6
En que Bear oye una historia y toma una decisión

—¡Hola, Bear! —grita Ty cuando le recojo delante de la escuela.

Se despide de algunos de sus amigos y se abre paso a través del gentío. Sonrío cuando está a punto de tirar a una niña a la que parece querer acercarse. Pienso en cuando Creed dio un puntapié a Suzy March en el estómago. Me pregunto si esta niña estuvo en su fiesta.

—Hola, Chico. ¿Qué hay? —pregunto.

Me sonríe.

—Me alegro de que sea fin de semana. Creía que esta semana no iba a terminar nunca.

Me echo a reír porque parece un hombre de negocios cuarentón.

—Dímelo a mí —coincido—. Yo también me alegro de que sea fin de semana.

Dice adiós con la mano a algunos de sus amigos que siguen delante de la escuela. La niña se vuelve y le saluda alegremente, pero él frunce el ceño y se vuelve hacia la fachada.

—¿Quién es esa? —pregunto despreocupadamente.

—¿Quién es quién? —dice, eludiendo la pregunta.

Le miro fijamente.

—Aquella jovencita que parece gustarte tanto.

El Chico me mira con el ceño fruncido.

—¿Te refieres a Amy? —Emite un ruido grosero y de repente vuelve a parecer un niño de nueve años—. No es nadie.

—¿Va a tu clase? —pregunto, tratando de contener la risa.

—No. Me lleva un curso.

—Ah. Así que es mayor.

—Supongo. ¿Por qué me preguntas por ella?

Me encojo de hombros.

—Parece simpática. ¿Estuvo en tu fiesta de cumpleaños?

—No, no la invité.

—¿Por qué no?

—¡Pues porque no! —farfulla—. Es… mala y… ¡no me gusta!

—¿Se porta mal contigo? ¿Quieres que hable con su profesor? —digo, poniendo cara seria.

El Chico palidece.

—No —se apresura a contestar—. Creo que puedo arreglármelas solo.

—Apuesto que sí.

Me mira irritado.

—¿Te estás riendo de mí?

Sonrío.

—Ni por asomo.

—Bien. Porque ya he tenido un mal día, y no quiero tener que soportar tus críticas.

—¿Mis críticas?

Estallo en risas. Para mi alivio, esto le desarma y se echa a reír a su vez. Extiendo un brazo y le revuelvo el pelo, y él se queja con cordialidad, pero me coge la mano y se la lleva al regazo. Juega con mis dedos, canturreando en voz baja. Espero.

—Come carne —dice por fin.

—¿Y eso es malo? Yo como carne.

—Pero no pasa nada. Tú eres mi hermano mayor. Ella no es más que una niña estúpida.

—Esas son siempre las mejores, ¿no?

Me observa muy pensativo.

—No lo sé, Bear. ¿Estáis bien Anna y tú?

Sujeto el volante con fuerza.

—Así que también oíste eso.

Hace una mueca.

—Era muy difícil no hacerlo, papá Bear.

—¿Qué oíste? —pregunto, nervioso de repente.

Niega con la cabeza.

—Solo gritos. Lo siento, Bear. No pretendía oírlo.

Le doy unos golpecitos en la mano.

—No pasa nada, Chico. Yo también lo siento. Nunca debería haber terminado así. Habría tenido que pensarlo un poco.

—¡Hoy Otter me ha llevado a la escuela! —exclama con entusiasmo. Fuerzo una sonrisa por el cambio de tema—. No lo ha hecho nunca. ¡Me ha comprado donuts!

—El bueno de Otter.

—Sí, el bueno de Otter. Oye, ¿por qué volvemos a nuestra casa? ¡Otter ha dicho que esta noche iríamos a la suya! ¡Lo ha prometido, Bear! ¡Hará lasaña!

Pongo los ojos en blanco.

—Descansa un poco, Ty. Ya sé que lo ha prometido. Solo pasaremos por casa un momento para que te cambies.

—¿Podemos pasar la noche allí?

¿Qué?

—Esto… esta noche, no —balbuceo—. Tal vez otro día.

—¿Por qué no?

—Porque yo lo digo, y basta.

Se cruza de brazos y protesta.

—Nunca hacemos nada divertido.

—Chico —digo con severidad—. Están pasando muchas cosas que tú…, que tú…

Intento acabar la frase, pero él emite unos ruiditos suplicantes y contrae el rostro, y reto a cualquiera a que trate de decir no a eso. Me da un vuelco el corazón cuando digo:

—Está bien. Pero me debes una. Y gorda.

—Eres genial, papá Bear.

Una hora después nos encontramos en casa de Otter. Tan pronto como estoy en el camino de entrada, Ty ya ha salido por la puerta y corre hacia el interior. «¡Entraré enseguida!», le grito, y paro el coche. Golpeo suavemente el volante con las manos y taconeo con nerviosismo. Entrar ahora será un gran paso, y no sé qué significa eso. Antes de que pueda evitarlo, estoy marcando un número en mi teléfono y empieza a llamar. Quiero colgar, pero no puedo porque necesito oír su voz. Me ha venido de repente, y creo que es el momento de colgar antes de que conteste. Pero sigo esperando, mientras golpeteo con la mano y sacudo la pierna.

—Eh, Bear —dice Anna.

Parece cansada.

—Eh, tú —respondo.

—¿Qué pasa?

—Nada. ¿Qué te pasa a ti?

—Ya lo sabes. ¿Por qué has llamado?

Me encojo de hombros y aprieto los dientes, percatándome como un estúpido de que no puede verme.

—No lo sé. Solo quería hablar contigo.

—¿Acerca de qué?

—¿Tiene que ser acerca de algo?

Suspira.

—Bear, siempre tiene que ser acerca de algo.

—No tiene por qué —replico, reprimiendo las lágrimas—. Podemos… ¿No podemos volver?

Se ríe, pero sin mala intención.

—No lo creo, Bear. Ni siquiera sé cómo. No sería justo para ninguno de los dos.

—Pero podríamos. Si quisiéramos de verdad. Podríamos, sé que podríamos, Anna.

Lucho por esto por motivos que no acabo de entender. Creo que una parte de mí quiere que esto conserve cierta normalidad. Que mantenga una de las pocas constantes que he tenido en mi vida. Es seguro, es cómodo, y es el único sitio que he conocido.

—Bear —dice ella, y me percato de su voz pastosa—. Bear, ¿a quién tratas de convencer?

«A los dos», pienso, pero respondo:

—No lo sé.

—Bear, voy a pedirte que me hagas un favor, ¿vale? —dice, sollozando ahora abiertamente—. Voy a pedirte un favor por una vez. Pero tienes que prometérmelo, porque es la única manera en que lo conseguiremos. ¿Entiendes? Es la única forma en que podré seguir en tu vida. ¿Puedes hacerlo por mí, Bear?

—Sí. Lo que sea, Anna. Haré lo que sea por ti.

—No vuelvas a llamarme así. Siempre que hablemos desde aquí, será como amigos. No puede volver a ocurrir. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. —Me sorbo la nariz—. Pero te quiero.

—Sé que me quieres y me alegro.

Y la creo.

—¿Anna?

—¿Sí?

—¿Puedo hacerte una pregunta? No es sobre nosotros.

—Sí —dice en el acto.

—¿Por qué…, por qué llamaste a Otter anoche?

Inspira hondo y exhala despacio.

—¿Fue a tu casa?

—Sí.

—Bien. Necesitabas un amigo. Sabía que entendería lo que estás pasando. Me dijo…

Y entonces calla, como si se arrepintiera.

—¿Qué te dijo? —pregunto, curioso.

Maldice en voz baja.

—Me habló de lo que le pasó en San Diego. Le llamé yo, seguramente pareciendo histérica. Cuando pude calmarme lo suficiente, me contó la historia.

—¿De veras? —digo, tratando de ocultar la sorpresa en mi voz.

¿Y no siento una punzada de otra cosa? ¿No se parece curiosamente a celos? Pero ¿de quién diablos tengo celos?

Lo percibe en mi voz.

—No seas así, Bear —me regaña.

Me sobresalto al oír unos golpecitos en la ventanilla. Levanto la vista y veo a Otter mirando con curiosidad dentro del coche. Me doy cuenta de que llevo aquí un buen rato. Le digo a Anna que espere un momento y bajo la ventanilla.

—¿Todo bien? —pregunta tranquilamente mientras se asoma al interior.

Su dedo se acerca peligrosamente a mi brazo.

—Sí —me apresuro a contestar—. Estoy hablando por teléfono. Voy enseguida.

Me mira con complicidad y vuelve a entrar en la casa.

—Lo siento —digo cuando vuelvo a ponerme el teléfono al oído.

—¿Era Otter? —pregunta ella, sin que su voz revele nada.

Ahora no puedo mentirle.

—Sí. Está haciendo una lasaña de tofu para el Chico, y Ty me habría matado si no lo hubiera traído.

—No parece muy apetitoso.

—Y que lo digas. Por lo menos tú no tendrás que comértela.

Anna se ríe y algo se endereza. Quizá no ha vuelto a la posición que ocupaba antes, pero casi.

—¿Qué estabas diciendo? —pregunto.

—¿Qué? Ah, sí. Otter. Bueno, no sé cuánto más debería contarte. Si tienes que oírlo, debería ser de él. Y no intentes obligarme, Bear. Te conozco demasiado y esa es la única razón por la que lo digo. Y, para que lo sepas, no le dije por qué nos peleamos.

—Ya lo sé.

—Cuando terminó de contarme sus motivos para volver, me di cuenta de que él podía entenderlo. Más que la mayoría de la gente. Y sabía que necesitabas a alguien con quien hablar. Pero también sabía que seguramente no le dirías nada. Es lo que haces siempre.

—Lloré hasta quedarme dormido —confieso.

Se echa a reír, pero luego se pone seria.

—No te lo guardes dentro para siempre, Bear. Terminarás odiándote si lo haces.

—Gracias —digo, deseando que estuviera a mi lado para que viera lo sincero que soy.

—De nada. Dile a Ty que le quiero. Ahora te dejo, ¿vale?

Sé que se refiere a colgar el teléfono, pero hay algo más en esas últimas palabras que pronuncia, y puedo oír que espera que responda. Me devano los sesos preguntándome si queda algo más que decir, cualquier cosa que crea que ella debería saber. No se me ocurre nada, y eso me rompe un poco más el corazón.

—Vale —digo con tristeza.

—Adiós, Bear.

—Adiós, Anna.

Y entonces también ella se marcha.

