5
En que Bear descubre algunas verdades

—No os importará que me haya ido, ¿eh, chicos? —nos pregunta Creed a Anna y a mí.

Pongo los ojos en blanco.

—Creed, estarás una semana en Portland. Me las arreglo sin ti durante varios meses seguidos, así que creo que no me pasará nada.

Estamos sentados en un banco en el exterior del supermercado. Anna y yo trabajamos, pero hemos hecho una pausa para fumar, aunque no fumamos. El principio es el mismo.

—No te lo preguntaba solo a ti —dice con afectación—. Anna, tú me echarás de menos, ¿verdad?

—Ya estoy contando los segundos que faltan para que vuelvas —responde ella teatralmente, poniéndose la muñeca sobre la frente—. Suspiro por tu regreso, querido Creed.

Se levanta, nos besa a ambos en la cabeza y dice que tiene que volver antes de que se gane una bronca. Advierte a Creed que no haga ninguna estupidez mientras esté fuera.

Algunos de los amigos que Creed tiene en Phoenix irán a Portland durante una semana. Nos ha invitado a ir, pero no me atrevo a pedir vacaciones en el trabajo, no mientras esté tan adelantado con las facturas como lo he estado últimamente. Por más que me gustaría escaparme de Seafare por unos días, el Chico no lo permitiría de ninguna manera, y sería una carga si me lo llevara. Creed había desechado mis reservas, diciendo que Ty podría asumir cierto libertinaje. Me había pasado por la cabeza la horripilante imagen de llevarle a un club de striptease y dije que no en el acto. Además, todavía tenía escuela durante un par de semanas más.

Consulto mi reloj.

—Creía que ya deberías haberte ido.

Se encoge de hombros.

—Me quedaba algo de tiempo, y quería pasar un momento antes de marcharme. No hemos tenido muchas oportunidades de hablar desde la fiesta.

Había transcurrido una semana y media desde el cumpleaños del Chico y, durante ese tiempo, yo no había vuelto por su casa. Había dado excusas, diciendo que trabajaba, que estaba cansado. Por cierto que fuera, no quería volver debido a él. No podía sacarme de la cabeza la imagen de Otter apartándose de mí, dejando la pregunta sin contestar aún flotando en el aire, resistiéndose a morir. El sueño, aquel océano azul negruzco. Creí que lo mejor que podía hacer era poner la mayor distancia posible entre Otter y yo hasta que regresara a San Diego. Dejó muy claro que no me necesita, así que he decidido darle lo que quiere. Las cosas se complican cuando estoy con él.

Golpeteo el banco de madera con los nudillos.

—Ya te lo he dicho —declaro—. He estado ocupado.

—Mientes muy mal, Bear —replica Creed con una sonrisa en el rostro—. Siempre lo has hecho. Supongo que no debería haberte obligado a hablar con Otter, ¿verdad?

—¿Sigue encerrado en su habitación? —pregunto, tratando de parecer aburrido.

—Sí. Creo que ahora le veo aún menos que antes de la fiesta. Quizá fue una mala idea mandar al Oso para que le vapuleara.

—Tenlo en cuenta la próxima vez, ¿quieres? —digo—. Ya he tenido una persona casi deprimida a quien cuidar. No necesito otra.

Se reclina en el banco.

—No creo que debamos pensar en ello mucho más tiempo. De todos modos tengo la sensación de que se marchará pronto.

Me da un vuelco el corazón, pero trato de ignorarlo.

—¿Qué te hace decir eso?

Echa un vistazo a su reloj.

—Es solo una sensación. Llámalo «intuición de hermano». No se quedará aquí mucho más tiempo. Puede seguir estando deprimido en cualquier parte; ¿por qué quedarse aquí y hacerlo bajo la lluvia?

«Bien —pienso despiadadamente—. Bien. Vete a casa, Otter. Vete a casa y déjame regresar adondequiera que estaba antes de llegar tú. Por lo menos entonces podía reconocerme a mí mismo. Por lo menos podía sentir como es debido. Por lo menos…».

«¿Por lo menos qué, Bear? —susurra la voz, divertida—. ¿Por lo menos podías pasar una hora sin que él ocupara todos tus pensamientos? ¿Por lo menos podías olvidar aquel maldito dolor que sentiste cuando se alejó de ti? Resulta mucho más fácil odiarles cuando se marchan, ¿verdad? ¿No es cierto?».

—¡Bear, por el amor de Dios, hazme caso! —dice Creed, dándome un puñetazo en el brazo—. Juro que a veces eres peor que Otter.

—Lo siento —murmuro.

—Tengo que irme —anuncia, levantándose—. Los chochitos de Portland me esperan.

Sonrío.

—Estoy deseando ver el día en que me digas que has pillado la gonorrea.

Inclina la cabeza hacia un lado.

—¿Eso es lo que estás deseando? De todo cuanto existe en el mundo, ¿es eso lo que estás deseando? Bear, eso es muy triste. Y muy, muy mezquino de tu parte. Por lo tanto, si pillo la gonorrea, me mearé en tu boca cuando estés durmiendo, y entonces tú también tendrás la gonorrea. —Empieza a sujetarse la ingle y a gemir. Me río y trato de alejarme, pero él me aprisiona contra la pared. Una pareja de ancianos sale del supermercado y se nos queda mirando. Creed les saluda con la mano y dice—: No pasa nada. Somos gais. Esta es mi pareja, Greg.

Hago una mueca y le aparto de un empujón.

