríe satisfecho—. No puedo obligarte a hacerlo, por más que me gustaría. Puedo oír los mecanismos girando dentro de tu cabeza desde aquí.
Le abofeteo amistosamente, tratando de quitarle importancia, pero me da en qué pensar. «Ahora hay dos personas que pueden leerme como si fuera un libro abierto», cavilo.
—No lo sé —le digo con cara seria—. Es posible que tengamos que hacer esto un poquito más hasta que me sienta feliz del todo.
Otter pone los ojos en blanco y me levanta hacia su pecho, y yo disfruto alelado del corto trayecto cargado de frotamiento por su cuerpo. Me besa suavemente y luego me recuesta sobre su hombro, un sitio en el que ya estoy empezando a pensar en quedarme. Es mío.
—Lo haremos hasta que estés satisfecho al cien por cien —me susurra al oído, lo que me provoca escalofríos por todo el cuerpo como hielo fluyendo en mi interior.
Otter canturrea alegremente cuando nota que me estremezco.
Guardamos silencio un rato, solo él y yo, cada uno absorto en sus pensamientos. El ruido en el fondo de mi mente parece haber dejado de aumentar, y lo toco con cautela, probando la temperatura del agua. No se riza tanto como creía, pero aun así no me sumerjo en ella. No lo necesito. Como el océano, hace olas, y la marea aún está baja, pero me lame peligrosamente los pies. Cierro los ojos y lo miro con irritación, deseando que lo que se extendiera ante mí fuera un desierto. Me imagino un viento soplando suavemente a través de mi pelo, pero con él llegan voces inconexas, diciendo cosas como «¿qué estás haciendo?» y «¿es esto lo que eres en realidad?» y «oh, Dios, Bear, oh, Dios mío». Trato de hacer caso omiso de ellas y me concentro en el calor que siento debajo de mí, pero el viento ha traído semillas y, si bien todavía no han germinado, han empezado a echar raíces. Les hago una mueca amarga, enfadado conmigo mismo por dudar de esto, por dudar de él. «¡Él es lo único que tengo! —grito al mar—. ¡Que no se te ocurra quitármelo!». Empiezo a sentirme mejor cuando el océano baja, pero entonces una voz dice: «No seremos nosotros los que te ahuyentaremos, Bear. Muy pronto querrás venir a bañarte, pero no seremos nosotros los que te obligaremos».
—Eh —dice Otter, rescatándome de mi locura. Levanto los ojos hacia él, tratando de enmascarar mi rostro para que no vea ninguno de mis pensamientos. Me besa en la frente y anuncia—: Ahora tienes que preguntarme algo.
—¿Qué? —exclamo, sin saber de qué habla.
—Has dicho que si me contabas lo que dijo Anna, yo tenía que decirte algo. ¿Qué quieres saber?
«Ah. Eso», pienso. Vuelvo a refugiarme en el recodo de su cuello e inhalo brevemente. Huele a Otter, y es lo mejor que he conocido nunca. Le noto reírse entre dientes cuando mi aliento le hace cosquillas al exhalar. «Adelante —dice el océano—. Adelante, pregúntaselo. Tal vez él te salve de ahogarte».
Pienso que no haré caso, que le diré que ya le preguntaré algo más tarde. Pero, por supuesto, cuando abro la boca se derrama lo que quería decir realmente. Es mi maldición.
—¿De qué hablasteis tú y Jonah cuando llamó? —susurro contra su cuello, y noto que se tensa.
—Lo oíste, ¿eh? Ya me lo imaginaba —dice con voz serena.
Me separo de él, necesitando verle la cara. Cuando lo hago, me sonríe tímidamente, y su mano vuelve a alisarme el pelo.
—No pretendía hacerlo —me apresuro a decir—. Solo que… mierda. No lo sé. Yo… quería asegurarme de que estabas bien. Vi la expresión de tu cara cuando contestaste al teléfono y…
No termino la frase, no sabiendo cómo continuar.
Su sonrisa se ensancha, y casi vuelve a parecer normal.
—¿Querías asegurarte de que estaba bien? Soy mayorcito, Bear. Sé cómo manejar esas cosas.
Le miro con el ceño fruncido, sin querer.
—Yo podría decirte lo mismo de mí. Pero eso no impide que lo hagas de todas formas.
Otter niega con la cabeza.
—Lo sé, lo sé. —Se encoge de hombros—. Sin embargo, no puedo evitarlo.
—Entonces deja que me preocupe por ti —le digo con seriedad—. Deja de pensar que soy el único que puede desmoronarse.
Suelta un bufido.
—Sí, señor. Lo tendré en cuenta.
—Bueno —digo, levantando las cejas—, ¿vas a decírmelo o no?
Suspira, solo brevemente.
—Era la primera vez que hablaba con él desde que me marché —dice—. Ha llamado varias veces y ha dejado un par de mensajes, pero nunca le he devuelto la llamada. Supongo que no es justo, pero no sabía qué decirle. Es…, era… una parte importante de mi vida. No puedes borrar a alguien por completo y creer que no tendrá repercusiones.
—¿Cómo nosotros no podríamos hacérnoslo uno a otro? —pregunto, intentando dejar la esperanza fuera de mi voz.
Sacude la cabeza, y siento frío.