Entro en la casa sintiéndome apesadumbrado. No me interpretéis mal; sé que me lo he ganado a pulso. Normalmente no me deleito en la autocompasión, pero es algo que no he podido hacer durante los tres últimos años. Me resulta extraño, ajeno. Negros pensamientos revolotean alrededor de mi cabeza, y no hago mucho por ahuyentarlos. Quizá deba ser así. Quizá sea lo que me merezco.

Blablablá.

Ty está sentado sobre la encimera mientras Otter le cuenta una historia. El Chico no me ve entrar, pero Otter sí, me lanza una mirada furtiva y me guiña el ojo. Esbozo una sonrisa y espero a que termine.

—Y entonces —dice Otter— apareció ese tipo y se puso a mi lado en la cola del banco. Recuerda que a esas alturas yo no llevaba mucho tiempo en California y no sabía cómo actuaba la gente de allí. Así pues, como soy un tío simpático, le dije hola. Pero creí que no me oía porque llevaba puestos unos auriculares y se mecía al ritmo de la música que escuchaba, ¿vale?

—Vale —dice Ty, embelesado.

—La cola no se movía, pero noté la cabeza de aquel tipo contra mi espalda porque iba acercándose cada vez más hasta chocar conmigo. Traté de no hacerle caso, pero siguió chocando contra mí cada vez más fuerte. Hasta que por fin me volví y le miré irritado. Él dejó de mecerse y me devolvió la mirada. ¿Y sabes qué fue lo que vi?

—¿Qué? —exclama Ty con entusiasmo.

—Los auriculares que llevaba puestos —dice Otter, y hace una pausa teatral— no estaban conectados a nada. Ni a un iPod, ni a un walkman, ni a nada. ¡Solo llevaba los auriculares! Vio que me percataba de ello e intenté poner cara seria, pero se inclinó hacia mí y, ¿sabes qué dijo?

Ty tiene las manos sobre la boca, y le oigo susurrar:

—¿Qué dijo, Otter?

La cara de Otter se transforma de repente. Saca la mandíbula inferior, junta las dos cejas e hincha las mejillas. El cambio es asombroso y estoy a punto de echarme a reír, lo cual habría estropeado el relato. Otter baja la voz, y le sale grave y profunda:

—«Yo no necesito ninguna caja de música sofisticada, chico. Tengo toda la música que necesito dentro de mi cabeza. Es de ahí de donde saco todos los temas».

Ya no puedo contenerme más, la risa sale de mi boca y resuena en la cocina. Ty da una sacudida, estira el cuello, ve que soy yo, pone los ojos en blanco y devuelve su atención a Otter. Esto me corta la risa de inmediato, porque acabo de ser reprendido por el Chico otra vez.

—La gente de California es extraña, Otter —dice muy serio—. Me alegro de que regresaras antes de que te volvieras raro también.

Otter asiente solemnemente con la cabeza.

—Yo también me alegro. Los Otters locos jamás sabrían preparar una lasaña vegetariana.

Revuelve el pelo del Chico, y Ty se vuelve a mirarme.

—Otter ha dicho que estabas hablando por teléfono y que por eso tardabas tanto. —Otter se encoge de hombros como pidiendo perdón a la espalda del Chico. Ty me mira interrogativamente—. ¿Con quién hablabas, Bear?

Me acerco al Chico y me izo a la encimera en la que está sentado. Le pongo un brazo sobre los hombros, lo atraigo hacia mí y le beso la coronilla.

—Hablaba con Anna —digo con voz queda.

Asiente y mira a Otter.

—Anna y Bear han vuelto a romper —dice con tristeza—. Pero no ha sido como las otras veces. Creo que esta vez ha sido de verdad.

Otter se sitúa delante del Chico, se inclina hacia delante y le pone las manos sobre las rodillas.

—No, yo tampoco creo que haya sido como las otras veces. Pero ¿sabes qué me dijo Anna? —Ty levanta los ojos hacia él—. Me dijo que te quiere, y que no se irá a ninguna parte. ¿No es cierto, papá Bear?

Le miro con gratitud antes de dirigirme a Ty.

—Es cierto, Chico. Que ella y yo ya no salgamos no significa que no vuelvas a verla. Anoche me dijo que procurará verte todo lo que pueda.

—No estoy triste solo por eso —dice el Chico.

—Bueno, ¿por qué más estás triste? —pregunta Otter.

El Chico piensa un momento antes de contestar:

—Estoy triste por Bear. No quiero que esté solo para siempre.

Una vez más, la que parece la millonésima en los últimos años, unas lágrimas calientes me escuecen los ojos. Otter acude en mi auxilio.

—¿Cómo puede estar solo? —exclama—. ¡Nos tiene a ti y a mí! Creo que con eso bastará, ¿no?

—Supongo —dice el Chico a Otter—. Pero ¿qué pasará cuando vuelvas a irte, Otter? Creed volverá a la facultad, y tú regresarás a California, y Anna… Anna habrá desaparecido. Papá Bear solo me tendrá a mí, y no sé si podré hacerlo solo.

No respondo, pero en esta ocasión a propósito. Sí, he vuelto a quedarme sin habla como una puñetera niña. Sinceramente, no me puedo creer que una persona tenga tanto líquido en su cuerpo como el que ha brotado del mío durante los últimos dos días. Pero la verdadera razón por la que no digo nada es que, como el Chico, estoy esperando oír lo que dirá Otter. Por más egoísta que sea, tengo que oír lo que va a decir.

Otter se endereza, y noto que nos mira a los dos acurrucados delante de él, sintiéndonos como dos niños extraviados. Me preparo para la respuesta que dará, confiando en que por lo menos mienta por el bien de Ty (y quizá por el mío propio). No debería cargar con esta responsabilidad, pero estoy cansado de llevarla yo.

—Ty —dice Otter por fin—, no iré a ninguna parte en mucho tiempo. Y si lo hago, bueno, entonces, quizá…, quizá tú y Bear podréis venir conmigo.

Ty se lanza desde la encimera, y Otter lo atrapa hábilmente y lo levanta en sus brazos. Puedo ver que Ty le susurra algo al oído, Otter abre los ojos como platos, me mira y luego vuelve a concentrarse en el Chico. Ty puntúa sus susurros hundiendo un dedo en el pecho de Otter y este asiente. El Chico vuelve a reclinarse en sus brazos y dice:

—¿Prometes hacer lo que dices? Tienes que prometerlo.

—Lo prometo —responde Otter.

Ty se queda mirándole hasta que está seguro de que dice la verdad. Entonces baja de sus brazos.

—Bear, ¿puedo ir a ver el programa de Anderson Cooper? —pregunta, tirando de mi pierna.

—Claro, Chico —le digo, y mi voz sale perfectamente normal.

Me ha salido como si solo hubiéramos estado hablando del tiempo. Ty echa a correr hacia la salita, gritándonos que le avisemos cuando la comida esté lista. Otter me mira pensativo, se acerca al frigorífico, saca un par de cervezas y me pasa una. La abro y engullo la mitad de un solo trago. Me baja ardiendo por la garganta y se asienta placenteramente en mi estómago.

Otter parece a punto de decir algo, pero cambia de opinión y empieza a sacar los ingredientes para preparar la cena de Ty. Le observo unos minutos mientras trabaja, en un silencio perceptible pero no incómodo. El sonido de la televisión llega hasta la cocina, por lo que sé que cualquier cosa que diga ahora no será oída por el Chico desde la salita. Bajo de la encimera de un salto y juego con el tapón de la botella de cerveza.

«¿Quiere que vayamos con él? —pienso—. ¿Y hacer qué? ¡Maldita sea, Otter, te he dicho que te tomes las cosas con calma, joder! Eso ni siquiera será posible. ¿Cómo diablos se te ocurre decir eso sin hablarlo antes conmigo? Pero es que ya no deberías haber dicho nada…».

—Bear, ya vuelves a pensar demasiado —dice Otter mientras lee una receta del libro que tiene abierto delante—. Lo noto desde aquí.

Esto me distrae de mis pensamientos, y abro la boca y empiezo a farfullar tonterías. Él me mira, sacude la cabeza y me pide que saque los tallarines de la despensa. Lo hago, sin dejar de balbucear memeces que deberían formar negaciones coherentes, pero me parece que no hago más que producir mucho ruido con la boca. Le paso los tallarines y la caja tiembla. Él sujeta la caja y mi mano con la suya.

—Para, Bear.

Obedezco.

Saca más ingredientes del frigorífico y procede a dejarlos en la encimera. Apuro mi valor líquido y cojo otro por encima de su hombro. Sé que no debería beber, pero me importa un carajo.

—¿Y cómo está Anna? —pregunta Otter despreocupadamente.

Me derramo un poco de cerveza. Él me lanza un trapo y me seco.

—Está bien, supongo —murmuro.

—Eso es bueno. Parecía estar mejor cuando acabé de hablar con ella anoche.

Asiento con la cabeza.

—Ha dicho que la ayudaste mucho. Ha dicho que… —Vacilo, pero decido jugarme el todo por el todo—. Ha dicho que le hablaste de por qué volviste aquí.

Se pone rígido solo un segundo, pero aun así me percato.

—¿Te ha dicho algo al respecto?

—No —contesto sinceramente—. Ha dicho que cuando estés preparado, me lo contarás.

—Es una buena chica —dice—. Lamento que os pelearais.

Suelto un bufido.

—Oh, vamos, Otter. No tienes por qué mimarme de ese modo. No fue solo una pelea, y lo sabes. Rompimos; se ha terminado. Y esta vez es para siempre.

Se ríe discretamente.

—Tienes razón, ya debería saberlo. Pero… no lo sé. Espero que estéis bien los dos.

—Tal vez —digo—. A decir verdad, creo que a partir de ahora a ella le irá mejor. Se merece mucho más de lo que yo podría darle. No era precisamente el mejor novio del mundo.

Hace una mueca.

—Ojalá no hicieras eso.

—¿Hacer qué? —pregunto, tomando otro trago de cerveza.

—Ser tan autocrítico. Es un vicio que has adquirido y que deberías dejar enseguida.

—Sí, señor —me burlo.

Se vuelve, cruza los brazos sobre el pecho y me mira con severidad.

—Hablo en serio, Bear. Ya hay suficiente gente ahí fuera que se alegraría de derribarte. No hay ninguna razón para que lo hagas tú mismo.

Levanto las manos en un gesto de rendición.

—Tú ganas —digo—. Lo siento. De ahora en adelante, tendré un concepto tan elevado de mí mismo que te arrepentirás de haber dicho nada. —Me subo a una silla y me golpeo el pecho con arrogancia—. Soy increíble —añado con la voz más profunda posible.

Otter pone los ojos en blanco e indica la comida con un ademán.

—¿Ya has terminado? Estaba pensando que podrías ayudarme a hacer esto, ya que no he preparado nada vegetariano en mi vida.