—Creed, eres un gilipollas —espeto mientras los viejos se alejan, lanzándonos miradas de asco por encima del hombro—. ¡No digas esas memeces en mi trabajo!

Me saca la lengua.

—Pero si no he usado tu verdadero nombre, cariño…

—Idiota —gruño.

—Sí, me quieres. En fin, me voy. Te llamaré cuando llegue allí para restregarte por las narices cuánto me divierto sin ti. —Me da unos golpecitos amistosos en la espalda y empieza a alejarse. Me vuelvo para entrar cuando dice—: Hazme un favor, ¿quieres?

Asiento con la cabeza.

—¿Puedes ir a ver a Otter por lo menos una vez? No quiero volver a casa y descubrir que ha reaccionado de una forma emocional y se ha cortado las venas.

Empiezo a protestar, pero él se hinca de rodillas y se pone a gritar con voz aguda:

—¡Por favor, Greg! ¡Por favor!

Me vuelvo, presa del pánico, y le digo que de acuerdo, solo para que se marche.

—Hasta luego, papá Bear —dice, y cuando me vuelvo otra vez ya ha desaparecido.

Más tarde, Anna y yo estamos echados en el sofá, con una expresión horrorizada en el rostro mientras Ty mira extasiado la tele. Por lo visto, como parte de su regalo de cumpleaños para el Chico, Creed le había conseguido el documental sobre la PETA que Ty se moría por ver. No entendía cómo había podido pasarme por alto cuando llevé a casa todo su botín, hasta que me dijo que el tío Creed había hecho prometerle que lo escondería hasta que pudiera sentarse a verlo conmigo. En cuanto regrese a casa mataré a Creed. La película no trata de la gente normal de la PETA, sino de sus miembros más radicales. Es una porquería de lo más inquietante.

—Mírale —susurra Anna contra mi pecho—. Cuando crezca se convertirá en todo un hippy.

—No si puedo evitarlo —respondo—. Juro por Dios que la primera vez que el Chico vaya a la cárcel por liberar un mono será Creed quien le pagará la fianza.

Anna y yo tratamos de sofocar la risa, pero el Chico nos oye y nos fulmina con la mirada. Dejamos de reír en el acto. No hay nada como ser reprendidos por un ecoterrorista de nueve años en formación. Al cabo de dos horas insoportables se acaba la película y digo a Ty que tiene que acostarse. Sé que me oye, pero en lugar de levantarse y obedecer, se vuelve boca arriba y se queda mirando al techo, con la cara tan concentrada que sé que algo serio le pasa por la cabeza. Anna también se percata, y sabe que debemos esperar a que el Chico sea el primero en hablar. Obligarle a hacerlo nunca da resultado.

—¿Derrick? —pregunta por fin.

—¿Qué hay, Chico?

Se incorpora, nos mira y ladea la cabeza. Su actitud sugiere que ha estado meditándolo durante un rato y por fin está dispuesto a preguntar al respecto. Me acuerdo de su pregunta sobre el amor de hace un par de semanas, cuando fuimos a buscar a Creed al aeropuerto. A veces da gusto ignorar lo que alguien va a decir.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

—Claro.

—¿Es Otter gay?

Unas veces da gusto; otras…

Me falta el resuello. «¿Qué coño? —pienso—. ¿Dónde diablos habrá oído eso? ¿Y por qué me ha tocado el único niño de nueve años del mundo que haría una pregunta así? ¡Los niños no deberían hacer preguntas que no sé cómo contestar!».

Es evidente que Anna sabe que me cuesta trabajo responder al interrogante y dice:

—¿Por qué lo preguntas, Ty?

—Es algo en lo que he estado pensando —contesta sinceramente—. ¿Está mal?

Ella niega con la cabeza.

—Desde luego que no está mal hacer preguntas, Chico. Puedes preguntar lo que quieras. Pero será papá Bear quien decida si estás preparado para oír la respuesta. ¿Vale?

Ty asiente y me mira, y yo maldigo mentalmente a Anna. Ha dejado muy claro que no será ella quien divulgue eso, que no será ella quien lo afirme. Me ha pasado la patata caliente, y empiezo a dudar de sus motivos. Anna se incorpora y recoge las piernas bajo su cuerpo. Me mira las manos mientras aguarda mi respuesta. Suspirando, me levanto a mi vez y bajo del sofá para sentarme delante de Ty.

—¿De dónde has sacado eso? —le pregunto.

Se encoge de hombros.

—Un día, cuando estaba en casa del tío Creed. —Abre los ojos como platos, como si de repente se le hubiera ocurrido una idea genial—. No escuchaba a escondidas ni nada —se apresura a añadir.

—No creo que lo hicieras, Chico —declaro—. Solo quería saber si alguien te lo ha dicho o lo has oído sin querer.

Me sonríe agradecido.

—Oí sin querer que el tío Creed preguntaba a Otter por su novio. Otter se enfureció y le dijo que se callara. —Se interrumpe un momento, como si pensara—. ¿Por qué tenía que enfadarse Otter? ¿Pasó algo malo?

—¿Sinceramente, Chico? No lo sé —digo pausadamente, pues sé que Anna también está pendiente de cada una de mis palabras.

Cuando volví a entrar en la casa la noche de la fiesta del Chico, Otter ya se había encerrado en su habitación. Anna y Creed me habían interrogado enseguida, queriendo una descripción con todo lujo de detalles de «El ataque del oso». No contesté directamente ninguna de sus preguntas, con gran disgusto suyo. Me dije que no me correspondía decir nada, aunque tampoco me habían revelado gran cosa. Sabía que era un mentiroso.