—No es así para nada, Bear. Tienes que querer librarte de algo así para poder hacerlo. Yo nunca quise ahuyentarte. No del todo. Me dije que sí, y Dios sabe que lo intenté, pero eso no ocurrió.
»Y no estoy diciendo que quiera hacerle eso a él, porque no quiero. No estoy diciendo que quiera estar con él ni nada, pero cuando compartes con una persona tanto como nosotros hemos compartido, resulta casi imposible.
Mantengo la cara seria, pero en mi interior hay una tormenta cerniéndose sobre el océano. Retumban truenos y aún está lejos, pero vuelve a soplar el viento y me temo que está arrastrando la tormenta hacia la costa.
—Creo que le quería en cierto modo —añade Otter, con la mirada perdida como si evocara un recuerdo feliz—. Creo que lo hice lo mejor que supe. Pero cuando llamó, fue casi como hablar con un desconocido. No se me ocurría qué decir, cómo actuar. Entonces empieza a preguntarme cuándo volveré a casa, cuánto más estaré aquí. Me dice que creía que yo necesitaba algo más de tiempo, para resolver lo que tuviera que resolver. Y entonces me sentí algo triste, Bear. Digo esto no para hacerte daño sino porque quiero ser sincero. Me sentí un poco triste porque supe que ya no consideraría su casa como la mía nunca más. Era como si se hubiera cerrado de golpe una puerta y no tuviera llave para abrirla. —Suspira otra vez y me acaricia el cuello—. No sabía cómo decirle esto, así que… no lo hice. Me dije que no quería hablar más y que le llamaría pronto. —Vuelve a apartar la mirada—. No sé qué le diría si lo hiciera —murmura, más para sí mismo que para mí.
—¿Qué quieres decirle? —pregunto despacio, sintiendo el agua tibia lamiéndome los tobillos. Empiezo a adentrarme en el mar, pero no puedo detenerme. El viento arrecia y me sacude brevemente el pelo—. ¿Qué dirías si pudieras decir algo?
—¿Sinceramente? —pregunta él, y asiento con la cabeza, tratando de no mirar hacia la tormenta—. Le daría las gracias. Le daría las gracias por lo que me ha dado durante estos dos últimos años. Le diría que solo quiero que sea feliz, como él me ha hecho a mí. Le diría que ojalá hubiera podido darle todo lo que él me ha dado a mí.
Se frota los ojos con su manaza. Le beso el pecho y me invade un pensamiento irracional, que me pide que le muerda, que lo marque como propiedad mía. No he visto nunca al hombre del que estamos hablando, pero le odio. Odio que haya compartido una parte de la vida de Otter que yo no compartiré nunca. Le odio porque yo llevé a Otter hasta él. Le odio porque no parece una persona merecedora de ser odiada.
—Pero —prosigue Otter— lo principal que querría decirle es que ya no debería esperarme. Que, pensándolo ahora, tengo la sensación de que solo esperaba el momento propicio. Eso parece duro, ya lo sé —(en realidad me parece de lo más normal)—, pero es la verdad. Me ha dado mucho, pero no habría bastado nunca. —Me mira con un aire pensativo—. No habría bastado nunca —me dice— porque no habrías sido tú.
—¿Estás seguro de que puedo serlo? —pregunto con voz ronca—. ¿Estás seguro de que puedo bastarte?
Me toma el rostro entre sus manos, y de nuevo no existe más que él en el mundo. Le chispean los ojos y, por lo menos de momento, siento que la tormenta se aleja. Las aguas se secan y las nubes se disipan, y creo que es debido a él.
—Tanto si lo sabía del todo como si no —me dice—, tú eras con quien lo comparaba todo. Siempre serás suficiente porque eres tú lo que siempre he querido. Aún no me creo que nada de esto sea real, que despertaré y me encontraré en San Diego, y todo volverá a estar donde estaba antes. En que no nos hemos hablado durante años y lo único que tengo de ti es una foto, y lo único que tú tienes de mí es una carta. —Su voz se torna tenue y pastosa—. Si eso ocurre, si despierto y nada de esto es verdadero, cogeré el primer vuelo hacia aquí para hacerlo realidad. Tienes que creerme cuando digo eso, papá Bear.
—Pero ¿por qué, Otter? ¿Por qué piensas eso? —le pregunto, necesitando de repente estar seguro, necesitando que lo diga. Sé que está ahí, aflorando en sus labios, y aunque yo no pueda volver a decirlo necesito oírselo decir, asegurarme lo que mi corazón anhela—. No he hecho nada para merecerte —añado, sorbiéndome la nariz—. Te ahuyenté, y aun así has regresado.
Sonríe, y es la sonrisa de Otter.
—¿Por qué? ¿Por qué pienso eso? ¿Por qué he vuelto arrastrándome, prácticamente suplicándote perdón? Te creía más listo. Creía que lo sabías.
—¡Dilo! —le grito.
Se inclina y me besa, larga e intensamente. Yo le correspondo, con fuerza y a ciegas. Cuando se aparta, solo lo hace un poco, con sus labios todavía rozando los míos. Noto cómo se mueven cuando habla.
—Oh, Bear. Siempre has sido tú. Siempre serás tú. Te quiero, y es por eso que siempre será suficiente.