Salto de la silla, le aparto de un empujón y bajo la vista para leer la receta. Soy perfectamente consciente de que me está observando, y me pregunto qué debe de pensar. Me pregunto qué le hace querer que vayamos con él. Me sonrojo al percatarme de lo estúpido que parezco.

Otter se sitúa a mi lado y se inclina sobre el libro de recetas.

—Ty ha llegado gritando que pasaremos aquí la noche.

Me sonrojo todavía más.

—Esto… sí. Ha insistido mucho en ello —digo, y, balbuceando, agrego—: Debería haber preguntado. Quiero decir, esta es tu casa, ¿no? Seguramente tienes tus propios planes y no necesitas que estemos por aquí todo el tiempo. Tal vez deberíamos quedarnos otro día. Iré a buscar a Ty y podemos ir…

—Cállate, Bear —me interrumpe antes de que parezca aún más retrasado—. Sabes que podéis quedaros aquí cuando queráis. Me gusta tener… gente. Esta casa es demasiado grande para que viva solo una persona en ella.

—Ah. Vale.

—Además —añade con picardía—, esta mañana le he dicho a Ty que os quedaríais aquí. Ya lo teníamos previsto.

Intento darle un puntapié en la espinilla, pero es demasiado rápido para mí y se aparta de un brinco, riendo, siempre riendo.

Para mi sorpresa, la lasaña resultó bastante buena. Ty se deleitó observando cada bocado que yo tomaba. Le hice mirarme con el ceño fruncido cuando le dije que había metido un trocito de carne, y se negó a comer más hasta que Otter le hubo convencido de que yo era un «mentiroso y un bocazas». Esto hizo que Ty se riera a carcajadas hasta que se cayó de la silla, eso me hizo reír a mí y Otter gruñó, diciendo que ya no podría disfrutar nunca más de una cena agradable. Ty y yo le sacamos la lengua, y entonces él me tiró un trozo de panecillo, que rebotó en mi cabeza y me derribó la cerveza. Ty intentó salvarla, pero había vuelto a dejarse llevar por la diversión. Esta vez me tocó a mí fulminar con la mirada a Otter, pero este se encogió de hombros inocentemente y dijo que me estaba bien empleado por mentirle a un niño de nueve años. No se me ocurrió nada ingenioso que replicar y me quedé con la boca abierta como un pez de colores.

Otter hasta había comprado al Chico más helado de soja, así que nos acomodamos en la salita viendo la CNN y turnándonos para lamer la cucharilla. Es sin duda lo peor que he probado en toda mi vida, pero no quería recibir otra mirada amenazadora de Ty, de modo que cada vez que me ofrecía un bocado, lo aceptaba. Otter hacía lo mismo, y en una ocasión, cuando Ty bajó los ojos hacia el cuenco, Otter me miró con cara de tener arcadas, y yo hice lo propio. Ambos nos echamos a reír y Ty acabó por mirarme amenazadoramente.

Con el tiempo, a Ty empezaron a cerrársele los ojos y comenzó a cabecear, pero siguió insistiendo en que no estaba cansado. Luego se quedó dormido en mitad de una frase, lo cogí y lo llevé a la habitación de Creed. Bostezó cuando le hice ponerse el pijama y cepillarse los dientes. La idea de dormir en el cuarto del tío Creed le provocó una sonrisa soñolienta. Otter entró, le dijo buenas noches y le prometió gofres para desayunar, con manteca de cacahuete crujiente y sirope de arce. Besó al Chico en la frente y salió por la puerta.

Me vuelvo hacia el Chico y él me sonríe feliz.

—¿Estarás bien aquí? —pregunto.

Asiente con la cabeza.

—No te irás a casa, ¿verdad? ¿Tú también dormirás aquí?

—Sí, Chico. También me quedo aquí.

—¿Y dónde dormirás?

A decir verdad, no lo he pensado. Quizá porque mi mente ha estado excluyendo esa parte durante toda la tarde. Pero la velada ya casi ha tocado a su fin, y tendré que pensar en algo pronto. Ni siquiera me he traído ropa para dormir.

—No lo sé, Chico. Quizá dormiré en la habitación de los padres de Creed.

—Duerme en la cama de Otter —me dice—. Está en el pasillo y puedo encontrarte si te necesito.

«Maldita sea», pienso.

Asiento despacio.

—Está bien. Pero tendré que consultárselo a Otter.

—No le importará. Buenas noches, papá Bear.

—Buenas noches, Chico.

Me levanto y bajo la luz al mínimo. Dejo la puerta entornada y enfilo el pasillo, con la cabeza en ocho mil millones de sitios a la vez.

«¿De verdad puede ser tan fácil? —me pregunto—. ¿De verdad podría ser tan… rápido… volverme así? ¡He estado con Anna, por Dios! ¡Hemos tenido sexo y me ha gustado! Aún estaría con ella si no hubiera…, si no hubiera…».

Bueno, si no hubiera besado a Otter. Es cierto que jamás le he dicho estas palabras en voz alta, pero ¿acaso no alberga sospechas? ¿Acaso no…

«está él enamorado de ti».

… me hizo una pregunta que en primer lugar ninguna novia habría hecho? ¿Y por qué yo no pude…

«estar enamorado de él».

… mirarla a los ojos cuando la reprendí? ¿Por qué dijo que yo mentía? «¿Qué ve la gente que yo soy incapaz de ver? ¿Cómo podía saberlo ella cuando yo ni siquiera era capaz de afrontarlo? ¿Por qué me señaló tan rápido en la dirección de él?».

Recuerdo que tenía casi once años cuando vi a Otter graduarse en el instituto. Recuerdo aquel verano más tarde, sentado en su habitación y sintiéndome malhumorado mientras le veía recoger sus cosas para irse a la universidad. Le recuerdo exhibiendo su característica sonrisa y sentándose en la cama junto a mí mientras decía: «Pareces un muerto, Bear». Recuerdo que no fui capaz de decirle que parecía que alguien hubiera muerto porque se marchaba. Recuerdo verle partir en su coche. Recuerdo la primera vez que volvió a casa, con los ojos locos de cosas que yo nunca sabría. Recuerdo cómo le salté a la espalda la primera vez que le vi.

Recuerdo cuando tenía catorce años, acababa de mantener relaciones sexuales con Anna por primera vez y llamé a Otter enseguida con la intención de fanfarronear, pero en realidad quería que me consolara porque estaba muerto de miedo. Recuerdo que tenía quince años cuando vi a Otter licenciarse en la universidad. Recuerdo que dijo: «Dicen que la vida empieza realmente ahora». Recuerdo que se echó a reír cuando pregunté quién lo decía.

Recuerdo cuando regresó a casa. Recuerdo que tenía dieciocho años cuando mi mamá se fue. Recuerdo que me gradué en el instituto en presencia de Otter. Recuerdo que me dijo que no había nadie que pudiera cuidar de Ty como yo. Recuerdo que quise pegarle, pero en lugar de eso ocurrió algo muy distinto.

También recuerdo cuando se marchó. Recuerdo eso más que nada, porque no se me ocurre ningún momento en el que él no tuviera peso dentro de mi vida. Recuerdo la rabia y la oscuridad que había sentido. Recuerdo que fui yo quien le echó. Recuerdo que dijo que se marchaba debido a su influencia, pero recuerdo que para eso siempre se requieren dos. Recuerdo muchas cosas; recuerdo demasiadas cosas.

Estoy de pie delante de su puerta. Sé que si entro todo cambiará. Casi soy capaz de alcanzar el pomo de la puerta, y entonces lo hago. Mis dedos tocan el frío metal del pomo, pero me detengo. «No puede ser así. No puede ser tan fácil. Quiero a Anna. Quiero a Anna», pienso. Trato de recordar algo, cualquier cosa de Anna, pero tengo la mente en blanco. Es como si él me la hubiera borrado. Cierro los ojos con fuerza y estoy a punto de dar la vuelta y volver a la habitación de Creed cuando la puerta se abre delante de mí para dejar salir luz y a Otter.

—Hola —dice, sorprendido al verme delante de su puerta—. ¿Qué estás haciendo?

—Solo… pensaba un poco —respondo sin convicción.

Otter sacude la cabeza.

—Siempre lo haces, papá Bear. No creo que cambie nunca. Es uno de los motivos por los que…

Se interrumpe, como si no quisiera seguir.

—¿Es uno de los motivos por los que qué? —pregunto con curiosidad.

—No importa, Bear. No tiene importancia. Oye, te he sacado algo de ropa para dormir. Allí, sobre mi cama.

Pasa por mi lado, entra en su cuarto de baño y cierra la puerta tras él.

Me cambio apresuradamente, no queriendo que me encuentre en ningún grado de desnudez cuando vuelva. Me ha dejado el pantalón de chándal negro que le he visto llevar antes. Me lo pongo y me siento acomplejado por mis piernas de alambre. Me paso la camiseta negra por la cabeza y me viene dos o tres tallas demasiado grande. Mi piel se ve pálida en contraste con el tejido. Me froto los brazos enérgicamente para quitarme la carne de gallina. Me siento como un impostor, un niño disfrazándose con ropa de adulto. Pienso que todo esto es un número. No sé cuánto más tiempo podré evitarlo.

Entra en la habitación y me mira. Su expresión es inescrutable. Quiero abrirle la cabeza y meterme dentro para averiguar qué piensa mientras me mira. Tengo que saber si siente compasión por mí, porque no podría soportarlo. Nunca he querido su compasión, y ciertamente no la aceptaré ahora.

Se sienta en la cama y se estira. La camiseta blanca que lleva sube solo un par de centímetros, pero deja al descubierto kilómetros de piel marrón oscuro debajo. Lleva el pantalón corto del pijama caído sobre la cintura, y puedo ver dónde termina el bronceado y dónde empieza el blanco. Entonces se para, y me pregunto qué estará haciendo. Me pregunto si intentará… hacerme algo. Me pregunto si esa ha sido siempre su intención. Desde que yo era un niño. Me pregunto si es culpa suya que me sienta tan desconcertado como lo estoy ahora. Me pregunto si lo sabe y le chifla. Me invade una culpabilidad nauseabunda y tengo que esforzarme al máximo por no hacer una mueca cuando se me contrae el estómago.

«Es Otter. Él nunca…».

—¿Estás bien? —me pregunta.

Asiento una vez.

—Bien, eso es bueno, supongo. Te he preparado el cuarto de invitados de al lado.

—Ah —digo, sintiéndome aliviado, pero incapaz de impedir que parezca decepcionado.

Me mira con una ceja arqueada.