—Yo creía que si tenías un novio o una novia —dice Ty sabiamente— deberías estar contento y querer hablar de él. No creo que el novio de Otter fuera muy simpático si se enfureció con el tío Creed por preguntárselo.

Anna se ríe a la ligera.

—El mero hecho de que tengas a alguien, Ty, no significa que debas estar siempre contento. A veces discutes, o esa persona comete una estupidez y te hace enfadar.

—¿Cómo hizo Bear cuando dijo que tenías la nariz chata? —pregunta Ty, con una expresión pensativa en el rostro.

Me quejo cuando Anna me da una colleja.

—Sí, Ty, eso mismo —dice—. A veces la gente puede ser un poco desconsiderada.

—O a veces —tercio yo— la gente puede ser susceptible y tomarse las cosas a mal aun cuando no lo pretendías. Generalmente les ocurre a las chicas, y normalmente porque segregan hormonas.

—¿Qué son hormonas? —pregunta Ty mientras Anna me mira con el ceño fruncido.

Sacudo la cabeza.

—No hablemos de eso ahora.

—¿Así que Otter es gay? —dice el Chico, desviando el tema.

—Sí —contesta Anna—. Y eso no es malo porque no cambia quién es.

Él la mira sorprendido.

—¿Quién ha dicho que sea malo? —pregunta, verdaderamente desconcertado.

Anna le revuelve el pelo.

—Nadie importante. Mientras sepas que no es nada malo y que Otter te quiere, todo irá bien.

El Chico me mira.

—¿Tú crees que es malo, Bear?

—No —respondo—. Claro que no. Las personas pueden querer a quien deseen.

—Entonces ¿por qué tú y Otter os peleasteis la noche que se fue, hace mucho tiempo?

Oigo las palabras que salen de su boca. Las entiendo individualmente, pero no en su conjunto. Noto cómo la sonrisa en mi cara se borra poco a poco. Una vez más, mi hermano pequeño me ha dejado sin habla. Sé que está esperando que le conteste, pero lo único en que puedo pensar es en cómo he podido ser tan estúpido como para ignorar que lo ve y lo oye todo.

—No era de eso que discutían —dice Anna antes de que yo pueda hablar.

Percibo el nerviosismo en su voz. Mi silencio bien pudiera ser una confesión de mis pecados. Me he quedado tan mudo de asombro ante las palabras de Ty que me he olvidado de la presencia de Anna. Unas campanas empiezan a tocar a rebato dentro de mi cabeza, y no quiero que esta conversación continúe.

—¿De qué discutían entonces? —pregunta Ty a Anna, y si yo fuera de esa clase de personas, le estrangularía ahora mismo.

—No lo sé —responde Anna con serenidad—. ¿Bear? Ty quiere saber de qué discutíais tú y Otter. Deberías decírselo.

«¡Ah, esta sí que es buena! —susurra esa voz dentro de mi cabeza—. ¿Qué vas a decir ahora, Bear? ¿Vas a ocultarlo con ternezas? En serio, ¿qué costaría convencer al Chico de que estaba soñando? Podrías solucionarlo muy fácilmente. O bien… ¿podrás decir la verdad por una vez en tu desdichada vida? —Se ríe—. ¿Podrás decir lo asustado que estabas porque sabías que Otter iba a marcharse pero que se rendía por tu culpa? ¿Podrás decir que detrás de esa ira justificada que tan brillantemente representaste experimentabas una sensación de alivio? ¿Por qué te sentiste salvado entonces? ¿Por qué, Bear, por qué? ¿Por qué…?».

«¡CÁLLATE!».

—¿Bear? —dice Anna con saña. Ty también lo oye, la mira con preocupación en la cara y luego a mí—. ¿Bear? —repite ella—. Está esperando.

Respiro hondo y suelto el aire despacio. «¡Venga, di algo!», pienso.

«Sí, Bear —se burla la voz—. Di algo».

—Estaba furioso con Otter —digo a Ty en voz baja.

—¿Por qué es gay? —me pregunta, también con voz queda.

Niego con la cabeza.

—Estaba furioso porque… creía que se quedaría aquí solo por nosotros, y no me parecía justo para él.

Ty me mira con los ojos entrecerrados.

—Pero era decisión suya, ¿no? —dice, pareciendo otra vez más maduro de lo que yo llegaré a ser nunca—. Es decir, si Otter no quería irse, ¿por qué le dijiste que lo hiciera?

—No lo sé, Ty.

«Sí lo sabes».

—¿Tú querías que se fuera? —me interroga, receloso de pronto.

—No, Chico. No quería. Pero tampoco quería que se quedara aquí solo porque… él creía que debía hacerlo.

—Bueno —dice el Chico, recostándose sobre los codos—, por lo menos volvió. Hablar con Otter por teléfono no es lo mismo cuando sabes que está lejos.

—Claro, Chico.

—Entonces ¿por qué sigues enfadado con él? —pregunta despreocupadamente, haciendo caso omiso de Anna.

—Ty, ya está bien por esta noche —respondo con aspereza—… Mañana tienes escuela, y es hora de acostarte.

Se levanta con un quejido. Se acerca a Anna y la abraza, ella le susurra algo al oído y él sonríe. Le empujo después de asegurarle que iré a la habitación a decirle buenas noches una vez que se haya cepillado los dientes. Sale de la salita tarareando una canción en voz baja.