—Pero… —murmuro—. Yo… creía…

Hago un gesto con los brazos abarcando la habitación, tratando de indicar algo a nuestro alrededor.

—¿Qué creías, Bear? —pregunta, pareciendo verdaderamente confuso.

—Ya sabes… —balbuceo—. Que podría… dormir…

Se echa a reír.

—Te estoy tomando el pelo… —dice, sonriendo diabólicamente.

Quiero darle una patada en el culo, pero también quiero vomitar porque estaba dispuesto a ir a la habitación contigua.

—No tiene gracia, Otter —digo, mirándole irritado.

Se encoge de hombros.

—Quizá no la tenga ahora. Pero te reirás algún día. Algún día te reirás de todo esto.

Se vuelve, se arrastra por la cama hasta recostar la espalda en la cabecera y me mira con expectación. Me estremezco. ¿Ha sido su cama siempre tan pequeña? Antes no era así. Casi salgo disparado de la habitación, pero me acerco a él, atraído por alguna fuerza que aún no puedo nombrar. Me siento torpe dentro de la ropa de adulto. Soy demasiado blanco, soy demasiado flaco. Soy demasiado todo para que él quiera…, bueno, quiera lo que sea que quiere. Sus ojos no me dejan en ningún momento mientras me inclino y me siento en la cama, de espaldas a él. Me estremezco de nuevo y empiezan a castañetearme los dientes. No puedo evitarlo, me tiembla todo el cuerpo y mis manos se flexionan incontrolablemente, y tenso la mandíbula, y le ordeno que pare. Una mano cae sobre mi espalda y por un momento, por una fracción de segundo, el temblor se intensifica. Pero luego desaparece.

—¿Bear? —oigo a Otter preguntar dulcemente.

Me vuelvo y me lanzo sobre él. Hundo la cara en su pecho. Esta vez no se sobresalta y me pone las manos en el pelo, y antes de que pueda parar le explico lo que sucedió con Anna. Cómo había mentido acerca de que él estuvo en mi casa aquella noche, cómo ella me había mirado con lágrimas indignadas en los ojos. Le cuento que me había dado la sensación de que le había echado para que no tuviera que odiarme nunca. Cuando llego a esta parte, creo que vacilaré, pero no lo hago. Otter no me interrumpe en ningún momento, y es de agradecer. Le digo que aún no he podido confesar a Anna que le había besado. Le digo que ella me llamó mentiroso. Se lo explico todo; bueno, casi todo. Cuando llego a la parte en que Anna me preguntó si él estaba enamorado de mí o yo de él, me detengo. Las palabras no quieren salir de mi boca, y creo que por ahora ya está bien. Quizás algún día podré decirle cómo terminó todo en realidad.

Cuando he acabado de hablar, tengo la garganta seca y me siento hueco y blando, como una calabaza en descomposición unos meses después de Halloween. Durante mi confesión, las manos de Otter han permanecido en mi pelo, tirando de él con suavidad. Llega un momento en que me frota las cejas con los pulgares, y me avergüenzo al emitir un zumbido gutural de deleite. Me quedo acurrucado contra su pecho, queriendo saber una vez más en qué estará pensando.

Finalmente dice:

—¿Así que no te bastaba con asegurarte de que el Chico tuviera un buen futuro, sino que pensaste que te asegurarías de que también yo lo tuviera?

Me encojo de hombros dócilmente.

—Suena bastante estúpido cuando lo dices así.

—Bear —dice bruscamente desde algún lugar por encima de mí—, suena estúpido se diga como se diga.

Me incorporo, molesto.

—No tuviste que marcharte —señalo.

Me mira fijamente, con sus grandes brazos sobre el pecho.

—Ya lo has dicho varias veces —replica con cautela—. Pero ya te expliqué por qué lo hice.

—Pues no parece que tus motivos importaran —objeto con aire pensativo.

—¿Por qué lo dices?

—Bueno, ahora estás aquí. Y yo también.

Sacude la cabeza.

—Bear, ni siquiera sabemos aún qué significa eso.

—Ya lo sé, Otter —digo—. Pero ¿puedes…, puedes esperar hasta que… lo averigüe?

Ni siquiera sé lo que pido, pero opto por no aclararlo so pena de empeorarlo. Extiende los brazos y me atrae hacia sí. Me quedo inmóvil contra su cuerpo, aguardando una respuesta. Quiero una respuesta ahora, antes de que termine haciendo el ridículo.

—Como le he dicho antes a Ty —me susurra al oído—, no iré a ninguna parte.

Trato de sentarme, pero me retiene contra su pecho. Cuando hablo, mis labios se mueven contra el tejido de su camiseta. Desde esta perspectiva, puedo ver cómo se le endurece la tetilla derecha. Un zumbido siniestro me recorre el cuerpo.

—También le has dicho a Ty que regresarías. Con el tiempo.

No sé terminar lo que él había dicho en realidad.

—Sííí —dice, alargando la palabra—. Creo recordar que también he dicho otra cosa, que tú pareces evitar.

—Claro que la evito, Otter —respondo indignado—. ¿Por qué tenías que decir algo así? ¿Por qué tenías que despertar las ilusiones del Chico de ese modo? —«¿Y por qué tenías que despertar mis ilusiones de ese modo?», pienso.

—¿Sus ilusiones? —repite Otter—. ¿Crees que no hablaba en serio?

—¿Cómo podías hacerlo? —pregunto, tenso.

—¿Por qué no iba a poder? —inquiere, mirándome fijamente a los ojos.

Me aparto.

—Otter, no puedo hacer las maletas e irme sin más. Aquí tengo un empleo, y el Chico va a la escuela, y solo estorbaríamos. Además, no puedo permitirme vivir en California.

—Tengo dinero… —empieza a decir, pero levanto la mano para cortarle.

—No quiero que tengas que cuidar de nosotros, Otter. Me las he arreglado solo estos dos últimos años.

Me siento un tanto avergonzado de lo que sugiere Otter, que nos pagaría la vida. Jamás me sentiría a gusto dejándole hacer eso. Aún poseo mi detestable orgullo, y no sé si eso es bueno o es malo. Pero sí sé que no importa.

—¿Qué hay de la facultad? Tarde o temprano irás a la universidad, ¿no? No podrás tener un empleo a tiempo completo, ir a la facultad y cuidar de Ty.

Me retuerzo las manos.

—Ya se me ocurrirá algo.

Suelta un bufido.

—¿Cuando Ty se gradúe?

—¿Por qué te preocupas por eso de repente? —le espeto—. Y, además, ¿por qué tienes que volver a San Diego? Creía que había ocurrido algo malo. Por eso estás aquí, ¿no?

Me devuelve la mirada con ojos chispeantes.

—Eso es una parte —admite con voz apagada—. Y quizá se deba también a que creía que debía intentar enmendar los errores del pasado.

Estoy furioso y no sé por qué. Me levanto y empiezo a pasearme por la estancia.

—Ya, de manera que te ocurre algo malo, ¿y decides entonces que tienes que «enmendar los errores del pasado»? —Digo esto último en un tono algo burlón, y me arrepentiría de ello si no estuviera tan molesto—. Debes admitir, Otter, que es una coincidencia asombrosa.

Otter se levanta de un salto y se planta frente a mí. Su presencia es imponente y amenazadora. Pero me da igual. Le miro con el ceño fruncido y los brazos tensos a los costados.

—¿Por qué haces esto? —gruñe—. ¿Por qué pareces empeñado en ahuyentar a la gente?

—Creo que la pregunta que deberíamos plantear —replico con vehemencia— es que, de no haber pasado lo que quiera que te pasó en California, ¿estarías aquí?

Veo cómo su ánimo de lucha se evapora. Se deja caer sobre la cama y se tiende boca arriba, con un brazo sobre la cabeza y la otra mano golpeándose suavemente el estómago. No puedo evitar fijarme, incluso ahora, en que vuelve a subírsele la camiseta y puedo ver su estómago liso y fuerte. Las ondulaciones que su piel forma allí hacen que se me seque la boca. Paso del frío al calor, del cielo al infierno. Quiero seguir luchando, quiero seguir desembrollando este asunto, pero Otter parece tan abatido que no puedo. Suspiro y me siento en la cama junto a él. Le doy torpemente unos golpecitos amistosos en la pierna.

—Tienes razón —digo con tristeza—. Da la impresión de que ahuyento a todo el mundo.

Se incorpora y se pone las manos en el regazo.

—No debería haber dicho eso —se lamenta en voz baja—. No tengo ningún derecho a decirte nada.

Reclino cuidadosamente la cabeza sobre su hombro. Él se relaja y deja caer la cabeza sobre el mío.

—¿Qué te ha dicho Ty cuando te ha susurrado al oído? —pregunto.

Otter se ríe entre dientes.

—Ha dicho que ahora tengo que cuidar de ti. Ha dicho que eres un chiquillo que necesita atención.

—¿Y se lo has prometido?

Levanta la cabeza y me mira, sorprendido.

—Desde luego. ¿Por qué no debería prometerlo?

Sacudo la cabeza con incredulidad.

—A veces no te entiendo.

—Eso se debe a que soy misterioso —responde con su sonrisa torcida.

Le doy un puñetazo amistoso en el brazo. Me coge la mano y entrelaza sus dedos con los míos. Tiene unas manos tersas y fuertes. Algo crepita dentro de mi cerebro, como un cortocircuito. Nunca antes le he cogido la mano así a un tío. No con nuestros dedos perfectamente encajados. Es extraño.

—No eres tan misterioso —le digo en serio.

—Por favor —se burla—. Soy un enigma que aún no has podido descifrar.

Pongo los ojos en blanco.

—No hay mucho que descifrar ahí.

Sonríe de nuevo.

—Algún día tu bocaza te meterá en un buen lío.

Vuelve a echarse en la cama y me arrastra consigo. Retomamos la posición en la que estábamos antes: yo sobre su pecho, sus manos jugando suavemente con mi pelo. Me estoy adormilando cuando él habla.

—No se lo conté todo a Anna —dice con voz queda—. Omití algunas partes porque no quería asustarla por nada. Estaba muy fastidiada después de vuestra pelea, así que intenté dejar fuera todo lo que te concernía de lo que le conté sobre lo sucedido en San Diego.

—¿A qué te refieres con «lo que me concernía»? —pregunto—. Yo no he estado nunca en San Diego.

Noto cómo niega con la cabeza.

—Ya llegaré a eso. Pero tienes que dejarme contarlo a mi manera, ¿vale? Espera hasta el final, y entonces podrás decir lo que quieras. Te lo prometo.

Asiento, le oigo respirar hondo y acto seguido empieza a hablar.

«Esta historia ha sido bastante adornada. No sé si quedaréis decepcionados cuando termine porque cuando la cuento en voz alta, me parece que estoy perdiendo el juicio. Pero os prometo una cosa: no omitiré nada, y todo lo que os diga es la verdad».

Es tres años atrás, nos encontramos en mi piso, Otter nota que mis labios se posan sobre los suyos y, por un momento, se permite sentirse asustado, complacido y conmovido. Luego se impone la realidad cuando me aparto y resuena una voz dentro de su cabeza, gritando: «¿Qué le estás haciendo? No es más que un chico, ¡y está borracho! ¿Qué diablos estás haciendo?». Me ve desplomarme sobre el sofá murmurando palabras que no logra entender, pero está demasiado helado para moverse. Aún está enfadado conmigo por gritarle hace unos momentos cuando le incitaba a marcharse. Y está horrorizado consigo mismo por dejarse besar así. Sabe que quería que ocurriera, pero también sabe que soy heterosexual, y cree que es culpa suya que yo sea tal como soy. Me oye dejar de hablar y empezar a roncar, y por fin puede moverse. Su cabeza le dice que se aleje de mí, pero su corazón no soporta la idea de irse sin despedirse siquiera. Porque, ¿sabéis?, ya ha tomado una decisión; se irá a casa, dormirá un par de horas y hará las maletas, y mañana a estas horas estará en California de camino a un sitio nuevo. Pero antes de marcharse tiene que verme por última vez. Pone los brazos debajo de mi cuerpo y me levanta como si fuera un niño. Se sorprende de lo fácil que resulta izarme, lo bien que encajo en sus brazos. Entonces se le rompe un poco el corazón, y sabe que estará condenado a mis ojos por haberse ido, pero no ve ninguna alternativa.

Me muevo un poco en sus brazos y me arrimo contra su pecho. Me lleva en silencio a mi habitación, donde Ty está dormido. Me posa suavemente en mi cama y me arropa hasta la barbilla. Se sienta un momento en la cama, me aparta el pelo del rostro y me toca la mejilla. En ese momento cree que no ha visto nunca a nadie más guapo que yo. Le cuesta cada vez más trabajo marcharse, y no desea otra cosa que acostarse conmigo y hacer frente a las consecuencias cuando llegue la mañana. Pero no puede, porque tiene que protegerme de él mismo. Por último se levanta, se acerca a Ty y piensa: «Cuida de papá Bear, ¿vale? Tú cuida de él y él cuidará de ti. Estás en las mejores manos que podrías esperar». Besa con delicadeza al Chico en la frente y trata de reprimir las repentinas lágrimas. Tiene que dominarse, por lo menos hasta que llegue al coche.

Vuelve hacia mí y me observa dormir un momento más antes de arrodillarse junto a la cama y hacer algo que no ha hecho en mucho tiempo: rezar.

«Por favor, Dios. Te ruego que cuides de este par. ¿Sabes, Dios?, ahora mismo no puedo hacerlo. Quiero, pero no puedo. Tengo que dejarles, y sé que no resultará fácil para ninguno de nosotros, pero si puedes vigilar de cerca a Bear y Ty, te lo agradeceré más de lo que te imaginas».

Se siente algo ridículo hablándole así a Dios, sabiendo que aunque exista un Dios no acepta encargos personales. No sabe qué otra cosa hacer. Se inclina sobre mí y me susurra al oído: «Lo siento. Espero que algún día puedas perdonarme». Quiere decir más, mucho más, pero no lo hace porque cree que no importará. Me roza la frente con los labios. Se levanta y no mira atrás, sabiendo que, si lo hace, perderá todo su dominio.

En el camino de vuelta, solloza sin poder controlarse. Finalmente llega a casa.

Despierta al cabo de un rato. Fuera aún está oscuro. Recoge lo que puede y lo mete rápida y silenciosamente en su coche. Solo coge lo que necesita para sobrevivir por ahora, a sabiendas de que si requiere algo más, puede comprarlo o mandar a buscar sus pertenencias. Para cuando ha terminado ya es de día y hay gente rondando por la casa. Creed baja las escaleras, frotándose los ojos de sueño, y se queda helado cuando ve a Otter cargando el coche.

—¿Qué coño estás haciendo? —le pregunta Creed con recelo—. ¿De quién es la ropa que llevas puesta?

Otter trata de actuar con indiferencia, pero suda por fuera y vocifera por dentro.

—¿Qué te parece que hago? —dice—. Me marcho.

—¿Te marchas? —casi grita Creed—. ¿Adónde vas?

—He aceptado ese empleo en San Diego, Creed. Y baja la voz.

No mira a su hermano porque sabe que no podrá soportar el reproche en sus ojos.

—Me dijiste que lo habías rechazado —replica Creed acusadoramente—. ¿Por qué coño vas si lo rechazaste?

Y eso es lo que Otter dijo a Creed, porque es lo que había hecho. ¿Sabéis?, cuando Otter descubrió que mi mamá nos había abandonado, rechazó el trabajo al día siguiente sin dudar. Creía que su sitio estaba a mi lado y que entonces le necesitaba más que nunca. Pero como sabía que lo único que hacía era confundirme más, le pareció que lo mejor era dejar la mayor distancia posible entre nosotros. Llamará al estudio por el camino para averiguar si el empleo aún está disponible. Si no, conseguirá otro. Es listo. Tiene un título. Lo logrará. De algún modo.

—Es mejor así —dice a Creed.

—¿Cómo es mejor? —grita Creed, perdiendo el control—. ¿Cómo puedes mirar al Chico y prometerle que te quedarás aquí si te vuelves y te das el piro? Ya nunca más confiará en nadie, ¡y será por tu jodida culpa!

Otter no dice nada, solo porque teme que Creed tenga razón. Pero eso no le disuade. Cree que es mejor para el Chico y para mí. De hecho, solo piensa en mí, y eso le avergüenza aún más. No quiere otra cosa que poder ser sincero con alguien. Quiere explicarle cómo se siente. Pero no puede ser Creed. Se imagina cómo resultaría esa conversación, hablándole a su hermano de todas las cosas que desea poder hacer por mí, conmigo, a mí. No cree que esa conversación fuera demasiado bien.

Como si adivinara lo que le pasa por la cabeza, Creed brama:

—¿Qué hay de Bear? ¿Estás dispuesto a abandonarle como hizo su mamá? ¿Qué clase de hijo de puta eres, Otter? ¿Quién crees que eres?

—Es mejor así —es cuanto puede decir.

El alboroto hace bajar a sus padres, y todo vuelve a empezar. Al final, su papá tiene arrugas marcadas en el rostro, su madre está llorando y Creed ni siquiera se digna mirarle. Cree que es así como recordará a su familia y, sin saber por qué, eso cimenta aún más su decisión. Se planta torpemente frente a ellos, esperando que alguien diga algo más, pero por lo visto no les queda nada que decir. Se despide de su mamá y su papá, que le dejan irse a regañadientes. Cuando se acerca a Creed, el odio que ve en sus ojos casi le hace retroceder. Le abraza con brusquedad y le susurra al oído: «Tienes que velar por ellos, ¿de acuerdo? Tienes que hacerlo porque yo no puedo». Cree que se ha acabado hasta que Creed se aparta de él, escupe en sus zapatos, se vuelve y se aleja. Se queda mirando como un bobo la saliva coagulada. No dice ni una palabra más a nadie, da media vuelta y se marcha.

Casi ha salido de Seafare cuando de pronto tiene náuseas. Se apresura a parar el coche en el arcén y vomita, vomita hasta que no le queda nada dentro. Mientras vacía el contenido de su estómago solo puede pensar en mí, preguntándose si ya estaré despierto o si Creed me habrá llamado. No sabe que Creed está demasiado cabreado para poder decir nada, ni que yo no despertaré hasta media hora más tarde. Se limpia la baba que le cuelga de los labios, vuelve a subir al coche y se aleja.

El trayecto le lleva dos días, y Otter pasa por varias fases de ira, remordimiento, rechazo. Pero básicamente reproduce dentro de su cabeza el beso una y otra vez. En un motel de Redding, California, se hace una paja pensando en el contacto de nuestros labios. Se masturba pensando en lo que nunca será. Antes de correrse, susurra: «Bear», y acto seguido el orgasmo comienza en los dedos de los pies y le recorre todo el cuerpo. Grita y cierra los ojos, y lo único que ve es a mí. Es como si le embrujara y ningún exorcismo pudiera librarle de mí.

Llega a San Diego y se aloja en casa de un amigo que conoce de la universidad. Se pone en contacto con el estudio y tiene suerte: la plaza aún está vacante. Parecen extrañados de recibir noticias suyas y se extrañan todavía más cuando dice que está en la ciudad. Le ofrecen el empleo y le dicen que se presente al día siguiente para formalizar los papeles. Sus amigos quieren salir y ofrecerle una fiesta de bienvenida, pero él declina aduciendo que tiene que empezar a buscar piso. Asienten y le hacen sugerencias, y más tarde, cuando está solo, a oscuras, tendido en el sofá tratando de dormir, coge su teléfono, selecciona mi número e intenta llamarme. Se queda mirando el móvil durante lo que parecen horas, pero no consigue reunir el valor suficiente. Ni siquiera sabe qué diría si le respondiera. Suspira y apaga el teléfono.

Transcurren unas semanas. En ese tiempo, Otter encuentra un bonito apartamento, empieza a trabajar y conoce gente nueva e interesante. Se compra el Jeep ofreciendo su Chrysler como parte del pago. Descubre que en su bonito apartamento hay cucarachas. Se broncea. Va a un bar gay. Tiene sexo con alguien que se me parece. Se siente culpable. Hace una sesión fotográfica para una revista. Fotografía absolutamente de todo. Hace amigos. Va de excursión. Y a correr. Y a andar. Hace todas estas cosas y estas cosas configuran la persona en la que se está convirtiendo, pero no deja de pensar en mí. Una noche reúne el valor suficiente y marca mi número. Le palpita el corazón, le hierve la sangre, el teléfono llama y le sale mi buzón de voz. Cree que no debería haber esperado otra cosa, pero se sorprende de lo agradable que resulta cuando menos oír mi voz en el mensaje del buzón. Vuelve a llamar, a sabiendas de que no responderé. «Has llamado al teléfono de Bear. Ahora no puedo atenderte; déjame un mensaje e intentaré llamarte más tarde. Pero seguramente me olvidaré. Adiós». Se mece hacia delante y hacia atrás.