Me reclino contra el sofá, sin saber adónde ir desde aquí. Ojalá Ty hubiera esperado a mantener esta jodida conversación a cuando estuviéramos solos. O, mejor aún, ojalá Ty no hubiera querido nunca mantener esta jodida conversación. Refreno la rabia antes de que aumente porque sé que, por más listo que sea el Chico, no deja de ser un niño. De todos modos no se trata de él, sino de mí. Tiene que ver conmigo, y cómo me han pillado en una mentira. Tiene que ver con la noche que he intentado olvidar durante los tres últimos años. Tiene que ver con el modo en que esa vocecita dentro de mi cabeza sabe desenterrar perfectamente lo que tanto me he empeñado en ocultar. Tiene que ver con la existencia de esa chica, esa muchacha hermosa a la que quiero con todo mi corazón. Tiene que ver con ella porque sé que me he quedado atrapado en una red tejida por mí mismo. Me vuelvo a mirarla, y veo que tiene los ojos brillantes por unas lágrimas que aún no se han derramado. Enojada, se limpia el rostro y abre la boca para hablar cuando Ty grita desde el dormitorio para decirme que está preparado. Maldigo en voz baja, pero ¿acaso no salgo prácticamente huyendo de la estancia? ¿Acaso no corro?

El Chico ya está en su cama cuando entro en la habitación. Cierro la puerta con cuidado a nuestras espaldas, me dirijo hacia su cama, me siento junto a sus piernas y me reclino sobre las manos.

—¿Se ha enfadado Anna conmigo? —pregunta en voz baja.

Contesto sin dilación.

—No, Chico. No se ha enfadado. Y no quiero que pienses lo contrario, ¿vale? Ella nunca podría enfadarse contigo por nada.

—¿Y tú? ¿Estás enfadado conmigo?

Suspiro y lo miro.

—No, Ty. Yo tampoco estoy enfadado contigo. Solo que ha sido un día largo.

Guarda silencio un momento antes de decir:

—Siento haberos oído discutir a ti y a Otter. No trataba de escuchar ni nada. Pero hablabais muy alto.

Esbozo una sonrisa.

—Bueno, entonces debería ser yo quien se disculpara. Nunca quise que oyeras eso. No quería… por muchas cosas.

—Bear —dice—. ¿Puedo contarte un secreto?

—Claro, Chico —respondo, inclinándome para poner mi frente contra la suya.

Huele a Colgate y champú, y quiero cerrar los ojos y quedarme en este momento, pero el Chico necesita contarme un secreto y espera que le mire cuando hable.

—No quiero que Otter vuelva a irse. ¿Es eso egoísta? —susurra.

—No, no lo es. Significa que le quieres mucho, y eso no será nunca egoísta. ¿Puedo contarte yo un secreto?

Asiente y me mira a los ojos.

—¿Cuál es el tuyo, Bear?

—Yo tampoco quiero que Otter vuelva a irse.

Me echa los brazos al cuello y me atrae hacia sí.

—Ya lo sé. Lo sé. Y guardaré tu secreto si tú guardas el mío —me susurra al oído.

Asiento contra su hombro, esforzándome por contener mis emociones. Permanezco atrapado entre sus brazos hasta que me suelta al cabo de unos momentos.

—Te quiero, papá Bear —dice, besándome en la mejilla.

—Yo también te quiero, Chico.

Me levanto y apago la luz. Cierro la puerta a mi espalda hasta dejarla entornada, como hago siempre. Me apoyo en la pared un momento, con la respiración alterada en el pecho. Estoy mareado y solo quiero volverme, meterme en la cama con él y dormir. Pero Anna sigue en la salita, esperando a que vuelva. No puedo hacerle esperar más.

Está sentada allí donde la he dejado. Veo que las lágrimas de sus ojos se han secado, pero su resolución sigue siendo firme. Es imposible que esto caiga en saco roto, como una pequeña parte de mí espera. Tan pronto como entro en la salita, sacude la cabeza hacia un lado, indicando el balcón de nuestro piso. La sigo, a sabiendas de que no quiere que el Chico oiga lo que decimos. Pero si ella se pone a gritar, yo haré lo mismo, y no importará porque todo el jodido vecindario nos oirá. Me meto las manos en los bolsillos y la sigo afuera. Ella cierra la puerta a mi espalda y elige el sitio más alejado de mí que técnicamente puede considerarse perteneciente a nuestro piso.

—¿Y bien? —pregunta en voz alta y peligrosa.

—¿Y bien qué? —respondo con evasivas.

La miro a los ojos con nerviosismo y me encojo de hombros.

—Me mentiste, Bear.

—Lo siento.

Y es verdad. Lo siento más de lo que se imagina.

—¿Por qué lo hiciste?

—Anna…

—¡No! —espeta, con los ojos destellantes—. ¿Qué os pasó aquella noche? ¿Por qué se marchó Otter? ¿Qué le hiciste?

Me río ásperamente.

—¿Qué le hice yo a él? ¿Por qué tengo que ser yo quien le hiciera algo a él, por todos los santos?

—¡Muy bien entonces! —casi grita—. ¿Qué hicisteis los dos?

—Tú estabas aquí cuando se lo he dicho a Ty —respondo irritado—. ¿Qué más quieres que diga?

—¡Quiero que digas la verdad! —gime, rompiendo a llorar.