Unos días después, Creed le llama. Es la primera vez que hablan desde que se marchó. Creed sigue muy enfadado, pero está más dispuesto a hablar ahora que ya ha transcurrido cerca de un mes. Charlan sobre San Diego, el trabajo de Otter y la gente que ha conocido. Creed le cuenta sus planes de acceder a la facultad en otoño y los últimos preparativos que está haciendo. Hablan durante unos minutos más hasta que se produce un alto en la conversación y ambos esquivan el tema que queda por mencionar. Otter es el primero en ceder, y solo porque es como una picazón en la cabeza que le insta a rascarse.

—¿Cómo está Ty? —pregunta despreocupadamente con voz inexpresiva.

—Bien, supongo —responde Creed—. En realidad no le he visto mucho desde que te fuiste.

—¿Ah, no? ¿Por qué?

Creed suspira.

—No he llamado para pelearme contigo.

Esto pilla desprevenido a Otter.

—No creía que lo hicieras —dice, confuso—. ¿Por qué tenemos que pelear? Solo te he preguntado por qué no has visto a Ty.

Creed suspira de nuevo.

—Es por eso que nos pelearíamos. —Se le apaga la voz—. No he visto mucho al Chico ni a Bear porque ahora mismo están descolocados. Has descolocado al Chico de lo lindo, Otter. Ahora se asusta de todo.

Otter respira entrecortadamente.

—Y Bear —continúa Creed—. Otter, Bear nunca lo reconocerá, pero sé que tu marcha le ha afectado más que la desaparición de su mamá. Sigue fingiendo que todo va bien, pero le conozco demasiado para tragarme sus chorradas. Es como si una parte de él hubiera muerto. Deberías tratar de llamarle.

—¡Lo he hecho! —exclama Otter, sorprendido de que le salga un grito—. ¡Lo he hecho y no ha contestado!

—¿Le culpas a él?

Otter no lo hace. Hablan unos minutos más, pero no acerca de Ty ni de mí. Cuando Creed cuelga el teléfono, Otter lanza el suyo a la otra punta de la habitación y se deja caer sobre la cama. Se queda dormido y sueña, y en su sueño estoy de pie junto a él y se siente dichoso, pero es como si fuera un fantasma porque haga lo que haga o diga lo que diga, yo no respondo. Se despierta a solas.

Ahora que ha establecido contacto con Creed, considera que ya puede volver a llamar a los suyos. Durante los siguientes meses trata de darles satisfacción. Charla con sus padres, que se alegran de saber de él. Les habla de su trabajo, de las celebridades que ha llegado a conocer, de las fiestas a las que le han invitado. No le preguntan si ha conocido a alguien y él tampoco lo menciona. Su condición de gay siempre ha llevado a conversaciones incómodas, y no quiere tener una ahora. Cree que es mejor no decir nada. Ellos parecen estar de acuerdo. Él quiere a sus padres y ellos le quieren a él, pero piensa que ese amor no hará nada más por todos ellos.

Llama a Anna, quien le suelta de buenas a primeras que si llama para sonsacarle información sobre mí ya puede olvidarse. Dice que estoy muy dolido con él, pero que si quería saber algo más tendría que haberme llamado personalmente. Él no le dice que ha intentado llamarme muchas veces. No le dice que es casi un ritual diario oír mi buzón de voz. No le dice que sueña conmigo casi cada noche, y en ese beso, ese beso que no debería haber sucedido y que duró solo unos segundos, pero que aún le calienta el corazón cada vez que piensa en él. No le cuenta nada de eso, pero cuando ella le pregunta por qué parece tan triste, contesta sin pensar: «Creo que he perdido mi única oportunidad de ser feliz». Esto lo desalienta aún más, y aunque Anna le pregunta a qué se refiere, Otter se niega a decírselo y cambia de tema.

Tras despedirse de Anna, entra en su dormitorio, se sienta en el borde de la cama y contempla la fotografía que descansa sobre su mesilla de noche. Es una foto ampliada en color dentro de un marco caro. Es la única instantánea que tiene en su apartamento. Fue tomada en otoño del año pasado. Una gran tormenta provenía del océano. Otter había ido con Creed y conmigo a la playa para ver cómo llegaba. Creed había regresado corriendo al coche para coger su chaqueta, y yo me había quedado de pie entre Otter y el océano. El cielo era una extraña superficie borrascosa de color anaranjado, verde, azul y negro, mis cabellos se agitaban al viento y tenía una amplia sonrisa en la cara. Me volví a mirar a Otter, y justo cuando mis ojos le encontraron, sacó la foto. Es la misma que contempla ahora.

Unos días después habla con Ty. Anna le hace un canguro mientras yo estoy trabajando. Al principio el Chico se muestra vacilante y receloso de hablar con Otter. Esto le entristece, pero sabe que el único culpable es él. Entonces dice algo que hace reír al Chico, se levanta la tensión y Ty no tarda mucho en charlar alegremente de todo. Otter deja que hable sin parar y cierra los ojos, contento de oír la voz del Chico. Por último le pide que le ponga con Anna. Ty le dice que Anna ha salido de la habitación, de modo que tendrá que ir a buscarla. Antes de que pueda evitarlo, dice al Chico que espere y le pregunta por mí.

—Está muy triste —dice el Chico en voz baja—. Pero es un secreto.

—¿A qué te refieres? —pregunta Otter.

—Está siempre triste, pero no quiere que nadie lo sepa. Ni siquiera quiere que yo lo sepa, pero lo sé. Ojalá no estuviera triste, Otter.

Otter se tapa los ojos.

Pasan los meses. Trabaja. Juega. Bebe. Come. Folla. Le gusta su trabajo. Detesta su trabajo. Está contento. Está triste. Cree que está perdiendo el juicio. Cree que no ha estado nunca más cuerdo.

Aquellas primeras navidades no va a su casa porque considera que no está preparado. Ha dejado de llamar tan a menudo a mi teléfono. Ahora solo lo hace para recordar cómo es mi voz. A veces mira la foto junto a su cama. A veces la mete en un cajón y la deja allí durante días. La Navidad llega y pasa. Año Nuevo llega y pasa. Brinda por el futuro con unos amigos, y todos van enunciando sus buenos propósitos. Cuando le toca a él, se inventa una chorrada sobre no beber tanto, a lo que todos responden levantando las copas y riendo, pero por dentro decide olvidarme, seguir con su vida. Se dice que no hay necesidad de suspirar por un chico, y aunque una vocecita le regaña por eso, sabiendo perfectamente que yo no soy solo «un chico», su determinación es firme, y comprende que es el único camino.

Un día de junio, se sorprende al comprobar que ya lleva más de un año aquí.

De repente es el Día del Trabajo, y asiste a una barbacoa en casa de uno de sus clientes. Se divierte, pero está algo aburrido. Se dispone a despedirse cuando la anfitriona le presenta a alguien. Otter está sentado y, cuando se levanta, se encuentra delante de un chico muy guapo. Se llama Jonah, es alto y fornido, tiene el pelo negro y los ojos azules y dispone de casa propia. Resulta que tiene treinta años y trabaja en una agencia de publicidad. Posee un perro labrador de color chocolate llamado Moxie y le gusta ir en moto. Es muy listo y atractivo. Se pasan el resto de la velada hablando.

Tienen su primera cita unos días después.

Es el 23 de diciembre y Otter lleva a Jonah, que regresa al este para pasar las navidades, al aeropuerto.

—¿Seguro que estarás bien aquí solo? —le pregunta Jonah.

Otter se encoge de hombros.

—No estará tan mal. Tengo que acabar unas copias, y he prometido a unos amigos que iré a cenar a su casa.

Jonah se muestra preocupado.

—Pero ¿por qué no vas a casa? Estoy seguro de que a tu familia le gustaría verte. Y podrás ponerte en contacto con tu amigo. ¿Cómo se llamaba? ¿Tiger?

—Bear —dice Otter.

De repente quiere ir a casa y mirar mi fotografía. La ha trasladado de la mesilla de noche a su armario porque no creía que Jonah lo entendiera. No ha contado a Jonah qué sucedió entre él y yo y no cree que llegue a hacerlo nunca. Sabe que, con el tiempo, podría querer a Jonah. Lo cree de veras.

—Pues Bear —dice Jonah, moviendo la mano con un gesto de desdén que irrita a Otter—. Deberías verles a todos. A fin de cuentas es Navidad.

Está observando a Jonah mientras entra en la terminal cuando decide que tiene razón. Lleva demasiado tiempo fuera. Vuelve a casa precipitadamente y compra un billete de avión on-line. Es caro y no sale hasta el día de Navidad, pero merece la pena. Saca mi foto del armario, se sienta en el suelo y se queda mirándola hasta que la pesadumbre que siempre anida en su corazón remite, solo un poco. Se siente como si engañara a Jonah, pero no puede evitarlo. Estar con Jonah le ha hecho sentirse como si me engañara a mí, aunque para empezar yo nunca fui suyo. Se ve a sí mismo como un monstruo.

Mientras conduce hacia el aeropuerto, le invade un entusiasmo nervioso. Cuando está en el avión, le invade un pavor silencioso. Cuando el avión aterriza, le invaden ingentes dosis de pánico. Mientras conduce el coche de alquiler, está aterrorizado del todo. Cuando accede al camino de entrada y ve mi coche, está a punto de desmayarse. Cuando abre la puerta de la cocina y me ve solo, tiene la impresión de que le he estado esperando. No puede menos que sonreír. No vacila. Deja caer la bolsa, corre hacia mí y me echa los brazos al cuello. Inhala y siente mi cuerpo contra el suyo, y nota que mis brazos empiezan a subir a su alrededor. Ya está empezando a pensar en regresar, y no entiende por qué diablos me dejó. Sabe que todavía salgo con Anna, y sabe que nunca me tendrá como él querría, pero por lo menos puede estar cerca de mí. Cree que todo irá bien. Entonces me aparto de él, siente como si le hubiera atizado una patada en los huevos y no sabe qué hacer.

Me sigue hacia la salita y trata de pensar en algo que decir. Para cuando se le ocurre algo ingenioso, se encuentra en la salita y allí están sus padres, felizmente sorprendidos, para abrazarle. Creed se levanta y le da alegremente unos golpecitos en la espalda. Ty pega un brinco, Otter lo coge con los brazos extendidos y le hace dar vueltas. Otter me mira, pero yo no le correspondo. Tengo la mandíbula tensa y el ceño fruncido, me pasan demasiadas cosas por la cabeza, y él no puede concentrarse con claridad. Durante toda la velada me hace preguntas que paso por alto o contesto a cualquier otro. Al final lo deja y se queda mirándome. Nadie nota nada extraño. Otter cree que es culpa suya que me haya vuelto tan frío. Es por su culpa que he cambiado.

A lo largo de la semana tiene la sensación de ir montado en una montaña rusa sin poder bajarse. Por la mañana se despierta convencido de que ese va a ser el día que podrá verme. Por la noche se acuesta desalentado. Llega la mañana y todo vuelve a empezar. Ve a Anna cuando va a su casa y está contentísimo de ver a Ty con ella. Espera con expectación que aparezca yo, pero no lo hago. Entonces todavía no sabe que no volverá a verme en un año y medio más.

Dos días después habla con Jonah por teléfono. Jonah se alegra de que Otter decidiera ir a casa a pasar las fiestas. Jonah le dice que arde en deseos de verle. Otter le responde que en Seafare hace frío y llueve. Jonah le confiesa cuánto le ha echado de menos. Otter le habla de una película que quiere ir a ver cuando vuelva. Jonah anuncia que le ha comprado un regalo de Navidad que le encantará. Otter se dispone a decirle que debe irse, pero se frena. Piensa de nuevo que podría querer a ese hombre si le diera una oportunidad. Piensa que podría encontrar cierta apariencia de felicidad si se lo permitiera. Intenta volver a meterse en la conversación, pero está cansado y no tiene ganas. Jonah percibe algo en su voz y le pregunta al respecto.

—No es nada. Solo que estoy cansado —dice Otter.

Ahora tiene jaqueca.

—¿Has podido ver a tu amigo? —pregunta Jonah—. ¿Al que vive con el chico?

—¿Qué? Ah, sí. Le vi. Hace unos días —contesta Otter, deseando que Jonah deje de hablar.

—¿Cómo está?

—Bien. Está bien.

Y lo estoy, y él lo sabe, y le duele. No porque quisiera verme sufrir, sino porque no puede atribuirse ningún mérito de mi situación actual. A fin de cuentas, es él quien huyó.

—¿Otter? —pregunta Jonah—. ¿Tú…? —Vacila—. ¿Llegaste a salir con él?

Otter se echa a reír con aspereza.

—No. Es heterosexual. ¿Por qué lo preguntas?

—No lo sé. Cada vez que hablas de él tienes un tono extraño en la voz, y debo de haberlo supuesto.

Jonah parece aliviado, y a Otter le resulta extraño. Pero abre la boca y de repente se sorprende a punto de explicarle lo que ocurrió realmente entre nosotros. Pronuncia la primera palabra, pero luego se detiene. Parpadea, confuso. ¿Por qué se ha parado? ¿Por qué ha empezado? Piensa que no se lo contará a Jonah ahora porque aún no confía del todo en él. Cree que no dirá nada porque no importa. Pero en el fondo conoce la verdadera razón. No se lo dice a Jonah porque es un secreto, nuestro secreto, y para Otter eso es casi empalagosamente romántico.

Llega el día en que Otter debe volver a casa. Está agotado porque se ha pasado toda la noche anterior intentando escribirme una carta. Hay distintas versiones: algunas son hojas y hojas de divagaciones y otras son una frase larga. No parece que le salga nada. Por fin consigue algo que le deja satisfecho. No es perfecto, pero no quiere parlotear. Dice:

Sé que estabas dolido y que tienes muchos motivos para estar enfadado, pero debes saber que no ha pasado ni un solo día sin que pensara en ti y en Ty. Quizá sea ese mi castigo, saber que estás saliendo adelante y saber que no he tenido nada que ver con ello. Por si sirve de algo, estoy orgulloso de ti, por haberlo hecho tan bien a pesar de que la gente haya roto las promesas que te hizo.

Fue bonito volver a verte, aunque solo fuera un momento. Me alegro de haber tenido por lo menos eso. Te he echado de menos, papá Bear.

Cree que dice todo lo que quería expresar. Cree que dice todo lo que él no puede decir. Cree que parece una carta de amor. Cree que ha escrito demasiado. Cree que no ha escrito lo suficiente. Cree que suena ridículo. Cree que nunca será leído.

Cree que parece una despedida.

Lleva a Ty a casa. En parte querría irse mucho más pronto para poder subir y obligarme a hablar con él. No lo hace, temiendo qué diría yo, temiendo qué diría él. Se dice que no haría eso, no delante de Ty. Así que espera, saliendo lo bastante tarde para darle tiempo de dejar a Ty y llegar al aeropuerto. Observa a Ty mientras sube la escalera, levanta el limpiaparabrisas de mi coche y deja allí la carta. Se detiene un momento, deseando que yo abra la puerta de golpe, baje la escalera y me arroje a sus brazos diciendo: «Por favor, Otter. Por favor, no vuelvas a dejarme. Quédate conmigo y prométeme que no te irás nunca más». Sacude la cabeza, se sube al coche y se marcha. Devuelve el coche a la agencia de alquiler de vehículos. Se sube a un avión. Este despega. Luego aterriza. Baja del avión. Fuera hace sol.

Ocho días después, él y Jonah tienen su primera pelea. Han tenido un par de riñas triviales en los últimos meses, pero siempre se han resuelto pronto. Otter está en su dormitorio, contemplando mi foto, maldiciéndose por ser tan débil. Desde que ha vuelto de Oregón, esa antigua tristeza tan conocida se ha vuelto aún más predominante. Se ha pasado la última semana teniendo escalofríos. Vuelve a suspirar y no oye la puerta principal al abrirse. No oye a Jonah hasta que ya está en su habitación. Se sobresalta cuando Jonah dice su nombre y nota cómo se le sonroja la cara mientras se apresura a meter la foto en el armario.

—¿Qué haces? —le pregunta Jonah—. ¿Por qué estás sentado en el suelo?

Otter se levanta y trata de sonreír, pero advierte que es una sonrisa falsa.

—Nada. Solo estaba mirando… cosas. ¿Qué haces aquí?

Jonah se encoge de hombros.

—He salido temprano y quería saber si tenías hambre. He intentado llamarte, pero no has contestado. La puerta estaba abierta cuando he llegado. ¿Qué era esa foto?

—No es nada.

—¿Estás seguro? —pregunta Jonah con voz preocupada—. Pareces disgustado.

—Vamos a comer —propone Otter, evitando la mirada de Jonah. Cierra la puerta del armario y le da a Jonah un fugaz beso en los labios—. Concédeme un momento para lavarme.

Pasa por su lado, entra en el baño y cierra la puerta. Se mira en el espejo. Tiene la cara pálida y los ojos inyectados en sangre. Se dice que tiene que ordenar su vida. Se dice que debe madurar. Se lava la cara. Se cepilla los dientes. Se peina. Cuando ha terminado tiene mejor aspecto, pero no se siente mejor.

Sale del baño y se queda helado cuando ve a Jonah de pie frente a su armario. La puerta está abierta, y tiene mi foto en las manos. Entonces una sensación sombría se apodera de Otter al ver la fotografía en poder de otro. Es un sentimiento de celos, de posesividad. Casi se abalanza sobre Jonah y le arrebata la foto de sus sorprendidas manos. Jonah retrocede al ver la expresión de Otter.

—No toques eso —le gruñe Otter.

—¿Quién es? —inquiere Jonah—. ¿Por qué parecías sentirte tan culpable cuando he entrado?

—¡No es asunto tuyo quién es! —le grita Otter—. ¡Y no me sentía culpable!

Jonah cruza los brazos y se planta desafiante delante de Otter.

—¡Has hecho como si yo fuera tu mamá y te acabara de pillar haciéndote una paja! —dice irritado—. ¡Entro y encuentro a mi novio mirando la foto de otro tío y luego tratando de esconderla!

Otter está furioso.

—¡Yo no trataba de esconder nada!

Jonah niega con la cabeza.

—Desde que volviste de Oregón te has estado comportando como si hubiera muerto alguien. ¿Qué diablos te ocurrió allí? ¿Tiene que ver con él? —pregunta, cogiendo la foto de las manos de Otter.

Jonah ignora lo cerca que está de ser noqueado. El primer instinto de Otter es darle un puñetazo en la cara a Jonah. Levanta el brazo a media altura y está a punto de impulsarlo hacia atrás cuando se frena. «No puedo hacer eso —piensa, horrorizado por su brazo levantado—. No soy esa clase de persona. ¿Qué coño estoy haciendo?». Deja caer el brazo al costado. Sigue enfadado, pero ya no tiene ganas de pelea. Siente cómo una conocida oleada de desesperación empieza a dominarle, y quiere que Jonah se vaya para poder dormir. Está cansado y dolido y no está de humor para encargarse de nadie.

Pero Jonah aún no ha terminado.

—¿Es ese chico? —pregunta, y Otter tuerce el gesto—. Lo es, ¿verdad? ¡Es ese chico de tu ciudad!

—¿Y qué pasa, si lo es? —replica Otter con cautela.

—¿Te acostaste con él cuando regresaste? —inquiere Jonah con voz severa.

—No —contesta Otter, deseando que Jonah se marche—. Ya te lo dije, es heterosexual.

Jonah deja la fotografía sobre la cama y empieza a pasearse por la habitación.

—Ya me he enterado de eso —dice Jonah con amargura—. Jodidos heterosexuales que no quieren tener nada que ver contigo después de que les has hecho una mamada. ¿Es eso lo que te hizo ese capullo?

Otter se está moviendo antes de darse cuenta. Se coloca delante de Jonah. Aprieta los dientes y hace todo lo posible por no arrancarle la cabeza.

—Él no es así —espeta Otter—. No vuelvas a hablar mal de él.

—¿Y si lo hago, qué? —le grita Jonah—. ¿Me darás una patada en el culo? ¿Qué diablos te hizo?

—¡Nada! ¡No hemos hecho nunca nada! —brama Otter, y se le quiebra la voz—. Nunca hemos hecho nada.

La expresión de Jonah se ablanda notablemente.

—Y ese era el problema, ¿no? —dice despacio.

Entonces se revienta la presa y Otter ya no puede contenerse. Le habla a Jonah de la primera vez que supo que había sentido algo por mí y lo mal que le había sentado. Yo tenía dieciséis años y él, veinticuatro, y me había quedado en casa de Creed a pasar la noche cuando sus padres estaban fuera de la ciudad. Creed se emborrachó como un tonto y no tardó en quedarse dormido en el sofá de la salita. Otter y yo permanecimos levantados toda la noche, hablando de todo y de nada. Dice que hubo un momento en el que yo trataba de encontrar una respuesta a una pregunta que él ya no recuerda. Me había inclinado hacia delante, con la cabeza apoyada sobre mis manos y el ceño fruncido en una expresión concentrada. Otter afirma que no fue hasta que estaba en la cama más tarde, reproduciendo mentalmente la conversación, cuando lo entendió. Yo había dejado de ser como un hermano pequeño a sus ojos.