No hago caso de sus lágrimas.

—¡Esa es la verdad! ¡No quería que se quedara aquí por una jodida lealtad a mí! ¡Se habría amargado y habría terminado yéndose de todas formas! Si iba a marcharse —y sé que tarde o temprano lo habría hecho— era mejor para Ty que fuera entonces. ¿Y quieres otra verdad? —le espeto—. ¿Quieres saber más, Anna? No habría podido vivir tranquilo sabiendo que se martirizaba de ese modo. ¡No habría dejado nunca que me odiara! ¡Era más fácil que le odiara yo! ¡Y sí! ¡Sí, le eché! ¿Estás contenta ahora? ¿Estás satisfecha?

—¿Por qué no podías decirme esto?

—¿No oyes lo patético que soy? —le grito—. ¿Por qué diablos te habría reconocido lo que hice a ti cuando ni siquiera podía reconocérmelo a mí mismo? Era preferible culparle por haberse marchado a culparme a mí de que se hubiera quedado. ¡Estaba condenado de las dos maneras!

Anna se abraza y tiembla.

—Bear, Otter se habría quedado no porque tú quisieras que lo hiciera, sino porque él también quería. ¿No lo entiendes? Él lo habría hecho porque os quiere a ti y a Ty. Y eso le habría bastado.

—Por eso tuvo que irse —digo con voz quebrada—. A Otter nunca le habría bastado. Habría tenido…

Pero no puedo acabar la frase.

—¿Qué habría tenido, Bear? —pregunta con tristeza.

—No importa —contesto—. Olvídalo.

Esto reaviva su ira.

—¡No lo olvidaré, Bear, y maldito seas por decir eso! ¿Cuándo aprenderás que esto no ha tenido nunca que ver solo contigo? ¡Esto nos afecta a todos!

Me río con amargura.

—Todos decís eso, pero no habéis podido entenderlo nunca.

—Solo porque eres demasiado orgulloso —gruñe—. Si quieres hablar de martirio, ve a mirarte en el espejo.

—¡Eso ya lo sé, Anna! —le grito.

—Entonces ¿por qué te apresuras a juzgar a las personas que lo harían por ti? —espeta—. ¿Cómo puedes rechazarlas tan fácilmente?

—¿Crees que fue fácil? —La fulmino con la mirada—. ¿Crees que no me he arrepentido cada minuto del día?

—¿Cómo podía saberlo? —replica con maldad—. Me has mentido desde el principio.

—¡No sabía qué otra cosa hacer, Anna! Todo se desmoronaba a mi alrededor, ¡y era yo quien lo provocaba!

—¿De qué tenías tanto miedo? ¿Por qué no podías dejar que alguien te ayudara porque quería hacerlo?

—¿Es que no has estado escuchando nada de lo que he dicho? —gruño.

—¿Y ya está? —pregunta, frotándose los ojos—. ¿Eso es todo?

—Sí, por Dios —murmuro, retorciéndome las manos.

—Mientes.

—Anna, por favor…

Le tiendo la mano, pero ella hace caso omiso.

—¿Está enamorado de ti, Bear?

—¡No!

—Mientes.

Levanto las manos y me aprieto los oídos con los puños, tratando de excluirla, tratando de encerrarme, y es más de lo que puedo soportar. Sé qué me preguntará a continuación, y sé qué le diré, y sé que tengo una oportunidad de ser sincero, de decir algo que ha estado aterrando mi corazón. Sé todo esto, pero no sirve para fortalecerme e impedir que tiemble de la cabeza a los pies. Me golpeo los oídos con los puños, ansiando cierta claridad, una luz que aparezca como por arte de magia, reluzca y murmure: «Sí, sí, no pasa nada si dices que sí». Pero no ocurre nada, todo sigue a oscuras y los temblores no me abandonan.

—¿Estás enamorado de él?

«Oh, Dios. Oh, Dios mío. Bear…».

—¡No! —grito.

—Mientes.

Las placas se desplazan, la tierra se mueve.

«¿Cómo hemos llegado hasta aquí? —pienso, con la mente febril y presa del pánico—. ¿Cómo diablos hemos llegado a esta situación? ¿Cómo he podido dejar que llegara tan lejos?».

Anna me mira furiosa antes de agachar la cabeza.

—¿Sabes? —dice, riendo entre dientes con amargura—, durante la mayor parte del tiempo creí que era Otter quien te había hecho algo, pero ahora…, ahora no lo sé. Nunca pensé que vendría a ser esto. Siempre creí que…

Puedo oír el pulso de la sangre en mis oídos.

—No pasó nada —digo con voz ronca, y detesto lo falso que parezco, incluso a mí mismo—. No pasó nada.

—Oh, Bear. —Anna levanta una mano para taparse la boca mientras empieza a sollozar en silencio—. Oh, Bear —repite.

Puedo oírlo en su voz, y finalmente echa abajo todos los muros que me he apresurado a levantar desde que hemos salido al balcón. Corro hacia ella, la envuelvo en mis brazos y la estrecho con fuerza mientras hundo la cara en su cabello.

—Por favor —suplico—. Por favor, Dios. Por favor…

Ella se escabulle de mí, diciendo: «No, Bear, no», y esas palabras son como una daga que me atraviesa el corazón. Noto cómo se aparta de mí, noto cómo se retira, y siento una punzada de miedo vítrea y aguda. Murmuro «por favor» una y otra vez y trato de asirle las manos, los brazos, los hombros, cualquier cosa para atraerla hacia mí, pero me dice que no, no y no, y puedo ver que va a dejarme, como todos los demás han hecho siempre. Está ocurriendo ahora, y va a dejarme ahora, y estaré solo para siempre porque sé que un día Ty también me dejará, porque todo el mundo… siempre… se marcha.