Explica a Jonah esto y más. Pero no le cuenta lo del beso, porque sigue siendo algo suyo y mío y de nadie más. Cree que será así mientras viva. Sabe que nunca seré suyo, y sabe que quizá no volverá a verme nunca, pero por lo menos tiene ese recuerdo.

Jonah guarda silencio durante mucho rato después de que haya terminado de hablar. Su rostro es una máscara. Por último pregunta si deberían romper. Otter sabe que sí, porque no puede prometerle nada a Jonah. Pero se permite ser egoísta. Abraza a Jonah con violencia y le suplica que no se vaya. Jonah se estremece contra él y dice que se quedará, aunque sabe que no debería hacerlo. Otter no le suelta durante largo rato.

La semana después, guarda la fotografía en un guardamuebles que alquiló cuando llegó a la ciudad. Le da un beso antes de irse.

Al cabo de seis meses, se muda a vivir con Jonah.

Está contento. El trabajo va bien. Jonah es genial. La vida es bella. Está muy bronceado. Tiene buenos amigos. Disfruta del sexo. Gana mucho dinero. Tiene un novio cojonudo. Su vida es rica. No podría pedir nada más. Habla con Anna y Creed de vez en cuando, no pregunta por mí ni nadie le dice nada. Pero está bien. Ya no piensa tanto en mí. Aún sigo en sus pensamientos, pero es un ruido blanco en el fondo de su cabeza. Esto no le preocupa. El equilibrio funciona. Se dice que lo está haciendo funcionar. Se dice que tiene que funcionar.

Todo es bueno y estupendo durante algún tiempo. Y luego cesa.

Se siente insatisfecho con su oficio. Siempre se ha considerado un artista. Sabe que hace un trabajo genial, como muchos le han dicho. Es muy humilde con su talento, pero sabe que tiene capacidad para ser aún mejor. También sabe que en ocasiones los artistas no alcanzan el objetivo final que se han marcado. Unas veces es demasiado ambicioso; otras, no es posible. Empieza a entenderlo mientras revisa los proyectos que tiene en marcha en distintas fases de desarrollo. Todos son una mierda. Hay que desecharlos todos. Tiene que volver a empezar de cero. Cuando lo intenta, comprueba que ya no le quedan ideas. No tiene inspiración. Todo lo que toca es soso, es mundano, es aburrido.

Jonah empieza a hablar de anillos, compromisos y «para siempres». Circulan rumores de que California pronto legalizará el matrimonio gay. Jonah no lo propone explícitamente en ningún momento, pero la intención está ahí, y Otter se sorprende esperando como un loco que los enlaces homosexuales se prohíban. Quiere encontrar una papeleta de voto y votar en contra. Quiere localizar a algún juez que esté considerando la cuestión y protestar delante de su oficina. Quiere sumarse a todos los conservadores para procurar que los gais no puedan casarse nunca. Se plantea afiliarse al Tea Party. Trama toda clase de conjuras. Empieza a perder su interés por el sexo, pero no pasa nada porque últimamente Jonah trabaja mucho, y de todos modos no parece que le interese tanto.

Esto continúa durante meses. Otter cree que se está volviendo loco.

Es entonces cuando comienza la verdadera locura.

Se encuentra en el trabajo, estudiando las copias para una promoción que está ayudando a sacar a través de la empresa de Jonah. Nada ha salido como él quería. Maldice por lo bajo y se frota los ojos. Nota que le sobreviene una jaqueca. Está a punto de coger el teléfono y llamar a Jonah cuando alguien pasa andando por delante del estudio. Hay gente circulando por la acera durante todo el día, y por lo tanto no sabe por qué esa persona le llama la atención. No lo sabe hasta que se fija en ella. Estaba llamando por teléfono y un segundo después se le cae al suelo, donde se hace trizas. Sale disparado hacia la puerta de la calle, con el corazón palpitando y los pensamientos invadiéndole la mente. Acaba de verme, ¿sabéis?, acaba de verme pasar por delante de la puerta. No es ninguna coincidencia, y lo sabe. Si estoy allí, en San Diego, pasando por aquel sitio concreto, es que estoy allí por él. Abre la puerta de golpe y mira frenéticamente a su alrededor. Me ve alejarme calle abajo. Grita «¡Bear! ¡Bear!» mientras corre. La gente se lo queda mirando mientras se abre paso. No le importa. Estoy aquí, y todo irá bien.

Todo esto se acaba cuando alcanza a la persona en cuestión. No soy yo. Ni siquiera se me parece.

Tres semanas después, vuelve a ocurrir lo mismo.

Y otra vez, y otra, y otra.

Otter se cree enfermo. Va al médico. Le hacen muchas pruebas. Le entuban, le pinchan, le hacen radiografías, escáneres y resonancias magnéticas, le analizan sangre y orina. Al cabo de dos semanas le dicen que está perfectamente sano, cuando menos físicamente. Trata de creérselo, pero yo soy uno de los paramédicos que han pasado como un rayo por su lado cuando acudía a su cita con el doctor.

Cree que quizá no sea más que una obsesión malsana. Acude a un terapeuta. Este lo examina y pregunta si se ha planteado hacer yoga. O meditación. O tomar Xanax. Dicen a Otter que debe relajarse. Le dicen que está proyectando. Le explican que debe reducir las tensiones a las que se somete en su vida. Le dicen que se tome unas largas vacaciones.

Él y Jonah van a pasar una semana en Florida. Yo soy el que les atiende en la recepción del hotel. Soy el botones. Soy el taxista, el camarero, el transeúnte que pasa por su lado. Al final de esa semana, a comienzos de marzo, Otter empieza a pensar en volver a casa.

Dos semanas después, Otter se encuentra en el guardamuebles de alquiler. No ha estado allí en más de un año. Abre la puerta, y la fotografía está allí donde la dejó. La coge y se la lleva a casa. La esconde dentro de una caja en el armario. La saca cada vez que se siente triste. La saca cada vez que está contento. Se pregunta si la culpabilidad de los últimos tres años no le estará pasando factura. Cree que es la culpabilidad lo que le hace verme por todas partes. No es posible que siga experimentando por mí los mismos sentimientos intensos de antes. Cree que solo necesita cerciorarse de que estoy bien. Cree que debería ir a casa a pasar unas semanas, solo para compensar. Ahora habla con Creed y con Anna con más frecuencia, y le dicen que estoy bien siempre que él pregunta, pero necesita comprobarlo por sí mismo.

Un día de mediados de mayo entra en casa y encuentra a Jonah sentado a la mesa de la cocina, con Moxie a sus pies. Mi fotografía descansa sobre la mesa. Otter se queda paralizado un momento antes de acceder a la cocina. Acaba de anunciar en el estudio que necesita tomarse algún tiempo libre. Ellos lo llaman un permiso de ausencia. Él lo llama una evasión de la realidad. Todavía no le ha hablado a Jonah de sus intenciones, pero estaba seguro de que ya se le ocurriría algo. Ahora, según parece, ya no tendrá que hacerlo.

Estalla una pelea, y es épica. Hay gritos, llantos, acusaciones, besos, reconciliaciones, súplicas, lágrimas, cólera y amargura: todo un abanico de emociones. Jonah dice a Otter que se acostó con alguien de su oficina tres meses atrás, y que ha estado buscando el modo de decírselo. Afirma que no significó nada. Dice que ahora ya no se siente tan mal, sabiendo que Otter también le engaña. Puede que sea con una foto, un recuerdo o un sentimiento, pero no deja de ser engañar. Otter le responde que se vaya al infierno. Jonah dice que lo siente y que le quiere. Otter le cree. Otter incluso quiere a Jonah a su manera. Cree que Jonah es un buen hombre y que no es culpa suya que se viera envuelto en esto. Así se lo dice a Jonah, y este parece calmarse hasta que Otter saca sus maletas y procede a llenarlas. Entonces empieza a suplicar, pero Otter ya ha trazado su rumbo. Jonah le pregunta adónde va. Otter contesta que no lo sabe. Le asegura que no viene aquí para intentar estar conmigo, sino para compensar la tempestad de mierda que ha provocado. Da un leve beso al lloroso Jonah antes de subir al Jeep y marcharse. Antes de irse, se asegura de que la fotografía está bien resguardada dentro de su equipaje.

En el trayecto a Seafare se toma su tiempo. Ensaya qué dirá. Prepara todas mis reacciones. Se le ocurren varias refutaciones. Está contento. Está triste. Le sabe mal por Jonah y hasta le llama el tercer día después de irse. Le responde el buzón de voz, pero no pasa nada. Le deja un mensaje, pero no dice «Te quiero» al final. Otter deja California de camino hacia Oregón y no sabe si volverá.

«Y esto es lo que sucedió. Regresé, y ya conoces el resto. Vi que te iba bien. De hecho, te iba más que bien; te iba cojonudamente. No me necesitabas aquí, y nunca llegué a disculparme como quería. Siento haberte dejado, Bear. Siento que hayas tenido que soportar los últimos tres años cuando yo habría podido estar aquí para hacértelo más llevadero. Siento un montón de cosas. No sé qué es lo que estamos haciendo ahora mismo, y ni siquiera sé si durará, pero no quiero ir a ninguna parte otra vez a menos que estés conmigo. No creía que aún sintiera esto. Pero ¿quieres saber en qué momento volví a darme cuenta de todo? ¿Cuándo te miré y tuve la sensación de que la lucha por ti era todo lo que he conocido nunca?

»Fue cuando me lanzaste mi carta. Sacaste tu cartera y me echaste esa maldita carta a la cara. Me dije que era estúpido pensar así, que tal vez la conservabas como un recordatorio del daño que te había hecho. Pero una parte de mí no podía evitar… albergar esperanza. Aunque no resulte nada de esto, te quiero en mi vida. Dondequiera que vayas, quiero estar allí. Te he echado de menos, papá Bear. ¡Dios, cuánto te he echado de menos! Y no quiero volver a hacerlo nunca más».

Me acaricia el pelo. Su corazón late en mi oído. Subo y bajo sobre su pecho cada vez que respira. Me incorporo y miro fijamente el verde dorado de sus ojos. Él es el primero en apartar la vista. Se mira las manos. Extiendo un brazo y le levanto la cabeza. Enjugo una lágrima. Se inclina sobre mi mano y me besa la palma. Pienso que esto es un sueño. Me he quedado dormido mientras él hablaba y esto es un sueño.

«La lucha por ti era todo lo que he conocido nunca», me ha dicho. Esto es un sueño. Es un sueño.

Subo mi otra mano y le sostengo la cara entre ambas. Él cierra los ojos.

«¿Puedes hacerlo? —pregunta la voz—. ¿Puedes controlar todo esto?».

—Otter —digo en voz baja—. Mírame.

Lo hace.

Le beso.

Que Dios me ayude.