Anna reprime las lágrimas y me aparta de nuevo. Me dejo caer contra la pared y me abrazo, intentando sentir algo que no sea este dolor. Ella retrocede, se seca los ojos y se aparta el pelo de la cara.

—¿Así que se acabó? —digo con voz entrecortada—. ¿Me dejarás también? ¿Así, sin más? Te he echado como a todos los demás.

Parece sobresaltada por un momento, veo reconocimiento en su rostro y experimento un resquicio de esperanza cuando se me acerca y me pone una mano sobre el brazo. Pero sus palabras se abren camino.

—Bear, yo nunca te dejaré a ti ni a Ty. Nunca seré como ella. Pero… es…, ya no será como antes. Siempre… me tendrás formando parte de tu vida. Pero no así. Ya no será nunca así.

—¿Por qué? —gimo.

—Bear, tú… tienes que entenderlo por ti mismo.

Se apoya contra mí, yo la envuelvo con los brazos y lloro contra su pelo.

—No sé si podré hacer esto sin ti —sollozo.

Me frota la parte inferior de la espalda.

—No tendrás que hacerlo. Será distinto, pero nunca te abandonaré. —Me estrecha con fuerza y me susurra vehementemente al oído—: Nunca. ¿Me oyes, Derrick McKenna? Nunca. Te quiero. Me has roto el corazón, pero era mío para darlo.

Y se marcha.

Oigo cerrarse la puerta cuando sale del piso, y sus sollozos se reanudan cuando baja corriendo la escalera. Entro tambaleándome, me hinco de rodillas en el suelo, me inclino hacia delante, me llevo las manos al rostro y tiemblo mientras un terremoto me sacude el cuerpo, el corazón y el alma.

Al cabo de un rato —no sé cuánto— llaman a la puerta. Me restriego la cara, me levanto de un salto y corro a abrir.

Es Otter.

—Eh —digo, sorbiéndome la nariz.

—Eh, tú —responde, con una sombra de preocupación en el rostro—. Anna me ha llamado.

—Ella… Otter… Yo…, yo…

No sé qué le ha dicho Anna ni qué intento decir, pero no me importa porque de repente Otter llena el mundo, y es todo cuanto puedo ver, y me abraza en actitud protectora, escudándome mientras me requebrajo, me hago pedazos y me hundo. Y aunque no esté aquí para recoger los trozos más tarde, siempre recordaré que por lo menos me ha regalado este momento, este momento decisivo.

Despierto y me noto la cara entumecida y agrietada. He estado soñando, pero por una vez en mucho tiempo no puedo recordar qué. No sé qué significa eso.

Abro los ojos y veo que estoy en el sofá de mi salita, tapado con una manta. Empiezo a preguntarme qué hago aquí cuando la noche anterior me invade repentinamente, y suelto un gemido. Tengo un sabor horrible en la boca y punzadas en la cabeza. Me noto la ropa rígida contra el cuerpo. Me incorporo y solo el movimiento basta para hacerme tener arcadas. Me quedo inmóvil un momento, esperando que las oleadas de mareo remitan.

«Así pues, ¿qué vas a hacer ahora? —susurra la voz con desenfado—. Mírate. Eres patético».

—Déjame en paz —espeto entre dientes—. Déjame en paz, maldita sea.

«¿Por qué? Una conciencia no debe irse nunca solo porque tú quieres. Eso haría las cosas demasiado sencillas. ¿Cómo podrías aprender nada de ese modo? Oh, Bear, ¡esto será muy divertido!».

—Por favor —susurro.

«Hazte mayor de una jodida vez —dice con frialdad—. Has llegado hasta aquí con gente cagándola por dondequiera que vas. Ya es hora de que te hagas mayor y dejes de compadecerte tanto. Oh, soy Bear. Escúchame. ¡Estoy tan lleno de angustia! ¿Qué voy a hacer? ¡La vida es tan DURA! —Se echa a reír—. Blablablá. Por lo menos él tiene agallas para decir qué siente. Por lo menos Otter…».

Otter.

Miro la salita con cara de espanto, pero estoy solo. Me levanto de un salto, abro las cortinas, que no recuerdo haber cerrado, y veo que hay demasiada luz afuera para ser por la mañana temprano. Mierda. Corro a mi habitación, gritando a Ty que se despierte porque llegaremos tarde. Abro de golpe la puerta del dormitorio, planeando ya dentro de mi cabeza que le haré levantarse ahora mismo y cepillarse los dientes (no hay tiempo para ducharse) y preguntándome si habrá ropa limpia en el armario para ponerse…

Pero allí no hay nadie.

Voy a la cocina y también está desierta. Empiezo a inquietarme cuando veo sobre la mesa de la cocina una nota garabateada con una letra conocida:

Bear,

Necesitabas dormir más. He levantado a Ty, le he preparado para ir a la escuela y lo he llevado. No te preocupes por el trabajo. He llamado haciéndome pasar por ti y les he dicho que estaba en cama con gripe. Parece que se me da bien el papel de Bear enfermo. Recuérdame que te lo demuestre más tarde.

De todas formas, después me iré a casa y trataré de dormir un poco. Procura llamarme tan pronto como despiertes. Estoy preocupado por ti, papá Bear.

Otter

P. S. Ty lleva diez minutos despierto y ya me ha hablado acerca de los increíbles miembros de la PETA. ¿Por qué diablos le dejas ver esas cosas?

Se me hiende el rostro, y sé que es porque sonrío.

Esta constatación se esfuma.

Me paso en la ducha media hora, alternando entre agua caliente y fría porque o sudo o tirito, y creo que tal vez sí estoy enfermando. Cuando ya no puedo soportar el agua que corre sobre mi cuerpo, salgo y me enrollo una toalla alrededor de la cintura. Limpio la condensación del espejo y observo mi reflejo. Estoy pálido. Tengo los ojos enrojecidos y los labios agrietados.

«No me extraña que haya roto conmigo —pienso, medio loco—. Parezco un adicto a la metadona».

Aquella sensación de desesperación trata de aflorar de nuevo, y casi se lo permito. Es mucho más fácil compadecerse de uno mismo. Ya debería saberlo, lo he hecho bastantes veces. Creo que la tengo dominada cuando se desliza un fragmento, y veo que el labio de mi reflejo tiembla un poco. Me sujeto a los bordes del lavabo y me ordeno parar, parar ya de una puta vez. Mi reflejo parece escuchar mientras lo miro furioso. Su labio deja de temblar, su pecho deja de agitarse y la sangre comienza a calentarle las mejillas. «Ya está —pienso—. Ya está, ¿ves? ¿Lo ves? Puedo hacerlo. Puedo hacerlo». Salgo del baño, empezando a sentirme mejor. No dura mucho.

Intento frotarme los brazos, pero aún tengo frío.

Me visto, pero nada de lo que me pongo me sienta bien.

Trato de comer, pero toda la comida sabe a serrín.

Pongo la tele, pero las luces y el ruido me causan dolor de cabeza.

Me paseo por la salita.

Me paseo por la cocina.

Vuelvo a pasearme por la salita.

Cojo las llaves del coche.

Subo al coche.

Conduzco y conduzco, y pienso en marcharme.

Pienso en marcharme sin mirar atrás.

Sería más fácil.

Diez minutos después tomo conciencia de mi entorno y veo que estoy en una calle que reconozco, una calle que me resulta bien conocida. Trato de parar, pero llevo puesto el piloto automático. Hay un agradable zumbido dentro de mi cabeza y es como si llevara tapones de algodón en los oídos porque todo suena de una manera sorda. Tomo la calle en la que, cuando tenía diez años, me caí de la bici y me raspé la rodilla. Paso por la casa donde, cuando tenía doce años, Creed y yo robamos un enano del jardín. Circulo junto a un aparcamiento donde, cuando tenía quince años, el señor Thompson me enseñó a conducir. Tomo un camino de entrada que he tomado infinidad de veces. Subo por un sendero de piedra que antes estaba cubierto de hierba. Pulso un timbre que todavía me sorprende porque suena igual que el mío. No sucede nada. Vuelvo a llamar. Otra vez. Y otra. Llamo hasta que oigo arrastrarse unos pies y entonces abre la puerta, y es como si yo volviera a tener ocho años y él, dieciséis, y quiero preguntarle si Creed está en casa porque he venido a pasar la noche, pero me temo que me quebraré como el cristal. Me quedo mirándole y él me mira, y por fin digo: «No sé adónde más ir». Se echa hacia atrás, paso por su lado y accedo a una casa que antes consideraba un refugio seguro. Subo las escaleras y le oigo seguirme. Le ruego en silencio que no hable, y no lo hace. Eso es bueno porque, si hablara, el piloto automático se desconectaría y se impondría la realidad. Veo su puerta, y aunque ya no hay ningún cartel que rece: PROHIBIDA LA ENTRADA PORQUE ES LA HABITACIÓN DE OTTER, sé que es la habitación de Otter.

Abro la puerta y la cama está sin hacer, y sé que estaba durmiendo. Me siento en el borde, me quito los zapatos, me echo en la cama y me cubro con las sábanas, haciendo una madriguera donde un Oso pueda dormir. Estoy muy cansado, y apenas puedo mantener los ojos abiertos cuando noto que la cama se hunde con cuidado, y sé que él vuelve a acostarse. Levanto las sábanas para que pueda entrar en la madriguera. Se mete debajo y se tiende de costado, con los ojos empañados por algo que no acierto a distinguir. Pliega los brazos alrededor de su cabeza y la recuesta sobre sus manos. Vuelvo a dejar caer las sábanas suavemente y se hace oscuro en la madriguera de Otter y Bear, pero no lo suficiente para que no pueda distinguir sus ojos, su nariz, sus labios. Mi mano se estira por voluntad propia y le toca la mejilla con delicadeza. Va sin afeitar y él aguanta la respiración, y yo no sé por qué hago esto, pero lo hago. Toma mi mano y la sujeta entre las suyas. Está a punto de decir algo, pero sacudo la cabeza porque no quiero oír ni media palabra. Me vuelvo y me tiendo de costado, imitando su posición. Encojo las rodillas hacia el pecho y golpeo las suyas, y es allí donde las dejo. Observo a Otter mientras me mira, y todavía me da la mano y yo no la retiro. Así me quedo hasta que por fin, inevitablemente, me duermo.

Cuando despierto, el sol entra a raudales a través de la ventana sobre la cama. Me desperezo y miro al otro lado. Un leve temor me sacude el cuerpo. No hay nadie. Respiro aliviado y me siento culpable en el acto. Me vuelvo, cojo la almohada y la abrazo.

«¿Qué hago aquí? —pienso—. Acabo de romper con la única persona con la que creía que podría estar siempre. Y aquí estoy, haciendo… ¿Qué estoy haciendo? Esto no está bien. No soy quien debería ser».

«¿Cómo lo sabes? —susurra la voz—. Si te permitieras pensar con claridad un momento, lo sabrías. Sabrías todo lo que has estado tratando de no ser».

Me abrazo a la almohada con más fuerza y la puerta se abre.

—Bien —dice Otter alegremente—. Estás despierto. Creía que tendría que sacarte de la cama para despertarte.

Me escabullo rápidamente hacia la cabecera y me llevo la almohada al pecho. Miro a Otter con cautela. Está de pie en el umbral, con los brazos cruzados sobre el pecho y apoyado en la jamba de la puerta. Su pelo rubio y corto sobresale en distintas direcciones, sus ojos verdes brillan y su sonrisa es tan torcida como la he visto siempre. Empiezo a notar una opresión en el pecho y en los costados, y estrecho la almohada con más fuerza. Lleva sus largas piernas enfundadas en unos pantalones negros holgados, y su camiseta blanca de tirantes muestra un bronceado que yo no podría tener nunca. Sus brazos parecen fuertes, pegados a su cuerpo esbelto. Desvío la mirada a la fuerza, tratando de concentrar mi atención en otra parte. Le oigo reírse por lo bajo.

—¿Qué pasa? —digo, con una voz más áspera de lo que pretendía.

—Tienes un pelo graciosísimo.

Frunzo el ceño y empiezo a alisármelo con frenesí.

—Ah, Bear justo después de despertar. Casi había olvidado lo divertido que es.

—Cállate, Otter —digo mientras balanceo las piernas sobre el borde de la cama y planto los pies en el suelo.

Antes de que pueda hacer otro movimiento, Otter se sitúa delante de mí, se agacha y se sienta sobre los talones.

—Eh —dice.

—Eh, tú —murmuro.

Extiende un brazo y toca el mío con delicadeza, y por un momento dejo que su mano descanse allí. Por un momento, casi olvido quién soy en realidad y solo puedo concentrarme en lo agradable que resulta su tacto. Retiro el brazo, miro por encima de su cabeza y le oigo suspirar.

—Bear —dice.

—¿Qué, Otter?

Se incorpora y da un paso atrás.

—Casi es la hora de recoger al Chico de la escuela. Le he dicho que estarías allí cuando le he dejado.

Me levanto precipitadamente y saco las llaves del bolsillo, aliviado por la excusa de que ahora dispongo. Me dirijo automáticamente hacia la puerta y solo me detengo cuando vuelve a pronunciar mi nombre. No quiero volverme, en realidad no, pero lo hago, y le veo de pie en el mismo sitio de antes.

—He prometido a Ty que intentaría hacerle una lasaña de tofu esta noche —dice—. No sé cómo me saldrá, pero le he dicho que puede venir esta noche. Espero que no te importe.

Sacudo la cabeza.

—Está bien. Ya te lo dejaré.

Él sonríe con complicidad.

—Buen intento, papá Bear. Pero no te escaparás tan fácilmente. Tienes que ayudarme a hacerla.

—No lo sé, Otter.

—Ya sé que no lo sabes —dice en voz baja—. Bear, desconozco qué ha ocurrido entre tú y Anna, pero ahora mismo no creo que debas estar solo. Tarde o temprano querrás hablar de ello. Creo que es mejor para ti que estés aquí.

«Contigo», pienso mientras empiezo a removerme inquieto y a juguetear con las llaves.

—Me lo pensaré, Otter. ¿Vale?

—Bear —dice con esa voz suya, esa voz de advertencia que me vuelve loco.

—Por favor, Otter —susurro—. Ten…, ten paciencia conmigo, ¿vale? No sé qué diablos hago aquí, y necesito que tú…, que tú… No lo sé.

Se me acerca hasta plantarse delante de mí y, aunque me odio por hacer eso, me estremezco y retrocedo un paso. Casi he salido por la puerta cuando me coge por los hombros. No puedo evitar mirarle y lo que veo, la expresión de sus ojos, casi me tumba de espaldas. Nadie mira nunca a nadie de esa forma. No debería ser nunca así. No puede ser verdad.

—Bear —dice con serenidad—. Tienes que creer que yo tampoco sé qué está pasando aquí. Solo pretendo ser tu amigo. —Me sonríe con tristeza—. ¿Puedes confiar en que haga eso?

Es extraño. Es extraño porque sí puedo. Asiento, con los ojos como platos.

—Muy bien.

Se vuelve, se dirige a su escritorio y se pone a manipular una cámara que está desmontada sobre la mesa.

Me dispongo a irme, pero el zumbido vuelve otra vez, comenzando en los dedos de los pies y subiendo por mi cuerpo hasta que lo siento en mis oídos. De repente estoy detrás de él, envolviéndole la cintura con los brazos y recostando mi cabeza sobre su espalda. Otter se sobresalta, pero solo un momento. Poco a poco, con cuidado, se reclina contra mí, levanta las manos y acaricia las mías suavemente. Respiro hondo y siento el olor a Otter, un olor que no ha cambiado desde el día que le conocí.

Me aparto y salgo de la habitación, con la mente en llamas.